El cuento del mes

La infección

El español Santiago Casero González (1964) es filólogo y autor de doce libros entre cuentos y novelas. Su obra ha obtenido premios internacionales de narrativa como el de la Fundación Monteleón (por Once ensayos sobre lo convencional y un cuento, 2018), el Premio Max Aub (Varadero de poetas, 2008) o el Tiflos de Cuento (Las sustituciones, 2019). Otros dos de sus libros: Las horas equivocadas (2018) y Secretos de Familia (2017), han sido finalistas del Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España. «La infección» combina el interés de su autor por lo cotidiano –la experiencia más inmediata de lo real– y por lo siniestro, que se desarrolla en la imaginación de manera muy vívida gracias a un lenguaje de enorme precisión. Dicho de otra manera, en esta narración podemos «verlo» todo, nada queda en la sombra, e igual vamos a inquietarnos.

Santiago Casero (cortesía del autor)

LA INFECCIÓN
Santiago Casero González

Los he metido en una caja de cartón. Llevo varios días pensando qué hacer con ellos y esa me ha parecido finalmente la mejor solución. Los he colocado con mimo uno por uno dentro de una caja grande a la que he practicado unos pequeños orificios para que pudieran respirar y luego la he puesto en el asiento trasero del coche, detrás de mí, de manera que puedo verla a través del espejo retrovisor, sentir cómo se agitan en su interior.
      Mis hijos han llorado. Los niños son así. La verdad es que yo he estado a punto de hacerlo también. Se me ha puesto un nudo en la garganta cuando he oído los débiles grititos y he visto cómo me miraban sus ojos grandes a medida que los iba poniendo uno junto al otro en el fondo de la caja. Aunque no quieras se les toma cariño. Mi mujer sin embargo no ha dudado. Tienes que deshacerte de ellos como sea, ha sentenciado. Desde el principio ha estado determinada y nerviosa. Parecía decir: ya te avisé.
      Todo empezó cuando volvimos de vacaciones y encontramos a los gatos. Habían sido unas vacaciones largas, agotadoras y un poco infelices, con los niños lloriqueando a cada rato, peleándose por cualquier tontería, y, cuando por fin regresábamos a la apacible rutina del hogar, los vimos en el patio. Debían de tener apenas unos días y ya correteaban de acá para allá. La madre había parido entre los arbustos del jardín mientras nosotros no estábamos y luego se había desentendido. O más bien había tenido miedo de volver junto a su camada con nosotros husmeando por allí, invadiendo el territorio que hasta aquel día quizá habría creído suyo. La veíamos asomada a lo alto de la valla, sin atreverse a bajar al patio, vigilando impotente a sus crías mientras mis hijos hacían de ellas sus encantadores juguetes vivos.
      Sólo unos pocos días después, la noticia de los gatitos había corrido por todo el vecindario y el patio de nuestra casa era un hervidero de niños jugando con los animales, tomándolos en sus brazos, dándoles sopas de pan y leche. Hasta les habían puesto nombres. Entretanto, la madre había dejado de aparecer, al menos por el día. Los niños temían que acudiera de noche y se los llevara para ocultarlos de nosotros, pero habían crecido un poco y quizá ya no podría cargar con ellos. Lo cierto es que los gatos estaban bien allí. Habían dejado de temernos y cada vez se dejaban acariciar y alimentar por los niños con más confianza.
      Por supuesto a mis hijos se les ocurrió la posibilidad de que nos los quedáramos, lo que suponía que al menos alguno de ellos pudiera pasar la noche dentro de casa, y no en el patio, entre los arbustos. El tiempo estaba empezando a cambiar, las noches eran más frías. La época de lluvias no tardaría en llegar. Los niños les habían fabricado unas camas con cajas de zapatos y ropa usada pero hacer de ellos nuestras mascotas era dar un paso más que implicaba dejarlos entrar en casa y proporcionarles otros cuidados. Ya no serían animales callejeros sino domésticos, de compañía. Tendrían cuidados sanitarios, comida preparada, limpieza de calidad. Tiempo y dinero. Mimos. Derechos.
