Anécdota de la vida real: inspirada por la obra de Charles Bukowski, una persona decide ser Henry Chinaski (el personaje emblemático del escritor), lo que implica beber como Chinaski, vegetar como Chinaski, opinar lo que opina Chinaski, etcétera. Pero la persona, que es mexicana, comete un error: para impresionar, en su vida diaria comienza a emplear términos como «follar», «gilipollas» (disculpe quien deba disculpar) y otros que se atribuyen a Chinaski en las traducciones de Anagrama. Por alguna razón, no se le ha ocurrido que Chinaski hablaba inicialmente en inglés; tampoco que estar en su país y decir palabrotas de otro no lo hace (ni de lejos) parecer transgresor.
El ejercicio consiste en escribir la descripción de un personaje similar, es decir, que tenga un modelo y lo imite mal. El modelo puede provenir tanto de la ficción como de la vida real, y será emblema de las aspiraciones de quien lo imita; la falla en la imitación servirá para mostrar limitaciones, puntos ciegos, vanidades del personaje creado.
Taller literario: imitadores
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Las Historias es un sitio de Alberto Chimal, escritor mexicano. Contiene una antología virtual de cuento en constante crecimiento y otros contenidos en archivo.
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El nacimiento de la frustración.
En el principio, 1:15 p.m., sobre y debajo de su cama, creo los cielos y la tierra, y aunque su madre repeló del agua y el abono regados por la habitación del rancho, siguió pasando por encima del charco.
Y dijo: Sea la luz y la luz fue apagada por la mamá; era temprano y ella no distinguía aún el día de la tiniebla.
Luego dijo: Haya expansión en medio de las aguas e hizo la expansión vaso a vaso, y mezcló las aguas. Y fue así. Y llamó a la expansión experimento y la madre batidero.
Dijo también: Este chicle verde ya no tiene sabor, y lo tiró sobre la tierra. Y fue la tercera advertencia de la madre.
Dijo luego: Haya grandes monstruos marinos, y todo ser plástico o de trapo que esté en mi juguetero. Y vio que era bueno. Y los aventó, diciendo: ¡Al infinito y más allá! botándolos por todo el lugar. Y fue la quinta vez que mamá dirigió su mirada controladora mientras acomodaba unas camisas en el armario.
Luego dijo: Dividiré los juguetes según su tipo, bestias, soldaos y serpientes según su color. Y fue así. E hizo un montón según su color, y según su tipo. Y vio que no era bueno.
Entonces dijo: Haré a este a imagen, conforme a semejanza de los cuentos; y señoree en los soldaditos, en los dinosaurios, en las bestias, en todo el juguetero, y en todo el que arrastre sobre esta habitación. Y “creó” al personaje en su imaginación, a imagen sin semejanza ni de Pinocho, Godzilla ni Flash pero lo creó; ni varón ni hembra lo creó. Y dijo: Atacar y destruid; y sojuzgadla, y señoread en todos los personajes del juego en la habitación: PUM-PAM BING-BANG.
Y dijo: Y fue así. Y vio todo lo que había hecho, y he aquí que era un GRAN IMPERIO de juguete. Y fue el sexto llamado de la madre; el más feroz.
Fueron, pues, acabados por el píe de mamá los cielos y la tierra, y todo el ejército de ellos. Todo acabó en el séptimo llamado al desmadre que hizo; y tras un tremendo jalón de orejas miro toda la obra destruida. Y maldijo al séptimo llamado, a mamá, y volvió a maldecir, porque en la destrucción de la obra que había hecho mamá de su creación, nacía su infelicidad.
Estos son los orígenes…
Acotación: Entiendo que estoy bastante desviado del ejercicio, pues éste trata de un mal imitador que está conciente de estar copiando a alguien, mas no de su pésima imitación. En el caso de mi ejercicio no hay nada de eso, pero el texto aquí fue lo que invocó en mí esta dinámica. Gracias.
