Otra de esas propuestas que parecen muy sencillas: describir un minuto de las acciones de un personaje que no habla. No tiene que ser nada espectacular si no se desea: puede estar lavándose los dientes, cambiando los canales de su televisor o cualquier otra cosa semejante. El truco es que la lectura de la descripción que resulte no debe tomar menos de un minuto (y si quien escribe es minucioso puede durar bastante más). Deben darse detalles precisos de lo que sucede, y de cómo, para que el ejercicio resulte convincente. Y debe controlarse bien la velocidad con la que se ofrece la información: que no acelere ni disminuya de golpe.
Sugerencia: habitualmente, una cuartilla mecanográfica (1800 caracteres aproximadamente) da para cerca de un minuto de lectura en voz alta.
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A la mitad de la canción se equivocó; y que terror de tenor, que verguenza para el baritono que mientras él otro se equivocaba miraba las luces como si mirara un angel lejano que le hablaba y decía «más dulce, más alto». Y no habría sido tan malo si justo cuando sonaba esa nota falsa la contralto no hubiera visto la figura de su novio entre el público como una marea de ojos imprecisos; y quizá fueran los de uan señora muy robusto y mal encarada pero a ella no le importaba y cantaba como en una serenata, no, casi como un oratorio, que obvio, él no merecía. Al menos no tanto como algún bajo que retumbaba haciendo vibrar los primeros cimientos del auditorio; que de no ser inútiles, y ayudados por mejores cimientos, de verdadero hierro habrían causado una catastrofe peor. Aunque quizá no tan peor como la que causo esa nota falsa en el rostro del director, quien no se sabe si afligido, o mortificado o enfermo, hizo un gesto como de iiiii o de uuuuuu o de aaaaaaa o de todas esas vocales juntas que en voz de las sopranos sonaron a IIIIIIIIII y UUUUUUUUUU y AAAAAAAAAAAA o IUAIAUAUAIAUA haciendo que todos aplaudieran. Y sí, en efecto se cayó todo el coro, pero cayó con gracia, ordenado, y quizá apenas por un minuto. Luego todo fue belleza y candencia y notas verdaderas y nadie más se acordó del tenor más que para declarar su muerte a manos de todas las otras voces y así fundar el primer coro penitenciario en nombre del tenor, que así, obtuvo justicia.
Desperté de madrugada después de estornudar, eran casi las tres. Miré el celular, sin llamadas perdidas ni mensajes de voz. Me recosté nuevamente para desbalagar la enorme cadena de deseos insatisfechos, como una imperiosa necesidad de ir hacia tras sin testigos a la mitad de un sueño, te soñé, como una cosa fija despojado de ti, apenas una sombra sobria y dolorosa que me llamaba mentirosa.
Recordé, te gusta mentir.
Traté en vano de dormir, me perdí en las manecillas del reloj, pensando, ¿te acordaras de mi?, ¿por tú causa había estornudado?, ¿esa era la razón de despertar a la mitad de un sueño?, tu recuerdo…
Entonces, bajé descalza las escaleras para encerrarme en el estudio, esta seria nuestra noche, solo tu y yo, podríamos charlar por teléfono un rato, como antes, decir cosas, hasta pude haberme animado a verte al otro día, en el mismo café… cuando terminaba de marcar, pensé, y si no estas solo, si estas junto a ella, si…
Hoy no es viernes, solo puedo marcarte los viernes.
Pero si estabas despierto, seguro estarías en línea. Prendí la computadora para buscarte en la red, quise darte tiempo, sueles navegar como no conectado, por lo que me hice visible al menos tres veces; mas el ruidoso pasado solo se arrumba en mi imaginación y tú no dormías a mi lado.
Regrese a mi cama, al cabo de un rato, volví a dormitar para hacer un paréntesis entre el enfado y la melancolía.
Escuche tu voz, al oído me decías mentirosa, desperté nuevamente. Y ahí estabas, apuntándome como mentirosa, dejando de ser una voz pasiva que se esquiva para ser un atributo cortado, apenas un parpadeo que coexiste enterrado en mi habitación. Caminé al eco de tu voz, sin prisa, entre ruinas ajenas, en un surco que me excluía de la trivial superficie, donde te alimenta y te haces grande para luego desecharme y llamarme mentirosa.
Exasperada, te pedí que me dejaras, que te buscaras otra amante, ya no tengo tiempo de fingir, soy demasiado torpe para entender respuestas complicadas, no hay presente ni plural.
Me gritabas mentirosa y se unían a tu corro tus propias mentiras. Dispersa, ignore tu figura para sacudir el fallido nosotros, el imaginario de verte, de escucharte a mi lado; tú forma agazapada.
A mitad de la lucha mis sabanas me abrazaron, estaba de nuevo en mi cama y no dormía sola, aunque tu tampoco estabas a mi lado.
