El cuento del mes

Ojo de diamante

3 comentarios

Un relato breve, conmovedor y desconcertante a la vez, de Bohumil Hrabal (1914-1997), narrador checo que se hizo famoso en especial por la versión cinematográfica de una de sus mejores novelas, Trenes rigurosamente vigilados (1964, llevada al cine por Jirí Menzel en 1966). Otros de sus libros son Una soledad demasiado ruidosa (1977) y Yo que he servido al rey de Inglaterra (1971), novelas, y el libro de cuentos Los palabristas (1964), del que proviene «Ojo de diamante». Toda su obra emplea al mismo tiempo el humor y una visión descarnada de la vida de la gente común, que en muchas ocasiones se convierte, como aquí, en narradora de sus propias historias, en las que los males del mundo son enfrentados con candor y persistencia.
      (Una nota: Podébrady era una ciudad balneario checa para enfermos de males cardiovasculares. Otras referencias a la vida en la antigua Checoslovaquia -en la que Hrabal padeció periodos de censura, de tal modo que parte de su obra se conoció primero en otros países- podrán entenderse más fácilmente.)

Bohumil Hrabal

OJO DE DIAMANTE
Bohumil Hrabal

El viajero puso su zapato en el estribo del vagón y alguien le cogió por el hombro. Se dio la vuelta y en el andén estaba un hombre maduro.
      —Señor, por favor, ¿va usted a Praga? —le preguntó.
      —A Praga —dijo el viajero.
      —Pues, por favor, tome a mi hija menor, Vendulka. En la estación de Praga la espera un ferroviario —dijo el padre, y puso en la mano del viajero la palma de una muchacha de unos dieciséis años.
       El jefe de estación tocó el silbato, y la revisora ayudó a la muchacha por la plataforma exterior del vagón, y después con su mano dio la señal de que el tren ya estaba preparado para partir. Y el jefe de estación levantó la banderola.
       El padre corría cerca del vagón y recomendaba:
      —Vendulka, ¡buena suerte! Y cuando todo haya pasado mándanos enseguida un telegrama, ¿me oyes?
      —Sí, papá —gritaba la muchacha—, ¡enseguida mandaré un telegrama!
       Y cuando el tren ya había pasado los semáforos de salida, el viajero abrió la puerta y, dentro de la corriente, se llevó a la muchacha hacia el pasillo del vagón. Seguía cogiéndole la mano, desconcertado.
       Desde el compartimento se oía una conversación:
      —En serio, todavía estábamos solteros y quería comprarme una camisa, pero no me la compró porque no sabía mi talla. De repente en la puerta se acordó y en medio de la tienda gritó: ¡Cuando quiero asfixiarlo, la mano se me queda así! Y el dependiente coge la cinta métrica y mide alrededor de sus manos y dice: ¡Talla cuarenta! Y la camisa, como ustedes pueden ver, me sienta requetebién…
       La puerta corredera se desplazó y del compartimento salió deprisa un viajero que gritaba risueño:
      —¡Matarla es poco! —gritaba, y con el puño iba golpeando la pared de madera del vagón. Cuando se hubo desquitado regresó al compartimento donde la misma voz proseguía:
      —Y yo me digo: Si el día de San Nicolás me sorprendió con la camisa, por Navidades la sorprenderé con un sombrero. Y pues voy a la tienda Nueva Moda y digo: ¡Quisiera aquel sombrero tan elegante del escaparate! Y Nueva Moda dice: ¿Por favor, qué talla? Y yo no la sabía pero hago memoria y digo: Una vez que nos peleábamos le di una cachetada a mi novia, sobre la cabeza, ¡e incluso ahora me acuerdo de la medida! Y Nueva Moda va sacando sombreros durante un rato y me los va poniendo debajo de mi palma hasta que digo: ¡Éste! Y lo puse debajo del árbol de Navidad y le sentaba como el culo a la bacinica.
       Y del compartimento salió de prisa el viajero calvo apretándose un pañuelo en la boca y ahogándose de la risa. Apartó a la muchacha y se colgó de la ventana un rato, como una toalla sobre una estufa, después volvió a golpear con el puño la pared del vagón y exclamó:
      —¡Matar a ese tío es poco! —se secó los ojos y regresó al compartimento.
