El narrador japonés Osamu Dazai (1909-1948) es uno de los más apreciados en su país. Sus narraciones, y en especial sus dos libros más famosos –Las novelas El ocaso (1947) e Indigno de ser humano (1948)– muestran su actitud rebelde contra las convenciones sociales y angustiada ante el futuro incierto de su país luego de la Segunda Guerra Mundial. También ocurre así en este cuento, cuyo título es el nombre de una práctica supuestamente realizada en el Japón antiguo: abandonar en un lugar remoto a una mujer u hombre de edad avanzada (ubasute significa literalmente “abandono de una anciana”) para dejar que muriera, como una especie de eutanasia.
El cuento apareció en la colección Shincho, de 1938. La presente traducción es de Virginia Meza. Luego del final del cuento hay un glosario con algunas palabras japonesas empleadas en el mismo.
UBASUTE
Osamu Dazai
En ese momento ella murmuró con voz extraña:
—Está bien, lo arreglaré todo. Desde un principio estaba resuelta a hacerlo. De veras, lo haré de una vez.
—Eso no está bien. Aunque comprendo bien tu decisión. ¿Piensas morir sola? De no ser así, ¿piensas caer sola en la desesperación? Eso debe ser. Tienes padres y un hermano menor. Conozco tus intenciones y no puedo quedarme con los brazos cruzados, sin hacer nada.
Aunque sus palabras eran sinceras, Kashichi también sintió deseos de morir y dijo:
—Entonces, ¿nos suicidamos? Muramos juntos, Dios nos perdonará.
Así, con solemnidad, ambos iniciaron los preparativos. Él pensó que con morir pondría fin a dos cuerpos, el de la esposa que había acariciado a otro hombre, un hombre falso, y el suyo propio, que sin desearlo la había arrojado a la infidelidad y a la desolación de su vida cotidiana. Era un día de principios de primavera. Llevarían consigo sólo los 14 o 15 yenes que tenían para vivir ese mes. Aparte una muda de ropa cada uno, la bata acolchada de Kashichi, el kimono doble de Kazue y dos obi. No les quedaba más. Envolvieron sus pertenencias en un furoshiki. Kazue abrazó el envoltorio y, cosa poco usual, salieron juntos. Él no tenía capa. Llevaba un kimono de algodón de Kurume, una gorra cazadora y en el cuello una bufanda de seda azul marino. Sólo los geta eran blancos y nuevos. Ella tampoco tenía abrigo. Tanto su kimono como el haori eran de seda, con dibujos de flechas. Su chal rojo claro de manufactura extranjera, desproporcionadamente grande, le cubría la mitad superior del cuerpo. Un poco antes de llegar a la casa de empeño, se separaron.
Era mediodía en la estación de Ogikubo. Poca gente entraba y salía como en un murmullo.
Kashichi, parado frente a la estación, fumaba un cigarrillo en silencio. Ella llegó buscándolo con ansiedad y al descubrirlo casualmente se acercó corriendo.
—Fue un éxito, un gran éxito —dijo con júbilo—, me prestaron 15 yenes. ¡Qué tontería!
“Esta mujer no debe morir”, pensó. “No debo dejarla morir. No está destrozada por la vida, como yo. Aún tiene fuerzas para seguir viviendo. No es alguien que deba morir. Sólo por decir que planea su muerte debería bastar para que fuera perdonada por el mundo. Es suficiente. Una persona como ella sin duda sería disculpada. Yo moriré solo”.
—Eso sí que es una hazaña —dijo con admiración mientras sonreía. Sintió deseos de golpearle suavemente el hombro—. En total tenemos 30 yenes. ¿No crees que podemos hacer un viaje corto?
Compraron un billete hasta Shinjuku, se bajaron ahí y se dirigieron a una farmacia. Kashichi compró una caja grande de somníferos. Después fueron a otra farmacia y allí compró otra caja de una marca diferente. Hacía que Kazue lo esperara afuera mientras él compraba los fármacos con una sonrisa en los labios. En ningún lado despertó sospechas.
Por último entraron al almacén Mitsukoshi. Se dirigieron al departamento de medicinas donde, debido al bullicio del lugar, Kashichi se sintió un poco audaz y pidió dos cajas grandes. La dependiente, de rostro delgado y serio y ojos grandes, mostró una leve sombra de duda y frunció el entrecejo. Kashichi se sobresaltó y de pronto fue incapaz de esbozar una sonrisa. Fríamente le entregaron los somníferos. «Nos están siguiendo con la mirada”, se dijo. Se acercó más a Kazue y se perdieron entre la muchedumbre. Aunque caminaba con tanta sangre fría, el ser visto por la gente le hacía pensar que en algún lugar había una extraña sombra. Kashichi se sintió triste.
Después, en el departamento de ofertas, Kazue compró un par de tabi blancos. Kashichi compró cigarrillos extranjeros de primera calidad y salieron. Subieron a un coche y se dirigieron a Asakusa. Entraron a un cine donde se exhibía la película La luna del castillo en ruinas. Al comienzo aparecieron las imágenes del tejado y la cerca de una escuela rural y se escuchó un coro de niños. Esto hizo llorar a Kashichi.
