El cuento del mes

Oratoria

La escritora mexicana Iliana Vargas (1978) es una de las narradoras más interesantes de la nueva literatura de imaginación en este país. Sus textos son enigmáticos, desconcertantes, ambientados con frecuencia en una atmósfera de sueño, donde ciertos acontecimientos pueden quedar inexplicados para siempre y otros tener consecuencias totalmente impredecibles. Así ocurre en «Oratoria», cuyo tema central es el deseo y cuyo argumento podría parecer el de muchos cuentos clásicos… hasta que deja de serlo por entero.
      El libro más reciente de Iliana Vargas es Yo no voy a salvarte (2022), publicado en España por la editorial Eolas.

ORATORIA
Iliana Vargas

I

Salíamos de la tienda, cada una con un cono relleno de masa helada y texturizada que prometía “místico sabor”. Yo quería ir al parque y tú a sentarte dentro del kiosko: “Mira cómo está el sol; la nieve se va a derretir antes de que crucemos la alameda”, decías, mientras me tomabas de la muñeca para guiarme a la sombra. Pero yo sabía que si no aprovechaba el vacío en el parque ocasionado por la hora solar, más tarde sería imposible encontrar un columpio libre, o algún turno para trepar por aquella cuerda deshilachada cuya cumbre pedregosa se desdoblaba en una pendiente de pasto fresco por la que me encantaba rodar. Además, en el parque siempre había sombras más cómodas y frescas para refugiarse del calor que en el kiosko. Fue entonces que se me ocurrió acudir al “guiño del desempate”, como tú misma llamabas a eso que te encantaba jugar cuando nos encontrábamos en situaciones parecidas: un volado.
      La vimos dar volteretas en el aire, chocando contra la pared descarapelada de la tienda y luego contra unas botellas que, recargadas en el filo de la banqueta, le dieron el efecto de rebote necesario para que la moneda cayera exactamente al borde del vacío al que llevaba el enrejado de la coladera. De inmediato recordé la película del payaso que, escondido en el desagüe, ofrecía globos a los niños para luego comérselos. No, yo no iría a ver de qué lado había caído la moneda. Y tú, gritando que diez pesos no se iban a ir a un nido de ratas, y que menos ibas a poner la mano ahí, tampoco querías ir por ella. Entonces se te ocurrió pedirle a uno de los muchachos que esperaban afuera de la tienda que la sacara, pero que primero se fijara y nos dijera de qué lado había caído… Extrañamente, sin dudarlo y sin echarse a correr con la moneda, hizo lo que le pediste, sólo que cuando la trajo de vuelta, también te entregó la estampa. “No, esa no es nuestra”, y te apresuraste a guardar el dinero en tu bolsa. “Pues estaba pegada a la moneda… por algo será, ¿no señora?” Y tú, completamente asqueada por lo pegajoso del cartón, la tomaste de la orilla, apenas con la punta de tus uñotas; la examinaste por un lado y por el otro y me preguntaste que si quería una santita azul. Al mirarla y notar que no le habías visto las alas, te contesté: “No es una santita, es una virgen alada…” “Bueno, ¿pues la quieres o no?”, dijiste, ya sin soportar más la mugre entre tus dedos. “¡Sí, sí la quiero!” Entonces sacaste una de esas toallitas alcoholizadas que siempre cargas y envolviste la estampa en ella; luego tomaste otra y te limpiaste los dedos como si quisieras arrancártelos.
      El muchacho regresó a la tienda. Tú recuperaste el helado que empezaba a escurrir por mi mano derecha mientras yo masticaba el barquillo del mío, diestramente sostenido por la izquierda. Luego, al designio del águila, partimos hacia el kiosko.

