Escritura creativa

Mire el interior

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Los apodos que se dan a muchas personas tienen su base, con frecuencia, en alguna característica física. Por ejemplo, alguien puede ser llamado «el Patas» por el tamaño de sus pies, «Narices» por lo notable que resulta su nariz, etcétera. Con base en estos dos ejemplos se puede suponer que lo más común, en casos así, es singularizar un detalle visiblemente inusual en el físico de la persona que va a recibir el apodo. (Y, por supuesto, el repertorio de los apodos obscenos es el que más se aprovecha de esto).

La propuesta ahora es darle la vuelta a esta idea e inventar breves descripciones (o mejor aún, biografías) de personajes cuyos apodos se refieran a partes menos obvias de sus cuerpos. ¿Por qué alguien sería llamado «el Páncreas», por ejemplo? ¿O «la Falangina»?

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  • Información Bitacoras.com…

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  • Pechuguita

    Pechuguita vivía en la brava y muy pintoresca colonia Doctores. Se juntaba con el Christian, el Guante, el Apá, el Tico y el Chocorrol. De muy pocos de sus amigos conocía los nombres con los que un cura los llamó sobre la pila de bautizo. A Christian le decían así desde que se pintó el pelo igual de putísimo que el hijo de Verónica Castro. El Guante tenía unas manos descomunales, como de manopla de beisbol. El Apá tenía ese apodo porque siempre estaba al pendiente de todos y los cuidaba. El Tico, cuando grande, decía que su sobrenombre obedecía a que la gente pensaba que era de Costa Rica, la verdad –me contó el Apá- es que cuando era niño, no podía decir que estaba chiquitico y sólo le salía decir que era el Tico. Creo que ni el propio Chocorrol sabía por qué le decían así, aunque el Apá aseguraba que se debía a que no comía otra cosa en la secundaria. Pechuguita tenía catorce años, era una güerita chula, pero sus pechos eran apenas dos pellizcos con la promesa de apenas unas tetas regulares. ¿Por qué le decían pechuguita? Porque era la única carne blanca entre tanta carne prieta.

