Un ejercicio de creatividad por medio del azar. Se necesita un diccionario. Las instrucciones:
1. Anote las iniciales las iniciales de su(s) nombre(s) y apellidos y el número de letras que tenga cada uno. (Ejemplo: una persona llamada Ana tendría que anotar la letra A y el número 3.)
2. Para cada letra, busque la última palabra que le corresponda en el diccionario. Luego retroceda tantas palabras como letras tenga su nombre o apellido. (Ejemplo: si Ana usara el Diccionario Anaya de la Lengua de 1979 tendría que llegar primero a la palabra azuzar, última de las de la letra A, y retroceder tres palabras para llegar a azúmbar).
3. Las palabras resultantes de esta búsqueda deben aparecer en una historia breve. La primera (la correspondiente al primer nombre) debe ser la primera de la historia; la última debe ser la que corresponda al segundo apellido, y las restantes pueden quedar en cualquier parte del texto. (Ejemplo: si Ana siguiera usando el mismo diccionario y se apellidara Álvarez Armas, las palabras resultantes serían azúmbar, azul y azulejo y su historia tendría que empezar con un azúmbar, ni modo, y terminar con un azulejo.)
Queda abierta la sección de comentarios para quien desee jugar.
En el libro Fantasmas (20th Century Ghosts), una colección de cuentos de Joe Hill que está resultando una agradable sorpresa, está la descripción que sigue: el fantasma de un árbol:
Está el famoso caso de pino blanco de West Belfry, en Maine, un altísimo abeto con una corteza blanca y suave como nunca se había visto, y agujas del color del acero bruñido. Lo talaron en 1842, y en la colina donde había estado construyeron un salón de té y un hotel. En la esquina del comedor pintado de amarillo, había una zona circular –de un diámetro idéntico al del tronco del pino– donde siempre hacía un frío intenso. Justo encima del comedor se encontraba un pequeño dormitorio en el que nunca dormía ningún huésped. Quienes lo intentaron contaban que las fuertes ráfagas de un viento fantasmal y el suave crujir que producía en las ramas altas de los árboles no los habían dejado dormir; el viento hacía volar los papeles por la habitación y hacía jirones las cortinas. Y cada mes de marzo, de las paredes manaba savia.
¿Cómo podrían ser las descripciones de otros fantasmas: los espíritus de otros seres no humanos, de objetos, etcétera? La tradición de estas descripciones no es corta pero el juego está lejos de haberse agotado. Los interesados, como siempre, tienen la zona de comentarios de esta nota para dejar sus propuestas o un enlace a lo que publiquen en sus propias bitácoras.
Si a la palabra perdido, el adjetivo que significa «que no tiene o no lleva destino determinado» y tiene otras cuatro acepciones en el Diccionario de la Real Academia Española, se le agrega la sílaba cu en el sitio apropiado, tenemos la palabra percudido, que no está en el DRAE pero en mi tierra (y en muchos lugares de México, al menos) quiere decir «sumamente sucio», con la implicación de que la suciedad de la que se está hablando es tanta y lleva tanto tiempo sobre el objeto sucio que será difícil o imposible eliminarla. Se usa mucho al hablar de prendas.
La idea de esta semana es encontrar un par de palabras semejante a perdido y percudido –diferentes sólo por una sílaba que no es la primera ni la última– y emplearlas en una breve historia. Dentro de la misma, las dos palabras, sean adjetivos o no, deben relacionarse con un solo personaje u objeto. «Un pantalón perdido por mucho tiempo está, al ser hallado, muy percudido» (digamos) no es un argumento espectacular, pero sin duda a ustedes se les ocurrirán otros mejores.
Para cerrar el mes de marzo, otro ejercicio de creatividad a partir de una restricción muy simple: crear un monólogo de no más de una página de extensión en el que el personaje que habla se encuentre en una situación muy emotiva (declara su amor por alguien, lamenta una muerte o una injusticia, etcétera) y al menos cuatro de cada cinco palabras que utilice tengan el mismo número de sílabas. Pueden ser monosílabos o palabras de dos, tres cuatro o más sílabas, no importa; el propósito es ver qué tanto se puede lograr que el texto sea expresivo superando la restricción. El título de esta nota es un ejemplo: salvo una, todas las palabras tienen dos sílabas.
