En pocos días de convocatoria, el curso-taller de literatura de imaginación que comencé a dar hoy, en la librería Octavio Paz del FCE en la ciudad de México, recibió cerca de un centenar de solicitudes de inscripción. Se decidió doblar el cupo previsto (de 20 a 40 personas) y se piensa en organizar un nuevo grupo del curso para más adelante. Desde luego estoy muy contento y agradecido por el interés.
Vuelvo ahora de mi primera sesión. Mientras se arma aquel segundo grupo en vivo, varias personas me han preguntado por una posible versión virtual del curso. En tanto llega el momento debido dejo aquí algo que puede ser útil: justificaciones y referencias y un ejercicio de escritura.
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1. En otras ocasiones he mencionado y trabajado con el término más difundido de literatura fantástica. Ahora propongo este otro, nuevo, de literatura de imaginación, simplemente porque la etiqueta de «lo fantástico» se ha vuelto muy confusa: a veces se le usa para hablar de un subgénero literario, a veces para hablar de otro, y a veces para referirse a lo irreal en la vida cotidiana, lo falso o lo mentiroso (la palabra «cuento» tiene problemas similares). En el siglo XIX, cuando se inventa la categoría de lo fantástico, el fin de ese tipo de historias (o mejor: de ese tipo de discurso, capaz de ser usado en muchas historias diferentes) era encontrar los límites de lo que entendemos como «real» mediante la imaginación; ahora creo que se puede emplear directamente esa palabra para hablar de esa literatura. Se me dirá que toda obra literaria necesita imaginación; es cierto, pero sólo en ese tipo de textos (de narraciones, básicamente) la imaginación tiene ese carácter central. Más todavía, así se deslindan estas historias del modo dominante de contar historias en ese país hoy, que rechaza la imaginación (aunque en el fondo no pueda prescindir de ella). Digo más de la cuestión en este artículo.
2. No podría desarrollar aquí todo el programa del curso (todavía tengo la esperanza de escribir un libro entero sobre el tema, un día), pero sí puedo dejar las lecturas que haremos. Los textos elegidos no son un «canon» ni mucho menos una lista exhaustiva, pero sí son todos grandes textos y me permitirán tocar todos los puntos importantes de la discusión que quiero plantear: qué es la literatura de imaginación, cómo funciona y, sobre todo, qué sentido tiene.
Sesión 1
«Historia de Urashima», anónimo
«El compañero de viaje», Hans Christian Andersen
«La máscara de la Muerte Roja», Edgar Allan Poe
Sesión 2
«El milagro secreto», Jorge Luis Borges
«Casa tomada», Julio Cortázar
«El hombre de hielo», Haruki Murakami
«Caballería», Neil Gaiman
Sesión 3
«Caza de conejos», Mario Levrero
«Acerca de ciudades que crecen descontroladamente», Angélica Gorodischer
«La fe de nuestros padres», Philip K. Dick
Sesión 4
«El huésped», Amparo Dávila
«Rudisbroeck o los autómatas», Emiliano González
En el peor de los casos, un curso como este podría suscitar discusiones interesantes entre los lectores, a los que mucho del «ambiente» literario actual parece no tomar en cuenta. Ojalá sea así.
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Un ejercicio sencillo de imaginación: primero, ver este cortometraje de Jan Svankmajer en el que los objetos se ponen, muy deliberada y sobrenaturalmente, en contra del hombre:
Segundo, imaginar (o recordar) una situación en la que un objeto haya parecido estar en contra de uno y explicarla como si literalmente fuera verdad: como si el objeto tuviera voluntad, un motivo y una historia que pudiese ser contada. La idea es dejar espacio a la imaginación, desde luego, y no explicarlo como un suceso «en sentido figurado»: no temer a esa capacidad de invención de la propia conciencia.
En su blog Moleskine Literario, el escritor peruano Iván Thays reprodujo una lista muy interesante: tomada del sitio Lists of Note, es la de las reglas para escritores, seis en total, que propuso George Orwell en su ensayo Politics and the English Language (1946). El autor de 1984 y Rebelión en la granja fue también, como se sabe, periodista y ensayista notable, y en Politics… critica muchos malos hábitos de la escritura de su tiempo y defiende la necesidad de redactar con claridad y precisión.
Como las seis reglas de Orwell no estaban traducidas en la nota de Thays, las traduje; las publiqué ayer sábado en Twitter y las copio a continuación:
1. Nunca uses una metáfora, un símil u otra figura retórica que acostumbres ver impresa. (Sospecho que se podría decir también: «… sólo porque acostumbres verla impresa».)