II

Al principio no sabía qué hacer con ella: la dejé descansar sobre mi mesa de trabajo un par de días, pero de tarde en tarde terminaba en el suelo, arrastrada por el aire que inevitablemente debía entrar por la ventana. La pegué en la pared, junto a dibujos o recortes cuya naturaleza reproductiva era incontenible, y pronto les llegaba la hora de ser sustituidos por otros. Entonces la guardé aleatoriamente en mis cuadernos. Nadie me había explicado en qué consistía un milagro, la fe, el poder de una oración. Simplemente la miraba -tan distinta a todas esas figuras representadas en cerámica y estampas que la tía Lola guardaba en una inmensa vitrina que habitaba, ella sola, uno de los cuartos más grandes de su casa- y sentía que si la llevaba ahí, junto a las anotaciones escolares que para mí resultaban tareas incomprensibles, con el poder azul de su sola imagen podría ayudarme a resolver el asunto. Sin embargo, la resolución del problema nada tenía que ver con el problema en sí. Es decir: nunca aprendí a sumar fracciones ni a dibujar mentalmente la orografía e hidrografía de ningún país, mucho menos los componentes de una célula. Lo que en realidad me salvaba era algún suceso por demás absurdo que ocurría justo a la hora negra –el terrible momento de explicar la tarea frente a los demás: los gises no pintaban en el pizarrón; la profesora era asaltada por una comezón impúdica; alguna niña empezaba a soltar chorros de sangre después de haberse sacado hasta el último moco de la nariz; algunos niños eran sorprendidos en un ataque de risa y llanto… En fin, el milagro que me concedía la imagen de la virgen azul cumplía con no tener que enfrentar mi falta de conocimiento, mas no me otorgaba el conocimiento que me faltaba.

III

¿Por qué será que lo primero que la mayoría concibe como imposible para el ser humano es volar? Que si los impulsos primigenios, que si las confusiones ancestrales derivadas de la contemplación de la naturaleza, que si la oportunidad de mirarlo todo desde arriba… A nuestros 17 años, pensaba escuchar de ellos, mis compañeros de fiestas y paseos descalabrados, algunos deseos imposibles más cercanos a los que yo solía conjurar de vez en vez por la noche, esperando deslumbrarme de sorpresa al verlos realizados con la luz del alba. Pero el tiempo de aquellos pequeños regalos parecía pertenecer al pasado, y, al no encontrar nada nuevo ni en mi cuarto ni en el jardín ni en la cocina, me sentaba desdeñosa de tus mimos con los que ofrecías el desayuno. Confiaba encontrar una explicación de tu sabiduría materna al respecto, pero sólo te exaltabas al enterarte de mis deseos incumplidos.
      –Pero deja ya de pedir esas cosas, Clara, que si se te cumplieran no estarías tan contenta –decías mientras me quitabas la estampa de la mano y me entregabas la taza con café. –No puede ser que sigas creyendo en esa bobería; yo te la di hace años para que jugaras y la tiraras cuando te cansaras de eso, como cualquier niño; no para que la convirtieras en tu santita ni hada madrina.
      –No es ni lo uno ni lo otro, mamá; ya te he dicho que es una virgen azul… con alas. Y sí tiene poderes, sólo que le hace falta práctica… Yo creo que había pasado mucho tiempo sin que nadie le pidiera nada y por eso las cosas salen medio raras, pero tú misma has visto lo que me ha cumplido.
      –¿A eso le llamas “deseo cumplido”? Una verdadera virgen no te hubiera dejado totalmente pelona y con la pijama convertida en forro de papel pegado al cuerpo con quién sabe qué tipo de resistol. Acuérdate que tuviste que quedarte remojando más de tres horas para que se te quitara y la piel te quedó llena de esos puntitos azules que nomás no se te van.
      –¡Ah! Es que esa vez le pedí convertirme en cosmonauta… pero te digo que quizá debí explicarle qué clase de cosmonauta…
      –Ay Clara, como si no te conociera para sospechar que tú solita te hiciste tanta tontería.
      –¡Que no, mamá, que no!, que fue la virgen… ¿Ya ves? Quizá la molestas con tus críticas y tu incredulidad y por eso ya no me ha concedido nada…
      –Mejor así, no quiero que la casa vuelva a llenarse de esa grava roja que tanto nos costó sacar y echarla al parque, convenciendo a los policías de que era una donación japonesa para hacer jardines no sé qué…
      –Ay mamá, esa vez pedí un ejército de escarabajos-colorines para que nos dieran masajes en los pies al caminar sobre ellos… Si te hubieras esperado a que empezaran a funcionar, no te quejarías, pero luego luego interrumpiste el hechizo con tus gritos de loca.
      –¿Loca yo? Mira, Clara, he permitido que sigas con tu jueguito del hada virgen ésa nada más porque es la única tontería con que demuestras tu crisis de adolescente, pero en cuanto seas un adulto oficial, es decir dentro de seis meses, te olvidas de tu estampita y te concentras en la universidad, ¿eh?, que no estoy para consentir locas en mi casa… Y menos que digas que la loca soy yo.