Hay grandes textos que siguen rigurosamente una forma preestablecida sin perder expresividad. Un ejemplo entre muchos es el famoso monólogo de Segismundo en La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca, escrito con una restricción distinta a la que se propone aquí pero no menos artificiosa. En esta página (del siempre excelente sitio Ciudad Seva) se puede leer a partir del verso que dice «Apurar, cielos, pretendo»…
Uno más de estos ejercicios de creatividad que han tenido tan buena fortuna últimamente.
Ahora se trata de escribir una historia, nuevamente de no más de una página de extensión, que cumpla con la siguiente restricción: en ella deben aparecer al menos cinco pares de palabras homófonas, es decir, palabras que suenan igual pero no quieren decir lo mismo y las más de las veces se escriben de modos diferentes. Ejemplos: aya y haya, vasto y basto, tuvo y tubo… Ambos miembros de cada par deben existir en el diccionario y usarse de acuerdo con su significado.
La idea es que cada palabra esté tan cerca como sea posible de su homófona.
Antes que nada, una disculpa por la falta (si a usted le importa semejante falta) de «libro del mes» el día de ayer. Pronto habrá una compensación.
Ahora, una propuesta análoga a las de las últimas semanas pero con una encomienda (una restricción para estimular la creatividad, como las que le gustaba emplear a Italo Calvino) de otro orden. La idea es escribir una historia, nuevamente de alrededor de una cuartilla, del siguiente modo: que la primera frase sea de sólo una palabra, que la segunda sea de dos, la tercera de tres, la cuarta de cuatro…, y entonces vuelta a empezar, es decir, que la quinta frase sea de una sola palabra, la sexta de dos, etcétera.
La idea es sugerir un ritmo claro y constante: uno, dos, tres, cuatro. Queda la propuesta, a ver qué pasa.
Una propuesta similar a la anterior: ahora se trata de escribir una historia de no más de una cuartilla que contenga una sola vez, sin repetirlas ni variar el orden propuesto, cada una de las preposiciones del castellano:
a ante bajo cabe con contra de desde en entre hacia hasta para por según sin so sobre tras
Nota: la preposición «cabe», actualmente en desuso, no tiene relación con el verbo «caber» sino que tiene un sentido de proximidad: «una flor cabe una fuente» es una flor junto o cerca de una fuente.
A ver qué sale esta vez… 🙂
Nota: Juan Carlos López anota que las palabras «mediante» y «durante» se han agregado a la lista convencional de las preposiciones. Se pueden usar si así se desea, por supuesto. La idea, en todo caso, es jugar con una secuencia arbitraria y, probablemente, perteneciente a los recuerdos de muchas personas en cierta forma fija que aquí tendría que modificarse creativamente. (Es decir, si la lista propuesta hubiera sido de los planetas, habría incluido a Plutón.)
Escribir un texto de no más de una cuartilla que, de alguna manera (a ver cómo puede hacérsele), contenga las siguientes palabras exactamente en el siguiente orden:
… y logre que no suenen como una lista desordenada e incoherente. Desde luego, las palabras pueden separarse mediante signos de puntuación, colocarse en párrafos diferentes, tener un título previo y todo el texto que se quiera antes o después…, cualquier cosa excepto cambiarlas, cambiar su orden o dejarlas como una sarta de palabras al azar. 😉
Parte del trabajo a la hora de inventar personajes y ponerlos a actuar en una historia tiene que ver (sobre todo en nuestra época) con lograr que su comportamiento resulte verosímil, es decir, creíble. Pero también, en ocasiones, hace falta justificar comportamientos inusitados: actos de un personaje enloquecido o separado, por alguna razón, de la lógica que se ha establecido en el mundo ficcional que habita.