Atroz
Llegó una tarde de martes lluvioso, en una canasta vieja junto con el equipaje de la niña que no hablaba. A pesar de que en la institución nunca se les permitió a los internos criar animales –ni siquiera conejos-, nadie pareció darle importancia al perrito de la canasta, que se paseaba con sus ojitos curiosos por todo el lugar y vivió durante diez años al lado de la niña que no hablaba, hasta ese triste día -del año en que ella cumplió quince- en que se coló en la cocina junto a un loco que lo seguía caminando en cuatro patas y se tragaron entre gruñidos y tarascadas mutuas un pedazo de carne con raticida, muriendo los dos en medio de espasmos estomacales y vómitos rojos en el suelo de la cocina. Al perrito de la canasta, le gustaba morderle los deditos catatónicos del pie izquierdo al que no se podía mover. Al perrito de la canasta le pusieron Amarillo, debido a su color tan negro.
Frente a la habitación de la niña que no hablaba vivía el hombre camaleón.
Cuando el hombre camaleón era un niño y se llamaba Leonardo, asistía a la escuela que estaba a dos cuadras grandes de su casa; vestido con el pantalón de cuadritos y la camisa blanca, peinado con raya izquierda y mochila azul. Era un niño como todos los niños de su edad: jugaba, se peleaba, lloraba y reía. Asistía a la escuela muy puntual, siempre bien limpio y planchado. Desayunaba cereal con leche y jugo de frutas que su mamá le servía en su plato del cereal y su vaso del jugo; su papá lo dejaba todos los días en la puerta de la escuela antes de llevar a su hermana a la secundaria que estaba a cinco minutos de ahí y se iba a trabajar en la compañía petrolera en la que era jefe supervisor de algo. Todo en su vida era como en la vida de cualquier niño de su edad que tiene un padre jefe supervisor de algo en una compañía petrolera y una madre ama de casa. Hasta tenía un perro que se llamaba Negro debido a su color tan amarillo y jugaba con él todas las tardes y él perro aprendía trucos graciosos como sentarse y dar la manita. Si a Leonardo se le tuviera que agregar un adjetivo más, se diría que era un niño un poco tímido, que a veces se sentía un poco inseguro ante la idea de quién era él y por qué no era otro o por qué no fue pajarito, así que algunas veces se le veía un poco callado, como arrastrando una tristeza pequeña que sólo él podía saber a qué se debía.
Una mañana en la escuela, cuando iba en tercer grado, la maestra estaba hablándoles de libros y cuentos. Todos los niños estaban muy interesados en el tema y a la hora del recreo siguieron hablando de eso. Leonardo salió del salón al último y cuando llegó a la banca en la que todos acostumbraban tomar su almuerzo, sus amigos le preguntaron que si había leído Moby Dick. Él nunca había escuchado nada acerca de ballenas blancas y sus compañeros comenzaron a burlarse de él.
Entonces comenzó a fingir.
Cuando estaba con su hermana era una niña de 13 años a la que sólo le interesaba la ropa rosa y los zapatos. Si estaba con el vecino parapléjico se convertía en parapléjico, con el niño de la tienda en tenderito, con las gallinas en plumero. Comenzó a pretender ser todo lo que veía, transformaba su expresión y sus movimientos, cambiaba su voz por otra que no era la suya, mutaba sus pasos y su postura. Sus padres al principio se lo tomaron con gracia, les divertían sus gestos y su risa extraña. Sentían ternura cuando el niño imitaba al abuelo y un poco de miedo cuando imitaba demasiado bien a la hermana, pero no pasaba más; tomaron la nueva afición del hijo como una etapa más en el crecimiento y hasta bromeaban respecto a que de grande podría ser artista, y no estaban muy alejados de la verdad, en efecto, bien pudo haber trabajado en un circo.