       El viajero que todavía tenía a la muchacha cogida de la mano se decidió a entrar tras el calvo.
      —Señores —dijo la muchacha al entrar—, ¡me llamo Vendulka Kristová, y voy a Praga! —y tendió las manos y palpó delante de ella, tocó la cabeza rizada del bromista que también se presentó:
      —Yo me llamo Krása, Emil.
      —Y yo Václav Kohoutek —dijo el viajero calvo.
       El hombre que había llevado a la muchacha quiso tirar su cartera en el portaequipajes, pero tocó la cabeza del calvo.
      —¡Carajo! ¿No podría andar con más cuidado?
      —Perdón.
      —¿Han dado un golpe a alguien? —exclamó la muchacha. En eso mi padre es un experto. Yo suelo llevar las cartas al buzón y conozco mi camino como la palma de mi mano pero los malditos carteros pusieron el buzón dos casas antes, y yo me di un golpe en la frente con el ángulo de la caja metálica y me herí. ¡Pero en seguida di dos golpes al buzón con mi bastón blanco!
      —Siéntese aquí, cerca de la ventana —recomendó el hombre calvo secándose los ojos—, podrá ver el paisaje.
       La muchacha palpó el asiento, después la ventana. Sacó la palma horizontalmente como si quisiera comprobar si llovía, dijo contenta:
      —¡Que sol más hermoso!
       Y los viajeros callaron.
      —¿El señor de la estación era su padre? —le preguntó el viajero que la había llevado.
      —Sí, papá —asintió la muchacha—. Pero señores, ¡mi padre sí que es un caso! Todo el mundo tendría que envidiármelo. Mi padre es fruticultor y una vez, con su camioneta, pasó por encima de una vecina coja, la señora Dymácková, y tuvo que ir a juicio. Los enemigos de mi padre estaban contentos, Gracias a Dios el viejo Krista acabará en la cárcel o lo pagará caro. Pero la vieja Dymácková llegó corriendo al juicio, sin muletas, tan fresca y besó la mano de papá y le dio las gracias porque le había pasado por encima de una manera tan bonita que ya no estaba coja. Sólo es una pena, dijo, que no me hubiese pasado por encima treinta años antes, seguro que me hubiera casado.
      —¡Qué padre más espabilado! —alabó el del pelo rizado.
      —¿Verdad? —se reía Vendulka, y sacó la palma por la ventana, pero el tren entró en una curva y transportó el sol desde la ventana del compartimento a la del pasillo—. Se ha escondido el sol —dijo.
       Los viajeros se miraron entre sí y asintieron con sus cabezas.
      —¿Pero cómo es su padre? —preguntó poniendo su mano sobre la rodilla del bromista de pelo rizado.
      —Mi padre hace quince años que está jubilado, porque tiene el corazón más grande de toda Europa —dijo el rizado—, un corazón como un cubo, y desplazado hacia el centro del tórax…
      —Sólo que… —dudó el calvo.
      —¡Qué maravilla! —exclamó Vendulka.
      —Sí, papá tiene un contrato con la facultad, cuando muera su corazón pertenecerá a la universidad —proseguía el rizado—. Y eso que el corazón de mi padre lo querían comprar unos extranjeros, pero mi padre es patriota, y dijo que no. Mi padre tiene prohibido irse a bañar, coger aviones, viajar en trenes rápidos…
      —¡Ya sé! —gritó la muchacha—. Es para que el corazón famoso no se rompa ni se extravíe, ¿verdad? —gritaba palpando y apretando la mano del narrador rizado—. ¡Los padres como el suyo saben andar por la vida, como el mío!
      —Sí —dijo el viajero volviéndose más guapo—. A veces acompaño a papá a la facultad, allí lo desnudan y el señor profesor le hace rayas con lápices rojos y azules…
      —¡Sí, sí! —se alegró Vendulka—. Porque los lápices rojos son las arterias y los azules las venas, ¿no es así?
