He aquí el primer juego literario del año. En El resplandor, una novela de Stephen King, se dice de un personaje que
En Stovington había sido una pequeña luminaria, un escritor norteamericano en gradual florecimiento, quizá, y sin duda un hombre con condiciones para enseñar ese gran misterio de la creación literaria. Había publicado dos docenas de cuentos. Estaba trabajando en una obra de teatro y pensaba que en alguna trastienda mental debía estar incubándose una novela.
Este personaje es, por supuesto, Jack Torrance, que en la novela (y en versión fílmica de Stanley Kubrick) es un personaje sumamente problemático: un protagonista que se convierte en un monstruo y termina intentando asesinar a su propia familia. Las razones y el proceso por los que esto sucede son diferentes para King y para Kubrick, y dan para una discusión de lo más interesante sobre las diferencias entre literatura y cine… que podemos dejar para otra ocasión.
De Torrance se dice también (esto sucede mucho antes de que comiencen sus tribulaciones y los sucesos verdaderamente terroríficos de la historia) que
Cuando finalmente se graduó, consiguió el trabajo en Stovington, sobre todo gracias a la fuerza de sus relatos, de los cuales por entonces llevaba ya publicados cuatro, uno de ellos en Esquire. Ése era un día que Wendy recordaba con mucha claridad; le harían falta más de tres años para olvidarlo. Ella estuvo a punto de tirar el sobre, pensando que era un ofrecimiento de suscripción, pero al abrirlo se encontró con que Esquire quería publicar a comienzos del año siguiente el cuento de Jack «Los agujeros negros».
Dos docenas de cuentos dan para un libro. Y Esquire, en la época en que está escrita la novela, no era solamente una revista de actualidad (como la que circula ahora) sino también un espacio de prestigio literario en el que se publicaban cuentos de gran calidad. Es decir, Jack Torrance no carecía de talento.
¿Cómo hubiera sido la colección de los Cuentos completos de Jack Torrance? La propuesta: escriban el índice del libro y una breve sinopsis de cada cuento. Sólo se tiene para empezar el título de uno de los textos: «Los agujeros negros»; el resto puede decidirlo quien desee participar.
En el fondo, por supuesto, el ejercicio es crear la personalidad de escritor de Torrance por medio de sus cuentos y de lo poco o mucho que se sabe de él. Y el truco es evitar la salida obvia, e inverosímil, de hacer referencia en los textos a los sucesos de El resplandor. Torrance no podía saber, cuando escribía, que era personaje de una novela (o una película) de terror. ¿De qué otra cosa podrían haber tratado sus historias?
Los comentarios de esta nota quedan abiertos para quien desee imaginar cómo eran los cuentos de este autor malogrado.
* * *
Un paréntesis. Pensando en la palabra sinopsis, una recomendación para quienes hacen ejercicios o presentan proyectos narrativos: cuando se les pide sinopsis o argumento en vez de una historia completamente desarrollada, lo más probable es que la persona (el profesor, el productor, el editor) desee el resumen completo de la trama, de principio a fin, y no una «sinopsis» como las que se encuentran en la contraportada de un libro o la parte de atrás de la caja de un DVD, que sólo esbozan el comienzo de la historia y terminan en generalidades. De nada sirve decir que una historia todavía por escribir será «apasionante», que tendrá «acción» ni nada parecido, y la confusión es común en la actualidad.
