Nuestro proyecto #Escritura2018 se encuentra en sus últimas semanas. Por desgracia no pudimos dedicarle el mismo tiempo que le dimos el año pasado, cuando fue #Escritura2017, principalmente por exceso de trabajo. Pero tanto Raquel Castro como yo (ambos hemos sido los encargados de esta iniciativa en sus dos años de actividad) queremos hacer un anuncio.
Hace tiempo hicimos una encuesta en el grupo de Facebook del proyecto (la dirección está al pie de esta nota) y pedimos a sus usuarios que nos compartieran sus dudas y dificultades respecto del tema de la escritura. Nuestra intención era abordar tantas como pudiéramos…, y sí lo hicimos, pero tuvimos que optar entre responder las preguntas en línea y de otras maneras. Por fin decidimos concentrar la mayor parte de nuestras respuestas en un libro que habíamos estado preparando desde el año anterior y que, ya terminado, aparece ahora: Cómo escribir tu propia historia, publicado por Alfaguara Juvenil.
Este es un manual de escritura narrativa para principiantes, pensado especialmente para jóvenes (de los 14 años en adelante) pero que también puede servir para lectores de más edad. Tiene consideraciones «teóricas» sobre el proceso creativo, consejos para que quien lo lea pierda el miedo a escribir y pueda crearse una disciplina provechosa, y cien ejercicios, ordenados de lo más simple a lo más complejo, para iniciarse en la invención de sus propias historias y llegar incluso a la publicación de su trabajo.
Queremos invitar a conocer el libro (en esta página hay más datos sobre él, incluyendo dónde adquirirlo) a cualquier persona interesada, pero también queremos agradecer a quienes nos permitieron conocer y discutir sus inquietudes, tanto en internet como en los cursos que hemos impartido a lo largo de los años. Este libro es nuestra manera de corresponder a su interés y su confianza.
En este video, uno de los últimos de nuestra serie anual, conversamos acerca de ese manual y de varios más, incluyendo algunos que nos inspiraron y nos inspiran hoy, de autores como John Gardner, Mónica Lavín, Guillermo Samperio o Ursula K. LeGuin. Ningún manual (ni siquiera el nuestro) puede ser visto como una fórmula infalible, pero cada uno ofrece algo distinto, y entre varios se puede ir formando una experiencia enriquecedora de aprendizaje, distinta para cada persona.
De nueva cuenta, muchas gracias. ¡Ah!, y la primera presentación del libro será este sábado 17 de noviembre en la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil, como puede verse aquí.
El lunes pasado hice una breve lista: 10 libros útiles para quienes desean escribir. Son manuales, tratados, alguno que otro instructivo. No son los únicos que hay, ni mucho menos, pero todos se pueden encontrar (tanto impresos como en línea) y pueden ser útiles. Reproduzco aquí las recomendaciones –aparecieron por primera vez en Twitter– y les agrego sugerencias adicionales hechas en el momento por otras personas.
(Un manual de escritura no debe tomarse como un conjunto de recetas infalibles. Es más bien la descripción de las ideas y procedimientos que le sirven a una persona –quien lo escribe– y a partir de los cuales podemos hacer nuestros propios descubrimientos.)
En días pasados cumplió 84 años la escritora estadounidense Ursula K. LeGuin, una de las grandes autoras de imaginación de los Estados Unidos. Se le etiqueta como autora de «ciencia ficción» o de «fantasía», lo que da a algunas personas la excusa para leerla desde sus prejuicios (o para no leerla); pero LeGuin es una gran narradora a secas, que simplemente utiliza escenarios extraños, personajes y sucesos imposibles, para hablar por reflejo de la experiencia humana: de los grandes temas de la literatura.
«The Word of Unbinding» apareció primero en 1964, en la revista Fantastic, y en la obra de su autora es la primera narración ambientada en el mundo de Terramar, escenario de varias de sus novelas más famosas. La traducción fue realizada por F. A. Real H.
LA PALABRA QUE DESLIGA
Ursula K. LeGuin
¿Dónde estaba? El suelo era duro y fangoso, el aire negro y apestoso, y aquello era todo lo que había. A excepción del dolor de cabeza. Tendido de plano sobre el frío y húmedo suelo, Festin gimió y dijo:
—¡Báculo!
Cuando su báculo de mago –hecho en madera de aliso– no acudió a su mano, supo que estaba en peligro. Se sentó, y al no poder recurrir a su báculo para que le diese la luz apropiada, encendió una chispa entre el índice y el pulgar, murmurando cierta Palabra. Un fuego fatuo azulado saltó de la chispa y rodó débilmente a través del aire, chisporroteando.
—Arriba —dijo Festin.
Y la bola de fuego zigzagueó hacia arriba, hasta iluminar una trampilla abovedada muy por encima de él, tan alta que Festin, al proyectarse al interior de la bola de fuego momentáneamente, vio su propia cara —doce metros más abajo— como un pálido punto entre las tinieblas. La luz no producía reflejos en las húmedas paredes; éstas estaban entretejidas a partir de la noche, por medios mágicos. Volvió a su cuerpo y dijo:
—Apágate.