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  • Yaguarú

    Pablo salió aquel día con el único objetivo de pasarla bien con sus amigos. Oscar engañó inteligentemente a su madre y logró así llevarse su coche. Salieron de Xalapa, pasaron Cuatepec, y llegaron al ameno Jalcomulco. Nadaron todos en el río, clavado tras clavado acomularon hambre y decidieron comprar un delicioso y picosoto caldo de camarón. Disfrutaron del paisaje. Ahí sentado con la cola y la cabeza de un pobre camarón en sus manos, Pablo escuchó a los vecinos de la mesa de a lado hablar sobre unas pozas escondidas entre las montañas. Al instante todos callaron para escuhar la ubicación. Con la montaña de caparazones en sus platos, decidiron pagar y emprender el viaje a aquel lugar. Cantando Celso Piña llegaron a Apazapan. Preguntaron a los habitantes de ahí cómo llegar a las dichosas pozas. «Te das vuelta ahí y agarras para allá como unos 5 kilómetros y de ahí das vuelta a la derecha y dejas el carro y bajas caminando como una media hora». ¡Qué maldita ruta!, pero las ganas que tenían por lo escuchado durante la comida no les permitieron detenerse. Después de escuchar 4 veces la cumbia sobre el río llegaron por fin a donde el coche habría de quedarse. Entre yerbitas y tierra suelta fueron descendiendo. Pablo no dejaba de maravillarse del hermoso paisaje. Es como si una enorme mano hubiese jugado ahí cuando las montañas aún no se secaban, y hubiera enterrado la punta de sus dedos en el barro. Las pozas son deliciosas, llenas de agua termal que fluye de huella a huella digital. Los trajes de baño volvieron a empaparse. Pablo, como en el mejor de los jacuzzis, se sentó a disfrutar del correr del agua tibia. El cielo apenas y logra asomarse entre los árboles, el calor del agua es envidioso, no le permite visitas largas, solo vistazos. Pecas sacó de su mochila una discreta pipa de padera y todos agradecieron el detalle. Era un lugar extremadamente idóneo para fumar un poco aquello. Todos, absolutamente todos, lo disfrutamos enormemente. «¡A la madre que cabrón!», «¡uuuh a huevooo!», obvio, pasados 4 minutos todos alardeabamos y chuleabamos en medio de los cerros el momento que vivíamos. Pablo, un poco más que todos, disfrutaba de las sensaciones que emperimentaba ahí, sentadito con los brazos extendidos sobre el borde barroso de la poza y moviendo graciosamente sus dedos de los pies. Los demás bajaron a una poza mayor, nuevamente los clavados aparecieron, ciertamente esta vez todos sentían que volaban un largo tiempo antes de atravesar la superficie del agua. Pecas, en medio de las bromas, entre que sumergían a alguien o se subían en los hombros de otros para arrojarse, recordó haber escuchado alguna vez sobre los misteriosos yaguarús. El debate surgió pronto de entre las aguas: «¡Ah, sí, los pecesitos esos que se te meten ¿no?!», «¡Huevos!, que peces ni que madres, son como sanguijuelas!», «Yo los ví en animal planet y son como los alfilerillos». «A ver a ver, el pecas estudia biología we, ¿Pecas verdad que son como renacuajos?». «No, son como unas nutrias pero más grandes, por eso les dicen tigres de agua o una madre así», «!No mames Pecas ahora sí te las mamaste!» «JAJAJAJ». Mientras los demás descubrían la naturaleza del yaguarú, Pablo disfrutaba de su relagante chapoteo. «¡Pablo no mames we! ¡hay yaguarús en las pozas!» gritó el chaquetín mientras todos le seguían la corriente y fingían terror, nadando rapidamente hacia la orilla y salpicando agua exesivamente para enfatizar su desesperación. Y lo demás ya se lo imaginarán, no sabía que eran, nisiquiera que hacía, es más, nisiquiera los de abajo lo sabían pero Pablo se aterró.

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  • Cortex Limbico
    15/05/2009 5:56 pm

    MIs amigas, «la trituradora» y «la golosa» no me dejan en paz. A veces me pregunto porqué será. ¿Será cuestión de carácter? !No creo!

    Atte.

    Alias, Tomás.

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  • Hola Cortex Limbico… je, je, je ¡Soy yo la de la fotito! ¿Verdad?

    Espero no ser ni la trituradora, ni la golosa.

    Atentamente
    Pechuguita

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  • -¡Ahí viene Mumra! Ya vamonos, no quiero que nos agarre como siempre- dijo el Pato afuera del salón.
    -El Bazu todavía no sale y él es que trae la nave -contestó Moris.
    -¿Quien es Mumra?- preguntó Galindo el chico nuevo.
    -Perate -respondió Pato- ¡Bazu, Bazurita!, ya apúrate que viene Mum…-se interrumpió de golpe
    -Hola amigos, que bueno que los encuentro- saludó Quezada deteniendo las ruedas de su silla.
    -Hola Quezada ¿Que tal el primer dia de clases?
    -Todo bien, Patricio ¿Creen que me puedan echar una mano como siempre para bajar las escaleras?
    -Por supuesto, nada mas deja que salga Zurita.

    Llegaron al borde de las escaleras y los cuatro chicos, sujetaron con fuerza la silla de ruedas, Galindo sintió por primera vez el vertigo y la sensación de falta de equilibrio que sus nuevos amigos sentían a diario, paso a paso bajaban cautelosamente los peldaños, el miedo de dejar caer al invalido lo invadió durante el descenso de tres pisos. Cuando llegaron a la planta baja, Quezada apenas les agradeció y se fue veloz girando las ruedas de su silla.