Una solución particular de este problema es la que emplea Nabokov al final de Lolita, cuando Humbert Humbert, tras haber cometido un crimen y haber perdido todo lo que le importaba en la vida (no: no estoy contando el final), comete la siguiente locura, del siguiente modo:
La carretera se extendía ahora por el campo abierto, y se me ocurrió –no como una protesta, no como un símbolo, ni nada parecido, sino simplemente como una experiencia nueva– que, puesto que ya había despreciado todas las leyes de la humanidad, podía también despreciar las reglas de tránsito. De modo que crucé al carril izquierdo de la carretera, y comprobé qué se sentía, y se sentía bien. Había un agradable calor en el diafragma, con elementos de tacto difuso, y todo reforzado por el pensamiento de que nada podía estar más cerca de la eliminación de las leyes físicas que conducir deliberadamente del lado equivocado del camino. En cierto modo era una comezón muy espiritual. Gentilmente, como en sueños, sin exceder las veinte millas por hora, conduje allí, en aquel raro carril del otro lado del espejo. El tráfico era ligero. Los coches que de tanto en tanto me rebasaban por el carril que yo les había dejado me tocaban brutalmente el claxon. Los que venían hacia mí temblaban y se desviaban, gritando de miedo. Pronto me encontré cerca de áreas pobladas. Pasarme una luz roja fue como un sorbo prohibido de vino de Borgoña, cuando era niño. Entretanto comenzaba a haber complicaciones. Me seguían y me escoltaban. Luego vi ante mí dos autos que se colocaban de tal manera que bloqueaban por completo mi ruta. Con un gracioso movimiento viré y salí de la carretera, y después de dos o tres grandes saltos empecé a subir una loma cubierta de pasto, entre vacas sorprendidas, y allí hice un alto gentil y estremecido [fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][…]
La estrategia, desde luego, pasa por impedir que el personaje se sorprenda de lo que hace, y en cambio hacer que lo «explique» de un modo lo suficientemente llamativo. Los lectores quedan invitados a imaginar parecidos comportamientos alocados y su respectiva explicación: la propuesta es que, al modo de Humbert Humbert, el propio personaje trastornado describa y explique los sucesos.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Para cerrar la serie de este mes, otro caso (aproximadamente) de la vida real:
Desde que vine a la ciudad de México, he vivido en seis o siete direcciones distintas. En una de muchas mudanzas, había decidido deshacerme de un sofá-cama en el que había dormido por algunos años pero ya estaba horriblemente maltratado, lleno de agujeros y con más costuras rotas que intactas. Una vecina, a la que llamaré la señora F., me dijo que, pese a su estado, le interesaría tenerlo. Mi pareja de entonces y yo fuimos a dejar el sofá en el departamento de la señora F., que era un cuarto de azotea, amontonado entre otros seis o siete que no tendrían más de cuarenta metros cuadrados cada uno: aquella era una zona «de bajo precio» como las que se pueden hallar en muchos edificios de la ciudad.
Al entrar, no sólo descubrimos que el mueble iba a ocupar casi la totalidad de la «sala»: de inmediato, para ir de la única recámara a la cocina, pasaron, caminando sobre el sillón, dos adolescentes que yo ya había visto anteriormente en el edificio. Eran, supimos, los hijos de la señora F. Él se llamaba Antares y tenía 13 años; ella, Stephanie, tenía 12. La imagen que conservo de los dos es la de su paso por el sofá: ella delante, él atrás, luchando por mantener el equilibrio pese a que el cojín, hecho de esponja forrada, se hundía bajo sus pies. Él llevaba pantalones cortos, la cabeza rapada y una camiseta que le quedaba enorme. Ella traía unos pantalones recortados de mezclilla, el pelo largo y mojado y una camiseta igual a la de su hermano.
Digo que esto es aproximadamente fidedigno porque el hijo de la señora F. se llamaba como otra estrella y la hija tenía otro nombre anglosajón, y además he cambiado otros detalles. Pero otra cosa cierta es que, por mucho tiempo, quise hacer al menos un cuento a partir de la imagen de los dos hermanos y de sus muchos otros detalles (el color indeterminado de la pared tras ellos, la huella de una cucaracha aplastada cerca del piso, el hecho de que era una noche de viernes y hacía un calor sofocante) y nunca pude. Ahora regalo la imagen a quien quiera usarla.