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Ranas y escorpiones

Cuando este sitio comenzó, hace casi veinte años, la escritura en blogs parecía ser la vanguardia de la literatura en medios digitales. Luego vinieron las redes sociales, y luego se fueron (es decir, siguen ahí, pero ya no se puede creer que sirvan de sustrato para la literatura). Y este sitio sigue aquí, igual que la literatura digital: lo nuevo que se inventa hoy sólo está un poco más en la sombra, en sitios más recónditos.
      He aquí un ejemplo. Este es un relato experimental que se formó en la plataforma Tumblr. No fue planeado de antemano y es obra de dos personas distintas que no sé si se conocen entre sí, y cuyas identidades ignoro: los usuarios @sadoeuphemist y @ospreyonthemoon. Lo que hicieron parte de una fábula que se ha vuelto meme –la antigua historia de la rana y el escorpión– y que se repite con variaciones y mutaciones cada vez más extrañas. Al final, su tema acaba siendo muy distinto de lo que parecía. Yo hice la traducción y me siento muy contento de descubrir algo tan distinto de las formas de escritura convencional, de los «productos» comunes de esta era y de otras. Ojalá les interese a ustedes.

Ranas y escorpiones

RANAS Y ESCORPIONES
@sadoeuphemist y @ospreyonthemoon, de Tumblr


[la parte de @sadoeuphemist]

Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. “¿Parezco tonta?”, dijo la rana. “¡Me vas a picar si dejo que te subas a mi lomo!”
      “Sé lógica”, dijo el escorpión. “Si te picara, de seguro me ahogaría.”
      “Eso es verdad”, reconoció la rana. “Bueno, súbete.” Pero tan pronto llegaron a la mitad del río, el escorpión picó a la rana, y ambos empezaron a retorcerse y ahogarse. “¿Por qué demonios hiciste eso?”, dijo la rana con voz lúgubre. “Ahora los dos vamos a morir.”
      “No lo puedo evitar”, dijo el escorpión. “Es mi naturaleza”.

*

… Pero tan pronto llegaron a la mitad del río, la rana sintió un movimiento sutil en su lomo, sintió pánico y se sumergió en lo profundo de la corriente, haciendo que el escorpión se ahogara.
      “Iba a picarme de cualquier manera”, murmuró la rana, emergiendo del otro lado del río. “Era inevitable. Todos ustedes lo sabían. Todo el mundo sabe cómo son los escorpiones. Fue en defensa propia.”

*

… Pero tan pronto se separaron de la orilla, la rana sintió la punta de un aguijón apoyada suavemente contra su cuello. “¿Qué crees que estás haciendo?”, dijo la rana.
      “Sólo una precaución”, dijo el escorpión. “No te puedo picar porque me ahogaría. Y ahora, tú no me puedes ahogar sin que te pique. Es lo justo, ¿no?”
      Cruzaron en silencio hasta el otro lado del río, donde el escorpión se bajó, dejando a la rana furiosa.
      “¡Después de que lo buena que fui contigo!”, dijo la rana. “¿Y a cambio me amenazas con matarme?”
      “¿Buena?”, dijo el escorpión. “¿Fue una bondad invitarme a tu lomo sólo después de saber que yo estaba indefenso, incapaz de usar mi cola sin matarme? Mi querida rana, sólo te traté como fui tratado. Tu bondad estaba tan envenenada como el aguijón de un escorpión.”

*

… “Sólo una precaución”, dijo el escorpión. “No te puedo picar porque me ahogaría. Y ahora, tú no me puedes ahogar sin que te pique. Es lo justo, ¿no?”
      “Tienes razón en eso”, reconoció la rana. “Pero una vez que lleguemos a tierra firme, ¿no podrías picarme sin sufrir las consecuencias?”
      “Todo lo que quiero es cruzar el río de forma segura”, dijo el escorpión. “Una vez que esté del otro lado, con gusto te dejaré en paz.”
      “Pero tendría que confiar en tu palabra”, dijo la rana, “mientras tú tienes el aguijón puesto sobre mi cuello. Llevarte a tierra me haría abandonar la única forma de disuasión que tengo contra ti.”
      “Siguiendo esa misma lógica, no es posible que quite mi aguijón mientras aún estamos en el agua”, protestó el escorpión.
      La rana se detuvo a mitad del río, manoteando. “Entonces, supongo que estamos empatados.”
      El río seguía corriendo alrededor. El aguijón del escorpión tembló sobre la piel aún ilesa de la rana. “Supongo que sí”, dijo el escorpión.

*

Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. “¡Por supuesto que no!”, dijo la rana, y se sumergió en las aguas, y así ninguno de los dos aprendió nada.

*

Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una tortuga (como en la versión original, persa, de la fábula) que lo llevara a través del río. La tortuga estuvo de acuerdo de inmediato, y le permitió al escorpión subir a su caparazón. A la mitad del camino, el escorpión cedió a su naturaleza y picó, pero no logró penetrar la dura concha de la tortuga. Ésta, que nadaba plácidamente, ni cuenta se dio.
Llegaron al otro lado del río y se separaron como amigos.

*

… A la mitad del camino, el escorpión cedió a su naturaleza y picó, pero no logró penetrar la dura concha de la tortuga.
      Ésta, al escuchar el golpe del aguijón, se ofendió por la ingratitud del escorpión. Venturosamente, como disponía de poderes para defenderse y para castigar el mal, la tortuga se hundió en las aguas y ahogó al escorpión por principio.

*

Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. “¿Parezco tonta?”, se burló la rana. “¡Me vas a picar si dejo que te subas a mi lomo.”
      El escorpión le rogó con sinceridad. “¿Tan mal piensas de mí? Por favor, necesito cruzar el río. ¿Qué ganaría con picarte? ¡Sólo conseguiría ahogarme!”
      “Eso es verdad”, reconoció la rana. “Hasta un escorpión sabe que debe cuidar su propia vida. ¡Súbete!”
      Pero mientras avanzaban por la corriente, el escorpión empezó a preocuparse. Esta rana cree que soy un asesino despiadado, pensó. ¿No sentiría justificado el arrojarme ahora al agua y librar al mundo de mí? ¿Por qué otra razón habría accedido a hacer esto? Cada balanceo de la rana ponía más y más ansioso al escorpión, hasta que la rana se echó hacia adelante, salpicando de modo muy abundante, y el escorpión aterrado la picó con su aguijón.
      “Lo sabía”, gritó la rana, mientras ambos se retorcían y se ahogaban. “¡Un escorpión no puede cambiar su naturaleza!”

*

Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. La rana aceptó, pero en cuanto estuvieron a la mitad del río el escorpión picó a la rana, y ambos empezaron a retorcerse y ahogarse.
      “La culpa es sólo mía”, suspiró la rana, mientras ambos se hundían bajo las aguas. “Tú eres un escorpión. No podía haber esperado nada mejor de ti. Pero yo sí soy más inteligente, ¡y sin embargo actué contra mi propio buen juicio! ¡Y ahora nos he condenado a los dos!”
      “No lo podías evitar”, dijo el escorpión, mansamente. “Es tu naturaleza.”

*

… “¿Por qué demonios hiciste eso?”, dijo la rana con voz lúgubre. “Ahora los dos vamos a morir.”
      “Por desgracia, mi naturaleza es conflictiva”, dijo el escorpión. “Parte de mí quería seguir sobre tu lomo, agradecida, a través del río, y la otra me pedía picarte de inmediato. Así que las dos pelearon y ninguna ganó”. Sonrió con añoranza. “Ah, ¿no sería hermoso ser únicamente una cosa? Ser simple y puro de naturaleza. Sin la capacidad para el conflicto ni el arrepentimiento.”

  • “Por cierto”, dijo la rana mientras nadaba, “te quería preguntar. ¿Qué hay del otro lado del río?”
    “Lo que importa es el viaje”, dijo el escorpión. “No el destino.”

*

… “¿Qué hay del otro lado de cualquier cosa?”, dijo el escorpión. “Un nuevo comienzo.”

*

… “Otro escorpión con el que aparearme”, dijo el escorpión. “Y más presas que matar, y más cuerpos vivos que envenenar, y un linaje de crueldades por venir del que tú serás en parte culpable.”

*

… “Nada que vayamos a vivir para ver, me temo”, dijo el escorpión. “La corriente ya se vuelve más fuerte, y parece que el río va a tragarnos. Mientras más avanzamos, más retrocede la orilla. Pero ¿eso significa que nuestro esfuerzo ha sido en vano?”

*

“Te amo”, dijo el escorpión.
      La rana miró hacia arriba de reojo. “¿Me amas?”
      “Por completo. ¿Puedes imaginar el miedo de ahogarte? Por supuesto que no. Eres una rana. Sería como tener miedo de respirar aire. Y sin embargo aquí estoy, agarrado de tu lomo, mientras las aguas rugen a nuestro alrededor. ¿No es eso amor? ¿No es confianza? ¿No es necesidad? No podría matarte sin matarme a mí mismo. ¿No somos inseparables?”
      Ambos callaron y la rana siguió nadando.

*

“Estoy muy cansada”, murmuró la rana finalmente. “¿Cuánto falta para el otro lado? No sé cuánto hemos estado nadando. He estado tragando agua. Y todo está muy oscuro.”
      “Shhh”, dijo el escorpión. “No tengas miedo”.
      La rana pataleó débilmente. “¿Cuánto tiempo ha pasado? Estamos perdidos. ¡Estamos perdidos! Estamos condenados a seguir en estas aguas para siempre. No hay tierra. ¡No hay nada del otro lado! ¿No lo ves?
      “Shhh, shhh”, dijo el escorpión. “Mi veneno es alucinógeno. Bajo la superficie, el río es infinitamente profundo, y sus corrientes traen muchas cosas.”
      “Tú… Nos has matado a ambos”, dijo la rana, y empezó a reír en su delirio. “¿Así…, así se siente ahogarse?”
      “Nos hemos matado el uno a la otra”, dijo el escorpión para serenarla. “El veneno de mis glándulas que ahora surca tus venas, las aguas de tu charca natal que ahora están en mis pulmones. Nos estamos absorbiendo, ahogando el uno en la otra. No puedo respirar. ¿Lo sientes? ¿Sientes mi aguijón atravesando tu corazón?”
      “Qué cosa tan estúpida”, murmuró la rana. “Para qué hacerlo. No tiene lógica. No tiene nada de lógica.”
      “No lo podíamos evitar”, murmuró el escorpión. “Son nuestras naturalezas. ¿Por qué más pasa cualquier cosa en el mundo? Porque fuimos hechos para ello desde el nacimiento, cariño, cada momento inexplicable e inevitable. Qué cosa tan absurda es enamorarse, y sin embargo… ¡Es nuestra culpa! Y somos inocentes. Estamos juntos ahora, cariño. Y no podría haber sucedido de ninguna otra manera.”

*

“Es curioso”, dijo la rana. “Realmente no puedo decir que confíe en ti. Ni siquiera que me gustes mucho tú, y no digamos ese aguijón horrible que tienes. Pero igual estoy haciendo esto por ti. ¿No es extraño? ¿Por qué haría esto? Quiero ayudarte, quiero esforzarme para ayudarte. ¡Te dejé subirte en mi lomo! ¿Por qué razón fui e hice una cosa tan tonta?”

*

Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. “¿Parezco tonta?”, dijo la rana. “¡Me vas a picar si dejo que te subas a mi lomo!”
      “Sé lógica”, dijo el escorpión. “Si te picara, de seguro me ahogaría.”
      “Eso es verdad”, reconoció la rana. “Bueno, súbete”. Pero tan pronto el escorpión montó a lomos de la rana, empezó a picarla repetidas veces, todavía en la seguridad de la orilla del río.
      La rana gimió, retorciéndose débilmente mientras el veneno recorría sus venas y empezaba a licuar su carne. “Ah”, murmuró. “Por alguna razón, nunca consideré esta posibilidad.”
      “Porque nunca me tuviste miedo”, murmuró el escorpión en su oído. “Nunca tuviste miedo de morir. En una vida anterior, tenías un caparazón y tu labor era juzgar. Y luego renaciste: suave de piel, rápida, libre de todo peso, tan nueva y vulnerable como un niño, de nuevo en movimiento por un mundo de niños. ¿Cómo podía nadie ser cruel, pensabas, viendo lo precario que es todo?” El escorpión inclinó su cabeza y bebió. “¿Cómo podría alguien matarte sin matarse a sí mismo?”

[la parte de @ospreyonthemoon]

Un escorpión, como no sabía nadar, le pidió a una rana que lo llevara a través del río. “Para ser honesta”, dijo la rana del desierto, “soy de la especie incorrecta de rana para hacer eso.”
      “Oh”, dijo el escorpión.
      “Yo misma estaba esperando encontrar a alguien que me ayudara a cruzar”, admitió la rana.
      “Ah”, dijo el escorpión. “Bueno, podemos esperar juntos.”
      Se sentaron, esperaron, y cuando pasó por allí una tortuga, ambos se aventuraron juntos, y el escorpión estaba demasiado ocupado platicando para pensar en picar a nadie.

*

“De hecho”, dijo el escorpión, mientras trepaba al lomo de la rana, “mi aguijón es inofensivo”.
      “¿De verdad?”, dijo la rana mientras empezaba a nadar.
      “Sí”. El escorpión agitó su pequeña cola. “El veneno no hace daño a nada mayor que un escarabajo. No puedo amenazarte con él, ¿entiendes? Así que no necesitas preocuparte de él en absoluto.”
      La rana, libre del miedo de la muerte, empezó a prepararse para sumergirse.
      “Aunque”, continuó el escorpión mientras sentía que la rana se iba deteniendo, “no debes creer que estoy del todo indefenso.”
      “¿Por qué no?”, dijo la rana. “Todo lo que tienes son tus pinzas, y no son tan afiladas para perforar mi piel.”
      “No, no lo son”, asintió el escorpión, agarrándose bien de los hombros de la rana. “Pero son fuertes. Deben serlo, para agarrar a mi presa mientras mi pobre veneno tiene tiempo de actuar.”
      “Pero no me matarían.”
      “No. Pero hay otras maneras de lastimar.” El escorpión apretó sus pinzas, dejando que sus dientes se hundieran en la piel. “Harás que me ahogue, por supuesto. Pero mis pinzas seguirán cerradas. Mi cadáver ahogado quedará fijo sobre tus hombros, aquí mismo, con las pinzas enterradas en ti. Y todo el que te vea lo verá. Y verán mi frágil cuerpo y mi endeble aguijoncito. Y me habrás ahogado, sí, pero por el resto de tu vida todos sabrán que le quitaste la suya a una criatura que no era un peligro para ti, por una ofensa tan pequeña como querer que le ayudaras a cruzar. Nunca escaparás de mi peso en tu lomo, esperando a ser llevado al más allá al que tú quisiste entregarme.”
      La rana se quedó callada por un rato antes de seguir nadando.
      “Creo que te hubiera preferido con un aguijón que sirviera.”
      El escorpión relajó sus pinzas. “Y yo hubiera preferido no tener que usarlo.”

*

“¿Sabes cuántas veces hemos hecho esto?”, preguntó la rana, con los ojos vueltos hacia su pasajero. “No puedo recordar qué tanto ha pasado.”
      “Un millón de vidas”, murmuró el escorpión, con las pinzas asentadas en el cuello de la rana. “Con esta son un millón de vidas. Y solamente importa hasta que estamos aquí.”
      “Me alegra que seamos nosotros”, dijo la rana, dejando que la corriente la arrastrara. “Me alegra que incluso después de un millón de vidas, siempre acabemos por encontrarnos.”
      El escorpión se agarró con fuerza mientras el agua se metía en su carapacho.
      “Nunca moriría con nadie más, mi amor.”
      Enredados sin esperanza, los dos desaparecieron en el olvido.

*

Un pollo estaba al borde de una carretera, mirando pasar los autos.
      “¿Esto es todo lo que hay?”, preguntó.
      “No sé”, dijo el zorro que estaba al otro lado, quitándose algo de pasto de la pata. “Pero sería bueno averiguarlo.”

*

… Pero tan pronto llegó la rana a la mitad del río, un enorme bagre salió del agua, y su boca era tan grande que no pudieron escapar.
      “Oh, rana tonta y bicho tonto”, dijo, con la voz llena de piedad mientras se los tragaba. “Tenían los ojos pegados a la amenaza más obvia. ¿Nunca se les ocurrió pensar que había cosas más grandes a las que temer en un río tan ancho y profundo como este?”
      Y el bagre se alejó nadando, en busca de más ranas que devorar.

*

“Disculpa”, dijo el escorpión, confundido. “¿Picarte? ¿Por qué haría yo una cosa así?”
      “Bueno”, dijo la rana, “hacerlo es parte de tu naturaleza, ¿no?”
      “¡No, para nada!”, dijo el escorpión, con voz muy ofendida. “No vamos por ahí picoteando todo lo que vemos. Esa es la mejor forma de empezar una pelea que no se puede ganar. En realidad, un aguijón es sólo para conseguir comida y para mantener a raya a los depredadores. Picar a todo mundo no está en mi naturaleza, del mismo modo que ahogar a todo mundo no está en la tuya. ¡Tú no haces eso! ¿O sí?”
      La rana hizo una mueca, ofendida por el tono. “Mira, el escorpión que usualmente veo aquí casi siempre me pica…”
      “A mí me parece que estás proyectando problemas que tienes con un escorpión a cada escorpión que conoces”, dijo el escorpión. “No estoy muy seguro de poder confiar en que me lleves a la otra orilla, francamente. ¿Sabes si hay alguna otra rana que me pueda ayudar?”
      La rana gruñó y se sumergió en el agua.

*

El pollo estaba en la orilla del río con sus hijos. Un zorro estaba en la otra orilla con una bolsa de maíz.
      “Hey, pollo”, gritó el zorro. “¿Alguna vez has pensado que podrías estar atorado?”
      “¿Y eso qué te importa?, respondió el pollo, agitando un ala con fastidio. “Mi vida me concierne a mí, zorro.”
      El zorro encogió los hombros, metiendo una pata en el maíz. “Es sólo que siento que hay un ciclo del que no puedo salir”, dijo con un suspiro. “Como si mi vida estuviera puesta en un riel.”

*

“¿En un riel?”, preguntó el escorpión.
      “¿Qué quieres decir?”
      “Mi vida entera no es más que este río…”

*

“… esta carretera…”

*

“… este bote…”

*

“Y da la impresión de que nunca cambia. Siento que siempre estoy aquí. Nada más. En el río, contigo.”

*

“¿Y es un lugar tan malo en el que estar?”, preguntó el zorro. “¿Conmigo?”

*

“¿Cuánto tiempo crees que el río haya estado aquí?”, preguntó el escorpión.
      La rana lo pensó hasta que el veneno se metió en sus mismos huesos.
      “Tanto como nosotros”, murmuró, mientras sus pulmones dejaban de funcionar. “Tanto como nos haya hecho falta.”

*

“No estás nadando bien”, dijo el escorpión, pinchando la pata de la rana. “Necesitas patalear haciendo una curva con las patas traseras, y empujar con las delanteras, así.”
      Gentilmente, empujó los miembros de la rana a sus posiciones correctas.
      “Ay, gracias”, dijo la rana. “No soy buena en esto. Nunca antes he sido una rana.”
      “Lo estás haciendo muy bien, querida”, dijo el escorpión tratando de animarla. “Te habría enseñado antes de haber podido.”
      “Y yo te podría haber enseñado a caminar”, se rió la rana, pataleando con más fuerza. “¡De haber sabido que no sabías! Te vi tropezándote en la arena.”
      “¡Nunca había tenido tantas patas!”, se quejó el escorpión. “¿Cómo se manejan tantas? ¡Y los ojos!”
      No estaban avanzando muy rápido a través del río.
      “No me molesta tener sólo dos ojos”, admitió la rana. “Creo que podría acostumbrarme.”
      A pesar de las lecciones, la rana se estaba agotando. Sus músculos débiles no podían con la fuerte corriente.
      El escorpión trató de patalear en el agua, pero su frágil carapacho era arrastrado por la corriente y los arrastró a los dos aún más hacia abajo.
      “Ay, esta vez fuimos unos inútiles”, dijo el escorpión agitando la cola, clavando tan fuerte las pinzas en la piel suave de la rana que la abrió, haciendo que sus entrañas se dispersaran como listones color rubí en lo profundo.
      La rana se rió, ahogándose en el agua que no sabía cómo respirar. “¡Yo no sé nadar y tú no picas! Ay, cómo nos fallaron nuestras naturalezas.”
      Y el río los reclamó una vez más.

*

“¿Recuerdas algo antes de la orilla del río?”, preguntó el zorro.
      “¿Tú recuerdas algo después?”, replicó el pollo, con el pico en la bolsa de maíz, mientras comía. “¿Hay algo más que la búsqueda de lo que nunca vamos a alcanzar?”
      “A lo mejor llegaremos a alcanzarlo”. La voz del zorro estaba llena de esperanza, y su cola apretaba sus patas. “Tal vez algún día seremos que más nuestras naturalezas, y nunca tendremos que volver a cruzar el río.”
      “Me gusta la emoción”, dijo el pollo. “Extrañaría esa emoción.”
      El zorro suspiró, e inclinó su cabeza hacia el pollo, condenado a morder. “Pero igual sería lindo, ¿no crees?”

*

Pero, por desgracia, había llovido mucho, y el río se había ensanchado.
      La rana pataleó durante lo que le pareció una eternidad, con el escorpión bien agarrado a su lomo.
      Al final ya no pudo seguir nadando, sus patas se acalambraron y se detuvo, jadeante.
      “Lo siento, mi amor”, chirrió la rana. “No creo que lo logre.”
      “Está bien”. La tristeza suavizaba la voz del escorpión, pues ahora sabía que estaba condenado a morir. “No sabía que fuera a ser tan duro. Lamento haberte hecho esto. Lamento no haber podido ayudar.”
      “No es tu culpa”, dijo la rana, mientras la corriente empezaba a arrastrarlos río abajo. “Quería ayudar… Realmente, realmente pensé que podría llevarte hasta allá…, estábamos tan cerca…”
      “Sí lo estábamos, ¿verdad?” El escorpión estaba soltando a la rana, aturdido por la falta de oxígeno. “Casi lo logramos, realmente faltaba poco…”
      La rana gritó de dolor cuando el escorpión fue arrebatado y tragado por las aguas tumultuosas.

*

Un escorpión caminaba por el antiguo lecho de un río. Los suaves guijarros llevaban expuestos mucho tiempo. El río se había secado miles de años antes.
      A la mitad se detuvo, abrumado por un extraño dolor en su pecho, y decidió dar media vuelta.
      No era correcto que cruzara aquel río a solas.

*

“¿A dónde crees que vayan los autos?”, preguntó el zorro.
      El pollo miró pasar a un auto, y a las sombras que se movían en su interior. “Trato de no pensar en eso. Quiero ser feliz con lo que me tocó en la vida.”

*

… Pero tan pronto llegó la rana a la mitad del río, el escorpión tocó a la rana con su aguijón para llamar su atención.
      “Oye”, dijo el escorpión, “realmente no tengo mucha prisa y el día está muy bonito. ¿Por qué no vamos simplemente río arriba? Siempre he querido tratar de pararme en un lirio acuático.”
      “Claro, si tú quieres”, dijo la rana. “No tengo ningún plan para hoy.”
      Y aunque el río no fue cruzado, ninguno de los dos se quedó descontento.

*

“¿Cuándo supiste que me amabas?”, preguntó la tortuga, mientras el escorpión se agarraba de su caparazón, protegiéndose de las profundas corrientes del río.
      El escorpión hizo una mueca cuando una ola los sacudió. “Ah, desde el principio”, dijo, sacudiendo su cola para quitarse algo agua. “O casi. Nunca antes había conocido a una rana. Y aunque tú no me conocías, pusiste en riesgo tu vida por mí. Por la esperanza de que lo imposible fuera posible.”
      La tortuga pensó en esto, recordando sus muchas vidas anteriores.
“Creo que yo no te amaba sino hasta hace poco”, admitió la tortuga, levantando la cabeza del agua para suavizar su voz. “Me tardé en saberlo, creo. Pero, dicho lo anterior, ¿por qué otra razón volvería, una y otra vez, al mismo punto del mismo río?”
      “Tienes un mundo de ríos en los que podrías estar, mi amor”, asintió el escorpión. “Y sin embargo siempre te espero aquí. Y siempre llegas.”
      “Nunca he sido tan vulnerable como lo he sido contigo”. Mientras el agua lamía su concha, la tortuga seguía nadando. “Nunca le confiaría mi vida a nadie más.”
      “Brindo por nosotros”, dijo el escorpión, alzando su aguijón. “Y por el río.”
      “Por nosotros”, dijo la tortuga, alzando una aleta para tocar el aguijón. “Espero que siempre nos encontremos el uno a la otra.”