      —Sí —dijo el rizado escondiendo la mano de la muchacha entre sus palmas y prosiguió: —Y después llevan a papá a la sala y sobre él se inclinan los estudiantes y el profesor señala con un puntero a mi padre como si se tratase de una mapa hidrográfico, y explica y enseña, y después el profesor conecta a un megáfono el corazón de un estudiante… Pero eso no es nada, es como si tocasen un tamborcillo o como si la guardia con sus botas caminase por un pasillo de cuartel, pero después, cuando conectan el megáfono al corazón de mi padre…
      —¡Es como si se alejase la tempestad! —exclamó la muchacha—, ¡como si una roca rodase! Como si descargasen un camión de patatas en un sótano, como si tocase Emil Gilels, ¿verdad?
      —Exactamente —se extrañó el rizado y se pasó el dedo entre el cuello y la camisa.
      —¡Ay, queridos señores! —se alegró Vendulka—. Estoy muy contenta de estar aquí, con ustedes. ¿Verdad que alguien más tiene un padre famoso?
      Y el tren avanzaba paralelamente a la carretera y los viajeros miraban por la ventana, y allí, en la cuneta, vieron un anuncio, un gran corazón azul del cual salían dos fuentes con una inscripción debajo: “Para el corazón está Podébrady”, el aire del compartimento se impregnó de misterio.
      —El señor profesor Vondrácek ya no puede esperar el momento de entrar con el escalpelo al interior de un corazón tan extraordinario —dijo el rizado.
      —Me lo imagino —se reía la muchacha—. ¡Vaya cosa, otro corazón checo que se hará famoso!
      —Pero nadie llega a la suela del zapato de mi padre —dijo el calvo y bajó su cartera del portaequipajes.
      —Tiene toda la razón, pero hay que ver a mi padre. Estimados señores, ¡que bien baila! —Vendulka aplaudió—. En la fiesta mayor bailamos de punta a punta, y toda la sala nos rodea. Y papá obliga a tocar únicamente para él. ¡Pero lo que le ocurrió una vez! Cuando aún era pequeñita papa había pedido que tocasen “Blanco y rojo”, porque con aquella melodía él canta “Blanco y verde” porque nuestros futbolistas tienen el uniforme y la bandera verdes, como el Slávia, pero sólo de color verde. Y llegó un policía y dijo: ¡No se tocará “Blanco y rojo”! Y papá se sacó un billete de cien y se lo dio al director diciéndole: ¡“Blanco y rojo” se tocará! Y el policía: ¡“Blanco y rojo” no se tocará! Y de esta manera fueron subiendo de tono. Y papá lo terminó: ¡“Blanco y rojo” se tocará! Y ¡bum! en la nariz del policía. Para que lo sepan, queridos señores, aquel policía antes del golpe era muy feo, porque tenía la nariz desviada hacia la derecha. ¡Y que sangría! Y después papá bailó “Blanco y rojo” y cantaba: Blanco y verde, ése, ése quiero, y el vecindario estaba contento porque el viejo Krísta ¡aquella vez sí que había metido la pata! Pero cuatro meses más tarde, cuando se celebró el juicio, llegó un policía guapísimo y proclamó que deseaba aquel golpe en la nariz, que incluso lo había encargado y que daba las gracias a papá por el porrazo, porque le había desplazado la nariz hacia la izquierda y de ese modo la nariz le quedó en medio de su cara y que una rica heredera de buena familia se había enamorado del policía y todo terminó con una boda. Hasta hoy en día, durante la fiesta mayor, papá recibe una cesta de pasteles de parte del policía, y en invierno carne de la matanza del cerdo, ¡es una especie de carta de agradecimiento! —gritó Vendulka emocionadísima.
      —¿Quién lo diría? —consideró el viajero calvo—, un golpe en la nariz ha creado la felicidad de un hogar.
       Y se puso el abrigo.
      —¿A qué se dedica su padre? —le preguntó Vendulka.
