Robert Sheckley (1928-2005) fue un escritor estadounidense. Asociado con el campo de la ciencia ficción durante toda su carrera, está un poco olvidado ahora, aunque el humor y el ingenio de muchas de sus historias es notable y merece rescate, al igual que su visión pesimista, sumamente escéptica y amarga, de la condición humana.
«Seventh Victim» apareció en la revista Galaxy en 1953 y fue la base de una película de Elio Petri, La décima víctima (1965), también olvidada en la actualidad pero que se adelanta a filmes como Battle Royale de Takeshi Kitano o novelas como Los juegos del hambre de Suzanne Collins.
A su vez, el cuento de Sheckley, además de (obviamente) adelantarse a la película, es una muestra muy interesante de cómo la ciencia ficción suele decir tanto (o más) de su propio tiempo que del futuro: véanse las actitudes del protagonista ante las mujeres.
He revisado mucho la traducción original que encontré del cuento; desconozco el nombre de quien la realizó.
LA SÉPTIMA VÍCTIMA
Robert Sheckley
Sentado ante su escritorio, Stanton Frelaine se esforzaba en fingir el aire atareado que se espera de un director de empresa a las nueve y media de la mañana. Pero era algo que estaba más allá de sus fuerzas. Ni siquiera conseguía concentrarse en el texto del anuncio que había redactado el día anterior; no lograba dedicarse a su trabajo. Esperaba la llegada del correo… y era incapaz de hacer nada más.
Hacía ya dos semanas que tendría que haberle llegado la notificación. ¿Por qué la Administración no se apresuraba un poco?
La puerta de cristal con el rótulo Morger & Frelaine, Confección se abrió, y E. J. Morger entró cojeando, un recuerdo de su vieja herida. Era un hombre cargado de espaldas, pero eso, a la edad de setenta y tres años, suele tener poca importancia.
—Hola, Stan —dijo—. ¿Dónde está esa publicidad?
Hacía dieciséis años que Frelaine se había asociado con Morger. Tenía por aquel entonces veintisiete años. Juntos habían convertido la sociedad «El Traje Protector» en una empresa cuyo capital alcanzaba el millón de dólares.
—Echa una ojeada al proyecto —dijo Frelaine, tendiéndole la hoja de papel. Si tan sólo el correo llegara un poco antes, pensó.
Morger acercó el papel a sus ojos y leyó en voz alta:
—«¿Tiene usted un Traje Protector? El Traje Protector Morger y Frelaine, de corte insuperable en el mundo entero, es el atuendo del hombre elegante —Morger carraspeo, echó una ojeada a Frelaine, sonrió y prosiguió: —Es a la vez el traje más seguro y más chic. Se presenta con un bolsillo para revólver especial extraplano. Ningún bulto aparente. Sólo usted sabrá que va armado. El bolsillo para revólver, fácilmente accesible, le permitirá aventajar fácilmente a su contrincante sin la menor incomodidad.»
Levantó de nuevo los ojos.
—Excelente —comentó—. Sí, muchacho: excelente.
Frelaine inclinó la cabeza sin excesiva convicción.
—«El Traje Protector Especial —continuó leyendo Morger— posee un bolsillo eyector para revólver, la última palabra en defensa individual. Una simple presión sobre un botón disimulado, y el arma salta a la mano de su propietario, con el seguro fuera, lista para hacer fuego. ¿Qué espera usted para informarse en nuestro concesionario más próximo? ¿Qué espera usted para afianzar su propia seguridad?»
Dejó el papel sobre la mesa.
—Excelente —repitió—. Muy bueno, muy conciso —reflexionó por unos instantes, tironeándose su canoso bigote—. ¿Pero por qué no precisar que el Traje Protector se fabrica en varios modelos, recto o cruzado, con uno o dos botones, entallado o no?
—Sí, es cierto. Lo había olvidado —Frelaine tomó el borrador e hizo una anotación al margen. Se levantó, tironeando de su chaqueta para disimular su incipiente barriga. Tenía cuarenta y dos años, un poco más de peso del requerido, y un pelo que empezaba a clarear. Era un hombre de apariencia agradable, pero su mirada era gélida.
—Relájate —dijo Morger—. Llegará con el correo de hoy.
Frelaine hizo un esfuerzo por sonreír. Sentía deseos de echar a andar de un lado a otro, pero se contuvo y se sentó en una esquina de su escritorio.
—Cualquiera diría que es mi primer homicidio —dijo con ironía forzada.
—Sé lo que es eso —lo tranquilizó Morger—. Antes de renunciar, yo pasaba a menudo más de un mes sin poder pegar ojo por la noche mientras esperaba mi notificación. Comprendo en qué estado te sientes.
