El cuento del mes

Telaraña

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Ayer, 13 de junio de 2021, se anunció en redes sociales la muerte de Mauricio Molina, gran narrador mexicano y maestro de la literatura de imaginación. Autor premiado, apreciado por sus colegas y querido por sus lectores, merecía (sin embargo) muchos más de los segundos. Quien llegue a esta nota a partir de la noticia de ayer, que no se pierda su novela Tiempo lunar (1993) o sus libros de cuentos, como La trama secreta (2012), La puerta final (2014) y Planetario (2017).
      «Telaraña» apareció publicado inicialmente en 2004, en la revista Letras Libres, y en 2008 dio título a otro volumen de relatos de Molina, publicado por la UNAM. Es un cuento que representa algunas de las obsesiones de su autor (como el amor y el sexo, o la crisis de una vida aparentemente normal cuando lo inexplicable se abre paso en ella) y su estructura, aparentemente sencilla, vuelve sobre sí misma poco a poco y finalmente, por decirlo de algún modo, se anuda; al llegar a esta complejidad, el cuento se vuelve también una muestra de la pericia y elegancia de un creador atento a la forma de sus historias, y a lo que la forma misma puede decir más allá de tramas y argumentos.



TELARAÑA
Mauricio Molina

Me despertó el sonido de un auto derrapando seguido de un fuerte golpe. Miré el reloj. Eran pasadas las dos de la mañana. La luz arenosa de la luna entraba por la ventana. Sumergida en un sueño profundo mi mujer murmuró unas cuantas palabras incomprensibles, abrió los ojos, se incorporó y se me quedó viendo como si fuera otra persona. Suspiró, miró a su alrededor, volvió a quedarse dormida. Ya estaba acostumbrado a esos brotes de sonambulismo. Yo también regresé al sueño. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que sonó el teléfono, como siempre a esas horas mucho más ruidoso de lo normal. Adriana se incorporó y contestó. Escuché a lo lejos su voz, como salida de un túnel lejano. Luego de decir algo como No es posible, Si aquí está, Deje ya de molestar, colgó con violencia. Percibí con los ojos entrecerrados su silueta desnuda en el umbral.
      —Quién era.
      —No sé, un imbécil que dice que acabas de estrellarte a unas cuadras de aquí.
      —Un borracho.
      —Seguro —respondió—. Vamos a dormir, estoy muerta de sueño.
      Me arrebujé bajo el edredón y le di la espalda.
      Sentí su cuerpo ligeramente más frío de lo normal pegándose al mío, buscando un poco de calor. Uno de sus brazos se aferró a mi hombro. En unos segundos volvimos a sumergirnos en el sueño. Hacía unos meses, desde que regresamos de un largo viaje, que mi mujer y yo habíamos dejado de hacer el amor. Llevábamos una extraña vida de hermanos. Al otro día, mientras tomábamos el primer café, Adriana me citó en un restaurante para cenar.
      —Necesito hablar contigo. Es importante.
      El día transcurrió normalmente. En la oficina me esperaban montones de manuscritos que había que dictaminar. Había una novela titulada Telaraña de la que no tenía la más mínima idea de qué opinar sobre ella. Era una historia muy simple en apariencia: el personaje moría en las primeras páginas aquejado de una rara enfermedad. En el segundo capítulo volvía a aparecer y continuaba con sus actividades normales. No era un flashback, ni una digresión, el personaje seguía vivo después de muerto. Su vida era tediosa y aburrida. La prosa del segundo capítulo era pesada y torpe, a diferencia del primer capítulo, pleno de dramatismo y acción. A la mitad de la novela el personaje volvía a morir, esta vez asesinado por su mujer sin ningún motivo aparente. Luego reaparecía y continuaba viviendo. La trama era absurda pero parecía funcionar de una manera muy extraña pese a sus incongruencias —o quizás deba decir que gracias a ellas. Al atardecer resolví rechazarla, así que redacté un dictamen lleno de veneno. En cuanto dejé la editorial me arrepentí, pero ya era demasiado tarde. La cita con Adriana me tenía un tanto ansioso.
