Aquí va la primera de cuatro novedades para el final de 2023. Aurora Piñeiro es una escritora y académica mexicana, autora de la colección de microrrelatos En el fuego y la miel (2004) y del libro para lectores jóvenes Cenicienta, la verdadera historia (2011). En el ámbito de los estudios literarios, es autora de El gótico y su legado en el terror: una introducción a la estética de la oscuridad (2017), y editora de Rewriting Traditions: Contemporary Irish Fiction (2021). En México, ha publicado cuentos en las antologías Cuentos de amor y desamor y Apocalipsis: antología de narradores jóvenes, lo mismo que en revistas como Casa del Tiempo y Etcétera. Acaba de concluir el manuscrito de una nueva colección de microrrelatos, un bestiario al que pertenecen “Mico de noche” y “Quirquincho”. Se verá que los textos siguen a la tradición centenaria del bestiario (que existe al menos desde la Edad Media), pero le dan una vuelta brusca y bella al mismo tiempo.
DOS CRIATURAS FANTÁSTICAS
Aurora Piñeiro
I. Mico de noche
Algunos machos aúllan durante las noches, pero no el que la sigue desde ayer. Hoy habrá luna llena, así que tendrá que dejarse alcanzar y, como en la ocasión anterior, se verá preñada sin ningún cortejo. Ciento veinte días de gestación, unos cuantos de crianza, y después la soledad. Por un tiempo. Conoce el ciclo, y también sabe que no se repite a menudo, al menos no con la frecuencia que observa en otras especies de su selva. No es tan malo, se dice. No es peor que frotarse con un ciempiés o con hierbas olorosas para combatir los parásitos que ahora se le enganchan en la piel. No sabe de dónde salieron. La comezón es insoportable. El astro brilla redondo y redondo está su vientre noventa y ocho días después. Esta vez la cría llega pronto. Esta vez la cría no se aferra a su pelaje con la precisión acostumbrada. Esta vez la cría cae al suelo. Desde su rama, la hembra emite chasquidos y aguza el oído, por si la cría responde. Siente el escozor por toda la piel. Le arden los pezones. La cría no responde. Nunca ha abandonado el dosel. Siente la picazón alrededor de los ojos. Por qué no responde. Podría emitir un chillido fuerte. Pero eso no es astuto. Podría montar guardia desde arriba. Sus ojos distinguen los colores. Su olfato es excepcional. Pero no tiene idea de si será rápida para el descenso y, luego, para trepar. No sabe cómo escalar con una cría a cuestas que no usa las garras. Por qué no responde. Por qué ella no puso pata en tierra antes. Por qué, como Novecento, creyó que podría navegar por siempre en este alto océano verde. Por qué. Por qué crujen unas ramas en el piso. Por qué, ahora, huele a otro macho de la especie. Por qué, justo ahora, la cría responde. Por qué no guarda silencio mientras ella desciende, cautelosa, por el tronco. Por qué brillan, como fuego, otro par de ojos entre la maleza. Por qué.
II. Quirquincho
Atento, esta noche será un grillo. Tiene hambre, pero bajo esta luna comerá sólo un grillo. No el festín pasado, que fue carne donde hincar los dientes. Carne que le supo a infancia, a matatenas inconclusas, a pelota de goma que continuó rebotando junto a la mano del niño que no pudo más, que no la sostuvo, que no siguió jugando. Dura carne de infante rígido que sació su necrófago apetito. Esta noche, sólo un grillo, porque hay ruido de pasos, alboroto cercano.
Salir de los matorrales, atravesar el camino. Alcanzar el filo de la barranca. Contraer las nueve bandas de sus placas óseas y acoplar el engranaje de su armadura redonda. Rodar. Hacia el resguardo. Abrir las rodajas del melón, deslizarse, estar a salvo.
Bullicio, voces y humo. Grisura que extingue el aire en la madriguera. Sofoco que abruma la noche, la vuelve espesa, enchocolatada. Pánico en las córneas, dilatadas. Pequeña sístole en mínimo corazón, aterrado. Busca la salida y se torna bala de cañón: todo él cubierto de escudos córneos, afilados. Rueda hacia el aire, hacia la bocanada que es boca de costal que han puesto a la salida de su casa, antes tan disimulada. Dentro del apretado tejido de rafia, chirría el armadillo, rechina los dientes, furioso, y no le sirve de nada. Llora la noche entera, colgado de un palo de dura, durísima madera. Árbol donde se seca su coraza, de antigua talla, acorazada.
Y rueda, lunar, el calendario, hasta que el astro hinchado ilumina el rostro de otro infante pálido y, esta vez, ahogado. Las llamas de dos cirios titilan a sus costados. Se acerca un músico para entonar, triste, el canto. Sobre su pecho apoya el charango, con su caja de resonancia hecha de quirquincho embalsamado. Música del cuerpo, canto necrosado. Así se extingue su especie, en la elegía del campo peruano.
