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Un amor disparejo (y otras opiniones)

He aquí el resto de los apuntes que debía sobre el viaje a Canadá que hice en octubre pasado. Se podría titular también «Inocentes en el extranjero», como aquel libro de Mark Twain, de no ser porque los hallazgos que mencionaré a continuación podrían hacerse (al menos en teoría) sin salir en absoluto de este país, sólo aplicando un poco de imaginación y rechazando la idea, tan confortable, de que en todas partes las cosas son como aquí.

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–No me gusta lo de los blogs –me dijo un autor canadiense– porque es dar gratis el trabajo de uno.

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Una de las actividades del Wordfest en las que participé en la ciudad de Calgary fue una mesa redonda sobre blogs y medios alternativos; fuimos ponentes Tish Cohen, una escritora de allá, y yo mismo. La conversación fue una de las pruebas más notorias de que Canadá, en lo que concierne a su literatura y sus escritores, es otro planeta: hablé de Las historias, Caza de Letras y otros proyectos basados en la red y lo que dije fue recibido con interés, pero estaba (noté, demasiado tarde) fuera de foco: la idea era más bien discutir el modo en el que se puede usar el blog u otros medios alternativos para promover autores y lanzamientos editoriales, complementando lo que ya hacen casas editoras y agentes literarios.

La mayoría de las editoriales de México –incluso las grandes, a las que no puede acusarse de falta de recursos pero en muchos casos prefieren publicar a quien ya sea famoso: no están interesadas en crear ellas mismas el reconocimiento público de sus autores– promueve sus novedades y catálogo en una escala que allá parecería minúscula. Y va a ser peor en el futuro inmediato, cuando menos, debido a la crisis económica mundial. Y no hay manera de que un agente literario se gane la vida promoviendo la publicación de libros y autores en México: no sólo no existe la costumbre, sino que el mercado editorial es, como sabemos, pequeñísimo: la decadencia de nuestro sistema educativo (que no se queda, por cierto, en las escuelas públicas) tiene la culpa de que la lectura sea para nosotros una actividad desagradable, que se lleva a cabo sólo para obtener información útil y de empleo inmediato: para pasar un examen.

En Calgary dije justamente todo esto; hubo comentarios genuinamente amables sobre la precariedad de la situación de los escritores en México y Tish Cohen tuvo la gentileza de recomendarme a su propio agente; tal vez lo busque cuando no sólo tenga completa la nueva novela (por suerte, la que viene para febrero será promovida por la propia editorial: yo carezco de cualquier don de gentes) sino pueda traducir al inglés las cinco primeras páginas de la misma, que son las que el agente pide –ya investigué– para decidir si le interesa o no encargarse del libro y el autor en cuestión.

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Algunos días más tarde, en Banff, fui invitado a un par de mesas de trabajo con invitados al Wordfest, artistas residentes en el Banff Centre y otros escritores vinculados con el mismo: todo fue organizado por Steven Ross Smith, director de actividades literarias del centro. Las conversaciones tuvieron que ver con dos temas: «¿Es la literatura la más conservadora de las artes?» y otra vez «Nuevos medios y literatura».

Desde luego, la definición de «conservadurismo» no podía tener relación con la política; desde luego, inseguro que es uno, me preparé para explicar, si hacía falta, que no sabía cómo sería en Canadá pero, si de algo servía comparar, es verdad que muchos artistas de por aquí sólo crean para poder vivir del presupuesto del Estado e insertarse en grupos de poder, pero llamarlos conservadores implica un falseo: no sólo el antónimo más próximo («liberales») carece de sentido en el contexto, sino que los autores que trabajan de esta manera tienen las más diversas inclinaciones políticas…, y en cualquier caso la práctica va ya de salida, pues los gobiernos actuales están cada vez menos interesados en el favor de los intelectuales: los opinadores con influencia que estuvieron tan cerca del régimen del PRI durante buena parte del siglo XX.

Pero no debí molestarme. Supe que todos mis preparativos eran inútiles cuando comenzó la discusión y entendí que el conservadurismo del que se hablaba era conservadurismo de primer mundo, es decir, el problema era intentar comprender cómo es afectada la libertad creativa de los escritores por el hecho de tener que producir para nichos definidos de mercado, de los que una vez que se ha entrado no se sale tan fácil (o de que el Gran Elector de los libros canadienses, el que más influye en qué se publica y qué no, es el encargado de decidir qué se vende y qué no en las librerías de la cadena Chapters, la más grande del país).

Las diferencias entre la situación de Canadá y la de aquí produjeron algún interés también, pero en esta ocasión hablé de eso nada más de pasada. Ocurrió de este modo: alguno de los escritores participantes observó que, después de todo, el hecho de que en la literatura siempre tiene que haber historias con planteamiento, desarrollo y desenlace es una restricción invencible que limita enormemente las posibilidades de innovación, acaso más que en cualquiera de las otras artes.

–Aunque, bueno –agregó–, está la poesía.

–Que también es literatura –agregó una poeta–. Aunque no venda.

–No tener la presión del mercado –dijo una escritora de non fiction— debe ser una experiencia muy distinta.

–Es que –dije yo, más o menos– a lo mejor la situación de aquí y las restricciones particulares que hay impiden verlo, pero –y una parrafada muy larga y vacilante que se puede resumir así: tal vez no se puede ver tan fácilmente, pero hay que recordar que el potencial del lenguaje es enorme. Me extraña un poco que no se recuerde. Por ejemplo (obsérvese mi amabilidad de buen salvaje), en aquellos países pequeños y arruinados como el mío, en los que simplemente no hay ninguna posibilidad de vivir de la escritura, hay muchas personas buscando y encontrando cosas distintas que decir, y maneras distintas de decirlas, y se atreven a explorarlas, a experimentar, aunque sólo sea porque no hay ninguna presión para conformarse a un mercado. Estos lugares (y sobre todo, sus espacios más marginales: editoriales pequeñas, blogs, etcétera) son laboratorios donde todavía se pueden realizar estas búsquedas, pero si se pueden realizar allá se podrían realizar, en potencia, en cualquier lugar donde se practicara la literatura…

Alguien más pidió: –¿Podemos no decir «literatura»?

