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El retozo

El mes pasado no agregué ningún cuento a la antología virtual de este sitio, así que en este mes habrá dos.
      El primero es de Thomas Ligotti (1953), narrador estadounidense. Ignorado por el gran público de su país, y por mucho tiempo considerado una elusiva figura de culto, se ha vuelto más famoso en años recientes; series televisivas exitosas como True Detective lo tienen entre sus influencias declaradas, y su ensayo La conspiración contra la especie humana se cita como la base de un tipo particular de narrativa de horror que incorpora el pensamiento nihilista y el cinismo contemporáneo ante las grandes crisis del presente.
      «The Frolic» apareció inicialmente en 1982 y fue reunido en la colección Songs of a Dead Dreamer, de 1989. Tengo entendido que hay un cortometraje basado en él pero no lo he visto. La presente traducción está tomada del libro La fábrica de pesadillas, publicado en español en 2006.

Thomas Ligotti (fuente)

EL RETOZO
Thomas Ligotti

En un hermoso hogar de una hermosa zona de la ciudad (la localidad de Nolgate, sede de la prisión estatal), el doctor Munck examinaba el periódico vespertino mientras su mujer descansaba en un sofá cercano, hojeando perezosamente el desfile de colores de una revista de moda. Su hija Norleen estaba arriba, durmiendo ya, o quizá disfrutando a escondidas de una sesión nocturna con el nuevo televisor en color que había recibido la semana anterior por su cumpleaños. De ser así, la violación de la regla acerca de la hora de irse a la cama pasó desapercibida debido a la gran distancia entre su cuarto y el salón, donde los padres no oían sonido de desobediencia alguno. La casa estaba en silencio. El vecindario y el resto de la ciudad también estaban en calma de varias formas, todas ellas levemente molestas para la esposa del doctor. Pero de momento Leslie solo se había atrevido a quejarse del letargo social del modo más jocoso («otra emocionante velada en el retiro monacal de los Munck»). Sabía que su marido estaba volcado en su nuevo puesto en aquel nuevo entorno. Aunque quizá esa noche exhibiera algunos síntomas alentadores de desencanto con su trabajo.
      —¿Qué tal te ha ido hoy, David? —preguntó, levantando su mirada radiante por encima de la portada de la revista, donde otro par de ojos refulgían lustrosos y satinados—. Durante la cena has estado muy callado.
      —Más o menos como siempre —respondió David, sin bajar el periódico local para mirar a su mujer.
      —¿Significa eso que no quieres hablar de ello?
      Él dobló el periódico hacia atrás, revelando el torso.
      —Sonaba a eso, ¿no?
      —Sí, sin duda. ¿Estás bien? —preguntó ella, dejando la revista sobre la mesa de café para ofrecerle toda su atención.
      —Lo que estoy es terriblemente indeciso —respondió el doctor, con una especie de reflexión ausente.
      —¿Alguna indecisión en particular, doctor Munck?
      —Todas, más o menos —respondió.
      —¿Preparo algo de beber?
      —Te lo agradecería enormemente.
      Leslie se dirigió a otra parte del salón y, de un gran aparador, sacó algunas botellas y dos vasos. De la cocina trajo cubitos de hielo en un cubo de plástico marrón. Los sonidos de la elaboración eran inusualmente audibles en aquel silencio. Las cortinas estaban echadas en todas las ventanas salvo la de la esquina, donde posaba una escultura de Afrodita. Más allá de la ventana había una calle desierta iluminada por las farolas, y un trozo de luna sobre el opulento follaje primaveral de los árboles.
      —Tenga, doctor —dijo Leslie, ofreciéndole un vaso de base muy gruesa e imperceptiblemente ahusado hacia el borde.
      —Gracias, no sabes la falta que me hacía.
      —¿Por qué? ¿No te van bien las cosas en el trabajo?
      —¿Te refieres al trabajo en la penitenciaría?
      —Sí, claro.
      —Podrías decir «en la penitenciaría» de vez en cuando. No hablar siempre en abstracto. Reconocer abiertamente el entorno profesional que he elegido, mi…
      —Muy bien, muy bien. ¿Qué tal te han ido las cosas en esa cárcel maravillosa, cariño? ¿Mejor así? —se detuvo y dio un buen trago a su copa, antes de calmarse un poco—. Siento el sarcasmo, David.
      —No, me lo merecía. Te estoy echando la culpa por haber comprendido hace mucho algo que yo mismo me niego a admitir.
      —¿Y que es…? —lo animó ella.