Esta muestra de minificciones proviene del libro Cordón colorado (2020), de la escritora Paola Tena (México, 1980): una serie de narraciones brevísimas con gran variedad de tonos y argumentos. Pediatra e ilustradora además de narradora, ella imparte talleres de escritura creativa y elaboración de fanzines, y ha publicado en antologías y revistas dedicadas a la minificción. Entre sus otros libros están las colecciones de minificción Las pequeñas cosas (2017), Cuentos incómodos (2019), MiniBestiario (2020), Versión no autorizada (2021), Kit de emergencia (2022) y Fumadores (2023), y el libro de cuentos Rosa mexicano (2020).
CORDÓN COLORADO
(selección)
Paola Tena
Tierra removida
Pase si quiere esperarlo, pero no sé a qué horas vuelve. Siéntese, estoy haciendo café. Aunque quién sabe si él podrá ayudarle, seguro vendrá borracho. En eso se parece a mi primer marido, ¿sabe usted?, el que se mataba trabajando todo el día y luego se iba a beber en cuanto bajaba el sol, como queriendo compensar. Hoy estuvo cavando toda la mañana en el jardín, quería plantar un árbol, me dijo. Pero el alcohol le ha afectado la cabeza. Se pone violento, se imagina cosas. Que la sopa está muy fría o muy caliente, pero siempre tiene la misma temperatura, se lo aseguro. Mi primer marido era igual. Muy salada la sopa, muy sosa la sopa. ¿Y qué puede hacer una para defenderse, qué puede contestar cuando no la dejan ni hablar?
¿Quiere un trozo de pan? Lo hice yo misma. Alcánceme el cuchillo, haga favor. Sí, ese sobre la mesa. Como le dije antes, no sé a qué hora vuelve. Todos los hombres son iguales. Mi primer marido me dijo una noche que no se tardaba y desde entonces ya no está. Pero no lo lamenté. No era bueno, ¿sabe usted? Ah, pero estoy divagando. Mi esposo no ha estado bien, piensa cosas que no son. Por ejemplo hoy, que cuando estaba cavando me dijo que había desenterrado unos huesos largos, como de animal grande. Se le salían los ojos de la cara de puro miedo. ¿Se va usted tan pronto? No pise la tierra recién removida, por favor. Hoy tengo que plantar un árbol.
Tamaduste
¿Te acuerdas, Marisa, que cuando éramos niños bajábamos a escondidas a Tamaduste para lanzarnos al agua fría? Del fondo del mar recogías piedras lisas que no tenías dónde guardar, y me las hacías meter en el calzoncillo rojo que usaba para nadar porque no tenía traje de baño. Volvíamos escurriendo agua salada y las piedras hacían rac rac rac cuando se me movían dentro. Tú te reías sin parar. ¿Y ese día que casi me ahogué? Pensaste que estaba fingiendo para asustarte, pero cuando empecé a manotear angustiado te lanzaste al agua y me diste respiración boca a boca como habías visto en Guardianes de la bahía, y casi te ahogas tú también por el esfuerzo. Luego te fuiste a la universidad y yo me quedé en el pueblo, trabajando, en el taller de mi padre. Y mira cómo es la vida, hoy volví a verte después de años, pero sin reconocerte del todo y cuando te dije «hola» tú no recordabas ni siquiera mi nombre. Nunca te confesé que aquel día, hace años, fingí lo desmayado otro rato para sentirte la boca un poco más. Hay veces, Marisa, en que creo que sí nos morimos ese día y desde entonces andamos difuntos por la vida sin darnos cuenta, y los únicos que siguen vivos son ese par de niños lanzándose al agua fría de Tamaduste, cogidos de la mano.
Aleteo de una mariposa
A la tía Ana le dio por estornudar todos los días a las cinco de la tarde. Al principio, sus estornudos eran cuando mucho estridentes, lo justo para despertar a la abuela y asustar a Sansón, nuestro gato. Luego fueron subiendo en intensidad, como una vez que sacudieron el aire del salón y el retrato de boda de mis padres cayó al suelo. Otro día cimbraron los muros con tal magnitud que la casa entera se llenó de grietas. Pero una tarde la tía Ana estornudó quedito y nosotros, que ya temíamos lo peor a las cinco de cada día, nos miramos perplejos y aliviados hasta que entró el vecino: «¿Ya se enteraron del sismo en Japón?»
Belén
Cuando nos desviamos de la ruta espacial fijada siguiendo un cometa, un desperfecto en el mando central hizo caer una de las naves cerca del meridiano de un planeta inexplorado; afortunadamente, nuestro cosmonauta fue rescatado por dos nativos. Sin embargo, todo lo que sucedió después aún no sabemos cómo interpretarlo.
Se alquila habitación
En el 1B habita un viejo chapado a la antigua que disfruta arrastrando cadenas toda la noche, cosa que desquicia, y con razón, a la vecina del 1A, que se colgó de una viga a causa del mal de amores y deambula por el salón con el rostro violáceo. La del 2B era una actriz de teatro, o eso creemos, porque se asoma a la ventana con cara de pena y le pregunta a los escasos transeúntes en el más rancio inglés británico si han visto a sus pupilos, justo como la institutriz de James. El del 2A es un fulano alemán de mucho cuidado, que ha destrozado todo lo que ha podido; lo apodamos Poltergeist y nos asusta incluso a nosotros, imagínese. Nos queda libre el sótano pero no por mucho, así que decídase pronto y coja por fin ese revólver, que la vida no dura para siempre.