Las dificultades comenzaron cuando imitaba al jefe petrolero del padre en las comidas del domingo o a las monjas en los convivios de la iglesia; cuando la maestra se quejó de no poder dar la clase por el nerviosismo que le producía ese niño que se movía y hablaba como ella, cuando casi mata de un susto a la abuela senil de la señora Yépez al empezar a conducirse como el marido muerto al que el niño conociò ese dìa, dentro del cajòn…
El tiempo transcurrió como transcurre el tiempo en todas las cosas, y a los diecisiete años, Leonardo tenía tantas personalidades que ya no era él mismo. Había alcanzado un nivel increíble de virtuosismo en el difícil arte de la imitación: ya no era sólo su postura y su voz lo que cambiaba, su rostro parecía adquirir ángulos insospechados hasta que efectivamente parecía otra persona. Un día en casa, hablando la madre con una amiga escocesa que venía de visita, al niño le creció la nariz, sus dientes se enchuecaron y se volvió pelirrojo por unos momentos; hablaba con toda naturalidad de la gran hambruna, de la papa, de la cerveza,. Sumado a las vergüenzas que hacía pasar a los padres, estaba el peligro constante de que sus vecinos ultra racistas y de ideas radicales se sintieran ofendidos con un niño que un día podía ser negro y al otro ser asiático, así que a los dieciocho años, fue internado en una bonita institución mental en medio del campo, rodeada por colinas verdes y despoblado, que tenía preparado un cuartito sin ventanas, especial para él y con hermosa vista al mar.
Leonardo que ya no era tal, ni siquiera notó la diferencia entre estar en casa y estar ahí. Había tantas cosas que imitar, niños autistas, señoras que lloraban, enfermeros diligentes y enfermeras coléricas, hombres demasiado gordos, hombres demasiado flacos, en fin, si imitara a un loco distinto cada día, fácilmente tardaría cuatro meses en ser todos los locos, o quizá jamás terminaría de serlo, pues la mujer que todos los días hacía algo distinto, le dotaba de interminable variedad a esa vida que ya no era vida suya.
Pasó tanto tiempo siendo otras personas que cuando se encontraba solo, se quedaba viendo el vacío, sin moverse, sin pensar en nada. Leonardo ya no era Leonardo, era el hombre camaleón, dejó de ser criatura de sí mismo. Babeaba si no llegaba alguien a cerrarle la boca cerrando la boca propia frente a él, se pasaba días sin comer si no llegaba alguien a comer junto a él. Ni se bañaba, ni caminaba ni dormía si no llegaba alguien a obligarlo a imitarle. La niña que no hablaba cuidaba mucho de él, vivía en el cuarto que estaba frente al suyo; por las tardes lo llevaba a caminar tomándolo de la mano mientras él tomaba la suya al imitarla, y le contaba cuentos hermosos de niñas y caballos que él repetía sílaba por sílaba. A los doctores les enternecía la imagen de los dos loquitos, les recordaba a los dos niños de María, la loca que no estaba loca y se quedó ahí a vivir por simple comodidad, pero sin duda este par era más divertido, pues se movían en perfecta sincronía y se cuidaban mutuamente, ella instalada en ese instinto materno que casi todas las mujeres tienen de alguna u otra forma y él cuidaba de ella en su actitud mimética.
No hay mucho que decir de ellos viviendo juntos el encierro, porque el desenlace de la historia es quizá más atroz e interesante que todo lo que pudo haberse originado en la institución debido a la incesante necesidad de él de ser todo lo que veía. Podemos dar ejemplos de calamidades ocurridas, como cuando envenenó al del cuarto 13 al imitar a la enfermera poniendo medicinas en el suero o cuando casi se corta un dedo con el cuchillo de rebanar siendo la cocinera o cuando casi muere asfixiado un día que la niña que no hablaba lo olvido junto al suicida. Infinidad de cosas parecidas sucedieron, pero lo que en verdad importa es la manera en que todo terminó, porque después de eso, ningún animal fue permitido jamás en la institución, exceptuando claro a los conejos, pues el Hospital Psiquiátrico Sierva Gabriela de Dios tenía el prestigio de haber ganado durante diez años consecutivos el listón azul al mejor ejemplar de conejo gigante de Flandes de la región.
