Es conocido el ejercicio de escribir un texto sin usar la conjunción que. La razón que se da para proponerlo es que tendemos, muchas veces, a abusar de ella. Otras variaciones posibles son prescindir de los artículos (el, la, los, las…) y, más difìcil aún, de la preposición a (es decir, no prescindir de la vocal, sino buscar modos distintos de escribir frases como «sabor a miel», «enseñar a leer», etcétera). Los textos pueden resultar torpes o rebuscados, pero además de ser un reto interesante, dan a pensar en formas de escribir y decir distintas de las habituales, y también permiten apreciar mejor aquellos términos a los que se renuncia.
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Las Historias es un sitio de Alberto Chimal, escritor mexicano. Contiene una antología virtual de cuento en constante crecimiento y otros contenidos en archivo.
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Recuerdo que cuando vivía en España tenía un amigo, que era Venezolano, que me señaló el camino hasta la literatura que escribía Ramos Sucre, diciendo: «Es un autor que escribe sin usar qué». «¿Qué? ¿Ni un sólo qué?», pregunté. «Sí, ¿qué crees que no se puede?», fue lo que dijo él, y fuimos a la biblioteca a que yo pudiera mirar sus obras completas. Yo, que abrí el libro en las primeras páginas, me soprendí mucho al ver que una frase decía: «… a aquel lugar al lugar al que…». «No, que aquí hay un qué», le dije a mi amigo que estaba junto a mí. «¿Que qué? ¿Un qué? ¡Coño! ¡Qué raro!», fue lo que exclamó. Pero no pasó mucho tiempo antes que, analizando el por qué de la presencia de aquel qué, nos diéramos cuenta de que el que el que ese qué estuviera presente en la obra de Ramos Sucre sólo indicaba que el autor, en las primeras páginas que comprendían aquel volumen, aún no empezaba a escribir sin usar aquellos qués. Qué cosa, ¿no?
Perdón por el anti-ejercicio. Jejejeje.
De acuerdo:
Escucho la lluvia llorar estrellándose en mi ventana y a mis venas latir, quejarse por el flujo de odio… las contamina. Mis ojos hablan con la verdad implicando a mi espejo sangre mi imagen, provocando a mis manos temblar ante este frío desde el primer día como maldición aferrado a mis articulaciones, rompiéndose sin cesar frente a los ecos del pasado: no dejan vivir a un futuro, ruega lo respeten, lo dejen ser libre. Pero no puede, no pude ser libre. No debe de ser libre. No tiene el permiso de mis pulmones, ni estos tienen el aire para vivir más. Y miro las voces fluir de las bocas huecas y sin sentido rodeando estas letras: no existen sin existir por ti. Y espero un rastro de ingenuidad en tus sonrisas: lloran más las carcajadas de la vida frente a nosotros.
La ciudad se infecta como un gran cuerpo enfermo, está a punto de morir y nosotros, el virus, se expande devorando sus entrañas de acero. Mis dientes rechinan como sus carreteras con los peces de hierro, las ensucian, como las nubes que estrían el cielo manchándolo de terrible felicidad.
Me encierro en un libro, me cobijo con sus páginas, vivo en él, así nadie observa mi vivir. Siento un escalofrío jugando con mi espalda molestándola como montaña rusa. Y mis pensamientos juegan en mi cabeza como parque de diversiones, enfermizo. Me cosquillea la oreja cuando hablas de mi a la distancia, así debe de ser aunque no sea en realidad.
Escucho los molestos latidos rodeándome como bombas guiando a la vida para llegar a su flujo sanguíneo así sus cabezas sean capaces de aludir este grito hundiéndose en las marañas del presente. Y pienso y pienso. Y muero y muero. Y cada vez renazco convertida en mí. En este ser… soy estas letras quienes se cortan la tinta con adjetivos mal usados, soy uno más en el nido de peces de acero rodando por las venas de la ciudad, soy un virus más: carcomo los intestinos de este ser sangrante. Mucha sangre, mis manos entintadas con este líquido maloliente, de costra, palpita en él la venganza de un andar: no debió existir cerca de mi. Soy la tentación de un asesinato. Soy un cadáver más en este ataúd, en esa fosa común. Mi hogar. Y desde aquí, mientras veo como los gusanos pican y escogen esta carne: me envolvió como regalo cuando nací, respiro el polvo cubriendo la madera de este huevo: los vivos me lo asignaron como mi lecho eterno. Escucho las pisadas de ellos sobre mi, colocando estúpidas flores para recordarme, una lápida con un epitafio: grita mi nombre, quienes me recuerdan, fechas, fechas que odio, no importan, sufren conmigo, me acompañan en una eternidad de latidos incesantes… no han de acabar nunca. Y oigo como se van… me dejan… me abandonan, derraman unas lágrimas sobre la lápida y huyen a seguir viviendo. Dicen que la vida sigue. Los he escuchado decir esta estúpida frase tantas veces, ya la sé de memoria y mi memoria recuerda cuando yo la decía también y reía y sí, la vida siguió y sigue aquí debajo sin embargo más abajo de mi no hay nada, sólo rocas, polvo y más insectos ansiosos de carne fresca, de ojos, de lenguas empapadas del sudor de otros cuerpos quienes también han de ser devorados sin piedad por los mismos insectos.