La bola de fuego expiró. Festin se sentó en la oscuridad, haciéndose sonar los dedos.
Debían de haberlo hechizado desde detrás, por sorpresa; lo último que recordaba era que había estado caminando a través de sus bosques, al atardecer, hablando con los árboles. Últimamente, en aquellos años solitarios de la mitad de su vida, se había sentido agobiado por un sentimiento de una fuerza desperdiciada, sin usar; por eso, necesitando aprender lo que era paciencia, había abandonado las villas y se había ido a conversar con los árboles, especialmente con los robles, castaños y los grandes alisos, cuyas raíces están en profunda comunicación con las corrientes de agua. Hacía seis meses que no hablaba con un ser humano; durante aquel tiempo, se había ocupado delo esencial, sin lanzar hechizos ni molestar a nadie. Así que, ¿quién podría haberle atado mágicamente, encerrándolo en aquel pozo apestoso?
—¡¿Quién?! —le exigió a las paredes.
Entonces, lentamente, un nombre le llegó, y se deslizó por él como una gruesa gota negra que rezumase de poros de piedra y esporas de hongos: «Voll».
Por un momento, Festin sintió un sudor frío.
Hacía mucho tiempo que había oído hablar por primera vez de Voll el Funesto, de quien se decía que era más que un mago pero menos que un hombre; que pasaba de isla en isla de la Región Exterior, deshaciendo el trabajo de los Antiguos, esclavizando a los hombres, devastando bosques y expoliando los campos, y sellando en tumbas subterráneas a cualquier mago o hechicero que se atreviese a combatir con él. Los refugiados de las islas destruidas contaban siempre la misma historia: que había llegado al atardecer, junto a un viento oscuro por encima del mar. Sus esclavos le seguían en naves; eso lo habían visto. Pero nadie había visto al propio Voll…
Había muchos hombres y criaturas de malvada voluntad habitando las Islas y Festin, un joven brujo ocupado con su entrenamiento, no había prestado mucha atención a los cuentos sobre Voll el Funesto. «Puedo proteger esta isla», había pensado, conociendo su todavía no probado poder, y había vuelto a sus robles y alisos, al sonido del viento en sus hojas, al ritmo del crecimiento en sus redondos troncos, ramas y ramitas, al sabor de la luz del sol sobre las hojas, o a las oscuras aguas subterráneas, fluyendo entre las raíces. ¿Dónde estarían ahora los árboles, sus viejos compañeros? ¿Habría destruido Voll el bosque?
Despierto al fin y de pie, Festin hizo dos amplios movimientos con manos rígidas, gritando en voz alta un Nombre capaz de romper todas las cerraduras y abrir cualquier puerta hecha por el hombre. Pero aquellas paredes impregnadas de noche y del Nombre de su creador no escuchaban, no oían. El Nombre levantó ecos, que volvieron hacia Festin, resonando en sus oídos, y haciéndole caer de rodillas y ocultar la cabeza entre los brazos, hasta que los ecos murieron en las bóvedas que había sobre él. Entonces, todavía temblando por el fracaso, se sentó, meditabundo.
Estaban en lo cierto: Voll era fuerte. En su propio terreno, en el calabozo construido con sus propios hechizos, su magia resistiría cualquier ataque directo; y la fuerza de Festin no era ni la mitad de la que hubiese tenido, de no haber perdido su báculo. Pero ni siquiera su captor podía arrebatarle sus poderes —relativos sólo a sí mismo— de Proyección y Transformación. Y así, tras frotarse su ahora doblemente dolorida cabeza, Festin se transformó. Suavemente, su cuerpo se disolvió en una nube de fina bruma.
Perezosa, rastrera, la bruma se elevó del suelo, flotando sobre las fangosas paredes hasta que encontró donde la cueva se hacía pared, en una grieta fina como un cabello. A través de ella, gotita a gotita, comenzó a filtrarse. Había logrado pasar casi por completo, cuando un viento ardiente —como la ráfaga de un horno— le golpeó, dispersando las gotas de bruma, secándolas. Precipitadamente, la bruma retrocedió de nuevo hacia la cueva, bajando en espirales hasta el suelo, donde tomó de nuevo la forma de Festin, que apareció jadeando. La transformación es un esfuerzo emocional para los brujos introvertidos del tipo de Festin; cuando a ese esfuerzo se le añade el shock de enfrentarse a una muerte inhumana en la forma asumida por uno, laexperiencia se vuelve espantosa. Festin estuvo por unos momentos simplemente respirando. Además, estaba irritado consigo mismo. Después de todo, había sido una estupidez intentar escapar como bruma: cualquier tonto se sabría ese truco. Probablemente, Voll había dejado fuera un viento caliente al acecho. Festin se convirtió entonces en un pequeño murciélago negro, voló hacia el techo, y se volvió a transformar en una ligera corriente de aire puro, para luego filtrarse a través de la grieta.