      —Jovencita, ya no está en este mundo —dijo el calvo—, era un padre tan fabuloso, que hasta este momento no me he dado cuenta de lo fabuloso que era, en este momento en que ya no está en este mundo… Siempre trabajó en el turno de noche… Por la mañana la puerta chirriaba, mamá llenaba una palangana con agua hirviente y papá dejaba el casón en el patio…
      —¿Qué es el casón? —preguntó.
      —Era un gran pedazo de carbón que los mineros se llevaban a sus casas, en el abrigo tenían un gran bolsillo… Y después papá entraba, se desnudaba, mamá dejaba sobre el taburete un tazón de café, papá se lavaba, después se sentaba y se comía un pedazo de pan, se bebía el café y al mismo tiempo se sacaba los zapatos, y se calzaba los más nuevos, se vestía… Siempre lo hacía de tal manera que al terminarse el café se ponía la gorra e iba a jugar a cartas con sus amigos en Modrá hvezda, y yo al mediodía le llevaba la comida, él comía y seguía jugando. A las cuatro regresaba a casa, se tendía en el suelo para que se le estirase el esqueleto, tal como él decía. Y cuando ya había dormido suficientemente volvía al trabajo. Pero una vez mamá había preparado el agua hirviente…
       El tren reducía la velocidad y el viajero calvo dio la mano a Vendulka.
      —Jovencita, te deseo mucha suerte en la vida, pero yo me tengo que bajar —y salió al pasillo.
       El tren se paró. Vendulka palpó el pasador de cobre de la ventana y la abrió hacia abajo y gritaba hacia el andén de la estación de tren de pueblo:
      —¡Querido señor, termine de contármelo, querido señor!
      El viajero calvo se paró debajo de la ventana y prosiguió:
      —Mamá volvió a preparar el agua caliente, pero papá no llegó. Cuando el agua se enfrió salió a ver dónde estaba papá, y cuando abrió la puerta la pipa de mi padre se cayó al suelo…
       El tren retomaba su marcha y el viajero calvo corría al lado del vagón y contaba:
      —Y mamá cogió la pipa y se echó a llorar, cogió un abrigo y se fue corriendo hacia la mina… Papá había sido enterrado por una roca… Sus amigos habían venido a decírnoslo… pero habían tenido miedo… así es que pusieron la pipa contra la puerta y luego huyeron… pero, jovencita, ¿sabes que yo no he visto nunca a mamá durmiendo? Cuando yo me despertaba ella ya se había levantado… Cuando me iba a dormir aún estaba arreglando algo… La vi durmiendo… mucho más tarde… —gritaba el viajero calvo, se paró y resopló.
       Vendulka gritaba:
      —Estimado señor, perdóneme porque mi padre aún está en el mundo, ¡perdóneme, perdóneme!
       Y el tren cogió una curva y transportó el sol desde la ventana del pasillo hasta la del compartimento.
       Después de un rato el viajero que había llevado a la muchacha dijo:
      —Mi padre era curtidor de pieles y tenía una enfermedad que en aquellos tiempos era llamada gangrena de viejos, así pues, año tras año le cortaban un trocito de pierna, de forma que andaba en silla de ruedas, su distracción era cultivar rosas que se esparcían a lo largo de la pared del taller y aquellas rosas se llamaban marsalka y eran amarillas. Y papá las cortaba y sólo él las podía cortar, y sólo para la iglesia o para las señoritas. Pero abrieron una calle que atravesaba nuestra pared y arrancaron las marsalka y papá casi se muere del disgusto. Pero encontró otra distracción. Iba a la curva de la muerte y dirigía el tráfico. Al principio con las manos, y después con una banderita. Desde la mañana hasta la noche, incluso cuando llovía. Yo, con un alambre, tenía que atar un paraguas a su silla. Y así durante ocho años… Cuando se murió, al lado de la pared del cementerio había un centenar de camiones aparcados y la curva de la muerte estaba cubierta de flores hasta esta altura.
      —¿Hasta qué altura? —preguntó Vendulka.
      —Hasta aquí —dijo el viajero y levantó la palma de la muchacha y añadió: —Y cuando en aquella curva hubo de nuevo accidentes, pues instalaron dos grandes espejos…
      —¡Dios mío! ¡Usted también tiene un padre famoso! —exclamó— ¡Un padre que se ha transformado en dos espejos!