—Los novios —murmuró a su esposa mientras sonreía en la oscuridad—, cuando ven una película, parece que se toman de la mano así —y torpemente con su mano derecha atrajo hacia sí la mano izquierda de Kazue. Kashichi apretó con fuerza la pequeña mano escondiéndola debajo de su gorra cazadora. Pero esta acción, entre esposos en una situación tan incómoda como la de ellos, le pareció algo sucio. Sintió miedo y despacio soltó la mano.
Kazue rió en voz baja pero no se reía del torpe chiste de su marido sino que se divertía con una ocurrencia de la película. “Es una mujer buena y honesta que puede ser feliz viendo una película. No debo matar a una persona así. Es un error que alguien como ella muera”.
—¿Suspendemos eso del suicidio?
—No lo hagas si no quieres —contestó correctamente mientras contemplaba extasiada la película—, pues yo, de todas maneras, pienso morir sola.
Kashichi sintió el misterio del alma femenina.
Estaba oscureciendo cuando salieron del cine. Kazue dijo que quería comer sushi. Pero a Kashichi no le gustaba el sushi por su olor a pescado crudo. Además esta noche quería comer algo más costoso.
—¿Sushi? me pones en un aprieto.
—Pero yo lo quiero comer.
Él mismo le había enseñado la virtud del egoísmo. Le enseñó a envanecerse, mostrándole con ejemplos la impureza de la sumisión hipócrita.
“En mala hora”, pensó Kashichi.
En un restaurante donde se vendía sushi bebió un poco de sake y pidió ostras fritas. “Ésta será la última comida en Tokio”, se dijo. Como era natural, esbozó una amarga sonrisa. La esposa comía tiras de atún crudo envueltas en arroz.
—¿Está sabroso?
—Horrible —dijo con franqueza, de una manera odiosa. Y tomó otro bocado—. ¡Ah! Insípido.
Ninguno de los dos habló casi. Salieron del restaurante y se metieron a un teatro donde se representaban diálogos cómicos. Estaba lleno y no pudieron sentarse. Desde la entrada estaba atestado y los espectadores veían el espectáculo de pie, entre empujones y codazos. A pesar de eso, de vez en cuando todos reían. Kazue, empujada por la multitud de espectadores, fue llevada lejos de Kashichi. Como Kazue era de estatura baja, se sentía en un estado de gran ansiedad. A duras penas veía el escenario entre la barrera formada por los espectadores. Parecía una mujercita provinciana. Kashichi, empujado por los demás, se paraba de cuando en cuando de puntas buscándola con inquietud. Veía más hacia ella que hacia el escenario. Kazue tenía apretado fuertemente contra su pecho el envoltorio negro del furoshiki, dentro del cual se encontraban los somníferos. Moviendo la cabeza de uno a otro lado, se afanaba por ver lo que hacían los artistas en el escenario. Después de un largo rato volteó casualmente y buscó la figura de Kashichi. Aunque en ese momento sus miradas se encontraron, ninguno de los dos sonrió siquiera. Ambos fingieron indiferencia. A pesar de todo se sentían tranquilos.
“Esa mujer me ha ayudado mucho, no debo olvidarlo. La responsabilidad es toda mía. Si la gente la desdeñara yo haría cualquier cosa por defenderla. Ella es buena, así lo siento, así lo creo. ¿Aquello? ¡Ah! ¡No puede ser! ¡No está bien! ¡No puedo perdonarlo! ¡Está mal! ¡Ante eso no puedo quedarme indiferente! ¡No puedo soportarlo! ¡Perdóname! Este será mi último acto de egoísmo. Puedo tolerarlo desde el punto de vista moral pero sentimentalmene no lo resisto. No lo soporto en absoluto”. Una oleada de risas se extendió por el teatro. Kashichi le hizo una seña con los ojos a Kazue y salieron.
—Vamos a Minakami. ¿Qué te parece?
El año anterior habían pasado todo el verano en Tanigawa, unos baños termales en medio de las montañas a los que se podía llegar caminando, aproximadamente una hora, desde la estación de Minakami. Había sido un verano demasiado doloroso. Por eso mismo ahora no era más que un dulce recuerdo, como el que produce una tarjeta postal fuertemente coloreada.
Un inesperado aguacero vespertino que caía sobre las montañas y el río le había hecho pensar con tristeza en la posibilidad de morir. Al oír la palabra Minakami, Kazue se mostró animada.
—Si vamos allá, tendré que comprar castañas asadas. A la señora de la pensión le gustaban tanto…
La vieja dueña de la pensión mimaba a Kazue, parecía quererla. La pensión era más bien una pequeña casa de huéspedes. Sólo tenía tres habitaciones para los clientes y no contaba con un lugar para bañarse. Había que ir a un gran hotel vecino y pedir permiso para tomar un baño, o bien, con un paraguas cuando estaba lloviendo y un farol o una simple vela cuando era de noche, había que ir a un pequeño baño termal al aire libre que se encontraba a la orilla del río, bajando hacia Tanigawa.