Esa vez consiguió salir, y estaba soplando suavemente a través del vestíbulo en el que se encontraba —en dirección a una ventana— cuando una aguda sensación de peligro le obligó a transformarse rápidamente, adquiriendo la primera forma pequeña y coherente que llegó a su mente: un anillo de oro. Lo hizo justo a tiempo. El huracán deaire ártico que habría dispersado su forma aérea en un caos irreconstruible simplemente enfrió un poco su forma de anillo. Mientras pasaba la tormenta, permaneció sobre el pavimento de mármol, preguntándose qué forma debería adoptar para atravesar la ventana más rápidamente.
Empezó a moverse demasiado tarde. Un gigantesco troll de rostro inexpresivo avanzaba a largas zancadas por la habitación; se detuvo, recogió el anillo —que rodaba con rapidez— y lo levantó con una enorme mano como de piedra caliza. El troll avanzó hasta la trampilla, descorrió el cerrojo de hierro y, murmurando un encantamiento, arrojó a Festin a las tinieblas. Cayó doce metros y aterrizó sobre el suelo de piedra…con un tintineo.
Reasumiendo su verdadera forma, se sentó, frotándose dolorosamente un codo herido. ¡Suficiente de estas transformaciones con un estómago vacío! Anheló amargamente tener su báculo, con el que podría haberse procurado cualquier cantidad de comida. Sin él, aunque pudiese cambiar su propia forma y realizar determinados hechizos y poderes, no podía transformar ni invocar ninguna cosa material… ni rayos, ni chuletas de cordero.
—Paciencia —se aconsejó a sí mismo.
Cuando hubo recuperado el aliento, disolvió su cuerpo en la infinita delicadeza de aceites volátiles, convirtiéndose en el aroma de una chuleta de cordero frita. Nuevamente, flotó hacia la grieta. El acechante troll inhaló sospechoso, pero Festin ya se había convertido en un halcón y aleteaba en dirección a la ventana. El troll arremetió contra él, falló por escasos metros, y bramó con una inmensa voz pétrea:
—¡El halcón, atrapad el halcón!
Descendiendo en picado desde el castillo encantado hasta el bosque que se extendía obscuro hacia el oeste, la luz del sol y el reflejo del mar deslumbrádole, Festin surcó el aire como una flecha; sin embargo, una flecha más rápida lo encontró. Gritando, cayó. El sol, el mar y las torres giraron a su alrededor y desaparecieron.
Despertó nuevamente en el húmedo y malsano suelo del calabozo, con las manos, el cabello, y los labios mojados con su propia sangre. La flecha se había clavado en el ala del halcón, en el hombro del hombre. Se mantuvo inmóvil, y murmuró un hechizo para cerrar la herida. Al cabo de un rato pudo sentarse y rememorar un hechizo más largo y poderoso de curación. Pero había perdido mucha sangre y, con ella, poder. Un frío se había apoderado de la médula de sus huesos, que ni siquiera el hechizo de curación podía calentar. Sus ojos estaban sumidos en las tinieblas, incluso cuando encendió un fuego fatuo e iluminó el aire hediondo: era la misma bruma tenebrosa que había podido ver mientras volaba, cerniéndose sobre su bosque y las pequeñas aldeas de su territorio.
Dependía de él proteger aquella tierra.
No podría volver a intentar escapar directamente. Estaba demasiado débil y cansado. Confiando excesivamente en su poder, había perdido su fuerza. Cualquiera que fuese la forma que adoptase a partir de entonces, ésta compartiría su debilidad, y sería atrapada.
Temblando a causa del frío, se acuclilló, dejando que la bola de fuego chisporroteara con una última bocanada de metano… el gas de los pantanos. El olor le permitió ver con el ojo de la mente los pantanos que se extendían, desde el bosque amurallando el mar; sus amados pantanos donde ningún hombre acudía, donde en otoño los cisnes volaban alineados, donde –entre tranquilos pozos y cañaverales– corrían hacia el mar rápidos y silenciosos riachuelos. ¡Oh, poder ser un pez en una de esas corrientes! O mejor aún, estar más lejos, corriente arriba, cerca de los manantiales, en el bosque, a la sombra de los árboles, en el claro remanso bajo las raíces de un aliso, descansando y oculto…Era una gran magia. Festin no la había practicado más de lo que lo hace cualquier hombre que, en el exilio, o viéndose en peligro, anhela la tierra o las aguas de su hogar, imaginando la vista desde el umbral de su casa, la mesa en la que comía, las ramas que se veían a través de la habitación en que solía dormir. Sólo en sueños cualquiera que no fuese uno de los grandes magos podría realizar la magia de volver al hogar. Pero Festin, con el frío saliéndole de la médula e inundando nervios y venas, permaneció de pie entre las negras paredes, reuniendo su poder hasta que brilló como una llama en la oscuridad de su carne, y empezó a realizar una magia grande y silenciosa.