Frente al cuarto del hombre camaleón vivía la niña que no hablaba. Cuando nació, su madre sintió un escalofrío en la espalda y se convenció a sí misma de que algo andaba mal con su nena. Parecía una niña normal, hasta era bonita, pero su mirada era muy extraña, como si todo el tiempo estuviera pensando algo, como si lo analizara todo. Nunca lloraba ni se mostraba molesta. Sus padres se levantaban en la madrugada a alimentarla y ahí estaba ella en la cuna, despierta, sin moverse. La niña creció, como todos los niños crecen, pero era demasiado retraída. No jugaba nunca con sus hermanos y se pasaba las tardes enteras observando una planta de flores rojas que su madre tenía en el patio. El tiempo pasó y la niña que no hablaba seguía siendo una niña rara. No emitía sonido alguno, ni de dolor, ni de alegría. Cuando la niña que no hablaba cumplió los cinco años, sus padres la enviaron a esta institución pues asustaba a su nueva hermanita. La descubrían a todas horas observándola a través de los barrotes de la cuna, sin moverse, casi sin respirar. O despertaban aterrados en medio de la noche con la idea de que alguien los observaba y ahí estaba Isabel, viéndolos con cara de espantada. Empezaron a temerle también. Cuando llegó aquí, lo hizo acompañada de un perrito negro que dormía tranquilo en una canasta vieja. Nadie prestó atención al perrito, aunque a los internos nunca se les permitió criar ningún animal –especialmente prohibidos los conejos- y el perro vivió junto a la niña que no hablaba durante diez años, hasta que un día, fatídico como casi todo lo que ocurría ahí, el perro salió del cuarto mientras la enfermera bañaba a la niña que no hablaba y se topó con el hombre camaleón que vivía en el cuarto de enfrente. El hombre camaleón lo miró y el perro se acercó a él para olerlo; se alejó tranquilamente, a lo que el hombre camaleón respondió poniéndose en cuatro patas y lo siguió por el corredor. Al perro le entusiasmaba tener un compañero de juegos y corrieron por el patio dando saltitos y ladridos de felicidad. Después de un rato al perro le dio hambre y atravesó el patio para dirigirse hacia la cocina donde acostumbraba robar una tarascada de cualquier cosa que encontrara. Entró –seguido por el hombre camaleón- por una de las ventanas traseras que no eran muy altas y olisqueó el aire en busca de alguna olla destapada o un trozo de queso en la basura. De pronto sintió una brisa de carne cruda y debajo de la mesa encontró un pedazo grande de carne. El hombre camaleón lo vio también y ambos se abalanzaron sobre él. Se comieron la carne entre tarascadas y gruñidos mutuos y les supo un poco a dulce. Después de beber agua de una cubeta que estaba en el suelo, se echaron junto a la puerta. Media hora después más o menos, el perro empezó a chillar despacito, como si algo muy malo estuviera a punto de ocurrir, chilliditos de angustia. Una hora después, un dolor terrible les laceraba el estómago, como si alguien les destrozara las vísceras con una batidora. Comenzaron a vomitar sangre. La agonía del perro fue lenta pero hasta cierto punto tranquila. Cuando los encontraron, el perro estaba ahogado en un charco de su propia sangre. El hombre camaleón tenía ese rostro que ya no era suyo desde hace mucho completamente deformado por el dolor. Aunque no podría precisar cómo pasaron las cosas, los espasmos y los dolores que le mataron, se hacían evidentes cuando uno se percataba de que toda la piel de su pecho estaba raspada hasta el hueso, pues el sufrimiento lo había obligado a arrastrarse y revolcarse en el suelo.
Los encontraron hasta la mañana siguiente que la señora de la cocina entró a preparar el café del doctor Rizo. La sangre del perro se había convertido en una gelatina negra y todo el cuarto apestaba a metal crudo. Él hombre camaleón tenía los ojos muy abiertos y se había cortado la lengua con los dientes.
En su tumba, debajo de su nombre se leía la frase TEMPUS-ERIT o vendrá el tiempo de morir, primeras y últimas palabras que la niña que no hablaba pronunció en toda su vida cuando sacaron el cadáver del hombre camaleón de la cocina. Lo que nunca supo nadie, es que esas palabras iban dirigidas a Amarillo, a quien sólo echaron dentro de una bolsa de plástico negra.
