Desde su título, este es un cuento muy especial. Pero también lo es su autora: Gloria Sawai (1932-2011) fue una profesora y escritora canadiense, cuyo primer y único libro, la colección de cuentos A Song for Nettie Johnson (2001), obtuvo varios premios, incluyendo el City of Edmonton Book Award and the Governor General’s Award for Fiction (uno de los más prestigiosos de Canadá) en 2002. Es decir, cuando ella cumplía los setenta años.
«The Day I Sat with Jesus on the Sundeck and a Wind Came Up and Blew My Kimono Open and He Saw My Breasts» fue escrito en 1980 y es una auténtica experiencia visionaria, al mismo tiempo misterioso y entrañable. Esta traducción fue realizada por Raquel Castro.
EL DÍA QUE ME SENTÉ CON JESÚS EN LA TERRAZA Y SE LEVANTÓ UN VIENTO Y ABRIÓ MI KIMONO Y ÉL VIO MIS PECHOS
Gloria Sawai
Cuando un evento extraordinario tiene lugar en tu vida, eres propenso a recordar con una claridad antinatural los detalles que lo rodean. Recuerdas formas y sonidos que no estaban directamente relacionados con el suceso, sino que flotaban en la periferia de la experiencia. Esto puede suceder incluso cuando lees un gran libro por primera vez, uno que te inquieta y te hace pensar. Recuerdas dónde lo leíste, en qué habitación, quién estaba cerca.
Recuerdo, por ejemplo, cuando leí Servidumbre humana. Estaba acostada en una litera superior en nuestro dormitorio de la escuela secundaria, envuelta en una colcha azul. Vivía en un dormitorio debido a mi padre. Él era un hombre religioso y quería que yo recibiera una educación espiritual: que escuchara la Palabra y conoceriera al Señor, como él lo dijo. Así que me envió a la Academia Luterana de San Pablo en Regina por dos años. Él estaba seguro de que allí es donde yo escucharía la Palabra. En todo caso, todavía puedo oír a la señora Sverdrup, nuestra ama de casa, llamando a la puerta a medianoche y susurrando con su acento noruego: «Oye, Gloria, ess máss de medianoche, ess hora de apagar las luces. Ahora missmo», para luego deslizarse por el pasillo en sus pantuflas. Lo interesante aquí es que no recuerdo nada sobre el libro en sí, excepto que alguien en él tenía un pie zambo. Pero debe haberme conmovido profundamente cuando tenía dieciséis años, de lo que ya hace algún tiempo.
Pueden imaginar entonces cuán claramente recuerdo el día en que Jesús de Nazaret, en persona, subió la colina en nuestro patio trasero hasta nuestra casa, y luego subió las escaleras exteriores hasta la terraza donde yo estaba sentada. Y cómo se quedó conmigo por un rato. Seguramente ustedes pueden comprender la claridad con la que esos detalles descansan en mi memoria.
El suceso ocurrió la mañana del lunes 11 de septiembre de 1972 en Moose Jaw, Saskatchewan. Estos hechos en sí mismos son más inusuales de lo que pueden parecer a primera vista. Septiembre es mi mes favorito, el lunes mi día favorito, la mañana mi momento favorito. Y aunque Moose Jaw puede no ser el lugar más magnífico del mundo, si te encuentras allí un lunes por la mañana de septiembre tiene su belleza.
Por cierto, no es difícil averiguar por qué los lunes son mis días favoritos. Tengo cinco hijos y un esposo. Las cosas se ponen agitadas, especialmente los fines de semana y días festivos. Niños merodeando por la casa, comiendo, discutiendo, preguntándome cada hora qué hay para hacer en Moose Jaw. Y la televisión. Los programas son siempre los mismos. Solo cambian los nombres: Roughriders, Stampeders, Blue Bombers, lo que sea. Así que cuando empiezan las clases en septiembre, disfruto de la libertad, especialmente los lunes. Sin peleas. Sin televisión. La mañana, fresca y encantadora. Un nuevo día, un nuevo comienzo.