Semillas de limón
Jamas creí que lo que decía mi abuela fuera cierto, eso de que a quien se traga las semillas de limón le brota un limonero en la barriga. Nos reíamos, pero ella no se enfadaba porque siempre nos ha querido. Prueba de ello es que cada mañana sale sin falta al jardín para regarnos las raíces.
El pasado enero estuve en Tepoztlán, Morelos, participando –igual que en años anteriores– como tallerista en Under The Volcano, un retiro anual y bilingüe para escritores de diversas especialidades. Me tocó un grupo diverso y brillante, y en él varias personas interesadas en el cuento. Son voces emergentes que vale la pena seguir.
He aquí un ejemplo: Fernando Hidalgo, escritor costarricense de cuento y microficción. Tiene un Máster en Escritura Creativa por la Universidad de Salamanca, España, y ha publicado microficciones en antologías de Costa Rica y Latinoamérica. En 2022, su microficción La crisis fue adaptada a un corto cinematográfico. También en 2022, su cuento «Creo que me llamo Julio» ganó el primer lugar en la categoría nacional en el Certamen Literario Brunca, organizado por la Universidad Nacional de Costa Rica. Actualmente trabaja en su primer libro de cuentos, del que «Los hombres no deberían orinar sentados» es una muestra estupenda. Las narraciones de Fernando se caracterizan por oscilar entre lo cotidiano y lo inquietante: sus textos sugieren que va a pasar algo, algo insólito y terrible, con una voz inocente que difumina la línea entre lo literal y lo simbólico.
LOS HOMBRES NO DEBERÍAN ORINAR SENTADOS
Fernando Hidalgo
I
Nos estamos mudando de casa. Mamá es la encargada. Se está llevando las cosas de a poquitos. Empezó por el baño del segundo piso: la ducha, el espejo, las cremas, la tina, el papel higiénico, la fuga detrás del lavamanos, la pelota de jabón formada por todos los jabones y los pelos del desagüe. Dejó el olor a shampoo barato. Si uno se acerca un poquito todavía se percibe. Pusimos en la puerta una cinta amarilla como las de los policías para recordarnos que ahí ya no hay nada. Ahora solo usamos el baño de abajo.
Papá dice que mamá regresa cada semana. Es difícil adivinar el día. Su visita es tan misteriosa como lo que decide llevarse. Nunca se sabe si va a ser algo grande o algo chiquito. Una noche sólo vino por un cereal. Otra, empacó los juguetes, el collar y la vida del gato. Seguro ahorita va a venir por el cuerpo. Lo guardé en una cajita para ayudar un poco.
Actualmente la mudanza está enfocada en mover las cosas de papá: el cortauñas, el desodorante, la ropa limpia, el trabajo. El viejo se ve cada vez más vacío. A él ya no parece importarle. Desde que se llevaron el chorro todo le da igual.
Papá antes orinaba con la puerta abierta. A distancia. Sin bajar la tapa después de subirla. Calculando que sus gotitas cayeran en el punto exacto que iniciara una pelea. Ahora se encierra por horas en el baño de abajo. Maldiciendo a mamá por lo que nos hizo. Yo le recuerdo que solo es una mudanza, que pronto todo va a volver a ser como antes, que no llore. Él me responde que no está llorando, está orinando sentado. Gotita por gotita. Porque no tiene chorro.
Por las noches lo escucho salir del cuarto. A comer algo supongo. Aunque nunca lo oigo entrar en la cocina. Escucharlo no me da tanto miedo. Sus pasos son lo único que no se ha ido. Por el sonido de las tablas, lo imagino caminando con la espalda torcida, apoyando su brazo derecho contra la pared, arrastrando el pie izquierdo, igual que un borracho.
A veces pienso que se fue de casa. Y que cuando se fue dejó la puerta abierta. Y que por esa puerta entró este señor con el que estoy viviendo ahora. Un señor que camina parecido a papá, pero nada más.
Es increíble lo que orinar sentado puede hacerle a un hombre. No quiero que me pase lo mismo.
II
En la escuela, Sebas da lecciones para aprender a escribir el nombre propio con meados. Empiezan después del último recreo. Es un poco caro. Asegura que el precio lo vale. Antes de que termine el año voy a aprender a controlar la presión, la dirección, la duración, la cantidad y la distancia. Resultados garantizados.
Verlo orinar me da envidia. Hace poco aprendí esa palabra; envidiosa, pero es parecido. Así le dijo la maestra a Nadia cuando le rompió la nariz a Toño porque no quiso prestarle un lápiz: envidiosa. Yo no le quiero romper el pito a Sebas. Solo quiero robarle el chorro. Dejar de mearme en los pantalones cada vez que apunto de lejos. Hacer todo lo posible por no terminar como el viejo que ahora vive conmigo.
