La máquina de escribir era una criatura de amistades y enconos muy estrechos: ninguna otra conocerá el tacto humano como ella.
La relación, sobre la mesa, ante la hoja de papel aprisionada en el rodillo, parecía tan distante y tan pasiva como la que tienen los tornos poderosos, o los martillos pilones, con los operarios que sólo se acercan a apretarles –a la vez timoratos y obscenos– uno o dos botones sensibles. Si algo, la mecanografía podía verse como un intercambio más constante y rítmico: sesenta y tantas pulsaciones, entre suaves y tremendas, por cada pausa y cada empujón al rodillo sobre su carro sin motor. Cada veintitantos de estos empujones, la hoja, agotada y cubierta de signos, debía salir y ser suplida por otra. Pero aun en la plenitud de la escritura, había más posibilidades que el contacto pasajero de las yemas o las uñas sobre cada tecla.
Ahora bien, las letras, los números y sus signos aledaños pretenden (todavía) ser un conjunto discreto: el espacio abstracto de los fonemas permisibles y sus varios soportes, pocos en número cardinal pero bastantes para construir la descripción del universo entero. Y el teclado de una máquina de escribir, como hoy los de las computadoras, se fingía un modelo simple, bidimensional, de ese espacio puro.
–Aquí está el pensamiento –decía–, cualquier pensamiento, dividido en sus partículas elementales, y sólo debes tomar la adecuada para cada instante de la composición. La palabra aparece en tu intelecto, muere al descomponerse entre tus dedos, pero luego (por esos mismos dedos) resucita: se fija, tecla a tecla a tecla a…
Sin embargo no era raro que, digamos, el golpe que iba a marcar la letra u de tuna cayera, en vez, en la i de tina, y en más de una ocasión el dedo fracasaba también en alcanzar ese otro blanco y caía enmedio, en un punto del espacio continuo (ni la j ni la k, ni la e ni la r), en un intersticio desprovisto de significante.
Y cuando ocurrían estos tropiezos inesperados, la máquina demostraba no ser sumisa en absoluto. Más de una vez las falanginas y falangetas –en especial si eran delgadas, como las mías– quedaban atrapadas en las entrañas duras y metálicas en las que nadie quería pensar, y entonces era la venganza de la bestia, la mordida, y a las puntas de los medios, índices, anulares y meñiques las raspaba el borde inferior y agresivo de las teclas, y los costados sentían unos dolores fríos y precisos (de martillos y palancas) sobre la piel, en las coyunturas distraídas, en el alma de los huesos, que en quien escribía se llenaban de orgullo y se creían hasta parte del cerebro, altivos, lejanos de toda labor humillante.
Desde que Giuseppe Ravizza patentó, en 1856, su «címbalo escribiente» (una criatura movediza y díscola, con teclas muy distintas de las de ahora), millones de refriegas nimias como la que he descrito, de sujeciones traicioneras y manumisiones logradas entre gritos, bufidos y movimientos levisísimos, se libraron en superficies de todo tipo, en todas las tierras emergidas y aun más allá.
Ahora los tiempos son distintos, tales violencias se acercan a su fin y yo, que en esto estoy con la mayoría, (re)compongo estas palabras ante una pantalla, actuando sobre un grupo de teclas distinto, sin espacio perceptible bajo ellas y aquejado por otras manías: temblores, tartamudeos, atorones sutiles y hasta simbólicos. Pero todavía procuro, de vez en vez, la compañía de una «máquina mecánica». Será sin duda la última de todas las que yo conozca; es una Olympia vieja, no sé si parecida a la que Julio Cortázar empleó para escribir sus últimos cuentos, y la uso para escribir, cuando se me aparecen, en formas hechas a la antigua, de espacios bien delimitados y que una impresora sólo podría llenar sin errores tras mucha práctica y muchas hojas desperdiciadas. Luego de un tiempo de pelear (poco), ambos nos hemos amansado: ella no se disgusta si pasan meses o años entre nuestros encuentros, y a mí no me irrita apretarla de a poco, tecla por tecla, con cuidado para no faltar a la ortografía ni tocarle sin querer el interior vedado.
Mientras la respeto de este modo, me entretengo pensando en las muchas formas de crepúsculo que ofrecen tiempos como éste. Casi nunca cometo un «dedazo», esa palabra que designa aún múltiples formas del error pero que en su día fue carne y acero, guerra para espíritus calmosos.
13 comentarios. Dejar nuevo
Por acá en Chile se usaba la Underwood, ¡qué historias!
El teclado del pc es una pluma en comparación.
Y cuando tecleabas con un dedo el profe decía «¿qué pajarita estás picoteando?»
¿Puedo agregarte a mis link?
Gracias por escribir así, me llevan a lugares inesperados tus palabras.
Feliz Año 2006.
Hola, Azeta. Gracias por venir. Y claro que sí, agrega el enlace. Muchos saludos y felicidades.
Estimado Alberto, recibe un saludo de toda la familia. Sea extensivo para tu familia, que estoy seguro tendrá buenas nuevas que relatar en este 2006. Un abrazo. Porfirio
Hola Alberto. Tu máquina de escribir me llevó a mi nada lejana «infancia en plenitud», antes de la «adolescencia temprana». Gracias por el viaje.
Ruidosamente como aquellas máquinas de escribir ¡felices letras! ¡que sigan viviendo las palabras que escribieron aquellos dedos golpeados, mordidos y manchados de tinta! SALUD
Me hablaste un poco de ésto un día. Buen texto para finalizar el año. Va un abrazo.
Muy cierto. Un saludo.
http://undostrescuentos.blogspot.com
http://undostrescuentos2.blogspot.com
Mis mejores deseos para todos en este 2006 que comienza. SAB.
Muchas gracias a todos y, aunque tarde, muchas felicidades para el año que comienza. Nos vemos por aquí pronto.
PORQ NO TIENEN LOS DEDOS QUE LE TOCA EN LA MAQUINA DE ESCRIBIR CON
ILUSRACION
Beisy, lamento que no hayas encontrado lo que buscas, pero éste no es un sitio sobre mecanografía ni sobre tareas escolares. Un saludo.
beisy tienes que buscar un profe de mecanorafia
hola quisiera saber cómo puedo tener un permiso para utili<ar o la imagen del teclado que aparece aqui…mil gracias!!
La imagen no es mía, Adriana. Una disculpa.