      —Que tal vez no fue la decisión más inteligente la de mudarnos aquí y cargar esta misión sacrosanta sobre mis hombros de psicólogo.
      Este comentario era una indicación de un desencanto mucho más profundo de lo que Leslie había deseado. Pero, de algún modo, aquellas palabras no la habían alegrado como creía que harían. A lo lejos oía ya las furgonetas de la mudanza acercándose a la casa, pero el sonido ya no le parecía tan maravilloso como antes.
      —Decías que querías hacer algo más que tratar neurosis urbanas. Algo más significativo, más desafiante.
      —Lo que quería, a mi modo masoquista, era un trabajo ingrato, imposible. Y lo conseguí.
      —¿Tan malo es? —preguntó Leslie, sin creer del todo que hubiera hecho la preguntas con un escepticismo alentador tal ante la gravedad real de la situación. Se felicitó por colocar la autoestima de David por encima de su propio deseo de un cambio de aires, por importante que lo considerara.
      —Me temo que sí. Cuando visité por primera vez la sección psiquiátrica de la penitenciaría y conocí a los otros doctores, me juré que no me haría tan desesperanzado y cruelmente cínico como ellos. Las cosas serían diferentes conmigo. Parece que me sobrevaloré, pero mucho. Hoy, uno de los enfermeros volvió a ser apaleado por dos de los prisioneros, perdón, «pacientes». La semana pasada fue el doctor Valdman; por eso estaba tan mal en el cumpleaños de Norleen. De momento he tenido suerte, lo único que hacen es escupirme. Por lo que a mí respecta, pueden pudrirse todos en ese agujero infernal.
      David sintió cómo sus palabras alteraban la atmósfera del salón, contaminando la serenidad de la casa. Hasta entonces su hogar había sido un refugio insular alejado de la polución de la prisión, una imponente estructura fuera de los límites de la ciudad. Ahora su imposición psíquica trascendía los límites de la distancia física. Las distancias interiores se constreñían, y David sentía cómo los gruesos muros de la penitenciaría oscurecían el acogedor vecindario.
      —¿Sabes por qué he llegado tarde esta noche? —preguntó a su esposa.
      —No. ¿Por qué?
      —Porque tuve una charla más que extensa con un tipo que aún no tiene nombre.
      —¿Ese del que me contaste que no le ha dicho a nadie de dónde es o cómo se llama de verdad?
      —Ese. No es más que un ejemplo de la perniciosa monstruosidad de ese lugar. Es peor que una bestia, que un animal rabioso. Una agresión demente, ciega… pero astuta. Debido a ese jueguecito suyo del nombre, fue clasificado como inadecuado para la población reclusa normal, de modo que nos lo mandaron a la sección psiquiátrica. Pero según él tiene muchos nombres, no menos de mil, ninguno de los cuales ha consentido en pronunciar en presencia de nadie. Desde mi punto de vista, en realidad no tiene necesidad alguna de un nombre humano. Pero nos lo han endilgado, sin nombre y todo.
      —¿Lo llamas así, «sin nombre»?
      —Pues quizá deberíamos hacerlo, pero no.
      —¿Y cómo lo llamáis entonces?
      —Bueno, fue condenado como John Doe, y desde entonces todos lo llaman así. Aún está por descubrir alguna documentación oficial sobre él. Ni sus huellas ni su fotografía se corresponden con ningún registro de condenas previas. Sé que lo detuvieron en un coche robado estacionado frente a una escuela primaria. Un vecino observador informó de él como un tipo sospechoso al que se veía a menudo por la zona. Supongo que todos estaban alerta después de las primeras desapariciones en el colegio, y la policía lo vigilaba mientras llevaba a una nueva víctima al coche. Fue entonces cuando lo pescaron. Pero su versión de la historia es un poco distinta. Dice que era plenamente consciente de que lo perseguían y que esperaba, incluso deseaba, ser arrestado, sentenciado y confinado en la penitenciaría.
      —¿Por qué?
      —¿Por qué? ¿Por qué preguntar por qué? ¿Por qué pedirle a un psicópata que explique sus motivaciones, si no se logra más que hacerlo todo más confuso? Y John Doe es aún más inescrutable que la mayoría.
      —¿A qué te refieres? —preguntó Leslie.