      Cenamos en un restaurante muy discreto. Cuando llegaron los postres Adriana me miró a los ojos y me dijo:
      —Estoy preocupada por nosotros.
      Yo la miré aparentando sorpresa. Ya sabía lo que vendría.
      —Hace ya cinco meses que no hacemos el amor.
      Me sentí un poco incómodo. Escuchar aquello en pleno restaurante, bajo la mirada vigilante del mesero, me ponía demasiado incómodo.
      —No creo que sea momento de hablar de esto.
      —Pero yo quiero hablar de eso ahora, ¿no entiendes que estamos a punto de irnos a la mierda? —exclamó levantando la voz.
      —No es tan grave…
      Me miró con tristeza.
      Los ojos se le llenaron de lágrimas hasta que no pudo contener el llanto.
      —…llévame a la casa y déjame ahí. Quiero estar sola un rato, por favor…
      Mientras manejaba por la avenida, rumbo a la casa, Adriana me señaló algo.
      —Mira nada más a ésos…
      En un cajero automático había una pareja haciendo el amor. Estaban de pie, ella recargada sobre el tablero, la cabeza inclinada hacia la pantalla, con la falda subida y el calzón negro envolviéndole el tobillo. Él la penetraba con movimientos felinos, lentos y cautelosos.
      —Ésos sí que se la están pasando bien —me dijo en un tono de reclamo evidente.
      No hablamos hasta que llegamos a la puerta de la casa. Después de dejarla me dirigí a un bar donde sabía que me encontraría con mis amigos. Ordené un whisky doble, hablamos de futbol, libros y mujeres. En ese momento me di cuenta de que necesitaba distraerme. Estuve en el bar hasta pasada la medianoche.
      Encontré a Adriana dormida. Un ligero aroma a sexo, muy distante, impregnaba la habitación. Adriana dormía con la ropa interior que usábamos para hacer el amor en otro tiempo: unos pantaloncitos de encaje que tenían una abertura en el medio y un brasier negro. La créme de nuit reposaba en el buró, junto al reloj. No era difícil imaginarse lo que había pasado.
      Una hora después abrí los ojos. La sed estaba haciendo de las suyas, me dirigí a la cocina y me bebí un par de vasos de agua helada. El calor era insoportable. En ese momento, pasadas las dos de la mañana, sonó el teléfono. Descolgué de inmediato tratando de no despertar a mi mujer.
      —¿Ahí vive el señor Joaquín Ordóñez?
      —Sí, soy yo.
      A la voz del otro lado de la línea pareció no importarle lo que estaba diciendo.
      —Lamento comunicarle que tuvo un accidente.
      —No diga tonterías. Aquí estoy. Deje ya de molestar.
      Colgué. Me bebí otro vaso de agua, el teléfono volvió a sonar. Descolgué con furia.
      —¿Es suyo un Volvo gris con placas 411 MMC?
      —Sí…
      —Pues su auto está chocado entre la calle X e Y.
      —No me diga.
      Me asomé por la ventana, busqué mi auto. No estaba.
      —Voy para allá.
      Me vestí en silencio y salí sin hacer ruido.
      La calle en cuestión no estaba lejos, a unas cuantas cuadras de casa. A esas horas los mendigos y las prostitutas deambulaban por la zona. No tardé en encontrarme con las luces de las patrullas. Mi auto se había incrustado en un árbol añoso y seco. A juzgar por el estado del auto sería difícil que alguien pudiera haber sobrevivido al accidente. En el asiento del conductor había un hombre que tenía el rostro inclinado sobre el parabrisas y el volante clavado en el tórax.
      —Al parecer las bolsas de aire no le funcionaron… —dijo uno de los policías que escrutaban la escena.
      —¿Está muerto?
      Uno de los oficiales se acercó al conductor, lo movió hacia atrás, con cuidado recargándolo contra el asiento. Tenía el rostro desfigurado y estaba cubierto de sangre. Sentí un mareo muy fuerte, me incliné para vomitar y después de que mi cuerpo cayera sobre el pavimento, me desvanecí.