El viejo matrimonio dueño de la pensión vivía solo. Al parecer no tenían hijos. A veces se ocupaban los tres cuartos que alquilaban y en esas ocasiones los dos viejos estaban muy ocupados. Kazue a veces ayudaba en la cocina. Tampoco la comida era la de un hotel, sino más bien de tipo casero. Se daba hueva de salmón o frijol de soya fermentado. Kashichi se sentía como en su casa.
En una ocasión, la señora se quejó de dolor de muelas y Kashichi, preocupado, le dio una aspirina que le produjo un fuerte efecto y la hizo dormir. El marido, que mimaba a su mujer, empezó a pasearse con preocupación, cosa que hizo reír muchísimo a Kazue. En otra ocasión, Kashichi caminaba con la cabeza baja, dando vueltas por un prado cercano a la pensión, cuando de pronto, al dirigir casualmente la vista hacia la puerta, descubrió a la señora que, encogida y sentada en el piso de madera bajo la escalera de la oscura entrada, lo contemplaba con aire abstraído. Esta demostración de afecto se convirtió en un precioso secreto para Kashichi.
No era una anciana, era una mujer quieta, de cara radiante, de unos 44 o 45 años. El marido parecía ser hijo adoptivo de la familia de ella.
Kazue compró castañas dulces y Kashichi le aconsejó que comprara más.
La estación de Ueno tenía el olor de la tierra natal. Kashichi siempre temía encontrarse ahí con alguien de su pueblo. Esa noche, sobre todo, se sentía como uno de esos dependientes de tiendas o esos sirvientes que en los días festivos tienen permiso para regresar a sus pueblos y se pasean por la estación. Debido a su atuendo, las miradas curiosas lo inquietaban terriblemente. En uno de los puestos de la estación, Kazue compró una edición especial de una novela de detectives. Kashichi compró una pequeña botella de whisky y subieron al tren de las 10:30 horas que salía hacia Niigata. Después de sentarse uno frente al otro, ambos sonrieron discretamente.
—Oye, ¿no crees que a la señora le parezca extraño verme con esta vestimenta? —preguntó ella.
—¡Bah! no importa. Será suficiente que le digas que fuimos a ver una película a Asakusa y que, al regresar, a tu marido borracho se le ocurrió decir que viniéramos a visitarlos a Minakami y que vinimos directamente.
—Pues sí, así es —dijo con indiferencia y enseguida agregó:
—La señora se sorprenderá ¿no crees?— Hasta la salida del tren se mostró inquieta.
—Con seguridad se alegrará —dijo Kashichi.
El tren partió. Kazue dio un suspiro de alivio y con curiosidad miró de reojo el andén y pensó: “¡Ah! esto es el fin!” Como tomando valor desató el envoltorio que estaba sobre sus rodillas y sacando la revista la hojeó. Kashichi sentía las piernas débiles, estaba nervioso y a disgusto. Se llevó la botella de whisky a la boca con la sensación de estar tomando una medicina. “Si tuviera dinero, no sería necesario dejar morir a esta mujer. Si ese hombre, el amante, fuese un poco más responsable, este asunto podría tomar un cariz diferente. No puedo soportar esto. El suicidio de esta mujer no tiene sentido”.
—Oye, ¿soy bueno? —preguntó de improviso—. ¿No será que lo único que pretendo es ser un egoísta?
Como hablaba en voz alta, Kazue se turbó y frunció las cejas irritada.
Kashichi, tímido sonrió forzadamente.
—No obstante —en broma y a propósito bajó la voz más de lo necesario— tú aún no eres tan infeliz. Eres una mujer común y corriente, ni mala ni buena. Eres una mujer normal. Pero yo soy diferente, soy un tipo horrible. En cierta forma soy peor que el común de los hombres.
El tren dejó atrás Akabane y Omiya y corrió en medio de la oscuridad. Kashichi se puso locuaz, un poco por estar borracho, un poco estimulado por la velocidad del tren.
—Sé bien que soy despreciado por mi esposa, pero no puedo hacer nada. Sé bien que el seguir indecisamente a mi mujer, como ahora, es algo demasiado feo. Es una tontería. Pero yo no soy bueno. No quiero ser bueno. Por ser bueno fui engañado por una mujer, y a pesar de eso no puedo renunciar a ella. Voy a morir arrastrado por ella. No estoy tratando de obtener esa clase de compasión superficial que haga que mis compañeros artistas digan que es pureza, o que la sociedad diga que fue un hombre bueno pero de espíritu débil. Voy a morir vencido por mi propio sufrimiento. No, yo no muero por tu culpa. Yo también he tenido muchas cosas malas, he dependido demasiado de la gente, he confiado excesivamente en la fuerza de los demás. Lo sé bien. Además me conozco y soy consciente también de muchos otros de mis vergonzosos errores. He querido hacer algo para llevar una vida normal. ¿Hasta qué punto me he esforzado por lograrlo? ¿No comprendes aunque sea un poco? He vivido asido a un trozo de paja. Pero a pesar de todos mis esfuerzos esa paja parece quebrarse con sólo un poquito de peso. Debes entenderlo, ¿verdad? Yo no soy débil, más bien el sufrimiento es demasiado pesado. Esto es una queja, es un resentimiento. Pero si no lo digo claramente y lo saco fuera, la gente, o tú misma, me dirá que he confiado demasiado en la fuerza de mi desvergüenza y tomándolo a la ligera dirán: el sufrimiento de ese hombre es una pose, es un ademán.
