Escribí un texto sobre la novela Canto al fin del mundo de Vanessa Garza (Acero, 2014). Iba a reproducirlo aquí pero comencé a revisar su primera parte, que se refiere al tema de la escritura en relación con la violencia, y quedó una nota distinta. Es la que sigue.
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Como cualquier persona interesada en escribir narrativa desde México, he escuchado y me he involucrado en una discusión que ya va a cumplir una década. La pregunta central es simple: cómo referirse a la violencia mediante la escritura. Cómo usarla para reconocer, representar, incluso combatir (si tal cosa es posible) la violencia.
Hablamos de esto –y en muchas ocasiones lo hacemos con acaloramiento y con rabia– porque el tema nos parece urgente. Es así, por lo menos, desde el comienzo del régimen de Felipe Calderón, quien llegó en 2006 a la presidencia del país a comenzar la que llamó una “guerra” del gobierno federal contra los cárteles del narcotráfico, con el apoyo del ejército. Fue un arrebato: un gesto irreflexivo, de afirmación y legitimación de su propio poder tras la división social sin precedentes causada por la virulencia de su campaña electoral; un acto impulsivo que no atendió a los orígenes del problema, no pensó en la diferencia real entre las fuerzas del ejército y las crimen organizado y no tomó en cuenta varias transformaciones políticas y sociales que tenían lugar en ese mismo tiempo en México y en otros lugares, incluyendo la decepción que comenzaba a notarse luego de que Vicente Fox, el presidente anterior, no intentara siquiera consolidar una transición democrática que sigue pendiente y que fue de las principales causas de que millones de personas votaran por él.
Ahora es imposible ignorar las consecuencias de aquel gesto: la aceleración de la descomposición social que padecemos hasta hoy y los más de cien mil muertos que se reportaron durante el mandato de Calderón. El régimen actual silencia las estadísticas y las noticias, más que publicitarlas, pero todos sabemos que la violencia persiste, y acontecimientos como la masacre de Iguala en septiembre de 2014, con su cauda de descubrimientos macabros en varios de los lugares más pobres del país, nos impiden hacer a un lado la conversación sobre la violencia.
La pregunta del comienzo: cómo involucrar en todo esto a la escritura, lleva en ocasiones a dar un paso atrás y pensar no en la escritura en sí sino en quien escribe. A veces se llega al antiguo tema del compromiso del escritor: de qué posición adoptar desde las limitaciones de una especialidad que en principio no otorga fuerza física ni poder político reales, ante una situación social intolerable.
Pero las reacciones más superficiales de quienes escriben hoy en México son algo diferente. Pueden verse como un intento de fingir esa fortaleza que no tenemos o hacer a un lado la conciencia de nuestra debilidad. Desde el mero tremendismo en la escritura, la repetición plañidera o cínica de las noticias y unos pocos lugares comunes, hasta la creación, muy en el tono de nuestro tiempo, de imágenes públicas que se aparejan o hasta se adelantan a la escritura: apariencias de agresividad y arrogancia que hacen recordar el aspecto y los modos de los “caciques literarios” del siglo pasado y se vuelven objetos de consumo muy popular en los medios actuales. Hay algo de culpa social y mucho de sobrecompensación en esos gestos.
A mí, cuando menos, me parece más valioso tratar de volver a los textos: ver lo que pueden hacer. La celebridad o la notoriedad que tanto se buscan como fines en sí mismas no son sino objetos de consumo en nuestra sociedad mercantilista y sujeta a los medios. Ocuparnos en proyectar nuestra sumisión a la violencia –o en tratar de aprovecharla– no puede ser el camino para combatirla.
Mejor pensar en la escritura, repito. Y en el caso de alguien interesado en la narrativa, mejor pensar en qué tareas pueden realizar el cuento o la novela –o las nuevas formas de escritura narrativa de nuestro tiempo, que no son géneros con precursores y muchas veces no tienen siquiera nombre– que no haga mejor el periodismo, con su énfasis en el hecho documentado y el rechazo de la invención: qué puede justificar la escritura de cualquier cosa más allá del reporte de lo cotidiano y lo inmediato.
Necesitamos saber lo que ocurre a nuestro alrededor, simplemente para poder actuar en consecuencia. Pero también necesitamos obras que vayan en esas otras direcciones: que fijen lo momentáneo y nos permitan comprenderlo más allá de este momento y de las perspectivas dominantes en este momento. Que nos permitan articular no sólo lo que más o menos podemos percibir afuera, sino también nuestras reacciones a esos hechos. Parece fácil encontrar en nuestros miedos y frustraciones cotidianos la justificación de la violencia: el impulso de unirnos a ella y hacerla crecer. Otra vez estas preguntas que casi nadie intenta responder y que muchos hacen a un lado con desánimo o con cinismo. ¿Cómo, en vez de unirnos a la violencia, hacemos lo contrario? ¿Cómo resistir la violencia, oponernos a la injusticia, contener la barbarie? ¿Cómo aceptar la existencia de los horrores de que somos capaces los seres humanos, pero también la responsabilidad de no entregarnos a ellos?
Para eso: para amplificar nuestra conciencia y no para reducirla, para encontrar maneras de apostar por algo más que el desahogo o el beneficio más inmediatos, podría servir también la mera literatura de nuestro tiempo.
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El texto en su versión original, y el comentario de la novela –que por cierto es de lo más interesante– se encuentra en esta página.