* * *
Ahora, aunque no sirve de nada para el ejercicio, el avance de cine de El resplandor:
Se puede representar la realidad de manera literal, describiendo el mundo sensible para que dé la impresión de que se le percibe «tal como es», o bien se puede utilizar esa descripción como puente hacia algo distinto. Los expresionistas utilizaban la representación para sugerir las emociones de una conciencia que percibe el mundo, como ocurre, por ejemplo, en esta escena de Metrópolis (1927) de Fritz Lang, en la que un personaje reacciona con horror ante la explotación de los obreros en su mundo futurista y los imagina como víctimas a punto de ser sacrificadas:
La propuesta es simple: tomar una situación cotidiana (mientras menos inusual, mejor) y describirla de modo expresionista. ¿Qué tragedia terrible percibe un estudiante que deseaba buenas calificaciones y acaba de reprobar un examen? ¿Cómo se manifiesta lo que siente una muchacha que acaba de ser rechazada por primera vez? Los comentarios de esta nota están abiertos para quien quiera dejar alguna propuesta, como siempre.
En cursos que doy sale cada tanto una pregunta típica: cómo escribir un libro que venda. La intención de la pregunta, también es típico, es que se digan las reglas: el procedimiento seguro y de eficacia comprobada para escribir un libro que interese a un editor y a muchos lectores. El tono de la pregunta, habitualmente, me hace pensar que quien la formula cree que se trata de un secreto: un conocimiento arcano que el maestro no pasa tan fácil al aprendiz…
Y, la verdad, esto no es verdad. Es muy fácil ver qué rasgos tienen, en general, los bestsellers: basta leer cierto número de ellos. En una sesión reciente de un curso empezamos a discutir la cuestión y formulamos, bastante rápido, diez reglas. Van a continuación.
No son reglas, aviso, que recomiende seguir a toda costa y en todos los proyectos de escritura: más todavía, creo que pueden distraer a muchos aspirantes a escritor de la posibilidad de buscar lo que realmente quieren, necesitan o pueden decir. Creo que debo hacer esta salvedad porque también creo que el dinero fácil y rápido no es, necesariamente, todo en la vida.
(Otra salvedad: el tipo de libro que recomiendan estas reglas no está cerca de lo más interesante –ni siquiera lo más moderno– que se escribe ahora. Véase lo que sugiere, por ejemplo, esta reseña de Providence de Juan Francisco Ferré, que es una interesante novela contemporánea.)
Por otra parte, si usted no piensa como yo, tampoco está penado por la ley el seguir estas reglas e intentar escribir un bestseller con ellas. Incluso son posibles el éxito y las ventas millonarias. No hay ninguna garantía, desde luego, como puede comprobarse fácilmente yendo a cualquier librería y viendo la enorme cantidad de obras que no se venden a pesar de sus mejores intenciones. Son siempre la mayoría.
Se dice que los escritores escuchan con frecuencia esa pregunta. Es verdad que sucede, aunque quizá no tanto como podría parecer.
Lo curioso es que, a la hora de ponerse a trabajar, el escritor no necesariamente se plantea la cuestión de «buscar» una idea para poder comenzar a escribir; de hecho es muy probable que la idea, el germen de lo que quiere hace, ya esté allí: que ya tenga la intención de comenzar y algo de lo que asirse. He aquí otra frase hecha, pero verdadera: las ideas están por todas partes y lo más inesperado, lo más trivial, puede inspirar un proyecto de escritura que se emprenda con entusiasmo y se concluya satisfactoriamente.
Hay que considerar que «idea» no significa necesariamente «resumen de una historia» ni mucho menos storyline (que es el término que se emplea en el guionismo, y que implica además la intención de resumir clara y sucintamente para hacer que el proyecto se entienda y, de hecho, que el productor se interese en financiarlo). Hay textos que no pueden plantearse como historias, desde luego, pero incluso los que sí son historias pueden, a veces, empezar a crearse sin conocer del todo cuál va a ser su planteamiento, desarrollo y desenlace. Una imagen, unas pocas palabras, un episodio aislado o un vistazo del carácter o el aspecto de un personaje pueden llegar antes que un resumen. Julio Cortázar, por dar un solo ejemplo, (más…)
En «Tesis sobre el cuento», un ensayo famoso de Ricardo Piglia, se resume así un argumento que Antón Chéjov anotó pero jamás llegó a desarrollar:
Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida.
