LA TORRE Y EL JARDÍN

Novela. México, Océano, 2012

La novela La torre y el jardín fue finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en 2013. Es una narración  acerca del deseo, el poder y el conflicto de la especie humana con la naturaleza de la que surgió. Varias voces, mezcladas a veces en una misma página, van contando la historia de un grupo de personajes que explora un espacio mágico: un edificio altísimo –la torre del título– que alberga un burdel en el que se practican actos perversos, pero también secretos aún más extraños. Una de las voces es la de Zhenya, ser misterioso que se manifiesta refiriendo algunos los acontecimientos que han tenido lugar en la torre en su espacio enorme y a lo largo de décadas. El fragmento que aquí se presenta reúne parte de la narración de Zhenya, derivada o paralela de la trama principal.

*

Hay que considerar una pregunta crucial: cuál es el propósito verdadero del edificio. Pocos conocen su existencia. Quienes lo conocen suelen pensar que sólo es un burdel. Quienes se asoman a sus misterios se quedan casi todos en la abundancia de los pisos. Quienes van más allá, quienes preguntan con más insistencia, suelen contentarse con alguna de las leyendas.

Circulan entre los clientes y los empleados comunes del negocio desde los primeros años de la torre. Es comprensible que existan semejantes historias: éste es un lugar enorme, del que casi nadie conoce sino una pequeñísima parte, y en el que cada día se puede observar al menos un hecho intolerable: que el edificio es más alto por dentro que por fuera, y acaso ni el mismo don Cruz sabe cuál es su verdadero tamaño.

(Algunos se dedican a observar a la señora Isabel cuando llega a sacar el libro azul para abrir un nuevo piso, y todos juran que siempre parece consultar las primeras páginas.

—No avanza —dicen, o bien: —Debe ser una cosa grandísima.)

Las leyendas son muy variadas pero todas, naturalmente, tienen en común un gran énfasis en ese espacio desconocido, todavía no descubierto. Las más simples son las más terribles: por ejemplo, muchas personas consiguen asustar, o asustarse, con sólo hablar de la imagen informe de los pisos desocupados, la torre aún cerrada y a oscuras que está encima de prácticamente cada persona y animal, todo el tiempo, hecha de quién sabe cuántos niveles exactamente iguales entre sí y acaso realmente cerrados, realmente desprovistos de todo misterio, pero quién sabe qué tan altos, qué tan numerosos, qué tan estables porque en ellos hay paredes que pesan, columnas que pesan, aire que pesa, y este peso no debería poder sostenerse:

—No es normal —dicen—. Y aquí es zona de temblores. Casi no se sienten cuando está uno dentro pero ¿qué tal que un día tiembla de veras fuerte? ¿Qué va a pasar?

(Uno de los empleados de limpieza, un muchacho llamado Tomás, sueña cada noche que tiembla y que el edificio, en lugar de caer para un lado u otro, cae directamente hacia abajo, como una aguja que se clavara en la carne de la Tierra, y como el edificio es infinito la aguja es infinitamente larga y no termina de hundirse, no se detiene, y la gente de Morosa sigue con su vida y da la impresión de no ver cómo los pisos del edificio caen y caen y caen, como una cascada de concreto y vidrio y cuerpos que ya no cantan sino que gimen, que son un solo grito de dolor que sigue y sigue y sigue.)

En cuanto a las otras leyendas, más complejas, son como cualquiera: se aprenden, se repiten, se amplían o se modifican según quién las cuente: de acuerdo a sus miedos y apetitos. Hay pisos enteros, dicen, ocupados por tropas secretas o grupos de choque del gobierno re- presor, o bien del crimen organizado, o bien de opositores revoltosos; hay prostíbulos normales pero ocultos, o bien dedicados a perversiones aún más terribles que las que todos ya conocen; hay arenas de lucha y boxeo, o casinos, o gimnasios, o clínicas donde se realizan cirugías y trasplantes ilegales; hay mazmorras de verdad donde niños, adolescentes, adultos o ancianos viven encerrados (sólo se les permite salir para ser explotados de alguna entre muchas formas concebibles, o bien se dejaron encerrar voluntariamente para protegerse de alguna amenaza del mundo exterior, o bien son enfermos o locos, vivos por piedad pero aprisionados para no revelar terribles secretos o contagiar graves enfermedades o cometer crímenes espantosos); hay capítulos, oficinas, instalaciones de agencias misteriosas, de iglesias, de sectas; hay tesoros; hay vampiros, zombis y hombres lobo; hay invasores extraterrestres; hay un tanque profundísimo donde duerme el Kraken, una jaula de vuelo para al-Buraq, un montaña de cartón piedra donde el Simurgh se resigna a su cautiverio; hay asesinos que acechan a cualquier persona que se pierda, a cualquiera que sienta miedo, y la persiguen incansablemente hasta que consiguen alejarla de toda posibilidad de escape.

