En una plática fuera del blog, salió a relucir un comentario que hice al paso, en una nota previa, sobre el sentirse huérfano. Debo decir que me impresiona la imagen de Karna, un personaje del Mahabharata. Abandonado al poco tiempo de nacer, creció desposeído y agobiado por el infortunio. Fue maldecido varias veces a causa de indvertencias o accidentes. Cuando se hizo hombre fue un héroe de grandes virtudes, pero terminó aliado con los Kuru, enemigos de su familia original, que le ofrecieron amistad y protección cuando sus propios hermanos, los Pandava, no lo hicieron. Al estallar la gran guerra, murió atravesado por una flecha de su propio hermano, el gran guerrero Arjuna, pero terminó con éste y el resto de los Pandava en el inframundo, apresado y sometido a tormentos. El origen como una marca indeleble, como una infamia que confirma la injusticia del universo.
* * *
Empecé a leer desde muy pequeño, pero no lo hice –supongo que pocas personas lo hacen– con un programa y una lista de libros reglamentarios. Y lo que estuvo a mi alcance no fue en absoluto el canon mexicano sino una serie de textos heterogéneos, escorados hacia la literatura fantástica por puro azar. Era lo que había, pues…
Y ahí estuvieron mis aprendizajes: no me formé, ni siquiera al comenzar a escribir, sintiéndome parte de una tradición nacional porque no había nada en esos libros que se refiriera a la literatura como algo que pudiera delimitarse de semejante forma. Por otro lado, tampoco aprendí que la literatura requiriera justificación; sólo hasta después oí, en las escuelas, la idea de que literatura “servía” estrictamente como documento histórico de su época…, pero nunca lo creí: tuve la mala suerte (o la buena suerte) de que casi todos mis maestros de español en ese tiempo fueron pésimos lectores y ofrecían interpretaciones obviamente idiotas de todo lo que nos daban a leer.
Y algo más que no aprendí fue que la literatura fuera un “escape” de la “vida real”: una alternativa reconfortante ante las inseguridades de la existencia fuera de los libros. Por el contrario, otro gran choque de esas lecturas tempranas fue el encontrar historias en las que, al contrario de en lo que se suponía una visión sana y racional del mundo, los sucesos no se resolvían de manera tranquilizadora y las mismas definiciones de lo “real” eran puestas en duda y hasta en crisis. (¿Para qué leer eso? Por el vértigo. Para sufrir. ¿Quién dijo que la felicidad es todo en la vida?)
Ahora creo que los grandes autores que descubrí entonces (Levrero, Borges, Pavic, Dick), los que me son más cercanos ahora, se parecen en que buscan profundizar en la indagación de cómo damos forma a lo real –a nuestra percepción de lo real– acercándolo a nuestras representaciones y no al revés: son todos los que investigan qué nos hace el lenguaje, qué le hacemos y qué no vemos en él o más allá de él. No suena muy sexy, supongo, pero mucho de la literatura que importa trata de eso.
Eso sí: todo esto quiere decir también que quienes “deberían” haber sido mis padres literarios nunca me dijeron nada y lo que yo mismo deseo hacer es, más bien, mi propia indagación en lo que vislumbraron mis padres sustitutos. Juan Rulfo me interesó primero porque los muertos hablan en Pedro Páramo, y Arreola me interesó antes que Rulfo, y Blake y Dick me interesaron antes que Arreola. Ni modo. No lo presumo ni lo recomiendo porque es un camino difícil y una aspiración impopular: supone o deja entrar ciertas ideas políticas, y en el mundo en que vivimos tiene que relacionarse de algún modo con el mercado, pero no proviene directamente del mercado ni de la política.
No me quejo. Mi “aquí nos tocó” fue éste y no lo rechazo. Y ya no tengo tiempo para preocuparme por eso.
Ahora está circulando por la red mexicana una serie de comentarios (el de Guillermo Vega resume bien la situación) sobre las declaraciones homófobas del conductor televisivo Esteban Arce, y cómo calló, más que convencer, a una sexóloga que intentaba cuestionar su idea de la «normalidad». El problema no es sólo el prejuicio de Arce, ni el hecho de que gran parte de la población del país lo comparta: es la prepotencia, la violencia de los «argumentos». ¿El suyo es el modo de relacionarnos con los otros que mamamos de la televisión? Con razón estamos tan jodidos.
He aquí una copia completa de Nosferatu (1922) de F. W. Murnau. Los intertítulos están en inglés pero la historia, básicamente, es la de Drácula de Bram Stoker, es decir, los vampiros son como Edward Cullen dice que no son.
(¿Por qué tantas novelas famosas sobre el tema de los últimos treinta o cuarenta años sufren tanto por la influencia de Stoker? ¿Y por qué no hallan otra forma de lidiar con ella?)
5 comentarios. Dejar nuevo
Información Bitacoras.com…
Valora en Bitacoras.com: En una plática fuera del blog, salió a relucir un comentario que hice al paso, en una nota previa, sobre la sensación de sentirse huérfano. Debo decir que me impresiona la imagen de Karna, un personaje del Mahabharata. Abando…..
Yo no soy escritora, pero entiendo lo de sentir la orfandad, en casa fuimos amamantadas con Poe, Chesterton,
Verne, Lovecraft, H.G.Wells y varios autores principalmente ingleses, en la escuela nadie los había leído y yo estaba ansiosa de comentar mis libros pero no tenía con quién, ya de adolescente me sumergí en los latinoamericanos y en la ciencia ficción gringa también , pero siempre me ha quedado una tendencia a disfrutar más que nada a los ingleses, tendencia que casi nadie comparte ( solo Borges )
¡Un momento!
¿Platicas fuera del blog?