Y mientras un gusano termina de comer mi dedo meñique, abro los ojos, las cuencas disponibles no tienen ya nada dentro. Los espero, sonrío, tú también has de llegar hasta este punto, todos estarán aquí y entonces veremos si la vida puede más y cual vida continuará viviendo.
Pd.- perdón por el debraye… no he comido jaja
yo hace un tiempo escribí con la restricción de que todas las palabras del texto que hice comenzaran con m y eso me resultó un buen ejercicio para practicar la utilidad de los signos de puntuación.
por si te interesa, te dejo el link:
http://elvoyeur.blogspot.com/2006/02/marina-milagro-malditomostraba.html
Bueno, Omegar, tú porque ya debes haber hecho ejercicios así… 🙂
Está muy bien, Sandra. Un saludo.
Voyeur, ya leí el texto y me parece muy buen ejercicio. Buena idea…
Tropiezo
Tras asaltar el banco, un alfarero hecho de barro corre deprisa, pero de pronto su tobillo se dobla y cae convirtiéndose en mil pedazos.
(Supongo que la dificultad de la aplicación de los «ques» radica en la extensión del texto. En un microrelato es fácil suprimir el uso de algún «que». Una muletilla recurrente que tengo, y que hasta la fecha no me puedo quitar es el indiscrimado uso de las palabras terminadas en «mente». )
afectuasamente,
constanza
hay una novela de George Perec llamada La Disparition en donde la letra e no aparece ni una sola vez, curiosamente esta novela fue recibida tibiamente por los críticos y ni uno solo de ellos reparó en la carencia de la susodicha letra. La Disparition fue criticada como una novela común y corriente y, para mi gusto, ahí reside precisamente su valor: la prosa debía fluir con naturalidad pasmosa. Perec pertenecía al OULIPO (Obrador de Literatura Potencia, o algo así), el OULIPO era un grupo en donde también participaba Raymon Quenau (en español se pronuncia QUE-nó, quien si en vez de haber nacido en Le Havre hubiera nacido en Pachuca se hubiera llamado Raymundo Quenó), y como decía Quenó tiene un libro muy bonito quenó consiste en desaparecer ninguna vocal, como el de su amigo, sino en contar una sola y misma historia 99 veces, el libro de Quenó (quenó se llama la Disparition, sino Exercises de style) inventa mil variantes sintácticas, semánticas y discursivas para contar esa misma historia quenó recuerdo ahora pero haciendo un esfuerzo lograría quizá borronear sus contornos: un hombre (queno se llama Raymundo ni Georges ni Alberto) entra en un autobús y tiene una discusión con el chofer (queno es chofer de metro) y después de pagar su boleto entre y se sienta y algo le sucede (¿quenó le sucederá a alguien 99 veces en un autobús parisino de los años cincuenta?). Bueno, está cansadito el ejercicio, me regreso a mi tesis porque mi obligación ¿Quenó?
Cuando la muerte ordena, los hombres sumisos la siguen y no hay forma de tomar una respiración de más. Ese fue el caso de aquel hombre enamorado de la vida, o del sueño de la misma. Mientras se estremecía con la lectura de los versos más hermosos del planeta, caminaba rumbo a la casa de su novia. Un estremecimiento de romanticismo dio lugar a un grito desesperado cuando le faltó el piso y se desbarrancó en aquella grieta de donde nadie pudo sacarlo.
(Tienen razón, en un texto breve no es tan difícil evitar el que… pero yo tiendo a abusar de esa palabrita en mis textos. Me sirvió mucho este ejercicio, gracias.)
Antología de mi retrete.
¡Mamá hay una araña en la ventana!
¡Mamá se terminó el papel…!
¡Mamá, no hay agua caliente.!
¡Mamá, se me olvido la toalla.!
¡ Vieja, trame de la alacena un rastrillo!
Me preguntaba usted, ¿ si con tanto grito y tanta deferencia,
el baño no acabará sordo durante el día?
Bueno, tal vez si, por eso, en los acordes de sus sonidos nocturnos
solamente se escucha un lento, plac, plac, plac.