2. Nunca uses una palabra larga si puedes usar una corta.
3. Si te es posible eliminar una palabra, elimínala siempre.
4. Nunca uses la voz pasiva si puedes usar la voz activa. (Esto no ocurre con tanta frecuencia en español como en inglés, pero lo he visto aquí y allá: no me sorprendería que se debiera a nuestro mal hábito de traducir literalmente del inglés…)
5. Nunca uses una frase extranjera, un término científico o una palabra de jerga si puedes pensar en un equivalente sencillo en [tu idioma]. (Orwell dice «en inglés», por supuesto.)
6. Rompe cualquiera de estas reglas antes de escribir algo que sea francamente bárbaro.
La última de estas reglas es la que más me llama la atención. Escribir consejos literarios es una práctica habitual entre los escritores de los últimos cien años, y en las incontables listas ya existentes suele haber una instrucción metatextual, relacionada con los usos de la propia lista, y que suele ser algo como «No hagas caso de nada de lo anterior», «No confíes en las instrucciones para escribir» o cualquier otra por el estilo. Más que sonar frescas o ingeniosas (o realmente interesadas en sugerir que ninguna lista de consejos puede ser más que la lista de los descubrimientos de quien la redacta), semejantes indicaciones parecen, a estas alturas, la parte más rancia y falsa del ritual de escribir consejos: el signo de una pose de irreverencia o de frescura en la que ya no cree nadie. En cambio, la sexta regla de Orwell matiza su defensa general de la sencillez y defiende, sobre todo, la idea de escribir bien en el mejor sentido del término. «Bien» no significa «con apego a las reglas», ni mucho menos «sin correr riesgos»: al contrario, implica trabajar (o así lo creo) buscando la sencillez y a la vez la belleza, la expresividad, lo que el lenguaje puede tener de revelación.
Nota: después de haber publicado las notas iniciales en Twitter, y de que empezaran a propagarse por la red, Joaquín Guillén me envió enlace a un ensayo muy interesante de Orwell: «Why I Write» (Por qué escribo), y Eduardo Huchín envió enlace a una traducción de «Politics and the English Language»: «La política y el idioma inglés». Desde aquí les agradezco.
Platicando con una amistad, llegué a la anécdota de un publicista que comentaba la belleza de una campaña publicitaria. Mi amigo se indignó porque, dijo, nadie podía creer realmente que hubiera belleza en algo como la publicidad. Y se indignó más cuando le dije que yo sí lo creía. Nabokov, le dije, veía la belleza de un problema de ajedrez en la secuencia de jugadas que representan su solución. Hay millones de personas capaces de hablar de la belleza de un gol o de una jugada de futbol, como el famoso «Gol del siglo» de Diego Maradona:
Yo no puedo ver lo que ellos ven porque no sé de ajedrez ni me gusta el futbol, dije también. No llegamos a nada entonces, porque la discusión se fue a Diego Maradona y a temas aún más remotos. Pero lo que cuenta aquí es lo siguiente:
Un ejercicio interesante de escritura puede ser inventar un personaje y ponerlo a describir algo, cualquier cosa, en lo que él o ella encuentre la belleza. La belleza es una experiencia subjetiva: depende del conocimiento, la experiencia, los intereses y la percepción de cada persona. Más ejemplos: J. G. Ballard escribió de la belleza de los choques de automóviles en su novela Crash; «Olaf oye a Rachmaninoff» de Cary Kerner (un autor ¿noruego? a quien se recuerda exclusivamente por ese cuento) describe la belleza de un concierto de piano sin referirse casi nada a la música…
Los comentarios de esta nota quedan abiertos para quien desee intentar y publicar aquí su ejercicio.
En un taller reciente me preguntaron por sugerencias para poner títulos a los textos: alguna orientación sobre cómo elegirlos. Tengo varias ideas al respecto y he hecho, en efecto, una lista. Pero antes de la lista vale la pena reproducir el siguiente pasaje, que me parece ejemplar, de Apostillas a El nombre de la rosa (1985), un pequeño ensayo que Umberto Eco escribió para «explicar» aquella novela suya, de título tan intrigante:
El narrador no debe facilitar interpretaciones de su obra, si no, ¿para qué habría escrito una novela, que es una máquina de generar interpretaciones? Sin embargo, uno de los principales obstáculos para respetar ese sano principio reside en el hecho mismo de que toda novela debe llevar un título.
