El cuento del mes

Perdiendo velocidad

6 comentarios

Este es un cuento breve y desolador de Samanta Schweblin (1978), narradora argentina y una de las escritoras más celebradas, traducidas y premiadas de nuestro tiempo. En este año en que las autoras latinoamericanas se han destacado enormemente, su libro más reciente es la novela Kentukis (2018), pero Schweblin se dio a conocer en especial por sus colecciones de cuento. De la segunda de ellas: Pájaros en la boca (2009, ganadora del Premio Casa de las Américas), proviene este relato de vida cotidiana y decadencia, que ha aparecido en diversas antologías virtuales (pero no había llegado a ésta).

Samanta Schweblin (fuente)

PERDIENDO VELOCIDAD
Samanta Schweblin

Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.
      —¿Qué pasa? —le pregunté.
      Tardó en sacar la vista de los huevos.
      —Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.
      Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.
      —No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.
      —¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario.
      Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas terciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría –el público atento a la mecha que se consumía–, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.
      Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
      —Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
      Miró los huevos.
      —Creo que me estoy por morir.
      Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.
      —Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
      Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.
      Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.
      —¿Café? —pregunto.
      —¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.

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6 comentarios. Dejar nuevo

  • Ulises Rodríguez Ortíz
    17/12/2019 11:12 pm

    Muchas gracias Alberto. Es una historia que me da mucho sentido, perder velocidad, perder fluidez en el movimiento. Sin duda es una característica de alguna enfermedad y de la vida que cambia con el tiempo.

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  • Biyú Suárez
    19/12/2019 8:47 am

    Muchas gracias por este cuento de Schweblin. Perder la velocidad es lo que te pasa en el transcurrir de la vida y a lo que todos vamos a llegar si la muerte no nos llega antes.

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    • Que simboliza que al final, al protagonista no le prenda el fósforo?

      Responder
      • Ana Maria Rodrigo Magán
        26/11/2021 4:16 am

        Pues que ella tampoco hace bien lo que antes mejor hacía. Que también pierde velocidad. Ambos ya no son lo que eran: la vida, al final, es así para todos.
        ¿Tienes abuelos muy mayores? Pues eso es lo que les pasa a los protagonistas del relato, que tras una vida llena de aventuras circenses, se han hecho mayores, mucho; y las personas mayores nos volvemos lentos, torpes, olvidadizo… ¡Perdemos velocidad!

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  • […] Perdiendo velocidad – Samanta Schweblin […]

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  • Hermoso cuento muchas gracias por compartir

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