      —Te lo puedo explicar narrando una pequeña escena de una entrevista que he tenido hoy con él. Le he preguntado si sabía por qué estaba en prisión. «Por retozar», me ha dicho. «¿Qué significa eso?», le pregunto. Su respuesta: «Eso, so, so, so borrico». Esa musiquilla infantil me sonó en cierto modo como si imitara a sus víctimas. Para entonces ya había tenido bastante, pero fui lo bastante insensato para proseguir la entrevista. «¿Sabes por qué no puedes marcharte de aquí?», le pregunto calmadamente, como una variación cutre de mi pregunta original. «¿Quién ha dicho que no puedo? Me iré cuando me apetezca. Pero aún no me apetece». Por supuesto, le pregunto: «¿Por qué no quieres?» «Acabo de llegar», me dice. «Creo que me viene bien un descanso después de tanto retozar. Pero quiero estar con todos los demás. Es una atmósfera incuestionablemente estimulante. ¿Cuándo podré ir con ellos, cuándo?».
      »¿Te lo puedes creer? Pero sería cruel ponerlo con la población reclusa normal, por no decir que él no merece su crueldad. En interno medio detesta el tipo de delito de Doe, y no es posible predecir qué sucedería si lo pusiéramos ahí y los otros descubrieran por qué había sido condenado.
      —Entonces, ¿va a pasarse el resto de la sentencia en la sección psiquiátrica? —preguntó Leslie.
      —Él no lo cree. Piensa que puede irse cuando quiera.
      —¿Y puede? —preguntó Leslie con una firme ausencia de humor en la voz. Aquel había sido siempre uno de sus mayores temores al mudarse a aquella ciudad: que a todas horas del día y de la noche había demonios horrendos planeando escapar a través de lo que a ella se le imaginaban como muros de papel. Criar a una hija en un entorno así era otra de las objeciones al trabajo de su marido.
      —Ya te lo he dicho, Leslie, en esa cárcel ha habido poquísimas fugas con éxito. Y si un preso logra superar los muros, su primer impulso suele ser el del instinto de conservación, por lo que intentaría alejarse de aquí todo lo posible. Por eso, en caso de fuga éste sería probablemente el lugar más seguro. De todos modos, la mayoría de los huidos son atrapados a las pocas horas.
      —¿Y qué hay de un prisionero como John Doe? ¿Tiene él este impulso del «instinto de conservación»?, o ese preferiría quedarse por aquí para hacerle daño a alguien?
      —No es habitual que los prisioneros así se fuguen. Suelen dedicarse a darse golpes contra las paredes, no a saltarlas. ¿Entiendes lo que te digo?
      Leslie dijo que así era, pero aquello no rebajó lo más mínimo la fuerza de sus miedos, que tenían su fuente en una prisión imaginaria de una ciudad imaginaria, y donde podía suceder cualquier cosa mientras se tratara de algo repulsivo. La morbidez nunca había sido uno de sus puntos fuertes, y detestaba aquella intrusión en su carácter. Y, pese a lo presto que estaba siempre David a insistir en la seguridad del presidio, también él parecía profundamente inquieto. Ahora se sentaba muy quieto, sujetando su bebida entre las rodillas, como si estuviera escuchando algo.
      —¿Qué sucede, David? —preguntó Leslie.
      —Creí haber oído… un sonido.
      —¿Un sonido como qué?
      —No lo puedo describir con exactitud. Un ruido lejano.
      Se incorporó y miró alrededor, como si quisiera ver si el sonido había dejado alguna prueba comprometedora en la quietud de la casa, quizá una pegajosa huella sonora.
      —Voy a ver a Norleen —dijo David, depositando con brusquedad el vaso sobre la mesa, junto a la silla, salpicando la bebida. Atravesó el salón, recorrió el pasillo, subió los tres tramos de la escalera y cruzó el pasillo superior. Al contemplar el cuarto de su hija vio su figura diminuta descansando plácidamente, mientras abrazaba en su sueño a un Bambi de peluche. En ocasiones seguía durmiendo con un compañero inanimado, aunque ya se estaba haciendo un poco mayor para ello. Pero su padre psicólogo se cuidaba de no cuestionar su derecho a aquel solaz pueril. Antes de dejar la habitación, el Dr. Munck bajó la ventana, que estaba parcialmente abierta a la cálida noche primaveral.
      Cuando volvió al salón transmitió el mensaje maravillosamente rutinario de que Norleen dormía sin problemas. Con un gesto que contenía leves tonos de alivio celebrante, Leslie preparó dos nuevas copas, tras lo que dijo:
      —David, antes comentabas que tuviste una «charla más que extensa» con ese John Doe. No es curiosidad morbosa ni nada así, pero, ¿has conseguido alguna vez que revele algo acerca de sí mismo?