En la mañana del 11 de septiembre, me levanté a las siete, la hora habitual, cociné crema de trigo para los niños, freí un poco de salchicha para Fred, me despedí mientras todos salían de la casa, bebí una segunda taza de café en paz y decidí comenzar a planchar por fin la ropa de la semana pasada. Todavía no estaba vestida, sino que seguía con el kimono rosa que había comprado hacía años en mi viaje a Japón, mi único viaje al extranjero, un recorrido rápido de quinientos dólares por Tokio y otras ciudades. Había ahorrado para esto mientras trabajaba como técnica de biblioteca en Regina, y me alegro de haberlo hecho. Desde entonces apenas he salido de Saskatchewan. De vez en cuando un viaje a Winnipeg, y un par de veces a Medicine Lake, Montana, para visitar a mi hermana.
Preparé la tabla de planchar y saqué la cesta de ropa que había rociado con agua hacía una semana. Cuando desenrollé la primera camisa, estaba completamente seca y olía a rancio. La segunda estaba cubierta de pequeñas manchas grises de moho. También la tercera. Fred enseña ciencias en la escuela secundaria aquí en Moose Jaw. Usa muchas camisas. Decidí que tendría que desenvolver la carga completa y orear todo. Así lo hice, extendiendo las prendas apestosas por la sala de estar. Mientras les daba el aire, yo podía salir a sentarme en la terraza un rato, ya que era un día muy claro y soleado.
Si conocen Moose Jaw, sabrán acerca del nuevo fraccionamiento en el extremo sureste llamado Hillhurst. Ahí es donde vivimos, justo en las afueras de la ciudad. De hecho, nuestra terraza da a un terreno plano hasta donde alcanza la vista, excepto por el patio trasero en sí, que es una colina bastante empinada que conduce a una pequeña cantera de piedra. Pero desde la cantera, la tierra se endereza hacia la pradera de Saskatchewan. Un grupo de álamos se encuentra más allá de la cantera, a la derecha, y entre las rocas han crecido altas malezas. Aparte de eso, es simple: solo tierra y cielo. Pero cuando el sol sale por la mañana, las malas hierbas y las rocas adquieren un brillo anaranjado y oxidado que es agradable. Al menos para mí.
Desenchufé la plancha y regresé a la cocina. Me iba a tomar una taza de café, o tal vez un poco de jugo de naranja. Para alcanzar el jugo en el fondo de la nevera, mi mano pasó justo al lado de una botella de Calona blanco. Eso sonaba mejor. Un poco de vino el lunes por la mañana, un poco de relajación después de un fin de semana ajetreado. Sostuve la botella cómodamente en mi mano y me serví, anticipando un día agradable.
Abrí la puerta de cristal que daba a la terraza. Arrastré una vieja silla plegable de lona al sol y me senté. Me senté y bebí un sorbo. La belleza y la tranquilidad flotaron hacia mí el lunes 11 de septiembre por la mañana, alrededor de las 9:30.
Al principio, Él era un pequeño bulto en la lejana pradera. Luego fue un topo, mucho más allá de la cantera. Después un animal más grande, tal vez un perro, avanzando entre la hierba. Al acercarse a la cantera, se convirtió en una persona. De eso no había duda. Una mujer tal vez, todavía en bata de baño. Pero cuando salió de entre las rocas, a través de la maleza, hacia la colina, lo vi con claridad. Entonces supe quién era. Lo supe de la misma manera en que sabía que el sol brillaba.
La razón por la que lo sabía es que se veía exactamente como lo había visto cinco mil veces en las ilustraciones de libros y folletos de la Escuela Dominical. Si alguna vez había una persona a la que había visto y de la que había oído hablar una y otra vez, era Él. Incluso en la escuela primaria, esas terribles preguntas. ¿Amas al Señor? ¿Eres salva solo por la gracia a través de la fe? ¿Estás esperando ansiosamente el día de Su Segunda Venida? ¿Y estarás lista para ese Gran Día? A veces me escondía debajo de la cama cuando era niña, preguntándome si realmente había sido salvada solo por la gracia, o, sin darme cuenta, había estado intentando con algún otro método, como los católicos, que eran salvos por sus buenas obras y terminarían en el infierno. Excepto unos pocos que sabían en sus corazones que era realmente por gracia, pero no querían dejar su iglesia por no dejar a sus familias. ¿Y así se acabaría todo? ¿Sonaría la trompeta esta noche y el cielo se partiría en dos? ¿Descendería del cielo, con un poderoso grito, el gran Señor y Rey, el Alfa y Omega, sosteniendo en alto los siete candelabros, acompañado de una hueste celestial que ningún hombre podía contar? ¿Y estaba yo lista?