      Frente a ese deseo de mis hijos, renovado en cada comida, en cada cena, en cada conversación traspasada de llantos y de chillidos y de pataleos, mi mujer negaba paciente con la cabeza sin decir nada. Yo me había dado cuenta de que su estrategia era dejar pasar el tiempo con la esperanza de que los animales crecieran e acabaran haciendo la vida salvaje e independiente que hacen tantos gatos en los pueblos, saltando de muro en muro, buscándose la supervivencia por sí mismos y regresando a un estado en el que ya no se iban a dejar acariciar por nadie.
      Sin embargo, los hechos se precipitaron cuando a los niños empezaron a salirles unas extrañas manchas en la piel. Primero fueron los míos y luego los demás. Se rascaban como demonios y el menor de mis hijos tuvo incluso fiebre. El diagnóstico fue claro: tiña. Por los gatos. Muy contagiosa, dijo el médico. Hubo que dar unas grageas a los niños y, lo que era peor para ellos, prohibirles volver a tocar a los gatos, alejarlos de la fuente indudable de infección. Fue entonces cuando mi mujer dijo aquello de “tienes que deshacerte de ellos”.
      Durante varios días pensé en la manera de hacerlo. No descarté ninguna de las opciones que pasaban por mi cabeza pero tampoco me decidía por una solución concreta. Dormía mal. Lo cierto es que aplazaba el momento de ejecutar la desagradable tarea a la que mi mujer me urgía con una mirada callada cada vez que nos sentábamos a la mesa. Naturalmente intentábamos evitar que los niños se dieran cuenta de lo que planeábamos hacer, pero yo creo que lo sabían desde el principio. Cada vez lloraban más, chillaban y pataleaban como pequeñas bestias caprichosas que ven contrariados sus deseos, que empiezan a intuir que el mundo no es como habían imaginado.
      Hoy por fin he decidido sacarlos de casa. Sabía que todavía conservaba en el garaje la caja grande en la que venía embalada la lavadora, así que he preparado cinta americana y unas tijeras y he esperado a que los niños se quedaran dormidos.
      Justo cuando salgo del garaje empieza a llover. Una furiosa tormenta de septiembre. La calle y mis pensamientos se vuelven borrosos al mismo tiempo. He salido de casa sin saber qué iba a hacer con ellos. Intento fijar la vista más allá del parabrisas sacudido por la lluvia pero de vez en cuando mi mirada se desvía al asiento de atrás a través del espejo. Uno de ellos se asoma por un agujero de la caja y me mira. Yo había creído que estarían aturdidos y que se quedarían quietecitos dentro de la caja pero poco a poco empiezan a ponerse nerviosos y a emitir un sonido que es como un sollozo débil.
      Ya fuera del pueblo, recorro unos veinte kilómetros, salgo de la carretera y entro en un camino flanqueado de huertas, todas con sus pozos artesianos y sus albercas para el riego. Me paro cerca de uno de los pozos y apago el motor. La lluvia es cada vez más fuerte, hay relámpagos en el cielo gris y luego llegan los truenos. Eso sin embargo me tranquiliza porque presumo que la inclemencia del tiempo obliga a la gente a quedarse dentro de sus casas de campo y seguramente nadie ha oído el coche ni me ha visto detenerme en el camino. El pozo está como a unos cincuenta metros de donde estoy yo. Veo la sombra de una higuera junto a la noria y hasta me parece escuchar el ruido de las gotas de agua rebotando en los cangilones de latón como balas de plomo. Tal vez esté granizando. En ese instante yo no puedo evitar recordarlos jugando al sol en el patio, correteando de acá para allá mientras su madre los observaba con una expresión fúnebre. Agorera. Me vuelvo hacia el asiento de atrás y escucho sus uñas arañando el cartón. Un ojo se asoma por uno de los orificios de la caja. No parpadea. Enciendo el motor y me alejo de allí.