    -Oye Morán, por que le llaman Mumra -preguntó Galindo

    -Mumra, el imortal, ya sabes por que nunca podra estirar la pata.

    -Chale, que cruel, ustedes le ponen apodo a todo mundo, ¿A mi cual me van a poner?

    -Ninguno -dijo Pato- tú ya tienes suficiente con llamarte Oliver.

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  • Fémina Sanguinaria
    20/05/2009 3:57 pm

    El Panda

    Levaba casi un año saliendo con el panda. Recuerdo que lo conocí en una fiesta en la casa de safadinne, aunque ese día me exasperó bastante su presencia porque ya estaba algo happy y con ánimos de alegrar el ambiente, tomó una cerveza, la agitó al ritmo de la “huaracha sabrosona” y bañó a todos con el vital líquido, me fui muy molesta aquella noche y para colmo, apestando a borracho. Lo volví a encontrar unos meses después en otra fiesta, esta ocasión estaba sobrio, debido a que había enfermado de los riñones y lo medicaron, las pastillas lo dopaban lo suficiente como para no querer más alcohol; en la interacción llegué a conocerlo a fondo y desde esa ocasión nos llevamos mejor. Siempre me intrigó el porqué de su apodo, ya que físicamente no era ojeroso, gordo o peludo como para asemejarlo con un oso panda, al contrario, era muy delgado, eso sí, tenia una cabellera rizada enorme, por lo que yo le hubiera puesto él maruchan, aunque panda me parecía encantador, además me ahorraba el esfuerzo y la burla de llamarle por sus nombres: Guillermo Nestor Abraham. ¿A quién carajos se le ocurre ponerle tres nombres a su primogénito? Pues sólo a doña panda.

    Era un tipo muy divertido, hablaba todo el tiempo y conocía a mucha gente. Lo hacía peculiar el hecho de que le gustara el rap, yo pensé que ese género se había quedado en el siglo pasado; además tenía un estilo especial, usaba ropa demasiado holgada sin caer en la fodongués y unos tennis de colores brillantes, que le ayudaban a no pasar desapercibido, no porque quisiera llamar la atención, simplemente así era él.

    Una tarde lo acompañé a una reunión familiar y por todos lados escuchaba: “panda trae los refrescos”, “panda ya hablale al chiquis”, “¡pinche panda, no mames!. Esperaba que al menos alguien le dijera neto o memo, sin embargo hasta la abuelita de decía así.

    – oye, ¿por qué te dicen panda? – pregunté
    – ¡que la chingada!, ¿otra vez? ya te había dicho
    – no me has querido decir
    – ash!, porque nací el mismo año que el oso tohui
    – ¿el oso que? – le dije con una cara de no saber de quién hablaba.
    – ¿No lo conoces?, ¡Tohui! el oso de Chapultepec, ¿ya? ¿contenta? – gritaba mientras se daba vuelta y desaparecía entre la multitud

    Me quedé ahí perpleja y a mi lado se escuchaba una risita cándida, era de su abuelita, una anciana muy pintoresca.

    – Ay mija, sólo tú que crees todo lo que te dice este cabrón. Que oso ni que ocho cuartos.
    – ¿No?, ¿entonces?
    – Cuando era chamaco, lo operaron de la apéndice, y como siempre fue bien chincualiento, en una de esas andaba brincando en la cama y que se cae de trompa. Se abrió el labio y de paso le volvieron a coser la herida de la opración porque se le abrió. El chiquis que apenas hablaba, cuando lo vio se soltó la carcajada y le dijo: “lero lero, todo po pandajo”.

    Ahora cada que lo llamo, no puedo evitar recordar la verdadera historia y reírme, aunque sea por dentro.

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  • Me llama la atención que los ejercicios, en general, han sido pequeñas historias. Varias podrían convertirse en cuentos sin demasiado esfuerzo adicional. Felicidades y gracias por compartir.