Los dos hombres callaron. El silencio llegó a hacerse insoportable, hasta que la puerta se abrió y un empleado depositó el correo sobre la mesa.
Frelaine se arrojó sobre las cartas y las fue pasando febrilmente. Por fin halló la que tanto deseaba… El largo sobre blanco de la O.C.P., lacrado con el cuño oficial.
—¡Por fin! —exclamó, con un suspiro de alivio—. Aquí está.
—Felicidades —dijo Morger. Y su tono era sincero.
Morger estudió el sobre con ojos ávidos, pero no le pidió a su socio que lo abriera. Hubiera sido una falta de educación, y además estaba prohibido por la ley. Nadie podía conocer el nombre de la Víctima, a excepción del Cazador.
—Te deseo buena caza —dijo Morger.
—Eso espero —respondió Frelaine, con convicción.
La oficina estaba al corriente y en orden. Lo estaba desde hacía una semana. Frelaine tomó su cartera portadocumentos.
—Un buen homicidio te hará un gran bien —dijo Morger, palmeando su hombro blando—. Has estado febril últimamente.
Frelaine sonrió y estrechó la mano de Morger.
—Pagaría lo que fuera por tener cuarenta años menos —dijo Morger, mirando con una sonrisa su pierna impedida—. Verte así me hace sentir deseos de descolgar mi revólver.
Frelaine agitó la cabeza. Morger había sido un famoso Cazador en su juventud. Diez homicidios superados con éxito le habían abierto las puertas del muy exclusivo Club de los Diez. Y puesto que, naturalmente, tras cada uno de ellos había tenido que jugar diez veces el papel de Víctima, su palmarés era de veinte
asesinatos en total.
—Espero que mi Víctima no sea alguien que tenga tu temple —dijo Frelaine, medio en serio, medio en broma.
—¡No pienses en eso! ¿Por cuál vas ahora?
—Por la séptima.
—Es una buena cifra. ¡Vamos, anda! Muy pronto te abriremos los brazos en el Club de los Diez.
Frelaine hizo un gesto con la mano y se dirigió hacia la puerta.
—Pero ándate con cuidado —advirtió Morger—. Un solo error, y me veré obligado a buscar un nuevo socio. Si no tienes ningún inconveniente, preferiría conservar el que tengo ahora.
—Iré con cuidado —prometió Frelaine.
En vez de tomar el autobús, regresó a su casa a pie. Necesitaba tiempo para calmarse. ¡Era ridículo comportarse como un niño que va a cometer su primer homicidio!
Se obligó a mantener los ojos fijos ante él. Mirar a alguien equivalía prácticamente a un intento de suicidio. Cualquier persona a la que mirara podía ser una Víctima, y había Víctimas que disparaban sin pensárselo contra cualquiera que pusiera los ojos en ellas. Había tipos muy nerviosos… Prudentemente, Frelaine mantuvo su mirada por encima de las cabezas de los transeúntes.
Observó un gigantesco anuncio. Era una oferta de servicios de J. F. Donovan. «¡Víctimas!», proclamaba con enormes letras, «¿por qué correr riesgos? Utilicen los servicios de nuestros Rastreadores acreditados. Nosotros nos encargaremos de localizar al homicida que le ha sido asignado. ¡Usted no pagará nada hasta
después de haber dado cuenta del Cazador!»
Por cierto, pensó Frelaine, tengo que llamar a Ed Morrow apenas llegue. Apresuró el paso. Se sentía terriblemente nervioso. Ardía en deseos de estar ya en su casa para abrir el sobre y conocer el nombre de su Víctima. ¿Sería alguien diabólicamente astuto o un simple estúpido? ¿Alguien rico como su cuarta presa,
o pobre como la primera y la segunda? ¿Estaría rodeado de un equipo de rastreo organizado, o se las arreglaría por sus propios medios? La excitación de la caza era algo maravilloso, que hacía hervir la sangre en las venas y aceleraba los latidos del corazón. De repente oyó el resonar de unas lejanas detonaciones. Dos disparos rápidos y luego, tras una pausa, el tercero. El último.
—Ese ha terminado con el suyo —dijo Frelaine, en voz alta, para sí mismo—. ¡Felicidades!
¡Era tan maravilloso sentirse vivir de nuevo!
Lo primero que hizo al entrar en su casa fue llamar a Ed Morrow, su rastreador. Morrow trabajaba en un garaje en sus horas libres.
—¿Ed? Aquí Frelaine.
—Oh, buenos días, señor Frelaine.
Frelaine observó en la pantalla el rostro de su interlocutor: un rostro obtuso, manchado de grasa, de protuberantes labios casi pegados al aparato.