Como la sanidad no era uno de los puntos fuertes de la institución, se lavó el suelo sólo superficialmente y tres días después, todas las grietas en las que se coló la sangre comenzaron a apestar. Tardaron dos meses en deshacerse del olor a podrido pero la comida se seguía haciendo ahí. Un mes más tarde despidieron a la cocinera, acusada de envenenar a los internos, pues muchos sufrieron problemas estomacales.
Claro, la acusación era falsa, pero encontraron en su despido la manera de olvidar lo ocurrido con el hombre camaleón. Aunque no se volvió a hablar de él o del perro, nunca más se permitió a ningún interno criar animales, ni siquiera conejos.
Miguel, no te preocupes, que los ejercicios son para quien los trabaje y todas las modificaciones, como todas las historias son bienvenidas. Un saludo, además, para Sv Alteza, su imitador de un imitador y su reunión de personajes tremendos. Gracias a ambos.
– Te digo que su voz es idéntica, pero… es gordo, mide 1.95, pelado, mofletudo, y no sabe bailar. No hay forma de que la gente lo acepte, es ridículo lo que me pedís.
– Pero vos lo dijiste, su voz es idéntica, y eso es poco. Tiene más caudal de voz, mejor registro, es mejor que Michael.
– Si, pero no pasa por Michael. No encaja. Mirá como hace el pasito lunar. Mira para atrás. Como si estuviera por sentarse en una silla. Y la grasa le cuelga. Es blanco. Aunque eso no sería un problema.
– Vos dame una semana que busco a uno igual, idéntico, te lo aseguro. Pero no me cortes el acto en el teatro. No pongas un mago.
Dos semanas después…
– Tengo que darte la razón. El tipo es idéntico a Michael, pero ES NEGRO. Es como tener el PRE Michael.
– No seas tan complicado. Fijate como baila, el sombrero, los guantes, las manos, un poco de maquillaje y listo
– ¿Vos crees que se arregla pintándolo como a un mimo?
– Mañana en la función, lo vas a ver
Al otro día
– Cómo se divierte la gente. Pensé que se iban a reír así pero de mi show. Creo que vamos a tener que alargar el acto.
– Te dije, dejame a mí. No pude conseguir uno igual a Michael. Al menos no igual en todo. Mejor, conseguí dos. Uno que canta y otro que baila. Y verlos juntos mientras uno baila pésimo y otro desafina como puerta sin aceite, es un plato. Bizarro pero un plato. Y lo mejor de todo es ver como le ponen el alma. Estos tipos se sienten Michael.
– Pará. Esta parte me mata, cuando comienzan a tirar el bebe por el aire. Increíble. Voy a llorar de tanto reír. Al final lo puse al mago, y el mago sos vos.
Que es una forma de leer el quijote
Todo comenzó el día que se compró el gorrito de tela escocesa y el abrigo a juego. Los zapatos. La pipa. Caminaba de arriba a abajo, dictando cátedra, resolviendo misterios inexistentes. Se consiguió incluso un amigo gordo y como bigototes para que pareciera Watson. Sólo había un problema: eso de tener que cambiar la morfina por otra cosa… Ya nada es lo que era.
Esta mañana me ha despertado la vecina para anunciarme que se larga porque ya no aguanta a su marido.
Necesito que me prestes un martillo para desarmar la cama porque me la voy a llevar.
¿La cama?
Sí: La cama y la tele son mías. Todas las demás chingaderas se las puede quedar ese cabrón, pero la cama y la tele son mías, dice ella, muy molesta.
Oye, cálmate. Entiendo que lo abandones y te lleves la cama, pero la tele… eso sería un crimen.
Ya está decidido. Me llevo la tele porque me la llevo ¿me vas a prestar ese martillo o qué?
Está bien, está bien, pero ¿ya no te volveré a ver?
No lo creo, me voy a casa de una tía que vive lejos. Quizá te pueda llamar un día de estos.
Eso quiere decir que ya… nada de nada.
