Con un día de retraso, he aquí una idea tomada de los famosos Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, que entre otras cosas se burlan de los más rancios manuales de escritura pero, a la vuelta de los años, resultan un excelente sustituto de ellos.
El libro de Queneau contiene 99 variaciones de este mismo episodio banal:
Una mañana a mediodía, junto al parque Monceau, en la plataforma trasera de un autobús casi lleno de la línea S [fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][…], observé a un personaje con el cuello bastante largo quen llevaba un sombrero de fieltro rodeado de un cordón trenzado en lugar de cinta. Este individuo interpeló, de golpe y porrazo, a su vecino, pretendiendo que lo pisoteaba adrede cada vez que subían o bajaban viajeros. Pero abandonó rápidamente la discusión para lanzarse sobre un sitio que había quedado libre.
Dos horas más tarde volví a verlo delante de la estación de Saint-Lazare, conversando con un amigo que le aconsejaba disminuir el escote del abrigo haciéndose subir el botón superior por algún sastre competente.
Cada variación propone un estilo diferente, alguna técnica para alterar la forma de contar el episodio sin variar su (escasa) sustancia, y todas son de lo más interesante para estudiar y trabajar. Pero una de las más llamativas es el texto retrógrado, que cuenta los hechos, como si dijéramos, de atrás para adelante:
Te deberías añadir un botón en el abrigo, le dice su amigo. Me lo encontré en medio de la plaza de Roma, después de haberlo dejado cuando se precipitaba con avidez sobre un asiento. Acababa de protestar por el empujón de otro viajero que, según él, le atropellaba cada vez que bajaba alguien. Este descarnado joven era portador de un sombrero ridículo. Eso ocurrió en la plataforma de un autobús de la línea S lleno aquel mediodía.
Nótese que el ejercicio no cambia el orden en que «ocurren» los hechos sino sólo el orden en que se les enuncia: al leer queda perfectamente claro que primero fue la visión del sombrero, luego la discusión, etcétera.
La propuesta es aplicar la misma modificación a otros textos. Para que se ve el efecto más claramente, se puede emplear algún fragmento famoso, como el comienzo de Pedro Páramo, o bien textos breves completos (uno entre muchos posibles: «Los dos reyes y los dos laberintos» de Borges).[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
9 comentarios. Dejar nuevo
A Jilotlán de los Dolores, antes que ella seguramente, habría llegado su mala fama de mancornadora aunque hasta allá hubiera se hubiera ido la noche en que a los dos se los llevó la tiznada entre mujercitas que rezaban y hombres que dizque iban a dar parte.
Como buenos gallos, sólo uno con un tanto de resuello, habían quedado ahí, bocarriba, con la cabeza partida o el cuello tajado. Se habían dado en la madre. Y los dos habían sido buenos.
Pelearon nomás por los trozos del cántaro en el suelo y la mancha de agua que dejó la muchacha cuando empezaron los cuchillazos, la daga grande contra el machete costeño.
La mera señal fue esa: cuando ella se desbalanzó y subiendo la banqueta y el agua y el cántaro se hicieron trizas. Antes nomás se veían los puntos negros de los ojos, nomás estaban en suspenso, embebidos uno en el otro, ambos que la quisieron.
Traían ganas de pelear, y ella se fue huyendo del puro susto, y se acabó el chorro de agua que los había detenido, que los estaba llenando como al cántaro y se derramó. La plaza estaba vacía como adrede, y ni un ai te va ni un ai te viene, todo se lo dijeron con su mirada tirante:
—Oiga amigo, qué me mira.
—La vista es muy natural.
Ya no habían dado paso adelante, se les había acabado a cada quién su calle cuando se descubrieron, interesados en lo mismo. La muchacha iba llegando entonces, por agua, y abrió la llave.