Kazue trató de decir algo.
—No, está bien. No te estoy criticando. Tú eres buena, en todo momento fuiste honesta y creíste en mí al pie de la letra. No es mi intención censurarte. Hay gente mucho más instruida que tú. Ni aún mis amigos de mucho tiempo atrás sabían de mi sufrimiento. No creíste en mi amor. Es excusable. Yo, en suma, he sido torpe.
Kashichi hablaba sin dejar de sonreír.
Kazue por un instante se envaneció.
—Te comprendo. Ya, ya está bien. Si te oyera la gente ¿no crees que tendríamos problemas?
—No entiendes nada. Debo parecerte un gran estúpido ¿no? Tal vez ahora estoy sufriendo porque en algún rincón de mi alma está escondido el deseo de hacerme bueno. A pesar de que he vivido contigo seis o siete años, ni una vez te has dado cuenta de mis sufrimientos. Pero no he pensado en criticarte por eso. Es algo excusable y no es tu responsabilidad.
Kazue lo escuchaba, había empezado a leer la revista en silencio. El rostro de Kashichi adquirió una expresión grave. Se volvió hacia la oscura ventanilla del tren y siguió hablando como en un monólogo.
—No es broma. ¡Cómo puedo ser bueno! ¿Qué dice la gente de mí? Que soy mentiroso, perezoso, engreído, dispendioso, mujeriego. He recibido muchos otros calificativos terribles. Pero me he quedado callado, no he dicho ni una palabra para justificarme. He tenido fe en mí pero eso es algo que no debo mencionar. Si dijera algo todo se vendría abajo. Creo que existe una misión histórica. No debo vivir solamente para mi propia felicidad. Históricamente pensé desempeñar el papel de villano. Mientras más fuerte es la maldad de Judas más aumenta la luz de la bondad de Cristo. Creí pertenecer a una especie de hombre que debe ser destruida. Mi visión del mundo así me lo enseñó. Puse a prueba una violenta antítesis. Creía que mientras más enfatizara lo negativo de la destrucción demostraría que, en la misma proporción, surgiría con más fuerza la luz de lo nuevo que habría de llegar después. Oraba para que así fuera. No me importaba lo que pudiera sucederme. No tenía importancia morir si mi papel de antítesis servía, aunque fuera sólo un poco, a la alegría que nacería después. Probablemente nadie se reía pero en realidad yo pensaba que sí. ¡Qué tonto debo haber parecido! Tal vez estaba equivocado. ¿Verdad? También, quizás, en cierta medida estaba envanecido. Es probable que haya sido un dulce sueño. Después de todo, la vida humana no es un teatro. De todas maneras, pronto voy a morir derrotado. Al menos, aunque sea, tú sola sigue adelante, aunque… quizá sea un error decir esto. El banquete con olor a cadáver en que se convierte una vida deshecha no se lo puede comer ni un perro. Más bien puede que sea una molestia para la persona a quien se le ofrece. Si nosotros, todos los hombres juntos, no prosperáramos, probablemente no tendríamos significado.
La ventanilla no le podía responder.
Kashichi se puso de pie y tambaleante se dirigió hacia el baño. Entró y después de cerrar bien la puerta, vaciló un poco y juntó las manos como para orar. En absoluto era una pose. Llegaron a la estación de Minakami a las cuatro de la mañana. Aún estaba oscuro. La nieve casi había desaparecido. Únicamente en la cubierta de la estación quedaba algo de nieve grisácea. Kashichi pensó que siendo tan poca quizás podrían ir caminando hasta las aguas termales de Tanigawa en la montaña. Pero por precaución se dirigió al sitio de coches frente a la estación y tocó para despertar al chofer. A medida que el coche iba subiendo en zig-zag por la montaña, empezaron a surgir las colinas y los campos cubiertos por una blanquísima nieve que casi iluminaba el cielo oscuro.
—Hace frío, no pensé que hiciera tanto frío —dijo Kazue—. En Tokio ya hay quienes caminan vistiendo kimono de primavera— hasta al chofer le pedía excusas por su atuendo.
—Ahí a la derecha.
La pensión estaba cerca. Kazue empezó a mostrarse animada. Con toda seguridad estarían durmiendo. —Enseguida —dirigiéndose al chofer—. Sí, un poco más adelante.
—Bueno, aquí —dijo Kashichi—, iremos caminando desde aquí. Más adelante el camino se estrechaba.
Al dejar el coche, los dos se quitaron los tabi y caminaron unos cincuenta metros.
La nieve del camino, que ya había empezado a derretirse, formaba peligrosamente una delgada capa de hielo que les mojó por completo los geta.