IV

¿Por qué has dejado de escucharme, de consentir mis deseos aunque resulten malinterpretados? ¿Será que debería iluminarte con alguna acuarela para que regresara la intensidad del azul a tu cuerpo, y dejara de verse así de pálido, borroso, incluso cansado? Pero, ¿dónde podría encontrar ese tono de azul con destellos verdosos? ¿Cómo haría para no invadir los rasgos –tan dulces y expresivos a la vez– de tu mirada, de tus labios haciendo esa mueca que parece dudar de todo? ¿Qué color serviría para delinear los bordes de tus alas?, esas alas que de ser reales rasgarían toda materia que se interpusiera en el vuelo. Porque yo no le veo esa textura de libélula con que dibujan a las hadas. No. Tus alas serían de metal aerodinámico, para que lucieran esos detalles curvilíneos que se extienden por ambos lados hasta encontrarse con la punta afilada. Mi virgen de alas afiladas. Mi virgen azul, de cuerpo que podría ser piedra, pero nunca carne. Contemplo el lunar rojo en cada uno de tus cuatro pulgares y sé que es el lunar donde se concentra la justicia de tus actos. Observo los signos que parecen bordados sobre tu piel escamosa, apenas cubierta por esa túnica tan lila como la extraña corona que invade tu frente, y adivino que sólo podré hermanarme a tu híbrida naturaleza cuando los haya descifrado, cuando la extraña fosforescencia que emana de tus ojos sea la única luz que ampare mi sueño… Ay, virgen de los cielos que están detrás de estos cielos, de la noche que no es oscura ni blanca, de la tierra que guarda más de mil caminos para los transterrados, escúchame, sólo esta vez y nunca más: concédeme la gracia de aprender a vivir sin la incomprensión de la sordera materna, sin la indiferencia de los amigos complacientes, sin la furia que me arrastra a olvidarme de todos para amarte sólo a ti… Concédeme el deseo de mostrarme quién soy, de vivir, un instante que se prolongue lo que sea necesario, en una torre de marfil.

V

–¡Clara, ya son las siete y media de la mañana!, ¿a qué hora piensas bajar a desayunar? ¡Acuérdate que hoy tengo cita en el banco para que nos den la casa que nos dejó tu papá en Cuernavaca!
      Después de quince minutos de haberle llamado y no escuchar ruido que delatara movimiento alguno, decidió subir a buscarla. “Esto ya pasa de un berrinche de adolescente”, pensaba la mamá, acostumbrada a encontrarse con su hija ya bañada, vestida y con el desayuno a medio preparar, cada mañana, pues era tal la luz que se desperdigaba por toda la casa, que era imposible tratar de dormir un par de horas más. “No puedo creer que me hagas hacer esto, escuincla”, decía para sí y en voz alta, mientras subía uno y otro y otro escalón, que a su edad, ya le pesaban bastante. “Ya vas a ver, ni creas que te voy a dar dinero para ir a ese concierto con tus amigos greñudos ésos”, continuaba reclamando la mamá, ya avanzando por el pasillo terriblemente quieto, desesperantemente silencioso. Se detuvo ante la puerta, extrañada de la sombra oscura que se deslizaba por debajo. Dudó un instante entre tocar antes de abrir; no podía ser que siguiera dormida después de tanta perorata… pero, quizá estaba enferma, eso no lo había pensado… Y se quedó muy quieta, tratando de escuchar el ritmo de la respiración de su hija a través de la puerta, como lo había hecho siempre antes de irse a acostar para saber si ya estaba dormida o si seguía leyendo… cuánto leía esa niña… Pero no oía nada. Un frío cuya procedencia no lograba adivinar empezó a incrustarse en los huesos. No supo exactamente qué le hizo cerrar los ojos al tiempo que tomó el picaporte para hacerlo girar hasta escuchar el clic de la puerta al abrirse. Entonces separó los párpados y de inmediato los volvió a cerrar. El aire le faltaba. Los volvió a abrir y sintió desbordarse de lágrimas: la garganta, el pecho, la boca; toda ella era una lágrima vibrante. El aire le seguía faltando pero lo robó de donde pudo para deshacerse del grito que empezaba a estrangularla. No podía hablar, pero mientras se acercaba a ella, pensaba “Clara, por favor, deja de estar jugando, hija…” Sólo que su hija, quien no volvería a dirigirle siquiera la extrañeza de su mirada, era una hermosa estatua de marfil, del marfil más azul y fino que pueda existir en cualquier tierra, menos en ésta.

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