La propuesta es simple: escribir el cuento (o al menos el resumen del cuento) que Chéjov no escribió y en el que, desde luego, el desafío está en inventar un personaje y unas circunstancias que vuelvan creíble el comportamiento del personaje. El ensayo de Piglia contiene pistas útiles para intentar el ejercicio. Los comentarios de esta nota están, como siempre, abiertos para quienes quieran compartir sus textos.
Una persona me preguntó acerca de cómo elegir un seudónimo; tomando de la experiencia de otros y de la mía (sobre la que escribiré un poco más adelante), puedo decir lo siguiente:
Hay muchas circunstancias en las que se llega a adoptar un nombre supuesto, diferente de aquel que se utiliza «normalmente»: una máscara hecha de palabras. Los seudónimos de artistas (y los literarios entre ellos) sólo son más famosos: objeto de más anécdotas.
Ejemplos: el escritor a quien conocemos como Yukio Mishima, y cuyo nombre verdadero era Kimitake Hiraoka, buscaba en principio desligarse de esas dos palabras, que (se dice) no suenan bien en japonés y para él representaban, además, una infancia infeliz; Stendhal se llamaba Marie-Henri Beyle y usó, además del que se recuerda, muchos otros seudónimos, acaso para mantenerse oculto por una especie de temor paranoico, como creía Prosper Mérimée; Flannery O’Connor omitía su nombre propio –Mary– para publicar más fácilmente en un medio literario machista, como tuvieron que hacer también Carson McCullers, Harper Lee, George Eliot, J. H. Riddell, James Tiptree y muchas otras escritoras. (El caso de Elena Ferrante, seudónimo de una escritora muy famosa de la actualidad, es diferente y, desde luego, posterior.)
En todos los casos, por otra parte, el adoptar un seudónimo implica crear un matiz, una influencia que cae sobre los textos. A veces esta influencia es pequeña, otras no es deliberada, pero está presente siempre. El nombre de quien escribe siempre termina siendo parte del proyecto de escritura, y no necesariamente porque sirva de «marca», como dirían algunos ahora; más aún –y más importante–, tiene la posibilidad de otorgarle una identidad deliberada a lo escrito: de contribuir al sentido de la «obra», por grande o pequeña que pueda ser, desde la firma.
Esto puede ser importante para algunos escritores a la hora de comenzar a buscar la publicación. Si su propio nombre no les parece suficiente por cualquier razón, pueden inventarse otro más de su agrado.
1. El seudónimo debe aspirar a ser memorable. Si se va a hacer el esfuerzo de inventarlo, hay que procurar que suene bien, sea contundente y, de preferencia, no resulte difícil de recordar. En los países de habla inglesa se prefieren y hasta se obligan, en ocasiones, seudónimos muy breves y claramente ingleses: Salvatore Albert Lombino, un conocido novelista policial, comenzó a destacarse cuando utilizó sus dos seudónimos más conocidos: Ed McBain y Evan Hunter (de hecho, se hizo cambiar el nombre legalmente para llamarse Evan Hunter)…, pero esto no es, evidentemente, una regla de aplicación universal.
2. El seudónimo debe ser realmente una mejor alternativa que el nombre propio. No siempre es el caso. Dos arrepentimientos famosos: Julio Cortázar publicó su primer libro (un poemario casi olvidado titulado Presencia) con el seudónimo de Julio Denis; César Vallejo consideró, por un tiempo, la posibilidad de hacerse llamar César Perú, como un homenaje a Anatole France.
3. El seudónimo debe ser significativo, primero, para quien lo elige. No es necesario buscar algo que sugiera lo que se pretende escribir; el seudónimo es un recipiente de lo que se escribirá y no al revés.