La propuesta puede sonar muy mal leída en otro contexto, pero en el momento fue claro que la persona que hablaba se sentía insegura: la «literatura» era distinta de la «narrativa» (fiction…, y ni hablar de la non-fiction, esa categoría que acá hemos importado tan sin pensar) porque la primera palabra se refiere a algo con pretensiones artísticas. En su gran mayoría, éstos eran escritores que, muy razonablemente, podían pensar en vender su trabajo y ganarse la vida con él y que en muchos casos no habían tenido que pasar jamás por ninguna de las consideraciones sobre el trabajo artístico que en América Latina siguen siendo (al menos para algunas personas) tan importantes.

Esto último quedó aún más claro cuando uno más de los escritores participantes se lanzó, un poco agriamente, a recordar a todos que todos ellos estaban en un negocio y agregó que él despreciaba todas esas discusiones pretenciosas (arty-farty; como se puede inferir el término es despectivo de otra manera). Él estaba interesado en crear un producto, hallar un nicho de mercado, promover eficazmente y al costo más barato posible, ver cómo maximizar el número de unidades del mismo que podía «mover», etcétera.

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La poeta a la que cité poco antes dijo también, en otro momento:

–El problema con los poetas canadienses es que sólo leen a otros poetas canadienses.

Hay que agregar a esta afirmación la impresión que se tiene al visitar una librería Chapters y encontrar que no hay un solo libro escrito por un mexicano (ni siquiera del grupo de Crack, a quienes llegué a ver por ahí en un viaje anterior; ni siquiera de Carlos Fuentes), nada de Roberto Bolaño pese a su fama creciente como el nuevo autor latinoamericano, y apenas dos o tres tomos de García Márquez o Isabel Allende. Hay que agregar también la constatación de que, pese a su escasa presencia, los dos o tres tomos que he mencionado bastaban para dar la impresión de que había representada una «literatura latinoamericana» y de que, del mismo modo, había al menos unos pocos ejemplares de absolutamente todos los géneros y subgéneros que puedan citarse.

Hace un par de años leí esta nota en el primer Monorama, en la que mi querido Bernardo Fernández (Bef) reproduce y elogia opiniones de Bruce Sterling contra la ignorancia y la insularidad (el chauvinismo, o más precisamente el mirarse el ombligo, como se dice aquí y allá: navel gazing) de escritores de América Latina que intentan abrirse paso en el mercado internacional. En ese entonces me chocaron ideas como éstas:

Esos escritores no se sientan y dicen «Hoy voy a escribir algo que un extranjero tendría que leer… algo que realmente les importe a esos extranjeros, algo que sea crucial para su bienestar». Si intentaran hacerlo, tendrían que «entender» a esos extranjeros cabalmente, leer sus libros, mirar sus películas, incluso hasta casarse con alguno de ellos. Hay muy pocos escritores con esa ambición. Quieren que el mundo repare en ellos y en lo maravilloso que hacen. No quieren perjudicar su ecuanimidad y enterarse de que el mundo está lleno de miles de millones de personas que no tienen ningún buen motivo para leerlos.

… y ahora me parece que su consejo suena muy bien pero no es nada más que una ilusión: hay casos, desde luego, de autores de lenguas ajenas a la inglesa que logran ser traducidos y hasta tener éxito en ese ámbito distinto, pero creer en la posibilidad de la asimilación masiva, incluso sacrificándolo todo a ella, es una tontería: el mercado editorial en lengua inglesa no necesita a nadie, se basta a sí mismo y produce básicamente todo lo que sus lectores piden. Es posible que algo no pedido tenga éxito, claro, pero lo tendrá a contracorriente del mercado, que siempre se irá por la ruta del menor esfuerzo y el menor riesgo…, y esto es particularmente cierto en el caso de los subgéneros, en los que el «producto» se crea de entrada a partir de ciertas reglas y estándares. ¿A quién le va a interesar una novela de vampiros hecha en México, por ejemplo, si los libros de Stephanie Meyer ya existen y se puede distribuir globalmente? ¿Quién querrá tomarse la molestia de siquiera leerlo, si en el propio mundo de lengua inglesa, sin tener que pasar por una traducción, ahora mismo se están escribiendo al menos diez años de imitaciones de Crepúsculo?

El paso que la mayoría de los escritores «internacionales» de aquí intentan dar es el de México a España, desde luego. Pero, a pesar de que los problemas son ligeramente menores, son en el fondo los mismos: el camino de acercarse al idioma y las preocupaciones de allá no garantiza nada.

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La afirmación pesimista: qué equivocados están todos quienes, acá, salpican todo lo que dicen de palabras inglesas. Su acercamiento es ilusorio: su amor (amor de conquistado, además) no será correspondido nunca.

La afirmación optimista: con todo, se podría lograr mucho entre los artistas mexicanos y los canadienses, que en el fondo habitamos dos patios traseros (distintos, pero patios al fin) de los Estados Unidos y, de diferentes formas, debemos enfrentarnos a esa relación y resentimos las desventajas en las que nos coloca.

–¿Por qué estaremos tan separados? –me preguntó una escritora canadiense, en algún momento de aquellos días.

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