      Desperté en la madrugada junto al cuerpo de Adriana. Me incorporé y miré a mi alrededor. Estaba en mi cama. Después de incorporarme abrí la ventana y vi mi auto estacionado en la calle, como siempre. Otra pesadilla, pensé, y volví a dormirme.
      Al otro día por la mañana le conté mi sueño a Adriana. Ella también recordaba algo.
      —Oí el ruido de un choque muy cerca de aquí. También te sentí llegar y luego el teléfono también me despertó, pero estaba muy cansada y te dejé contestar. Incluso me pareció que saliste de la casa.
      —Pues desperté aquí hoy por la mañana.
      Nos encogimos de hombros y decidimos no darle importancia al asunto, confiados en que la tensión de la conversación durante la cena nos hubiese jugado una mala pasada mientras dormíamos.
      —Anoche pensé en algo —me dijo—: ¿Por qué no lo intentamos en otro lado? A lo mejor si nos vemos en un hotel podemos jugar un poco y solucionar las cosas.
      —No sé…
      —Mira, aquí muy cerca hay un hotelito al que siempre he querido ir. Voy a hacer reservaciones para esta noche y nos vemos ahí.
      —Bueno, me parece muy bien…
      —Vamos a jugar a que no nos conocemos y que nos encontramos en ese lugar. Dos desconocidos. Yo me encargo de todo.
      Debo de confesar que la idea me pareció más bien ingenua, pero la dejé hacer. No quería más problemas.
      —Nos vemos en la noche.
      —Ahí te espero. Voy a reservar a tu nombre.
      Sin embargo, ese día las cosas se complicaron en mi oficina y salí hasta muy tarde.Telaraña, la novela sobre la que había vertido todo mi veneno, había sido dictaminada elogiosamente por los otros lectores de la editorial y tuve que defenderme pese a que no estaba muy seguro de mi opinión. Finalmente cedí. La novela se publicaría y habría una campaña muy fuerte de difusión. Me sentí ridículo. Sólo deseaba irme a casa, darme un baño y cambiarme de ropa antes de llegar con Adriana. A toda velocidad, rápido como las obsesiones, tomé la avenida que conducía a mi domicilio. Sonó el celular. Era ella.
      —Ya llevo horas esperándolo, señor —me dijo y colgó.
      Como por instinto miré hacia el cajero automático donde habíamos visto a la pareja del día anterior. Ahí estaban de nuevo. Un hombre montando a una mujer bajo la luz blanquecina de un cajero automático. De pronto percibí, por el rabillo del ojo, una enorme masa oscura acercándose a toda velocidad hacia mi auto. Sentí el golpe, escuché el doloroso chillido de los neumáticos derrapando sobre el pavimento, y luego vi, como si estuviera viendo una película, cómo me estrellaba contra un árbol. La última imagen que percibí fue una telaraña de cristal formándose lentamente en el parabrisas después de golpear contra mi cabeza.
      Al cabo de un tiempo que me pareció enorme abrí los ojos. Un vago dolor recorría todo mi cuerpo, pero no tardó en desvanecerse por completo ni bien estuve plenamente despierto. Estaba en la habitación de nuestra casa y Adriana dormía profundamente. Al incorporarme para ir a tomar un vaso de agua, escuché que decía entre sueños:
      —Así… así… más…
      Vino un gemido incontrolable, después todo su cuerpo se contrajo en un espasmo. Vi sus pezones fantasmales sobresaliendo de la tela del camisón, los dedos de sus manos crispados y temblorosos. Estaba teniendo un orgasmo ahí, dormida, frente a mí. La imagen me excitó violentamente, pero no me atreví a despertarla. Nunca la había deseado más que en aquel momento: así, dormida, sumergida en sus propias fantasías y deseos.