—Me voy de caza, Ed.
—Buena suerte, señor Frelaine. Supongo que desea usted que esté preparado.
—Exacto, Ed. No creo estar fuera más de una o dos semanas. Probablemente recibiré mi designación como Víctima dentro de los tres meses siguientes a mi regreso.
—Puede usted contar conmigo, señor Frelaine. Le deseo buena caza.
—Gracias, Ed. Hasta pronto.
Colgó. Garantizarse los servicios de un rastreador de primera clase era una buena medida. Cuando hubiera cometido su homicidio, Frelaine pasaría a ser a su vez Víctima… y entonces, una vez más, Ed Morrow sería su seguro de vida. Era un magnífico rastreador. De acuerdo: de hecho, Morrow era un ignorante, un idiota; pero tenía ojo clínico. Descubría a los extraños al primer golpe de vista. Tenía una habilidad diabólica para preparar una emboscada. Era un hombre indispensable.
Echándose a reír ante el recuerdo de algunos de los retorcidos trucos que Morrow había inventado para sus clientes, Frelaine sacó el sobre de su bolsillo, hizo saltar el sello, lo abrió, y examinó los documentos que contenía.
Janet-Marie Patzig.
Su Víctima era una mujer.
Se levantó, y paseó arriba y abajo por la habitación. Volvió a tomar la carta. Leyó: Janet-Marie Patzig. No había ningún error: se trataba de una mujer. Los documentos anexos contenían tres fotografías, el domicilio del sujeto y los informes habituales que permitían identificarlo.
Frelaine frunció el ceño. Nunca había matado a una mujer.
Tras vacilar unos instantes, tomó el teléfono y marcó el número de la O.C.P.
—Aquí la Oficina de Catarsis Pasional —dijo una voz masculina—. ¿Dígame?
—Acabo de recibir mi notificación —dijo Frelaine—. Se me ha asignado a una mujer. ¿Es eso normal? —dio al empleado el nombre de la Víctima.
El hombre verificó sus archivos microfilmados.
—Todo está en regla— dijo tras unos instantes—. Esta persona nos presentó una solicitud, actuando con pleno conocimiento de causa. En términos legales, goza de los mismos derechos y los mismos privilegios que un hombre.
—¿Puede decirme cuántas muertes tiene en su activo?
—Lo lamento, señor, pero las únicas informaciones que está usted autorizado a obtener son la situación legal de la Víctima y la información descriptiva que le han sido remitidas.
—Comprendo —Frelaine reflexionó unos instantes, y luego preguntó: —¿Puedo solicitar que me asignen otra Víctima?
—Naturalmente, dispone usted de la posibilidad legal de rechazar la Caza que le ha sido propuesta, pero no le será adjudicada otra Víctima hasta después de que usted mismo lo sea. ¿Desea declinar la oferta que se le ha hecho?
—Oh, no, claro que no —se apresuró a responder Frelaine—. Le preguntaba sólo por curiosidad. Muchas gracias.
Colgó, se hundió en el más mullido de sus sillones, y se soltó el cinturón. Aquello requería un poco de reflexión.
—¿Qué buscan esas malditas mujeres queriendo inmiscuirse siempre en los asuntos de los hombres? —rezongó para sí mismo—. ¿Por qué diablos no pueden quedarse tranquilas en sus casas?
Pero también eran ciudadanos libres. Aunque Frelaine encontrara aquello demasiado poco… femenino.
De hecho, la Oficina de Catarsis Personal había sido creada originalmente para los hombres, y exclusivamente para ellos. Había nacido al término de la Cuarta Guerra Mundial… o de la Sexta, según el conteo de un cierto número de historiadores.
Por aquella época, se hacía sentir imperiosamente la necesidad de una paz duradera, de una paz permanente. Por una razón práctica. Una razón tan práctica como la inspiración de los hombres que crearon las bases de la prolongada paz.
Una razón muy sencilla: el mundo estaba al borde de la aniquilación.
En el transcurso de las guerras anteriores, la amplitud, la eficacia y la potencia destructivo de las armas empleadas habían ido en aumento. Los soldados, que se habían acostumbrado a ellas, vacilaban cada vez menos en utilizarlas.
Hasta alcanzar el punto de saturación.
Un nuevo conflicto bélico pondría definitivamente fin a todas las guerras, y esta vez de una forma absoluta: no quedaría nadie para poder iniciar la siguiente.
Era preciso, pues, que aquella paz fuera una paz eterna. Pero los hombres que la organizaron no eran soñadores. Eran conscientes de que siempre existen tensiones, desequilibrios, que son el caldero donde bullen las guerras futuras. Y se preguntaron por qué hasta entonces nunca había existido una paz duradera.