Y allí estaba Él. Acercándose. Subiendo la colina en nuestro patio trasero, su cuerpo inclinado contra la pendiente, sus túnicas ondeando al viento. Él venía. Y yo no estaba preparada. Toda esa ropa mohosa esparcida por la sala de estar, y yo en esta cosa vieja y descolorida, hecha en Japón, y bebiendo a media mañana.
Él había llegado a los escalones. Su mano tocó el barandal. Su mano derecha estaba en mi barandal. Los dedos de Jesús estaban enroscados alrededor de mi barandal. Él estaba viniendo. Estaba ascendiendo. Estaba viniendo hacia mí, aquí en la terraza.
Se paró en el último escalón y me miró. Yo lo miré. Se veía exactamente idéntico que en todas sus imágenes: túnica blanca, manto morado, cabello color bronce, piel cremosa. ¿Cómo habían hecho todos esos artistas raros, los ilustradores de los folletos de la Escuela Dominical, cómo lo habían podido retratar tan exactamente bien?
Se paró en lo alto de la escalera. Me quedé allí sentada, sosteniendo mi vaso. ¿Qué le dice una a Jesús cuando viene? ¿Cómo se dirige una a él? ¿Le dices Jesús? Supongo que ese era su nombre de pila. ¿O Cristo? Recordé a la mujer en el pozo, viviendo en adulterio, que lo había llamado Señor. Tal vez podría intentar eso. O tal vez podría fingir que no lo reconocía. Tal vez, por alguna razón, él no quería que yo lo reconociera. Entonces habló.
—Buenos días —dijo—. Me llamo Jesús.
—¿Cómo estás? —le pregunté—. Yo me llamo Gloria Johnson.
Yo me llamo Gloria Johnson. Eso es lo que dije. Como si Él no lo supiera.
Sonrió, de pie en lo alto de la escalera. Pensé en qué debía hacer a continuación. Entonces me levanté y desplegué otra silla de lona.
—Tienes un lindo paisaje —dijo, recostándose en la lona y apoyando los pies con sandalias en los barrotes de hierro del barandal.
—Gracias —dije—. Nos gusta.
Lindo paisaje. Esas fueron sus palabras exactas. Todos los que vienen a nuestra casa y se paran en la terraza dicen eso. Todos.
—No esperaba compañía hoy— enderecé los pliegues de mi kimono rosa y apreté la tela con más firmeza sobre mis rodillas. Recogí el vaso del suelo donde lo había dejado.
—Estaba de camino a Winnipeg. Se me ocurrió visitarte.
—He oído hablar mucho de ti —dije—. Te pareces bastante a tus retratos.
Me llevé el vaso a la boca y vi que Él tenía las manos vacías. Tendría que ofrecerle algo de beber. ¿Té? ¿Leche? ¿Cómo debo preguntarle qué le gustaría beber? ¿Qué palabras debo usar?
—Se pone bastante polvoriento ahí fuera— dije finalmente—. ¿Te apetece algo de beber?
Él miró el vaso en mi mano.
—Podría prepararte un poco de té —añadí.
—Gracias —dijo—. ¿Qué estás bebiendo tú?
—Bueno, los lunes me gusta relajarme un poco después del ajetreado fin de semana con toda la familia en casa. Tengo cinco hijos, ¿sabes? Así que a veces, después del desayuno, tomo un poco de vino.
—Eso estaría bien —dijo.
Por suerte encontré un vaso limpio en la alacena. Me quedé junto al fregadero, sirviendo el vino. Y entonces, como un relámpago, me di cuenta de mi situación. Oh, Johann Sebastian Bach. Gloria. Honor. Sabiduría. Poder. George Fredrick Händel. Rey de Reyes y Señor de Señores. Está en mi terraza. Hoy Él está sentado en mi terraza. Puedo hacerle cualquier pregunta en el mundo, cualquier cosa, y Él sabrá la respuesta. Aleluya. Bueno, ¿no era esto algo para un lunes por la mañana en Moose Jaw?
