Cuaderno

La máquina de escribir

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[Este textito mío apareció en 2005 en la revista Crítica; luego fue reproducido, también, en La materia no existe. Lo dejo aquí para que tenga un lugar permanente y para despedir el año. Gracias por todo y nos vemos en 2006. –AC]
Una máquina de escribir

La máquina de escribir era una criatura de amistades y enconos muy estrechos: ninguna otra conocerá el tacto humano como ella.
      La relación, sobre la mesa, ante la hoja de papel aprisionada en el rodillo, parecía tan distante y tan pasiva como la que tienen los tornos poderosos, o los martillos pilones, con los operarios que sólo se acercan a apretarles –a la vez timoratos y obscenos– uno o dos botones sensibles. Si algo, la mecanografía podía verse como un intercambio más constante y rítmico: sesenta y tantas pulsaciones, entre suaves y tremendas, por cada pausa y cada empujón al rodillo sobre su carro sin motor. Cada veintitantos de estos empujones, la hoja, agotada y cubierta de signos, debía salir y ser suplida por otra. Pero aun en la plenitud de la escritura, había más posibilidades que el contacto pasajero de las yemas o las uñas sobre cada tecla.
      Ahora bien, las letras, los números y sus signos aledaños pretenden (todavía) ser un conjunto discreto: el espacio abstracto de los fonemas permisibles y sus varios soportes, pocos en número cardinal pero bastantes para construir la descripción del universo entero. Y el teclado de una máquina de escribir, como hoy los de las computadoras, se fingía un modelo simple, bidimensional, de ese espacio puro.
      –Aquí está el pensamiento –decía–, cualquier pensamiento, dividido en sus partículas elementales, y sólo debes tomar la adecuada para cada instante de la composición. La palabra aparece en tu intelecto, muere al descomponerse entre tus dedos, pero luego (por esos mismos dedos) resucita: se fija, tecla a tecla a tecla a…
 

Teclas

 
      Sin embargo no era raro que, digamos, el golpe que iba a marcar la letra u de tuna cayera, en vez, en la i de tina, y en más de una ocasión el dedo fracasaba también en alcanzar ese otro blanco y caía enmedio, en un punto del espacio continuo (ni la j ni la k, ni la e ni la r), en un intersticio desprovisto de significante.
      Y cuando ocurrían estos tropiezos inesperados, la máquina demostraba no ser sumisa en absoluto. Más de una vez las falanginas y falangetas –en especial si eran delgadas, como las mías– quedaban atrapadas en las entrañas duras y metálicas en las que nadie quería pensar, y entonces era la venganza de la bestia, la mordida, y a las puntas de los medios, índices, anulares y meñiques las raspaba el borde inferior y agresivo de las teclas, y los costados sentían unos dolores fríos y precisos (de martillos y palancas) sobre la piel, en las coyunturas distraídas, en el alma de los huesos, que en quien escribía se llenaban de orgullo y se creían hasta parte del cerebro, altivos, lejanos de toda labor humillante.
      Desde que Giuseppe Ravizza patentó, en 1856, su «címbalo escribiente» (una criatura movediza y díscola, con teclas muy distintas de las de ahora), millones de refriegas nimias como la que he descrito, de sujeciones traicioneras y manumisiones logradas entre gritos, bufidos y movimientos levisísimos, se libraron en superficies de todo tipo, en todas las tierras emergidas y aun más allá.
      Ahora los tiempos son distintos, tales violencias se acercan a su fin y yo, que en esto estoy con la mayoría, (re)compongo estas palabras ante una pantalla, actuando sobre un grupo de teclas distinto, sin espacio perceptible bajo ellas y aquejado por otras manías: temblores, tartamudeos, atorones sutiles y hasta simbólicos. Pero todavía procuro, de vez en vez, la compañía de una «máquina mecánica». Será sin duda la última de todas las que yo conozca; es una Olympia vieja, no sé si parecida a la que Julio Cortázar empleó para escribir sus últimos cuentos, y la uso para escribir, cuando se me aparecen, en formas hechas a la antigua, de espacios bien delimitados y que una impresora sólo podría llenar sin errores tras mucha práctica y muchas hojas desperdiciadas. Luego de un tiempo de pelear (poco), ambos nos hemos amansado: ella no se disgusta si pasan meses o años entre nuestros encuentros, y a mí no me irrita apretarla de a poco, tecla por tecla, con cuidado para no faltar a la ortografía ni tocarle sin querer el interior vedado.
 

Máquina de escribir con letras del alfabeto hebreo

 
      Mientras la respeto de este modo, me entretengo pensando en las muchas formas de crepúsculo que ofrecen tiempos como éste. Casi nunca cometo un «dedazo», esa palabra que designa aún múltiples formas del error pero que en su día fue carne y acero, guerra para espíritus calmosos.

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