—Porque a los hombres les gusta luchar —fue la respuesta.
—¡Oh, no! —exclamaron los idealistas.
Pero quienes establecieron la paz se vieron obligados, muy a pesar suyo, a tener en cuenta el postulado según el cual una fracción importante de la humanidad es movida por la violencia.
Los hombres no son seres celestiales. Tampoco son monstruos infernales. Sencillamente, son seres humanos que manifiestan un elevado grado de agresividad, de combatividad.
Con los conocimientos científicos y los medios de que disponían en aquellos momentos, los hombres con mentalidad práctica hubieran podido eliminar esta característica de la raza humana. De hecho, ahí es donde muchos pensaban que residía la solución.
Pero los hombres con mentalidad práctica no eran de esta opinión. Consideraban que la competencia, el amor a la lucha, el valor frente al adversario, eran valores positivos. Creían incluso que representaban virtudes admirables y la garantía de la perpetuación de la especie. Sin ellos, la raza terminaría fatalmente degenerando.
El gusto por la violencia, descubrieron, estaba inextricablemente unido a la ingeniosidad, a la adaptabilidad, al dinamismo humanos.
Los datos del problema, pues, eran los siguientes: a) organizar la paz, una paz que les sobreviviera, y b) impedir a la raza humana que se destruyera a sí misma, sin amputar por ello las características que hacían de los hombres unos seres responsables.
Para ello, se decidió que era necesario canalizar la violencia, proporcionarle una válvula de escape, una posibilidad de exteriorizarse.
El primer paso fue la autorización legal de los combates de gladiadores: combates reales, donde la sangre era derramada. Pero aún era insuficiente. La sublimación es válida sólo hasta cierto punto. La gente quería otra cosa más que derivativos.
No existe ningún derivativo para el homicidio.
Así pues, el homicidio fue institucionalizado, sobre una base estrictamente individual, y únicamente para aquellos que realmente desearan matar. Los gobiernos fueron invitados a crear sus respectivas Oficinas de Catarsis Pasional. Tras un período de ensayo, se instauró una reglamentación única:
Cualquier ciudadano deseoso de cometer un homicidio tenía la posibilidad de inscribirse en su O.C.P. Tras aceptar y firmar un dossier que comportaba un cierto número de advertencias y compromisos, se le garantizaba una Víctima.
La persona que presentaba legalmente una solicitud de asesinato debía a su vez aceptar el papel de Víctima unos meses más tarde… si sobrevivía.
Este era el principio fundamental. Un individuo dado podía cometer tantos homicidios como quisiera, pero, entre cada uno de ellos y el siguiente, era designado a su vez obligatoriamente como Víctima. Si la Víctima conseguía matar a su Cazador, podía o retirarse de la competencia o proponer su candidatura para un nuevo homicidio.
Al cabo de diez años, se calculaba que un tercio de la población civilizada del mundo había solicitado cometer al menos un homicidio. Más tarde, la proporción se estabilizó en un veinticinco por ciento. Los filósofos clamaban al cielo, pero los hombres con mentalidad práctica estaban satisfechos. La guerra había dejado de ser un problema colectivo: ahora era un asunto individual, tal como convenía.
Por supuesto, la institucionalización del homicidio se ramificó y se complicó. Una vez autorizado, como sucede con todas las cosas, el homicidio se convirtió en un negocio y una fuente de beneficios. Inmediatamente se crearon organizaciones, tanto para ofrecer sus servicios a las Víctimas como a los Cazadores.
La Oficina de Catarsis Pasional elegía el nombre de las Víctimas al azar. El Cazador disponía de dos semanas para cometer su homicidio, y debía actuar solo y sin ayuda. Se le proporcionaban el nombre, el domicilio y la descripción de su Víctima; tenía derecho a utilizar una pistola de calibre estándar; le estaba prohibido llevar ningún tipo de protección corporal.
La Víctima era avisada una semana antes que el Cazador. Simplemente, se le comunicaba su designación. Ignoraba el nombre de su Cazador. Estaba autorizada a utilizar cualquier tipo de protección corporal, así como los servicios de los rastreadores que creyera necesarios. Un rastreador no podía matar, ya que el homicidio era privilegio de la Víctima y del Cazador. Pero un rastreador podía detectar la presencia de un extraño en el círculo de la Víctima, o descubrir a un tirador nervioso.
La Víctima podía planear todas las emboscadas que deseara con el fin de abatir a su Cazador.
Matar o herir a alguien por error –cualquier otro tipo de muerte estaba prohibido– era sancionado con una gravosa indemnización; el homicidio pasional estaba castigado con la pena de muerte, al igual que el homicidio por interés.