La primera lección y la más importante es apretar las nalgas. Sebas me toma de la mano para que las sienta. Cuando las aprieta, el chorro se alarga. Si las afloja se forma una parábola. Otra palabra nueva que aprendí. Tiene dos significados. En mate es una curvita que no sé para qué sirve. En religión es una historia cortita que contaba Jesús. Tampoco entiendo para qué sirve. No me gustan ese tipo de palabras.
Papá no leyó la carta que enviaron de la escuela. Yo sí. Lo citaban a una reunión porque me sorprendieron tocándole el culo a un compañero. No mencionaba nada de las clases para aprender a orinar como los hombres, a pesar de que se lo explique varias veces al director. Los adultos solo escuchan lo que les conviene. Y lo que no les importa.
Aceptó ir para que dejaran de llamarlo. Se rasuró la barba y se lavó los dientes. No se bañó. Llegó con una actitud diferente, como si yo todavía le importara y él fuera alguien que orina normal. Escuchó con atención al director y le prometió que se encargaría del asunto. Al salir de la oficina me pidió que no le diera más problemas. Regresamos a casa en silencio. Entonces lo noté. Mamá también se había llevado los pasos.
III
Desde hace un mes llegan encargados de la mudanza cada miércoles. Casi siempre vienen por el agua. Papá negocia con ellos para que se lleven la pantalla, las sábanas, la vajilla o algo de la cocina. Entonces me dejan bañarme otra semana. El Internet y la luz se los llevaron sin avisar.
La casa desierta me gusta un poco más. Sin muebles, ni cortinas, ni fotos en blanco y negro de parientes muertos. Son más bonitas las grietas, el polvo, la filas de hormigas avanzando como si también estuvieran mudándose. El eco. No sabía que teníamos eco. Ojalá que en la casa nueva también haya. Es bonito hablar y sentir que alguien me responde.
IV
Sebas me ofreció clases privadas después de la escuela. Sugiere que sean en mi casa porque su madre me odia. No quiere que su hijo se junte con un culiolo. ¿Qué significa esa palabra? No sabe. En el diccionario tampoco aparece. A mí me suena como el nombre de un dinosaurio.
Le expliqué que no me dejan llevar visitas. Por la mudanza. Acordamos que terminaríamos las lecciones en la calle, por un costo más alto y sin tocarnos. Todas las instrucciones me las va a dar por escrito. Eso me funciona. Puedo practicar en mi baño y si tengo suerte con el viejo. Tendría dos chorros en la casa nueva, pero después podemos regalar uno.
V
Los culiolos no son dinosaurios. Siguen sin explicarme qué son. Esta vez no me dejaron entrar en la oficina del director. Los veo a través de la puerta de vidrio. Se escuchan gritos. Papá está concentrado en la grapadora roja del escritorio como si estuviera viendo un partido de fútbol. El director agita las manos y se sonroja como si fuera mi mamá. Una vena con forma de gusano se le marca en la frente. Parte de su saliva queda atrapada en la barba de papá, muy cerca de las migajas de pan del desayuno del sábado. El hombre con corbata mira con asco al hombre sin chorro. No logro descifrar si es por el olor. Discuten de varios temas. Mi mala presentación, mi ropa sucia, mis calificaciones. Pero sobre todo hablan de mi tarea de español: La extinción de los culiolos. No leyeron el cuento completo. Solo el título bastó para ofender a la maestra, a la señora de limpieza, al consejo de padres y a la mamá de Sebas. La única señora que nunca habla, ni molesta, ni se queja, no piensa detenerse hasta que hagan algo conmigo. Papá sigue perdido en la grapadora como descifrando cuántas grapas tiene dentro. Yo creo que son ciento setenta y ocho.
VI
Sebas ya no me va a dar más clases. Ni él ni los profesores de la escuela. Como soy una mala influencia, me expulsaron. Eso quiere decir que ya no puedo volver. Es confuso porque en el diccionario expulsar significa obligar a alguien o algo a salir de un lugar. A mí no me sacaron ni obligaron. Solo no me dejan entrar. Hasta que un adulto responsable me acompañe. Les expliqué que el único que conozco está poniéndose gordo y feo. Mi respuesta le parece graciosa al guarda, pero no me abre el portón.
VII
Papá hoy despertó diferente. Me grita que vaya a la sala. Su voz se escucha igual a la que tenía antes de empezar la mudanza. Me dice que nos tiene una sorpresa a mamá y a mí. Había olvidado que ese término existía. Sorpresa es una palabra bonita. Bajo corriendo las escaleras. Piso fuerte para comprobar que no se hayan llevado el eco.
En el centro de la sala vacía hay una caja de cartón gigante. Casi de mi tamaño. Tiene mi nombre escrito con un pilot de tinta azul. Hoy me voy a mudar con mamá. El viejo contrato señores de otra mudadora para que me lleven. Me pide que vaya a recoger lo que me haga falta. Cuando baje va a embalarme. No sé qué quiere decir eso. Más tarde busco la definición. Estoy tan contento que quiero abrazarlo. No me deja porque mamá también se llevó los abrazos.