4. El seudónimo debe pensarse con cuidado. Esto puede parecer una obviedad pero, al contrario de lo que sucede en algunos géneros musicales, un escritor casi nunca tiene la oportunidad de sacar adelante más de un «nombre»: más de un proyecto de escritura. De vez en cuando se sabe del caso de autores muy vendidos o reconocidos –como Stephen King, John Banville, J. K. Rowling o Anne Rice– que se dan «paseos» fuera de su nombre para escribir textos diferentes de los que acostumbran publicar, pero no sólo es raro sino que los textos se conocen más cuando se revela a quién pertenecía el seudónimo. Y el caso de los heterónimos de Fernando Pessoa es, en realidad, único: no se dio por un proceso racional (o racional como podemos entenderlo) y no se puede replicar.
En cuanto a mí, «Alberto Chimal» es un seudónimo muy simple, que elegí de adolescente: lo forman mi segundo nombre, el de mi padre (sobre todo, el que no se usaba para hablarme en la casa familiar), y mi apellido materno (que no se usaba a la hora de pasar lista en las escuelas). Es un intento tímido de independencia. Comencé a publicar pronto (fui escritor joven antes de los veinte y no a los treinta y tantos, como es la norma ahora) y la escasa carrera que pude hacer entonces fijó muy pronto el nombre, cuando menos, en la idea que yo mismo tenía de mi trabajo. Ya no me animé a buscar otro. A veces creo que fue un error y debí haber elegido algo más breve, más alejado del original.
(Otras veces, de más desánimo, pienso que mi país es terriblemente racista y que me hubiera ido mejor con mi apellido paterno, Martínez, que no proviene –como Chimal– de la lengua náhuatl. Pero ese es un asunto aparte.)
En todo caso, por supuesto, hace falta considerar que
5. El mejor seudónimo no suple el escribir bien (interesante, bello, atrayente, como se quiera definir). Se dirá que en esta época, que es la de Kim Kardashian, puede importar más la marca que el producto, la superficie que el interior, la forma que el contenido. Pero el camino de cultivar la propia celebridad, si bien no es ilegal, tampoco es el de la escritura, y requiere otras habilidades y esfuerzos que no vienen al caso en esta nota.
Espero que esto pueda ser útil.
[Esta nota fue ligeramente revisada en agosto de 2017.]
Recuerdo una nota que leí en el blog de una exprofesora de secundaria: «Nadie puede enseñar ni aprender nada», escribió, y daba la impresión (por las muchas frases impostadas y graves que rodeaban a la que he citado) de que creía haber hallado una Gran Verdad: una de esas frases citables que tanto abundan en la radio mañanera y las malas novelas.
No era para tanto, desde luego: (más…)
Un ejercicio de dialogación: crear una conversación cortada escribiendo lo que dice un personaje que hable con otro por teléfono. La idea es no escribir lo que el segundo personaje responda. Constantemente podemos escuchar conversaciones así; por ejemplo:
–¿Bueno?
–…
–No, no está, ¿quién la busca?
–…
–No, la licenciada ya no regresa hoy. ¿Quiere dejarle recado?
–…
(etcétera)
Para que se comprenda lo que sucede, por supuesto, los diálogos que sí se incluyan deben ofrecer información suficiente para compensar la falta de los otros. A la vez, los diálogos no deben sonar forzados (se debe evitar, por ejemplo, el uso de parlamentos inverosímiles como «¿Dice usted que es fulano de tal y busca a tal y tal aquí en estas oficinas que son de equis compañía?»).
Por último, como la conversación que antecede es trivial y no muy interesante, la propuesta adicional es que la conversación que se cree sea una historia completa, con planteamiento, desarrollo y desenlace. Como siempre, la sección de comentarios queda abierta para quienes deseen hacer el ejercicio. (Otro, semejante, se encuentra aquí.)
He aquí un ejercicio muy simple: describir un lugar con tanto detalle como se pueda pero sin mencionar ningún detalle visible: que en el texto sólo se puedan encontrar impresiones del oído, el tacto, el olfato y el gusto. La sección de comentarios queda abierta para quien desee participar.