Hay un poco de verdad, por supuesto, en todo lo que se dice.

Ejemplos:

En 1976, una empleada de limpieza llamada María Luisa Barraza supo el nombre de un piso abandonado du- rante años y se lo apropió. Puso en él una pequeña escuela de gimnasia y artes marciales: su hermano menor había visto Operación Dragón y se hacía pasar por maestro calificado de karate. Era un gran problema llevar a los alumnos hasta el “salón”, pues debían meterlos por la tarde sin que nadie los viera y sacarlos a la hora en que se abría el negocio, pero las clases no duraron un mes. Una noche, maestro, alumnos y promotora se encontraron de salida con una cliente a quien confundieron con el presidente municipal de Morosa. Los niños y el profesor huyeron corriendo y ahí terminó la “Escuela Karateka Dragón”. María Luisa siguió trabajando en la torre durante cerca de un mes, y en realidad nadie los habría descubierto, pero al término de ese tiempo no pudo soportar más el miedo de que la despidieran: de que las personas a su alrededor estuvieran hablando siempre con una segunda intención y la señora Isabel esperara el momento más apropiado para causarle una terrible humillación. Una tarde no se presentó a trabajar y no se volvió a saber de ella.

Ejemplos:

En 2009, Hernán López, un contador del Brincadero que tenía un segundo trabajo como ministro de alabanza en una iglesia carismática, introdujo a toda su congregación en otro piso: acababan de echarlos de la bodega que usaban como templo y necesitaban un lugar donde reunirse. En aquel momento ser ministro era su empleo principal: ya le daba más dinero que el llevar las cuentas del negocio. Además aquí, se dijo muchas veces, le pagaban mal: aun cuando el edificio, por su tamaño, necesitaba un ejército de personas sólo para mantenerlo limpio y atender a los clientes que podían llegar en una noche, las ganancias netas de un solo día siempre eran enormes. ¡Y todo se lo gastaba el dueño en fiestas, en alcohol, en drogas! Lo que él hacía (pensaba Hernán) era una restitución: de hecho no sólo se rebelaba contra el dueño, sino contra el negocio mismo, que a fin de cuentas era contra natura.

La iglesia “Peregrinos de Madián” funcionó durante un tiempo relativamente largo: Hernán metía y sacaba a su gente en un camión que podía utilizar las entradas de servicio sin que nadie lo molestara y todos iban vestidos con ropas semejantes a las de los empleados de menor rango. Para sus ceremonias metieron instrumentos musicales que se quedaban guardados en el piso y cerraban muy bien todas las puertas antes de comenzar. Los gritos y los cantos se confundían con el resto de los sonidos del edificio y nadie se daba cuenta de que eran distintos y hablaban de rendición y no de placer, de Dios y no de seres humanos (o de bestias).

Después de seis meses, el culto pasó de semanal a diario y el número de fieles se había duplicado. Hernán tuvo la idea de reestructurar sus actividades, reducir los cultos normales y organizar retiros: reuniones especiales en las que los asistentes comían y dormían en el piso durante una semana entera. Tres asistentes –los más fieles, ascendidos como un premio a su devoción– se encargaban de alimentarlos, mantenerles un baño abierto, ponerlos a cantar cada cierto tiempo y organizarles actividades que los mantuvieran ocupados hasta que llegaba el ministro. Los retiros eran mucho más caros y además implicaban menos entradas y salidas, por lo que eran más seguros. Después de cierto tiempo, Hernán se encontró con que ganaba más dinero del que podía gastar, incluso res- tando el dinero que debía destinar a sobornos y a los salarios de sus asistentes. Ya podía rentar un local fuera del edificio y tal vez hasta pagar el enganche de un edificio propio. Pero se retrasaba. ¿Debía decir a sus fieles, que se sentían un poco como los primeros cristianos en las catacumbas, que debían cambiar ese sitio y ese ambiente que tanto les gustaba y los animaba? ¿No se interpretaría de manera incorrecta el que se mudara, si iba a dar cerca de alguna otra iglesia con características semejantes a la suya y territorio bien delimitado? ¿Realmente sería lo mejor renunciar a un sitio en el que no pagaba nada de gastos?