Por dentro la caja no es tan grande como parecía. Apenas quepo de cuclillas. Dejé la mayoría de mis pertenencias afuera. Solo me llevo lo escencial. Saco más cosas para que el viejo pueda entrar. No quiero dejarlo solo. Iríamos muy incómodos pero podríamos sorprenderla juntos. Me dice que necesita ajustar los últimos detalles. Además, ¿quién recogería mis legos, mis diccionarios, mi ropa sucia y el cuerpo del gato? Me da pena que solo él no reciba una sorpresa hoy. Antes de agacharme para que cierre las tapas, me decido. Tomo la única cajita que conservo y se la regalo. La agita un poco para adivinar el contenido. ¿Por qué gotea?, me pregunta. Es otra sorpresa, le contesto. Para vos. Creo que te va a gustar. Me hundo en la oscuridad del cartón emocionado al imaginar la reacción de papá y mamá cuando abran sus respectivos paquetes. Hoy será un gran día.
No hay mucha información en internet sobre Cathryn Alpert (1952). Esta autora estadounidense –a la que encontré en la antología Sudden Fiction (Continued), publicada en 1996 y compilada por Robert Shapard y James Thomas– publicó un par de libros a comienzos de este siglo; más allá de esto, no he podido encontrar más datos. De cualquier manera, este breve cuento (publicado originalmente con el título «That Changes Everything»), es una muestra sugerente de un tipo de narrativa realista, escasa en acontecimientos, interesada en especial en el interior de sus personajes, que imperó en buena parte de la literatura en lengua inglesa durante décadas y hoy tiene sus descendientes (me parece) en la llamada autoficción. Con este cuento reanudo el proyecto de traducir una muestra de aquel libro, especialmente para Las Historias.
ESO LO CAMBIA TODO
Cathryn Alpert
I
Esta sensación de que algo está profundamente mal. No “básicamente”, como alguna gente podría decir, sino profundamente, o sea, en su mismo centro. La carne y la sangre. Como diciendo de esto estamos hechos y no hay escape.
II
Cepíllate cien veces antes de ir a la cama. Levántate a las ocho y limpia el cereal de la mesa. Ponte el maquillaje en un orden distinto y el día podría tener sorpresas.
III
—Agradece lo que tienes —dice, untando mostaza en su bollo. Se refiere a dos ojos, por supuesto, porque él perdió uno en Vietnam. Se refiere a dos de todo lo que se supone que debe llegaren pares, como latidos del corazón, y pisadas, y sí, hasta gente.
Y yo quiero decirle que la cosa es diferente. ¿Pero cómo le dices eso a un hombre que se ha enfrentado a la metralla?
IV
Cuando perdió el ojo, perdió la percepción de la profundidad. Trataba de agarrar una cerveza y agarraba el aire. Una vez se abrió la frente con el marco de una puerta.
—Sí regresa —me dijo—. Tarda un poco, pero el cerebro reaprende a ver las cosas en perspectiva.
V
Cada mañana hago una lista de cosas que hacer. En la noche, lo que se haya quedado sin hacer lo transfiero a otra lista, que guardo en un cajón de la recámara. Esta otra lista tiene diez páginas de largo. Al comienzo dice “Guardar en cajas la ropa de bebé”. La tengo toda en cajas, pero no son las cajas adecuadas para guardar ropas que se quieren guardar para los nietos.
VI
Se puede ver cuál de los dos no es real por el modo en el que se mantiene en su hueco, mirando el mundo sin verlo como el ojo de un pescado ensartado en el anzuelo. Me gusta mirar esa bola ciega de vidrio. Cuando la luz es la adecuada, puedo verme en el reflejo.
VII
Me acuesto en la cama después de medianoche y cuento estrellas a través de nuestra ventana abierta. Dibujan un arco lento a través de un cielo sin nubes. Anoche fueron cincuenta y siete.
VIII
Hace años él usaba un parche, pero lo dejó al ver a qué mujeres atraía. “Madres de la Tierra”, me dijo. Mujeres que le limpiaban sopa de las barbas y cortaban la piel muerta alrededor de sus uñas. En la cama, lo montaban como a un pony enfermo.
Me eligió a mí, me dijo, porque yo parecía indiferente.
IX
Algunas mañanas, después de que los niños se han ido a la escuela, me siento en la cama y miro cómo sube el vapor de mi taza de café. El vapor tiene un propósito. Sabe qué hacer.
X
Él da una fuerte mordida a su hamburguesa. Se inclina y se acerca a la mesa. Levanta la vista hacia mí con medio ojo.
Y yo quiero decirle que sé que soy amada. Y que eso lo cambia todo.
Y eso sería una mentira tan fácil.
He aquí una rareza: un cuento de Gerardo Deniz (Madrid, 1934 – México, 2014). Escritor mexicano de origen español, principalmente conocido como poeta, es considerado una figura de culto dentro de la literatura nacional. Su obra en prosa se conoce poco aunque es muy amplia, y tiene muchos puntos de contacto con el resto de su trabajo y con los intereses e ideas que aparecen en éste.