Cuando Kashichi estaba a punto de tocar la puerta de la pensión, Kazue, que caminaba un poco atrás, se acercó corriendo. —Déjame tocar a mí, yo despertaré a la señora— parecía un niño deseando obtener privilegio.
El viejo matrimonio de la pensión se sorprendió o más bien se turbó en silencio.
De prisa Kashichi subió solo al piso de arriba, entró a la habitación donde se habían hospedado el verano pasado y encendió la luz. Escuchó la voz de Kazue.
—Entonces, sin hacer caso a nada, dijo que viniéramos a visitarla. Los artistas son infantiles ¿verdad?
Parecía no estar contando una mentira y jugueteaba. Repitió otra vez lo de Tokio y el kimono de primavera. En silencio, la señora de la pensión subió al cuarto donde se encontraba Kashichi y mientras abría lentamente las puertas de madera de las ventanas le dijo: —¡Que bueno que vinieron!— Afuera había aclarado un poco. Las blancas colinas surgieron justo frente a sus ojos. Al dirigir la vista hacia el valle, en el fondo de la brumosa niebla matutina, se veía el río Tanigawa que corría como una línea negra.
—Hace un frío terrible ¿verdad? —mintió Kashichi, quien no pensaba que hiciera tanto frío— Me gustaría tomar sake.
—¿Pero estás bien?
—Ah, ya estoy completamente bien. Engordé, ¿no?
En ese momento Kazue llegó cargando un gran kotatsu.
—¡Uf, cómo pesa! Señora, tomé prestado el de su esposo. Me dijo que me lo podía traer. Hace un frío insoportable —evitaba mirar a Kashichi y se encontraba extrañamente animada.
Al quedarse solos, de pronto se puso seria.
—Estoy cansada, pienso tomar un baño y después dormir una siesta.
—¿Se podrá ir a los baños al aire libre allá abajo?
—Sí, parece que se puede, los señores de la pensión dicen que van todos los días.
El dueño de la pensión se puso unos grandes zapatos de paja y, pisando con fuerza para aplanar la nieve que había caído el día anterior, les abrió camino. Detrás lo seguían Kashichi y Kazue. Iban bajando hacia el río Tanigawa en pleno amanecer.
Se quitaron la ropa y la arrojaron sobre la estera que había traído consigo el viejo. Luego, ambos se deslizaron en el agua caliente. El cuerpo de Kazue era regordete. De ninguna manera se podía pensar que esta noche moriría.
—¿Qué tal por aquel sitio?— dijo Kashichi una vez que se fue el hombre. Señalaba con la barbilla una ladera por donde flotaba lentamente la densa niebla de la madrugada.
—Pero si la nieve está alta tal vez no podamos subir —contestó Kazue.
—Entonces es mejor un poco más río abajo, pues hacia la estación de Minakami casi no había nieve.
Hablaban del lugar donde morirían.
Al regresar a la pensión, las camas estaban preparadas. Enseguida, Kazue se metió en una de ellas y empezó a leer una revista. A los pies de su cama había un gran kotatsu. Estaba tibia.
Kashichi enrolló su propio futón y, haciéndolo a un lado, se sentó cruzado de piernas frente a la mesa. Inclinándose sobre el kotatsu empezó a beber, acompañando el sake con cangrejo enlatado y hongos secos. También había manzanas.
—¿Por qué no lo posponemos una noche más?
—Bueno —contestó la esposa mientras veía la revista—, como sea está bien, pero quizás no nos alcance el dinero.
—¿Cuánto queda? —Kashichi sintió una profunda vergüenza.
“Indecisión, esto es algo tan enojoso. Es lo más asqueroso del mundo. Este sujeto está equivocado. Esta falta de decisión quizás no es más que deseo por el cuerpo de esta mujer”. Estaba molesto. “Si no me suicidara ¿me gustaría seguir viviendo con esta mujer? Deudas, deudas ingratas. ¿Qué hago? Es un deshonor, es un estigma, como el estar medio loco. ¿Qué hago? Terrible sufrimiento. Enfermedad aguda e irónica que la gente no me cree. ¿Qué haré? ¿Y mis parientes?”.
—A ti te venció mi familia ¿verdad? Realmente, así parece —dijo Kashichi.
—Pues sí, después de todo soy una nuera no deseada —contestó Kazue hablando rápido, sin apartar los ojos de la revista.
—No, no puedes decir eso nada más. Con seguridad tú tampoco te esforzaste lo suficiente.
—¡Ya está bien! ¡Basta! —dijo, arrojando la revista—. Sólo son argumentos vagos, por eso no le gustas a la gente.