Abrí la puerta del refri para volver a meter la botella. Y vi a mi padre. Era la mañana de Año Nuevo. Mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina. Mamá estaba sentada frente a él. Había tapado la olla de avena para dejarla hervir a fuego lento en la estufa. Podía oír el choque de la tapa contra el borde, en silencio. Sigrid y Frieda estaban sentadas a un lado de la mesa, Raymond y yo al otro. Teníamos en la mano libros de himnos, pequeños libros negros abiertos en la página 1. Afuera estaba oscuro. En la mañana de Año Nuevo nos levantamos antes del amanecer. Papá nos miraba con la barbilla salida. Significaba que debíamos estar quietos y sentarnos derechos. Raymond estaba tan derecho y rígido como un soldado, esperando a que papá se diera cuenta de lo bien y rígido que se sentaba. Nos pusimos a cantar. Página 1. Himno para el Año Nuevo. Philipp Nicolai, 1599. Realmente no necesitábamos los libros. Habíamos cantado la misma canción cada Año Nuevo desde el momento de nuestra concepción. Papá siempre cantaba más fuerte.
El lucero matutino brilla sobre nosotros;
Qué llenos de gracia y verdad sus rayos,
y su esplendor.
Buen Pastor, heredero de David,
mi Rey en el cielo, me llevas
En tu seno tierno.
El más cercano. Más querido. Más alto. Brillante.
Aún te deleitas en amarme,
tan alto entronizado sobre mí.
En realidad, no me importaba cantar himnos en Año Nuevo, siempre y cuando estuviera segura de que nadie se enteraría. Me habría dado bastante vergüenza si alguna de mis amigas se hubiera enterado de cómo pasábamos el Año Nuevo. A cierta edad es fácil avergonzarse de la familia. Recuerdo a Alice Olson, lo avergonzada que estaba por su padre, Elmer Olson. Era alcohólico y no podía controlar su orina. Su madre siempre tenía que limpiarlo. Aun así, la casa olía. Supongo que no podía limpiarlo todo. De todos modos, sé que Alice se sintió avergonzada cuando vimos a Elmer despeinado y con aspecto de enfermo, con manchas de orina en los pantalones. A veces no sé qué sería más difícil para un niño: tener un padre borracho o uno que está sobrio en Año Nuevo y canta «El lucero matutino».
Crucé la terraza y le entregué el vino a Jesús. Me senté, apoyando mi vaso en la solapa de mi kimono. Jesús estaba mirando hacia la pradera. Parecía estar observándolo todo. Era evidente que no tenía prisa por irse, pero no tenía mucho que decir. Pensé en qué decir a continuación.
—Supongo que estás más acostumbrado al mar que a la pradera.
—Sí —dijo—. He vivido la mayor parte de mi vida cerca del agua. Pero también me gusta la pradera. Hay algo lindo en la pradera.
Volvió la cara hacia el viento, ahora más fuerte, que venía hacia nosotros desde el este.
Otra vez esa palabra. Si alguna vez hubiera usado “lindo” para describir la pradera, en una composición inglesa en St. Paul’s, por ejemplo, habría tenido tres círculos rojos a su alrededor. Al menos tres. Levanté mi copa al viento. La buena escuela San Pablo. El buen pastor Solberg, parado frente al altar de madera, sosteniendo el evangelio en alto en su mano.
En el prinssipio era el Verbo,
Y el Verbo esstaba con Dioss,
Y el Verbo era Dioss.
Todass las cosas por Él fueron hechas;
Y ssin él nada de lo que ha sido hecho,
Fue hecho.
Yo estaba sentada en una banca junto a Paul Thorson. Estábamos compartiendo un himnario. Nuestros pulgares se tocaban en el centro del libro. Era invierno. La capilla estaba fría, un cuartel del ejército que quedó de la Segunda Guerra Mundial. Llevábamos parkas y nos sentábamos muy juntos. Paul jugueteó con su pulgar, empujando mi pulgar hacia mi propio lado del libro, y luego tirando de él hacia su lado. El viento aullaba afuera. Observábamos nuestro aliento mientras cantábamos el himno.
En tus brazos descanso, Enemigos que quieren molestarme
No pueden alcanzarme aquí. Aunque la tierra tiemble,
Que todo corazón tiemble, Jesús calma mi temor.
Fuegos pueden arder y truenos caer,
Sí, y el pecado y el infierno asaltarme,
Jesús no me fallará.
Y aquí estaba. Alfa y Omega. El Verbo. Sentado en mi silla de lona, diciéndome que la pradera es linda. ¿Qué podría responderle?
—A mí también me gusta —dije.