«Necroforia» es una estampa breve y cómica cuyo extraño título (para sólo dar una pista) se forma de manera similar a palabras como «fósforo» o «semáforo». Es parte de Alebrijes, un libro de cuentos de Deniz publicado en 1992.
NECROFORIA
Gerardo Deniz
Cuando Fulgencio, aún joven, murió de asco, Tomasa –la viuda– y sus pocos amigos, tan pobres como él, lo vistieron con su único traje y afrontaron la situación con realismo.
Las posibilidades tradicionales parecían escasas; al grado de que bastó un rato de conversación, entrecortada por hondos suspiros, para persuadir a todos de que sólo había una: el endeudamiento casi de por vida. Aun aparte de eventuales problemas de cementerio, los simples gastos de ataúd y traslado de Fulgencio serían ruinosos. Entonces decidieron preparar café y pensar más despacio.
El proyecto de llevar el cadáver por la calle tuvo que ser descartado. Habría que atravesar nueve ejes viales y el Periférico. El único vehículo imaginable era la camioneta del vecino repartidor de piñatas, pero tendrían que esperar el domingo, y era martes.
Fue entonces cuando el primo Galo, recién llegado al velorio, sacó del bolsillo un papel arrugado con el plano de la red del metro, que le habían regalado el otro día, y propuso un plan que al principio fue recibido con escepticismo. A un par de calles de la vecindad donde se hallaban estaba la discreta estación de metro Aconcagua, y en el extremo de la línea la terminal Mictlan, reino azteca de los muertos. Después de una noche entera de razonamiento cartesiano, al amanecer hubieron de convenir en que no existía otro recurso y decidieron preparar el quinto café, ya casi agua caliente.
Eran las nueve de la mañana cuando, pasado el congestionamiento de público, un grupo de personas llegó con decisión a la entrada de la estación Aconcagua. Modestos, no iban apiñados; cinco o seis incluso hacían lo posible por parecer ajenos, mientras repartían ojeadas inquietas y hacían a los demás señas misteriosas.
En el centro iba Fulgencio, sostenido en vilo por dos amigos vigorosos. Para que pareciese que era ciego, le habían puesto unos lentes negros, trabajosamente conseguidos, y llevaba un bastón bien sujeto a la mano, vendada. Aparte su inercia, tal vez excesiva, no tenía tan mal aspecto.
Esperaron un momento solitario e hicieron descender a Fulgencio resbalando sobre los talones, con notable soltura. Una vez abajo, lo apoyaron en la pared, para tomar un respiro, y se le cayó el sombrero. Tomasa lo recogió y se abanicó con él. Uno de los dolientes, fingiendo esperar a alguien, emprendió una lenta inspección circular por la estación. A la vuelta estaba el policía, solo, manifestando una indiferencia que casi se antojaba sospechosa.
Acababa de llegar un convoy y se acercaban algunas personas. El espía hizo una señal y varios rodearon a Fulgencio, sin ostentación, mientras pasaba la gente. Deliberaron en voz baja mientras tanto. Se decidió no buscarle plática al policía, cuyo aire era poco prometedor, sino recurrir directamente a los dos niños de la vecindad, que esperaban jugando impacientes a mitad de la escalera, debidamente aleccionados.
A un gesto, descendieron rápidos. El mayor llevaba debajo del brazo una gallina inmovilizada dentro de una jaula estrecha de palos blancos. Era evidente que el policía no los dejaría pasar con ella, y sabían bien cómo complicar el problema para distraerlo. Sin embargo, llegaron al torno de entrada, se detuvieron, dejaron la gallina en el suelo, simularon buscar y hallar sus boletos y no les quedó otro remedio que pasar al fin, sin que el policía hiciese caso de ellos. Ya del otro lado de la barrera, el menor tuvo una ocurrencia luminosa. Llamó al policía con un silbido y, señalando a su acompañante:
—¿Verdad que no puede pasar con el animal?
A pocos metros, el amigo vigilante de Fulgencio se acercó a un individuo vestido de negro que miraba con desaprobación al difunto.
—¿Lo conocía usted desde hace mucho?
El individuo fúnebre no se preocupó por entender.
—Ciego y además borracho —dijo despacio—; es el colmo. Seguro que van a querer que pase, y luego ahí están los accidentes. No se puede tolerar.
El mayor de los niños hacía valer ante el policía el hecho de que había ya pasado el torno con la gallina sin que se le dijera nada. Como el argumento era bueno, ponía al policía de pésimo humor.
El grupo echó a andar con Fulgencio. El amigo vigilante notó con angustia que era demasiado visible que el cadáver de Fulgencio no movía las piernas y que el bastón se agitaba demasiado, por mano bienintencionada del amigo de la derecha. Otra vez se acercaba gente en sentido opuesto.
—Mire nada más, ¡ese hombre está inconsciente, lo van a matar! —exclamó el tipo tétrico.