*

“Pues bien, aquí estamos”, dijo la rana al escorpión. “El otro lado.”
      “Aquí estamos”, asintió el escorpión, bajando despacio de su lomo. “Muchas gracias por todo esto.”
      “Gracias por elegirme a mí”, dijo la rana. “Gracias por unir mis vidas. Por ayudarme a recordar la infinidad de Nosotros.”
      El escorpión no respondió. Miraba hacia arriba, dejando que el sol le calentara el carapacho.
      “En realidad nunca he dejado el río”. La rana dio un paso en la rivera. “Esto es… lindo.”
      El escorpión se dio vuelta. Por un momento, la rana sintió una descarga de miedo al notar un piquete en su piel, pero era sólo que el escorpión le agarraba la pata con una de sus pinzas. “Ven conmigo”, le rogó, con voz suave y urgente. “Ven conmigo. No digas que no. No me iré de este río sin ti. Podemos ver juntos este otro lado.”
      Esas pinzas podían rebanarla, pero sólo estaban cerradas con firmeza. El río era solamente el río. Pero desde la rivera, la rana pudo ver una jungla de ricos tonos verdes, llena de vida más allá de su conocimiento. La rana rió.
      “Siempre me he preguntado cómo será allá.”

*

Y el río se quedó solo, libre de la carga de cualquier dilema moral.

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Eso lo cambia todo

No hay mucha información en internet sobre Cathryn Alpert (1952). Esta autora estadounidense –a la que encontré en la antología Sudden Fiction (Continued), publicada en 1996 y compilada por Robert Shapard y James Thomas– publicó un par de libros a comienzos de este siglo; más allá de esto, no he podido encontrar más datos. De cualquier manera, este breve cuento (publicado originalmente con el título «That Changes Everything»), es una muestra sugerente de un tipo de narrativa realista, escasa en acontecimientos, interesada en especial en el interior de sus personajes, que imperó en buena parte de la literatura en lengua inglesa durante décadas y hoy tiene sus descendientes (me parece) en la llamada autoficción. Con este cuento reanudo el proyecto de traducir una muestra de aquel libro, especialmente para Las Historias.

ESO LO CAMBIA TODO
Cathryn Alpert

I

Esta sensación de que algo está profundamente mal. No “básicamente”, como alguna gente podría decir, sino profundamente, o sea, en su mismo centro. La carne y la sangre. Como diciendo de esto estamos hechos y no hay escape.

II

Cepíllate cien veces antes de ir a la cama. Levántate a las ocho y limpia el cereal de la mesa. Ponte el maquillaje en un orden distinto y el día podría tener sorpresas.

III

—Agradece lo que tienes —dice, untando mostaza en su bollo. Se refiere a dos ojos, por supuesto, porque él perdió uno en Vietnam. Se refiere a dos de todo lo que se supone que debe llegaren pares, como latidos del corazón, y pisadas, y sí, hasta gente.
      Y yo quiero decirle que la cosa es diferente. ¿Pero cómo le dices eso a un hombre que se ha enfrentado a la metralla?

IV

Cuando perdió el ojo, perdió la percepción de la profundidad. Trataba de agarrar una cerveza y agarraba el aire. Una vez se abrió la frente con el marco de una puerta.
      —Sí regresa —me dijo—. Tarda un poco, pero el cerebro reaprende a ver las cosas en perspectiva.

V

Cada mañana hago una lista de cosas que hacer. En la noche, lo que se haya quedado sin hacer lo transfiero a otra lista, que guardo en un cajón de la recámara. Esta otra lista tiene diez páginas de largo. Al comienzo dice “Guardar en cajas la ropa de bebé”. La tengo toda en cajas, pero no son las cajas adecuadas para guardar ropas que se quieren guardar para los nietos.

VI

Se puede ver cuál de los dos no es real por el modo en el que se mantiene en su hueco, mirando el mundo sin verlo como el ojo de un pescado ensartado en el anzuelo. Me gusta mirar esa bola ciega de vidrio. Cuando la luz es la adecuada, puedo verme en el reflejo.

VII

Me acuesto en la cama después de medianoche y cuento estrellas a través de nuestra ventana abierta. Dibujan un arco lento a través de un cielo sin nubes. Anoche fueron cincuenta y siete.

VIII

Hace años él usaba un parche, pero lo dejó al ver a qué mujeres atraía. “Madres de la Tierra”, me dijo. Mujeres que le limpiaban sopa de las barbas y cortaban la piel muerta alrededor de sus uñas. En la cama, lo montaban como a un pony enfermo.
      Me eligió a mí, me dijo, porque yo parecía indiferente.

IX

Algunas mañanas, después de que los niños se han ido a la escuela, me siento en la cama y miro cómo sube el vapor de mi taza de café. El vapor tiene un propósito. Sabe qué hacer.

X

Él da una fuerte mordida a su hamburguesa. Se inclina y se acerca a la mesa. Levanta la vista hacia mí con medio ojo.
      Y yo quiero decirle que sé que soy amada. Y que eso lo cambia todo.
      Y eso sería una mentira tan fácil.

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Las flores

En un viaje reciente, dentro de la Biblioteca Pública de Los Ángeles, encontré una antología de minificción en inglés: Sudden Fiction (Continued), compilada en 1996 por Robert Shapard y James Thomas. No todos los textos tienen la brevedad de lo que se considera un microrrelato en lengua castellana, pero muchos son muy interesantes, y en las semanas por venir publicaré aquí mis traducciones de algunos de ellos.
      El primero es este, de la escritora estadounidense Alice Walker (1944), famosa mundialmente por su novela El color púrpura (1982). “The Flowers” es un cuento sutil pero tremendo: narra la inocencia de una infancia y su encuentro con la violencia. No es posible precisar con exactitud la fecha de la acción –¿la época del esclavismo del siglo XIX, de la segregación racial en el XX?–, pero esto vuelve a la historia más potente y angustiosa. También podría estar pasando ahora.

Alice Walker

LAS FLORES
Alice Walker

Mientras iba saltando, ligera, del gallinero a la pocilga al ahumadero, a Myop le pareció que los días nunca habían sido tan hermosos como aquellos. En el aire se sentía una frescura tal que la hacía arrugar la nariz. La cosecha del maíz y el algodón, el cacahuate y la calabaza, hacía de cada día una sorpresa dorada que ocasionaba pequeños temblores de emoción que subían por sus mandíbulas.
      Myop llevaba una rama corta y nudosa. La usaba para espantar a los pollos que le llamaban la atención, y para componer el ritmo de una canción en la cerca alrededor del chiquero. Se sentía ligera y bien bajo el cálido sol. Tenía diez años, y nada existía para ella sino su canción, la rama que aferraba con su mano de color café oscuro, y su acompañamiento: la-di-la-la-la.
      Dando la espalda a las paredes oxidadas de la casa de su familia de cosechadores, Myop caminó al lado de la cerca hasta su extremo, en la corriente que venía del manantial. Alrededor del manantial, del que la familia sacaba el agua para beber, crecían helechos plateados y flores silvestres. Unos cerdos hozaban en la ribera poco profunda. Myop observó las pequeñas burbujas blancas que interrumpían la delgada superficie del suelo y el agua que, en silencio, subía y se deslizaba corriente abajo.
      Ella había explorado los bosques detrás de la casa en muchas ocasiones. Con frecuencia, a fines del otoño, su madre la llevaba a recoger nueces entre las hojas caídas. Hoy, ella siguió su propio camino, zigzagueando de aquí para allá, vagamente atenta a no encontrarse con serpientes. Encontró, además de varios helechos y hojas comunes pero bonitos, una buena cantidad de extrañas flores azules con bordes aterciopelados y un arbusto de calicantos, lleno de capullos pardos y fragantes.
      Para las doce del día, con los brazos llenos de ramitas de sus hallazgos, estaba a una milla o más de casa. Con frecuencia había llegado así de lejos, pero lo extraño de los alrededores los hacía menos agradables que los sitios que más frecuentaba. La pequeña cala a la que había llegado le parecía lúgubre. El aire estaba húmedo. El silencio era apretado y profundo.
      Myop empezó a tomar camino de vuelta a casa, de regreso a la paz de la mañana. Fue entonces cuando lo pisó directamente en los ojos. Su talón se atoró en la cresta rota entre el ceño y la nariz, y ella se inclinó deprisa, sin miedo, para soltarse. Sólo cuando vio su sonrisa desnuda dio un pequeño grito de sorpresa.
      Había sido un hombre alto. De los pies al cuello cubría un buen espacio. Su cabeza estaba a un lado. Cuando Myop apartó las hojas y las capas de tierra y restos, vio que había tenido grandes dientes blancos, todos ellos agrietados o rotos, dedos largos y huesos muy grandes. Todas sus ropas se habían podrido salvo algunos harapos de mezclilla azul de su overol. Las hebillas del overol se habían puesto verdes.
      Myop revisó los alrededores del sitio con interés. Muy cerca del lugar donde había pisado la cabeza había una rosa salvaje. Mientras la recogía para agregarla a su ramo, notó un montículo, un anillo alrededor de la raíz de la rosa. Eran los restos podridos de un nudo de horca: un trozo de cuerda de un arado, que ahora se mezclaba benignamente con la tierra. Otro trozo colgaba de la rama de un roble grande y amplio. Podrido también, roto, desteñido y desgastado –apenas allí–, pero girando sin descanso, movido por la brisa. Myop depositó sus flores en el suelo.
      Y el verano terminó.

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El mar nocturno

He aquí una curiosidad: un cuento escrito inicialmente por Robert Hayward Barlow (1918-1951). Aficionado a la literatura de terror y, en su adolescencia, narrador incipiente, Barlow fue parte de las primeras generaciones de la cultura del fanzine en los Estados Unidos. Sin embargo, no se convirtió en escritor profesional, y su cuento no se recordaría de no ser porque, luego de que lo terminara, el texto fue revisado y modificado nada menos que por H. P. Lovecraft (1890-1937).
      Lovecraft fue responsable de muchas «revisiones» semejantes. Algunas fueron de textos de colegas y discípulos, y otras se realizaron por encargo: eran una de las formas en las que el escritor se ganó la vida en sus últimos años. La revisión de este cuento pertenece a la primera categoría, pues Barlow fue también parte del círculo de discípulos de Lovecraft, que lo descubrían en revistas y luego establecían contacto con él.
      Barlow se volvió amigo de Lovecraft y ambos mantuvieron una copiosa correspondencia. Con el tiempo, Lovecraft viajó a Florida en más de una ocasión para visitar a Barlow en su casa (algo rarísimo para un autor recluso como él). Finalmente, antes de morir, lo nombró su albacea literario…, aunque la tarea de la difusión póstuma de Lovecraft acabó, luego de conflictos diversos, por recaer en otros discípulos, como August Derleth. Barlow abandonó la literatura para dedicarse a la antropología; emigrado a México, se convirtió en profesor y estudioso importante de las culturas precolombinas. Su muerte fue un suicidio, en apariencia por miedo al chantaje de un alumno que amenazaba con revelar su homosexualidad.
      «The Night Ocean» apareció primero en el periódico The Californian en 1936; posteriormente ha sido incorporado a colecciones de las obras en colaboración de Lovecraft y también a alguna edición de la obra de Barlow. Como no encontré una buena traducción del cuento, hice una nueva, que busca replicar en castellano el estilo y la atmósfera peculiar que logran sus dos autores. Es importante decir que, si bien «El mar nocturno» es un cuento de miedo, no se debe encuadrar en los famosos «Mitos de Cthulhu» de Lovecraft. Su argumento está desligado de aquel universo narrativo, y su mayor interés es que intenta sugerir el horror desde el pensamiento de un solo individuo (este es uno de esos cuentos raros con un único personaje, y casi nada de acción), aislado y solo en un lugar remoto. Cualquier semejanza con cada uno de nosotros en los meses de pandemia es pura coincidencia.
      (De hecho, preferiría que se le viera como un pequeño regalo, ahora que estamos tan cerca de terminar este año –terrible– de 2020.)

Robert H. Barlow [fuente]