Jesús estaba observando a una urraca que volaba en círculos sobre los álamos, justo al otro lado de la cantera. Parecía muy simpático en realidad, pero no era como mi padre. Mi padre era perfecto, eso sí, pero ya saben lo que es la gente perfecta: ocupada, ocupada. Sin embargo, no estaba tan ocupado como Elsie. Elsie era la más ocupada. Nunca podías visitarla sin que ella tuviera que hacer otra cosa al mismo tiempo. Lavar las hojas de sus plantas con leche o doblar calcetines en el sótano, sentada en un banco junto a la lavadora. No me importaría sentarme en un banco en el sótano si eso fuera todo lo que tuviera, pero su sala de estar estaba llena de sillas grandes y suaves en las que nadie se sentaba. Ahora, Jesús aquí no parecía tener ningún trabajo que hacer en absoluto.
El viento se había levantado. Su túnica se hinchaba sobre sus piernas. Su pelo se arremolinaba alrededor de su cara. El viento soplaba con más fuerza desde el este. Mi kimono ondeaba en torno a mis tobillos. Me agaché para asegurarlo, apretando la tela contra mis piernas. El viento de Saskatchewan se levanta muy deprisa. Y entonces ocurrió. Una ráfaga de viento me golpeó de lleno, filtrándose por los pliegues de mi kimono, llegando hasta el corpiño, ondulando la tela, hasta que por encima del fajín, la túnica quedó completamente abierta. Lo supe sin mirar. De repente, el viento sopló sobre mis pechos. Lo sentí fresco en ambos pechos. Luego, tan rápido como vino, se fue, y nos quedamos sentados ante la misma brisa leve de antes.
Miré a Jesús. Me estaba viendo a mí, y a mis pechos, mirándolos directamente. Jesús estaba sentado allí en la terraza mirando mis pechos.
¿Qué debía hacer? ¿Decir perdón y meterlos de nuevo al kimono? ¿Hacer una pequeña broma al respecto? ¿Mira lo que sopló el viento? ¿O no debía decir nada, simplemente meterlos lo más discretamente posible? ¿Qué se dice cuando viene un viento y te abre el kimono y Él te ve los pechos?
Ahora bien, hay formas y hay formas de exponer tus senos. Sé algunas cosas. Leo libros. Y he aprendido mucho de mi prima Millie. Millie es la oveja negra de la familia. Dejó la Academia sin graduarse y se convirtió en modelo de artistas en Winnipeg. Y me ha dicho algunas cosas sobre la exposición corporal. Dice, por ejemplo, que cuando un artista quiere dibujar a su modelo, la tiene desnuda y estirada y doblada en varias posiciones para poder dibujarla desde diferentes ángulos, o la cubre con tela, generalmente satén. Cubre una sección del cuerpo con el material y deja el resto expuesto. Pero lo hace de una manera elegante, colocando la tela sobre su estómago o tobillo. (Nunca sobre los senos). Así que me di cuenta de que mi apariencia en ese momento no era realmente agradable, ni estética ni eróticamente, desde el punto de vista de Millie. Mis pechos sobresalían de la parte superior de mi viejo kimono. Y por alguna razón que no puedo explicar, incluso hasta el día de hoy, no hice nada al respecto. Nada más me quedé sentada.
Jesús debe haber reconocido mi confusión, porque en ese momento me dijo, creo que con toda sinceridad:
—Tienes unos pechos lindos.
—Gracias —dije. No sabía qué más decir, así que le pregunté si quería más vino.
—Sí, me gustaría —dijo, y me fui a llenar el vaso. Cuando regresé, Él estaba observando a una urraca que se movía entre la alta maleza junto a la cantera. Me senté y observé con Él.
Entonces tuve una sensación muy, muy peculiar. Sé que era sólo una ilusión, pero era tan fuerte que me asustó. Es difícil de explicar porque nunca me había pasado nada parecido. La urraca empezó a flotar hacia Jesús. La vi revolotear hacia él en el aire como si un vacío la aspirara. Cuando lo alcanzó, aleteó sobre su pecho, que ahora estaba desnudo porque se le había caído la parte superior de la túnica. Mordisqueó sus pequeños pezones marrones, graznó y desapareció. Se los prometo, pareció desaparecer dentro de sus poros. Luego ocurrió lo mismo con una roca. Una roca que subía flotando desde la cantera y aterrizaba en el pecho de Jesús, fundiéndose en su piel. Fue muy extraño, déjenme decirles, Jesús y yo sentados allí juntos con eso sucediendo. Me mareaba, así que cerré los ojos.