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  • El Mal-cacumen era un tipo muy malpensado y peor pensador, también le decían que tenía elefantiasis en las glandulas mamarias de su mala leche, para colmo se juntaba con el Higadito, uno al que al principio apodaban el Tiznado porque siempre andaba encarbonado. El trío principal lo completaba el gónadas. A ellos se les unía toda la bola de relajientos que asolaban el salón; hasta que el Trompa de E. pasaba por ellos, la señal eran sus fuertes chiflidos característicos. Y así se iban, ante su convocatoria, a chiflar a otro lado, las fichitas, con aquel trompetista que compartía el oficio de su colega el de Hamelin. Sólo que este neo trompetista se llamaba Eustaquio.

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  • ¡Carambola de varias bandas! 🙂

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  • Miss Rainbow

    La reconocí en el instante en que entró en la recepción y se registró en el libro de citas.
    La señorita Arellano había sido mi profesora de inglés en el bachillerato, y ahora estaba sentada en la sala de espera de mi consultorio, junto a un niño al que yo le había puesto brackets el mes pasado.
    La espié por la persiana. Era ella y lo refrendaban sus gestos, es difícil que un adulto los cambie una vez adoptados y sellados en el rostro. Era la misma por la que a cada profesor de la facultad le preguntaba la posibilidad de la pigmentación dental. Era Miss Rainbow, la única persona con dentadura multicolor que yo había conocido, y la tenía sentada en mi sala de espera aguardando su turno.
    Despaché rápidamente al niño de los brackets, no quise perder tiempo con él, después de todo el filo de una guillotina no se desperdicia en cortar sandías. Era turno de Miss Rainbow.
    Entró con su traje grisáceo y me puse de pie como cuando me daba clases. Nos presentamos y pregunté —en qué le puedo ayudar—, fingí no saber nada, aunque las preguntas se aglomeraban en la punta de la lengua como los insectos de un hormiguero al que le han prendido fuego.
    Me explicó que por nuevas políticas de educación, le prohibían portar colores llamativos, mismos que pudiesen incitar los más bajos conceptos de anarquía en los jóvenes de bachillerato.
    Por costumbre le indiqué que se recostara en el sillón y que abriera grande la boca. Ahí seguían. Iguales a los de mis recuerdos: primeros molares rojos y verdes, azules y amarillos, muelas color magenta, y caninos en naranja tenue.
    —Cuál es la causa— preguntó mi morbo.
    “Buenas tardes doctor. Verá usted, cuando niña a causa de mis nervios mastiqué docenas de gises de colores. Mis padres eran mestros y en la casa uno podía encontrar, sin mucha dificultad, las tizas multicolores, y al igual que las mujeres encinta encuentran paz en comerse el yeso de las paredes, a mí el triturar gises con la boca me tranquilizaba. Verá usted, cuando mi cuerpo comenzó a cambiar al de una jovencita lo hizo también el pigmento en mis dientes, uno tras otro se tiñeron de los colores del contenido de aquellas cajas de gises que vacié en la niñez. Intenté revertir esto masticando gises otra vez, pero los insípidos, los blancos. No sirvió de nada. Lo único que cambió fue la intensidad, mis dientes se tornaron en colores pastel y no en blanco”.
    Miss Rainbow suspiró en forma de desahogo.
    “Ésta situación me ha valido la crueldad de mis alumnos en un sinfín de motes, además de la pérdida de mi confianza; pero eso ya no es tema que pueda interesarle. No quiero perder mi empleo y por eso vine a verlo doctor”.

    Argumenté un sencillo procedimiento de carillas dentales como medida provisional, y prometí estudiar su caso con detenimiento. Quería que se fuera.
    Miss Rainbow pagó la consulta y salió del consultorio. Tuve un par de consultas más con otros pacientes que no recuerdo bien ahora.
    Ya de camino a casa, compré una cerveza que bebí en pocos tragos sentado en el sofá. Pensaba en el caso de la señorita arco iris cuando entraste y encendiste la luz.

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