      —Sin duda —respondió el doctor Munck, jugueteando con un cubito de hielo en la boca. Su voz era ahora más relajada—. Me lo dijo todo acerca de sí mismo, y en apariencia era todo un sinsentido. Le pregunté, como si no fuera en realidad conmigo, de dónde era. «De ningún lugar», respondió como un psicópata simplón. «¿De ningún lugar?», tanteé. «Sí, precisamente de ahí, herr Doktor». «¿Dónde naciste?», le pregunté con otra brillante alternativa de la cuestión. «¿A qué tiempo, po-po-podías referirte?», replicó, y así. Podría seguir con esta cháchara hasta…
      —Imitas muy bien a ese John Doe.
      —Muchas gracias, pero no podría mantenerlo mucho tiempo. No sería fácil imitar todas sus voces diferentes y todos sus niveles de falta de articulación. Podría ser algo que se acercara a la personalidad múltiple. No lo tengo claro. Tendría que revisar la cinta de la entrevista para ver si aparece algún patrón coherente, posiblemente algo que los detectives pudieran usar para establecer la identidad de ese hombre, si es que le queda alguna. La parte trágica es que, por supuesto, en lo que concierne a las víctimas de los crímenes de Doe toda esta información sería totalmente inútil…, y lo mismo en lo que a mí respecta, en realidad. No soy un esteta de la patología. Nunca he tenido la ambición de estudiar la enfermedad en sí misma, sin efectuar alguna clase de mejora, sin tratar de ayudar a alguien al que le encantaría verme muerto, o algo peor. Antes creía en la rehabilitación, puede que con demasiada ingenuidad e idealismo. Pero esa gente, esas… cosas de la prisión son solo una horrible mancha de la existencia. Que se vayan al infierno —concluyó, bebiéndose su copa hasta que los cubitos empezaron a tintinear.
      —¿Quieres otro? —le preguntó Leslie con un tono suave y terapéutico. David le sonrió, purgado en parte por el estallido anterior.
      —Venga, emborrachémonos.
      Leslie le recogió el vaso para rellenarlo. Pensaba que ahora había algo que celebrar. Su marido no iba a dejar su trabajo por una sensación de fracaso e ineficacia, sino por furia. La furia se convertiría en resignación, la resignación en indiferencia, y después todo sería como siempre; podrían largarse de aquella ciudad penitenciaria y volver a casa. De hecho, podrían mudarse a donde quisieran. Puede que antes se tomaran unas largas vacaciones, para que Norleen conociera un lugar soleado. Leslie pensaba todo esto mientras preparaba las copas en la quietud de aquel hermoso salón. Aquel silencio ya no era indicación de un mudo estancamiento, sino un preludio delicioso de los prometedores días venideros. La felicidad indistinta ante el futuro resplandecía en su interior, acompañada por el alcohol; sentía la gravedad de las agradables profecías. Quizá fuera aquel el momento para tener otro hijo, un hermanito para Norleen. Pero eso podía esperar un poco más. Ante ellos se abría una vida de posibilidades, aguardando sus deseos como un genio distinguido y paternal.
      Antes de volver con las bebidas, Leslie se dirigió a la cocina. Tenía algo que quería dar a su marido, y aquel era el momento perfecto. Una pequeña muestra para enseñarle a David que, aunque su trabajo había resultado ser un triste desperdicio de sus esfuerzos, ella lo había apoyado a su modo. Con un vaso en cada mano, sostenía bajo el codo izquierdo la cajita que había recogido de la cocina.
      —¿Qué es eso? —preguntó David, tomando su copa.
      —Algo para ti, amante del arte. Lo compré en esa tiendecita donde venden cosas hechas por los presos de la penitenciaría. Cinturones, bisutería, ceniceros, ya sabes.
      —Ya sé —dijo David con una inhabitual falta de entusiasmo—. No sabía que nadie comprara estas cosas.
      —Yo, por lo menos. Creía que ayudaría a apoyar a los reos que están haciendo algo… creativo, en vez de… Bueno, en vez de cosas destructivas.
      —La creatividad no es siempre una indicación de bondad, Leslie —la reconvino David.
      —Espérate a verlo antes de juzgarlo —dijo ella, abriendo la tapa de la caja—. Ten. ¿No es bonito? —puso la pieza sobre la mesilla.