Lo más admirable de aquel sistema era que la gente que sentía deseos de matar podía hacerlo, y aquellos que no sentían el menor deseo –de hecho representaban la mayor parte de la población– no se veían obligados a convertirse en homicidas. Por fin ya no había ninguna guerra, ni siquiera la amenaza de una guerra. Tan sólo pequeñas, muy pequeñas guerras…, centenares de miles de
guerras individuales.
La idea de matar a una mujer no cautivaba en absoluto a Frelaine. Pero había firmado. No podía hacer nada. Y no sentía el menor deseo de renunciar a su séptima caza.
Consagró el resto de la mañana a aprenderse de memoria los datos que le había proporcionado la O.C.P. acerca de su Víctima, y luego archivó la carta. Janet Patzig vivía en Nueva York. Frelaine se sentía feliz por ello: le gustaba cazar en una gran ciudad, y siempre había sentido deseos de visitar Nueva York. No le precisaban la edad de su Víctima, pero, a juzgar por las fotos, no debía tener mucho más de veinte años.
Reservó por teléfono una plaza en el avión, se duchó, se vistió su Protector Especial cortado especialmente para aquella ocasión, eligió una pistola de su arsenal, la limpió escrupulosamente, la engrasó, la deslizó en el bolsillo especial del traje, y luego preparó sus maletas.
Se sentía tan emocionado que le parecía que su corazón deseaba saltársele del pecho.
Es extraño, pensó: cada nuevo homicidio me produce un estremecimiento distinto. Es algo de lo que uno no se cansa nunca: como la repostería francesa, las mujeres, las buenas bebidas… Es algo siempre nuevo y siempre distinto.
Cuando estuvo listo, examinó su biblioteca para elegir los libros que se llevaría consigo. Poseía todas las mejores obras que trataban del tema. No iba a necesitar aquellas destinadas a las Víctimas, como La táctica de la Víctima de Fred Tracy, que insistía en la necesidad de un medio ambiente rigurosamente controlado, o ¡No piense usted como Víctima! del doctor Frish. Aquellos manuales le interesarían dentro de unos meses, cuando le llegara su turno de ser, una vez más, la presa. Por ahora necesitaba libros de Cazador.
La obra clásica y definitiva era Estrategia de la caza del hombre, pero se la sabía ya casi de memoria. El acecho y la emboscada no era muy adecuado para las
actuales circunstancias.
Escogió La Caza en las grandes ciudades de Mitwell y Clark, Rastrear al Rastreador de Algreen, y La táctica de grupo de la Víctima del mismo autor.
Todo estaba a punto. Dejó unas líneas al lechero, cerró su apartamento y tomó un taxi hacia el aeropuerto.
En Nueva York, escogió un hotel céntrico no muy lejos del barrio donde vivía su víctima. El trato sonriente y lleno de atenciones del personal del hotel le puso nervioso: le intranquilizaba ser reconocido tan fácilmente como un homicida recién llegado a la ciudad.
Lo primero que vio al penetrar en su habitación fue, cuidadosamente colocado en su mesilla de noche, junto con la bienvenida de la dirección, un folleto titulado Cómo sacarle el máximo partido a la Catarsis Pasional. Frelaine sonrió mientras lo hojeaba.
Puesto que se trataba de la primera vez que venía a Nueva York, ocupó el resto de la tarde en pasear por el barrio de su Víctima y en contemplar escaparates. Martinson & Black le fascinó.
Visitó el Salón de la Caza, donde se exhibían chalecos antibalas ultraligeros y sombreros blindados para uso de las Víctimas. Le interesó la vitrina donde se presentaban los últimos modelos calibre .38. Un cartel publicitario proclamaba:
¡Empleen el Malvern de tiro directo, aprobado por la O.C.P.! Cargador de doce balas. Desviación garantizada inferior a 0,02 milímetros en un blanco situado a 300 metros. ¡Acierte a su Víctima! ¡No arriesgue su vida teniendo a su alcance la mejor arma! ¡Malvern es seguridad!
Frelaine sonrió. Era una buena publicidad, y el pequeño revólver pavonado daba una impresión de eficacia total. Pero el Cazador estaba contento con su propia pistola.
Existían también en el mercado falsos bastones que albergaban cuatro balas listas para ser disparadas. La publicidad los anunciaba como algo disimulado, práctico y seguro. Cuando era joven, Frelaine se había sentido apasionado por todas aquellas novedades que se sucedían de año en año, pero ahora estimaba que los viejos métodos tradicionales eran generalmente los que prestaban un mejor servicio.
