El cuento del mes

Guy de Maupassant

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Isaac Bábel (1894-1940) nació en el gueto judío de la ciudad de Odesa, hoy Ucrania y entonces parte del imperio ruso. Tras haber vivido (y descrito en su obra) la revolución rusa y la instauración del régimen estalinista –lo cual le dio fama internacional–, fue falsamente acusado de espionaje, arrestado por la NKVD, preso y ejecutado sumariamente. Sólo hasta los años noventa del siglo pasado se reveló cuál había sido su destino preciso. La obra de Bábel –hombre contradictorio, arrebatado como muchos de sus personajes– es una de las más importantes de la literatura en ruso del siglo XX.
      «Guy de Maupassant» es en parte un homenaje al gran cuentista francés, muy admirado por Bábel, y en parte una narración erótica, sutil, en la que el deseo es la causa de más de una caída. El cuento fue publicado póstumamente, pues fue de los pocos materiales inéditos del escritor que se salvaron tras su arresto. La presente traducción circula en línea sin crédito y la he revisado.

GUY DE MAUPASSANT
Isaac Bábel

En el invierno del año 16 me presenté en San Petersburgo con un pasaporte falso y sin dinero. Me dio cobijo Alexei Kazántsev, profesor de literatura rusa.
      Él vivía en Peski, una calle helada, amarillenta y apestosa. A su paupérrimo sueldo añadía lo que ganaba traduciendo novelas españolas; por aquel entonces estaba de moda Blasco Ibáñez.
      Kazántsev nunca había estado en España, pero su amor hacia ese país colmaba todo su ser: conocía todos los castillos, jardines y fincas de España. Aparte de mí, se arrimaba a Kazántsev una caterva de personas marginadas por la sociedad. Comíamos penosamente. De vez en cuando, algún periódico de mala muerte publicaba en letras pequeñas nuestras crónicas de sociedad.
      Yo pasaba todas las mañanas en depósitos de cadáveres y comisarías de policía. El más feliz de todos era Kazántsev. Tenía patría: España.
      En noviembre se me ofreció un puesto de oficinista en la fábrica Obújov; una tarea nada desdeñable, que me proporcionaba la oportunidad de librar del servicio militar.
      Lo rechacé.
      Ya a mis veinte años, me había convencido de que era preferible pasar hambre, ir a la cárcel o no tener hogar antes que penar diez horas diarias ante un escritorio. Nunca violé este principio ni lo violaré. Tengo la convicción de mis antepasados de que venimos al mundo para gozar del trabajo, de la pelea, del amor. De que nacemos para eso y no para otra cosa.
      Kazántsev escuchaba mis argumentos y ensortijaba con sus dedos algunos pelos rubios de su cabeza. En su mirada se atisbaban a la vez horror y admiración.
      Llegó la Pascua y la suerte nos fue favorable. El abogado Benderski, propietario de la editorial Alciona, emprendió la publicación de una nueva edición de las obras de Maupassant. De su traducción se encargaba Raisa, su esposa. Hasta el momento, del antojo de la señora no había salido nada bueno.
      A Kazántsev, que solo traducía del español, le preguntaron por alguien que pudiese ayudar a Raisa Mijáilovna. Kazántsev me recomendó.
      Al día siguiente, vestido con una chaqueta que me prestaron, fui al domicilio del matrimonio Benderski. Vivían en el cruce de las calles Nevski y Moika, en un edificio de granito finlandés, rodeada por columnas rosas, con aspilleras y blasones de piedra. Antes de la guerra, banqueros sin posición ni familia –judíos conversos que se habían hecho ricos gracias al comercio– construyeron en San Petersburgo una gran cantidad de estos vulgares edificios, de exagerada y fingida magnificencia.
      La escalera estaba cubierta con una alfombra roja. En los descansillos se mostraban amenazadores unos osos disecados. En sus fauces abiertas se encendían bombillas de cristal.
      La pareja Benderski vivía en el tercer piso. Me abrió la puerta una criada con uniforme, de busto erguido. Me hizo pasar a un salón amueblado al estilo eslavo antiguo. En las paredes colgaban cuadros azules de Rörich, con rocas y monstruos antediluvianos. En los rincones, sobre unos atriles, descansaban iconos antiguos. La criada del busto erguido se movía solemnemente por la habitación. Era alta, miope y arrogante. En sus ojos grises abiertos estaba petrificada la lascivia. La joven se contoneaba lentamente. Pensé que al hacer el amor se revolcaría con frenesí. La cortina de terciopelo que colgaba ante la puerta se abrió. Una mujer de cabello negro y ojos rosados entró en la habitación mostrando un generoso pecho. No era difícil de reconocer en la Bendérskaya a esa deliciosa clase de judía procedente de Kiev y de Poltava, de las ricas ciudades de la estepa plantadas de castaños y acacias. Esas mujeres transforman el dinero de sus maridos en las rosadas grasas de sus vientres, su cuellos y sus hombros redondeados. Su somnolientas sonrisas, delicadas y astutas, son la delicia de los oficiales de guarnición.