EL MAR NOCTURNO
R. H. Barlow y H. P. Lovecraft

Fui a Ellston Beach no sólo por los placeres del sol y del océano, sino para dar descanso a mi mente fatigada. Como no conocía a ninguna persona en el pueblo, que vive de los turistas en verano y sólo tiene ventanas vacías durante la mayor parte del año, no parecía probable que nadie me molestara. Esto me agradaba, pues no quería ver nada más que la extensión de las olas batientes y la arena que se extenderían ante mi hogar temporal.
      Mi largo trabajo veraniego estaba terminado cuando dejé la ciudad, y el diseño del enorme mural que era su producto ya estaba inscrito en el concurso. Me había costado la mayor parte del año terminar la pintura y, cuando el último pincel quedó limpio, ya no me sentía renuente a entregarme a las exigencias de mi salud y buscar descanso y aislamiento por algún tiempo. De hecho, a una semana de llegar a la playa sólo recordaba de vez en cuando el trabajo cuyo éxito me había parecido tan importante hacía tan poco. Ya no estaba la antigua preocupación por cien complejidades de color y ornamento; tampoco el miedo ni la desconfianza en mi propia habilidad para representar una imagen mental, o para convertir mediante mi sola destreza una idea vagamente concebida en un cuidadoso diseño. Y sin embargo, lo que más tarde me sucedió ante la costa solitaria pudo haber ocurrido únicamente a causa de la constitución mental que estaba detrás de aquella preocupación y miedo y desconfianza. Porque yo siempre he sido un buscador, un soñador, y alguien que reflexiona sobre el buscar y el soñar. ¿Y quién puede decir que tal naturaleza no abre los ojos sensibles a mundos y órdenes insospechados de la existencia?
      Ahora que intento contar lo que vi, soy consciente de mil limitaciones enloquecedoras. Cosas percibidas mediante la visión interior, como las imágenes relampagueantes que llegan mientras derivamos hacia el vacío del sueño, nos son más vívidas y significativas en esas formas que cuando buscamos fundirlas con la realidad. Si se aplica la pluma al sueño, el color se le va. La tinta con la que escribimos parece diluida con algo que retiene demasiado de la realidad, y al final encontramos que no podemos delinear el recuerdo increíble. Es como si nuestro ser interior, separado de los lazos de la objetividad y la vigilia, se gozara con emociones cautivas que se agotan deprisa cuando intentamos traducirlas. En sueños y visiones están las más grandes creaciones del hombre, porque en ellas no existe el yugo de la línea ni del color. Escenas olvidadas, y tierras más oscuras que el mundo dorado de la infancia, brotan en la mente dormida para reinar hasta que el despertar las ahuyenta. De ellas se puede obtener algo de la gloria y el contento que anhelamos; algún vislumbre de nítidas bellezas, sospechadas, pero aún sin revelar, que son para nosotros lo que el Santo Grial era para las almas místicas del medievo. Dar forma a estas cosas en la rueda del arte, buscar algún trofeo descolorido de aquel ámbito intangible de sombra y niebla, requiere por igual destreza y memoria. Pues aunque los sueños están en todos nosotros, pocas manos pueden sujetar sus alas de mariposa sin romperlas.
      Esta narración no posee semejante destreza. Si pudiera, revelaría a ustedes los eventos insinuados que yo percibí oscuramente, como quien atisba en una región sin luz y entrevé formas cuyo movimiento se le oculta. En el diseño de mi mural, que entonces se mezclaba con una multitud de otros en el edificio para el que habían sido planeados, había intentado igualmente atrapar un fragmento de aquel elusivo mundo de sombras, y tal vez había tenido más éxito del que ahora tendré. Mi estadía en Ellston era para esperar el dictamen de mi diseño; cuando unos días de comodidad inusitada me dieron un poco de perspectiva, descubrí que –a pesar de las debilidades que un creador siempre detecta con más facilidad– había conseguido realmente retener en líneas y colores algunos fragmentos arrebatados al mundo infinito de la imaginación. Las dificultades del proceso, y el consiguiente desgaste de todas mis facultades, habían minado mi salud; estaría en la playa durante aquel período de espera.
      Como deseaba estar enteramente solo, renté (para deleite de su incrédulo propietario) una pequeña casa a cierta distancia de la aldea de Ellston; ésta, a causa de lo avanzado de la estación, bullía con una masa moribunda de turistas, todos de nulo interés para mí. La casa, sin pintar, oscurecida por el viento marino, no estaba siquiera en la periferia de la aldea: se encontraba más abajo, en la costa, como un péndulo bajo un reloj detenido, muy aislada sobre una colina de arena cubierta de hierbajos. Como un animal solitario, se agazapaba mirando el mar, y sus ventanas sucias e inescrutables miraban una extensión desolada de tierra y cielo y mar enorme. No estaría bien usar demasiada imaginación en una narración cuyos hechos, de poder ser realzados y encajados unos con otros como piezas de un mosaico, serían por sí mismos bastante extraños; sin embargo, diré que la pequeña casa me pareció solitaria desde que la vi, y consciente como yo de su naturaleza insignificante ante el gran mar.
      Tomé posesión de la casa a fines de agosto, un día antes de la fecha acordada, y encontré una camioneta y dos trabajadores que descargaban los muebles que proporcionaba el propietario. No sabía entonces cuánto tiempo me quedaría, y cuando se fue el vehículo que había traído los enseres yo dejé en el suelo mi escaso equipaje y cerré la puerta con llave (me sentía todo un dueño, viviendo en una casa después de meses de rentar un cuarto) para bajar por la colina cubierta de hierba hacia la playa. Como era de planta cuadrada y sólo tenía un cuarto, la casa requería poca exploración. Dos ventanas de cada lado proveían una gran cantidad de luz, y una puerta había sido colocada, como de último minuto, en la pared que daba al océano. El lugar había sido construido unos diez años antes, pero a causa de su distancia de Ellston era difícil que se alquilara incluso durante la temporada alta del verano. Como no tenía chimenea, se quedaba vacío desde octubre hasta bien entrada la primavera. Aunque apenas estaba a una milla de Ellston, parecía más lejano, pues una curva de la costa ocasionaba que, mirando en su dirección desde la casa, no se viera más que dunas cubiertas de hierba.
      El primer día, cuya primera mitad había pasado mientras me instalaba, lo empleé en disfrutar el sol y el agua inquieta: la callada majestad de ambos hacía que el diseño de murales pareciese algo lejano y fastidioso. Pero esto era la reacción natural a un largo periodo de atención a un solo conjunto de hábitos y actividades. Había acabado mi trabajo y mis vacaciones comenzaban. Este hecho, aunque me eludiera en aquel momento, se veía en todo lo que me rodeó aquella tarde de mi llegada, y en el cambio total respecto de mis circunstancias anteriores. El brillo del sol hacía su efecto sobre un mar de olas cambiantes, cuyas curvas, misteriosamente impelidas, estaban salpicadas de lo que parecían joyas de fantasía. A lo mejor una acuarela hubiera podido capturar las sólidas masas de luz intolerable que reposaban en la playa, donde el mar se mezclaba con la arena. Aunque el océano tenía su propio matiz, éste quedaba total e increíblemente dominado por el enorme resplandor. No había ninguna otra persona cerca de mí, y yo disfrutaba del espectáculo sin la molestia de objetos ajenos a aquel escenario. Cada uno de mis sentidos era tocado de forma diferente, pero a veces parecía que el rugir del mar era afín al gran resplandor, o como si las olas brillaran en vez del sol: todo era tan vigoroso que las impresiones diferentes orígenes se mezclaban. Curiosamente, no vi a nadie bañándose cerca de mi casita cuadrada durante aquella tarde, ni en las posteriores, aunque la costa ondulante tenía una playa amplia, aún más invitante que la de la aldea, donde la espuma quedaba salpicada de figuras. Supuse que esto se debería a la distancia, y a que nunca había habido otras casas abajo del pueblo. No entendí por qué existía semejante extensión sin aprovechar cuando gran cantidad de viviendas se amontonaban en la costa norte, apuntando hacia el mar sin mirarlo.
      Nadé hasta el final de la tarde, y luego, tras un descanso, caminé hasta el pueblito. La oscuridad me ocultaba el mar cuando llegué, y encontré en las luces lóbregas de las calles evidencias de una vida que no estaba siquiera consciente de aquello tan enorme, envuelto en tinieblas, que estaba tan cerca. Había mujeres pintadas con adornos de oropel y hombres aburridos que ya no eran jóvenes: un tropel de absurdas marionetas, amontonadas en el borde del abismo del océano: no veían y no querían ver lo que había sobre ellas y a su alrededor, en la grandeza multitudinaria de las estrellas y las leguas del mar nocturno. Caminé por la orilla de aquel mar oscurecido de regreso a mi humilde casita, proyectando la luz de mi linterna hacia el vacío desnudo e impenetrable. Como no había luna, esa luz creaba un haz sólido que contorneaba las crestas de la inquieta marea. Sentí una emoción inefable, nacida del ruido de las aguas y la percepción de mi pequeñez inconcebible, mientras iluminaba con mi luz diminuta aquel ámbito inmenso, y a la vez sólo el borde negro de las profundidades terrestres. Esa profundidad nocturna, sobre la que los barcos se desplazaban en tinieblas que me impedían verlos, producía el murmullo de una turba distante y enfurecida. Cuando llegué a mi residencia pensé que no me había encontrado con nadie durante la caminata de una milla desde la aldea, y sin embargo, de algún modo, me quedaba la impresión de haber tenido todo el tiempo la compañía del espíritu del mar solitario. Estaría encarnado, pensé, en una forma que no se me revelaba, pero que se paseaba en silencio más allá del alcance de mi comprensión. Era como aquellos actores que esperan en penumbras tras la escenografía, listos para los parlamentos que en poco tiempo los pondrán ante nuestra vista, para hablar y actuar ante la luz reveladora de las candilejas. Finalmente me sacudí esta fantasía y busqué mi llave para entrar en la casa, cuyas paredes desnudas me dieron una súbita sensación de seguridad.
      Mi cabaña estaba totalmente aislada, como si hubiera salido a vagar por el sur del pueblo y luego no hubiera podido regresar; y allí no escuchaba el clamor inquietante cada noche, cuando volvía después de la cena. En general me quedaba sólo un rato en las calles de Ellston, aunque a veces las visitaba para darme el gusto de un paseo. Había las muchas y habituales tiendas de curiosidades y marquesinas falsamente elegantes que llenan los pueblos vacacionales, pero jamás entré en ellas. El lugar parecía útil sólo por sus restaurantes. Era sorprendente el número de las cosas inútiles a las que la gente se entregaba.
      Al principio hubo una serie de días llenos de sol. Me levantaba temprano y contemplaba el cielo gris, encendido con la promesa de la luz, que después se cumplía ante mis ojos. Esos amaneceres eran fríos, y sus colores se deslucían al compararlos con la uniforme luminosidad de la mañana, que da a cada hora la blancura del mediodía. Esa fuerte luz, tan notable el primer día, hizo que los subsecuentes fueran una sola página amarilla en el libro del tiempo. Noté que a muchas personas en la playa no les gustaba ese sol inusitado, mientras que yo lo buscaba. Después de mis meses grises de trabajo, el letargo inducido por una existencia física en una región gobernada por las cosas simples –el viento y la luz y el agua– hizo pronto efecto en mí; y como estaba ansioso por continuar el proceso curativo, pasaba todo mi tiempo al aire libre, bajo el sol. Esto me llevó a un estado a la vez impasible y sumiso, y me dio una sensación de seguridad ante la noche voraz. Así como la oscuridad se asemeja a la muerte, así la luz a la vitalidad. Gracias a la herencia de hace un millón de años, cuando los hombres estaban más cerca de su madre el mar, y cuando las criaturas de las que provenimos yacían lánguidas en el agua poco profunda, atravesada por el sol, todavía buscamos las cosas primarias cuando estamos agotados, sumergiéndonos en su seductora seguridad, como aquellos medio-mamíferos primigenios que aún no se aventuraban a la tierra lodosa.
      La monotonía de las olas era relajante, y yo no tenía más ocupación que atestiguar la miríada de humores del océano. Hay en las aguas un cambio interminable: colores y tonos se alternan en ellas como las expresiones insustanciales de un rostro familiar, y éstas nos son comunicadas de inmediato por sentidos que sólo reconocemos a medias. Cuando la mar está inquieta, recordando viejas naves que han pasado sobre sus abismos, a nuestros corazones llega en silencio la nostalgia por un horizonte desaparecido. Pero cuando ella las olvida, también las olvidamos nosotros. Aunque la conocemos desde siempre, la mar debe mantener un halo de extrañeza, como si algo demasiado vasto para tener forma acechara en el universo del que ella es la puerta. El océano de la mañana, brillante de reflejos de niebla azul y blanca, de espuma diamantina, captura los ojos de quienes reflexionan en las cosas extrañas, y sus intrincadas redes, a través de las cuales se deslizan peces de incontables colores, tienen el aspecto de algo enorme y perezoso que un día se levantará de las profundidades inmemoriales para caminar sobre la tierra.
      Estuve contento por muchos días, y alegre de haber escogido la casa solitaria que se posaba, como un pequeño animal, sobre aquellas suaves lomas de arena. Entre las diversiones agradablemente inconsecuentes de semejante vida, me dio por seguir la línea de la marea (donde las olas trazaban un borde húmedo e irregular, decorado con espuma evanescente) por largas distancias, y a veces encontraba curiosos fragmentos de conchas entre los restos traídos casualmente por el mar. Había una cantidad sorprendente de ellos en la costa cóncava a la que miraba mi pequeña y sencilla casa, y supuse que las corrientes que se alejaban de la playa a la altura de la aldea debían alcanzar aquel sitio. En todo caso, mis bolsillos –cuando tenía– generalmente guardaban grandes cantidades de basura, la mayor parte de la cual tiraba una hora o dos después de levantarla, preguntándome por qué la había conservado. Una vez, sin embargo, encontré un pequeño hueso cuya naturaleza no pude identificar, salvo que ciertamente no provenía de un pez; este lo conservé, junto con una perla o cuenta de metal de buen tamaño, cuyo diseño minuciosamente tallado era bastante inusual. Éste retrataba una cosa con aspecto de pez sobre un fondo de algas –en vez de los diseños comunes, florales o geométricos– y aún se podía ver claramente pese a estar desgastado por muchos años de dar vueltas en las olas. Como nunca había visto nada parecido, supuse que debía representar alguna moda, ya olvidada, de algún año previo en Ellston, donde semejantes tendencias eran comunes.
      Había estado allí tal vez una semana cuando el clima empezó un cambio gradual. Cada etapa de este oscurecimiento progresivo era seguida por otra sutilmente más intensa, de modo que al final la atmósfera entera a mi alrededor se había vuelto más vespertina que diurna. Lo percibí más como una serie de impresiones mentales que por sucesos realmente presenciados. Mi casita estaba sola bajo los cielos grises, y a veces había golpes de viento húmedo que llegaba desde el mar. El sol era desplazado por largos intervalos de nubosidad: capas de niebla gris, más allá de cuya profundidad desconocida estaba la luz, desterrada. Aunque brillara con la misma intensidad tras aquel enorme velo, no podía penetrar. La playa quedaba prisionera en una bóveda descolorida durante largos periodos, como si parte de la noche se fuera filtrando en las otras horas.
      Aunque el viento era vigorizante, y el océano se rizaba en pequeños torbellinos de actividad gracias al errático golpeteo de las olas, descubrí que el agua se enfriaba cada vez más, por lo que ya no pude quedarme en ella tanto como antes. Así pasé al hábito de dar largas caminatas, que –cuando era incapaz de nadar– me daban el ejercicio que buscaba con tanto ahínco. Estas caminatas cubrían una porción más grande de la costa que mis vagabundeos previos, y como la playa se extendía por varios kilómetros más allá de la rústica aldea, con frecuencia me encontraba totalmente aislado en una zona interminable de arena en las últimas horas de la tarde. Cuando esto sucedía, caminaba deprisa a lo largo de la orilla murmurante, siguiéndola para no desviarme hace el interior y perder mi camino. Y a veces, cuando esos paseos ocurrían tarde (y así era cada vez con más frecuencia) llegaba a la casa achaparrada, que parecía una vanguardia de la aldea, sin siquiera darme cuenta. Insegura sobre los riscos mordidos por el viento, una mancha oscura en los tonos mórbidos del anochecer marino, la casa se veía más solitaria que bajo la plena luz del sol o de la luna, y yo la imaginaba como un rostro mudo, inquisitivo, vuelto hacia mí en espera de algún acontecimiento. He dicho ya que el lugar estaba totalmente aislado, y esto en principio me agradó; pero en aquellos breves momentos en que el sol dejaba un rastro sangriento en su declive, y la oscuridad avanzaba pesadamente como una sombra informe y en expansión, había en el lugar una presencia extraña: un espíritu, un ánimo, una impresión que provenía de las ráfagas de viento, el cielo gigantesco, y aquel mar que expelía olas negras sobre una playa que súbitamente se volvía ajena. En esos momentos sentía una inquietud sin causa definida, aunque mi naturaleza solitaria me había habituado desde mucho antes al silencio y la voz antiguos de la naturaleza. Esos recelos, que no podría haber descrito con seguridad, no me afectaban mucho, y sin embargo pienso ahora que, todo aquel tiempo, una conciencia gradual de la inmensa desolación del océano se abría paso en mí: una inquietud que se hacía sutilmente horrible por indicios –nunca más que eso– de una vitalidad o una conciencia que me impedían estar completamente solo.
      Las calles del pueblo, ruidosas y amarillentas, con su actividad curiosamente irreal, estaban muy lejos, y cuando iba allí por mi cena (por no confiar en una dieta basada enteramente en mis exiguas habilidades culinarias), me preocupaba cada vez más, de modo bastante poco razonable, la idea de volver a mi cabaña antes de que fueran las altas horas de la noche, aunque con frecuencia me quedaba fuera hasta más o menos la diez.
      Me dirán que semejante conducta es insensata: que de haber tenido un temor infantil a la oscuridad, debía evitarla por completo. Me preguntarán por qué no me iba de aquel lugar si su aislamiento me estaba deprimiendo. A todo esto no tengo respuesta, salvo que cualquier inquietud que sintiera, cualquier perturbación que me produjeran algunas breves vistas del sol que se oscurecía, o el viento ansioso y salado, o el manto del mar oscuro, como una tela enorme arrojada cerca de mí, tenía la mitad de su origen en mi propio corazón, se mostraba solamente en instantes fugaces, y no tenía efectos duraderos en mí. Durante las mañanas de luz diamantina, mientras olas traviesas se arrojaban festoneadas de azul a la costa cubierta de sol, el recuerdo de ánimos oscuros parecía más bien increíble, aunque sólo una hora o dos más tarde yo podía volver a experimentarlos, y descender a una oscura sima de desesperación.
      Tal vez estas emociones interiores eran sólo un reflejo del ánimo del océano mismo, pues aunque la mitad de lo que vemos esté coloreada por la interpretación que le dan nuestras mentes, muchos de nuestros sentimientos están influidos de manera muy evidente por sucesos externos, físicos. La mar puede atarnos a sus muchos humores susurrándonos por medio de una sombra sutil o un resplandor en las olas, y sugiriendo de estas maneras su abatimiento o su regocijo. Ella siempre está recordando viejas cosas, y esos recuerdos, aunque nosotros no podamos comprenderlos, se nos comunican, para que podamos compartir su alegría o su remordimiento. Como no estaba trabajando, ni viendo a nadie que conociera, acaso era susceptible a aspectos de sus crípticos mensajes que hubieran sido ignorados por alguien más. El océano rigió mi vida durante todo aquel fin de verano; lo exigía, como recompensa por la salud que me había traído.
      Varias personas se ahogaron en la playa ese año, y aunque escuché de los casos únicamente por casualidad (así es nuestra indiferencia a una muerte que no nos concierne, y que no atestiguamos), supe que los pormenores eran desagradables. La gente que moría –y algunos eran nadadores de habilidad por encima del promedio– no era encontrada sino hasta muchos días después, y la horrible venganza de las profundidades se ensañaba con sus cuerpos en descomposición. Era como si el mar los arrastrara a un cubil profundo, los triturara en la oscuridad y, cuando al fin quedaba seguro de que ya no le servían, los llevara a la costa en aquel estado espantoso. Nadie parecía saber qué causaba aquellas muertes. Su frecuencia causaba alarma a la gente timorata, pues la resaca en Ellston no era fuerte y no se sabía de tiburones en las cercanías. No supe si los cuerpos mostraban señales de algún ataque, pero el miedo de una muerte que se mueve entre las olas y ataca a gente sola desde un lugar sin luz, sin movimiento, es uno que los hombres conocen y que no les gusta. Deben encontrar deprisa una razón para semejante muerte, incluso si no hay tiburones. Como éstos eran sólo una causa posible, y una que a mi entender jamás se confirmó, los nadadores que se quedaron el resto de la temporada se mantenían más en alerta ante mareas traicioneras que ante cualquier posible animal marino.
      El otoño, en verdad, ya no estaba lejos, y algunas personas lo tomaron como excusa para alejarse del mar, donde los hombres eran arrebatados por la muerte, y marcharse a la seguridad de tierra adentro, donde el océano no puede ni oírse. Así terminó agosto, y yo había estado muchos días en la playa.
      Había habido amenaza de tormenta desde el cuatro del nuevo mes, y el seis, cuando salí a caminar entre el viento húmedo, una masa de nubes sin forma, incoloras y opresivas, apareció sobre el mar rizado y plomizo. El viento, que no soplaba en una dirección particular y en cambio agitaba e inquietaba el aire, daba una sensación de algo por venir, una señal de vida en los elementos que podía ser la esperada tormenta. Yo había almorzado en Ellston, y aunque el cielo parecía la tapa de un gran ataúd, me aventuré lejos por la playa, apartándome del pueblo y de mi casa hasta perderlos de vista. Cuando el gris universal empezaba a mancharse de un púrpura de carroña –curiosamente brillante pese a su matiz sombrío–, me encontré a varios kilómetros de cualquier posible refugio. Esto, sin embargo, no parecía muy importante, pues a pesar de los cielos oscuros, y de su agregado resplandor de presagios desconocidos, yo estaba de un curioso humor desapegado que se parecía a aquel brillo: un ánimo que destellaba en un cuerpo súbitamente alerta y sensible a perfiles, formas y significados que antes habían estado ocultos. Oscuramente, llegó a mí un recuerdo, sugerido por la semejanza de aquella escena con una que había imaginado cuando, de niño, se me había leído un cuento. El cuento –en el cual no había pensado en muchos años– trataba de una mujer que era amada por el rey, de oscura barba, de un reino subacuático, en cuyos riscos imprecisos habitaban seres con aspecto de pez; ella era arrebatada de su rubio prometido por un ser oscuro, coronado con una mitra sacerdotal, y con las facciones de un viejo simio. Lo que había quedado en un rincón de mi imaginación era la imagen de riscos bajo el agua, contra el no-cielo, sombrío y turbio, de semejante entorno; lo recordé, aunque había olvidado la mayor parte de la historia, de manera bastante inesperada, al ver la misma unión de risco y cielo. Aquello era similar a lo que había imaginado en un año ya perdido salvo por impresiones incompletas y aleatorias. Vestigios del cuento pueden haber quedado detrás de ciertos recuerdos inconclusos e irritantes, y en ciertas virtudes insinuadas a mis sentidos por escenas cuyo valor real era terriblemente pequeño. Con frecuencia, en destellos de percepción momentánea (las condiciones, más que el objeto percibido, son lo importante), sentimos que ciertas escenas y composiciones –un paisaje de hojas, un vestido de mujer a la vera de un camino por la tarde, o la solidez de un árbol centenario contra el cielo de una mañana pálida– tienen un algo precioso, una virtud dorada que necesitamos comprender. Y sin embargo, cuando una escena o composición así es vuelta a ver después, o desde otra perspectiva, hallamos que ha perdido su valor o significado para nosotros. Tal vez la cosa que vemos no tiene aquella cualidad elusiva, sino que sólo sugiere a la mente alguna otra, muy distinta, que permanece en el olvido. La mente, desconcertada, sin darse cuenta del todo de esta apreciación fugaz, se vuelca en el objeto que la excita, y se sorprende al no hallar en él nada de valor. Así ocurrió cuando contemplaba las nubes manchadas de púrpura. Tenían la majestuosidad y el misterio de las torres de un antiguo monasterio en el crepúsculo, pero su aspecto era también el de los riscos en el antiguo cuento de hadas. Al recordar de pronto aquella imagen perdida, esperé a medias ver, en la espuma fina y sucia entre las olas –que ahora parecían hechas de negro vidrio de gota–, la figura horrenda del ser con aspecto de mono, tocado con una mitra salpicada de verdín, caminando desde su reino en algún golfo perdido, donde aquellas olas eran el cielo.
      No vi ninguna criatura semejante del reino de la imaginación. Pero mientras el viento helado cambiaba de dirección, rasgando los cielos con un crujir de cuchillo, apareció en la oscuridad en que las nubes y el agua se tocaban un objeto gris, como un trozo de madera flotante, meciéndose impreciso en la espuma. Estaba a una distancia considerable, y como desapareció pronto, podría no haber sido madera, sino una marsopa salida a la superficie agitada.
      Pronto noté que me había quedado demasiado tiempo contemplando la tormenta que se aproximaba y enlazando mis fantasías infantiles con su grandiosidad, porque empezaron a caer las primeras gotas de una lluvia helada, trayendo un aspecto sombrío más uniforme a una escena que ya era demasiado oscura para aquella hora. Corrí sobre la arena gris, sentí el impacto de las gotas frías sobre mi espalda, y poco después mi ropa estaba totalmente empapada. Las gotas incoloras formaban largos hilos entretejidos: un telón desplegado desde un cielo remoto. Luego de ver que no podría llegar seco a ningún refugio, reduje la velocidad de mi carrera, y volví a mi casa caminando, como bajo un cielo claro. No tenía mucho sentido darse prisa, aunque no me demoré como en ocasiones previas. Mi ropa mojada y apretada se enfriaba sobre mi piel, y en la oscuridad creciente, con el viento que soplaba sin cesar desde el océano, no pude reprimir un temblor. Y sin embargo había, pese a la incomodidad causada por la lluvia, una emoción latente en las masas púrpura de las nubes y en las reacciones que causaban en mi cuerpo. Con un humor mitad de exultante placer por resistir la lluvia (que chorreaba sobre mí, y llenaba mis zapatos y mis bolsillos), y mitad de extraño aprecio de aquellos cielos mórbidos e imperiosos que flotaban con alas oscuras sobre el mar movedizo y eterno, caminé por la gris extensión de arena de Ellston Beach. Más rápido de lo que había esperado, mi casita apareció entre la lluvia oblicua y golpeteante, y todas las hierbas de la colina arenosa se retorcían acompañando el frenesí del viento, como si quisieran arrancarse solas y viajar lejos unidas al aire. El mar y el cielo no se habían alterado en absoluto, y la escena era la que me había acompañado en el trayecto, salvo que ahora estaba pintada sobre ella la casa de techo encorvado, como cediendo bajo el peso de la lluvia. Me apresuré a subir los frágiles escalones y pasé a la estancia seca, donde, inconscientemente sorprendido por estar libre del viento incesante, me quedé de pie por un momento, con el agua escurriendo de cada centímetro de mí.
      Hay dos ventanas en el frente de esa casa, una de cada lado, y ambas miran casi directamente hacia el océano, que ahora veía medio oscurecido por los velos superpuestos de la lluvia y de la noche inminente. Miré por esas ventanas mientras me ponía un conjunto improvisado de ropas secas, que tomé de un perchero y de una silla con demasiadas cosas encima como para sentarme en ella. Estaba totalmente aprisionado por una penumbra antinatural, que se había filtrado en algún momento a cubierto de la tormenta. No sabía cuánto tiempo había estado sobre la arena húmeda y gris, o qué hora era realmente, aunque tras un rato de rebuscar encontré mi reloj, que por suerte había dejado en casa, con lo que había evitado que se empapara como mi ropa. Quise descifrar la hora mirando las manecillas apenas alumbradas, un poco menos incomprensibles que los números en la esfera. Después de un momento mis ojos se acostumbraron a la oscuridad –mayor en la casa que más allá de las ventanas empañadas– y descubrí que eran las 6:45.
      No había visto a nadie en la playa mientras entraba a la casa, y naturalmente no esperaba ver más nadadores aquella noche. Sin embargo, cuando volvía a mirar por la ventana tuve la clara impresión de ver unas figuras que se destacaban sobre el cochambre de la noche lluviosa. Conté tres, moviéndose de un lado para otro de una forma que no comprendí, y otra más cerca de la casa…, aunque podría no haber sido una persona, sino un tronco arrojado por las olas, que ahora golpeaban con fiereza. Me sorprendí no poco, y me pregunté por qué razón aquellas rudas personas se quedaban fuera en semejante tormenta. Luego pensé que tal vez, igual que yo, habían sido atrapadas por la tormenta y se habían rendido a sus húmedas ráfagas. Poco después, llevado por cierta hospitalidad civilizada que se impuso a mi amor de la soledad, fui a la puerta y salí momentáneamente (a costa de volverme a mojar, pues la lluvia cayó de inmediato sobre mí con exultante furia) a mi pequeño porche, haciendo gestos hacia aquellas personas. Pero, sea porque no me vieron, o porque no me entendieron, no devolvieron mis saludos. Apenas visibles, se quedaron inmóviles, sorprendidos, o tal vez esperando alguna otra acción de mi parte. Había algo en su actitud que se parecía a aquel vacío críptico, que significaba cualquier cosa o nada, que también se veía en la casa, a la luz mórbida del atardecer. Súbitamente, tuve la sensación de que había algo siniestro en aquellas figuras inmóviles que elegían quedarse bajo la lluvia, de noche, en una playa totalmente vacía de gente, y cerré la puerta con una actitud de fastidio que buscaba (vanamente) esconder una corriente más profunda de miedo: un temor voraz que se elevaba desde las sombras de mi conciencia. Poco después, cuando volví a la ventana, parecía no haber nada afuera salvo la noche ominosa. Vagamente intrigado, y aún más vagamente asustado –como quien no ve nada alarmante, pero se siente aprensivo por lo que podría hallar en la calle oscura que pronto deberá cruzar–, decidí que probablemente no había visto a nadie, y que la turbidez del aire me había engañado.
      La sensación de aislamiento que pendía sobre aquel lugar se incrementó aquella noche, aunque apenas más allá de mi vista, en la playa más al norte, cien casas se alzaban bajo la lluvia y las sombras, con sus luces amarillas y mortecinas sobre calles de cristal pulido, como ojos de duende reflejados en un estanque oleaginoso en mitad del bosque. Sin embargo, como no podía verlas, ni alcanzarlas en aquel mal tiempo –pues no tenía un auto, ni forma de marcharme de la casita salvo caminando en aquella oscuridad infestada de sombras–, me di cuenta de que me había quedado virtualmente solo con el mar pavoroso que se agitaba entre la niebla, oculto, insondable. Y la voz del mar se había convertido en un áspero gruñido, como el de un animal herido que intentara volver a levantarse.
      Tratando de rechazar a las sombras con una lámpara sucia –pues la oscuridad se metía por mis ventanas y se posaba en los rincones, para quedarse mirándome como una bestia paciente–, preparé mi comida, pues no tenía intenciones de salir a la aldea. Parecía ser increíblemente tarde, aunque no eran las nueve cuando me fui a la cama. La oscuridad había llegado temprano, furtivamente, y durante el resto de mi estadía se mantuvo allí, elusiva, sobre cada escena y cada acción que contemplé. Algo se había desprendido de la noche: algo siempre indefinido, pero que me hacía experimentar algo latente, así que yo era como otra bestia, esperando el movimiento repentino de un enemigo.
      El viento persistió durante horas, y torrentes de lluvia golpearon sin cesar las débiles paredes que los separaban de mí. Hubo pausas, durante las cuales escuchaba los balbuceos del mar, y podía imaginar que largas olas sin forma se frotaban unas con otras entre los gemidos del viento, para luego arrojar a la playa un rocío amargo de sal. Pese a ello, en la misma monotonía de los elementos inquietos encontré una nota letárgica, un sonido que me hechizó, tras un tiempo, y me hizo caer en un sueño tan gris y descolorido como la noche. El océano siguió con su monólogo demente, y el viento con su insistencia, pero ambos quedaron fuera de las paredes de la conciencia, y por un tiempo el mar nocturno quedó exiliado de una mente que dormía.
      La mañana trajo un sol debilitado: un sol como el que verán los hombres cuando el mundo sea viejo, si es que quedan hombres. Un sol más cansado que el cielo enlutado y enfermo. Apenas un eco de su antigua imagen, Febo se esforzaba por penetrar las nubes desgarradas y ambiguas cuando yo desperté, y a veces enviaba un chorro oro pálido a la esquina noroeste de mi casa, a veces se apagaba hasta que sólo era una bola luminosa, como un juguete increíble olvidado en el patio del cielo. Tras un tiempo, la lluvia, que debía haber continuado durante toda la noche, había tenido éxito en borrar los vestigios de las nubes púrpura que habían sido como los riscos marinos en un cuento de hadas. Como se le había quitado tanto el sol naciente como el poniente, ese día se mezcló con el anterior como si la tormenta intermedia no hubiera traído una gran oscuridad al mundo, y en cambio hubiera crecido y se hubiera extinguido en una sola tarde. Sintiéndose más animado, el sol furtivo usó toda su fuerza para dispersar la vieja niebla, ahora rayada como una ventana sucia, y expulsarla de su reino. El día azul e insustancial progresó a medida que se reitraban aquellas oscuras volutas, y el vacío que me había rodeado se retrajo a un lugar más alejado, en el que se mantuvo, agazapada y a la espera.
      El sol había recobrado su antigua claridad, y el antiguo resplandor había vuelto a las olas, cuyas formas azules y juguetonas se habían congregado sobre la costa antes de que el hombre apareciera, y se regocijarían, sin que nadie las viera, cuando el hombre estuviera olvidado en los sepulcros del tiempo. Bajo la influencia de esos leves consuelos, como quien cree en la sonrisa amistosa de un enemigo, abrí mi puerta, y cuando ésta giró hacia fuera, una mancha oscura en el torrente de luz que entraba en la casa, vi que la playa estaba totalmente limpia de toda huella, como si ningún pie antes que los míos hubiera perturbado la lisura de la arena. Con la rápida de elevación de espíritu que sigue a un periodo de inquieta depresión, sentí –como una mera rendición, sin que mediara mi voluntad– que mi propia memoria era limpiada de la desconfianza, la sospecha y los miedos enfermos de toda una vida, tal como la mugre de una ribera sucumbe a una crecida de las aguas, y es llevada, y desaparece. Había un aroma pungente de hierba húmeda, como de las páginas mohosas de un libro, mezclado con un olor dulce nacido de prados del interior calentados por el sol; ambos llegaban a mí como una bebida embriagadora, que corría y cosquilleaba por mis venas como si quisieran comunicarme algo de su propia naturaleza intangible, y hacerme flotar vertiginosamente en la brisa sin rumbo. Y conspirando con estas cosas, el sol seguía rociándome, como la lluvia del día anterior, pero con inagotables lanzas brillantes, como si también quisiera ocultar esa presencia intuida y remota, que se movía más allá de mi vista y sólo se dejaba notar por algún roce descuidado con el borde de mi conciencia, o por la ilusión de blancas figuras que observaran desde el vacío del océano. Ese sol, una fiera esfera sola en el torbellino del infinito, era como una horda de polillas doradas contra mi rostro levantado. Un cáliz blanco y burbujeante, lleno de incomprensible fuego divino, que por cada espejismo que me concedía se guardaba otros mil. De hecho, el sol parecía indicar el camino a reinos tranquilos y fantasiosos: si yo lo reconociera, podría vagar en ellos con la misma extraña felicidad. Cosas así provienen de nuestro propio interior, pues la vida nunca ha revelado sus secretos; sólo en nuestra interpretación de las imágenes que sugiere podemos encontrar éxtasis o sosiego, de acuerdo con nuestro ánimo. Y sin embargo, una y otra vez sucumbimos a sus engaños, creyendo por un tiempo que esta vez sí podremos encontrar la alegría prometida. Y de este modo, la fresca dulzura del viento, en la mañana tras una noche siniestra (cuyas insinuaciones malévolas me habían dado más inquietud que cualquier amenaza a mi propio cuerpo) me hablaba en susurros de antiguos misterios ligados sólo parcialmente con la Tierra, y de placeres que se volvían más nítidos porque yo sólo me creía capaz de experimentarlos en parte. El sol, el viento y aquel olor que ambos levantaban me hacían pensar en festivales de dioses, cuyos sentidos son un millón de veces más poderosos que los de los hombres, y cuyos goces son un millón de veces más sutiles y prolongados. Me insinuaban que todo aquello podía ser mío si me entregaba por completo a su poder, resplandeciente y engañoso. Y el sol, un dios agazapado de carne celestial y desnuda: un fuego poderoso, enigmático al que el ojo no podía mirar, parecía casi sagrado ante la percepción agudizada de mis nuevas emociones. La luz etérea y tonante que emitía era una que que todas las cosas debían venerar con asombro. El sinuoso leopardo en su selva verde y profunda debía haberse detenido para considerar sus rayos, dispersos por la maleza, y todas las cosas nutridas por ellos debían haber atesorado su brillante mensaje en un día como aquel. Porque cuando ya no esté, allá en las profundidades de lo eterno, la Tierra quedará perdida y negra en el vacío infinito. Esa mañana, en la que participé del fuego de la vida, y cuyo placer fugaz quedará a salvo del paso de los años, se agitaba con el llamado de cosas extrañas, cuyos nombres elusivos no pueden escribirse.
      Mientras caminaba hacia la aldea, preguntándome cómo se vería después del baño –muy necesario– que le habría dado la lluvia tenaz, vi, enredada en un resplandor de humedad iluminada por el sol, que se posaba sobre él como un velo amarillo, un pequeño objeto: parecía una mano, estaba a unos seis metros de mí, y la espuma de las olas lo tocaba una y otra vez. La conmoción y el asco surgidos en mi mente, al ver que era en efecto un trozo de carne podrida, se impusieron a mi contento previo y me hicieron imaginar, con desconcierto, que sí podía ser una mano. Ciertamente no había pez, ni parte de un pez, que pudiera verse así; yo creía ver dedos largos, medio fundidos por la descomposición. Le di la vuelta a la cosa con un pie, pues no deseaba tocar algo tan repugnante, y se adhirió al cuero de mi zapato como con la fuerza de la putrefacción. Aquello, pese a casi no tener formar, tenía demasiada semejanza con lo que yo temía que pudiera ser, y yo lo empujé hasta ponerlo al alcance de una ola rumorosa, que lo apartó de mi vista con una prontitud que las orillas de la mar rara vez muestran.
      Tal vez debí reportar mi hallazgo; sin embargo, su naturaleza era demasiado ambigua para justificar alguna acción. Dado que había sido parcialmente comido por algún ser horrible del océano, no me pareció que pudiera identificarse y volverse evidencia de una posible tragedia aún desconocida. Los numerosos casos de personas ahogadas, desde luego, me vinieron a la cabeza, así como otras ideas, aún más malsanas, que se quedaron sólo como conjeturas. Lo que fuera que hubiera sido aquel fragmento traído por la tormenta, incluso un pez o un animal semejante al hombre, nunca antes que ahora he hablado de él. Después de todo, no había pruebas de que la putrefacción no lo hubiera distorsionado, simplemente, hasta hacerlo adoptar aquella forma.
      Me acerqué al pueblo, asqueado por la presencia de semejante objeto en la belleza aparente de la playa limpia, aunque era algo horriblemente típico de la indiferencia de la muerte en un mundo natural que junta la podredumbre con la belleza, y tal vez tiene más afecto por la primera. En Ellston no escuché de ningún ahogado reciente ni de otros accidentes en el mar, ni encontré referencia a sucesos semejantes en las columnas del diario local, el único que leí durante mi estancia.
      Es difícil describir el estado mental en el que me hallaron los días subsecuentes. Siempre propenso a las emociones mórbidas, cuya angustia podía ser inducida por causas ajenas a mí mismo, o bien surgidas de los abismos de mi propio espíritu, yo estaba abrumado por un sentimiento que no era miedo ni desesperación, ni de nada semejante, sino más bien una conciencia de la fealdad constante y la suciedad oculta de la vida: una sensación que era en parte un reflejo de mi propio interior y en parte resultado de los pensamientos que aquel objeto mordisqueado y podrido, que acaso había sido una mano, me había traído. En aquellos días mi mente era un lugar de riscos sombríos e imprecisas figuras en movimiento, como el reino antiguo e ignoto de mi cuento de hadas. En breves punzadas de amargura, sentía la gigantesca oscuridad de este universo opresivo, en el que mis días y los días de mi raza eran nada para las estrellas destrozadas: un universo en el que toda acción es vana e incluso la emoción de la pena es un desperdicio. Las horas que previamente había pasado con un poco de salud recobrada, de contento y bienestar físico, las dedicaba ahora (como si aquellos días de la semana anterior hubieran terminado definitivamente) a una indolencia como la de aquel a quien ya no le interesa vivir. Estaba envuelto por el temor, patético y somnoliento, de un destino inevitable; del odio de las estrellas que me observaban y de las olas, enormes, negras, deseosas de aplastar mis huesos. De la venganza, de la majestad horrenda, indiferente, del mar nocturno.
      Algo de la oscuridad e inquietud del mar había penetrado mi corazón, así que yo vivía en un tormento ciego, irracional, y no menos agudo por su origen misterioso y por la cualidad extraña, sin motivo, de su existencia vampírica. Ante mis ojos estaban los recuerdos de las nubes púrpureas, la extraña esfera de metal, la espuma estancada, la soledad de mi casita oscura, y la vanidad ridícula de la aldea veraniega. No fui más a la aldea, pues me parecía sólo una falsificación de la vida. Como mi propia alma, se alzaba ante un mar oscuro y ávido, un mar que cada vez me resultaba más odioso. Y entre aquellas imágenes recordadas, corrompida y nauseabunda, estaba la del objeto cuyos contornos humanos me hacían dudar cada vez menos sobre qué había sido alguna vez.
      Estas palabras garabateadas no pueden comunicar la espantosa desolación que había caído sobre mí (y que yo deseaba aliviar: así de profundo se había metido en mi corazón). Ella me hablaba de cosas terribles y desconocidas que me rondaban, cada vez más cerca. No era locura: más bien, era una percepción demasiado clara y precisa de la oscuridad que está más allá de esta frágil existencia, iluminada por un sol momentáneo que no está más a salvo que nosotros mismos. Una conciencia de futilidad que pocos pueden experimentar sin que les impida por siempre regresar a la vida. La certeza de que, dondequiera que fuese, y por mucho que combatiera con el poder que le quedaba a mi espíritu, no podría ganar el menor terreno al universo hostil, ni prolongar por un instante más la vida a mí confiada. Temeroso de la muerte como de la vida, agobiado por un terror sin nombre y, pese a ello, incapaz de olvidar las escenas que lo evocaban, yo estaba esperando cualquier consumación de horror que aún aguardara en la inmensa región más allá de los muros de la conciencia.
      Así me encontró el otoño, y volví a perder lo que había ganado de la mar. El otoño en las playas: un tiempo triste que no está marcado por hojas escarlata ni por ningún signo de los habituales. Un mar atemorizante que no cambia, aunque cambie el hombre. Sólo hubo un enfriamiento de las aguas, a las que ya no quise entrar: un oscurecimiento fúnebre del cielo, como si eternidades de nieve se prepararan a descender sobre las olas espantosas. Empezado aquel descenso, no terminaría jamás: seguiría bajo el sol blanco, amarillo y carmesí, y por fin bajo el pequeño rubí que solamente se rendiría al sinsentido de la noche final. Las aguas, antes amistosas, balbuceaban sin sentido, y me lanzaban extrañas miradas, y sin embargo no hubiera podido decir si la oscuridad del paisaje era reflejo de mis propios pensamientos, o si la tiniebla en mi interior era causada por lo que sucedía fuera de mí. Sobre la playa y sobre mí había caído una sombra, como la de un pájaro que nos sobrevolara en silencio: uno cuya mirada atenta no sospechamos hasta que la imagen en la tierra replica la del cielo, y miramos de pronto hacia arriba para encontrar que algo nos ha estado acechando, volando a nuestro alrededor en círculos.
      El día fue a fines de septiembre. El pueblo había cerrado los hoteles donde la insana frivolidad regía vidas huecas, atenazadas por el miedo, y donde viejos títeres llevaban a cabo sus locuras veraniegas. Los títeres fueron descartados, sucios con las últimas sonrisas y ceños fruncidos que se les habían pintado, y no quedaban cien personas en el pueblo. Una vez más, se permitió que los ordinarios edificios con fachadas de estuco que miraban la costa empezaran a deteriorarse por la acción del viento. A medida que el mes se acercaba al día al que me refiero, en mí se fue encendiendo la luz de un amanecer gris e infernal, en la que –me parecía– alguna oscura taumaturgia sería completada. Yo temía menos a aquella magia que a la continuación de mis horribles sospechas –menos que a las insinuaciones de algo monstruoso que acechaba tras bambalinas–, de modo que era con más curiosidad que verdadero temor que yo esperaba el día de horror que parecía acercarse. El día, repito, fue a fines de septiembre, aunque no estoy seguro si fue el 22 o el 23. Esos detalles han desaparecido bajo el recuerdo incompleto de lo sucedido: episodios que no deberían atormentar a ninguna existencia ordenada, por las detestables insinuaciones (y solamente insinuaciones) que contienen. Supe que había llegado la hora por una intuición alarmante del espíritu, una revelación demasiado profunda para que pueda explicarla. Durante las horas del día, esperé la noche; impaciente, tal vez, de que la luz del sol desapareciera, como un reflejo apenas atisbado en aguas ondulantes. De los eventos del día mismo no recuerdo nada.
      Ya había pasado mucho tiempo desde que la tormenta portentosa hubiera echado su sombra sobre la playa, y yo estaba decidido –luego de dudas sin causa tangible– dejar Ellston, pues hacía cada vez más frío y ya no iba a regresar a mi antigua tranquilidad. Cuando llegó un telegrama para mí (que se quedó dos días en la oficina de Western Union antes de que me localizaran: así de poco se conocía mi nombre) diciendo que mi diseño había sido aceptado, y había vencido a todos los otros en el concurso, fijé la fecha de mi partida. Recibí la noticia, que en otro momento del año me hubiera afectado enormemente, con extraña apatía. Parecía tan remota de la irrealidad que me rodeaba, tan remota de mí, como si se le hubiera enviado a una persona a la que no conocía, y sólo hubiera llegado a mí por accidente. Con todo, su llegada me obligó a completar mis planes y dejar la casita de la costa.
      Sólo quedaban cuatro noches a mi estancia cuando tuviero lugar los últimos de aquellos eventos cuyo significado está más en la impresión oscuramente siniestra que los rodeaba que en ninguna amenaza evidente. La noche había caído sobre Ellston y sobre la costa, y una pila de platos sucios era testigo de mi comida reciente y de mi pereza. La oscuridad llegó mientras me sentaba, con un cigarrillo, ante una de las ventanas que miraban al mar: era un líquido que gradualmente llenó el cielo y bañó a la luna, monstruosamente elevada. La planicie del mar que colindaba con la arena brillante, la ausencia total de un árbol o de cualquier otra figura, y la mirada de aquella alta luna me dejaron ver, de pronto, la vastedad de mi entorno. Apenas unas pocas estrellas se asomaban, como para acentuar con su pequeñez la majestad del orbe lunar y de la marea incesante.
      Me había quedado adentro, temeroso por alguna razón de salir hacia el mar en semejante noche de informes portentos, pero escuchñe a las olas murmurar secretos de un saber inaudito. Un viento proveniente de ningún lugar me traía el soplo de una vida extraña y palpitante –la encarnación de todo lo que había sentido y sospechado–, que ahora se agitaba en los abismos del cielo y debajo de las olas silentes. No podría decir en qué lugar se fundía aquel misterio con un sueño antiguo y espantoso, pero como quien se para junto a quien duerme, sabiendo que pronto despertará, yo me senté ante la ventana, sosteniendo un cigarrillo consumido casi por completo, para mirar la luna ascendente.
      Gradualmente, sobre aquel paisaje siempre en movimiento pasó un resplandor, intensificado por los del cielo, y me pareció estar bajo una compulsión creciente a mirar lo que pudiera ocurrir. La playa se vaciaba de sombras, y sentí que se llevaban cualquier refugio para mis pensamientos cuando llegara aquello que iba a llegar. Aquellas que se quedaban eran de ébano, insondables: trozos inmóviles de oscuridad que se extendían entre los rayos crueles y brillantes. La imagen eterna formada por orbe lunar –ya muerto, sea cual haya sido su pasado, y frío como los sepulcros inhumanos que guarda entre las ruinas de siglos polvorientos, más antiguos que el hombre– y el mar –movido, tal vez, por alguna vida desconocida, alguna conciencia ignota– me enfrentaba con horrible viveza. Me levanté y cerré la ventana: fue en parte por un impulso interior, pero sobre todo, creo, una excusa para interrumpir momentáneamente mis pensamientos. Ahora, de pie ante los cristales cerrados, ningún sonido llegaba hasta mí. Los minutos parecían eternidades. Yo esperaba, como mi propio corazón temeroso y la escena inmóvil ante mí, el signo de alguna vida inefable. Había puesto la lámpara sobre una caja en el rincón oeste del cuarto, pero la luna era más brillante, y sus rayos azules invadían lugares donde la lámpara apenas alumbraba. El resplandor antiguo de la luna, redonda, silenciosa, caía en la playa como lo había hecho por eones, y yo esperé, atormentado por la expectación, que se hacía dos veces más aguda por la falta de satisfacción, y la incertidumbre sobre cuál extraña conclusión podría suceder.
      Afuera de la casita, la blanca iluminación sugirió vagas formas espectrales cuyos movimientos irreales, fantasmales, parecían burlarse de mi ceguera, igual que voces no escuchadas se burlaban de mi atenta escucha. Por larguísimo tiempo, me quedé quieto, como si el Tiempo y el tañido de su gran campana se hubieran enmudecido. Y sin embargo no había nada que temer: las sombras cinceladas por la luna no tenían contornos antinaturales y no me ocultaban nada. La noche estaba silenciosa –lo sabía, pese a mi ventana cerrada– y todas las estrellas fijas, melancólicas, en un cielo de oscura grandeza. No había movimiento entonces, ni hay palabras de mi parte ahora, capaces de revelar mi predicamento: de describir al cerebro aprisionado en carne que, aterrado, no se atrevía a romper el silencio, pese a que era una tortura. Como si esperara la muerte, y seguro de que nada podría expulsar el peligro que mi alma enfrentaba, me volví a sentar, con un cigarrillo ya olvidado en la mano. Un mundo silencioso resplandecía más allá de las ventanas sucias y baratas, y en otro rincón del cuarto un par de sucios remos, puestos allí antes de mi llegada, compartieron la vigilia de mi espíritu. La lámpara ardía sin cesar, dando una luz enferma, del color de la piel de un cadáver. La miré de tanto en tanto, por la distracción que me daba y vi que muchas burbujas se alzaban y se desvanecían, inexplicablemente, en la base llena de keroseno. Más curioso, el pabilo no emitía calor. Y de pronto me di cuenta de que la noche entera no era fría ni caliente, sino extrañamente neutra, como si las fuerzas físicas se hubieran suspendido, violentando las leyes serenas de la existencia.
      Entonces, con un chapoteo sordo que envió ondas del agua plateada hasta la costa, e hizo ecos de miedo en mi corazón, algo emergió nadando más allá de la rompiente. Podría haber sido un perro, un ser humano o algo más extraño. No podía saber que la estaba mirando –o tal vez no le importaba– pero como un pez deforme nadó entre los reflejos de las estrellas y se sumergió bajo la superficie. Tras un momento volvió a salir, y esta vez, como estaba más cerca, vi que llevaba algo sobre su hombro. Supe, entonces, que no podía ser un animal, y que era un hombre o algo parecido a un hombre, que se acercaba a la tierra desde el mar oscuro. Pero nadaba con una facilidad espantosa.
      Mientras yo miraba, pasivo, lleno de horror, con la mirada fija de quien espera la muerte de otro y sabe que no puede evitarla, el nadador llegó a la cosa, aunque demasiado lejos hacia el sur para que yo pudiera discernir del todo su aspecto o su silueta. Con un extraño trote, mientras sus zancadas dispersaban chispas de espuma alumbrada por la luna, emergió y se perdió entre las dunas más allá de la playa.
      Ahora me poseía una súbita recurrencia del miedo que había muerto en los momentos previos. Me llenó un frío estremecimiento, aunque el aire el cuarto, cuya ventana ya no me atrevía a abrir, estaba más bien cargado. Pensé en lo horrible que sería que algo entrara por una ventana que no estuviera cerrada.
      Ahora que ya no podía ver a la figura, sentí que se mantenía en algún sitio cercano, en las sombras, o bien que me miraba desde cualquier ventana que no estuviese vigilando. Así que empecé a mirar, ansiosa, frenéticamente, por todas las ventanas, una tras otra, con miedo de encontrarme realmente con un rostro intruso, pero incapaz de refrenarme y cesar aquella pavorosa inspección. Pero aunque miré durante horas, ya no hubo nada más sobre la playa.
      La noche llegó a su fin, y con éste empezó el reflujo de aquella extrañeza: la que había hervido como un brebaje maligno, había llegado al borde del caldero en un instante, había hecho una pausa, y luego había comenzado a descender, llevándose consigo cualquier mensaje de lo desconocido que hubiera traído. Como las estrellas que prometen la revelación de terribles y gloriosos recuerdos, nos llevan a venerarlas mediante ese engaño, y luego no nos dan nada. Había llegado peligrosamente cerca de aprehender un antiguo secreto, que se había aventurado cerca de los sitios humanos y había acechado, con cautela, en el borde mismo de lo conocido. Y sin embargo, al final, no tenía nada, pues sólo se me había dado un vislumbre de aquella cosa furtiva, oscurecido por los velos de la ignorancia. No puedo ni concebir qué era eso, que podría haberse mostrado de haber estado yo más cerca del nadador que fue hacia la costa, en vez de hacia el océano. No sé que hubiera sucedido si el brebaje hubiera sobrepasado el borde del caldero, para derramarse en una cascada de revelaciones. El mar nocturno retenía cuanto había nutrido. Nunca sabré nada más.
      Sigo sin saber por qué el océano causa tal fascinación en mí. Pero, en fin, tal vez nadie de nosotros puede resolver esas cuestiones: tal vez existen desafiando cualquier explicación. Hay hombres, y hombres sabios, a los que no les gusta el mar y su espuma que lame las costas amarillas. Ellos creen que quienes amamos el misterio de la profundidad, antigua e interminable, somos extraños. Sin emargo, para mí hay un atractivo misterioso, inescrutable, en todos los ánimos del océano. Está en la espuma plateada y melancólica bajo el cadáver que es la luna nueva; flota sobre las olas silenciosas, eternas, que golpean costas desnudas; está allí cuando todo carece de vida salvo las sombras desconocidas que planean a través de sombrías profundidades. Y cuando contemplo las tremendas oleadas que arremeten con fuerza inagotable, llega a mí un éxtasis semejante al miedo, y debo humillarme ante su poder, para no odiar las aguas espesas y su belleza abrumadora.
      Vasto y desolado es el océano, e igual que todas las cosas provienen de él, todas habrán de regresar. En la velada plenitud del tiempo, nadie reinará sobre la Tierra, ni habrá movimiento alguno, salvo en las aguas eternas. Y estas golpearán las costas oscuras con truenos de espuma, aunque no quede nadie en ese mundo agonizante para mirar la fría luz de la luna enferma, mientras juega en los torbellinos de la marea y las arenas ásperas. En la orilla de lo profundo, sólo quedará la espuma estancada, acumulándose entre conchas y huesos de los seres antiguos que vivían en las aguas. Cosas silentes y blandas se retorcerán en las costas desiertas, extinta su vida perezosa. Luego todo estará oscuro, pues al fin incluso la luna blanca sobre las olas se apagará. No quedará nada, ni arriba ni debajo de las aguas sombrías. Y hasta ese último milenio, y por siempre después, el mar tronará y se agitará en la noche pavorosa.