Los muros desaparecieron. Estaba en la tierra, con rocas y vetas de granito por huesos, aguas subterráneas por sangre, raíces por nervios. Como un gusano ciego, se movió a través de la tierra hacia el oeste, lentamente, con tinieblas por delante y por detrás. De pronto, del subsuelo fluyó a lo largo de su espalda y de su vientre una próspera, irresistible e inagotable caricia. Saboreó el agua con los costados, su lenta corriente; con ojos sin párpados vio ante él el profundo pozo marrón, entre las grandes y nudosas raíces de un aliso. Se precipitó hacia delante, plateado, hacia las sombras. ¡Se había liberado! Estaba en su hogar.
El agua brotaba intemporal de su clara fuente. Se quedó en la arena del fondo del remanso, dejando que el agua le acariciase —mucho más poderosa que cualquier hechizo de curación— apaciguando su herida y, con su frescura, alejando el desolador frío que había penetrado en él. Mientras descansaba, sintió y oyó una sacudida y un temblor en la tierra. ¿Quién caminaba ahora por su bosque? Demasiado fatigado para intentar cambiar de forma, escondió su brillante cuerpo de trucha bajo el arco de las raíces del aliso, y se puso al acecho.
Grandes dedos grises tantearon el agua, agitando la arena. A través de la palidez del agua aparecieron caras vagas, ojos en blanco surgieron y se desvanecieron, reaparecieron. Redes y manos buscaron a tientas, desaparecieron y volvieron a aparecer; le agarraron y le mantuvieron, retorciéndose en el aire. Luchó para recobrar su propia forma, pero no pudo; su propio hechizo para regresar al hogar le encadenaba. Se agitó en la red, boqueando en el seco, brillante y terrible aire, sofocándose. La agonía continuó, y no supo nada más allá de ella.
Al cabo de mucho tiempo, poco a poco, empezó a darse cuenta de que estaba de nuevo en su forma humana; por su garganta le obligaban a bajar un líquido agrio y picante. Tras otro lapso de tiempo, se encontró tirado boca abajo, sobre el suelo mojado y pestilente de la bóveda; estaba otra vez en poder de su enemigo. Y, aunque podía respirar de nuevo, no estaba muy lejos de la muerte. El frío le atravesaba; y los trolls, servidores de Voll, habían aplastado el frágil cuerpo de trucha pues, cuando se movió, la caja torácica y un antebrazo le dieron una aguda puntada de dolor. Roto y sin fuerzas, se hundió en el fondo del pozo de la noche. No tenía poder para cambiar de forma; no había manera de salir de ahí, a excepción de una.
Permaneciendo inmóvil –y casi, pero no totalmente fuera del alcance del dolor– Festin pensó: «¿Por qué no me ha matado? ¿Por qué me mantiene aquí con vida? ¿Porqué nunca ha sido visto? ¿Con qué ojos se le puede ver, sobre qué tierra camina? Me teme, aunque no me queden fuerzas. Dicen que todos los magos y hombres poderosos que ha vencido viven, encerrados en tumbas como ésta, año tras año intentando liberarse… Pero ¿y si uno elige no vivir?»
Así, Festin hizo su elección.
Su último pensamiento fue: «Si estoy equivocado, los hombres pensarán que fui un cobarde».
Pero no se retrasó con aquel pensamiento. Girando la cabeza ligeramente hacia un lado, cerró los ojos, hizo una última inspiración profunda y susurró la Palabra que Desliga, la que sólo se pronuncia una vez.
Esto no fue una transformación. Él no cambió: su cuerpo, las largas piernas y brazos, las hábiles manos, los ojos que se habían deleitado mirando árboles y corrientes, permanecieron sin cambio, tranquilos; perfectamente tranquilos y llenos de frío. Perolas paredes desaparecieron. La bóveda construida con magia desapareció, y las salas y torres; y el bosque, y el mar, y el cielo del atardecer, todos ellos habían desaparecido. Y Festin se dirigió lentamente hacia la lejana pendiente de la colina de la existencia, bajo nuevas estrellas.
En vida había tenido gran poder; aquí no lo había olvidado. Como la llama de una vela, se movió en las tinieblas de aquella amplia tierra. Y, recordando, pronunció el nombre de su enemigo:
—¡Voll!
Llamado, incapaz de resistir, Voll se acercó a él, un denso y pálido espectro bajo la luz de las estrellas. Festin se acercó, y el otro se acobardó y gritó como si estuviera ardiendo. Festin le siguió cuando huyó; le siguió de cerca.
Recorrieron un largo camino, sobre corrientes de lava seca de extintos volcanes, que recortaban sus conos contra las estrellas sin nombre; sobre los contrafuertes de las silenciosas colinas, a través de valles de corta hierba negra, atravesando ciudades o bajando por sus callejas obscuras entre casas por cuyas ventanas no miraba cara alguna. Las estrellas colgaban del cielo; ninguna descendía, ninguna se levantaba. No hubo cambios aquí. Ningún día llegaría. Pero ellos continuaron, Festin siempre siguiendo los pasos del otro, hacia el lugar por donde en un tiempo corrió un río, mucho tiempo antes: un río de las Tierras Vivientes. En el seco lecho, entre los cantos rodados, yacía un cuerpo muerto: el de un hombre viejo, desnudo, los ojos sin vida mirando fijamente las estrellas, a las que la muerte no afecta.