Al fiel espía sólo se le ocurrió señalar hacia un pasillo vacío, con mano temblorosa.
—¡Pues fíjese en lo que viene por allá! —balbuceó.
Cuando menos, la artimaña distrajo al criticón unos instantes, mientras Fulgencio pasaba el torno dando una extraordinaria vuelta sobre sí mismo. Cuando el policía giró, sorprendido por la inesperada fila de gente solemne y apresurada que entraba, vio a Tomasa atascada en el otro torno. Sin soltar al niño, que se debatía, le advirtió en voz muy alta:
—No funciona, señorita, pase por donde los demás.
Los que llevaban al muerto oyeron algo a sus espaldas y aceleraron. Una señora que caminaba a su encuentro dio un ligero grito al ver a los tres precipitarse sobre ella y que al de en medio volvía a caérsele el sombrero. De atrás llegó la voz indignada del individuo de negro.
—¡Policía! ¡Llevan a un borracho, a un drogado, a un … !
El espía fiel, desesperado, se le colgaba del cuello, le hacía cosquillas, lo besaba. El policía, en su desconcierto, soltó al niño, que huyó con su compañero y la gallina; viraron hacia el andén. El policía dudó y echó a correr tras ellos, mientras el furioso, detenido por la barrera de entrada, seguía clamando.
—¡Pero mírenlo! ¡Lo van a matar!
El amigo fiel se esfumó. Los niños trotaron por el andén buscando un camino. Aterrados, los portadores de Fulgencio no tuvieron más remedio que bajar a toda prisa la escalera interior que llevaba al lado opuesto de la estación. El cortejo callaba. Tomasa los alcanzó, sin saber tampoco qué decir.
—¡Corran, corran!
Los talones de Fulgencio volvían a deslizarse por muchos peldaños. Nadie se detuvo ya; continuaron de frente, ahora en subida, arrastrándolo sin miramientos. Todos iban atemorizados. La poca gente que encontraban quedaba muda. El ascenso de la otra escalera fue terrible, pero lo lograron y por fin desembocaron, exhaustos, en el andén contrario. Fulgencio conservaba los lentes oscuros puestos. Por el andén de enfrente, el policía frenético perseguía a los dos niños y a la gallina, que asomaban y desaparecían por lugares inesperados. A Fulgencio no parecía importarle nada. Llegó el metro, casi vacío. Quienes llevaban al muerto se abalanzaron a la puerta más cercana, agotados. Los demás los imitaron, denotando intensa inquietud. Aquel tren iba en la dirección que no era.
En el asiento, Fulgencio se mantuvo erguido, con cierta rigidez digna y una pierna muy estirada. A su lado, un amigo del alma, jadeante, se le aferraba al brazo, sin mirarlo. En el vagón era fácil diferenciar a los dolientes, por sus caras de espanto, y a los pasajeros previos, por las expresiones intrigadas.
Tomasa, de pie, se acercó oscilando a su difunto compañero y, en un alarde de aplomo, le encasquetó el sombrero, que traía en la mano por segunda vez. Se dio cuenta de que la observaban con curiosidad y redondeó su papel. Le dio unas cariñosas palmadas al cadáver en la mejilla, no sin melancolía.
—Ándale, ándale. Ya te vas a sentir mejor.
El tren se detuvo. Subieron dos. Uno se acomodó frente a Fulgencio y en seguida notó algo raro. El tren arrancó. Tomasa se sintió obligada a recalcar. Sacó el pañuelo y se lo pasó cuidadosamente a Fulgencio por la cara, inclinándose.
El tren aceleraba.
—¿Adónde vamos? —preguntó de pronto Fulgencio, con los ojos cerrados detrás de los lentes.
Prácticamente desconocida en castellano, la escritora suiza Adelheid Duvanel (1936-1996) fue precoz: pintaba y escribía desde su adolescencia, y posteriormente fue periodista y, sobre todo, cuentista. Tuvo su periodo de mayor actividad en las últimas décadas de su vida. Entre otros reconocimientos, recibió el Premio Literario de Basilea, su ciudad natal, y el Gastpreis del Cantón de Berna. Aún espera un reconocimiento más generalizado, aunque tiene lectores fieles en su propio país.
Uno de los grandes intereses de Duvanel era, al parecer, la alienación: según la escritora Martina Kuoni, sus personajes «no encajan en las actividades eficientes y resueltas que los rodean. Más bien, esos soñadores e interrogadores, esas personas tímidas y heridas, dirigen su mirada precisamente a las grietas, las roturas y las mentiras de su entorno». Así se ve en «El poeta», un cuento breve e intenso. Titulado «Der Dichter» en su lengua original, apareció por primera vez en el libro Windgeschichten (1980) y fue traducido por Marlene Rall y María Josefina Pacheco para la antología Si el buen Dios fuera suizo. Cuentos suizos del siglo XX (UNAM, 2005).