      Mientras bebía un vaso de agua helada en la cocina, escuché de nuevo las llantas derrapando y el ruido de un golpe lejano. Ya sabía lo que vendría. Calculé que en unos minutos alguien llamaría, pero no lo hicieron. Afuera no estaba mi auto. Encendí un cigarrillo y esperé un rato, luego me vestí y salí a la calle. Caminé hasta el lugar donde había visto mi auto la noche anterior. Mientras recorría la avenida, escuché la voz de una prostituta que me decía:
      —¿No quieres venir, papacito? Hago lo que quieras… quinientos… tú dices… —vino un silencio y luego levantó la voz— ¡Por lo menos mírame y dime si no los valgo, hijo de la chingada!…
      Seguí caminando sin voltear a verla. Las prostitutas siempre me provocaron una mezcla de atracción y repulsión. En la esquina vi mi propio auto aplastado contra un árbol. El radiador humeaba. Era como si una mano gigantesca lo hubiese tomado entre sus dedos arrugándolo como un papel y lo hubiera arrojado ahí. Tomé el teléfono celular y llamé a emergencias.
      —Quiero reportar un accidente…
      Esta vez no había duda de que era mi vehículo y de que era yo mismo el que yacía muerto en el asiento del conductor. No me pareció extraño ni absurdo verme ahí, de nuevo, con el rostro pegado al parabrisas y el volante hundido en las entrañas. La sangre escurría de mi boca. Nadie podía haber sobrevivido a un accidente así. Escuché el lejano sonido de las sirenas aproximándose.
      Caminé de regreso a casa. No quería meterme en problemas. Esta vez, ocultándome entre las sombras de los árboles e intuyendo que no podía verme, miré a la prostituta. Llevaba un atuendo que no tardé en reconocer. Sólo vestía ropa interior bajo el abrigo que le había regalado a mi mujer en su cumpleaños. Llevaba los mismos pantaloncitos de encaje y el brasier negro. Las medias le llegaban hasta la mitad de los muslos. Cuando finalmente me aproximé a unos pasos, la reconocí. Tenía la mirada enloquecida de los sonámbulos.
      —Ándale papacito. Te lo dejo barato: quinientos el completo.
      Accedí de inmediato. No sabía si era un juego, si me había seguido o si aquello era un sueño. Qué más daba. Me condujo a un cajero automático. Entramos al pequeño recinto iluminado por una luz casi histérica. Se inclinó contra el tablero y me dijo:
      —Cógeme aquí.
      El tono de sus palabras provocó en mí una excitación instantánea. Al cabo de unos segundos, me hizo penetrarla. Una contracción y un golpe de su grupa bastaron para que mi sexo entrara sin dificultad.
      —Dame el dinero, susurró mientras se volteaba para besarme.
      Saqué los quinientos pesos del bolsillo de mi saco y se los puse en la mano. Arrugaba los billetes con placer.
      —Métemela más adentro, más, así, hasta el fondo…
      No sé cuánto tiempo estuvimos en el cajero automático, bajo aquella luz insistente, mientras nos filmaba la cámara de seguridad y pasaban esporádicos automóviles por la avenida muerta. Hicimos el amor de una manera violenta y estilizada, como cuando lo hacíamos antes de volver de nuestro viaje. Al cabo de un rato, exhausto, rasguñados y adoloridos, el sueño nos fue venciendo recostados en el duro piso de mosaico.
      No me pareció extraño despertar en el hospital. Los rasguños seguían ahí. También los golpes. Una voz lejana, como salida del fondo del mar, terminó de despertarme, aunque me negaba a abrir los ojos por completo. El olor del formol y la voz de Adriana parecían formar parte de una sola sensación. Sentí su mano fría en mi rostro febril. Escuché la voz del médico: no hay nada más que hacer. Intenté recordar qué me había pasado, pero no logré encontrar en mi memoria más que imágenes dispersas: el auto a toda velocidad por la avenida muerta, la sensación de que la máquina no respondía, el sonido de las llantas aullando como un animal herido sobre el pavimento, un árbol extendiendo sus ramas hacia mí, el golpe seco, mi rostro contra el parabrisas y una telaraña de cristal formándose alrededor de mi cabeza, Dejé que el sueño nuevamente me venciera…
      Sabía que despertaría de nuevo en otra parte.

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