—Entra en él —dijo Festin.
La sombra de Voll lloriqueó, pero Festin se acercó más. Voll retrocedió, se detuvo, y entonces penetró por la boca abierta de su propio cuerpo muerto.
El cadáver se desvaneció de inmediato. Sin marcas, inmaculados, los secos cantos rodados centellearon bajo la luz estelar. Festin estuvo allí de pie un rato, luego se sentó a descansar sobre unas grandes rocas. A descansar, no a dormir: debería montar guardia hasta que el cuerpo de Voll, devuelto a su tumba, se convirtiera en polvo, y desapareciera todo su maléfico poder, esparcido por el viento y arrastrado por la lluvia hasta el mar. Debería vigilar aquel lugar, donde una vez la muerte había encontrado el camino de regreso al otro mundo. Paciente, infinitamente paciente, Festin esperó entre las rocas por las que ningún río volverá a correr, en el corazón del país donde no hay costas. Las estrellas permanecían fijas sobre él; y mientras las miraba, lenta, muy lentamente, empezó a olvidar la voz de las corrientes y el sonido de la lluvia sobre las hojas del bosque de la vida.
La semana pasada se anunció que Three Messages and a Warning (Small Beer Press, 2012), primera reunión de cuentos mexicanos de imaginación traducida al inglés, está nominada al World Fantasy Award 2013 en la categoría de mejor antología. Estos premios suelen ser otorgados a autores anglosajones como Neil Gaiman, Ursula K. LeGuin o George R. R. Martin; sólo de vez en vez aparecen escritores de otros países y otras lenguas, y sólo una vez en toda la historia del premio lo ha ganado una escritora latinoamericana (la gran Angélica Gorodischer). Así que ésta es una gran noticia: al menos, resulta que la literatura mexicana se empieza a abrir paso en otro de muchos lugares que tradicionalmente le habían estado vedados. Por lo demás, Three Messages and a Warning tiene tres virtudes innegables:
contiene una apreciable cantidad de textos de gran calidad,
incluye a autores muy diversos sin discriminarlos según su prestigio en México (es decir, no hace caso alguno a los prejuicios locales), y
trae una cantidad superior a la habitual de trabajos de escritoras mexicanas.
Una de esas autoras es Gabriela Damián Miravete (1979), de quien aparece aquí, en su versión original en español, el cuento incluido en Three Messages and a Warning: «Futura Nereida», que también apareció en Los viajeros (2011), colección publicada por ediciones SM y compilada por Bernardo Fernández Bef. Gabriela Damián ganó el Premio FILIJ de cuento para niños 2007, conduce programas de radio y prepara un nuevo libro de cuentos.
Ahora mismo no puedes precisar la hora en que comenzaste a buscarlo; cuándo repetiste su nombre en voz queda o dónde estabas la primera vez que el roce preocupado de tu mano bajo el pelo, en la nuca, te advirtió que le amabas.
Puedes, sin embargo, recordar cuándo supiste que habitaba el mundo -como tú- y la imagen acude a ti luminosa y larga, una cuerda de oro que alguien te extiende en el abismo. Recuerdas que llamarás a la puerta y Ricardo te dejará entrar, todos beberán cerveza pero a ti no te apeteció. Bebiste un vaso de agua fresca con menta machacada mientras escuchabas el redoble risueño de la fiesta. Alguien lanzará una pregunta (quizá la genealogía perdida de un héroe griego) y otro solicitó que la respondieras, trámite que resolviste veraz y humilde. ¿Cómo es que sabes tanto, Nerissa? Es que esta chica lee hasta la caja de cereal, Pregúntenle cualquier cosa, y cada frase dicha por esa horda de majaderos involuntarios te hará añorar más la compañía sosegada de los libros. Ricardo lo advirtió, so pretexto de que le ayudaras te sacará del corro, llevándote hasta una alacena llena de papeles, libros y antiguallas. En ese minúsculo cuarto te sentiste cómoda por fin. Observarás las extranjeras manos de tu amigo acomodar, desempolvar, catalogar piezas y páginas en una de sus pantallitas portables. Pensaste en todas esas personas que viven mudanza tras mudanza hasta que en algún remoto lugar, sin trazos de su vida pasada, encuentran la paz. Pero tú no naciste en el lugar equivocado, sino en la época equivocada, ¿cómo podrías hallar tu sitio sin posibilidad alguna de mudarte? Tú escoge qué te llevas para la semana, te concederá la voz amable de Ricardo, a fin de compensar la vergüenza pasada. Pediste aquel libro de canto verde y letras plateadas. Lo cuidarás en el trajín de bolsos y vagones del metro, escrutaste el índice con las pestañas trenzadas por el astigmatismo, elegirás la página 23: Umbrario es el nombre del cuento. Quedaste muy conmovida. Advertiste las siglas que escondían el nombre del autor: P.M. Bajaste del vagón, irás a tu casa sintiendo al universo del cuento habitarte, el aire transformado por las páginas en un peso doloroso, gentil, sobre tu pecho.