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Adiós, Mahatma

Este cuento es de un autor del que he podido averiguar muy poco: Devibharati, escritor y periodista indio de la etnia tamil con al menos 35 años de carrera como articulista, guionista y, sobre todo, narrador. Los 10 cuentos reunidos en su primera traducción del tamil al inglés –titulada precisamente Farewell, Mahatma–le valieron ser finalista del Crossword Book Award en 2016. La versión en español que sigue es mía: la hice a partir de la versión inglesa, en 2019, para la revista Luvina, que publicó un número sobre literatura de la India (el país invitado de la última FIL de Guadalajara antes del coronavirus).
      El protagonista de la historia es nada menos que Mahatma Gandhi, el gran líder indio del siglo XX, creador de la doctrina de la no violencia que logró la independencia de su país. Pero el relato mezcla la realidad histórica con la ficción. Inspirado por la biografía de Tolstói –a su vez un autor muy admirado por Devibharati–, este Gandhi decide intentar el suicidio para tener una muerte espectacular y memorable como la del escritor ruso… sin saber que, pocos días después, está destinado a morir de cualquier modo, asesinado por un extremista.
      Algunas aclaraciones de términos usados en el texto. Khaddar es una tela basta y sencilla de algodón. Satyagrahi es un practicante de la doctrina de la resistencia pacífica. «El hombre de hierro» era el sobrenombre popular de Sardar Vallabhbhai Patel (1875-1950), quien fue colaborador cercano de Gandhi y Primer Ministro Delegado de la India. El dhoti es una prenda tradicional india para hombres: una pieza de tela de algodón que se enrolla en la cintura y se deja caer por las piernas. Jallianwala Bagh es un parque público en la ciudad de Amritsar, en el estado indio de Punjab, donde en 1919 ocurrió la masacre de centenares de manifestantes desarmados, muertos a tiros por el ejército británico. Bapu y Bapuji son nombres afectuosos que daban a Gandhi las personas cercanas a él.