Por desgracia, un título ya es una clave interpretativa. Es imposible sustraerse a las sugerencias que generan Rojo y negro o Guerra y paz. Los títulos que más respetan al lector son aquellos que se reducen al nombre del héroe epónimo, como David Copperfield o Robinson Crusoe, pero incluso esa mención puede constituir una injerencia indebida por parte del autor. Le Pére Goriot centra la atención del lector en la figura del viejo padre, mientras que la novela también es la epopeya de Rastignac o de Vautrin, alias Collin. Quizás habría que ser honestamente deshonestos, como Dumas, porque es evidente que Los tres mosqueteros es, de hecho, la historia del cuarto. Pero son lujos raros, que quizás el autor sólo puede permitirse por distracción.
Mi novela tenía otro título provisional: La abadía del crimen. Lo descarté porque fija la atención del lector exclusivamente en la intriga policíaca, y podía engañar al infortunado comprador ávido de historias de acción, induciéndolo a arrojarse sobre un libro que lo hubiera decepcionado. Mi sueño era titularlo Adso de Melk. Un título muy neutro, porque Adso no pasaba de ser el narrador. Pero nuestros editores aborrecen los nombres propios (…)
La idea de El nombre de la rosa se me ocurrió casi por casualidad, y me gustó porque la rosa es una figura simbólica tan densa que, por tener tantos significados, ya casi los ha perdido todos: rosa mística, y como rosa ha vivido lo que viven las rosas, la guerra de las dos rosas, una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, los rosacruces, gracias por las espléndidas rosas, rosa fresca toda fragancia. Así, el lector quedaba con razón desorientado, no podía escoger tal o cual interpretación; y, aunque hubiese captado las posibles lecturas nominalistas del verso final, sólo sería a último momento, después de haber escogido vaya a saber qué otras posibilidades. El título debe confundir las ideas, no regimentarlas.
Un día, hace mucho tiempo, me tocó escuchar a una persona corrupta (que no sólo lo era, sino que se llamaba a sí misma corrupta: que lo aceptaba con cinismo y hasta con alegría) criticar a las personas honestas. Decía que un «virtuoso» lo es por vanidad, por querer creerse mejor que los demás. Esta persona, en cambio, era mejor que ellos, según decía: virtuosa de veras, porque no negaba su naturaleza.
Esto sugiere al menos un ejercicio de escritura: inventar parlamentos en los que un personaje intente justificar alguna cualidad negativa o defecto de carácter «convirtiéndola» en una virtud.
Los interesados en intentar el ejercicio pueden dejarlo en la sección de comentarios de esta nota.
Un ejercicio simple:
A veces se dice que la literatura debe «reproducir» la realidad que vemos, fielmente y hasta sus últimos detalles, lo que suena muy bien pero en el fondo no es más que una ilusión inalcanzable. Una representación no puede ser idéntica a aquello que representa, y aquellas que se hacen por escrito (además) tienen el problema de que necesitan mencionar uno por uno los detalles que otras artes (la pintura, por ejemplo) pueden mostrar de un solo vistazo.
Sin embargo esto da para una idea interesante: ¿qué tan larga puede ser una descripción de un solo objeto concreto? Quienes deseen intentar el ejercicio pueden tomar algo humilde: una taza, un lápiz, un enchufe eléctrico en una pared, y describirlo tan larga y detalladamente como sea posible, sin cambiar de tema (nada de contar la historia de quien sostiene el lápiz) ni pasar a hacer metáforas: únicamente los detalles físicos, visibles, de aquello que se está describiendo, como para imitar y superar aquellas descripciones de los grandes novelistas del siglo XIX, que comunicaban el mundo entero por escrito antes de la invención del cine y la televisión. El texto no debería durar menos de una página, tan sólo para probar que se está observando lo que se describe.
La sección de comentarios de esta nota queda abierta para quien desee dejar su ejercicio.
Aviso impertinente: mañana, miércoles 20, a eso del mediodía, estaré en el Auditorio Nacional, sobre la avenida Reforma de la ciudad de México, en el remate de libros que organiza la Secretaría de Cultura de la ciudad. Me invitaron a servir de «guía» en un paseo interesante: iré con quien desee acompañarme a visitar los puestos y ver qué libros interesantes podemos hallar, con recomendación explicada en cada caso. Yo compraré algunos ejemplares y los regalaré. Están avisados (e invitados).