      La noche ha caído ya. Prematuramente. El cielo está ahora negro, cerrado por las nubes. Sigue lloviendo con fuerza pero no es granizo. Es sólo agua, aunque violenta. Atrás no se oye ahora nada, de modo que me hago la ilusión de que se han dormido. Ojalá. Estoy conduciendo hacia atrás, en dirección al pueblo de nuevo, pero enseguida me desvío por una carretera local, mal asfaltada, sin tráfico. La luz de los focos apenas traspasa la lluvia y la noche. Las gotas caen delante del coche como pequeños meteoritos incandescentes. Sé que estoy llegando al río. Lo sé porque en verano siempre venimos aquí con los niños. Nos bañamos, comemos una paella, yo intento dormir la siesta bajo un árbol. Uno de mis hijos acaba llorando. A menudo. Se ha hecho daño con una piedra o tiene hambre o sueño. Llora y llora y su madre lo consuela abrazándolo, lavándole con su saliva la herida de la rodilla, del codo.
      Ahora me parece ver los álamos sacudidos por el aguacero ahí delante, en la oscuridad, como si corrieran en dirección contraria a la mía. Cuando el coche los enfoca en una curva con sus faros, las hojas mojadas brillan un instante en la noche y luego desaparecen. Parecen ojos que se abren y se cierran. La carretera empieza a dibujar poco a poco una pendiente bastante empinada, las curvas son cada vez más cerradas. La caja se desplaza de un lado a otro en el asiento de atrás, golpea contra mi asiento. Se han despertado justo cuando hemos llegado a una especie de terraza de piedras y arena junto a la que el río se remansa. Escucho unos gemidos. Esta vez no me vuelvo a mirar. Salgo de nuevo de la carretera, paro el motor, apago las luces y me bajo del coche.
      La lluvia ha amainado un poco y la luna se asoma fugazmente entre las nubes reflejándose en la superficie del río. El agua parece mercurio. Chapotea contra las piedras como si pesara. Se escuchan chasquidos y borboteos entre los cañizos de la orilla. Me vuelvo hacia el coche. Una mancha gris, silenciosa. Doy un paso y mis pies se enredan en una cinta de plástico. Me agacho y la desenredo con las manos, que se me ensucian de barro. Recuerdo entonces que aquí se ahogó una mujer hace dos años, delante de su familia. De su marido y de sus hijos. Las autoridades cerraron la playa y prohibieron el baño durante unos días. Debieron de usar esa cinta de plástico ahora podrida por la intemperie. Es una playa fea. Polvorienta en verano y lodosa en invierno. Siento los zapatos hundidos en el barro pero me acerco un poco más a la orilla. Escucho las zambullidas de algo pesado a medida que me aproximo. Imagino que son sapos. En el colegio practicábamos vivisecciones con las ranas. Me daba vergüenza confesar que me gustaba. Esperaba el día en que la profesora de ciencias naturales nos llevaba al laboratorio y ponía en nuestras infantiles manos un bisturí. Era emocionante.
      Miro otra vez en dirección al coche y ahora es sólo el lugar donde creo que está. No lo veo. De repente salgo corriendo hacia la oscuridad. Tropiezo, las manos y las rodillas se me llenan de cieno, me levanto. Poco a poco aparece la silueta inconfundible del cuatro por cuatro. Fantaseo con la posibilidad de que hayan escapado y estén ocultos entre los brezos en la oscuridad. Subo al coche sin mirar al asiento de atrás. Enciendo un cigarrillo, pongo música, enciendo el motor. El ruido no me impide notar su presencia ahí detrás, así que vuelvo a la carretera y regreso por donde he venido.
      Vuelve a llover. Acelero. Las rayas discontinuas de la carretera se convierten en una línea larga e infinita, en un camino que hay que seguir, en una especie de necesidad que no lleva a ningún sitio. No hay más coches en la carretera, no hay luces a la vuelta de una curva. Miro por el espejo retrovisor. Veo mis ojos. Están muy rojos, como si hubiera llorado. ¿He llorado acaso? No lo recuerdo. Puede ser el cansancio, el sueño. Conduzco durante horas, por carreteras secundarias, por caminos. Ahí detrás deben de estar dormidos por fin.