Monótonamente se ha cansado de tantos gritos,
y ha terminado por tomar su legitima revancha.
Ahora cada noche, mientras intento dormir
(lease que soy la madre y la vieja…)
nace la venganza del retrete mismo.
Ahora se empeña en diferenciar las horas,
y en pintar de azules un lento plac, plac, plac.
Cómo si yo no tuviera bastante
con el grito de mis hijos o el de mi viejo.
Plac, plac, plac.
Me pregunto ¿ si será valido,
escribir una antología de todos esos gritos.?
Plac, plac, plac.
Daanroo
Muchos saludos a todos… Éxito con la tesis, Jorge.
– ¿Cómo me puedes explicar esto? – Me preguntaba a gritos mientras me regalaba la típica mirada del policía malo e inflexible.
Yo la observaba mientras su mano temblorosa trataba de aparentar calma (la cual ambos sabíamos no sentía) aferrándose a su cigarrillo, a su realidad. Sus ojos más honestos se hendían o pretendían hendirse en mi mente, en mi alma, en “aquello”, en la razón de todo lo ocurrido.
Miré mis manos y mis ropas llenas de sangre seca, lamentándome de la pronta pérdida del color vivo y maldije al tránsfugo por seguir a la sombra de su origen. Siempre lo he pensado: “no hay nada tan hermoso como el rojo encendido de la sangre fresca y nada más terrible como esa misma sangre, seca, inútil, envejecida y envilecida por el tiempo”.
Un fuerte manotazo me sacó de mis pensamientos, en tanto su saliva caía en mi rostro y sus palabras subían aún más de volumen – ¡Dime! ¿Cuál es la razón de todo esto? ¿Es él el único o hay más víctimas?
La mire con esa mirada calificada por mi madre siempre como una mirada muerta, sin comprenderlo nunca: toda mi vida se escondía en ese gesto, en esa mirada. La mujer retrocedió, mientras sus ojos se abrían asustados y el hedor de su miedo inflamaba mis sentidos.
La sonrisa dibujada en mi rostro fue quizá demasiado para ella, un golpe certero hizo blanco en mi rostro y a ese siguieron otros, igual de certeros, pero cada vez más potentes, contundentes.
Las preguntas seguían, pero no pude comprenderlas y ante la falta de respuestas, las preguntas enmudecieron, dejaron de existir y sólo continuaron los golpes.
Mi cuerpo cayó al suelo, atado e impotente; mientras la puerta del recinto se habría y escuchaba gritos inconexos, incoherentes o por lo menos así me lo parecieron. La sangre brotaba a fuentes de mi boca y mi cabeza, empapando el piso y a mi mismo; dispersándose por ese piso gris, carente de personalidad.
Fue entonces cuando llegaste tú y me miraste. Vi en tu expresión el terror del entendimiento: Ella me había matado, sólo era cuestión de tiempo para ver un cuerpo donde hasta entonces había existido un ser vivo.
Te acercaste a mí tratando, no de ayudarme, si no de ayudarla a ella, de salvarla a ella. Mi sonrisa continuaba congelada en mi rostro y mi vida permanecía escondida en mi mirada. El olor de mi propia sangre me excitaba lentamente y entonces la vi, mi sangre, mi color, mi esencia, ahí en el suelo, viva, exuberante, desgarrando la pequeña conciencia de sus mentes, su mundo, sus vidas.
Sin embargo, eso nunca fue mi objetivo; pero tampoco me importaba. Lo único importante era ver hasta el final ese rojo vibrante jugueteando con mi realidad, con su realidad, mezclándolas, haciéndolas inseparables, fundiéndolas en las psiques de todos ellos a partir de ese tiempo, de ese ahora. Irónicamente mi muerte sería para siempre un evento ligado a sus vidas, a sus recuerdos, como una tragedia más y no como un triunfo.
Mi cuerpo se convulsionó un poco, pero logre mantener mi mirada en el sanguinolento charco y en ella. Era un cuadro hermoso, en verdad hermoso, y lo único para lamentar de esos momentos cuando me abandonaba la conciencia es el no saber lo sucedido con ella, contigo, después de ese instante, donde bajo un telón rojo, se fugó mi vida.
Recuerdo mi niñez cuando en la azotea del edificio volaba
grandes papalotes. Mi padre los hacía con papel de china y
carrizos de bambú, formando una X sobre el papel estirado, a-
tado a los extremos formando un hexágono. Volaba por los cielos
colgando una larga cola de trapo y serpenteaba con su movimiento
para después permanecer fijo, mientras el hilo se desenrrollaba
del carrete y flotaba en el cielo, volando a cada instante
mas lejos el papalote hasta verse como un pequeño confeti en
los cielos.
momentos, colgando una larga cola de trapo