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Por recomendación hallada al paso del escritor Sergi Bellver, leo «Escritores y mentores» de Rick Moody, un artículo publicado en la revista Hermanocerdo. Me llama la atención el encabezado del texto: «Auge y caída del taller literario», que suena un tanto pomposo pero, desde luego, muy interesante. Contra lo que anticipa el encabezado, el artículo de Moody no se refiere directamente al auge ni a la caída del taller literario como práctica social o como propuesta educativa, aunque sí es una crítica de la forma realmente existente de las clases de creación literaria (y en especial de cuento) en las universidades estadounidenses.
En resumen, la crítica se centra en el trabajo esquematizado de esos talleres universitarios, en los que se privilegia la uniformidad, se buscan (y se encuentran) fórmulas invariables de escritura y no se intenta desarrollar realmente el talento individual.
Moody resume su parecer de modo contundente y (creo) irrebatible:
El taller de escritura creativa que está desnudo de toda circunstancia, que reprime, a priori, la erupción de la personalidad, que sólo trata del negocio (fotocopiar los cuentos, repartirlos, recopilar las reacciones, devolver las reacciones) es como la creatividad por comité. Y ya que es escritura creativa por comité, ésta se apega a la media estadística, o sea, a lo mediocre.
Ahora trato de pensar en la relación del artículo de Moody con mi contexto más cercano. ¿Sirve para considerar el modo en que funcionan, por ejemplo, los talleres literarios en México?
El entorno universitario que Moody describe no es la regla sino la excepción aquí, pues los talleres realmente existentes en México casi nunca son parte del programa académico de una universidad; incluso cuando están organizados por alguna, se tienen en general como actividades extracurriculares, abiertas a todo público y no a los estudiantes de una o varias carreras determinadas. Al contrario de lo que ocurre en países desarrollados, la creación literaria no se ve aquí como una alternativa laboral viable… y no lo es, por supuesto, salvo en muy pocos casos: el desastre educativo en el que se encuentra el país ha logrado que los lectores en el país no sean suficientes para sostener a sus escritores.
Además, un hábito cultural que tenemos desde el siglo pasado es el considerar la creación literaria como una actividad no profesional: o bien se le considera indigna de cualquier remuneración por «improductiva», o bien se le cree sólo un «pasatiempo», útil para pasar el rato o complementar una formación en alguna otra especialidad, o bien se le tiene como un arte que debe ser «puro» y no mancharse de consideraciones económicas. Las clases de creación de de por aquí rara vez se acercan a los aspectos más prosaicos del trabajo literario, incluyendo la venta y publicación de lo escrito…, lo que va contra la tendencia general en el mundo de habla española, cada vez más orientado a la venta por encima de todo, es decir, a la obediencia a las reglas de los grandes mercados editoriales.
(Este detalle, por cierto, tiene una consecuencia positiva de vez en cuando: en algunos talleres de por aquí, al contrario de lo que sucede en los que Moody critica, es más fácil que el talento individual consiga ir más allá de los límites impuestos por modas, «géneros» de moda, etcétera.)
Por otra parte, la mayoría de los talleres mexicanos, a pesar de sus orígenes y estructuras diferentes, tienen los mismos defectos que en Estados Unidos y, sospecho, en el resto del mundo. Desde los talleristas simplemente mediocres a los que creen que el bullying suple a la lectura crítica; desde los que convierten sus sesiones en terapia de grupo hasta los que repiten, en el salón, los hábitos del caciquismo priísta… La norma (como debe ser en todos lados, repito) es el mal taller, e insisto en el tallerista porque el taller, aquí, es obra suya incluso más que en otros lugares, simplemente porque rara vez hay un programa preestablecido o un colegio detrás de sus sesiones.
¿Sería mejor un entorno donde la mayoría de los talleres fuesen escolarizados? Según Moody, no, porque un programa acostumbra partir de principios básicos y generalizaciones que rara vez sirven «para todo», que rara vez son lo suficientemente flexibles:
Lo que estoy sugiriendo es que una estructura de taller que se orienta a lo que es fácil de decir sobre un cuento, por su propia naturaleza, falla en la responsabilidad que tiene al enfrentarse a dos tipos de obras: las muy malas y las muy buenas. Lo que se pierde, entonces, es lo que está en las fronteras de lo convencional y eso, potencialmente, es catastrófico ya que una forma literaria se define, en parte, por lo marginal, por lo que es imposible, por lo grandioso y revolucionario, ya sea en el buen o en mal sentido.