      El doctor Munck se precipitó hacia esa sobriedad que solo es posible alcanzar si se llega desde una cima alcohólica. Miró el objeto. Claro que lo había visto antes, había contemplado cómo era amasado con ternura, acariciado por manos creativas, hasta que sintió mareos y no pudo seguir mirando. Era la cabeza de un joven, descubierta en una arcilla gris e informe, y con una pátina azul y resplandeciente. El trabajo irradiaba una belleza extraordinaria e intensa. La cara expresaba una especie de serenidad extática, la simplicidad laberíntica de la mirada de un visionario.
      —Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Leslie. David miró a su mujer y dijo con solemnidad:
      —Por favor, devuélvelo a la caja y líbrate de eso.
      —¿Liberarme de esto? ¿Por qué?
      —¿Por qué? Porque sé cuál de los presos hizo esa cosa. Estaba muy orgulloso de ella, e incluso me vi obligado a expresar un cumplido por la manufactura. Era evidentemente notable. Pero entonces me dijo quién era el chico. Esa expresión pacífica, azul como el cielo, no estaba en la cara del chico cuando lo encontraron tirado en un campo hace seis meses.
      —No, David —dijo Leslie, negando prematuramente la revelación que esperaba de su marido.
      —Ésta fue su último, y según él el más memorable, «retozo».
      —Oh, Dios mío —murmuró Leslie con suavidad, llevándose la mano derecha a la mejilla. Entonces, con ambas manos, devolvió poco a poco al chico azul a la caja—. Lo devolveré a la tienda —dijo muy bajo.
      —Hazlo pronto, Leslie. No sé cuánto tiempo seguiremos viviendo aquí.
      En el incómodo silencio posterior, Leslie pensó brevemente en la realidad de su partida de la ciudad de Nolgate, de su huida, ahora expresada abiertamente, una realidad definida. Dijo:
      —David… ¿Habló… habló de las cosas que hizo? Me refiero a…
      —Sé a qué te refieres. Sí, lo hizo —respondió el doctor Munck con seriedad profesional.
      —Pobre David —se compadeció Leslie.
      —En realidad no fue tan duro. Las conversaciones que tuvimos podrían incluso considerarse estimulantes, desde un punto de vista cínico. Describía su «retozar» de un modo irreal y muy imaginativo que no siempre resultaba repulsivo. La extraña belleza de esa cosa de la caja, aunque sea perturbadora, es un cierto reflejo del lenguaje que emplea al hablar de esos pobres chicos. A veces no podía evitar sentirme fascinado, aunque puede que estuviera protegiendo mis sensaciones con un distanciamiento profesional. A veces es necesario alejarse, aunque eso signifique ser un poco menos humano.
      »En cualquier caso, nada de lo que dijo era gráficamente enfermizo, no como puedas imaginarlo. Cuando me habló de su «último y más memorable retozo», lo hizo con un fuerte sentido de asombro, con nostalgia, por chocante que pueda sonarme ahora. Parecía una especie de… añoranza, pero de un «hogar» que era un ruina execrable de su mente podrida. Su psicosis había creado una blasfemo cuento de hadas que para él existe de un modo poderoso y nítido, y a pesar de la grandeza demente de su millar de nombres, en realidad se ve solo como una figura menor en este mundo, como un mediocre cortesano en un espantoso reino de horrores. Esto es realmente interesante cuando consideras la magnificencia egoísta que muchísimos psicópatas se atribuirían en un mundo imaginario y sin límites en el que pudieran representar cualquier papel. Pero no así John Doe. Él es un medio demonio comparativamente perezoso de un lugar, un No Lugar, donde el caos confuso es la norma, un estado en el que él medra con gula. Lo que sirve como adecuada descripción de la economía metafísica del universo de un psicópata.
      »Y en el mundo onírico que describe existe una geografía poética. Habló de un lugar que sonaba como los callejones de una especie de barrios bajos cósmicos, un callejón sin salida intradimensional, lo que podría ser indicativo de que Doe creció en un gueto. De ser así, su locura ha transformado los recuerdos de este gueto en un reino que combina la realidad banal de las calles con un paraíso psicopático. Aquí es donde se da a sus «retozos» con lo que él llama «su fascinada compañía», un lugar que probablemente sea un edificio abandonado, o incluso una alcantarilla conveniente. Digo esto porque menciona repetidamente un «alegre río de desechos» y unos «montones angulosos en las sombras», que sin duda son transmutaciones dementes de un yermo literal. Menos comprensibles son sus recuerdos de un pasillo iluminado por la luna en el que hay espejos que gritan y ríen, de picos oscuros de alguna clase que no permanecen quietos, de una escalera que está «rota» de un modo extraño, aunque esto último encaja con el pasado de un barrio deprimido.