—Ah ¿sí? Así es que tú me detestabas. Lo siento —dijo Kashichi irónicamente, en un tono como de borracho. “¿Por qué no sentiré celos? Más bien ¿será que soy vanidoso? No hay razón para que me deteste. ¿Pero lo creo realmente? Ni siquiera siento indignación. ¿Será porque aquel hombre es demasiado insignificante? ¿No será más bien que esta manera de sentir las cosas es arrogante? Si es así, mi manera de pensar está toda equivocada. Mi modo de vivir hasta ahora no ha valido nada. Es natural si no entiendo nada. ¿Por qué no puedo odiar simplemente? ¿No será más bien que los celos son algo humilde y hermosa la ira de vengar un adulterio? ¿No sería más bien algo bastante honesto? El hecho de morir sólo por causa de ese golpe, por haber sido engañado por mi mujer, ¿no sería una tristeza llena de pureza?
“Pero ¿yo qué soy? ¿Soy indeciso? ¿Soy bueno? ¿Mi rostro es inexpresivo? ¿Esto es moral? ¿Es una deuda? ¿Es responsabilidad? ¿Fui ayudado? ¿Soy una antítesis? ¿Tengo un deber histórico? ¿Son relaciones consanguíneas? ¡Ah! ¡No lo resisto!”
Kashichi pensó que le gustaría coger un palo y deshacerse la cabeza a golpes.
—Dormiré un rato y luego partiremos. ¡Adelante! — Kashichi jaló su futón ruidosamente y se metió en la cama. Como estaba bastante borracho se pudo dormir. Era un poco más de mediodía cuando despertó, todo confundido.
Kashichi no podía soportar la tristeza. Se levantó de un salto y enseguida, quejándose del frío, pidió sake a los que estaban abajo.
—Bueno levantémonos. Partamos.
Kazue dormía con la boca entreabierta y abriendo los ojos estúpidamente. —¿Ya? ¿Ya es tan tarde?
—No, apenas es un poco más de mediodía pero yo ya no puedo más.
No quería pensar en nada, quería morir rápido. Con precipitación instruyó a Kazue para que dijera que, aprovechando la ocasión, querían recorrer las aguas termales de los alrededores. Salieron de la pensión. El cielo estaba completamente despejado. Rechazaron un coche diciendo que querían dar un paseo a pie y admirar el paisaje mientras bajaban por la montaña. Caminaron unos cien metros y al volver casualmente la cabeza, la señora de la pensión venía corriendo en pos de ellos, mucho más atrás.
—Ahí viene la señora —dijo Kashichi intranquilo.
La señora, enrojeciendo, le entregó a Kashichi un envoltorio de papel.
—Esto… es seda floja, la hemos devanado y preparado en casa, no teníamos más que esto…
—Gracias —dijo Kashichi.
—Pero señora, por qué se ha molestado —agregó Kazue.
Ambos se sintieron aliviados.
Kashichi echó a andar con paso ligero.
—Cuídense, que les vaya bien.
—Que usted también goce de salud.
Las mujeres seguían despidiéndose, Kashichi dio media vuelta y se acercó.
—Señora —dijo Kashichi tomándole la mano con fuerza. La cara de la señora manifestó turbación y después casi un ligero tinte de terror.
—Está borracho —comentó Kazue que se encontraba al lado.
Estaba borracho y se separó de la señora riéndose. A medida que bajaban lentamente por la montaña, la capa de nieve se hacía más delgada. Kashichi en voz baja empezó a preguntar a Kazue cuál sería el lugar apropiado. Kazue le contestó que era mejor un poco más cerca de la estación de Minakami, un lugar que no fuera muy solitario.
Enseguida, el pueblo de Minakami se extendió obscuramente bajo su vista.
—Ya no podemos esperar— dijo Kashichi fingiendo alegría.
Kazue afirmó seriamente con la cabeza. Kashichi, a propósito, se internó lentamente en un bosque de cedros a la izquierda del camino, Kazue también avanzó. Casi no había nieve. Las hojas caídas se apilaban espesamente. Él suelo estaba húmedo y fangoso. Sin darle importancia avanzaron sin tropiezo. Subieron con pies y manos un escarpado declive. También el morir requiere esfuerzo. Finalmente descubrieron un pequeño claro en el que casi se podían sentar los dos.
Había un poco de sol y también un manantial.
—Quedémonos aquí— Kashichi estaba cansado.
Kazue extendió su pañuelo para sentarse y Kashichi se rió de ella. Kazue casi no hablaba. Uno a uno fue sacando los somníferos del envoltorio. Kashichi, al recibirlos, comentó:
—Yo soy el único que entiende de estas medicinas. A ver, tú sólo debes tomar esto.
—Es poco ¿no crees? ¿Podré morir sólo con esto?
—Los que no acostumbran tomar somníferos pueden morir sólo con esa cantidad. Como yo los consumo todo el tiempo, tengo que tomar diez veces más que tú. Si quedara vivo sería vergonzoso. Si quedara vivo, a la cárcel.
“Sin embargo, quiero que Kazue viva. ¿No estaré tratando de llevar a cabo una vil venganza? No puede ser, eso tendría un toque de novela popular empalagosa.” Con este pensamiento sólo logró irritarse. Entonces tomando las pastillas casi mojadas por el sudor de su mano las tragó de un golpe con agua del manantial. También Kazue con un torpe movimiento de las manos tragó las suyas. Después de besarse se tendieron uno al lado del otro.