      —Maupassant es la única pasión de mi vida —me dijo Raisa.
      Procurando disimular el contoneo de sus anchas caderas, la mujer salió del cuarto y regresó con la traducción de «Miss Harriet». En su versión no había rastro de las frases de Maupassant, de su pasión tan libre, de su fluidez y de su profundo aliento. La Bendérkaya escribía con tediosa concreción, sin vida, desenfadada, como escribían antiguamente el ruso los judíos.
      Me llevé el paquete a casa. En el ático de Kazántsev, entre gente que dormía, me dediqué toda la noche a corregir la traducción ajena. No es una tarea tan mala como parece. Una frase nace buena y mala a la vez. El secreto está en un giro apenas perceptible. La manivela debe permanecer en la mano y calentarse. Hay que darle vuelta una sola vez, no dos.
      Al día siguiente temprano le entregué el manuscrito rehecho. Raisa no exageraba al manifestar su pasión por Maupassant. Mientras leía, permaneció inmóvil en su asiento, con los dedos entrelazados. Sus suaves manos se deslizaban hacia el suelo, su frente palidecía, el encaje se escurría entre los oprimidos pechos, jadeaba.
      –¿Cómo lo ha hecho?
      Fue entonces cuando le hablé del estilo, del ejército de las palabras, un ejército en el que puede usar todo tipo de armamento. No hay punta de hierro que pueda penetrar de forma tan efectiva en el corazón humano como un punto colocado en el sitio justo. Ella me escuchaba con arrobo, entreabriendo sus labios pintados. Un rayo se reflejaba sobre sus negros y lustrosos cabellos, muy peinados y separados por una raya. Moldeadas por las medias, sus piernas y pantorrillas descansaban un poco separadas sobre la alfombra.
      La criada, desviando la mirada de descarado libertinaje, sirvió el desayuno.
      El turbio sol de San Petersburgo caía ahora sobre la irregular y descolorida alfombra. Los veintinueve volúmenes de Maupassant se alineaban en una estantería encima de la mesa. El sol brillaba sobre el tafilete dorado que adornaba el lomo de los libros, enorme tumba del corazón humano.
      Tomamos el café en tacitas azules y comenzamos a traducir «El idilio». Quién puede olvidar el cuento del joven carpintero hambriento que mamaba del pecho de una obesa matrona, necesitada de aliviar su carga de leche. Eso ocurría un caluroso mediodía en el tren de Niza a Marsella, en el país de las rosas, en la patria de las rosas, allí donde los macizos floridos descienden hasta el borde del mar.
      Salí de casa de los Benderki con veinticinco rublos que me habían adelantado. Nuestra comunidad de Peski estuvo esa noche completamente borracha, como un tropel de patos embriagados. Tomábamos a cucharadas el mejor caviar y lo comíamos con salchichas asadas. Totalmente borracho, comencé a proferir insultos contra Tolstoi.
      —Vuestro conde estaba asustado, acobardado… El miedo es su religión… Temeroso del frío, de la vejez y de la muerte, el conde tejió una camisa de fe…
      —¿Y qué más? —me preguntó Kazántsev moviendo su cabecita de pájaro.
      Nos quedamos dormidos junto a nuestras camas. Soñé con Katia, la lavandera cuarentona que vivía en el piso de abajo. Por las mañanas le pedíamos agua caliente. Nunca tuve ocasión de detenerme a examinar su rostro, pero en el sueño solo Dios sabe lo que Katia y yo hacíamos. Nos matábamos a besos el uno al otro. No pude resistirme y al día siguiente bajé a buscar agua.
      Salió a mi encuentro una mujer envejecida, con un chal cruzado sobre el pecho, descolgados rizos de color canoso ceniciento y manos húmedas.
      A partir de ese día opté por desayunar en casa de los Benderski. En nuestro ático se instaló una estufa nueva, y hubo arenques y chocolates. Raisa me llevó dos veces a las islas. No pude contenerme y le conté mi niñez. La narración resultó muy lúgubre, para gran sorpresa mía. Bajo el sombrerito de piel de topo me miraban unos ojos brillantes, asustados. Las pestañas palpitaban con compasión.