Lo decepcionante, tras párrafos como el anterior, es la solución que propone Moody:
¿Qué pasaría si entendiéramos el taller no como algo limpio y organizadísimo, sino algo enorme, impredecible y sin saber qué pasará? ¿Qué pasaría si las larguísimas discusiones sobre metafísica alemana pudieran convivir con discusiones sobre el estilo de Flannery O’Connor? ¿Qué pasaría si la peor historia del semestre fuera sujeto de un ejercicio de análisis de sus frases? ¿Qué pasaría si alguien no llevara una historia en tres semanas y se la pasara hablando del peor muchacho que conoció en la infancia o del peor trabajo que tuvo? ¿Qué pasaría si todo lo que hicieras en clase fueran tareas? ¿Qué si escribieras una sola frase durante todo el semestre? ¿Qué si todo el mundo tuviera la oportunidad de ser el instructor y el alumno?
Entonces, creo, llegaríamos a algún sitio.
Todo esto «se oye» muy bien, igual que en muchas otras críticas del taller literario que he leído y que en este punto se asemejan. Pero, aunque sea rarísimo, aunque casi nadie tenga la oportunidad de encontrarlo a la primera, todo lo que Moody describe ocurre en un buen taller: discusiones sobre temas variados e impredecibles, según lo necesiten los autores y los textos; análisis de todo lo presentado; ejercicios, productividad diversa…, incluso la posibilidad de aprendizaje y enriquecimiento general. Todo eso pasa, o por lo menos puede pasar. Si no ocurre en el taller que usted conoce –si el tallerista se enorgullece de «masacrar» los textos o de mimar contra toda razón a sus tallerandos, por ejemplo–, ese taller no vale la pena y debe ser abandonado de inmediato.
Desde luego, el trabajo en taller no es para todos: sí lo es, por otra parte, la formación del criterio propio que un buen taller consigue proponer al menos en algunas ocasiones. No hay más remedio que decirlo: los prejuicios de contra la idea del taller están fundados en malas experiencias –siempre las más abundantes– pero también en una imagen idealizada del trabajo literario que da muy poca importancia al trabajo, y que en esta época, por lo tanto, es sumamente popular.
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Aviso pertinente: soy parte interesada en esta discusión porque he dado talleres durante años. Pero lo que creo en relación con ese trabajo puede resumirse en una frase que aparece en esta entrevista con David Huerta, poeta mexicano y gran maestro: si no otra cosa, el trabajo de enseñanza puede ser una apuesta. «Dar clases lo mejor que pueda y tratando de no ser un cretino», como pide él, puede parecer poca cosa, pero casi no sucede y tiene consecuencias enormes.
Encontré el texto que sigue por casualidad. Es un cuento brevísimo del escritor y psicoanalista argentino Emilio Rodrigué (1923-2008) perteneciente a su último libro de ficción: La respuesta de Heráclito.
El octavo día
Nada en un principio.
En el primer día Dios hizo la luz y vio que era buena, dándole el nombre de Día.
En el segundo día separó el agua de la tierra seca.
En el tercer día Dios hizo el Sol, la Luna y las estrellas.
En el cuarto día Dios hizo la hierba verde y el árbol de fruto y vio que eran buenos.
En el quinto día Dios hizo a los reptiles grandes y pequeños, las ballenas y los otros mamíferos, los cefalópodos y los peces. También hizo las aves y los insectos.
En el sexto día Dios hizo al hombre.
En el séptimo día, habiendo completado su obra, descansó.
Y al día siguiente, ya descansado, Dios se fue.
No conozco mucho del autor, pero quiero pensar que éste no es su mejor cuento. La sensación que me dejó fue curiosa y desagradable: la de haber leído esa historia antes, y no sólo una vez. Además de que, salvo el final, todo suena muy semejante al texto del Génesis, está la «sorpresa» del último renglón: la idea de que Dios abandona su creación, aunque puede sonar original para algunos lectores (e indignante para algunas personas muy creyentes) se remonta por lo menos a la Edad Media y el texto no hace más que repetirla.
La propuesta es ensayar una resucitación del texto de Rodrigué: tratar de encontrar una nueva forma de escribir una historia a partir del lugar común. Los comentarios quedan abiertos para quien desee intentarlo. Algunas posibilidades:
1. ¿Qué otra cosa podría hacer el personaje de Dios tras concluir su creación?
2. ¿Cómo podría contarse la anécdota sin imitar o parodiar el texto bíblico?
