Con este cuento, empieza un pequeño proyecto para el vigésimo aniversario de Las Historias: estaré reproduciendo los cuentos aparecidos en La imaginación en México, un sitio que Raquel Castro y yo mantuvimos durante algunos años en la década previa y que contiene una muestra de obra de autoras y autores que han escrito literatura de imaginación en mi país.
Gabriela Fonseca es escritora y periodista. Nació en la Ciudad de México en 1966. Entre otros, ha publicado los libros Peso muerto (2004), Los diablos de Teresa y otros relatos (2008) y Piel de centauro y muerte (2022).
QUEMADURA
Gabriela Fonseca
Sentada en una piedra, se empapaba los pies en el agua del río para quitarle el ardor a sus ampollas. Estaba cubierta de hollín que al mezclarse con su sudor se le volvió lodo negro en las corvas, los brazos y los senos. Comenzó a lavarse. Tenía la cabeza llena de cortadas hechas por el cuchillo con que la raparon. El agua no lograba limpiarla de sangre y mugre.
No quería mirarme y yo me sentía avergonzado por el vello dorado que cubría todo mi cuerpo casi transparente y mi cabellera larga y rubia. Bajé la vista y plegué mis alas. Perfecto y plácido, sentía vergüenza de estar junto a ella; herida de pies a cabeza pero rebosante de vida.
Sólo sé que momentos antes la vi envuelta de humo, rodeada de una multitud. Las llamas la rozaban y la vi sentir terror, furia por morir de esa forma y en ese momento. No recuerdo quién era yo antes de estar ahí, flotando en el aire encima de todos los que miraban el sacrificio.
Me precipité hacia ella, la tomé de la cintura y la jalé con todas mis fuerzas. Sus ataduras se desbarataron tan pronto la toqué, por magia divina, y me alcé con ella en brazos por encima de la hoguera y la gente que deseaba verla arder.
Llegamos a la orilla de este río viejo, profundo y quieto. La dejé en el suelo. No sabía qué decirle. Se puso en pie y caminó hacia el agua para lavarse.
Se quitó, sin pudor alguno, el burdo vestido con una cruz al pecho que le pusieron para quemarla. Se metió al río y dejó que el agua le cubriera sus muslos anchos y se acuclilló para mojarse toda. Las gotas se aferraban a su piel blanca, y formaban riachuelos entre los senos que se escurrían dentro el cieno de su ombligo. Comenzó a tallarse, pero se detuvo y prefirió observar la ribera.
Yo merecía que me diera las gracias por salvarla y me irritó que me ignorara. No sentía respeto, gratitud ni temor hacia mí. No le importaba si yo era un ángel o el diablo a quien la acusaron de adorar.
Intenté destruir el silencio entre ambos: “¿No tienes nada que decirme?”
«La muerte estuvo aquí. ¿La sientes?”, dijo ella que me dirigió la mirada por primera vez. Dos flamas, del tamaño de plumas de colibrí, saltaron de sus pupilas y se desvanecieron en el aire, a la mitad de la distancia entre los dos.
“Siendo quien eres, tendrías que sentirla…”, agregó. Se sumergió en el agua y desapareció. Supe que nadaba como un pez al ras de la superficie por la leve ondulación que su cuerpo dejaba como rastro sobre el agua. Sin salir a respirar emergió a mucha distancia, sobre la misma orilla en que estábamos. La vi ponerse de pie sobre el fondo y caminar hacia donde había un par de árboles. Quise moverme hacia allá, igual que antes quise arrojarme desde el cielo hacia su hoguera, y en un instante estuve de nuevo a su lado.
Encontró, entre esos árboles, el cadáver desnudo y despatarrado de un hombre. Se arrodilló junto a él para contemplarlo. Tenía un orificio de bala en medio de su frente, huellas sangrantes de ataduras en las muñecas y los tobillos, exactamente iguales a las que tenía la bruja en sus blancas extremidades. Estaba lleno de moretones y cortadas como ella.
Pensé que eso era a lo que se referían cuando en las noticias o el periódico se hablaba de que se encontró a alguien muerto con evidencia de tortura. Recordaba muy poco de mi persona, pero sí de los constantes hallazgos de cadáveres de ejecutados por el crimen organizado, y que esto ocurría desde mucho antes de la legalización de las quemas públicas de supuestas brujas, acusadas de complicidad con narcotraficantes, y de otras cosas, como las catástrofes naturales y cosechas fallidas.
Ella acariciaba el rostro del muerto con ambas manos “Pobrecito mío. Estás frío y sin sangre. ¿Qué va a ser de nosotros?”, le decía.
Quiso darle una postura digna a ese muerto. Eso fue lo que creí. Dando vueltas en torno al cuerpo lo puso boca arriba, le extendió los brazos a sus costados, deshizo el grosero nudo que formaban las piernas del hombre y las colocó derechas. Le acarició los pies y las corvas. Buscó el pene y el escroto, lacios y oscurecidos, y los acomodó con gran cuidado, como quien arregla los pétalos de una flor marchita. Se montó sobre el bajo abdomen del hombre. Con ambas manos levantó la cabeza del cadáver. Se inclinó hacia sus labios azulosos y sopló con el ruido de una ventolera.
Las hojas secas sobre el suelo empezaron a crepitar y vi que de ellas surgían pequeñas brasas humeantes. Volvió a soplar en la boca del muerto y esta vez sí pude ver las llamas que bailaban entre esas bocas. La mujer tenía los ojos cerrados, se aferraba a los cabellos del cadáver para mantener la cabeza erguida y empezó a morderle los labios entre cada soplido ardiente que le insuflaba. El agua del río que aún formaba gotas sobre su piel se convirtió en vapor que se desprendía de su cuerpo. Se frotaba sobre él como una gata, para transmitirle calor. El cadáver se mecía bajo esa bruja como a punto de galopar.
El aire a nuestro alrededor ardía. La pelusa dorada y mi cabellera se chamuscaron en un instante, y mis alas blancas se volvieron antorchas. No sentí dolor pero sí que la jaula de mi pecho se abrió para dejar escapar a mi alma. Antes de consumirme del todo, vi que el miembro del muerto se erguía, vivo, húmedo, y ávido… y ella se disponía a profanarlo. Cuando abrí los ojos encontré los de la bruja. Las flamas saltaron de sus pupilas nuevamente hacia mí. El cadáver había desaparecido. Yo estaba dentro de ese cuerpo tirado bajo los árboles.
Sonriendo, chispeante y sonrosada, se puso en pie y me ayudó a levantarme de entre las cenizas de mis alas.
Me reconocí en ese cuerpo. Recordé mi vida inmunda, mi muerte violenta y mi breve paso por la existencia angelical. Sentí tanta ira hacia ella por resucitarme sin mi permiso que los sollozos me brotaron, inconsolables.
“¡No se te ocurrió pensar que pude ser feliz como ángel? ¿Por qué lo hiciste?”
Parecía contenta, pero tenía tristeza en los ojos.
“Porque no quiero estar en deuda con alguien como tú”, respondió.