En eso estaba y los días de culto se sucedían sin demasiados incidentes: alguna persona se lastimaba al caer, o necesitaba un remojón en agua fría para recobrarse de un trance excepcionalmente fuerte, pero nada más. Lo habitual en una iglesia viva, vital, en la que la gente podía encontrar la pasión y el contacto emotivo, hermoso con Dios, que siempre hace falta.

Y así hasta que, una tarde, en un culto normal, una señora salió a mitad de una alabanza, se desesperó al no encontrar el baño y abrió la puerta equivocada: la que daba al pozo de las escaleras. Miró hacia abajo, descubrió el Ojo infinito y de inmediato empezó a gritar tan fuerte que el resto de la congregación la escuchó, detuvo el canto, salió a buscarla y la encontró tirada en el rellano, todavía gritando, con la cara gris y los ojos en blanco. Algunos pensaron que estaba en éxtasis pero otros fieles se indignaron: la pobre mujer estaba tirada en un charco de su propia orina, lo que fuera del salón de culto parecía algo sumamente indigno y triste. Los asistentes de Hernán intentaron retirarla discretamente, pero en ese momento llegó la señora Isabel.

Hernán nunca comprendió cómo pudo enterarse. Sí entendió, por otra parte, que Isabel estuviera furiosa, puesto que él había actuado con dolo. “Eso lo admito”, dijo varias veces. Como realmente era un buen contador y tenía siempre muy claro lo que ganaba con la “Peregrinos”, también pasó largos minutos intentando convencer a Isabel de que lo mejor para todos era que ambos se asociaran, o por lo menos que Isabel aceptara el pago de una renta justa por el local. Él le podía hacer un pago retroactivo (dijo varias veces) de todo el tiempo que la iglesia llevaba en operación. Como Isabel no quería escucharlo, y como los empleados del edificio estaban expulsando de mala manera a los fieles de Hernán, éste tuvo la idea de amenazarla: le dijo que iba a revelar todo lo que pasaba en la torre.

Isabel se rió.

La iglesia “Peregrinos del Madián” sigue funcionando: ahora renta, al modo de otras, un viejo cine remodelado en el que los antiguos asistentes de Hernán tienen ganancias menores a las de antes pero no despreciables. El propio Hernán purga una condena por fraude: la más alta que permite la ley. La mujer que vio el Ojo de la escalera no se repuso nunca y sigue hasta hoy en un hospital psiquiátrico. No se espera que viva muchos años más. Su nombre es Aurora Gutiérrez, pero (por otra parte) ella misma lo ha olvidado, así como ha olvidado el resto de su vida terrena: en el instante en que el Ojo la miró creyó ver a Dios, y cree todavía que Dios, con su mirada irresistible, la sacó del mundo, para tener a alguien que Lo contemplara por siempre, fijos los dos en la eternidad, él absorto en Su ser sagrado y ella en el terror. Vagamente cree que esto es un premio a su devoción. No se sabe si la señora Isabel, como dicen algunos de sus allegados, realmente paga las cuentas del psiquiátrico, lo que sería (dicen) una pequeña compensación.

Ejemplos:

La madrugada del 15 de diciembre de 1971, el señor Emilio, quien estaba aún a cargo de la torre y de todas sus actividades públicas y secretas, llegó hasta el piso donde estaba su oficina y encontró un rastro de sangre que iba de las escaleras hasta su propia puerta. Y cuan- do abrió la puerta encontró en el piso, tirado, entre su escritorio y su silla, un cadáver.

Estaba en medio de un gran charco de sangre que ocultaba las losas del suelo. Probablemente se había desangrado allí durante un par de horas. Era el cuerpo de un hombre alto y robusto que Emilio no reconoció. Si no se prestaba atención a la palidez de su piel, a su inmovilidad, daba la impresión de estar dormido. Vestía chamarra, camisa, pantalones de poliéster y zapatos de cuero viejo. Emilio llamó al doctor Herrera, quien llegó un par de minutos después con sus ayudantes de confianza. Entre los tres consiguieron levantar el cuerpo sin resbalar en la sangre.

—¿Qué pasó? —preguntó Herrera.

—Lo vamos a tener que averiguar—contestó Emilio y los tres asintieron. Todos sabían que, aun cuando aquel lugar era parte del burdel y no de los sitios secretos del edificio, Emilio no iba a permitir que la policía llegara hasta allí. El cuerpo sería enterrado o desechado sin ruido; mientras menos personas supieran de él, mejor.

Afortunadamente, uno de los ayudantes reconoció al muerto: trabajaba como cocinero, dijo. Emilio hizo un par de llamadas y supo que un cocinero llamado Augusto Pérez no había llegado a su turno en un restaurante de los pisos altos. Entretanto resultó que el cuerpo tenía una herida de bala en el vientre, y que en el suelo, cerca de donde el hombre había caído, estaba un maletín que no era de Emilio y que contenía credenciales, dinero y una pistola descargada.