Cuando salió del Salón, cuatro empleados del servicio de limpieza se alejaban con un cadáver aún caliente. Suspirando, Frelaine lamentó no haber estado allí para contemplar el espectáculo.
Cenó en un buen restaurante, y se acostó temprano.
A la mañana siguiente se paseó por los alrededores del domicilio de su Víctima, cuyos rasgos estaban profundamente grabados en su memoria. No miraba a nadie, y avanzaba a paso rápido, como si se dirigiera a un lugar muy concreto. Era así como actuaban los Cazadores experimentados.
Entró en un bar a beber algo, y reanudó su camino en dirección a Lexington Avenue.
La vio al pasar ante la terraza de un café. Era imposible equivocarse: se trataba de Janet. Sentada ante una mesa, con los ojos perdidos en el vacío, ni siquiera levantó la cabeza cuando él pasó cerca de ella.
Frelaine continuó hasta la esquina, sin detenerse. Allí, se detuvo y dio media vuelta. Sus manos temblaban. Exponerse así, sin ninguna protección… ¡Aquella chica estaba loca! ¿Acaso creía que gozaba de una protección sobrenatural?
Detuvo un taxi, y ordenó al conductor que diera la vuelta a la manzana. Cuando volvió a pasar por delante ella seguía en el mismo lugar. Frelaine la examinó atentamente. Parecía más joven que en las fotografías, pero era difícil hacerse una idea precisa de su edad. De todos modos, no tendría mucho más de veinte años. Su negro cabello, peinado con raya en medio y enrollado a cada lado formando como una concha sobre sus orejas, le daban el aspecto de una monja.
Frelaine se estremeció al darse cuenta de que su expresión era de tristeza y resignación. Se preguntó si estaba dispuesta a hacer algún gesto para defender su vida.
Frelaine pagó al conductor y se metió en una farmacia. Había una cabina telefónica libre. Entró y llamó a la O.C.P.
—¿Están seguros de que una Víctima llamada Janet-Marie Patzig ha recibido su notificación? —preguntó.
—Un momento, por favor.
Frelaine tamborileó nerviosamente el cristal de la puerta mientras el funcionario buscaba la microficha correspondiente.
—Sí, señor. Tenemos su acuse de recibo. ¿Alguna impugnación?
—Oh, no. Tan sólo quería verificar.
Después de todo, se dijo, si aquella chica no quería defenderse, allá ella. Eso no era asunto suyo. El tan sólo estaba autorizado a matarla. Era su turno de caza.
De todos modos, decidió aplazarlo todo hasta el día siguiente e irse al cine. Cenó, regresó a su habitación, leyó el folleto de la O.C.P., y se acostó. Todo lo que tenía que hacer, pensó, con los ojos fijos en el techo, era meterle una bala en el cuerpo. Tomar un taxi, y disparar a través de la ventanilla.
—Pero así no es muy emocionante —se dijo tristemente antes de dormirse.
Al día siguiente, por la tarde, Frelaine regresó al mismo lugar. Llamó a un taxi y le dijo al conductor:
—Dé la vuelta a la manzana, pero muy lentamente.
—De acuerdo —respondió el hombre, con una sonrisa tan sardónica como perspicaz.
Desde su asiento, Frelaine se esforzó en descubrir algún rastreador.
Aparentemente, no había ninguno. La joven tenía las manos visiblemente apoyadas sobre la mesa.
Un blanco fácil, inmóvil.
Frelaine rozó uno de los botones de su chaqueta cruzada. Una raja se abrió en la tela, y no tuvo que hacer más que cerrar su mano sobre la culata del revólver. La hizo bascular, comprobó el cargador, deslizó una bala en la recámara.
—Despacio —dijo al conductor.
El taxi pasó lentamente ante el café. Frelaine apuntó cuidadosamente.
Su dedo se crispó en el gatillo. Lanzó una maldición.
Un camarero acababa de interponerse entre la joven y el cañón del arma, y Frelaine no sentía el menor deseo de herir a nadie.
—Dé otra vuelta a la manzana —ordenó.
El conductor sonrió de nuevo y se retrepó en su asiento. ¿Se sentiría tan alegre si supiera que me dispongo a matar a una mujer?, se dijo Frelaine.
Esta vez no había ningún camarero en su campo de tiro. La chica estaba encendiendo un cigarrillo, con sus ojos opacos fijos en el encendedor.
Frelaine apuntó a la frente de su víctima, exactamente entre los dos ojos, y retuvo el aliento.
Pero agitó la cabeza, bajó el arma y la metió de nuevo en su bolsillo para revólver.
¡Aquella idiota estaba impidiendo que extrajera todo el provecho de su catarsis!
Pagó al conductor, bajó del taxi y echó a andar.