ADIÓS, MAHATMA
Devibharati

Por el suave rechinar de las bisagras, Gandhi supo que alguien abría la puerta de su cuarto. Luego escuchó el movimiento de pies, más cerca con cada paso cuidadoso. El Mahatma cerró los ojos y fingió dormir.
      Debía ser Dhaniklal, un viejo que era por mucho el más alerta de los habitantes de Casa Birla; el secretario personal de Gandhi, alguien que se enorgullecía más de llamarse discípulo que secretario; que creía que atender al hombre era igual que servir a la nación. El único deber de Dhaniklal consistía en vigilar al Mahatma durante la noche, sin dormir ni un parpadeo, desde un cuarto muy pequeñito situado directamente mirando su dormitorio. Entraba al cuarto de Gandhi al menos tres veces cada noche y se aseguraba de que todo estuviese bien con él. Hasta un tenue gemido de Gandhi ponía muy nervioso a Dhaniklal. Una vez, Gandhi le había preguntado, en tono de broma:
      —¿Por qué esta vigilia constante, Dhaniklalji? ¿Quieres ser testigo cuando me muera?
      Dhaniklal se alarmó.
      —Tú nunca morirás, Bapuji —dijo—. El futuro de esta nación ha sido confiado a tus manos misericordiosas.
      Gandhi suspiró.
      —No moriré tan pronto, Dhaniklalji —replicó—. Mis deberes no están cumplidos aún. Mis luchas, también, son muy largas, Estoy condenado a vivir por tanto tiempo como se me necesite. Si, por casualidad, Dios decide llevarme antes, nadie puede anticipar ese momento, ni siquiera tú. Toses y quejas nunca serán avisos de mi muerte, Dhaniklalji. Mi muerte será silenciosa. Al alba de una mañana de primavera, un pajarito anidando en la punta de un cedro rojo muy alto en el centro de Delhi despertará y anunciará mi muerte al mundo. Dhaniklalji, todos –incluyéndote a ti– estarán bien dormidos entonces. Así que deja de preocuparte y descansa un poco.
      Pero Dhaniklal nunca era capaz de dormir apropiadamente. Gandhi, cuando despertaba al amanecer, veía a Dhaniklal dormido con su cabeza reposando en el borde de su cama. Para no molestarlo, se levantaba sin hacer ruido e iba al baño. Dhaniklal dormía profundamente hasta que Ghandi terminaba de escribir sus cartas. Urgido por el instinto, tal vez, se despertaba justo antes de que Gandhi saliera a dar su caminata matutina. Después, durante las oraciones y siempre que Gandhi estaba metido en conversaciones dentro su cuarto, los ojos de Dhaniklal se nublaban de sueño. Siempre que Gandhi veía a Dhaniklal en ese estado, su corazón rebosaba de bondad y compasión.
      Pero Gandhi también sospechaba que estaba perdiendo gradualmente la habilidad de controlar el fastidio que le causaban las vigilias de Dhaniklal. Estaba constantemente preocupado de decir, sin querer, algo que lo lastimara. Lamentaba tener que fingir que dormía siempre que Dhaniklal entraba en su cuarto, tan sólo para evitar las preguntas de éste. Sus ojos comunicaban disgusto siempre que veía a Dhaniklal. Examinó con cuidado esa aversión. Le desagradaban no sólo Dhaniklal, sino Nehru, Patel y todo aquel que se deleitaban con los motines; en realidad era un síntoma del odio de Gandhi hacia sí mismo.
      Esa noche, cuando las bisagras rechinaron y los pasos de Dhaniklal se acercaban, se despertó.
      —Dhaniklalji, ¿aún no te has ido a dormir? ¿Por qué estás levantado a medianoche? Te he rogado muchas veces que no te preocupes por mí. Ustedes me están haciendo sentir culpable. Nuestro deber ahora es hacer algo por nuestro pueblo que sufre. ¡Eso valdría mucho más la pena que atenderme, Dhaniklalji!
      —¡Por favor perdóname, Bapuji! Vine porque hacía mucho frío en mi cuarto. ¿Puedes ponerte esta cobija de khaddar para cubrirte? —Dhaniklal cubrió a Gandhi con la gruesa cobija que había traído.
      Gandhi la hizo a un lado y se incorporó.
      —No puedo dormir. Me estás manteniendo despierto para nada. Y no he hecho nada útil en todo el día: puras juntas, discusiones y entrevistas. Podría haber ido con los voluntarios a recoger mantas para las pobres personas en los campos. Estoy viviendo aquí como un emperador mientras niños, mujeres y ancianos padecen grandes sufrimientos.
      —Nuestros voluntarios están haciendo su trabajo apropiadamente, Bapuji. No hay razón para que te agobies. Cientos de sábanas y cobijas se distribuyeron hoy a los refugiados.
      —Gracias por traerme una buena noticia. ¿Se distribuyeron al parejo para todos?
      —Sí, Bapuji, se distribuyeron al parejo por todos los campos.
      Gandhi sonrió.
      —La gente está ansiosa de ayudar, ¿no es así? Es muy gratificante escucharlo. Siempre he dicho que Dios está lleno de piedad.
      En su corazón, que estaba muy afligido por los interminables tumultos, la esperanza empezó a brotar y crecer. El Mahatma creía que su reciente ayuno no había sido en vano. Se puso de pie, de pronto liberado del cansancio, el insomnio y la fatiga.
      —Dhaniklalji, ¿quieres tomar un poco de agua caliente? ¿Por qué no platicamos un rato? —caminó hacia la cocina. Dhaniklal lo siguió ansiosamente y ofreció ayudar—. Muy bien. Cuéntame todo lo que pasó. Quiero escucharlo todo.
      Dhaniklal estaba lleno de entusiasmo. Trató de abundar en incidentes tomados de los hechos del día que pensaba que podrían complacer a Gandhi. Comenzó con qué felices estaban de ver a los voluntarios los residentes de los campos en Turkman Gate y Chandni Chowk.
      Durante su visita allá un par de semanas antes, el Mahatma había visto de primera mano las condiciones patéticas en que vivían los refugiados. Un gran número de niñas pequeñas había buscado refugio en el campo de Turkman Gate. Nunca podría olvidar a la niña musulmana de doce años a la que había conocido allí. Ella le contó cómo sus padres habían sido atacados y asesinados delante de ella. Durante un motín, la turba había rodeado su asentamiento hacia la medianoche. Para salvar a los residentes del asentamiento, su padre, un satyagrahi, cayó a sus pies y les rogó que se apiadaran de su gente. Ella nunca podría olvidar la cara de su padre mientras enfrentaba a aquellos brutos armados, con las palmas unidas en un gesto de ruego, dijo la niña. Le cortaron sus manos que rezaban, primero una y luego la otra.
      Su madre trató de salvarla. A toda prisa, pintó la frente de la niña con bermellón y le pidió que cantara “Jai Sri Ram!” Si lo haces, la turba te perdonará la vida y podrás huir a alguna otra parte y sobrevivir, le dijo su madre; pero ella se negó a hacerlo. Lo que les dijo, en cambio, fue “Allah-hu Akbar”.
      —¿Te dejaron ir?
      —Querían mi cuerpo. Me arrastraron. Por nueve días me mantuvieron confinada en su vehículo y me violaron. Después, dándome por muerta, aventaron mi cuerpo al lado del carretera y se fueron. Entonces me vine sola hasta este campo. No me quedaba identidad en aquel momento. Conocí a muchas niñas como yo. Todas nos veíamos igual, con nuestras mentes en el mismo estado, todas sangrando. Hasta había olvidado mi nombre.
      Cuando Gandhi le preguntó:
      —¿Conociste a aquella niña, Dhaniklalji? —el hombre vaciló. Al ver que Dhaniklal se esforzaba por extraer recuerdos de su memoria, Gandhi temió que acabara por mentir—. Está bien. Ve y acuéstate. Estoy muy cansado —dijo a su asistente. Cuando Dhaniklal se preparaba para irse, Gandhi vio una expresión divertida en su cara.
      —¿De qué te acordaste, Dhaniklalji?
      —Perdóname, Bapuji. No pude controlar la risa. ¡Oh, Dios! ¡Qué gran hombre resultó ser ese Bhagwaticharan! Simplemente me quedé sorprendido. Era una copia exacta del original, ¿no? ¿Pueden pasar esas cosas? ¡Es muy listo ese Bhagwaticharan! —exclamó Dhaniklal con una carcajada.
      Gandhi lo observó en silencio. Entonces la expresión en la cara de Dhaniklal se debilitó y se asentó. Posando la cabeza entre sus rodillas, comenzó a recontar todo:
      —Lo conoces, ¿no? Ese joven bengalí es tu discípulo. Ha venido a Delhi sólo para verte. Muchos han alabado mucho el trabajo que ha hecho en Calcuta. Es joven, probablemente cerca de los cuarenta. Creo que se rasura la cabeza todos los días. Pero el bigote y las cejas… —mientras hablaba, la risa volvía a acumularse en la garganta de Dhaniklal—. Escucha, Bapuji. Nos sentíamos extremadamente desalentados. Nadie acudía a ayudarnos, ni siquiera los gujaratis ricos. Las canciones que tocábamos en las mansiones no ablandaban el corazón de nadie. Para la tarde apenas habíamos reunido unos pocos trapos. Nos sentíamos terrible. Les rogamos que tuvieran caridad con aquella gente pobre, afectada por los motines, que seguía sufriendo en los campos. Nadie les tuvo piedad, Bapuji. Sólo un viejo, que parecía en la miseria él mismo, nos dio su chaleco. Fue con nosotros sin que se lo pidiéramos y nos lo dio. Fue un gran momento. Fue cuando recobramos la esperanza que para entonces habíamos perdido.
      —¡Sí que fue un gran momento! Ese trapo fue una señal de nuestro éxito, ¿no es así, Dhaniklalji? —intervino el Mahatma, exultante. A Dhaniklal no le importó la interrupción. La emoción de llegar a una etapa emocionante de su relato se notaba en su cara.
      —Entonces todos vimos cómo se persignaba. Sin prestar atención a nuestras expresiones de gratitud, murmuró un salmo acerca de Jesús mientras se marchaba. Seguimos nuestro camino. El sol del invierno nos quemaba las caras. Y nuestro viaje era más difícil que antes. Nadie nos prestaba ninguna atención. Lo que pasó fue increíble. ¡Escucha esto, Bapuji! Estábamos pasando frente a un poblado de clase media. Unas pocas personas nos seguían, sólo para ver el espectáculo. Caminábamos cantando “Raghupati Raghava Raja Ram”. Entonces oímos un rugido detrás de nosotros: “Mahatma Gandhi ki Jai! ¡Victoria para Mahatma Gandhi!”, y miramos para atrás sorprendidos. Dios, todavía no puedo creer la vista que tuvimos. ¡Cómo Cristo, estaba caminando hacia nosotros! ¡El Mahatma! Nadie de nosotros pensó otra cosa. Se veía exactamente como tú, una copia genuina. “Bapuji”, lo saludamos, todavía asombrados. Mientras nos sonreía graciosamente, también mostró respeto a las personas que se habían amontonado a su alrededor. La gente se acercaba a él con una especie de deseo. Yo vi lo insoportablemente felices que se sentían al tocar su manto de khaddar blanco y sus manos huesudas. Luego, uno por uno empezaron a tocarle los pies. La gente salía corriendo de sus casas, de callejones estrechos, y se amontonaba a su alrededor.
      Gandhi escuchaba a Dhaniklal asombrado y confundido. Quiso intervenir, pero Dhaniklal estaba describiendo los eventos con un entusiasmo incontenible; Gandhi simplemente no podía llamar hacia sí la atención del hombre.
      —Entonces comenzó a hablarle a la multitud. Su voz –igual que la tuya, muy gentil pero firme– le pidió a todos ayudar a aquellos que se habían refugiado tras ser cazados y víctimas de atrocidades. Repitió las mismas frases que tú dijiste antes, acerca de la moralidad de vivir, ¡en una voz muy parecida a la tuya! Los deberes que hay que cumplir, la discreción que se debe mostrar en la turbulencia, la paciencia que hay que mantener en tiempos de crisis, el sentimiento de culpa que debe estar activo en cada uno de nosotros… ¡Repitió literalmente todos tus nobles preceptos, en el mismo tono de voz, una imitación perfecta! Yo imaginaba que lo que decía era el consejo divino del Bhagavad Gita o el Sermón de la Montaña de Jesucristo. La gente escuchaba, incrédula, todo lo que él decía. Como si estuvieran hechizados, sacaron las mejores sábanas y cobijas que tenían y empezaron a apilarlas a sus pies. Él los bendijo siempre con la misma sonrisa —Dhaniklal estaba muy cansado. Sin embargo, la urgencia de terminar su historia lo hacía continuar—. Poco después de eso se me acabó la paciencia. Con dificultad me abrí paso entre la multitud apretujada y me acerqué a él. ¡No lo vas a creer, Bapuji! Lo reconocí de inmediato. Parado muy cerca de él, murmuré “¿No eres tú Bhagwaticharan?” Sonrió serenamente sin contestar. ¡Bapuji, la sonrisa era exactamente como la tuya!

*

La mansión estaba sumida en el silencio. Pasaba de la medianoche. La noche era amargamente fría.
      Gandhi estaba muy cansado. Quería tenderse y dormir al menos por unas horas. Se preguntó si debía continuar caminando. Tenía innumerables cosas en las que pensar. Los debates sostenidos durante el día, que no habían llegado a nada, lo habían dejado exhausto. Le parecía que todo se estaba saliendo de control, y muy rápidamente. Sin embargo, una pequeña luz de esperanza sobrevivía. ¡Tenía que haber algún tipo de resolución para cada problema, después de todo! Temprano en la tarde, mientras discutía con Patel, no había sido capaz de controlar sus emociones.
      —¿Qué locuras estás pensando, Sardar? —Gandhi se había levantado de su asiento. Recordó con disgusto cómo su cuerpo temblaba y su cara transpiraba profusamente.
      Alarmado, el Hombre de Hierro había tratado de explicarse y buscar el perdón de Gandhi.
      —Bapu, creo que incluso podríamos volver a discutir estas cosas. Realmente no tenemos nada que ocultar de ti —su voz estaba llena de tristeza. Poniéndose de pie, miró su reloj de pulsera una y otra vez, como si lo viera por primera vez. Luego siguió con su argumento. El secretario de Patel sacaba evidencias de los archivos que había traído y se las daba a Patel. Por su prisa, incluso arrancó un par de páginas. El acto le trajo profunda pena a Gandhi: le hizo imaginar el acto de arrancar una extremidad del cuerpo de un niño. Le dijo a Patel cómo se sentía y le pidió que se detuviera.
      —Hay una forma de manejar con gentileza esas hojas, ¿no crees?
      Al oír esto, Patel se echó a reír. Recibió los archivos de su secretario y los sostuvo con delicadeza. Pero cuando empezó a explicarse fue incapaz de contener su fervor. El Hombre de Hierro empezó a arrancar páginas aún más rápido que su secretario.
      —¡Se hace tarde! —decía, como para sí mismo, mientras desdoblaba y sostenía las hojas delante de su cara. Poniendo su grueso dedo índice en renglones importantes, leía en voz alta frases importantes de las páginas para reforzar sus argumentos.
      Siempre que hablaba con Gandhi, Patel trataba constantemente de observar las reglas del tacto y la humildad; aun así, alzaba la voz inadvertidamente de vez en cuando. No tenía otra opción que pedir perdón a Gandhi en cada ocasión.
      Poco después, otros secretarios y asistentes habían llegado. El Mahatma observó que cada hombre había traído una gran cantidad de archivos con él. Mostrando un grado increíble de disciplina y decoro, no se hablaban unos a otros; ni siquiera se dedicaban un vistazo. Gandhi notó que prevalecía, pese a todo, la más precisa coordinación entre ellos. Las ansiedades y la timidez que normalmente exhiben los burócratas de un país recién independizado no eran evidentes de ningún modo en ellos. La mayoría se parecían a Patel en edad y actitudes. Salvo Patel, todos vestían saco y corbata al estilo inglés. Cuando Gandhi le preguntó:
      —¿No le dijiste a todos estos funcionarios del gobierno que sólo debían vestir khaddar? —Patel se sonrojó, avergonzado, como una mujer.
      Luego siguió su explicación. Finalmente, dijo:
      —Debes encontrar una solución para estos asuntos, Bapu. Danos una solución que se pueda implementar de forma práctica. Tenemos toda la voluntad de realizar acciones inmediatas —Patel estaba más o menos suplicándole a Gandhi— ¡No tenemos otra alternativa, Bapu! Estas acciones son inevitables. Si quieres, puedo darle mis responsabilidades a alguien más, pero también serían inevitables para esa persona.
      —Inevitable…, no hay otra alternativa…, ¡qué lindas frases! —murmuraba Gandhi para sí mismo, solo en la oscuridad de su cuarto. Cuando Dhaniklal lo había dejado la noche anterior, también había usado las mismas frases. Gandhi recordó aquellas frases y la manera en que había narrado su historia “divertida”. La voz y las expresiones de Dhaniklal, junto con sus ruidos de alegría al final de la historia, su vientre sacudiéndose de risa, aparecieron ante su mirada interior. La cara de “Mahatma” Bhagwaticharan también surgió en su imaginación.
      Un joven bengalí que se veía exactamente como él. ¡Dhaniklal lo había descrito en tan minucioso detalle! De la descripción de Dhaniklal, Gandhi, que nunca había puesto los ojos en aquel hombre, podía imaginarlo muy vívidamente. Además de su voz gentil, sonrisa bondadosa y mirada serena, Gandhi era capaz hasta de figurarse las arrugas en el vientre del joven.
      Miren: la gente se arremolina alrededor de Bhagwaticharan, saludándolo y gritando lemas. “Mahatma Gandhi ki jai!, Mahatma Gandhi ki jai!” Mahatma Bhagwaticharan les da sus bendiciones. La multitud está en éxtasis: ruge, grita y, abrumada por la emoción, se disuelve en lágrimas. El Mahatma les habla, hace una petición, da instrucciones. Varias personas corren hacia él y lo tocan. Un hombre le quita el chal y se va corriendo. El Mahatma le pide que vuelva y le da también su dhoti. Ahora está desnudo delante de todos. “Señor, ¿por qué me has obligado a caminar desnudo dentro de este precioso jardín?” Está avergonzado. Corre, tratando de escapar de ellos. Es perseguido por uno y por todos. Un hombre arranca pelo de su bigote y lo guarda. Otro le saca las uñas y huye. Otra más intenta sacarle los dientes.
      El Mahatma no puede soportar el dolor. “Oh Dios”, grita, y pide ayuda. Un policía que ha estado viéndolo todo desde lejos se aproxima despacio. “¿Por qué gritas así?” pregunta con aspereza, dando al Mahatma una bofetada en su mejilla izquierda. El Mahatma le muestra al policía la mejilla derecha. El policía lo abofetea también en la mejilla derecha. El Mahatma le sigue enseñando una y otra mejilla, por turnos. El policía lo abofetea incansablemente. Hay un chorro de sangre. Los pocos dientes que le quedan en la boca se han aflojado. Sus globos oculares se han salido de las órbitas. La multitud se apresura a recogerlos. La visión del Mahatma se oscurece. De pronto, en todas partes está totalmente oscuro. “¡No soy Mahatma Gandhi! ¡Soy Charan, un bengalí llamado Bhagwaticharan!”
      Gandhi, involuntariamente, se tocó los ojos. Estaba sin aliento. Se quedó tendido en la cama, exhausto, y cerró los ojos.
      Cuando volvió a abrirlos, un poco después, el cuarto brillaba de luz. Gandhi vio rayos irregulares de luz cruzando el cuarto. ¿Ya es de mañana? ¿Me quedé dormido, rompiendo mi hábito de toda la vida de levantarme temprano? Debe ser un signo de que la muerte se acerca. Ahora es tiempo de aceptar mi avanzada edad. ¡Tengo 78, después de todo! El Mahatma sonrió para sí mismo.
      ¿Dónde está Dhaniklal? ¡Tampoco puedo ver a Manu! La niña invariablemente se despierta antes que yo.
      Después de enrollar su ropa de cama, Gandhi estaba a punto de comenzar sus abluciones matinales cuando escuchó algunas voces agitadas. Preguntándose quién o qué podría ser, abrió una ventana y miró hacia fuera. Se quedó helado, conmocionado por el horror. Afuera de la alta mansión, no muy lejos, la ciudad de Delhi estaba en llamas.
      Gente corría aterrada en todas direcciones. Gandhi vio cómo eran cazados con furia asesina por una turba de entre diez y quince personas con armas mortales. Incapaz de soportar su propia agonía, cerró los ojos con fuerza. Con toda esperanza perdida, se dejó caer en la silla de madera de su cuarto.
      ¿Cuándo se había estropeado todo?
      ¿Quién era responsable de aquello…, hindús, o musulmanes? ¿Quién era enemigo de quién? ¿Quién a ser masacrado por quién? ¿Quién va a sobrevivir? ¿Para ajustar qué cuentas se había desatado esta violencia? ¿Es la historia del último milenio la que tiene la culpa? ¡Pero nos hemos adelantado tanto a ella! ¿Quién es responsable por esta violencia que está siendo fomentada justamente cuando el mundo nos felicita como a un pueblo que ha ganado su libertad solamente por la fuerza de su espíritu, sin tomar las armas? ¿Soy yo el culpable? Como filósofo, ¿he repudiado la verdad? ¿Se hubiera alcanzado una resolución si hubiera permitido que la gente siguiera su propio camino? ¿La muerte y el derramamiento de sangre nos hubieran traído la paz? En cierto modo es en verdad posible. Cuando el otro lado es totalmente destruido, ¿qué puede frenar la paz? Después de todo, ¿esta sed de sangre innata no iba a ser dirigida, por necesidad, a nuestros propios hermanos? ¿Es la violencia la cualidad innata del hombre? ¿La lucha no violenta es contraria a las leyes de la naturaleza? ¿el principio sobre el que lanzamos esta enorme lucha…, está ese mismo principio equivocado ahora?
      —Dhaniklalji, ¿a dónde te has ido? ¿Y Manu? Despiértala también. ¡Parece que no hay nadie aquí en esta hora terrible! —gritando, Gandhi trató de levantarse y abrir la puerta. No pido. Alguien la había cerrado con llave por fuera— ¿Dónde estás, Dhaniklalji? ¿Quién ha hecho esto?
      Abrió la ventana de la derecha y, a través de ella, miró la entrada principal de la mansión: se le heló la sangre. Incontables personas se habían reunido del otro lado de la enorme puerta de hierro de la mansión, centenares de pobres, medio muertos, víctimas recientes de un ataque asesino.
      —¡Bapuji, Bapuji…!
      —¡Sálvanos, Bapuji…!
      —¡Oh Dios…!
      —Cuando está aquí Bapuji, ¿por qué hemos de sentirnos abatidos? Guardias, por favor llamen a Bapuji.
      —Tontos, abran la puerta. Después, Bapuji no los perdonará.
      Gandhi corrió otra vez a la puerta.
      —¡Dhaniklal…! ¿Hay alguien ahí? ¿Por qué cerraron con llave esta puerta? Ábranla, por favor. ¡Inviten a todos a que pasen! ¡No me echen encima la carga de un crimen imperdonable…! ¡Dhaniklal, ven acá!
      Otra vez corrió a la ventana abierta.
      Con antorchas y armas letales en las manos, la turba que había llegado a perseguirlos masacraba sin piedad a los inocentes desarmados. Y entre el río de sangre y los cuerpos desparramados en el suelo, pequeñas niñas eran violadas. Gandhi no podía sino atestiguar estas atrocidades en silencio, aferrándose a los barrotes de la ventana y apoyando su cara en ellos como un cadáver sin vida.
      —¡Bapuji, Bapuji! ¿Por qué nos has abandonado, Bapuji?
      Fue sólo hasta el final que sucedió el milagro. Desde adentro de la mansión, sacudido por una profunda pena, “Mahatma” Bhagwaticharan llegó. Ahora las altas puertas de la mansión estaban bien abiertas para que él pasara. Acompañado por guardias, el Mahatma caminó muy despacio y alcanzó los cuerpos que yacían en el suelo. Dos o tres personas medio muertas trataron de levantarse para verlo, y él trató de consolarlas con palabras llenas de bondad… Los ojos de Mohandas Karamchand Gandhi lo presenciaron todo.
      La conciencia se le estaba escapando.

*

Gandhi se dio cuenta de que el capítulo final de la muerte, que ocupaba ya muy pocas páginas, estaba abierto delante de él. Para cuando terminara de leerlo, la muerte habría llegado, buscándolo. ¿Vendría por él, realmente? ¿No era algo que él mismo debería buscar y obtener? Cuando los sueños por vivir de un hombre llegan a su fin, empieza a buscar la muerte. Lo que no pudo comunicar a través de su vida, desea comunicarlo por medio de la muerte. Así que elige morir, pensó Gandhi.
      Todo este tiempo, él ha considerado que vivir es un deber importante. Tiene que agotar su vida completa, es decir, 125 años.
      Para él, la longevidad nunca ha sido una mera fantasía. Ha creado los hábitos y prácticas de su vida de acuerdo con esa necesidad. Como en su alma, el Mahatma tiene también infinita confianza en su cuerpo. Nunca ha tenido miedo de morir. Hace sólo unos pocos días, cuando oyeron explotar una bomba cerca de la sala de oración, Manu tuvo un acceso de pánico. Él ofreció consuelo a aquella niña extremadamente asustada: para calmarla, le dijo que la bomba podía haber explotado durante ejercicios de entrenamiento en un campo militar cercano. Él no tenía duda de que haber sido el blanco de la explosión. Los asesinos están acechándolo de cerca.
      La muerte lo rastrea y lo sigue gracias a las huellas de sus “pasos”. Él está bastante dispuesto a entregársele. Recibe con una sonrisa los mensajes que la muerte le ha estado enviando. Se burla de la muerte, también la desafía. A su edad, incluso los ayunos que lleva a cabo son gritos de batalla contra la muerte. Siempre que ayuna, todo el mundo se aterroriza y se pregunta si esta vez morirá. Lo examinan doctores. Aceptan sus condiciones a cambio de hacer que tome un poco de jugo de frutas, dirigen marchas por la paz, se dan la mano, se abrazan cálidamente y rezan a dios. Después, todos firman los papeles del acuerdo y se los dan; luego consiguen un vaso de jugo de fruta y le piden que beba. Él bebe con una sensación de satisfacción y alcanza un compromiso con la muerte. Luego el Mahatma se pierde en sus sueños: sueños de imperio, de llegar hasta los 125 años.
      La vieja rutina se desarrolla casi sin cambios. Se levanta a la hora usual de las tres de la mañana, completa sus abluciones matutinas, escribe cartas, redacta ensayos para Harijan y otros periódicos, sale a su caminata matinal, come una comida de cacahuates y leche de cabra, recibe a todos los que lo buscan, da a todos sus bendiciones. Como es usual, los ministros se reúnen con él, buscan su guía y consejo y hacen sonar sus propias trompetas. El Primer Ministro Nehru lo llama, junto con Sardar Patel. El Mahatma está feliz de ver a los dos líderes de pie juntos, hombro con hombro. Todos participan en las reuniones de oración que hay cada tarde. Versos del Corán, la Santa Biblia y el Bhagavad Gita se leen en voz alta y se escuchan; luego son cantados por la multitud al unísono:

Raghupati Raghav Rajaram,
Patitpavana Sitaram,
Ishwar Allah tero naam,
Sap ko sanmati de Bhagavan

Las numerosas charadas de la muerte, sus distintos disfraces.
      Luego, más noticias de motines llegan desde algún lugar por medio de tal o cual. Él mira mientras el humo negro, elevándose desde cuerpos humanos en llamas, se extiende y se pega a las ventanas de su cuarto. Escucha estallidos de bombas y gritos de socorro. Sólo entonces calla, como las figurillas de monos que guarda en su cuarto. Cierra los ojos y tapa sus orejas. Pero más y más reportes siguen llegando, perforando sus oídos. Reportes de cómo satyagrahis que se han hecho de poder se deleitan en corrupción y estafas; cómo peleas entre Nehru y Patel crecen cada día…, él lo escucha incluso con los oídos tapados. “O él o yo…” ¡Proclamas, amenazas, quejas, advertencias, desafíos…!
      Los satyagrahis exigen ahora la cuota por los sacrificios que han hecho.
      Sobre todo, lo que más le preocupa es el futuro de Delhi y la república independiente. Las figurillas de monos en su cuarto parecen burlarse de él. Así la muerte, que se ha cansado después de probar varios disfraces, está de pie ante él en la forma de una copia genuina de sí mismo.
      “¡Victoria para Mahatma Bhagwaticharan! ¡Victoria para Mahatma Bhagwaticharan!”
      —Esto es un truco barato —dijo el Mahatma en voz alta.
      Es barato y cobarde también. Y un desafío a su respeto por sí mismo. ¡La muerte está intentando transformar la vida de él en su propio mensaje! Es en encarar este desafío que se esconde el significado intrínseco de su vida. La muerte también es como la vida. No podría haber mayor insulto a la vida que renunciar al derecho de elegir la muerte. Así son sus reflexiones.
      Toda su vida, el Mahatma se ha sumergido en una miríada de fantasías sobre la muerte. Debe ser un evento lleno de sentimiento poético y coraje. Su sueño, largamente acariciado, es que uno de sus ayunos extendidos lleve su vida a un fin. No puede haber una mejor oportunidad para un satyagrahi, piensa. Sabe que podría ser asesinado, también. No prestó realmente atención a los sonidos de explosiones de bomba que se escucharon cerca de la sala de oración. La muerte por una explosión así sería honorable. Él está bastante listo y dispuesto para quedar delante de ellos totalmente desnudo. De todas las características definitorias que debe poseer un satyagrahi, el valor de elegir la muerte es la más importante. Los sabios encuentran a la muerte con una sonrisa. La muerte es vencida por ellos. Entonces vuelven a la vida y reciben el regalo de la inmortalidad.
      Como Jesucristo: como su maestro, Tolstói. Sus vidas son su única inspiración, sus vidas y sus muertes.
      Ambos habían aceptado la muerte voluntaria, animosamente. Habían engendrado a sus asesinos de sus propias vidas. El viaje que Tolstói emprendió desde Yasnaya Plyana a Astapovo no fue menos que el viaje que Jesús emprendió al Monte Calvario, cargando a la muerte en sus hombros. Gandhi recuerda la primera vez que leyó sobre el viaje de Tolstói. Fue capaz de terminar aquellas páginas sólo con suspiros y una profunda tristeza.
      Después, las mismas páginas le parecieron muy diferentes. Las había leído una y otra vez. Había pensado que Tolstói no pudo haber elegido un mejor modo de morir. Era una muerte más poética que todas las otras muertes del mundo. Gandhi nunca podría olvidar la mañana cubierta de nieve en que Tolstói salió de su mansión.
      Cada vez que despertaba al amanecer, el recuerdo de Tolstói llegaba a él. Lo más probable es que Tolstói hubiera salido de la famosa mansión de Yasnaya Polyana a aquella hora. Después de que lo llevaran a Casa Birla, aquellos renglones volvieron a la vida en la mente de Gandhi, más vívidos que nunca antes. Casa Birla no era en verdad diferente de aquella mansión en Yasnaya Polyana. Como Tolstói, él también estaba alojado en esta mansión en calidad de prisionero. Como Tolstói, también anhelaba salir de allí.
      Sí, debía marcharse. Debía volver a la colonia de pepenadores donde una vez había vivido…, o a su ashram. Pero todos sus discípulos de seguro lo seguirían hasta allá. Entonces lo confinarían, como a un prisionero o a un dios, y asignarían a un par de guardias armados para pararse, tiesos, ante la entrada. Entonces sería la misma historia: cartas, reuniones, bendiciones y consejo; y en las tardes, reuniones de oración. ¡Era realmente un lindo arreglo!
      ¡Un dios hecho prisionero! Si quiere huir, debe seguir con cuidado los pasos de Tolstói. Debe descubrir su propia estación de trenes, su Astapovo afuera de esta ciudad famosa por sus glorias antiguas.
      No hay duda al respecto: la historia hace una copia exacta de sí misma, frase por frase, sin dejar fuera ni una sola letra.