—A ver si con esto—dijo el doctor Herrera—aprende a cerrar con llave su oficina cuando no está. Usted sabe que los de confianza lo respetamos, pero vea, este cabrón…

Las fotos en las credenciales eran todas del muerto, pero los nombres eran todos distintos.

—Fidel, Tomás, Arcadio —leyó uno de los ayudantes del doctor Herrera, revisando una credencial tras otra—. ¿Quién es éste?

—Quién era —dijo el otro, mientras descubría en el maletín otros dos objetos: una llave y un trozo de papel en el que estaba escrita la frase “He hecho de mí lo que no sabía”.

Rigor mortis —dijo el doctor Herrera, al inclinarse sobre el cuerpo, que habían colocado en una mesa. Había revisado los bolsillos de la chamarra y no había encontrado nada en ellos.

—Déjelo —dijo Emilio—. Que se quede aquí hasta que puedan venir por él. Va a tener que ser al rato, cuando hayamos cerrado. Tú quédate a cuidar—ordenó a uno de los ayudantes—. No dejes que entre nadie. Y ustedes vengan.

—¿A dónde vamos?

Emilio cubrió la cara del muerto con su chamarra.

Luego salió de la oficina con Herrera y el ayudante tras él. Todos subieron al elevador y Emilio leyó al elevadorista la frase anotada en el papel.

—Me parece recordar que tenemos abierto un piso con ese nombre, ¿verdad?—agregó.

—Sí, don Emilio —dijo el elevadorista después de un momento, y la caja empezó a bajar.

—Esta parte no era tan difícil—comentó Emilio, pero Herrera y el ayudante lo miraban con cara de admiración—. Lo que yo quisiera saber es…—pero no dijo más.

Cuando llegaron al piso comprobaron que estaba sin usar.

—Si me hubiera acordado de traer el libro azul —dijo Emilio mientras salía al corredor—, podríamos saber qué tanto tiempo tiene de haberse abierto, porque yo no tengo idea… Nada más para que vean que no soy detective ni nada. Y ahora que lo pienso, quizá deberíamos haber traído a alguien armado. ¿No creen?

Ahora, Herrera y el ayudante lo miraron con espanto. Emilio ya estaba probando la llave en las puertas más cercana. La llave entró en la cerradura y giró.

Los tres se quedaron callados, inmóviles, durante más de un minuto.

Emilio llamó a la puerta.

—¿Hay alguien aquí?—preguntó. No hubo respuesta.

—A lo mejor tendríamos que irnos…

—Tendríamos que haber ido por varios más—dijo Emilio—. Parezco novato. Como si no hubiera pasado lo del 48, lo del 57, lo del 65. ¿Se acuerda de lo del 65, doctor?

—Me acuerdo que se nos murieron tres. No, cuatro —contestó Herrera.

—Vete rapidito —dijo Emilio al ayudante— por el señor Alan y todos los guardias que encuentres en su piso. ¿Sabes cómo llegar? —el ayudante asintió y se fue. Emilio y el doctor Herrera se quedaron de pie ante la puerta.

Durante los minutos que debieron esperar, Herrera preguntó:

—¿No deberíamos haber ido todos?

—Si hay alguien adentro no quiero que salga. ¿Quiere irse, doctor? Si quiere, está bien.

—No, no, don Emilio, cómo cree, cómo lo voy a dejar solo.

—En todo caso ya habría salido alguien, ¿no cree? Herrera no contestó. Cuando las puertas del elevador volvieron a abrirse, el ayudante –Efraín, se llamaba; hizo carrera en el negocio y murió en 1984– llegó con el señor Alan y otros cinco o seis hombres. Todos armados.

Emilio dijo:

—No puede ser que me esté haciendo viejo tan pronto —y empujó la puerta.

Todos los demás entraron tras él y encontraron que el cuarto ocupaba en realidad el piso entero, pues habían derribado las paredes interiores. No había nadie, pero encontraron seis catres, un refrigerador, una estufa de gas, armarios, varios libreros, un par de mesas. El lugar olía a aceite, sudor y, muy levemente, a las flores que aún no terminaban de morir en un florero puesto sobre una mesa. Había una guitarra sobre una silla y, en el fondo del espacio –del galerón, que Augusto el cocinero y quienesquiera que hubiesen estado con él habían reformado y amueblado, tal vez a lo largo de meses–, un área amplia y desocupada, pesas y otros aparatos de ejercicio y tres bastidores de madera con dianas pintadas y muchos agujeros de bala. Todos los armarios contenían ropa salvo uno, repleto de armas, municiones y explosivos.