3. ¿Se podría contar la idea del abandono de Dios desde un punto de vista que no fuera el de la propia divinidad?
En los comentarios de una nota reciente comenzó una conversación interesante entre dos lectores acerca del aprendizaje de la escritura. La cito a continuación y, como ambos me preguntaban mi opinión, la escribo también. La base de la cuestión: para estos asuntos ¿sirve de algo estudiar, aprender las reglas?
(…) tengo la duda de saber si existe la diferencia entre el escritor autodidacta al escritor que asiste a la universidad para formarse dentro de una licenciatura en letras . Tú crees que se pueda ser un buen escritor solo asistiendo a talleres ó el no estar en alguna institución te crea una cierta desventaja.
(…) según cómo lo veo, el escritor es antes que nada un creador, y un creador se nutre de su intuición. Claro, se trata del lenguaje, y el lenguaje tiene sus reglas, pero estas son en verdad simples. No creo que debas tomar un año entero de gramática y lexicología para saber que las palabras resultan más claras si las pones de un modo, y no de otro. Es algo que sientes. SENTIR, no como algo cursi y metafísico, sino como un ejercicio de honestidad, algo que va más allá de la inteligencia y del conjunto de reglas que te han enseñado. CLARO, las reglas ayudan, pero al mismo tiempo limitan.
Hay tipos que han pasado su vida en la academia, estudiando, analizando, pensando, y sólo son buenos para eso, para pensar y analizar, tal vez identifiquen lo que es en verdad bueno, pero resultan incapaces de crear por su propia cuenta, y es que a fin de cuentas nadie te enseña a crear, crear es un riesgo mortal, lo tomas sin necesidad de haber asistido a cursos especiales sobre “cómo arriesgarte mortalmente”.
Por mi parte creo que hay dos cuestiones distintas aquí que deben separarse. Por un lado, para responder a lo que plantea Sol hay que decir que las licenciaturas en letras no están, al menos en México, pensadas para que quienes las estudian se dediquen a la creación literaria. No perjudican, por supuesto (en realidad yo diría que ningún aprendizaje perjudica cuando se quiere escribir), pero su énfasis está en el análisis, la investigación y la crítica, al contrario de lo que sucede con los talleres literarios y los cursos de lo que unas veces se llama creación literaria y otras (si se traduce literalmente del inglés) «escritura creativa».
En cuanto a lo que dice el Vato, por otro lado, debo usar una expresión antigua: estoy de acuerdo con el espíritu de lo que dice pero no con la letra. Hay restricciones que deben evitarse pero creo que no son las que él menciona.
Por ejemplo, la gramática no es el enemigo. Las convenciones que realmente perjudican, las que entorpecen la obra de muchos autores (y a muchos críticos también, como observa este texto del escritor David Miklos), son las que buscan restringir y fijar lo que «se debe» decir y el «modo apropiado» de decirlo más allá del nivel gramatical. Conocer el modo de crear una frase, darle sentido y enlazarla con otras en un idioma dado (en el español, por ejemplo) no es una obligación arbitraria ni una restricción: es una base, a partir de la cual se puede comunicar lo que se desee, incluyendo el cuestionamiento y la subversión de la gramática, que no son imposibles: llevan al menos un siglo como parte de la historia literaria de occidente.
Ahora bien, es verdad que con un poco de esfuerzo y la atención adecuada es fácil aprender esas bases de la escritura sin ir a ninguna escuela (basta saber leer y leer bien textos que estén gramaticalmente bien escritos). Pero por muy honesta que pueda ser una persona, por profundos que sean sus sentimientos, ni éstos ni aquél se van a comprender en absoluto si no consiguen comunicarse. La sinceridad, la intuición, la fuerza expresiva se apoyan en esa base.
Por último…, sí, crear debe ser, en cierto sentido, un riesgo mortal, si es que la creación va a valer la pena. Pero hay que tener cuidado con las metáforas. El riesgo puede ser físico pero en general no lo es: actualmente se le equipara con el de un combate cuerpo a cuerpo (o una competencia de atributos masculinos), pero hacerlo sólo es repetir un lugar común: una forma de pretenciosidad que funciona bien en un país como éste, sacudido por la violencia y en el que la mayoría no lee: en el que aprendemos a venerar la notoriedad pero no la inteligencia. En cambio, en la literatura todo entra: todos los aspectos de la vida del cuerpo, de la vida de afuera, de la vida interior…
Esto es lo que creo. Aquí está por si puede servir.