       Y los viajeros se miraron entre sí y después miraron por la ventana y el tren entraba en una ciudad, y de las esquinas de las calles colgaban dos espejos grandes y redondos, como unos quevedos gigantescos, y los espejos pasaban de un lado a otro la imagen de la curva con poca visibilidad.
       El aire del compartimento se llenó de misterio.
      —Su padre allí, en la estación, estaba muy delgado… —dijo tosiendo el viajero que había acompañado a la muchacha.
      —Ya lo creo —exclamó—, ¡pero si lo hubiesen visto hace un año!, ¡estaba gordo como un globo! Y tenía el corazón rodeado de grasa, el hígado roto y también el estómago y los riñones. Mamá decía: Las consecuencias de una vida desenfrenada. Y el médico le prescribió un régimen, pero papá estaba débil porque le gustaba mucho la manduca. Una herbolaria le dijo que si no tenía voluntad, sólo podía conseguirlo injuriando muy gravemente a la policía. Y ¡qué suerte!, detuvieron a papá y, mientras hacían el informe, papá iba dictando todas las injurias que había dicho, y además lo firmó. Y le cayó medio año, y los enemigos de papá estaban contentos porque Gracias a Dios Krísta, el dandy, ya no nos provocará más. Pero papá regresó medio año después, delgado como un estudiante y enseguida convocó una conferencia en U Vence e invitó a todo el mundo y dijo: ¡Hey!, ustedes, tarugos, ¡estar en la cárcel supera a todos los balnearios del mundo! ¡Fíjense, y encima me he ganado dos mil coronas! ¡Y estoy sano como un toro! Y papá cogió un botón de su abrigo e hizo así, para demostrar lo grande que le quedaba, y los vecinos, gordos como globos, tuvieron que reconocer que nadie le llegaba a la suela del zapato… Pero, queridos señores, si no les ofende, les invito a nuestro pueblo, Hradcana, cada jueves hay baile, ¡vengan a mover el esqueleto! Pero dentro de dos meses, ¿de acuerdo?
      —¿A bailar? —se asustó el rizoso.
      —A bailar, ¡porque yo ya soy mayor de edad! Y el médico me dijo que cuando tuviese dieciséis años me operaría. ¡Y va a operarme esta semana! Y después incluso yo veré ese mundo tan maravilloso. Veré a las personas, y las cosas, y los paisajes, y mi trabajo. ¿Serán bonitas las cestas de mimbre que hago? Estimados señores, ¡el mundo tiene que ser una maravilla!
      —¿Usted lo cree? —hizo una mueca el hombre que la había acompañado.
      —¡Ya lo creo! ¡Tiene que ser maravilloso! —gritó Vendulka—. Porque en el instituto trabaja un muchacho llamado Ludvík y justamente antes de llegar allí estaba desgraciadamente enamorado y con un bolígrafo se rascaba por debajo de los párpados, hasta que el médico le dijo: Oye, si lo vuelves a hacer, ya no verás nunca más este mundo tan maravilloso. Y Ludvík dijo que ya no quería tener nada en común con ningún mundo maravilloso. Y volvió a rascarse con el bolígrafo por debajo de los párpados. Ahora hace cestas de mimbre, pero echa muchísimo de menos el mundo y aúlla como un perro cerca de su casita… ¡Ay, este mundo tiene que ser tan maravilloso como el corazón de su padre, un corazón tan grande como un cubo! Tan maravilloso como su padre, que se transformó en dos espejos redondos en la curva de la muerte. Queridos señores, dentro de dos meses veré, ¿vendrán a bailar conmigo para celebrarlo?
      La puerta del compartimento se abrió:
      —Boletos, por favor —dijo la joven revisora bostezando de aburrimiento.

Entrada anterior
Con la lengua trabada en Oslomfunf
Entrada siguiente
La casa del Estero

3 comentarios. Dejar nuevo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Rellena este campo
Rellena este campo
Por favor, introduce una dirección de correo electrónico válida.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.