*

A las cinco de la mañana del 29 de octubre de 1910, Tolstói, entonces de ochenta y tres años de edad, dejó la mansión en la que había vivido desde su nacimiento. Soplaba una tormenta de nieve. Después de abandonar a sus parientes, vagó por las vías de toda Tula Gubernia, acompañado por su sirviente de muchos años, Makovitsky. Fue descubierto el 3 de noviembre dentro de un compartimiento de segunda clase, sucio y decrépito, en un tren, que estaba en su ruta de Volavo a Rostov-on-Don, y fue sacado de él en una muy pequeña estación en la ruta llamada Astapovo.
      Con la ayuda del jefe de estación y de la hija más joven de Tolstói, Alexandra Lvovna Tolstói, que había ido en busca de su padre, Maovitsky arregló que Tolstói, quien sufría de un severo brote de neumonía, bajara del tres. Lo pusieron en el cuarto del jefe de estación durante los siguientes tres días. Casi de inmediato, la atención del mundo entero se enfocó en aquella pequeña y oscura estación de trenes. Periodistas que habían llegado allá desde toda Europa para enviar boletines anticipando la muerte de uno de los hombres más grandes del mundo esperaron durante los tres días completos. En sus oficinas, sus editores habían preparado sus obituarios, que estaban listos para ser impresos. Las estaciones de telégrafo trabajaban sin parar. “Déjenme en paz. Voy a un lugar donde nadie se molestará por mí”. Con estas palabras, dichas a las seis y cinco de la mañana del 7 de noviembre, el gran hombre exhaló el último suspiro.
      Cuando Gandhi salió caminando de Casa Birla, era cuarto para las cuatro de la mañana. Al contrario de su maestro, salió solo. Había decidido llevarse con él a Dhaniklal pero luego cambió de parecer. Gandhi no había podido verlo después de las once de la noche. Cuando no hubo respuesta a sus repetidos llamados, fue al cuarto de Dhaniklal, buscándolo. Ni siquiera Manu estaba allí. Susheela se había llevado a la niña la noche anterior.
      Cuando regrese en la mañana, la niña podría molestarse por no encontrarme, pensó Gandhi.
      Los otros dormían profundamente. La mansión estaba envuelta en silencio. Gandhi sólo se llevó con él una copia del Gita. No vio guardias en la entrada. Como las puertas estaban abiertas, pudo escurrirse al exterior fácilmente. Preocupado por que lo reconocieran si caminaba por la amplia avenida vestido sólo con su usual taparrabo y llevando su conocido bastón, se apresuró. Las calles desiertas fueron de gran ayuda para él. Gotas de rocío caían sin cesar de los árboles. Un muro de niebla cubría la luz que se derramaba de algún poste ocasional. El frío taladraba sus huesos. Pensó que debía haber traído una manta.
      La nieve en Yasnaya Polyana habría sido más densa.
      No había hecho planes en el momento de su partida. Pensó que alcanzaría alguna estación de trenes cercana y de allí comenzaría su viaje. Sólo tenía una hora de ventaja, cuando mucho. Pronto descubrirían que el perico se había escapado de la jaula. Tolstói había dejado una carta para Sofia Andreyevna; él también podría hacer dejado una carta, explicando las razones de su partida.
      ¿Era el odio lo que le había impedido escribir una carta así?
      No el odio, sino el amor debe ser la razón subyacente a mi partida. Sólo si es amor tendrá sentido que me vaya de aquí. Si esta partida es producto del odio, entonces no soy un satyagrahi, y sólo puedo llamarme un alma incompleta, pensó Gandhi.
      En las banquetas que flanqueaban ambos lados de la calle, Gandhi vio a incontables humanos, con ropas que apenas bastaban para cubrirlos, amontonados unos junto a otros en el frío inclemente. Se preguntó si su partida traería algún cambio en las condiciones de aquella gente. Se sentía confundido. ¿Tenía razón Bhagwaticharan en hacer lo que hizo? Si las sábanas y mantas que había reunido pudieran mitigar el sufrimiento de al menos unas pocas de estas personas, ¿cómo se podía criticar su trabajo? Pero él ha mentido, se ha hecho pasar por mí, ha engañado al público. ¿Es posible reevaluar esas malas acciones sobre la base de sus consecuencias benéficas?, se preguntó Gandhi. No tuvo de inmediato una respuesta. Concluyendo que la cuestión requería un examen más atento, siguió caminando.
      Mientras cruzaba una famosa intersección de Delhi con ayuda de su bastón, un vehículo motorizado abrió la niebla y se detuvo cerca de él. Un oficial de policía con un largo abrigo y su conductor, que llevaba dos o tres suéteres encima de su uniforme, bajaron del auto.
      —Señor, ¿quién es usted? ¿Qué hace aquí a esta hora? —cuestionó el policía a Gandhi con un aire de autoridad.
      —¿Yo? Gandhi. Mohandas Karamchand Gandhi.
      —¿Ves? ¡Empezó temprano esta mañana! —rió el conductor.
      —¡No nos venga con esos cuentos, viejo! ¿Por qué está haraganeando aquí a su edad? ¡Se va a congelar! Regrese tranquilo a su casa. ¡La de problemas que nos causa la gente como usted…! ¿Cree que se les puede escapar si se sale a vagar disfrazado? Le van a disparar, señor, tienen pistolas y son de verdad.
      Cómo puede ser tan ignorante este hombre, se preguntó Gandhi. Sin embargo, como es un representante autorizado del gobierno, es mi deber como ciudadano indio responder cualquier pregunta que pueda hacer, se dijo Gandhi.
      —¡No temo a la muerte, señor! Si la muerte llega a mí de esa manera, estaré feliz. En verdad, ahora voy en busca de la muerte. Justo hace media hora dejé Casa Birla sin avisar a nadie y salí por mi cuenta. No tenía planes en mente. Pero ahora estoy pensando en ir a Meerut. Si puedo encontrar cerca una estación de trenes…
      —¡Bueno, este parece ser un caso totalmente avanzado! —el conductor empezó a reír otra vez— Tan avanzado que no tiene cura.
      El oficial de policía se enojó mucho.
      —Viejo, le recomiendo que deje de parlotear. Váyase tranquilo a su casa. Si no, y si realmente quiere morir, ¡vaya y muérase en otra parte…! Mire para allá. Si da vuelta a la derecha en aquel poste de luz y sigue por el callejón estrecho de la izquierda, saldrá a una pequeña estación de trenes. No se puede saber cuándo llegará un tren. Si, como dice, está buscando la muerte, vaya para allá y espere. Si llega un tren, ¡será sólo por su buena suerte! Pero no esté dando vueltas aquí sin llegar a ningún lado. Este es un barrio donde viven los más importantes ciudadanos del país. No se sabe quién va a pasar por aquí ni a qué hora. Estamos encargados de la seguridad del Mahatma, y nos está costando mucho trabajo ocuparnos de todo. ¡Y por si eso fuera poco, llega gente como usted!
      —Le he dicho muchas veces a Nehru y a Patel no hacer ningún arreglo especial de seguridad en beneficio mío.
      Cuando escuchó la respuesta avergonzada de Gandhi, los ojos del oficial se pusieron rojos. Al ver que su superior estaba realmente furioso, el conductor pasó a la acción:
      —Viejo, ¿te largas o no? —y blandiendo su porra quiso ahuyentar a Gandhi.
      Los dos hombres estaban trabados: no sabían cómo manejar a ese viejo loco que veía los desfiguros del conductor con un aire intrépido y una sonrisa triste.

*

Cuando se den cuenta en la mañana, empezarán a buscarlo. Dhaniklal será el primero en anunciarlo al mundo, pensó Gandhi. Entonces comenzarán las investigaciones. Todo el mundo será interrogado. Todos los vehículos serán sujetos a inspección. Adivinarán con facilidad que su destino es Meerut. Deberá bajarse en el camino. Gandhi esperaba que Dios hubiera marcado alguna estación poco conocida entre Delhi y Meerut como su Astapovo.
      Para cuando llegó a la estación de trenes después de haber caminado por varios callejones estrechos, el frío había empeorado. En el andén cubierto de humo, cientos de viajeros, con sus cuerpos envueltos en harapos, iban de un lado a otro con sus pertenencias. Por sus ojos somnolientos y sus cuerpos malolientes, Gandhi supuso que podían estar esperando allí, asaltados por la sed y el hambre, desde hacía muchos días. Una confusión de palabras en varios idiomas –hindi, urdu, bangla y gujarati– chocaba y rebotaba contra las paredes negras de humo de la estación. Cientos de pájaros negros podían verse posados en las parrillas y los rieles. Todos parecían idénticos, como si hubieran sido hechos para verse así.
      Nadie le prestó atención. Pero mientras subía los escalones del paso a desnivel, una niña lo miró maravillada. Llamó a su madre, que estaba ocupada hablando con alguien más, y le dijo algo, señalando hacia él. La madre miró hacia Gandhi y luego apartó la vista con desdén. Gandhi sintió la urgencia de hablar con ellas.
      Primero debía comprarse un boleto.
      —¿Hay trenes aquí que vayan a Meerut?
      La pregunta atrajo una mirada burlona del hombre dentro de la taquilla, que apretó los labios y anunció en tono lúgubre:
      —Ningún tren está programado para salir de aquí próximamente, por la simple razón de que no ha llegado ningún tren durante los últimos tres días. Esa es la situación. Puede verlo, ¿no? Todas estas personas están esperando aquí para subir a distintos trenes. Estamos vendiendo sin parar todos los boletos que tenemos. Estas personas, además, están esperando aquí sin dar señales de fatiga. El tren tiene que llegar, eso es todo. Ah, sí, ¿a dónde tiene que ir? ¿A Meerut? ¿O a Ahmedabad? Dijo Meerut, ¿verdad?
      —De hecho no tengo un plan definido. Creo que subiré al primer tren que llegue.
      —Ese es un patrón conocido, ¿no? Es lo que la gente de usted prefiere, ¿verdad? Se suben al primer tren que llegue, sea el que sea. Y sin embargo, ninguno compra boleto. Y los revisores no hacen nada en contra de ustedes. Esto sólo puede durar unos pocos días más. El sardar tiene las manos atadas de momento. Están esperando a que pase. Se están conteniendo por él. Pero que pase. ¡Será divertido ver qué sigue luego!
      —Señor, discúlpeme… No entiendo lo que dice. Si se puede explicar…
      El vendedor de boletos empezó a reír a carcajadas.
      —¡Oh, dios! ¡Ya basta, Bapuji! No puedo seguir explicándolo todo. Viene un tren. Va a llegar hasta Amritsar y va a ir muy despacio. Jallianwala Bagh está en algún sitio cerca de Amritsar, ¿no? ¿Has ido allá? ¿No es lugar sagrado de tu gente? Ni siquiera necesitas un boleto. Y en todo caso ustedes nunca compran boletos. Unos pocos días más, hasta que pase.
      A Gandhi le sorprendió que todos fueran tan informales.
      —Deme un boleto a Amritsar —dijo, extendiendo un billete de una rupia.
      —¿A Jallianwala Bagh entonces?
      —¡Sí…! Ha pasado mucho tiempo desde mi última visita —dijo Gandhi, sonriendo compasivamente al vendedor de boletos. Entonces el vendedor de boletos devolvió la mirada al Mahatma, y, de pronto, su corazón se llenó de miedo.

*

Cuando vio a los cinco o seis Gandhis que se abrían paso a golpes y empujones en un compartimiento atestado del tren a Amritsar, Gandhi se quedó atónito: fue hacia ellos, corriendo parte del camino. La multitud era inmensa e incontrolable. Todos los que esperaban intentaron meterse en el compartimiento al mismo tiempo. Todos trataron de apartar a los otros del tren para poder subir ellos. Algunos recurrieron incluso a agresiones físicas. La estación entera de trenes hacía eco de insultos y gritos de auxilio.
      Gandhi estaba de pie, tímidamente, cerca de la puerta. Pero la multitud se volvía más y más grande a cada minuto. Pensó que no sería capaz de abordar el tren. Por fortuna, la multitud lo empujó involuntariamente al interior del compartimiento. Una vez adentro, encontró que había cuatro o cinco veces más pasajeros que la capacidad del compartimiento, apretados juntos.
      Sin ningún esfuerzo de su parte, todo el mundo había sido empujado por la multitud a alguna parte del compartimiento. Gandhi se sintió deprimido. Las rodillas le dolían de modo intolerable. El tren empezó a moverse.
      —¡Oiga, Gandhi, señor, venga para acá! Aquí hay un poco de espacio para usted. Se ve realmente viejo. Denle un poco de espacio, pobre hombre. A pesar de todo es uno de nosotros, ¿no?
      El grupo de Gandhis que había tomado algo de espacio junto a una litera lo invitaba a sentarse junto a ellos.
      —¡Parece que viene de muy lejos! ¿Cuál es su nombre, señor?
      Mirando maravillado a cada uno de ellos, todos maquillados para verse exactamente como él, el Mahatma contestó:
      —Gandhi. Mohandas Karamchand Gandhi…
      Todos empezaron a reírse.
      —Ese lo sabemos, ¿no? Le preguntaba su nombre real, el que le dieron sus padres…
      —Fueron mis padres los que me dieron este nombre.
      —Su lugar de nacimiento es Porbandar, entonces.
      —Sí, ahí fue donde nací. Ahora bien, durante los últimos meses, he tenido que quedarme en Casa Birla. Salí de allí temprano esta mañana. Aunque no tenía ningún plan cuando salí, ahora estoy viajando a Amritsar. Es mi deseo visitar Jallianwala Bagh. Hace mucho tiempo desde que la vi por última vez.
      —¡Creo que se le zafó un tornillo!
      —Eso es lo que crees. En realidad este viejo es listo. En estos días, la fascinación por esos lugares ha crecido enormemente. Grandes cantidades de turistas los visitan todos los días. Todo lo que necesitas es ponerte el disfraz y quedarte por ahí sin hacer nada. Puedes ganar más que suficiente dinero en un solo mes.
      Incapaz de soportar su repulsión, el Mahatma cerró los ojos. De modo que así es como salieron las cosas. Bhagwaticharan no era el único. Los oficiales de policía que había encontrado por la mañana, el vendedor de boletos en la estación y las personas patéticas presentes en aquel compartimiento debían haberse encontrado con innumerables Gandhis falsos.
      —Pero, Gandhi, señor, por favor no se imagine que, como usted, nos hemos puesto este maquillaje para mendigar en las calles —dijo un Gandhi de mediana edad en tono admonitorio—. Este hombre de aquí es gujarati. Un gran propietario de inmuebles que estuvo en el Partido del Congreso por muchos años. Incluso fue a la cárcel. Sólo después de que logramos la Independencia se puso ese disfraz. No ha conocido todavía al verdadero Gandhi. ¡Pero su forma de hablar, de caminar y conducirse son tan llamativas como las del verdadero!
      —Si no tiene intención de mendigar, ¿para qué se puso el disfraz? —preguntó el Mahatma con voz temblorosa.
      —Esa es una buena pregunta. Nuestro hombre ha decidido disputar elecciones. ¡Señor, no hay manera más fácil de asegurar una victoria! Rasúrese la cabeza. Envuélvase los hombros y la cintura con un trozo de khaddar. Tenga en la mano un ejemplar nuevo del Bhagavad Gita. Luego salga a la calle y siga caminando. ¡Tiene que hacerlo como él, a buen paso…!
      Mientras más escuchaba, más se sorprendía Gandhi. El hombre parecía disfrutar lo que le estaba diciendo. Como no había pasado aún de la mediana edad, debía hacer grandes esfuerzos por parecer viejo. Tenía un poco de panza, y para esconderla apretaba el estómago todo el tiempo. Pero no tenía dientes. Podría habérselos hecho sacar para que su disfraz fuera más perfecto.
      —¿Es posible ganarse la confianza de la gente mediante esos trucos? —preguntó el Mahatma, genuinamente intrigado.
      —Esto sirve solamente para llamar la atención de la gente. Para enderezar a los enemigos y persuadirlos, hay que emplear otras estrategias.
      —Sólo por medios no violentos, espero —preguntó Gandhi, mirando expectante al hombre.
      —¿Medios no violentos? ¡Qué tontería! —replicó éste, acompañado de una carcajada. Luego, confió en un murmullo, como si fuera un secreto: —¡Sólo unos pocos días más! Que pase el evento. Entonces yo seré como Maharana Pratap. Mis hombres los perseguirán hasta más allá de los Himalayas. Pero, Gandhi, señor, ¡usted debería ir a mendigar en las calles, cuidar su supervivencia! ¿Por qué pierde su tiempo escuchando todas estas historias?
      El Mahatma empezó a pensar en su propio Astapovo.
      El tren se detenía sin fallar en cada estación de la ruta y volvía a ponerse en marcha. A pesar de haber viajado todo el día, no podía haber cubierto la mitad de la distancia hacia su destino. La prisa en el momento de abordar había desaparecido por completo. Cuatro o cinco paradas después de Delhi, el grupo de Gandhis se marcó. Pero un nuevo montón de ellos subía a bordo en cada parada. Lentes, khaddar y un ejemplar del Gita en una mano… El disfraz es bastante fácil de usar, pensó el Mahatma. Cada hombre tenía sus propias razones para usar el disfraz. El Mahatma notó que había varios otros que se habían maquillado para verse como él. Un joven vendedor de fruta le dijo que su disfraz le había ayudado a escapar de una turba en un motín y de la policía.
      —Incluso cuando el disfraz es obvio, no hay problema. Piensan que sería un pecado matar a alguien que lo lleve. Si no me lo hubiera puesto, me hubieran matado junto con mis padres cuando le prendieron fuego a nuestro asentamiento el mes pasado —le dijo a Gandhi—. El disfraz es útil hasta para vender fruta. ¿No es especial comprar una naranja de un mahatma y no de un ordinario vendedor de fruta? —preguntó el joven, riendo.
      Gandhi le compró un par de plátanos y se los comió. Luego se acostó en una litera vacía, estirando las piernas. Su cuerpo se sentía caliente. ¿Sería un síntoma de neumonía? ¡Debían estar acercándose a Astapovo!

*

El rocío comenzó a acumularse muy temprano: como a las dos de aquella tarde. Para calentarse, uno de los Gandhis, sentado directamente ante el Mahatma, empezó a fumar. Otro se quitó temporalmente el disfraz y se puso un abrigo largo de lana.
      La oscuridad había empezado a caer cuando el tren se detuvo en una estación muy pequeña poco después de Panipat. Gandhi vio a unos veinte policías saltar a bordo del compartimiento de tercera clase en el que viajaba. Imaginó que ya podía darse por capturado. Inmediatamente después de recibir la información en la mañana, debían haberse puesto en acción.
      La policía apuntó un arma a cada pasajero y lo interrogó.
      Gandhi decidió no someterse a ningún tipo de coerción. No debía cambiar su decisión incluso si Nehru o Patel llegaban personalmente a rogarle. Revisó el andén para ver si tenía un visitante. El andén estaba desierto y vacío. Podía verse al jefe de estación, vestido con su uniforme gastado. Después de plegar sus banderas y ponérselas bajo el brazo, el jefe de estación inspeccionó los compartimientos uno por uno.
      —¿Cuál es tu nombre? —Gandhi sintió que había visto al oficial de policía en alguna parte.
      —Gandhi. Mohandas Karamchand Gandhi.
      —¿De dónde vienes?
      —De Delhi…
      —¿A dónde vas?
      —A Amritsar. Planeo visitar Jallianwala Bagh.
      —¿Por qué vas para allá?
      —Ha pasado mucho tiempo desde mi última visita.
      —Enséñame tus pertenencias.
      —¡Pero no he traído nada conmigo! Sólo llevo un poco de dinero en un nudo de mi dhoti, dinero que gané con mi rueca. Fuera de eso, traigo un viejo ejemplar del Gita conmigo, señor.
      El oficial de policía pidió a Gandhi que desatara el nudo de su dhoti y le mostrara su dinero; luego se fue.
      Para el Mahatma, aquello fue enormemente decepcionante. Sólo había unos doce pasajeros en el compartimiento. Éste había quedado totalmente desfigurado por basura y desperdicios que estaban por todas partes. Los espacios bajo los asientos estaban llenos de peladuras de fruta y restos de comida. Cuando había dicho que era el deber colectivo de todos mantener limpio el compartimiento, otros pasajeros se habían reído de él. En la tarde, Gandhi empezó a limpiar él mismo el compartimiento. Cuando regresó a su asiento después de recoger la basura y sacarla, sus compañeros de vagón tiraron monedas a sus pies. Él las juntó en silencio y las guardó en el nudo de su dhoti. Para entonces, los Gandhis también estaban desfigurados e irreconocibles. Su maquillaje se había corrido. En las caras rasuradas de los jóvenes Gandhis había empezado a crecer pelo. La hora usual de las plegarias para el Mahatma se acercaba. Un vendedor de cacahuates que pasaba les dijo que el tren tardaría mucho tiempo en partir.
      ¿Habré alcanzado Astapovo?
      Pensando en caminar por un rato, salió del tren y se fue solo.
      Pájaros cantaban sus melodías de la hora de anidar en la estación. Batiendo nerviosamente las alas, se agitaron al ver a Gandhi. Él se alejó de allí porque no deseaba perturbar su soledad. Imaginó que había llegado por fin a un lugar donde nadie le haría caso. ¡Esa era una libertad que nunca antes había experimentado! Sentado en una banca cubierta de excremento de pájaros, Gandhi comenzó sus oraciones a la luz mortecina de un poste de luz.