Y vi a las mujeres en un baño público en Tokio. Mujeres y niñas de pelo negro. Algunas estaban en cuclillas junto a los grifos que bordeaban una pared. Echaban agua caliente en sus palanganas, se lavaban con paños blancos, se frotaban la espalda con las toallitas jabonosas, luego vaciaban sus palanganas y las volvían a llenar, vertiendo agua limpia sobre sus cuerpos para el enjuague. El agua y la espuma se arremolinaban en el suelo de baldosas. Otras estaban sentadas en la piscina caliente del otro lado, sumergiéndose en el agua humeante mientras parloteaban unas con otras. Entonces la vi. La mujer sin pechos. Estaba en cuclillas junto a un grifo cerca de la puerta. La mujer más vieja que he visto en mi vida. La mujer más delgada que he visto en mi vida. Piel y huesos. Literalmente, solo piel y huesos. Hacía una reverencia y sonreía a todas las que entraban. Tenía tres dientes. Cuando se encorvó sobre su palangana vi los pequeños pliegues de piel donde habían estado sus senos. Cuando se puso de pie, las arrugas desaparecieron. En su lugar había dos cuevas poco profundas. Incluso los pezones parecían haber desaparecido en las pequeñas cuevas marrones de sus pechos.
Abrí los ojos y miré a Jesús. Afortunadamente, todo había dejado de flotar.
—¿Has estado alguna vez en Japón? —pregunté.
—Sí —dijo—. Un par de veces.
No presté atención a su respuesta, sino que seguí hablándole de Japón como si nunca hubiera estado allí. Parecía que no podía dejar de hablar de esa anciana y de sus pechos.
—Tendrías que haberla visto —dije—. No tenía el pecho plano como algunas mujeres, incluso aquí en Moose Jaw. No fue así en absoluto. Sus pechos no solo eran planos. Estaban hundidos, como si la carne se hubiera hundido allí mismo. ¿Alguna vez has visto senos así?
Los ojos de Jesús se estaban oscureciendo. Parecía haberse hundido más en su silla.
—Las mujeres japonesas suelen tener senos más pequeños —dijo.
Pero me había malinterpretado. Mi fijación no era sólo por sus pechos. Era por sus mandíbulas, dientes, cuello, tobillos, talones. No sólo sus pechos. No dije nada durante un rato. Jesús tampoco hablaba.
Finalmente pregunté: —¿Y bien? ¿Qué piensas de unos pechos así?
Supe inmediatamente que había hecho la pregunta equivocada. Si quieres respuestas personales y concretas, haz preguntas personales y concretas. Es tan sencillo como eso. Debería haberle preguntado, por ejemplo, qué pensaba de ellos desde el punto de vista sexual. Si fuera un amante, digamos, ¿le gustaría tener esos pechos entre las manos y jugar con ellos con los dientes y los dedos? ¿Lo haría ahora? La mujer, morena y brillante, estaba inclinada sobre su palangana. Pequeñas burbujas de jabón le goteaban desde los pliegues del pecho hasta el ombligo. Agárralos. Ja.
O podría haber pedido algún tipo de opinión estética. Si fuera un artista, un escultor digamos, ¿viajaría a Italia y pasaría semanas excavando el mejor mármol de las colinas cercanas a Florencia, y luego se quedaría despierto toda la noche y el día en su estudio, sin comer ni bañarse, y con el pelo enmarañado y los ojos vidriosos, cincelando esos pequeños pliegues en su gran losa de piedra?
O si fuera un mecenas de las artes, ¿asistiría a la inauguración de esta gran exposición y se pararía frente a estas cuevas blancas con su jersey púrpura de cuello alto, bebiendo champán y mordisqueando la galleta con un camarón en medio, y se volvería hacia la persona a su lado, la de los elegantes pantalones negros, y le diría: Mira, querida, ¿viste esta maravillosa pieza? ¿Ves cómo el artista ha capturado la esencia misma de la forma femenina?
Estas son algunas de las cosas que podría haber dicho si hubiera tenido mi ingenio conmigo. Pero mi ingenio ciertamente me abandonó ese día. Todo lo que dije, y no era mi intención, simplemente salió, fue: “No es lindo y no me gusta”.