(Umbrario, página 26.)
No es que yo, en el sencillo tránsito de mi vida, no haya encontrado nunca una mujer virtuosa. Por el contrario, he admirado la fortaleza de amigas y la hermosura de las paseantes; he contemplado largamente gestos, reído al lado de voces llenas de ingenio; incluso el pudor no me impedirá recordar que he amado el tacto de formas y tibiezas. Sin embargo, nadie antes me sumergió en la profundidad del ágape como lo hizo ella, La Nereida…
Te encantará lo de Nereida, no sólo por la cercanía con tu nombre, sino por el agua que transportan palabra y criatura. Leerás más de una vez ciertos pasajes sumergida en la tina, caminando por la parte más baja de la piscina donde ejercitabas, en la mesa junto esa fuente a la que escapas durante la comida. Devolverás el libro con recelo, pensaste si no debía ser uno de ésos que por la fuerza se hurtan, consideraste decirle a Ricardo Dámelo, Ya no es tuyo, Por favor; pero la sensatez te regresará a la cabeza, y como la buena chica que serás lo devolviste, y como la buena chica que eres preguntarás con voz tímida en cada librería de aquella calle -que aquí mismo se llama Montealegre- si tendrán en algún lado el cuento del umbrario, describirás con ojos enormes el canto verde, las letras plateadas… nada.
Cuántas madrugadas pensaste sus palabras enhiladas como cristales, o campanas, o flores de seda.
(Umbrario, página 28).
Desgastado igual que la piedra del risco a la que acuden siempre las olas más crueles, puse fin al duro tránsito entre un amor y otro. Estaba ahíto de sentirme fuera de sitio; menospreciado por manifestar hacia las mujeres (criadas, viudas o niñas) un respeto nada corriente en los hombres de mi tiempo. Mientras se pensaba que, cual yeguas o muebles formaban parte del índice patrimonial, yo anhelaba una compañera con la que pudiera hablar de todo esto en el tono de mayor indignación, con la que dialogar entre pares, dolernos juntos del presente, esperanzarnos en algún escenario venidero…
Luego te levantarás en la mitad del insomnio sintiéndote estúpida por no haber tecleado antes sus iniciales en ese buscador de datos. En un primer vistazo pensarás que sólo obtuviste portadas de libros anodinos, descontinuados. Al sumergirte un poco más, encontraste un rastro de informantes entendidos, tu aliento acercándose más y más a la pantalla. Recibirás el nombre y una breve biografía: Pascal Marsias, personaje peculiar de la vida cultural del país durante el siglo XIX, nacido en la misma ciudad que tú. Autor de producción escasa, tardía, cuyos ejes principales son el amor y la fantasía: los viajes en el tiempo y el espacio. Su obra consiste en un par de cuentos publicados por periódicos, revistas de la época, algunas antologías (la que tú leíste destacaba como la más reciente) y un libro de poemas: Cantos para futura Nereida. Desaparecido, no se sabe ni cómo ni cuándo.
Por si el sobresalto no fuera suficiente, tu dedo advierte el botón que despliega imágenes, lo tocará con apuro. De pronto, una fotografía. Sentiste un golpeteo en las venas de tu muñeca cuando el cristal se llenó de él: una miniatura en carboncillo mostraba a un hombre como cualquier otro, pero en la frente que viste reverberaban sus palabras, en los labios que por mero impulso tocaste hallarás delirio, pues te resultaron tremendamente familiares. Te preguntarás si eso que percibes es un eco de algo que aún no se dice; si el futuro no podrá, a veces, ser impaciente, mostrarse con imprudencia en el ahora. Rechazaste la idea de inmediato y te juzgarás estúpida. Dentro de tu vientre algo se encogerá al pensar en la desafortunada distancia que a veces nos separa de almas tan afines a la nuestra.
(Umbrario, página 31)
La sensación se hizo más urgente cuando revisé los diarios de viaje. Paradójicamente, no era ya capaz de controlar mi voluntad, pues ésta sólo deseaba acudir a ella. Entonces me dediqué a completarla, a dibujarla sobre el papel como personaje de uno de mis cuentos: qué le agradaría, cómo serían sus movimientos, qué clase de amigos la cercarían. Bajo qué horizonte. Resultaba lejano, remotísimo, como mis viajes al ulterior, y sin embargo, esa noche, en el umbrario, por un momento atisbé su rostro…
Adoraste la escritura de Pascal Marsias por varias razones. Pero sobre todo, dirás, amaste esa mirada compasiva, el discurso sobre lo humano que descansaba en el cuento. Aquello que parecía el relato de un hombre soberbio, tan desesperado por no encontrar esposa digna que -cual Pigmalión- decide construirse la suya, en realidad era una grata apología del amor, reforzada por sus últimas líneas:
Pensé que de nada servía crear a La Nereida. Si algo había que forjar era el mundo que la hiciera posible. Desde entonces cumplo con mi parte, tratando de ser un buen hombre que entregue a los otros la virtud que en él se aloja.