Hola Alberto
En estos últimos comentarios que haces hay varias cosas que resultan alarmantes, sobre todo porque hay un gran fatalismo en ellas que resulta doloroso de leer y a la vez indispensable de comentar.
Sobre el personaje de Karna, estoy de acuerdo en eso de la fatalidad como un rasgo que marca, pero no creo que el determinismo o los destinos manifiestos apliquen más que las decisiones personales. Y no lo expreso en plan de controversia barata o de motivo de discusión, sino como una realidad y un asunto de decisiones que incumben al drama literario, dramático y cotidiano por igual. ¿Que posición debemos tomar? ¿Debemos resignarnos, confirmar las sospechas que despierta nuestro origen y nuestra suerte, o luchar contra ellas? ¿O acaso nos debatimos siempre entre esas opciones, entre estas coordenadas inevitables? Esto va más allá del debate, porque depende de nuestro caracter, de nuestra búsqueda personal y de nuestro deseo de sobrevivir, de entender y vivir la vida más allá de cómo lo marca una filosofía y una religión cualquier: es una cuestión de decisiones que nos marcan, pero que también nos obligan a asumir nuestras consecuencias y a transformarnos en base a las mismas. Es desesperante muchas veces, y trágico también, pero una vez que uno va asumiendo esas consecuencias, la vida va revelando sus aspectos más peculiares y con un poco de suerte algo se puede aprender e incluso causarnos gozo.
En cuento a la lecturas, pues aplica lo mismo que en el punto anterior. Discriminamos y construimos nuestras rutas por autores que en un momento nos gustan y se nos atraviesan al azar, pero a través de esos enlaces de un autor a otro vamos retomando textos que antes rechazamos o nos encontramos con escritores y obras que jamás hubieramos imaginado que existían o que nos incumbieran. Creo que este azar y esta necesidad personal por construir nuestro mundo literario también lo determina el modo en que nos vamos construyendo a nosotros mismos, con sus dosis de masoquismo asumido, de tristeza o de disfrute, y así está bien. Vamos, si lo que aplica ahora es seguir a rajatabla una línea específica impuesta (por la SEP, por la SOGEM, por tal o cual vaca sagrada, da igual), ¿pues qué chiste tiene entonces leer? ¿Dónde queda la libertad? ¿Dónde queda el placer? Y lo que es más importante, ¿dónde queda nuestra identidad como lectores, nuestra experiencia vital al momento de leer y abrirnos a otras posibilidades? Aquí no entra el mercado ni sustituto alguno de la vida: los textos nos eligen, pero nosotros elegimos y conformamos sus interacciones, su vínculo con nuestro ser y su papel en nuestra formación. En todo caso, lo que no se vale es convertir al autor en nuestro alcahuete, en nuestro justificante ético, porque entonces dejamos de ser humanidad para convertirnos en borregada.
Finalmente, unas palabras sobre la prepotencia, a raíz de las tonterías de Esteban Arce, tonterías que a mí y a múltiples amigos y conocidos nos afectan en directo, como a muchos mexicanos y mexicanas, sean homsexuales o no. Has dado en el clavo: la prepotencia es uno de los múltiples males nacionales, y no sólo entre la gente que aparece a cuadro en TV. El síndrome del idiota que se sube en una caja de zapatos y sufre vértigo es una pandemia emocional en este país de gentecita pusilánime y poca cosa que se la pasa persiguiendo al éxito y a los éxitosos para treparse al Olimpo de petate. Son incontables los casos de comunicadores, políticos, artistas (y digámoslo: escritores y aspiantes a) que en cuanto pueden se aferran a su cargo o parcelita de poder para terminar haciendo las mismas gracias que Arce, sean de izquierda o de derecha (remember Juanito?).
Pero lo peor aquí no es que Arce Serrano Limón o cualquiera diga sus babosadas o bocabajee a sus invitados, que ultimadamente está en todo su derecho, como el nuestro es el de considerarlo un imbécil patético y un patán y manifestarlo, sino que ahora cualquier botarate, por estar en contra de él, puede declararse autoridad moral y dueño de la verdad, haciendo uso de la misma prepotencia que encumbró a nuestro simpatiquísimo mataputos de la mañana como conciencia moral de México. A ese ritmo exponencial de crecimiento, el creciente número de poseedores de la absoluta neta continuará creciendo, y tendremos razón para decir entonces que el país está jodido, porque está demostrado que el número de indignados crece, pero no se hace nada concreto contra el problema y en cambio seguimos generando gente frustrada e inútil, que se la pasa viendo por donde joder para entonces, desde su pequeña parcela de poder, ser tan prepotentes como el pequeño Esteban, quien por cierto, sigue inconmovible en su horario, demostrando que nadie cae a puro golpe de indignación.
Para muestra de lo anterior, el eximio autor del que pones el link, que nomás leyéndolo demuestra también su prepotencia personal, además de poseer una larga cola de asuntos por explicar antes de disfrazarse de inquisidor. No diré más, quien lo conozca sabe bien de lo que hablo. Y el que no, que se cuide.
Sirva lo anterior porque prepotentes en mayor o menor medida somos todos los que lidiamos con egos desproporcionados, incluído el que escribe esto.
Dicho lo anterior, te agradezco la película de Nosferatu. Próximamente, una reseña de La Ciudad Imaginada, a la altura del disfrute que me provocó al leer el libro, el cual no fue poco.
Nuevamente gracias, Alberto, y perdona el laaaargo rollo.
José Candás
Te entiendo, Madreselvas…
A veces, Pablo 😉
José, al contrario, te agradezco el mensaje largo y tendido. Me quedo, de momento, con el aliento y con la indignación que no se convierte (que no se debe convertir) en aquello que la provocó.
Saludos a todos.