—Es la despedida, si alguno quedara vivo, deberá vivir con energía— musitó Kashichi, quien sabía que era difícil morir tan sólo con somníferos. Con toda tranquilidad se cambió de lugar hasta quedar al borde del precipicio. Entonces, desatándose el cinto del kimono, se lo enrolló en el cuello, y ató el otro extremo a un tronco que había en la orilla. Parecía ser un árbol de moras. Así, al dormir se caería y moriría ahorcado. Para poner en práctica ese plan, había tenido especial cuidado en elegir este claro sobre el precipicio. Se quedó dormido. Vagamente tuvo conciencia de que estaba resbalando. Tenía frío, abrió los ojos, todo estaba obscuro. Caía la luz de la luna —¿Dónde estoy?
De pronto recordó.
“Estoy vivo”. Se pasó la mano por el cuello, el cinto del kimono estaba bien amarrado. Tenía las caderas heladas. Estaba en medio de un charco. Entonces lo comprendió. No había caído hacia abajo, en forma vertical. Había rodado por el borde del precipicio y había llegado a una hondonada. Allí se acumulaba el agua que escurría del manantial. Estaba helado. Sentía los huesos casi congelados, desde la espalda hasta el coxis.
“Estoy vivo, no pude morir. Ésta es la realidad de lo solemne. Además, no debo dejar que Kazue muera. Ojalá que esté viva, que esté viva”.
Sentía las extremidades débiles. Ni siquiera le era fácil ponerse en pie. Se enderezó con todas sus fuerzas, desató el cinto que había atado al tronco del árbol y se lo quitó del cuello. Se sentó con las piernas cruzadas sobre el charco y miró tranquilamente a su alrededor. Kazue no estaba. Arrastrándose, empezó a buscarla. Entonces notó que en el fondo del barranco había un bulto obscuro que parecía un pequeño cachorro. Con gran felicidad bajó gateando por el precipicio y al acercarse al bulto descubrió que era Kazue. Le palpó las piernas. Estaba fría. “¿Estará muerta?” Con delicadeza colocó la palma de su mano sobre la boca de Kazue para sentir su aliento. Pero no respiraba.
—¡Estúpido! Ella no quería morir. ¡Eres un egoísta! —Sintió una extraña indignación. Le cogió la mano rudamente y le tomó el pulso. Sintió un tenue latido. —¡Excelente! ¡Está viva! ¡Vive!— Le puso la mano sobre el pecho. Estaba tibia. —¿Qué es esto? ¡Imbécil! Está viva. ¡Qué bueno! ¡Excelente!— Sintió que la amaba mucho. No era posible que muriera con una cantidad como esa. Tuvo una cierta sensación de felicidad. Se acostó boca arriba al lado de Kazue y una vez más perdió la conciencia.
La segunda vez que despertó vio a Kazue a su lado. Roncaba ruidosamente. Al escucharla se sintió casi avergonzado.
—Qué mujer tan fuerte, pensó.
—Kazue, ¡despierta! Estamos vivos. Los dos estamos vivos —Y sonriendo con amargura la sacudió por los hombros. Dormía profundamente como si estuviera muy cómoda. Los cedros de la montaña a media noche parecían erguirse en silencio, uno tras otro. Sobre sus copas, como agujas puntiagudas, caía el frío semicírculo de la luna. Sin saber por qué, se le salieron las lágrimas y empezó a sollozar—. Aún soy un niño. ¿Por qué tiene que sufrir de esta manera un niño?
De repente Kazue comenzó a gritar.
—¡Señora, me duele! ¡El pecho me duele!
Su voz se asemejaba al sonido de una flauta. Kashichi se sorprendió. Sería terrible que alguien que pasara por el camino en las faldas de la montaña escuchara esos gritos.
—Kazue, no estamos en la pensión. La señora no está aquí —pero ella no podía comprender y mientras gritaba “me duele, me duele”, se retorcía dolorosamente. En eso, su cuerpo empezó a rodar hacia abajo. Se trataba apenas de un ligero declive pero Kashichi pensó que se iría rodando hasta el camino. Entonces, con trabajo, hizo rodar su cuerpo tras el de ella. La caída de Kazue fue detenida por un cedro. Su cuerpo se enredó en el tronco.
—Señora, tengo frío, traiga el kotatsu —gritó con fuerza. Kashichi se acercó. Kazue, iluminada por la luna, no tenía ya el aspecto de una persona. Su pelo suelto, lleno de hojarasca de los cedros, estaba tan desordenado que parecía el cabello de una bruja de la montaña o el pelo de un espíritu de león.
“Si no me reanimo… por lo menos yo… si no me pongo bien…” Kashichi, tambaleante, se puso de pie. La tomó en sus brazos y se esforzó por llevarla a rastras otra vez hacia el fondo del bosque. Cayendo de bruces, trepando, resbalando, asiéndose a las raíces de los árboles, arañando la tierra, llevó poco a poco hacia arriba, hacia el interior del bosque, el cuerpo inerte de Kazue. Durante varias horas continuó en su empeño como si fuera un insecto. “¡Ah, ya no puedo! Esta mujer es demasiado pesada para mí. Es buena pero está más allá de mis fuerzas. Soy un hombre sin fuerzas. ¿Tengo que sufrir así toda mi vida por su causa? No, no quiero, ya no. Me separaré de ella. Me esforcé hasta donde pude”. En ese momento tomó una firme decisión. “Esta mujer está perdida. Sólo cuenta conmigo. No importa lo que digan los demás, me separaré de ella”.