Es demasiado fácil, se dijo a sí mismo. Estaba acostumbrado a Cazas auténticas.
Sus seis homicidios anteriores habían sido complicados. Las Víctimas habían intentado todos los trucos posibles. Una de ellas había contratado al menos una docena de rastreadores. Pero Frelaine había ido modificando su táctica de acuerdo con las circunstancias, y los había descubierto a todos. Una vez se había disfrazado de lechero, otra de cobrador. Se había visto obligado a seguir a su sexta Víctima hasta Sierra Nevada. Había sudado con ella, pero al fin la había conseguido.
¿Qué satisfacción podía extraer de una Víctima que se le ofrecía? ¿Qué pensaría de ello el Club de los Diez?
Apretó los dientes al pensar en el Club de los Diez. Quería formar parte de él.
Incluso si renunciaba a matar a aquella chica, debería enfrentarse obligatoriamente a un cazador. Y, si sobrevivía, necesitaría añadir aún cuatro Víctimas más a su palmarés. ¡A aquel ritmo, jamás podría presentar su candidatura al Club!
Se dio cuenta de que estaba pasando ante el café. Obedeciendo a un súbito impulso, se detuvo.
—Buenos días —dijo.
Janet Patzig lo miró con unos ojos desbordantes de tristeza, pero no respondió.
Frelaine se sentó.
—Escuche —dijo—. Si la molesto, no tiene más que decirlo, y me iré. No soy de aquí. He venido a Nueva York para asistir a un congreso. Y siento la necesidad de una presencia femenina junto a mí. Ahora bien, si la aburro, yo…
—No importa —dijo Janet Patzig con voz neutra.
Frelaine pidió un coñac. El vaso de su compañera estaba aún medio lleno. La observó con el rabillo del ojo, y su corazón empezó a latir fuertemente. Tomar unas copas con su propia Víctima… ¡eso al menos era algo emocionante!
—Me llamo Stanton Frelaine —dijo, sabiendo que revelar su identidad no significaba nada.
—Yo, Janet.
—¿Janet qué?
—Janet Patzig.
—Encantado de conocerla —dijo él, con un tono perfectamente natural—. ¿Tiene algo especial que hacer esta noche?
—Seguramente esta noche estaré muerta – dijo ella con voz suave.
Frelaine la contempló atentamente. ¿Acaso no comprendía quién era él? Como mínimo, debería estarle apuntando con un revólver por debajo de la mesa. Apoyó un dedo en el botón que accionaba la extracción de su arma.
—¿Es usted una Víctima?
—Esa es la palabra exacta —dijo ella con ironía—. En su lugar, yo no me quedaría aquí ni un segundo más. ¿De qué sirve recibir una bala perdida?
Frelaine no podía comprender cómo estaba tan tranquila. ¿Acaso pretendía suicidarse? Quizá se estaba burlando de todo. Quizás estaba deseando morir.
—¿No tiene usted rastreadores? —preguntó, con el tono justo de sorpresa en su voz.
—No —ella lo miró directamente a los ojos, y Frelaine se dio cuenta de algo en lo que hasta entonces no se había fijado: era muy hermosa. Hubo una pausa.
—Soy una estúpida —dijo finalmente ella, en tono intrascendente—. Un día me dije que me gustaría cometer un homicidio, y me inscribí en la O.C.P. Y luego…, luego no pude hacerlo.
Frelaine asintió con simpatía.
—Sin embargo, el contrato es inflexible —continuó ella—. No he matado a nadie, pero a pesar de todo debo jugar mi papel de Víctima.
—¿Por qué no ha contratado usted a ningún rastreador?
—Soy incapaz de matar a nadie. Absolutamente incapaz. Ni siquiera tengo revólver.
—¡Y sin embargo, para salir así, como lo hace usted, se necesita una condenada dosis de valor! —en su fuero interno, Frelaine se sentía asombrado ante tanta estupidez.
—¿Y qué quiere usted que haga? —dijo ella con indiferencia—. Una no puede ocultarse cuando es perseguida por un Cazador…, un auténtico Cazador. Y no soy lo suficientemente rica como para desaparecer.
—Yo, en su lugar… —comenzó Frelaine.
—No —lo interrumpió ella—. He pensado mucho en esto. Todo es absurdo. El sistema entero es absurdo. Cuando tuve a mi Víctima en la mira, cuando vi que podía tan fácilmente…, que podía… —se interrumpió y sonrió—¡Bah! No hablemos más de eso.
Frelaine se sintió impresionado por su deslumbrante sonrisa.
Hablaron de muchas cosas. El le habló de su trabajo, y ella le habló de Nueva York. Tenía veintidós años. Era actriz. Una actriz que nunca había tenido suerte.