      Conocí al marido de Raisa: un judío de tez amarillenta, calvo, de cuerpo delgado y fornido, siempre con el aspecto de estar a punto de echar a volar. Corrían ciertos rumores de sus estrechas relaciones con Rasputín. Las ganancias que había conseguido con aprovisionamientos al ejército le daban un aspecto de poseso. Sus ojos parecían inquietos: para él, el tejido de la realidad se había desgarrado. Raisa enrojecía al presentar a su marido a nuevos amigos. Tal vez debido a mi juventud, me di cuenta de este extremo una semana más tarde de lo debido.
      Después de Año Nuevo, acudieron a casa de Raisa sus dos hermanas de Kiev. Yo había traído el manuscrito de «La confesión», y al no encontrar a Raisa, regresé por la tarde. Estaban cenando en el comedor. Llegaba de allí una singular cacofonía femenina y el bramido de voces masculinas en exceso exaltadas. En las casas ricas carentes de tradición se come ruidosamente. El jaleo era judío, con explosiones y armoniosas terminaciones. Raisa salió a recibirme vestida de noche, con la espalda al desnudo. Sus pies calzaban unos zapatos de charol y pisaban dubitativamente.
      —Estoy muy borracha —y me tendió los brazos, ensartados en cadenas de platino y en estrellas de esmeralda.
      Su cuerpo serpenteaba como el de la cobra que se levanta hacia el cielo a impulsos del ritmo de la música. Movía su rizada cabeza y hacía tintinear las sortijas. De pronto se dejó en un sillón de antiquísima talla rusa. Unas cicatrices apenas casi imperceptibles se dejaban ver sobre su empolvada espalda.
      Tras la pared estalló una vez más la risa femenina. Salieron del comedor las hermanas, algo bigotudas, pero tan altas y tan exuberantes de pecho como Raisa. Los pechos se proyectaban hacia delante, sus negras cabelleras ondeaban. Ambas estaban casadas con sendos Benderski. La habitación se saturó de un alocado jolgorio femenino, alegría de mujeres maduras. Los maridos ayudaron a las hermanas a ponerse los abrigos de nutria, las mantillas de Orenburgo, y las embutieron en botas negras. Bajo la nívea visera de las mantillas solamente quedaron al descubierto las coloradas mejillas, narices de mármol y ojos con miope brillo semítico. Se fueron con estrépito al teatro, donde representaban Judith con Saliapin.
      —¡Quiero trabajar! —dijo Raisa, tendiendo sus brazos desnudos— Hemos perdido una semana ya…
      Trajo del comedor una botella y dos copas. Su pecho descansaba holgado en la sedosa tela del traje; los pezones se dilataron enhiestos, escondidos por la seda.
      —Esta es una gran cosecha —dijo Raisa sirviendo el vino—, moscatel del año ochenta y tres. Cuando mi marido se entere, me mata…
      Yo, que nunca me las había visto con moscateles del año 83, sin pensarlo mucho me tomé, una tras otra, tres copas que de inmediato me transportaron a unos callejones con llamaradas de color naranja y con música.
      —Estoy muy borracha… ¿Qué hacemos hoy?
      —Hoy toca «L’aveu».
      En otras palabras, «La confesión». El protagonista de ese relato es el sol, le soleil de Francia. Gotas de sol incandescente se derramaban sobre la rubia Celeste y se transformaban en pecas. El sol con sus rayos cayendo a plomo, el vino y la sidra abrillantaron el rostro del cochero Polyte. Dos veces por semana, la joven Celeste iba hasta el pueblo a vender crema, huevos y gallinas. Le pagaba a Polyte diez sueldos por el viaje y cuatro por llevar la mercancía. En cada viaje, el pícaro Polyte preguntaba a la pelirroja Celeste guiñándole un ojo: «¿Cuándo es la fiesta, hermosa?»
      «¿Qué quiere decir con eso Sr. Polyte?»
      El cochero daba un salto en el pescante y explicaba: «Una fiesta es una fiesta…¡diablos!… Un mozo y una moza sin música se bastan…»
      «No me gustan esas bromas, Sr. Polyte», respondía Celeste apartando del muchacho sus faldas, que colgaban sobre potentes pantorrillas cubiertas por medias rojas.
      Pero aquel bribón de Polyte seguía riéndose, continuaba tosiendo –«¡Alguna vez será la fiesta, hermosa mía!»– y alegres lágrimas corrían por su cara del tono de la sangre, del ladrillo y el vino.