Hola, perdòn, siempre en lo que escribo hay algun fe de erratas, como si ese fuese mi estilo. El anterior ejercicio no es la excepciòn.
En el antepenultimo parrafo, debe decir: «…ya no tengo tiempo PARA fingir…» Y en la ultima frase, debe decir:»…aunque TÙ, tampoco estabas a mi lado.
Besos
PD Lo hice bien??, digo no hay diàlogos, es la voz interior del personaje.
jajaja
Fe de erratas, en el penultimo parrafo, debe decir: «…y se unian a tu CORO tus propias mentiras»
Gracias, besos
La laptop inicializa. La fuente de poder activada, alimentando a la tarjeta madre, a los demás componentes. Se enciende el sistema, revisa la memoria ram, el disco duro, el cd room. La pequeña luz en el teclado, la máquina está leyendo la información. Accede al sistema operativo, pone en marcha los demás dispositivos. Funciona, la memoria de trabajo está en orden. La pantalla se enciende. El icono de Windows, la ventana que me da la bienvenida, mi mano en el maus, el índice de mi diestra haciendo clic, clic, clic. Ya está. Las letras negras sobre el fondo blanco. Apenas un párrafo escrito. Apenas un párrafo sobre ella.
Dejo el encendedor a un costado de la computadora. Entre el humo del cigarro se van mis ideas. Tan sólo hace unas horas que estaba entusiasmado con la idea de definirla y ahora no tengo nada. Un timbrazo del teléfono me rescata. Número equivocado. Era una mujer. ¿Acaso sería ella quien llamó? Recuerdo las palabras de Alfredo, tristeando y bebiendo por cualquier motivo en el viejo bar: “En alguna ciudad, en algún lugar hay una mujer que me espera, que me busca, pero es tiempo en que no lo ha hecho en el sitio correcto”. Dudo que sea mi caso.
De nuevo el sonido del teléfono que interrumpe el recuerdo. Cuelgo. Era otra mujer. Otra vez marcaron el número equivocado. Me levanto. Antes de salir de casa nuevamente repiquetea el teléfono. Contesto. Una voz femenina del otro lado de la línea me pregunta por Roxana. “No la conozco”, respondo. Da las gracias. Cuelgo el auricular por tercera ocasión.
Decido no salir. Las persianas de plástico se mueven agitadas por el viento y la calle se oscurece. Me asomo por la ventana. Consumo el cigarro lentamente, de la misma forma en que el aire arrastra a la lluvia y las pequeñas gotas de agua caen hasta cubrir el pavimento y la superficie polvorienta de las aceras. La gente acelera el paso. Saben que en unos minutos una cortina de agua nublará la vista y mojará la ropa de quienes no se resguardaron a tiempo. Regreso por un cigarro y vuelvo a apostarme, fumando y cenicero en mano, en el sillón para ver llover. Un sonoro y húmedo bash se desparrama generalizado por las calles, la sala, la cocina, el techo, los árboles del frente, el pasto de la jardinera, los cofres de los autos que circulan a esa hora confundiéndose con los gritos de varios chiquillos que salen o entran a la escuela. Me levanto y voy por un güiski. Bebo a sorbos.
Lo cumbre la mantita con un dobles en la punta que genera un listón. Su bracito izquierdo sobresale con el puño cerrado y rebosa de esa gordura inflada del cuerpo que tienen los bebes. De tan solo imaginarse a uno mismo en esa posición genera dolor, pero las articulaciones de este pequeño son cartilaginosas. Resultan cómodas aun si están retorcidas.
Tiene la cabeza de lado, la piel sedosa, las mejillas acaloradas. Notar que respira demanda una atención forzada. Se abren sus fosas nasales… nada pasa, nada pasa, nada pasa… se cierran sus fosas nasales… nada pasa, nada pasa, nada pasa… se abren sus fosas nasales… y así repite inhalación tras exhalación, tendido con el peso muerto, las rodillas abiertas y los pies como bultos que sobresalen debajo de la mantita.
Esta encerrado en una cuna de barrotes de madera. O, mejor dicho, el mundo está encerrado fuera de la cuna de barrotes de madera para crear un espació cúbico que cumpla la función de útero mientras él duerme.
Hace una mueca de dolor frunciendo la nariz y las cejas, mueve sus ojos debajo de los párpados, se encuentra en REM. Anda por algún sueño molesto, de esos que pueden atravesar barrotes de madera. Su piernita derecha patea y queda estirada. Ahora su posición resulta aun más tortuosa y aun así se lo ve tan apacible. Patea nuevamente, se lleva el puño izquierdo a la boca y comienza a chuparlo. En cada succión estira las comisuras generando un ruido fuerte y pegajoso. Encorva la espalda levantando su pancita como un puente japonés. Ahora tiene los dos brazos a los lados de la cabeza como los boxeadores cuando ganan. Gira lentamente y aprieta los ojos, su boca se va deformando, los labios le cambian de color, están rojos, llenos de sangre. Aprieta sus puños, levanta las rodillas y comienza a llorar.