Después, Emilio y los suyos vieron que el piso HE HECHO DE MÍ LO QUE NO SABÍA era de los más cercanos a la planta baja y había estado en desuso desde fines de los años cincuenta. Nunca lograron averiguar cómo lo habría descubierto Augusto. Sí supieron, en cambio –tras preguntar con discreción a un par de clientes que trabajaban en el Ayuntamiento y el Seguro Social– que el nombre verdadero del muerto era Carlos. Luego fueron encontrando más información; Carlos Pérez Torres había terminado la preparatoria pero se había quedado en el primer semestre de la universidad; se había unido al Comité de Huelga de Morosa, que había funcionado entre 1968 y 1969; luego había desaparecido.

En una libreta sobre la mesa en el piso que Augusto (o Carlos) había tomado, los hombres del señor Alan encontraron una lista de nombres: Augusto, Fidel, Eva, Ramón, Laura, Abelardo. También hallaron que todos los libros eran de teoría política.

—¿Cómo habrán hecho para subirlo todo? —se preguntó uno de los hombres.

—Despacio y por las escaleras—dijo otro.

—Pues qué paciencia.

—¿Qué no ves que llevaban un buen rato viviendo aquí?

—¿Y por qué?

—No seas burro. ¿Qué no ves que estaban esperando? Mientras se preparaban, se entrenaban… Así son.

—¿Quiénes?

Los elevadoristas no recordaban haber visto a Augusto, o a Carlos, pero sin duda se debía a que él debía haber subido, según el doctor Herrera, justo en las horas de más movimiento en el negocio.

Isabel, quien se enteró del suceso los días siguientes, se sintió preocupada por su padre cuando lo oyó decir que deseaba un entierro digno para Carlos. Ella había creído que el cuerpo sería quemado en un incinerador y sus cenizas echadas en cualquier parte, como se había hecho tras el incidente del 65 y (según le habían contado) también en el 48 y el 57.

—Qué sanguinaria me saliste, Chabe.

—No me diga “Chabe”. ¿Y por qué sanguinaria?

—Bueno, no, sanguinaria no, pero ¿sabes quiénes eran Carlos y sus amigos?

—¿Quién? Ah, sí, el tal Augusto se llamaba Carlos.

—Eran una célula.

—¿Una qué?

Estaban en la oficina de Emilio, que estaba limpia de nuevo y olía a cloro. Emilio se sentó y miró a su hija sin decir nada por un momento.

—Uno no se entera de muchísimas cosas —dijo al fin—. Ellos, Carlos y los demás, hicieron algo que no les funcionó. Quién sabe qué, porque los periódicos no dijeron nada. Los revisamos todos. Y además ninguno de nuestros contactos nos pudo dar razón. Pero ¿has oído lo que se cuenta? ¿Lo que llegan a decir muy de vez en cuando en las noticias? ¿Lo de los secuestros, la gente que se mete a la guerrilla?

—A mí, la verdad, además de que tengo muchísimo trabajo aquí, nunca me ha interesado la política ni nada…

—Espérate. Déjame hablar. Ve lo que les pasó a ellos. Ve lo que hizo Carlos.

El padre de Isabel estaba realmente preocupado.

—No se me ocurre otra explicación —dijo Emilio—. Este Carlos o Augusto o como se haya llamado fue a hacer algo con sus amigos, quién sabe qué, quién sabe si era lo primero que iban a hacer o lo segundo…, o quién sabe…, pero les salió mal. Y entonces sólo él pudo escapar, llegó hasta acá, fue hasta mi oficina a pedirme ayuda y no me encontró. Se murió esperándome: se desangró aquí esperando a que yo llegara. ¿Te das cuenta, Isabel? Pensó que yo podía ayudarlo. Pensó que por lo menos podría tratar de convencerme. Quién sabe cuánto tiempo habían estado viviendo aquí, escondidos, con un piso para ellos solos, comiendo del negocio, y de todas formas eso fue lo que se le ocurrió.

Isabel no supo qué responder.

—Hemos tenido mucha suerte hasta ahora. Eso es lo que pienso. Siempre hemos podido mantener a salvo lo… lo que tú y yo sabemos…, y lo hemos hecho pagando, sobornando, lo que ha hecho falta. Pero se va a volver más y más difícil. ¿Te das cuenta?

Enterraron a Carlos, o a Augusto, en el jardín. Nunca supieron quiénes habían sido Fidel, Eva, Laura, Ramón y Abelardo, ni qué fue de ellos.

 

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