El amanecer se acercaba, el cielo empezaba a aclarar. Kazue se había tranquilizado poco a poco. La niebla matutina impregnaba de bruma la arboleda.
“Me volveré sencillo, me volveré ingenuo. No debo reírme de la simplicidad de la palabra ‘virilidad’. El ser humano no tiene otra manera de vivir, aparte de la de vivir con sencillez”.
Mientras quitaba una a una las hojas de cedro prendidas en el cabello de Kazue, acostada a su lado, pensaba: «Yo amo a esta mujer, ¿qué debo hacer? La amo hasta el extremo de no saber qué hacer. Aquel hombre es el comienzo de mis angustias. Pero ya basta. A pesar de que la amo conseguiré alejarme de ella. Sacaré fuerzas. Para seguir viviendo tengo que sacrificar incluso este amor. ¿Qué? ¿No es lo más natural? Todo el mundo vive de esta manera, viviré de acuerdo a lo usual. No hay más remedio que hacerlo para seguir viviendo. Yo no soy un genio, ni estoy loco”.
Kazue durmió profundamente hasta después de mediodía. Durante ese tiempo, Kashichi, tambaleante, se quitó su kimono mojado y lo puso a secar. También buscó los geta de Kazue, enterró las cajas vacías de los somníferos. Limpió con su pañuelo el lodo del kimono de ella. Kazue despertó y oyó de labios de Kashichi todo lo que había pasado la noche anterior.
—Papá, perdóname —musitó bajando la cabeza. Kashichi se rió. Aunque él ya podía caminar, ella se encontraba mal. Por un rato los dos se quedaron sentados y hablaron sobre lo que harían a partir de ese momento. Aún les quedaban cerca de diez yenes. Kashichi insistió en que juntos regresaran a Tokio pero ella afirmó que su kimono estaba demasiado sucio y que no podría subir al tren así. Finalmente hicieron los preparativos para que ella regresara otra vez en coche hasta las aguas termales de Tanigawa. Quedaron en que contaría una torpe mentira a la señora de la pensión. Le diría que se había ensuciado el kimono al caer mientras paseaban por los baños termales y que Kashichi había tenido que regresar a Tokio para traer dinero y otra ropa. Permanecería en la pensión hasta que él regresara por ella.
Con el kimono ya seco, Kashichi salió solo del bosque de cedros, se dirigió hasta el pueblo de Minakami, compró galletas de arroz, caramelos y refrescos. Regresó de nuevo a la montaña y comió junto con Kazue. Ella se tomó el refresco de un solo trago y enseguida lo vomitó. Estuvieron juntos hasta que oscureció. Finalmente, Kazue pudo caminar de alguna manera y a hurtadillas salieron del bosque. Después de subir a Kazue en un coche y mandarla hacia Tanigawa, Kashichi regresó en tren a Tokio. Ya ahí, confesó al tío de Kazue lo que había pasado y le pidió ayuda. El tío, taciturno, dijo: ¡qué lástima! Y en verdad parecía lamentarlo. El tío trajo a Kazue de regreso y la hospedó en su casa. Se reía alzándose de hombros diciendo: “Esa Kazue, parecía la hija de los dueños de la pensión.” Por la noche a la hora de dormir, tendía su colchón entre los del matrimonio y dormía con toda calma”.
—¡Qué muchacha tan rara! ¿verdad? —aparte de esto no comentó nada más.
El tío era una buena persona. Aún después de que Kashichi se separó definitivamente de Kazue, le parecía natural salir a divertirse y a beber sake con Kashichi.
Aunque, de vez en cuando, como si recordara, decía con un suspiro: “También Kazue, pobrecita, ¿no crees?” En esas ocasiones Kashichi se acordaba y no sabía qué hacer.
Glosario
Obi. Cinto con el que se amarra el kimono.
Furoshiki. Tela de forma cuadrada para envolver cosas.
Kurume. Nombre de un lugar en Kyushu, famoso por sus textiles.
Geta. Calzado japonés de madera.
Haori. Prenda de vestir que se usa como chaqueta sobre el kimono.
Mitsukoshi. Tienda de departamentos. El almacén más antiguo de Japón.
Tabi. Calcetines japoneses.
Kotatsu. Estufilla japonesa para calentar los pies.
Por último, dos detalles culturales. Cuando una familia japonesa no tenía hijos varones, podía adoptar al yerno como hijo de la familia, haciéndolo tomar el apellido de ésta. Y el saludo de manos no se acostumbra: cuando Kashichi tomó la mano de la dueña de la pensión, ella presintió algo extraño que la hizo turbarse.