      »Pero a pesar de todos estos detalles oníricos de la imaginación de Doe, la evidencia mundana de sus retozos sigue apuntando a un crimen de horrores tan familiares como terrenos. A una atrocidad corriente. Doe asegura con consistencia que a posteriori hizo que las pruebas apuntaran a eso deliberadamente, que aquello a lo que se refiere en realidad con «retozos» es un tipo de actividad muy distinta, incluso opuesta al crimen por el que fue condenado. Es probable que este término tenga alguna asociación privada enraizada en su pasado.
      El doctor Munck hizo una pausa y agitó los cubitos de hielo en su vaso vacío. Leslie parecía haberse encerrado en sí misma mientras él hablaba. Había encendido un cigarrillo y estaba recostada sobre el brazo del sofá, con las piernas sobre los cojines, de modo que las rodillas apuntaban a su marido.
      —Deberías dejar de fumar, de verdad —le dijo. Leslie bajó la mirada como una niña reprendida.
      —En cuanto nos mudemos, lo prometo. ¿Trato hecho?
      —Trato hecho —dijo David—. Y tengo otra propuesta. Primero déjame decirte que he decidido entregar mañana por la mañana mi carta de dimisión.
      —¿No es un poco pronto? —preguntó Leslie, esperando que no fuera así.
      —Te aseguro que nadie se va a sorprender mucho. No creo ni que les importe. En cualquier caso, mi propuesta es que mañana cogemos a Norleen y alquilamos una vivienda al norte, para unos días. Podríamos montar a caballo. ¿Te acuerdas lo bien que se lo pasó el verano pasado? ¿Qué me dices?
      —Suena bien —aceptó Leslie con un profundo brillo de entusiasmo—. Pero que muy bien.
      —Y de vuelta podríamos dejarla con tus padres. Puede quedarse allí mientras nos encargamos de los asuntos de la mudanza, de encontrar algún apartamento temporal. No creo que les importe tenerla una semana, ¿no?
      —No, claro que no, les encantará. ¿Pero por qué tanta prisa? Norleen sigue en el colegio, ya lo sabes. Igual tendríamos que esperar a que terminara el curso. Solo queda un mes.
      David permaneció un momento en silencio, como si estuviera ordenando sus ideas.
      —¿Qué pasa? —preguntó Leslie, con el más leve asomo de ansiedad en su voz.
      —No, no pasa nada, de verdad. Pero…
      —¿Pero qué?
      —Bueno, tiene que ver con la penitenciaría. Ya sé que sonaba muy orgulloso al decirte lo seguros que estamos ante cualquier fuga, y sigo manteniéndolo. Pero ese preso del que te he hablado es muy extraño, como sin duda habrás comprobado. Es sin duda un psicópata criminal…, pero también es algo más.
      Leslie preguntó a su marido con los ojos.
      —Creía que decías que se dedicaba a darse contra las paredes, no a…
      —Sí, gran parte del tiempo es así. Pero a veces, bueno…
      —¿Qué intentas decirme, David? —preguntó Leslie inquieta.
      —Es algo que Doe dijo cuando hablaba hoy con él. Nada realmente definido, pero me sentiría infinitamente más cómodo si Norleen se quedara con tus padres mientras nos organizamos.
      Leslie encendió otro cigarrillo.
      —Dime qué es eso que te preocupa tanto —pidió con firmeza—. Yo también debería saberlo.
      —Cuando te lo diga, probablemente pensarás que yo también estoy un poco loco. Pero tú no has hablado con él. El tono, o más bien los muchos tonos distintos de su voz, las expresiones cambiantes de aquella cara chupada… Durante buena parte del tiempo que estuve con él tuve la sensación de que estaba más allá de mí, en cierto modo, aunque no sé exactamente cómo. Estoy convencido de que era el comportamiento de rigor del psicópata, para intentar asustar al doctor. Le da una sensación de poder.
      —Cuéntame qué es lo que dijo —insistió Leslie.
      —Muy bien, te lo diré. Como te he dicho, probablemente no sea nada. Pero hacia el final de la entrevista de hoy, cuando hablábamos de esos chavales, y de los chicos en general, dijo algo que no me gusta nada. Lo hizo con un acento afectado, escocés esta vez, y con algo de alemán. Dijo: «¿No tendrá usted también una mujercita malandra y una chiquita pequeña, no, profesor von Munck?». Después me sonrió en silencio.
      »Ahora estoy seguro de que intentaba deliberadamente ponerme nervioso, pero sin más propósito en mente.