El buen amor, un bien que se merecen los mundos justos, pensaste. Te habría gustado subrayar ese libro, en sustitución de un conjunto de caricias.
Al día siguiente llamarás, dijiste No iré, No pasa nada, Es que me va a dar gripa y no quiero contagiarlos. El metro será la cuna de tu deseo, el vaivén de un anhelo que transformó en adorables tus gestos más ordinarios. El aire de la ventana abierta te llevará los hilos negros del pelo hasta la boca, los mojará con tu saliva, seña cercana a un beso; también el viento, o esa ráfaga extraña, tirará los papeles de la señora aferrada al tubo. Tú los recogiste, porque eres amable.
El centro hervía bajo tus pasos porque tendrás la manía de cubrirte los pies aunque la primavera ya se anunciaba con violetas y amarillos. Te percataste del cielo limpio, inspirarás la frior del aire de marzo, sintiendo sobre ti el sereno abrazo del presente. Recorrerás todos los estantes, entrando, saliendo despeinada y enrojecida de la calle -cuyo nombre ha cambiado-, una doncella de qué Donceles, un volumen, otro, otro, humedad, polvo, aserrín, tinta, cuero, papel mantequilla, tus dedos tenues tirarán del labio inferior y dirás ¿No podría buscar algo más de este autor? y tu boca de coral bocetó duraznos en el aire cuando pronunciaste su nombre. Pero nadie lo halló. Te abatiste. Hasta que, doblando por una esquina caliente y blanca, viste esa librería pequeña quitar los candados, abrir su cortina oxidada. Caminarás hacia ella sin vacilaciones, darás una bocanada de asombro al descubrir que la minúscula puerta conduce a paredes altísimas clausuradas por libreros descomunales, los libros como una plaga afortunada. Buscarás en los rótulos pegados con cinta transparente, sentirás el pulso de las palabras treparte por el brazo. No quisiste pedir ayuda, hallarlo tú era el regalo. Y lo hiciste: dos estantes arriba vivía tu libro su vida de solitaria espera, Cantos para futura nereida. Temblaste. Pagarás con un billete traslúcido, tardarán en darte el vuelto, pero no abriste la tapa de tela. Querrás esperar ¿a qué? No podrías decirlo, pero así lo preferiste. Sentirás una oleada de gratitud porque supiste que ese momento tenía una marca, como si alguien hubiera puesto un separador de plata entre dos páginas. Sabrás que esa hora te trajo hasta aquí.
¡Nerissa! Escuchaste el aleteo de tu nombre en la calle, la voz querida y conocida, te girarás… Ricardo, que te gritó varias veces, y tú que nada, no hiciste caso. ¿Conoces a Pascal Marsias?, le dices con desespero, Pues no. Lo miraste con tristeza. Y omitiste lo que habías de omitir, pero le hablarás de él.
La rueca del cordel dorado (página 10)
El hilo de las fate no gasta metal alguno lo descubrí anoche, en el umbrario hecho de aroma, camisas vueltas al revés Generoso hilo del cron, viajero es la Vida su destino, futura o pretérita Vi en aquel sueño de láudano falso aquello que jamás deliró Dante pues no era el vasto infierno sino mis secretos anhelos con las entrañas expuestas La soledad de aquella casa familiar -a mitad de la noche la vela y yo- mi sexo niño en la laguna, los árboles Vi a mi padre…
Descubrirás el propósito del poemario. Leíste alguna vez que se trataba de ficción especulativa en verso; pero frente a él, a las costuras deshiladas, al olor -siempre ese olor a cal y perfume polvoriento- supiste de inmediato que era un estuche, una oferta de métodos. Por alguna razón recordaste esos viejos libros de brujería (“patas de araña, cola de dragón”), notarás que se apuntaban instrucciones precisas, aunque de resultados inciertos.
Así, sabrás que hubo sastres que al abrochar botones al revés merendaron en la casa de su infancia y muchachas que doblando calcetines atestiguaron el resurgimiento de un imperio. Igual que siempre, temiste confundir la vida con un libro, y la sola posibilidad de que todas aquellas cosas fuesen ciertas te estrujó el pecho. ¿Es eso cierto?, te preguntarás con la ingenuidad del que nunca leyó mentiras, la mano apoyada en la frente. Mezclarás en el aire su nombre y un suspiro hueco. Te miraste al espejo, anhelando que fuera él quien te viera de regreso. Reíste ante tales ocurrencias sólo para no sentirte por completo loca.
Llegaste al último conjunto de versos. La pelusa delicada de tu nuca se erizará en gesto felino, pues un escalofrío puntual llegó unas líneas adelante. Eso que buscabas lo hallarás en el último poema:
Canto para futura nereida (página 42)
Dolorosa ocurrencia, quise ver el porvenir, fe ciega mía por el porvenir Vi el futuro ceniciento de mi casa porcelana manchada por banquetes de fango, Vi la calle Montealegre llena de trenes chicos luces incomprensibles todas. Y te vi a ti. nereida reviniente, cercana y apolínea Te vi moverte habitar el aire con bondad y gracia Algo que perdí llevabas en tu cuerpo lucía tan claro como joya prendida de tu pelo Alguien te llamó Nerissa
(Nerissa, como tú, esa tarde, y la calle, y Ricardo)
y a la simple consonancia de tu nombre comprendí que eras tú misma lo extraviado y recobrado. Vuelve, futura nereida encuentra nuestra trama invisible rastro de aroma o relojes de sombra
Anda sin miedo pues una cosa es cierta: el umbrario ya aguarda la hora de volver a cobijarnos.