Perdonen el «quizá no tan peor»
Mi Irineo es así, mejor ni lo molesto. Siempre que duerme resulta hablando latín, vomitando imprecaciones entre tos y tos, como si fuera poseso por un espíritu medieval. Ahí está otra vez y yo lo observo mientras tejo éste tejer. Me gusta observarlo dormido, porque él, así en medio de su trance des-exorcisado, también me contempla. Doy vuelta a la aguja, un dos tres, cadeneta, mientras lo arropo y siento que estoy viviendo lo que tejo, como si me metiera dentro de la memoria de Irineo con todo y su congestión pulmonar y lo puedo recordar como él me recuerda segundo tras segundo, cuando me recitó por primera vez el “Ora Pro Pubis Dei Jaculatorium Est” diciéndome que era el verso que entonaba el mismo apóstol Simón Concitato cuando se emborrachaba, y me río en silencio, no vaya a despertarse éste que hasta dormido reza: “Spurius Posthumius consul cum bellum adversus Samnites gereret”… escucho a Irineo en éste preciso instante repetir a su L’homoond, Ego talibus viris, continúa y me muero de ganas de sacarlo de su letargo y de su tos, pero no, porque lo que va a hacer Irineo después de medio espantar la modorra es contarme lo que estaba soñando y así se va a tardar horas y yo realmente tengo que ponerme a hacer comida, porque no recuerdo bien donde deje las varitas de cardamomo para hacerle el té con el que le mando a volar los estornudos, es que no sé si están en la despensa o quién sabe donde las guardé, porque con esta memoria apenas me acuerdo que me llamo María Clementina Funes y que engendré a mi Irineo por un gringo que ya ni me acuerdo como se llamaba, para eso es que pienso lo que yo pienso, que Irineo si sabe de recordaciones; él dice que eso de los reyes de Persia que administraban justicia en 22 idiomas requieren de un truco para recabar datos, pero él puede repetir por siglos todo lo que le digan en una sóla vez; él puede contar lo que le pasa en un minuto y revivir cada segundo; yo no, yo no puedo contar ni conmigo misma.
Con evidente buena fe me maravillo de que les maraville lo que me pasa en este minuto porqué no me acuerdo donde dejé las varitas esas, pues a duras penas sé que mi memoria tiene de falible lo que mi percepción de infalible.
Hernán, permítome felicitarte por tu ejercicio de la convulsion neonatal, finamente descriptivo. A ver si saco un tiempo, para ver que hace ese niño en el período postictal y lo escribo en honor a tu relato.
Cada una de sus pestañas se levantaron tan lentamente que me pareció una eternidad la espera para poder contemplar, una vez más, sus ojos de colibrí. Volteó su mirada hacia mí e hizo ese gesto con la boca (una especie de media sonrisa, calida, atrayente, ¿hipnótica?). Se tapó con las sábanas para evitar que el sol, o quizá yo, interrumpiera sus primeras visiones del día. Tras de algunos jugueteos de por medio, sucumbió ante mi insistencia de dejar la cama. Se levantó con esa candidez de niña que le impregna tanta sensualidad a su figura.
Mientras se dirigía hacia el cuarto de baño, abrazó imaginariamente el aire que penetraba por la ventana del departamento. Sus pies descalzos golpeteaban el suelo, el cual debió estar demasiado frío; de inmediato fue perceptible la elevación de sus pechos sobre la delgada blusa blanca con rayas rosa; noté, una vez más, que el lado izquierdo siempre respondía con mayor velocidad.
Entró al baño sin cerrar la puerta, no volteó.
Me concentré en el golpeteó de sus pies descalzos que a lo lejos elaboraban una complicada rutina de ritmos, mientras ella murmuraba una vieja canción, y esperaba sentada sobre el inodoro a que aquel chorro de su vejiga dejara de salir.
Sus pies dejaron de bailar, ella dejó de cantar. La estridencia del inodoro llevándose los líquidos me produjo una extraña sensación. Hubo un silencio, recordé el jabón tirado a la entrada de la bañera, recordé el quicio del piso; el blanco del mosaico, frío, aterrador. Silencio, silenció… ¡silencio!
Yo estaba a punto de dar el primer paso en dirección al cuarto de baño, a su auxilio, a su… Sus pies descansos comenzaron a bailar otra vieja canción. Sus ojos me miraron con extrañeza, y volvió hacer ese gesto con la boca, esa especie de media sonrisa, cálida, atrayente, hipnótica.