      —Pero lo que dijo, David: «y una chiquita pequeña»…
      —Gramaticalmente, por supuesto, hubiera sido más adecuado «o», pero estoy seguro de que no tenía más intención.
      —No le habrás dicho nada de Norleen, ¿no?
      —Claro que no. Esa no es precisamente la clase de cosas que trataría con esa… gente.
      —Entonces, ¿por qué lo dijo así?
      —No tengo ni idea. Tiene una clase de inteligencia muy rara, habla gran parte del tiempo con vagas sugerencias, incluso con chistes sutiles. Puede que haya oído cosas sobre mí de otra gente, supongo. Pero de todos modos, podría ser solo una coincidencia inocente —miró a su mujer esperando su comentario.
      —Probablemente tengas razón —aceptó Leslie con un deseo ambivalente de creer en esta conclusión—. Pero de todos modos, creo entender por qué quieres que Norleen se quede con mis padres. No porque pudiera pasar nada…
      —No, en absoluto. No hay motivo para pensar que nada pudiera suceder. Puede que sea uno de esos casos en los que el paciente consigue superar al doctor, pero en realidad no me preocupa demasiado. Cualquier persona razonable se asustaría un tanto después de pasar un día tras otro en el caos y el peligro psíquico de ese lugar. Los asesinos, los violadores, lo peor de lo peor. Es imposible llevar una vida familiar normal mientras se trabaja en esas condiciones. Ya viste cómo estaba en el cumpleaños de Norleen.
      —Lo sé. No es el mejor sitio para criar a un hijo —David asintió lentamente.
      —Cuando pienso en cómo estaba cuando fui a verla hace un rato, abrazada a uno de esos cinturones de seguridad de peluche suyos… —Tomó un sorbo de su bebida—. Era uno nuevo. ¿Lo compraste hoy?
      Leslie lo miró inexpresiva.
      —Lo único que compré fue esto —dijo, señalando la caja sobre la mesilla de café—. ¿A qué te refieres con «uno nuevo»?
      —Al Bambi de peluche. Puede que lo tuviera de antes y nunca me hubiera fijado —dijo, rechazando en parte aquel asunto.
      —Pues si lo tenía de antes no fue por mí —dijo Leslie muy resuelta.
      —Ni por mí.
      —No recuerdo que lo tuviera cuando la metí en la cama —dijo Leslie.
      —Pues lo tenía cuando fui a verla después de oír…
      David se detuvo con una mirada de intensa concentración, una indicación de una búsqueda interior frenética.
      —¿Qué pasa, David? —preguntó Leslie, fallándole la voz.
      —No estoy muy seguro. Es como si supiera algo y lo ignorara al mismo tiempo.
      Pero el doctor Munck comenzaba a saber. Con la mano izquierda se cubrió la nuca, calentándola. ¿Había corriente en la casa? Aquella no era una casa con muchas corrientes, ni en un estado tal que el viento se colara a través de los tableros del tejado y los cercos de las ventanas. Pero el viento era perceptible, podía oírlo acechando en el exterior, y alcanzaba a ver los árboles inquietos a través de la ventana detrás de la escultura de Afrodita. La diosa posaba lánguida con la cabeza inmaculada echada hacia atrás, contemplando con ojos ciegos el techo, y más allá. ¿Pero más allá del techo? ¿Más allá del sonido huevo del viento, frío y muerto? ¿Y la corriente?
      ¿Qué?
      —David, ¿sientes una corriente? —preguntó su mujer.
      —Sí —respondió él muy alto, con una fuerza inusual—. Sí —repitió, levantándose de la silla, cruzando el salón, acelerando sus pasos hacia las escaleras, subiendo los tres tramos, corriendo ya por el pasillo de la planta alta.
      —Norleen, Norleen —canturreaba antes de alcanzar la puerta medio cerrada del dormitorio. Podía sentir la brisa procedente de allí.
      Lo sabía y no lo sabía.
      Buscó a tientas el interruptor de la luz. Estaba muy abajo, a la altura de un niño. Encendió. La niña había desaparecido. Al otro lado del cuarto, la ventana estaba muy abierta, las cortinas blancas, traslúcidas, se agitaban ante el viento invasor. Sobre la cama estaba, solo, el animal de peluche, desgarrado, cubriendo el colchón de suaves entrañas. En su interior había ahora, floreciendo como un capullo, un trozo de papel, y el doctor Munck pudo distinguir entre los pliegues un fragmento del encabezado del papel oficial de la penitenciaría. Pero la nota no era un mensaje impreso con algún asunto oficial. La caligrafía variaba desde una escritura cursiva y clara hasta el garrapateo de un niño. Miró desesperado las palabras durante lo que pareció un tiempo infinito, antes de comprender el mensaje. Entonces, por fin, lo aprehendió.