*

—¿Por qué está sentado aquí, señor? ¿Es usted un pasajero?
      Cuando vio el jefe de estación parado delante de él, Gandhi trató de levantarse.
      —Sí. Debo ir a Amritsar. Oí que el tren tardaría mucho en arrancar así que vine aquí a decir mis oraciones. ¿Tiene alguna información sobre cuándo podría partir, señor?
      —No. No sé. Tampoco es muy probable que alguien más sepa. Hemos recibido un mensaje que dice que han destruido las vías —después de decir esto, el jefe de estación miró a Gandhi de modo extraño— ¿Entonces va a Amritsar? ¿Tiene boleto?
      A Gandhi le pareció que el jefe de estación, cuyo instinto natural era sonreír, estaba haciendo un gran esfuerzo para fingir severidad con él.
      —Aquí está —el Mahatma desató el nudo en su dhoti y le dio el boleto. El jefede estación se alejó un poco y lo examinó. Cuando levantó la vista hacia el Mahatma, que lo había seguido y estaba de pie cerca de él, estaba alarmado.
      —Señor, ¿cuál es su nombre? Dígame por favor.
      Él dijo la verdad, como siempre:
      —Mohandas Karamchand Gandhi.
      La ansiedad brilló en la cara del jefe de estación mientras miraba atentamente a Gandhi.
      —Bapuji, por favor perdóneme. Vuelvo enseguida. Necesito examinar esto —se fue deprisa con el boleto en la mano.
      Lo más seguro es que ya haya llegado al lugar correcto, pensó el Mahatma. De pronto, su cuerpo comenzó a temblar. Lo asaltó una fatiga que nunca antes había experimentado. Sintió un dolor insoportable en sus articulaciones. Este parece ser el momento correcto en el sitio adecuado, se dijo.
      Su vista se oscureció de repente. Sintiéndose débil, se sentó en la banca de cemento. ¿Aún no ha terminado su escrutinio el jefe de estación? Pensó que tomar una siesta podría hacerlo sentirse mejor. Sacudió su manto y se cubrió con él mientras se tendía, doblando las piernas. El tren que lo había traído aquí estaba inmóvil ante él, como un cadáver. Sin contar el cuartito del jefe de estación, a poca distancia, y el poste de luz, el lugar era realmente una selva. Los pájaros gritaban sin cesar.
      Un gran pájaro posado en la punta del poste, con sus alas negras abiertas, lo miraba. Este debe ser el ave que anunciará mi muerte al mundo, pensó Gandhi.
      Dhaniklal sería el primero en llegar hasta aquel lugar. Podría traer a Manu con él. Debo dejarle a ella mi última declaración, decidió el Mahatma.
      ¡Qué maravilloso sería tener a Ba aquí en este momento! Kasturba nunca había entendido por completo el significado de sus declaraciones. Pero no abía nadie que entendiera sus silencios tan bien como ella. A Ba le gustaban especialmente los lunes, cuando él hacía voto de silencio. Era en lunes que ella tenía la oportunidad de quedarse con él todo el día, sin alejarse de su lado ni por un momento. Si ella estuviera con él, él no tendría siquiera necesidad de hacer una declaración final, pensó el Mahatma. Para él, la muerte de ella era una pérdida irreparable. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
      —Bapuji, por favor levántese. Su tren se va. Bapuji… ¡Bapuji! Dios, ¿qué hago ahora? Aquí no hay nadie que ayude. ¡Bapuji, Bapuji! ¡Oh, Dios…!
      El Mahatma escuchó la voz agitada del jefe de estación y las largas notas del silbato del tren. No podía abrir los ojos. Su conciencia era precaria y colgaba de un hilo delgado. ¿De quién es ese tren? ¿De dónde sale? ¿A dónde va? ¿De quién es esa voz? ¿De dónde vienen esos sonidos? ¿Es la voz de Kasturba? ¿O del pequeño pájaro que vive en lo alto del gran cedro rojo? Si no, ¿son los gritos del pájaro de alas negras posado en este poste de luz?
      El Mahatma trató de abrir los ojos. No podía decirle adiós al mundo sin hacer una declaración, ¿o sí?
      Después de cubrir a Gandhi con una manta, el jefe de estación corrió con su lámpara verde, levantando su luz mientras trotaba, para despedir al tren que estaba a punto de salir para Amritsar. Poco después, al llevar a Gandhi un poco deagua caliente que había preparado especialmente para él, notó que el Mahatma se había incorporado. Al ver al jefe de estación, el Mahatma le dedicó una sonrisa desdentada.
      —Su tren se ha ido, Bapuji. Podría tener que esperar otras dieciocho horas para el siguiente tren a Amritsar.
      El Mahatma suspiró. Fortalecido por un sorbo de agua caliente, fue capaz de enderezarse y sentarse apropiadamente.
      —Gracias. Este parece ser el deseo de Dios. Si él ha preparado este lugar para que sea mi Astapovo, no podría ir más allá tan fácilmente, ¿no es así?
      La cara del jefe de estación había palidecido.
      —Bapuji, por favor perdóneme. Ayúdeme a evitar la culpa de semejante crimen imperdonable. ¡Aquí no hay nadie! Tendrá que hacer su última declaración solamente a mí, Bapu. No creo tener la fuerza para soportarlo. Perdóneme. El tren a Delhi llegará aquí en menos de una hora. Por favor vuelva a Delhi. Ahí es donde todo tiene que pasar.
      El Mahatma se rió al escuchar esto.
      —¡Todo está decidido, entonces! Pero, por favor, dígame una cosa. Me reconoció desde el principio…, ¿cómo lo hizo? Debe haber visto montones y montones de Bapujis, ¿no?
      El jefe de estación se rió.
      —Es muy fácil, Bapu. Ni uno de esos incontables Bapujis compró jamás un boleto. Cuando se les pregunta, dicen: Te di la libertad, ¿no es suficiente? Y siempre tienen ganas de discutir. Además…
      El Mahatma intervino:
      —Además, tú habías anticipado todo esto, ¿no es verdad? ¡Sabías por anticipado de mi viaje y su objetivo!
      El jefe de estación se puso inquieto.
      —Pero, Bapuji, por favor escuche lo que tengo que decirle. No debe terminar así. ¡Este no debe ser jamás su mensaje para el mundo!
      El Mahatma levantó su dedo para silenciarlo. Luego continuó:
      —No, querido hermano, no puedo retirarme ahora. He tomado mi decisión. Creo firmemente, hermano, que este mundo entenderá el razonamiento que está detrás de mi salida de Delhi y mi llegada aquí. Pero ¿no hay doctores por aquí? ¡La neumonía ha comenzado su ataque virulento! —volvió a tenderse.
      —No, Bapuji. Nadie de por aquí sabe nada de neumonía. Por favor acepte mi petición. Todo debe ocurrir solamente en Delhi —dijo y miró su reloj de pulsera— Dios, sólo quedan diez minutos para que llegue el tren. Hay poco que pueda hacer antes de eso —después de murmurar para sí mismo, dijo a Gandhi: —Usted debe haber entendido esto más claramente que cualquier otro, Bapuji. Debe haber caminado aquí no con un deseo de morir, sino con un deseo de vivir. Su partida tenía la intención solamente de llamar la atención y provocar obediencia, igual que todos los ayunos que hizo anteriormente.
      Como si no tuviera una respuesta que ofrecer, Gandhi permaneció en silencio.
      —Pero ahora, todos sus adversarios verán esto desde un ángulo diferente, Bapu. Ya se han decidido. Ayer, o el día anterior, podrían haber sufrido una derrota. Pero ahora, han comenzado su guerra contra usted. Hoy o mañana. Mañana o el día después…, ahora ya es cuestión de días, solamente.
      —Lo que dices es verdad. Pero ¿dónde se torció todo? ¡Sólo he pensado en esto durante los últimos tres días! Considero mi hermano a todo hombre. Incluso a aquellos hombres blancos, que resultaron ser mis enemigos por obra de la Historia, los amé también. Traté de enseñar a nuestro pueblo a hacer lo mismo. Intenté enviar un mensaje de verdad y no violencia a todos. De cierta forma… —el Mahatma dudó.
      —¡De cierta forma nos trajo el mensaje de Cristo! Por eso el gobierno británico jamás pudo matarlo. Usted aparecía ante ellos no como un cristiano ¡sino como el propio Cristo, Bapuji!
      —Sí, soy un auténtico cristiano; un cristiano más verdadero que los mismos cristianos.
      El Mahatma sonrió. Hablar con el jefe de estación era como hablar con su propia conciencia. Era extraño cómo su conciencia era un jefe de estación en una oscura aldea.
      —Esa es la razón por la que nuestros gobernantes coloniales pusieron sus armas a sus pies y se fueron del país. No eran capaces de pelear contra Cristo, su dios.
      —Soy hindú. Un verdadero hindú. Rama es mi dios. El Gita es mi filosofía.
      —Si alguien lo acusara de haber llevado a cabo este engaño, ¿cuál sería su respuesta, Bapuji?
      Gandhi estaba en silencio.
      —Dígame, Bapuji. ¿De qué fuentes formuló usted sus preceptos? ¿De qué dios en nuestra tierra aprendió la no violencia? ¿Hay alguno entre nuestros dioses que no tomara las armas? ¿Cuál de ellos perdonó a sus enemigos? Al pedírsele que diera su chal, ¿cuál de ellos dio su dhoti también? ¿Quién, al ser abofeteado en una mejilla, mostró la otra? O, por lo menos, ¿alguno de nuestros dioses siguió los principios de simplicidad que usted ha pedido a todos que sigan? Dígame, Bapuji…
      Gandhi suspiró profundamente.
      —¿Qué debo hacer como satyagrahi? ¡Por favor dime, querido hermano! —dijo. Se habían formado lágrimas en sus ojos.
      —Por favor regrese, Bapuji —le rogó el jefe de estación.
      —¡No, eso sería equivalente a la muerte! —dijo él, repitiendo la famosa frase de su maestro Tolstói.
      Su conciencia estaba enojada ahora.
      —¡Diga sus propias frases, Bapu…! Encárenos a su propia manera. Estamos esperando el momento para asesinarlo. Hemos comenzado esta guerra para vengarnos unos de otros. Deseamos ajustar cuentas con la Historia. La sangre de mil años que corre por las calles de Delhi no se ha secado todavía. Enséñenos la nobleza de sus preceptos o reciba como regalo las balas que disparan nuestras armas —el jefe de estación perdía el aliento—. Usted logrará una muerte poética, tal como deseaba, en la estación de trenes de esta aldea remota. Entonces nosotros, sus seguidores, lo traicionaremos después de su muerte o seremos muertos. Nos haremos pasar por usted mientras destruimos su forma de vida. Esta tierra sagrada va a llenarse de Bhagwaticharans. Usted será ordenado como Dios…, pero un dios incapaz de cambiar nada. Y luego, en nombre de ese dios, comenzará una guerra de venganza. Y la guerra durará hasta que la identidad de usted se borre por completo.
      Los dos hombres quedaron en silencio.
      El gran pájaro de alas negras, que observaba a Gandhi desde lo alto del poste de luz, entonó un canto de lamentación mientras se alejaba volando. Su grito pudo oírse hasta que hubo recorrido una gran distancia.
      —¿Es esto una especie de profecía?
      —Profecía o superstición, lo puede llamar como usted quiera. ¡Pero estas cosas serán realidad, Bapu!
      Gandhi estaba absorto en profunda contemplación. Cerró los ojos.
      —No, no aceptaré la derrota. ¡Haré que mis adversarios entiendan la naturaleza poética de la no violencia!
      —Bapuji, entonces usted debe vivir su vida completa. Es decir, ciento veinticinco años…
      El Mahatma cerró los ojos y quedó en silencio.
      —Bapuji… El tren a Delhi ha llegado.
      Gandhi encontró un asiento en un compartimiento de tercera clase repleto. Era solamente otro Gandhi entre los varios Gandhis que viajaban en el mismo compartimiento. El jefe de estación corrió hacia él, con una taza de leche de cabra y un puñado de cacahuates.
      —¡Debe mantenerse bien, Bapuji! ¡Su muerte debe ser el mensaje de nuestras vidas! —dijo al Mahatma mientras secaba sus ojos llorosos.

*

Dos días después, a las tres en punto de la tarde del 30 de enero de 1948, el tren en que Gandhi viajaba llegó a Delhi. Cuando llegó a Casa Birla a pie desde la estación, daban las cuatro con cincuenta minutos.
      Ansioso porque casi era la hora de su reunión de oración, el Mahatma entró deprisa a Casa Birla por la puerta trasera. En el amplio jardín de la mansión, Mahatma Bhagwaticharan estaba sentado, mirando los rosales que florecían. No se sabe si notó la llegada de Gandhi. Éste lo dejó atrás rápidamente, entró en su cuarto y pasó al baño. Se lavaba la cara cuando escuchó a Dhaniklal llamándolo.
      —¡Es hora de la reunión de oración, Bapuji! Él ya llegó.
      El Mahatma replicó en voz alta:
      —Estaré allá en un momento, Dhaniklalji. Por favor pídele que espere.

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El esqueleto rojo

Este cuento es un tradición popular del pueblo inuit del área del Estrecho de Bering, en Alaska. Fue recogido por Clara Kern Bayliss en su libro A Treasure of Eskimo Tales (Tesoro de cuentos esquimales, 1922). Esta versión fue traducida al español por Raquel Castro, a partir de la transcripción que se encuentra en el blog Folk Realm Studies de Zteve T. Evans. Es una historia de horror muy eficaz, en la que la presencia sobrenatural amenaza –no del todo injustamente– a la comunidad arrogante que se cree invulnerable, como en muchas otras grandes narraciones antiguas y modernas.

EL ESQUELETO ROJO
Anónimo

Había una vez un pobre niño esquimal que vivía en una aldea en el Cabo Príncipe de Gales, en Alaska. El niño era huérfano y no había nadie que cuidara de él o lo defendiera, por lo que algunos de los aldeanos lo trataban muy mal: lo hacían trabajar para ellos y hacerle mandados. A cambio, cuando había mal clima le permitían quedarse en el kashim, el edificio comunitario de la aldea, y dormir ahí.
      Entonces llegó una noche en la que nevaba con fuerza y los adultos le ordenaron al niño salir a ver si el clima estaba empeorando o mejorando. Era una noche terriblemente fría y él no tenía botas ni ropas abrigadoras. El niño no quería ir, pero los aldeanos lo empujaron a través de la puerta, así que él corrió a la orilla de la aldea y miró el cielo nocturno. Había dejado de nevar, pero aún hacía un frío de muerte, y él corrió de vuelta con la noticia, golpeando la puerta y gritando: “¡Buenas noticias! La nieve ha parado, pero todavía hace mucho, mucho frío. ¡Por favor déjenme entrar!”
      Lo dejaron pasar, pero cuando apenas estaba entrando en calor lo hicieron salir de nuevo a ver cómo estaba el clima. De nuevo, el niño regresó e informó que la nieve había parado pero que aún hacía mucho frío y, de hecho, la temperatura seguía bajando. Los aldeanos lo dejaron entrar, pero, una vez más, en cuanto comenzaba a calentarse lo hicieron salir de nuevo a ver si el clima había cambiado. Esto se repitió muchas veces durante la noche. Cada vez, el niño les repetía que ya no nevaba pero que hacía más frío, hasta que en una ocasión, al volver, les dijo: “Fui a la orilla norte de la aldea y miré hacia la colina que hay allí. Y vi un fuego rojo que bajaba por la colina hacia acá”. Los adultos se rieron y se burlaron de él, y luego le dijeron: “¡No nos vengas con esas historias! Para eso, bien puedes ir a ver si una ballena viene hacia la aldea bajando por la colina. ¡Ve!” y lo empujaron de nuevo hacia el exterior. El niño corrió pero pronto tocó de nuevo, gritando: “El fuego rojo ya entró a la aldea y viene hacia acá!”
      Los adultos se rieron y burlaron de él y no lo dejaron entrar, así que el niño buscó donde esconderse. Los aldeanos se rieron de nuevo pero casi inmediatamente los interrumpió un vendaval helado que abrió la puerta de golpe. Entonces, en medio del pasillo, vieron un esqueleto humano que se arrastraba sobre los codos y las rodillas, y que brillaba con un extraño y macabro resplandor rojo. El esqueleto se arrastró hasta el centro de la habitación mientras la gente ahí reunida se quedaba muda e inmóvil, aterrada e incrédula.
      El esqueleto hizo un ademán con su mano huesuda y al momento todos cayeron sobre sus rodillas. Entonces el esqueleto se dio la vuelta y comenzó a arrastrarse fuera del túnel… seguido por una fila de aldeanos que se arrastraban sobre sus codos y rodillas. El esqueleto se arrastró a través de la aldea hacia su orilla norte y siguió avanzando hacia la colina. Luego atravesó la colina, siempre con los aldeanos arrastrándose detrás de él, en una larga fila. A pesar de que había dejado de nevar y de que la luna llena brillaba, era una noche terriblemente fría y pronto los aldeanos se congelaron así, en fila. Mientras, el esqueleto siguió su camino.
      Algunos de los aldeanos habían estado fuera, cazando, y se sorprendieron cuando regresaron y hallaron la aldea vacía. Buscaron por otras partes y, al final, entraron al kashim, donde encontraron al pobre niño huérfano. Él les contó lo que había pasado con la gente de la aldea y, al salir, les mostró las huellas que habían dejado el esqueleto y los aldeanos al arrastrarse por la aldea. Siguieron las huellas hasta que encontraron la larga fila de personas congeladas, todavía apoyadas en sus codos y rodillas, como si aún se estuvieran arrastrando. Las huellas del esqueleto seguían: bajaban al otro lado de la colina y más allá. Los cazadores las siguieron hasta que llegaron al lado de una vieja tumba. Los aldeanos se sorprendieron porque sabían que la tumba era el lugar de descanso del padre del niño huérfano.

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Los libros de Próspero

MIRANDA: ¿Cómo llegamos a tierra?

PRÓSPERO: Por obra de la providencia divina. Teníamos algunos víveres y agua dulce, gracias a la caridad de Gonzalo, un noble de Nápoles a quien se encomendó la ejecución de esta medida, que nos surtió además de valiosos vestidos, lino, telas y otros objetos necesarios que tan útiles nos fueron después. Sabiendo él mi afición a los libros, me entregó de mi propia biblioteca algunos volúmenes que aprecio en más que mi ducado.

La tempestad (1611), William Shakespeare

En 1991, el cineasta Peter Greenaway estrenó su película Los libros de Próspero: una versión muy bella y extravagante de la obra teatral La tempestad. Uno de los detalles más fascinantes de la película es la serie de textos, escritos por el propio Greenaway, que imaginan el contenido de los libros que Próspero lleva consigo a su exilio, y de los cuales –según la obra de teatro– aprende la magia que le permite vengarse de sus enemigos y regresar a su tierra. Lo que sigue es esa serie de textos: una lista de variaciones fantásticas que hablan al mismo tiempo de las obsesiones del cineasta –de la multiplicidad que es uno de los principios esenciales de su trabajo– y del mundo de Shakespeare. Uno y otro alternan momentos brutales y otros de enorme ternura.
      Quería reproducir una traducción más o menos reciente que encontré en una revista, pero en cuanto empecé a revisarla me di cuenta de que era pésima; por lo tanto, hice la mía.

John Gielgud como Próspero en la película de Peter Greenaway
John Gielgud como Próspero en la película de Peter Greenaway (fuente)

LOS LIBROS DE PRÓSPERO
Peter Greenaway

1. Un libro de agua
Este es un libro con una cubierta a prueba de agua, decolorada debido a su frecuente contacto con el agua. Está lleno de dibujos para la indagación y textos exploratorios escritos sobre papel de muchos grosores distintos. Hay dibujos acerca de toda asociación acuática concebible: mares, tempestades, lluvia, nieve, nubes, lagos, cataratas, corrientes, canales, molinos, naufragios, diluvios y lágrimas. A medida que se pasan las páginas, los elementos acuáticos frecuentemente se animan. Hay olas que se expanden y tormentas inclinadas. Ríos y cataratas fluyen y burbujean. Planos de maquinaria hidráulica y mapas de pronóstico del clima bullen con flechas, símbolos y agitados diagramas. Los dibujos están hechos todos por la misma mano. Tal vez sea una colección perdida de dibujos de da Vinci, hecha encuadernar por el rey de Francia y comprada por los duques de Milán, como regalo de bodas para Próspero.

2. Un libro de espejos
Encuadernado en oro y muy pesado, este libro tiene unas ochenta páginas de espejo bruñido; algunas opacas, algunas translúcidas, algunas fabricadas en papel de plata, algunas recubiertas de pintura, algunas de una película de mercurio que se resbala de la página a menos que se le trate con cuidado. Ciertos espejos simplemente reflejan al lector, otros reflejan al lector como era tres minutos antes, otros reflejan al lector como será al término de un año, como sería si fuese un niño, una mujer, un monstruo, una idea, un texto o un ángel. Un espejo miente constantemente, otro ve el mundo de atrás para adelante, otro de cabeza. Un espejo retiene sus reflejos como instantes inmóviles, infinitamente recordados. Un espejo refleja simplemente otro espejo a través de la página. Hay diez espejos para los que Próspero no ha definido aún el propósito.

3. Un libro de mitologías
Este es un libro grande. En ocasiones, Próspero lo ha descrito como hasta de cuatro metros de ancho por tres de altura. Está encuadernado en tela de amarillo resplandeciente que, al ser pulida, brilla como el bronce. Es un compendio, con texto e ilustraciones, de mitologías, con todas sus variantes y versiones alternativas; ciclo tras ciclo de cuentos interconectados de dioses y hombres de todo el mundo conocido, del helado Norte a los desiertos del África, con lecturas explicativas e interpretaciones simbólicas. Su autoridad e información son mayores respecto del Mediterráneo oriental, de Grecia y Roma, Belén y Jerusalén, para los que suplementa su información con genealogías naturales y no naturales. Desde una perspectiva moderna, es una combinación de las Metamorfosis de Ovidio, La rama dorada de Frazer y el Libro de los mártires de Foxe. Cada historia y anécdota tiene una ilustración. Usando este libro como concordancia, Próspero puede reunir, si así lo desea, a todos aquellos dioses y hombres que han logrado la fama o la infamia por el agua, o a través del fuego, por engaños, en asociación con caballos o árboles o cerdos o cisnes o espejos, por orgullo, envidia o insectos-palo.

4. Un manual de las estrellas pequeñas
Es un auxiliar para la navegación, pequeño, negro y con tapas de cuero. Está lleno de mapas doblados de los cielos nocturnos que salen y se desparraman, desmintiendo el modesto tamaño del libro. Es una representación del cielo reflejado en los mares del mundo cuando están quietos, pues lo completan espacios en blanco donde las tierras emergidas del globo han interrumpido el espejo oceánico. Esto, para Próspero, fue su mayor utilidad, pues al dirigir su barquito agujereado hacia uno de tales espacios en blanco, muy pequeño, en un mar de estrellas, encontró su isla. Al abrirse, las páginas del manual parpadean con planetas viajeros, meteoros destellantes y cometas giratorios. Los cielos negros pulsan con números rojos. Las nuevas constelaciones se mantienen unidas por líneas punteadas, que se mueven deprisa.

5. Un atlas perteneciente a Orfeo
Encuadernado con tapas de latón esmaltadas en verde, maltratadas y quemadas, este atlas está dividido en dos secciones. La Sección Uno está llena de grandes mapas sobre el viaje y la utilización de la música en el mundo clásico. La Sección Dos está llena de mapas del Infierno. Fue usada cuando Orfeo viajó al Inframundo en busca de Eurídice, y los mapas, por tanto, están chamuscados y quemados por fuego diabólico y mordidos por los colmillos de Cerbero. Al abrirse el atlas, los mapas bullen con burbujas de brea. Chorros de grava caliente y suelta, y arena fundida, caen del libro y queman el piso de la biblioteca.

6. Un libro severo de geometría
Este es un libro grueso, con cubiertas de cuero color café, inscrito con números dorados. Al abrirse, complejos diagramas geométricos tridimensionales se alzan de las páginas como modelos en un libro desplegable. En las páginas pulsan números y cifras logarítmicas. Los ángulos son medidos por péndulos de metal, delgados como agujas, que se balancean libremente, activados por imanes escondidos en el grueso papel.

7. El Libro de los Colores
Este es un libro grande encuadernado en moaré de seda carmesí. Es más ancho que alto, y al abrirse, cada doble página forma un cuadrado. Las trescientas páginas cubren el espectro de los colores en tonalidades finamente diferenciadas que parten del negro y vuelven a él. Cuando se abre una doble página, el color evoca tan fuertemente un lugar, un objeto, una ubicación o una situación que las sensaciones asociadas a ella se experimentan de manera directa. Así, un amarillo naranja brillante es la entrada a un volcán y un azul verdoso oscuro es un recordatorio del mar profundo, donde anguilas y peces nadan y te salpican la cara.

8. La Anatomía del Nacimiento de Vesalio
Vesalio produjo el primer libro autorizado de anatomía; es asombroso en su detalle, macabro en su determinación. Esta Anatomía del Nacimiento, un segundo volumen hoy perdido, es todavía más perturbador y herético. Se concentra en los misterios del nacimiento. Está lleno de dibujos descriptivos de las funciones del cuerpo humano que, cuando las páginas se abren, se mueven, laten y sangran. Es un libro prohibido que indaga en los procesos innecesarios del envejecimiento, lamenta los desgastes asociados con la generación, condena los dolores y ansiedades del parto y en general cuestiona la eficiencia de Dios.

9. Un inventario de los muertos
Este es un volumen fúnebre, largo y delgado, con cubiertas de corteza plateada. Contiene todos los nombres de los muertos que han vivido en la Tierra. El primer nombre es el de Adán y el último el de Susana, la esposa de Próspero. Los nombres están escritos en muchas tintas y caligrafías y ordenados en largas columnas que a veces reflejan el alfabeto, a veces una cronología histórica, pero con frecuencia usan taxonomías de desciframiento complicado, por lo cual es posible tener que buscar durante muchos años para encontrar un nombre. Pero es seguro que se encuentra allí. Las páginas del libro son muy viejas y tienen marcas de agua con una colección de diseños para tumbas y nichos cinerarios, elaboradas lápidas, túmulos, sarcófagos y otras bagatelas arquitectónicas para los muertos, lo que sugiere que el libro tenía otros propósitos, incluso antes de la muerte de Adán.