      Amanece cuando distingo la ermita. La conozco bien. Al final del verano se celebra ahí una romería. Los mozos acampan en el monte, alrededor de la ermita, pasan la noche allí, bebiendo, fumando hierba, y a mediodía cortan la carretera y bajan a la virgen hasta la iglesia del pueblo. Ha dejado de llover pero la mañana es oscura y promete todavía aguaceros repentinos. Detengo el coche junto a unos tarays escuálidos que rezuman el agua de la reciente lluvia. Un gorrión se posa en una rama y enseguida echa a volar. Debo de haberlo asustado. Estoy fuera del coche, apoyado en la puerta, fumando. El silencio es casi absoluto, como si la presencia de la ermita absorbiera las turbulencias de las que está hecha la realidad. Desde el otero en el que estoy, veo a lo lejos el pueblo. Juego a adivinar dónde está mi casa pero no estoy seguro. ¿Y si no supiera volver? ¿Y si no regresara más? Me pregunto qué pasaría, si sería infeliz en otro sitio. Compramos la casa a finales de los noventa, en el siglo pasado. Era cara pero desde el primer momento nos gustó que tuviera un patio tan grande, árboles, un columpio para los niños que íbamos a tener. Nunca lo dijimos pero estoy convencido de que mi mujer pensó al verla lo mismo que yo: aquí se criarían bien nuestros hijos, aquí corretearían libremente, sin miedo.
      Cierro el coche con el mando a distancia y me dirijo a la ermita. Las dos grandes puertas de madera labrada están abiertas de par en par. Qué raro. Estos santuarios en medio del campo suelen estar cerrados. Apenas una ventanita enrejada acostumbra a ser la única forma de asomarse al interior. Me persigno en el umbral y me siento en un banco al fondo de la pequeña nave. La recorro con la mirada aunque no hay mucho que ver. Tiene unos techos altos decorados con el fresco de un cielo atravesado por unas pocas nubes blancas. Hay también unos ángeles y detrás de una de las nubes se asoma un sol que pretende ser el mensaje cegador del Supremo. Está todo pésimamente pintado. Descubro que el altar está vacío. Quizá se haya celebrado hace poco la romería y los mozos del pueblo hayan trasladado a la virgen a la iglesia. No hay apenas nada más. Los bancos, unos ramos de flores secas en los escalones que llevan al altar, la luz que poco a poco se cuela por unos ventanucos altos y se posa en las baldosas rojizas.
      Sin darme cuenta, pongo la cabeza entre las manos y me pongo a rezar. Son oraciones mecánicas, que no sé lo que significan, pero descubro que rezar me tranquiliza. Cuando era niño, rezaba cada noche antes de dormirme. Tenía miedo de que mis padres se murieran mientras dormían. Pensaba que me iba a despertar por la mañana y me los iba a encontrar muertos. Pensaba en ese instante y en la orfandad que iba a venir después. A mis hijos no les hemos enseñado a rezar. Somos incluso, mi mujer y yo, algo cínicos con la religión y la fe. No ahorramos sarcasmos al respecto aunque presumimos de una tolerancia que pensamos que nos mejora. No sé si mis hijos rezan por la noche temiendo que su madre y yo aparezcamos por la mañana tiesos como la rama de un árbol seco.
      Salgo de la ermita escuchando el eco de mis pisadas en el suelo. Desde la puerta veo otra vez el altar vacío y siento de pronto unas ganas violentas de llorar. Lo hago dentro del coche. Pongo la cabeza encima del volante y lloro de forma ridícula. Cuando me tranquilizo, salgo otra vez afuera y abro la puerta de atrás del vehículo. Al alzar la caja, siento los pequeños cuerpos apretados contra las paredes de cartón, seguramente agotados por el viaje. Pesan más de lo que recordaba. Veo el sol saliendo de detrás de una nube, noto su calor en el cuello mientras me dirijo cargado con la caja hasta la puerta de la ermita. Entro de nuevo y la depositó allí, en el altar. Desde la puerta, me parece ver un ojo asomándose por un orificio. Un haz de luz que entra por uno de los ventanucos cabrillea en los escalones del altar.
       En el camino de vuelta me cruzo con unos muchachos que suben a la ermita montados en sus ruidosas motocicletas. Los saludo sacando el brazo por la ventanilla del coche. Descubro unas manchas en la piel de mi antebrazo. Acelero para llegar pronto a casa y desayunar con mi mujer en la cocina, frente al ventanal desde el que se ve el patio, el jardín, el columpio de los niños.

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