Cenaron juntos, y cuando ella aceptó su invitación a un combate de gladiadores, Frelaine se sintió inundado de una absurda alegría.
Llamó a un taxi –tenía la impresión de que pasaba todo su tiempo en taxi desde que su llegada a aquella ciudad–, y le abrió la puerta. Tuvo un instante de vacilación mientras ella se sentaba. Le hubiera podido disparar una bala en el corazón. Hubiera sido tan fácil.
Pero no lo hizo. Esperemos, pensó.
Los combates eran los mismos que podían verse en cualquier parte, y los gladiadores no exhibían un mayor talento que en cualquier otro lugar. Las reconstrucciones históricas eran las habituales: el tridente contra la red, el sable contra la espada. Por supuesto, la mayor parte de los duelos eran a última sangre.
Hubo combates de hombres contra toros, de hombres contra leones, de hombres contra rinocerontes, seguidos de escenas más modernas: barricadas defendidas por arqueros, encuentros de esgrima sobre la cuerda floja.
Fue una agradable velada. Frelaine llevó a la joven a su casa. Las palmas de sus manos estaban húmedas por el sudor. Nunca había experimentado una tal atracción hacia una mujer. ¡Y debía matarla!
No sabía qué actitud tomar.
Ella le propuso que subiera a tomar una copa. Se sentaron en el diván. Ella encendió un cigarrillo con un enorme encendedor y se recostó en el mullido respaldo.
—¿Se quedará aún mucho tiempo en Nueva York? – preguntó ella.
—No lo creo —dijo él—. Mi congreso termina mañana.
Hubo un largo silencio. Finalmente, Janet dijo:
—Lamento que tenga que irse.
Callaron de nuevo. Luego, la joven se levantó para preparar las bebidas. Frelaine la siguió con la mirada mientras se alejaba hacia la cocina. Este era el momento.
Se irguió, apoyó la mano en el botón… Pero no, el momento había pasado…, irrevocablemente. Sabía que no iba a matarla. Uno no puede matar a quien ama.
Y él la amaba.
Fue una revelación tan brusca como conmovedora. Había venido a Nueva York para matar, y en cambio…
Ella regresó con la bandeja y se sentó, con ojos ausentes.
—Te quiero, Janet —dijo él.
—Ella se volvió a mirarle. Había lágrimas en las comisuras de sus ojos.
—No es posible —murmuró—. Soy una Víctima. No voy a vivir mucho.
—Vivirás. Yo soy tu Cazador.
Ella le estudió unos instantes en silencio, luego se echó a reír nerviosamente.
—¿Vas a matarme?
—No digas tonterías. Quiero casarme contigo.
Repentinamente, ella se refugió en sus brazos.
—¡Oh, Dios mío! – Sollozó -. Esta espera… Tenía tanto miedo…
—Todo ha terminado. Date cuenta de lo irónico de la situación: ¡Vengo para asesinarte, y regreso casado contigo! Es algo que habremos de contar a nuestros hijos.
—Ella le besó. Luego se echó hacia atrás en el diván y encendió otro cigarrillo.
—Apresúrate a hacer tus maletas —dijo Frelaine—. Quiero…
—Un momento —interrumpió ella—. No me has preguntado si yo te amo a ti.
—¿Qué?
Ella seguía sonriendo, con el encendedor apuntando hacia él. Un encendedor en cuya base había un negro orificio… un orificio cuyo diámetro correspondía exactamente al calibre .38.
—No te burles de mí —dijo él, levantándose.
—Estoy hablando en serio, querido.
Por una fracción de segundo, Frelaine se sorprendió de haberle calculado veinte años a Janet. Ahora que la veía bien –ahora que podía verla realmente– se daba cuenta de que estaba rozando la treintena. Su rostro reflejaba una existencia febril, tensa.
—Yo no te amo, Stanton —dijo ella en voz muy baja, con el encendedor apuntando todavía hacia él.
Frelaine tragó saliva. Una parte de sí mismo permanecía aún fríamente objetiva y se maravillaba de las extraordinarias dotes de actriz de Janet Patzig. Ella lo había sabido desde un principio.
Apretó frenéticamente el botón y el revólver saltó en su mano, listo para disparar. El impacto lo alcanzó en pleno pecho. Con aire de intenso asombro, se derrumbó sobre la mesa. El arma escapó de sus manos. Jadeando espasmódicamente, semiinconsciente, la vio apuntar cuidadosamente para el golpe de gracia.
—¡Por fin voy a entrar al Club de los Diez! —dijo ella, extasiada, mientras apretaba el gatillo.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
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