Pensaste quemar el libro igual que antaño se quemaron los de brujería, y revuelta entre pánico y maravilla te esquinarás en la cama. No hay confusión posible: eres tú.
O el libro te habló a ti, o estabas desquiciada.
¿Qué ceguera bendita te decantará por lo primero?
A medio vestir acudirás a Ricardo, que dirá Me da gusto que vengas, aunque la hora es un poco rara. Tomaste el libro inventando tonterías, Una reseña por escribir, Debes entregarla mañana, Necesitas ese libro para terminarla.
¿A dónde ir? ¿Cuál es la estación de la que parten todos esos trenes imposibles? Tan acostumbrada estabas a los cuentos donde hay una gran máquina con calendarios y palancas y botones que no atinarás el juicio. Pero serás astuta: te percataste de que en ello había menos ciencia y más hechicería. Resolverás que el lugar donde las brujas están a salvo es su propia casa, acudiste al refugio solicitándole compañía a un gato callejero, por si las dudas.
Repasarás una y otra vez las páginas de los volúmenes escritos por Pascal Marsias, la pantalla táctil se manchará con la marca sedosa de tus huellas dactilares, pues buscarás una y otra vez toda clase de fórmulas (botánicas, matemáticas, mecánicas) para retroceder en el tiempo: ninguna manera útil se acercará a ti. Tocarás el dibujo sensible de tus labios, te supiste amada a través de alguna clase de intervalo. Lloraste la cruel condición de tu amor, tu humana insignificancia. Y a la vez cierta gratitud, cierta simpatía con todas las versiones de la vida que tomaron forma en tu huesos, tu carne, tu olor. Fue entonces cuando te sucederá la victoria de todos los amantes: te levantaste, sorbiste las lágrimas caminando hacia el escritorio donde reposan libreta y plumilla, comenzarás a anotar:
Los bailarines tienen la clave en el movimiento de su cuerpo; los pájaros, magnetizando el aire con su pico. ¿Yo? No es sólo una cuestión de saber el método. Para descubrirlo una tiene que saber quién es. ¿Quién eres tú, Nerissa?
A tu mente acuden en tropel las respuestas dadas por siglos de páginas y páginas, pero te costará dar una por ti misma.
¿Quién soy yo?
En el papel empezó a deslizarse la tinta como espesa sangre negra, brillante y definitiva escribirás:
Soy Nerissa. Nado y leo. Creo en los mundos imposibles imaginados por la gente, en la verdad tácita de los libros, la vida de las historias. Con más fuerza lo creo ahora que yo misma me siento parte de una. Soy Nerissa, soy la futura nereida. Y Pascal Marsias hizo posible el mundo necesario para que yo viviera. Escribo estas líneas para que las palabras y mi cuerpo conformen la máquina precisa…
Aquí te detendrás, pues con el rabillo del ojo percibiste un desplazarse de algo. No notaste que todas las sombras del mundo viraron hacia el lado opuesto, pero el cosquilleo en las entrañas te hará continuar.
deseo acudir hasta él, hacia el momento único en que me espera. Sé que es posible porque ya ha sucedido, en alguna trama del tiempo el viaje se ha hecho,
Tu espejo reflejará otras paredes, otra luz, atisbas folias inmensas y la techumbre tejida con enredaderas que desprende olores dulces, terrosos; evitaste moverte por temor a deshacer lo que fuese…
porque él, Pascal Marsias, me ha visto aparecer en el umbrario.
Y mientras el vértigo del Tiempo te arroja en su corriente abismal, yo, Pascal Marsias, dejo a un lado la plumilla y el manuscrito de tu cuento, pues te veo aparecer delante mío, querida Nerissa, aquí, en el umbrario.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Nota del 23/6/2010: esta nota apareció originalmente el 10 de abril de 2008 y ahora contiene, gracias a las sugerencias de muchas personas, bastante más de 20 libros. Gracias a todas ellas.]
A pedido de Jako (en un comentario dejado antes de la remodelación del blog), y en vez de una auténtica reseña, que por el momento no puedo escribir (véase la última nota de marzo de 2008 para una explicación), ofrezco a continuación dos listas de recomendaciones: diez novelas y diez libros de cuentos de ciencia ficción que podrían interesar a alguien que se asomara por primera vez a esa corriente literaria difícil de definir pero presente en todos lados. Las antecede solamente una nota sobre cómo y por qué seleccioné los textos que recomiendo… Y esta portada de Science Wonder Stories, una de las revistas pioneras de la ciencia ficción en los Estados Unidos, ilustrada por Frank R. Paul.