10. Un libro de historias de viajeros
Este es un libro muy dañado, como si hubiera sido muy manoseado por niños que le tuvieran gran aprecio. Las cubiertas de cuero carmesí, rasguñadas y sobadas, alguna vez decoradas con un diseño figurativo dorado, están ahora tan desgastadas que el patrón se ha vuelto ambiguo y es tema de muchas especulaciones. El libro contiene aquellas maravillas de las que los viajeros hablan sin que se les crea. “Hombres cuyas cabezas están en sus pechos”, “mujeres barbadas, una lluvia de ranas, ciudades de hielo púrpura, camellos cantores, gemelos siameses”, “montañistas con papadas como de toro”. Está repleto de ilustraciones y tiene poco texto.

11. El Libro de la Tierra
Un grueso libro encuadernado en tela de color caqui, sus páginas están impregnadas con los minerales, ácidos, álcalis, elementos, gomas, venenos, bálsamos y afrodisiacos de la tierra. Se puede rascar una gruesa página escarlata con la uña del pulgar para hacer fuego. Se puede lamer una pasta gris de otra página para tener una muerte venenosa. Otra página más se puede empapar en agua para curar el ántrax. Sumergir otra más en leche produce jabón. Dos páginas ilustradas se frotan una contra otra para hacer ácido. Al apoyar la cabeza en otra se cambia el color del cabello. Con este libro, Próspero saboreó la geología de la isla. Con su ayuda, extrajo sal y carbón, agua y mercurio; y también oro, aunque no para su bolsa, sino para su artritis.

12. Un libro de arquitectura y otras músicas
Al abrir las páginas de este libro, planos y diagramas se despliegan totalmente formados. Hay modelos definitivos de edificios, constantemente ensombrecidos por nubes en movimiento. Piazzas al mediodía se llenan y se vacían de multitudes ruidosas, las luces parpadean en paisajes urbanos nocturnos, se oye música en salones y torres. Con este libro, Próspero convirtió a la isla en un palacio de bibliotecas que recapitula todas las ideas arquitectónicas del Renacimiento.

13. Las Noventa y Dos Vanaglorias del Minotauro
Este libro reflexiona sobre la experiencia del Minotauro, el vástago más celebrado del bestialismo. Contiene una mitología clásica impecable para explicar orígenes y estirpes que incluyen a Leda, Europa, Dédalo, Teseo y Ariadna. Dado que Calibán –como centauros, sirenas, arpías, la esfinge, los vampiros y los hombres lobo– es el producto de la bestialidad, este libro podría interesarle mucho. Burlándose de las Metamorfosis de Ovidio, cuenta la historia de noventa y dos híbridos. Debía haber contado cien, pero el puritano Teseo había escuchado suficiente y mató al Minotauro antes de que pudiese terminar. Cuando se le abre, el libro exuda un vapor amarillo y cubre los dedos de un aceite negro.

14. El Libro de las Lenguas
Este es libro grande, grueso, con una cubierta verdiazul que se vuelve un arcoiris bajo la luz. Más una caja que un libro, se abre de manera no ortodoxa, con una puerta en su portada. Adentro hay una colección de ocho libros más pequeños, dispuestos como botellas en un estuche medicinal. Tras estos ocho libros hay otros ocho libros, y así sucesivamente. Abrir los libros más pequeños es dejar sueltos muchos lenguajes. Palabras y frases, párrafos y capítulos se agrupan como renacuajos en una charca en abril, o como estorninos en un cielo nocturno de noviembre.

15. Plantas del Fin
Con la apariencia de un tronco de madera antigua y madura, este es un herbario para acabar con todos los herbarios, que se ocupa de las más venerables plantas que gobiernan la vida y la muerte. Es un libro como un bloque inmenso con tapas de madera barnizada que en un momento estuvieron habitadas por diminutos insectos excavadores, y tal vez lo estén todavía. Las páginas están repletas de plantas y flores prensadas, corales y hierbas marinas, y alrededor del libro flotan exóticas mariposas, libélulas, temblorosas polillas, brillantes escarabajos y una nube de polen dorado. Es simultáneamente un panal, una colmena, un jardín y un arca para insectos. Es una enciclopedia de polen, aroma y feromona.

16. Un Libro del Amor
Este es un volumen pequeño, delgado y perfumado, encuadernado en rojo y oro, con listones anudados de color carmesí como separadores. Ciertamente hay una imagen en el libro de un hombre desnudo y una mujer desnuda, y también una imagen de un par de manos enlazadas. Estas cosas se vieron una vez, brevemente, en un espejo, y ese espejo estaba en otro libro. Todo lo demás es conjetura.

17. Un bestiario de animales pasados, presentes y futuros
Este es un libro grande, un tesauro de animales reales, imaginarios y apócrifos. Con este libro, Próspero puede reconocer a los pumas y los titís, a los murciélagos de la fruta, a las mantícoras y dromerselos, al cameleopardo, la quimera y la catamorrana.

18.El Libro de las Utopías
Este es un libro de sociedades ideales. Con la cubierta frontal de cuero dorado, y la posterior de pizarra negra, tiene, tiene quinientas páginas, seiscientas sesenta y seis entradas indexadas y un prefacio de Sir Tomás Moro. La primera entrada es una descripción consensuada del Cielo y la última es una del Infierno. Siempre habrá alguien en la Tierra cuyo ideal utópico sea el Infierno. En las páginas restantes del libro, cada comunidad social y política conocida o imaginada es descrita y evaluada, y veinticinco páginas se dedican a tablas donde las características de todas las sociedades pueden verse por separado, para que el lector pueda armar y aproximar su propio ideal utópico.

19. El Libro de la Cosmografía Universal
Lleno de diagramas impresos de gran complejidad, este libro intenta ubicar todos los fenómenos universales en un solo sistema. Los diagramas grabados en las páginas representan disciplinadas figuras geométricas, anillos concéntricos que giran y contragiran, tablas y listas organizadas en espirales, catálogos dispuestos sobre un cuerpo humano simplificado que, al moverse, pone a las listas en nuevos órdenes; diagramas movedizos del sistema solar. El libro ofrece una mezcla de lo metafórico y lo científico y está dominado por un gran diagrama que muestra la Unión del Hombre y la Mujer –Adán y Eva– en un universo estructurado donde todas las cosas tienen designado su lugar y una obligación de ser fructíferas.

20. Tradición de las Ruinas
Manual para anticuarios, esta es una lista pormenorizada del mundo antiguo hecha para el humanista del Renacimiento interesado en la antigüedad. Con abundancia de mapas y planos de los sitios arqueológicos del mundo, templos, pueblos y puertos, cementerios y caminos antiguos, medidas de cien mil estatuas de Hermes, Venus y Hércules, descripciones de cada obelisco descubierto y pedestal del Mediterráneo, planos de las calles de Tebas, Ostia y Atlantis, un directorio de las posesiones de Lucio Aelio Sejano, las tabletas de Heráclito, las firmas de Pitágoras, es un volumen esencial para el historiador melancólico que sabe que nada permanece. Las proporciones del libro son las de un bloque de piedra: cuarenta por treinta por veinte centímetros, su color el del mármol de venas azuladas, y tiene el tacto del gis, con páginas crujientes y rígidas impresas en fuentes clásicas que no tienen las letras W ni J.

21. Las Autobiografías de Pasifae y Semíramis
Un tomo de pornografía. Volumen ennegrecido y muy hojeado, sus ilustraciones dejan muy poca ambigüedad respecto de su contenido. El libro está encuadernado en piel de becerro negro con tapas de plomo dañadas. Las páginas son verdigrises y están salpicadas de un polvo verde y gomoso, cabellos negros y rizados y manchas de sangre y otras sustancias. El más sutil humo o vapor se eleva de sus páginas cuando el libro se abre, y siempre está tibio, como con el pequeño calor que se percibe en el yeso que se seca o en piedras planas tras de que el sol se ha puesto. Las páginas dejan manchas acídicas en los dedos y es aconsejable llevar guantes cuando se lee el volumen.

22. Un libro del movimiento
Este es un libro que en el nivel más simple describe cómo vuelan los pájaros y rompen las olas, cómo se forman las nubes y cómo caen las manzanas de los árboles. Describe cómo el ojo cambia de forma cuando mira grandes distancias, cómo crece el pelo de una barba, por qué el corazón late y los pulmones se hinchan involuntariamente y cómo la risa cambia la cara. En su nivel más complejo, explica cómo las ideas se persiguen unas a otras en la memoria y a dónde se va el pensamiento cuando ya no se le necesita. Está cubierto de duro cuero azul y, como siempre se está abriendo por su propia volición, está asegurado con dos tiras de cuero atadas fuertemente al lomo. De noche, golpea contra la estantería del librero y tiene que ser contenido con un peso de bronce. Una de sus secciones se llama “La danza de la naturaleza” y en ella, codificadas y explicadas con dibujos animados, están todas las posibilidades del cuerpo humano para bailar.

23. El Libro de los Juegos
Este es un libro de juegos de mesa en cantidades inagotables. El ajedrez es sólo uno entre mil juegos en este volumen, y ocupa meramente dos páginas, la 112 y la 113. El libro contiene juegos de mesa para jugar con fichas y dados, con cartas y banderas y pirámides en miniatura, pequeñas figuras de los dioses olímpicos, los vientos representados con cristal coloreado, profetas del Antiguo Testamento hechos de hueso, bustos romanos, los océanos del mundo, animales exóticos, piezas de coral, querubines de oro, monedas de plata y trozos de hígado. Los juegos de mesa contenidos en el libro abarcan tantas situaciones como experiencias posibles. Hay juegos de muerte, resurrección, amor, paz, hambruna, crueldad sexual, astronomía, la cábala, el arte de gobernar, las estrellas, la destrucción, el futuro, la fenomenología, magia, retribución, semántica, evolución. Hay tableros con triángulos rojos y negros, diamantes grises y azules, páginas de texto, diagramas del cerebro, alfombras árabes; tableros con la forma de las constelaciones, animales, mapas, viajes al Infierno y viajes al Cielo.

24. Treinta y seis obras de teatro
Este es un grueso volumen impreso, con la fecha 1623. Todas las obras, treinta y seis, están allí salvo una: la primera. Diecinueve páginas se han dejado en blanco para su inclusión. La obra faltante se llama La tempestad. La colección, hecha en tamaño de folio, está modestamente encuadernada en lino color verde apagado, con cubiertas de cartulina, y las iniciales del autor están grabadas en relieve con letras doradas: W. S.

Un fotograma de Los libros de Próspero (fuente)
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El libro de tu vida

Este es otro de los autores favoritos de quien escribe en este sitio: el inglés Alan Moore (1953), conocido principalmente como uno de los más grandes creadores de cómics del siglo XX. Ya retirado de ese medio, Moore se dedica a otros intereses, como el performance, el cine y la novela. De hecho, este cuento es en realidad un extracto de su novela Jerusalem (2016), un libro ambicioso y complejo que no abandona jamás la ciudad de Northampton, donde Moore nació y vive todavía, pero abarca la totalidad del tiempo histórico, el Más Allá y el futuro posible de la humanidad y del universo. Uno de sus muchos pasajes sorprendentes es el que sigue, en el cual el texto parece hablar directamente a quien lo lee y la vida entera de un ser humano se compara con un libro. Además, en el texto se entrevé una de las bases conceptuales de la novela, que se deriva de la filosofía eternalista: la noción de que el universo entero, incluyendo al tiempo como una dimensión más, es inmutable y eterno, por lo cual ningún ser humano tiene realmente libre albedrío a medida que avanza a través de los hechos de su vida, y éstos se «repiten» para siempre, una y otra vez, sin cambios. La idea es más bien aterradora, y Moore la explora de una enorme variedad de maneras a medida que habla de muchas vidas e historias vinculadas con la de su ciudad.
      La traducción del texto es mía.


EL LIBRO DE TU VIDA
Alan Moore

Sé que soy un texto. Sé que me estás leyendo. Esta es la diferencia más grande que hay entre los dos: tú no sabes que tú eres un texto. No sabes que te estás leyendo. Lo que crees que es la vida autodeterminada por la que estás pasando es de hecho un libro ya escrito y que te ha atrapado, y no por primera vez. Cuando una lectura dada ha concluido, cuando la contratapa se cierra como la cubierta de un ataúd, inmediatamente olvidas que ya has luchado a través de sus páginas y lo vuelves a levantar, acaso porque te atrae la foto atractiva y heroica de ti que está en la sobrecubierta.
      Vadeas una vez más a través de la glosolalia del comienzo de la novela y esa sorprendente escena del nacimiento, toda en primera persona, nebulosamente descrita en una confusión de nuevos sabores y olores y luces aterradoras. Te demoras con deleite en los pasajes de la infancia y saboreas a todos los nuevos personajes, poderosamente logrados, a medida que se presentan, la madre y el papá, los amigos y parientes y enemigos, cada uno con sus excentricidades memorables, su atractivo singular. Aunque encuentras interesantes esas hazañas juveniles, descubres que estás meramente leyendo por encima algunos de los episodios posteriores por puro aburrimiento, pasando deprisa las páginas de tus días, saltándote hacia delante, impaciente por el contenido adulto y la pornografía que supones que te espera en el capítulo siguiente.
      Cuando esto resulta ser menos una alegría en estado puro, menos abundante de lo que habías anticipado, te sientes vagamente como si te hubieran estafado y truenas por un tiempo contra el autor. Para entonces, sin embargo, todos los temas centrales de la historia se acumulan a tu alrededor en el relato, locura y amor y pérdida, destino y redención. Empiezas a entender la auténtica escala de la obra, su profundidad y su ambición, cualidades que se te habían escapado hasta ahora. Hay una creciente aprehensión, una sensación de que el cuento podría no estar en la categoría que habías supuesto previamente, es decir, la de la aventura picaresca o la comedia sexual. De modo alarmante, la narración progresa más allá de las fronteras confortables de los géneros al territorio perturbador de la vanguardia. Por primera vez te preguntas si estás abarcando más de lo que puedes apretar, si te has embarcado por error en una pesada obra maestra, cuando tenías la intención de elegir solamente un thriller barato, lectura de vacaciones para el aeropuerto o la playa. Empiezas a dudar de tus capacidades de lectura, a dudar de tu habilidad para aguantar esta fábula mortal hasta su conclusión sin que tu atención se distraiga. E incluso si la terminas, dudas tener la suficiente astucia para entender el mensaje de la saga, si es que existe un mensaje. En privado, sospechas que te pasará muy por encima, y sin embargo, qué más puedes hacer salvo seguir viviendo, seguir pasando las páginas como hojas de calendario, con el impulso de aquella recomendación de la portada que decía “Si sólo lees un libro en tu vida, que sea éste”.
      No es sino hasta que estás más allá de la mitad del tomo, cerca de la marca de los dos tercios, que algunos puntos argumentales previos y aparentemente aleatorios empiezan a tener alguna especie de sentido para ti. Los significados y las metáforas empiezan a resonar; las ironías y los temas recurrentes se revelan. Aún no tienes la certeza de haber leído esto antes o no. Algunos elementos parecen terriblemente familiares y tienes premoniciones ocasionales de cómo se resolverán algunas de las tramas secundarias. Una imagen o un parlamento dará un acorde como de déjà vu, pero en general todo parece una nueva experiencia. No importa si es la segunda lectura o la centésima: te parece algo fresco, y, sea a regañadientes o no, pareces disfrutarlo. No quieres que termine.
      Pero cuando ha concluido, cuando la contratapa como la cubierta de un ataúd finalmente se ha cerrado con fuerza, inmediatamente olvidas que ya te has abierto paso a través del libro y lo vuelves a levantar, porque tal vez te atrae la llamativa y heroica foto tuya que está en la sobrecubierta.
      La marca de un buen libro, dicen, es que puedes leerlo más de una vez e igual encontrar algo nuevo en cada ocasión.

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El poder de las palabras

He aquí un cuento relativamente poco conocido del gran Edgar Allan Poe (1809-1849), maestro de la narrativa breve, precursor influyentísimo de la literatura contemporánea y objeto de varios homenajes en este sitio (incluyendo, hace diez años, este acopio de textos para su bicentenario).

La narración no se parece a las que acostumbramos asociar al escritor: tiene forma de diálogo y sus únicos personajes son dos espíritus, o ángeles, que hablan sobre ciencia (filosofía, dice Poe, al modo de su propio tiempo) mientras flotan por el cosmos. Pero la pasión, el arrebato, el dolor aparecen de manera inesperada en las lecciones que el ángel más «joven», Oinos, recibe del otro, Agathos, y el resultado es sorprendente. En la literatura occidental, el Más Allá es en muchas ocasiones una fantasía optimista: la vida tras la muerte, la redención tras el sufrimiento en el mundo. Pero ningún pensamiento muere tampoco, dice Poe, y en el universo que él inventa todos ellos, incluyendo los desdichados, se vuelven visibles y eternos.

«The Power of Words» se publicó por primera vez en la revista Democratic Review en junio de 1845. La traducción es mía, recién hecha y parte de un proyecto que, si todo sale bien, será publicado este mismo año.

Edgar Allan Poe

EL PODER DE LAS PALABRAS

Edgar Allan Poe

Oinos. — Perdona, Agathos, la debilidad de un espíritu que estrena las alas de la inmortalidad.

Agathos. — No has dicho nada, mi Oinos, por lo que deba exigirse perdón. Ni siquiera aquí es el conocimiento una cosa de intuición. Si buscas sabiduría, pídela con libertad a los ángeles, y se te dará.

Oinos. — Imaginaba que, en esta existencia, conocería de inmediato todas las cosas, y sería feliz al conocerlo todo.

Agathos. — ¡Ah, pero la felicidad no está en el conocimiento, sino en la adquisición de conocimiento! Saber siempre más es nuestra bendición eterna; saberlo todo sería la maldición de un demonio.

Oinos. — Pero ¿acaso el Altísimo no lo sabe todo?

Agathos. — Esa, dado que Él es el Más Bendecido, debe ser todavía la única cosa desconocida hasta para Él.

Oinos. — Pero, si con cada hora crecemos en conocimiento, ¿al final no se sabrán todas las cosas?

Agathos. — ¡Contempla las distancias abismales! Intenta llevar tu mirada a través de las vistas incontables de las estrellas, mientras nos desplazamos despacio a través de ellas, así…, así…, así. ¿No ocurre que incluso la visión espiritual es detenida por las continuas paredes de oro del universo, las que están formadas por las miríadas de cuerpos resplandecientes cuyo solo número parece convertirlos en una unidad?

Oinos. — Claramente percibo que no es un sueño la infinitud de la materia.

Agathos. — No hay sueños en el Edén…, pero aquí se murmura que el único propósito de esta infinitud de la materia es permitir infinitas fuentes en las que el alma pueda calmar la sed de saber que es para siempre inextinguible en su interior, dado que saciarla por completo sería extinguir la propia alma. Pregúntame, pues, mi Oinos, libremente y sin miedo. ¡Ven! Dejaremos a la izquierda la clamorosa armonía de las Pléyades, y volaremos hacia fuera desde el trono, hacia las praderas estrelladas más allá de Orión, donde en vez de violetas, pensamientos y trinitarias encontraremos arriates de soles triples y tricolores.

Oinos. — Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, ¡instrúyeme! Háblame con los tonos familiares de la Tierra. No entendí lo que acababas de insinuarme sobre los modos o métodos de lo que, durante la vida mortal, acostumbrábamos llamar Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?

Agathos. — Quiero decir que la Deidad no crea.

Oinos. — ¡Explícate!

Agathos. — Sólo en el comienzo creó. Las innumerables criaturas que existen hoy en todo del universo, perpetuamente surgiendo a la existencia, sólo pueden considerarse un resultado mediato o indirecto, no inmediato ni directo, del poder creativo divino.

Oinos. — Entre los hombres, mi Agathos, esa idea sería considerada enormemente herética.

Agathos. — Entre los ángeles, mi Oinos, se le ve como simplemente cierta.

Oinos. — Puedo comprenderte hasta aquí: que ciertas operaciones de lo que llamamos la Naturaleza, o las leyes naturales, darán bajo ciertas condiciones origen a lo que tiene toda la apariencia de creación. Poco antes de la caída final de la Tierra, hubo, me acuerdo bien, muchos experimentos muy exitosos de lo que algunos filósofos llamaron tontamente “creación de animálculos”.

Agathos. — Los casos de los que hablas fueron, en realidad, ejemplos de creación secundaria…, y de la única especie de creación que ha habido jamás desde que la primera palabra dio existencia a la primera ley.

Oinos. — Los cuerpos estelares que, desde el abismo de la no-existencia, brotan cada hora hacia los cielos, ¿no son esas estrellas, Agathos, obra inmediata de la mano del Rey?

Agathos. — Déjame tratar, mi Oinos, de llevarte paso a paso a este concepto. Sabes bien que, igual que ningún pensamiento puede morir, ningún acto tiene menos que infinitas consecuencias. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos habitantes de la Tierra, y al hacerlo hacíamos vibrar a la atmósfera que la circundaba. Esta vibración se extendía infinitamente hasta que daba impulso a cada partícula de aire terrestre, que a partir de entonces, y para siempre, era animado por aquel movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro mundo sabían bien este hecho. De hecho, llegaron a calcular con exactitud los efectos ejercidos en un fluido por impulsos especiales, de modo que fuera fácil determinar en qué tiempo preciso llegaría a rodear el mundo un impulso de determinada fuerza, afectando (para siempre) a cada átomo de la atmósfera circundante. Mediante retrogradación, no tenían dificultad en determinar, para un efecto y unas condiciones dadas, el valor de su impulso original. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier impulso dado eran absolutamente interminables, y que una parte de esos resultados se podía rastrear con exactitud por medio del análisis algebraico –y que vieron también la facilidad de la retrogradación–, esos hombres, digo, vieron al mismo tiempo que esta especie de análisis tenía en sí misma la posibilidad de progreso indefinido: que no había límites concebibles a su avance y aplicabilidad, excepto dentro del intelecto de quien lo hacía progresar o lo aplicaba. Pero en este punto, nuestros matemáticos se detuvieron.

Oinos. — ¿Y por qué, Agathos, deberían haber continuado?

Agathos. — Porque más allá había algunas consideraciones de profundo interés. De lo que ellos sabían, se podía deducir que para un ser de infinito entendimiento –uno para el cual la perfección del análisis algebraico se mostrara plena–, no habría dificultad en rastrear cada impulso dado al aire, y al éter a través del aire, hasta sus más remotas consecuencias en la más infinitamente remota época del tiempo. De hecho, se puede demostrar que cada impulso dado al aire influye, finalmente, en cada cosa individual que existe en el universo…, y el ser de infinito entendimiento que hemos imaginado podría rastrear las ondulaciones remotas de ese impulso: rastrearlas hacia arriba y hacia delante en sus influencias sobre todas las partículas de toda la materia, para siempre, en sus modificaciones de viejas formas –o, dicho de otro modo, en la creación de nuevas formas–, hasta llegar a ellas reflejadas, ya sin más efecto, en el trono de Dios. Y este ser no sólo podría hacer esto, sino que en todo tiempo, si se le diera un cierto resultado –si se le propusiera inspeccionar uno de estos cometas innumerables, por ejemplo–, no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a qué impulso original se debió. Este poder de retrogradación, con absoluta plenitud y perfección; esta facultad de relacionar en todas las épocas todos los efectos a todas las causas, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad. Pero en cualquier otro grado, por debajo de la perfección absoluta, ese poder lo tienen las huestes completas de las Inteligencias Angélicas.

Oinos. — Pero sólo hablas de impulsos en el aire.

Agathos. — Al hablar del aire, me refería solamente a la Tierra. Pero la proposición general es aplicable a impulsos sobre el éter, que como penetra, y es lo único que penetra, todo el espacio, es por lo tanto el gran medio de la creación.

Oinos. — ¿Entonces todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?

Agathos. — Así debe ser. Pero una filosofía verdadera ha enseñado por largo tiempo que la fuente de todo movimiento es el pensamiento, y la fuente de todo pensamiento es…

Oinos. — Dios.

Agathos. — Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la bella Tierra que pereció hace poco, acerca de impulsos sobre la atmósfera terrestre.

Oinos. — Así fue.

Agathos. — Y mientras hablaba, ¿no te pasó por la mente algún pensamiento sobre el poder físico de las palabras? ¿No es cada palabra un impulso dado al aire?

Oinos. — Pero, Agathos, ¿por qué lloras? ¿Y por qué…, oh, por qué tus alas se cierran mientras flotamos sobre esta hermosa estrella, la más verde y a la vez la más terrible de las que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de hadas…, pero sus fieros volcanes parecen las pasiones de un corazón violento.

Agathos. — ¡Lo son! ¡Lo son! Esta estrella salvaje… Ya son tres siglos desde que, con las manos unidas y los ojos llorosos, a los pies de mi amor…, yo la dije: la hice nacer con unas cuantas frases apasionadas. Sus brillantes flores son mis más queridos sueños sin realizar, y sus rugientes volcanes son las pasiones del corazón más turbulento y más impío.

(traducción de Alberto Chimal)

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