Levanté la cara, eché la cabeza hacia atrás y dejé que el viento soplara sobre mi cuello y mis pechos. Volvía a soplar con más fuerza. Sentí pequeños granos de arena raspando mi piel.
Cariñoso Salvador,
huyo de la tempestad
a tu seno protector,
fiándome de tu bondad.
Sálvame, Señor Jesús,
de las olas, del turbión;
hasta el puerto de salud
guía tú mi embarcación.
Cuando volví a mirarlo, sus ojos estaban aún más negros y su cuerpo se había encogido considerablemente. Casi se parecía a Jimmy aquella vez en Prince Albert. Jimmy era un vecino nuestro de Regina. En su vigésimo séptimo cumpleaños se unió a una pandilla de motociclistas, los Grim Reapers para ser exactos, y se metió en muchos problemas. Acabó en máxima seguridad en Prince Albert. Un verano, en un viaje de acampada por el norte, fuimos a verle Fred, los niños y yo. Si uno va a visitar a presos debería hacerlo con regularidad. Ahora me doy cuenta. De todos modos, fue entonces cuando sus ojos se vieron negros de esa manera. Pero tal vez había estado fumando marihuana o algo así. Probablemente no es lo mismo. Jimmy LeBlanc. Nunca le hizo gracia que le llamara «Midnight Raider» en vez de «Grim Reaper». La gente es sensible con sus nombres.
Entonces Jesús por fin contestó. Todo parecía llevarle mucho tiempo, incluso responder a preguntas sencillas.
Pero no estoy segura de lo que dijo porque ocurrió algo tan extraño que lo que fuera que dijo se esfumó. En ese momento el viento sopló contra mi cara, tirándome del pelo hacia atrás. Mi kimono se arremolinaba en todas direcciones y yo movía los brazos en el aire, como nadando. Y justo debajo de mis ojos estaba el tejado de nuestra casa. Estaba mirando la parte superior del tejado. Vi la hilera de tejas arrancadas por la granizada de agosto. Y recuerdo que pensé: Fred aún no ha arreglado esas tejas. Tendré que recordárselo cuando vuelva del trabajo. Si vuelve a llover, la habitación de atrás se empapará. Antes de darme cuenta estaba dando vueltas sobre la terraza, mirando la parte superior de la cabeza de Jesús. Pero no era así. Estaba sentada en la silla de lona mirándome a mí misma por encima de sus hombros. Sólo que no era yo la que revoloteaba. Era la anciana de Tokio. Vi su pelo gris retorciéndose al viento y su brillante culito levantado en el aire, como el de un bebé. Le goteaba agua de la barbilla y de los dedos de los pies. Y de sus codos salían pompas de jabón como oropel. Flotaba hacia Su pecho. Pero no era ella. Era yo. Podía saborear la espuma que se me pegaba a la comisura de los labios y sentir el viento en mi espalda mojada y en las cavidades de mis pechos. Sonreía y me inclinaba, y el viento soplaba en briznas estrechas contra mis encías desdentadas. Luego, rápido, muy rápido, como una bandada de alas de cera que se zambullera en la nieve entre las ramas del álamo, me estaba partiendo en millones de pedazos y hundiéndome en los diminutos, diminutos agujeros de Su pecho. Era como la urraca y la roca, como si me hubiera deshecho en átomos o moléculas, o lo que quiera que seamos en realidad.
Después me mareé y empecé a sentir náuseas. Jesús también parecía enfermo. Triste, enfermo y solo. Oh, Cristo, pensé, ¿por qué estamos sentados aquí en un día tan bueno vertiendo nuestras penas los unos en los otros?
Tenía que levantarme y caminar. Iría a la cocina y prepararía té.
Puse la tetera a hervir. ¿Qué demonios me había pasado? ¿Por qué había pasado una mañana tan buena hablando de pechos? Mi única oportunidad en la vida y la había dejado escapar. ¿Por qué no me controlaba mejor? ¿Por qué siempre dejaba que las cosas se me fueran de las manos? Pechos. ¿Y por qué me llamaba Gloria? Un nombre tan piadoso para alguien a quien no se le ocurre otra cosa de la que hablar que de pechos. ¿Por qué no era Lucille? ¿O Millie? Podrías hablar de pechos todo el día si te llamaras Millie. Pero Gloria. Gloria. Glo-o-o-o-o-o-ri-a in ex-cel-sis. Entonces supe por qué tantas Glorias andan por los bares, hablando demasiado alto, riéndose a carcajadas de chistes estúpidos, asegurándose de que todos las oigan reírse de los chistes verdes. Intentan bajarle la expectativa a su nombre, eso es todo. Saqué las tazas y serví el té.