      «Doctor Munck», decía la nota del interior del animal, «dejamos esto atrás, en sus capaces manos, pues a las cunetas y callejones de negra espuma del paraíso, a la húmeda penumbra sin ventanas de algún sótano galáctico, a los huecos remolinos perlados de mares como cloacas, a las ciudades sin estrellas de la locura y a sus suburbios… mi cervatillo fascinado y yo hemos ido a retozar. Nos veremos pronto. Jonathan Doe».
      —¿David? —oyó a su mujer preguntar desde la base de la escalera—. ¿Está todo bien?
      Entonces se rompió el silencio de aquella hermosa casa, pues resonó una risotada gélida, brillante, el sonido perfecto para acompañar la anécdota pasajera de un infierno recóndito.

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20 grandes cuentos de terror

En Ask.fm me hicieron esta pregunta:

Me gusta sentir miedo en la noche, ¿podría darme una lista de relatos para leer en la noche?

Por supuesto, la respuesta debía ser una lista de relatos de miedo. He hecho una selección de veinte.

Como con cualquier vertiente de la literatura popular, a la hora de hablar de este tipo de narraciones se han hecho distinciones y subdivisiones incontables. Para evitarlas aquí, no menciono ninguna. La mayoría de los textos que seleccioné podrían describirse como de horror sobrenatural, tal como lo entendía H. P. Lovecraft –el que logra sus efectos a la hora de describirnos un encuentro inquietante con lo desconocido, lo indescriptible, lo que está más allá de la experiencia humana común–, pero no todos. Lo que los une es simplemente su carácter perturbador: varios de ellos asustaron enormemente a un lector joven y de mucha imaginación –yo mismo– que no los ha olvidado pese a haberlos leído hace muchos años, y todos se proponen afectar a sus lectores de manera sutil, insidiosa. Más que describir horrores evidentes, como el cine gore con sus imágenes de vísceras, los cuentos quieren dejar imágenes, ideas, anécdotas inquietantes que sobrevivan a su primera lectura. Con frecuencia, al leer es posible preguntarse qué se sentiría tener las experiencias espantosas que viven los personajes: esa cercanía de la imaginación es parte de lo que los hace memorables, así como un requisito para disfrutarlos (para lograr el «estremecimiento agradable» del horror, como decía Edgar Allan Poe).

La lista está ordenada por los apellidos de sus autores. Los incisos traen enlaces a versiones en línea de los cuentos cuando he podido encontrarlas. No pongo resúmenes de las historias: lo que hay que hacer es leerlas.

Por supuesto, esta lista no pretende ser la de «los veinte mejores cuentos» ni mucho menos la de «los únicos veinte». Son veinte, son los que están, son todos excelentes, y nada más. En una lista semejante que hice –hace unos años– de libros de ciencia ficción, hubo muchas sugerencias de más textos por parte de lectores y visitantes del sitio. Ojalá aquí suceda lo mismo.

  1. “Autrui” de Juan José Arreola.
  2. “El fumador de pipa” de Martin Armstrong.
  3. “La casa vacía” de Algernon Blackwood
  4. “El testamento de Magdalen Blair” de Aleister Crowley (el enlace lo incluye dentro del libro del mismo título)
  5. “El guardavía” de Charles Dickens.
  6. “Último día en el diario del señor X” de Emiliano González.
  7. “El calor de agosto” de W. F. Harvey.
  8. “El mejor cuento de terror” de Joe Hill
  9. “El hombre de arena” de E. T. A. Hoffmann
  10. “Superviviente” de Stephen King
  11. “La voz maligna” de Vernon Lee
  12. “El Tsalal” de Thomas Ligotti
  13. “El que susurra en la oscuridad” de H. P. Lovecraft
  14. “El pueblo blanco” de Arthur Machen
  15. “El horla” de Guy de Maupassant
  16. “El tapiz amarillo” de Charlotte Perkins Gilman
  17. “Manuscrito hallado en una botella” de Edgar Allan Poe
  18. “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga
  19. “La mano de Goetz von Berlichingen” de Jean Ray
  20. “Donde su fuego nunca se apaga” de May Sinclair

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La isla de los muertos III de Arnold Böcklin (1883)
La isla de los muertos de Arnold Böcklin (tercera versión, 1883)
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