Cada uno por su calle, habían llegado los dos y la muchacha; ellos por las calles de los lados, sin saberse, y ella por la calle grande que se bifurca, con su cántaro rojo. Fue la primera que llegó a la pileta de piedra, con su llave de bronce y su caño de dos pajas. Ese hidrante ya lo quitaron: la tierra ahí es muy fina y arde en los ojos, molida por las ruedas de las carretas que pasan por la Plazuela de Ameca.
Ahí hubo una tarde, hace mucho, una muchacha de por medio y dos rivales de ocasión, entre los grandes portales de las casas de la esquina ochavada de la Plazuela de Ameca.
Por allí, los campos de maíz desembocan en el pueblo, es una calle ancha de piedra, que se parte en dos de un testerazo. Y quién sabe por qué le dicen de Ameca, a esa plaza en Zapotlán.
(de Corrido, de Juan José Arreola, tal vez demasiado literal)
Tras desatarle las ligaduras y abandonarlo en la mitad del desierto, el rey de Arabia dejó a la merced de Alá al rey de las islas de Babilionia, no sin antes decirle de manera más bien socarrona: «Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.»
En aquel desierto, el rey de las islas de Babilonia murió de hambre, esa fue su penitencia por osar congregar a sus arquitectos y magos y mandar construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Eso, por supuesto, lo cuentan los hombre dignos de fe (pero Alá sabe más).
FIN
Pd.Espero que así sea el ejercicio…
Durmió con la esperanza de que al despertar, el mosquito que caminaba y saltaba ya se hubiera ido.
Yo agarré texto corto, cortísimo, de Monterroso.
«De cuyo no quiero acordarme de la mancha en algún lugar…»
ah, quedó chido, jejejeje!
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que un rey de Babilonia murió de hambre y sed en el desierto donde fue abandonado, liberado de sus ataduras por un rey de los árabes; quien antes de desatarlo le dijo estas palabras a modo de epitafio: «¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.»
Había sido llevado por tres días encima de un veloz camello, atado, viajando a través del desierto; luego de ser capturado al caer su reino. Habían roto a sus gentes, derribado sus castillos, bajo la fortuna adversa del ataque de los capitanes y alcaldes árabes reunidos en torno a su rey para estragar los reinos de Babilonia, pues el rey árabe había regresado afrentado de las islas babilónicas.
Allá en Babilonia, el rey de los árabes le había dicho que si Dios era servido, le daría a conocer este otro laberinto que tenía en Arabia. Sólo eso le dijo, sin reproche alguno; cuando salió del laberinto del rey de Babilonia, a cuya puerta el árabe llegó después de implorar socorro divino; después de vagar hasta la declinación de la tarde, afrentado y confundido, desde que el rey de Babilonia le hiciese penetrar (como una forma de burlase de la simplicidad de su huésped) en su laberinto.
Para cuando recibió en su corte y envío a su laberinto al rey de Arabia, hacía tiempo que el rey de Babilonia escandalizaba al cielo con esa obra; porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres; y el laberinto era tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Así les había ordenado a los arquitectos y magos de Babilonia cuando los congregó: perplejo y sutil como las arenas de Arabia
La gloria sea con aquel que no muere.
Hola a todos. Los ejercicios que van hasta ahora me parecen bastantes interesantes. (Aunque no sé, David, de ese comienzo…) 🙂
Saludos a todos.
-Así lo haré, madre.
-No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
Todavía antes me había dicho:
«No dejes de ir a visitarlo -me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dar gusto conocerte.» Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.
Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera.
Mi madre me lo dijo.
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.
¡Ay, cabrón! Lo juro que me cagué de la impresión cuando leí este orden alterado de ls oraciones del primer párrafo del Páramo Pedro. Sor-pren-den-te, sin palabras.
Está bueno, ¿no? 😉
Un saludo…
Vine a Tijuana porque me dijeron que acá vivía mi hermano, un tal Juan Pérez. Me lo dijo Rubén en un correo electrónico. Me dijo que le cobrara lo que le debía, para poner nuestro negocio de cajas de muerto, para la fiesta del polvo.
Nada que ver. Ni modo.