Todo había vuelto a la normalidad cuando regresé, excepto que Jesús todavía se veía desolado, sentado en mi silla de lona. Le di el té y me senté a su lado.
Oh, papá. Y Philipp Nicolai. Oh, Bernardo de Claraval. Oh, Sagrada Cabeza Ahora Herida. Váyanse un rato y dejen que nos sentemos juntos en silencio, aquí en este pequeño espacio bajo el sol.
Sorbí el té y observé su rostro. Parecía tan triste que extendí la mano y se la puse en la muñeca. Me quedé un buen rato frotándole los pelitos de la muñeca con los dedos; no podía evitarlo. Después de eso, Él me puso el brazo en el hombro y la mano en mi nuca, acariciándome los músculos allí. Me sentí muy bien. Siempre que me ocurre algo emocionante o inusual, mi cuello es el primero en sentirlo. Se me pone rígido y lleno de nudos. Luego me suele doler la cabeza, y a menudo me dan náuseas. Así que me sentí muy bien cuando me frotó el cuello.
Nunca he sido capaz de manejar muy bien las sensaciones. Recuerdo cuando estaba en tercer grado y mis padres nos llevaron a la Exposición de Saskatoon. Fuimos a ver el espectáculo de la tribuna: la batalla de Wolfe y Montcalm en las Llanuras de Abraham. El escenario estaba lleno de indios, pioneros y damas vestidas de rojo, blanco y azul que cantaban «In Days of Yore From Britain’s Shore». Fue muy espectacular, pero demasiado para mí. Tenía el estómago revuelto y me dolía el cuello. Tuve que mantener la cabeza en el regazo de mi madre todo el tiempo, abriendo los ojos de vez en cuando para no perdérmelo todo.
Así que realmente se sintió bien que me acariciaran el cuello de esa manera. Casi podía sentir cómo se desataban los nudos y mi cuerpo más cálido y descansado. Jesús también parecía sentirse mejor. Su cuerpo había vuelto a la normalidad. Sus ojos se veían naturales de nuevo.
Entonces, de repente, se echó a reír. Me puso la mano en el cuello y se rió a carcajadas. Todavía no sé de qué se reía. No había nada divertido. Pero escucharlo me hizo reír a mí también. Se reía tanto que derramó té sobre su estola morada. Cuando vi eso, me reí aún más. Nunca me había imaginado a Jesús derramando su té. Y cuando Jesús me vio reír de esa manera y vio cómo me temblaban los pechos, se rió aún más fuerte, hasta que se secó las lágrimas de los ojos.
Después de eso, nos quedamos allí sentados. No sé cuánto tiempo. Sé que vimos a la urraca esculpir ondas negras en el aire por encima de las rocas. Y las rocas rígidas y hermosas entre las malezas que se balancean. Vimos los álamos retorcerse, doblarse y elevarse de nuevo más allá de la cantera. Y entonces Él tuvo que marcharse.
—Adiós, Gloria Johnson —dijo, levantándose de la silla—. Gracias por la hospitalidad.
Se inclinó hacía mí y me besó en la boca. Luego me dio un golpecito en el pezón con el dedo y se fue. Bajó la colina, atravesó la cantera y se adentró en la pradera. Me quedé de pie en la terraza y lo observé. Lo observé hasta que ya no pude verlo más. Hasta que no fue más que una estrella tenue y antigua en el lejano horizonte.
Entré en la casa. Vaya, qué linda visita. ¿No era eso algo? Examiné la ropa, seca y agria en la sala de estar. Tendría que volver a meterla en la lavadora, no había de otra. No podía soportar el olor. Volví a meterme los pechos en el kimono y arrastré la cesta escaleras abajo.
Eso es lo que me pasó en Moose Jaw en 1972. Fue lo más importante que me pasó ese año.
3 comentarios. Dejar nuevo
Excelente cuento. Me encantó y la traducción muy buena.
¡Gracias por leerlo!
Muchas gracias, Gabriel, de parte mía y de Raquel.