      Bebí otra copa del preciado moscatel. Raisa brindó conmigo.
      La criada de ojos pétreos atravesó la habitación y desapareció.
      Ce diable de Polyte… En dos años, Celeste le había pagado cuarenta y ocho francos. ¡Cincuenta menos dos! Al final del segundo año se hallaban los dos solos en la carretam y Polyte, que había tomado sidra antes de salir, preguntó como era su costumbre: «¿Tampoco es hoy la fiesta, señorita Celeste?»
      Y ella respondió bajando los ojos: «Como usted guste, señor Polyte…»
      Raisa se dejó caer sobre la mesa, entre grandes carcajadas. Ce diable de Polyte!
      La carreta iba tirada por un jamelgo blanco. El jamelgo, con labios rosados por la edad, trotó al paso. El alegre sol de Francia rodeó el coche que se ocultó del mundo bajo una visera descolorida. Un mozo y una moza sin música se bastan…
      Raisa me tendió una copa. Era la quinta.
      —¡Por Maupassant, mon vieux!
      —¿Es hoy la fiesta, hermosa mía?
      Me acerqué a Raisa y la besé en los labios que temblaron y se hincharon.
      –Qué divertido es usted —respondió Raisa entre dientes y se echó hacia atrás.
      Se arrimó a la pared extendiendo sus brazos desnudos. Manchas rojizas aparecieron en ellos y en sus hombros. De todas las divinidades clavadas en una cruz, ella era la más seductora.
      —Haga el favor de sentarse, monsieur Polyte…
      Me indicó un inclinado sillón de factura eslava. El respaldo era un entrelazado de madera con puntas policromadas. Me dirigí a él tambaleándome.
      La noche había colocado bajo mi hambrienta juventud una botella de moscatel del año ochenta y tres y veintinueve volúmenes, veintinueve petardos rellenos de piedad, de genio de pasión… Di un salto derribando una silla y tropezando con un estante. Los veintinueve tomos se desplomaron sobre la alfombra, cayeron sobre sus lomos, las páginas volaron en todas direcciones… Y el jamelgo blanco de mi destino trotó al paso.
      —¡Qué divertido es usted! –rugió Raisa.
      Abandoné la casa de granito cerca de las doce, antes de que regresaran del teatro las hermanas y el marido. Estaba sobrio y era capaz de caminar en línea recta sobre una tabla, pero era mucho mejor tambalearse, y me contoneaba cantando en un lenguaje inventado por mí. En los túneles de las calles bordeadas por una miríada de farolas, circulaban oleadas de neblina. Monstruos rugían tras las paredes efervescentes. La calzada ocultaba las piernas a los transeúntes. Ya en casa, Kazántsev dormía. Dormía sentado, estirando las flacas piernas embutidas en botas de fieltro. En su cabeza se erizó la pelusa de canario. Se había quedado dormido al pie de la estufa con un Don Quijote de 1624 sobre sus rodillas. El libro llevaba en el título una dedicatoria al duque de Broglie. Me acosté sin hacer ruido para no despertar a Kazántsev, acerqué la lámpara y me puse a leer el libro de Edouard Maynial Vida y obra de Guy de Maupassant.
      Kazántsev movía los labios y daba cabezadas.
      Aquella madrugada me enteré por Edouard Maynial de que Maupassant nació en 1850, que era hijo de un noble normando y de Laure Le Poittevin, prima carnal de Flaubert. A los veinticinco años acusó el primer ataque de sífilis hereditaria. La fertilidad y alegría en él encerradas se resistían a la enfermedad. Al principio tenía dolores de cabeza y arrebatos de hipocondría. Después lo amenazó el fantasma de la ceguera. Perdía la vista. Crecía en él la manía persecutoria, la misantropía y la iracundia. Luchó denodadamente. Navegó en velero por el Mediterráneo, huyó a Túnez, a Marruecos, a África Central y escribía sin cesar. Ya famoso, a los treinta y nueve años, se cortó la garganta y se desangró, pero quedó con vida. Lo recluyeron en un manicomio. Allí andaba a gatas y comía sus propios excrementos. La última anotación en su triste historial dice: «Monsieur de Maupassant va s’animaliser». («El Sr. de Maupassant se está volviendo animal».)
      Murió a los cuarenta y dos años. Su madre le sobrevivió.
      Leí el libro hasta el final y me levanté de la cama. La niebla se había aproximado a la ventana, ocultando el universo. El corazón se me encogió. Me había rozado el presagio de la verdad.

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