Así es; ya nada de nada. Dijo decidida, con un gesto duro en el rostro, un rostro endurecido por las circunstancias, y entonces comprendí que la vecina se ha vuelto de aerolito. Después de nuestro último y lamentable encuentro, tuve que invertir todo un día en recuperar su confianza. Le compré una rosa y un horrible pedazo de peluche en forma de oso. La llené de besos y perdones, la traté como una reina zapoteca, pero al final, descubrí que había cambiado: Ya no es la dulce y coqueta chiquilla que entraba en mi habitación mirando al suelo, que se dejaba golpear y violar por el marido. Ahora, envalentonada por su propio dinero, es ella quien grita furiosa, lo corre a sartenazos, y el marido termina maldiciendo en la escalera, moqueando, masticando discursos de borrachín miserable. Sin duda se ha endurecido. Ha cambiado ese rasgo de inocencia en sus ojos por un brillo malicioso que no sé descifrar. Hace unos días me distraje y no pude ofrecerle el sexo que ella esperaba. De un reparo se levantó, fastidiada, y comenzó a vestirse. Cada vez te parecer más a mi marido, dijo, con una sonrisa burlona, y no volvió a verme hasta hoy que me pide un martillo y me dice que se larga. Aún así no alcanzamos a definir la situación; después de ese nada de nada hubo de todo, con esa costumbre tan suya de lanzar gemiditos de niña buena y al final tuve que ponerle un cojín en la cara, como la primera vez. Eso fue atentar contra la ternura perdida. Cuando dejó de gemir intenté abrazarla, pero giró hoscamente sobre la cama, me miró con odio, pescó un cigarro de mi mesita de noche, volteó y sonrió sin ganas.
¿Ahora me puedes prestar tu martillo?
Sí, contesté, sacando de mi cajón de herramientas un ejemplar bastante oxidado. Me sentí comprometido, al menos, con ayudarle a desarmar su cama; esa cama que ya estaba desarmada desde hacía mucho tiempo a fuerza de pleitos de pareja vulgar, tan patéticos y familiares como una mala versión de mi pasado, lleno de manierismos, hábitos de autodefensa, insultos, tretas. Todo lo que incluye una aburrida y destructiva vida conyugal. Recordaba todo eso como si fuese ayer, y nada de lo que veo ahora me sorprende a pesar de las enormes diferencias: Alondra era muy tonta, carente de coraje para agarrar la vida por los cuernos, para tomar un martillo y desarmar la cama donde había puesto tantas esperanzas. Yo era menos tolerante, siempre buscando el daño perfecto, el adjetivo hiriente, la manera de pasarnos la vida en guerra; y un así no teníamos la menor intención de separarnos ¿cómo dejar ir a esa persona que te mantiene vivo a través del odio? ambos despertábamos con un objetivo único: acabar con la vida del otro. Eso era la vida con ella, un eterno juego de aniquilamiento.
Pienso en eso mientras terminamos de desarmar la cama.
Bueno, supongo que ya no nos volveremos a ver: Dije, mientras le acaricio el cuello esperando una segunda oportunidad.
Supongo que no. Quizá un día nos encontremos por allí. Yo te llamo.
Sí, tú me llamas. Sabía que mentía.
Toma tu martillo. Dijo. Lo tomé y regresé a mi cuarto.
Después dejé que la mañana se fuera pudriendo hasta el mediodía.
¡Sí, lo admito! Hice de todo, usé suéteres y abrigos, dejé de dormir, coloqué algunos post piratas, di ciertos premios falsos, una que otra conferencia donde salía huyendo antes de la lapso de preguntas y respuestas. Es más, caminé por los portales, me senté en la concha acústica para recordar los viejos tiempos y nada… ¡Carajo! ¡Hasta construí mi propia Raquel con paja y unas playeras que compré en el chopo! ¡Todo fue inútil! ¡Así que ya dejen de preguntarme! ¡No se de Grey! ¡Es más ni lo leí! ¡Y nunca le entendí a los cuentos de Horacio Kustos!
Chimal:
¿Por qué has borrado mi cuento sobre imitadores? ¿no te gustó?
envío saludos
Henry Charles Bukowski
Henry, una disculpa, pero no borré tu cuento; no lo vi. Es posible que haya quedado en el filtro de «spam» de este sitio, que es todo menos fiable. Ha pasado antes. ¿Lo pondrías otra vez? Un saludo.