EL POETA
Adelheid Duvanel
Hace algunos meses todavía me esforzaba por ser sociable. Atraía hasta mi casa a gente desconocida; como flores sangrientas brillaba el vino en las copas que les ofrecía. En la madrugada, los ojos de hombres y mujeres jóvenes se derramaban, rezumaban cálidos por sus cuellos, retozaban por encima de las clavículas y seguían bajando. Pero yo me sentaba, con una sobriedad de celofán, en un sillón desgastado a un lado de la calefacción, y observaba sus bailes; se despegaban de los muros de los que se habían agarradoy se meneaban como la hiedra en el viento.
En mi niñez había tratado de entrar en contacto con otras personas por medio de pequeños gestos, de palabras alusivas, pero ellos amaban el ruido, las cosas demasiado vistosas que yo aborrecía. No podían comprenderme. Mi hermana mayor y yo crecimos sin madre. Recuerdo que nuestro padre amaba las palabras «abstinencia» y «sacrificio»: pertenecía a una secta abstrusa, a la que teníamos que pertenecer también. Sin embargo, cuando llegué a los dieciséis años, me volaba las reuniones piadosas que me provocaban dolor de estómago. Cuando me aquejaba la sed durante la comida, mi padre solía decir: «¡Come ensalada!»; beber, incluso agua, era una aberración ante sus ojos; nuestro paladar y nuestro corazón tenían que permanecer secos.
Mi hermana abandonó al viejo antes que yo, pero luego, cuando salí del frío de la casa paterna al frío del mundo, aún no podía volar con mis propias alas. Me desvié del camino, quedé en suspenso, recibí tantas patadas como una pelota y caí profundamente; pues sí, incluso estuve a punto de casarme. Hoy, en un témpano de hielo, me voy alejando cada vez más de aquella orilla, que se dibuja plana y tristemente en la lejanía sin perder nitidez. A mi alrededor el silencio está tenso de miedo, hinchado como una nube gigantesca.
Todos los días me paseo por el suburbio con mi perro, que cojea exactamente de la misma manera que yo (estoy consciente de lo ridículo de la escena); cuando me paro, el animal también se detiene y levanta la mirada hacia mí. Durante uno de esos paseos fue que me transformé en poeta: en la orilla de la calle estaba parado un coche, al que la helada tal vez estaba tratando de hacer invisible, pues parecía estar envuelto en un papel de seda blanco y delgado. También el cielo, que se bamboleaba entre los techos blancos, estaba blanco. Cuando casi hube alcanzado el coche, vi que el dedo de un niño quería rescatarlo de su escondrijo con letras, con una palabra, que al mismo tiempo lo transformaba; su significado de coche, que ya por la envoltura blanca se había vuelto dudoso, le fue quitado de nuevo, y con ahínco. En la capota estaba escrito algo, una palabra que despertó mi interés; al pasar de cerca la descrifré: ira. Me causó excitación, una extraña agitación, como si la cara desnuda de una novia con velo me comunicara algo, como si en su semblante leyera un mensaje que no tenía relación con su calidad de novia.
Desde ese momento me pregunto si, por encima del gran vacío, del abismo en el que ha caído mi vida, las palabras no podrán crear un nuevo mundo. Ahora escribo palabras de día y de noche, dibujo con su sonido las olas del cielo, que empujan hacia mi ventana un pescado rabioso; construyo torres y puentes, hago que el sol, con escoba fulgurante, barra las sombras de los precipicios, y meneo la cabeza cuando el viento que estoy describiendo se pone a leer en un rincón, cual vagabundo, los viejos periódicos; los hojea con mucha prisa y un interés que resulta cómico.
Esta historia fue contada por Valentina Kagievna Itevtegina, escritora, tejedora y narradora oral del pueblo chukchi (o chucoto), a Kira Van Deusen, quien la recogió en el libro Raven and the Rock. Storytelling in Chukotka (1999). Los chukchi habitan una parte del extremo oriente de lo que hoy es Rusia, al sur y muy cerca del Estrecho de Bering. El padre de Itevtegina fue cazador de morsas; pese a que la existencia de los chukchi cambió mucho durante el último siglo y buena parte de modo de vivir tradicional se ha perdido, estas narraciones siguen estando cerca de muchas personas en su pueblo. La traducción del inglés fue hecha por Raquel Castro y yo.
Nota: la yaranga era la tienda típica de los chukchi. Está hecha de piel de reno u otros materiales sobre una estructura de madera. (La palabra chukchi viene del nombre que ellos dan en su lengua a quienes crían renos: chauchu, que significa “ricos en renos”.)
ASTILLAS
cuento popular chukchi
Hace mucho, mucho tiempo, había muy, muy poca gente viviendo en el cabo Uelen. Tan sólo un hombre viejo y una mujer vieja. No tenían hijos. De jóvenes, ellos no se habían sentido solos. Estaban ocupados, el hombre con su cacería y la mujer con su labor de coser la yaranga y las ropas. Durante toda su vida, cada uno hizo su trabajo. Ella cuidaba la yaranga como si fuera una hija. Ella lavaba, cosía, cocinaba y alimentaba al viejo. En el verano, ella recolectaba plantas en preparación para el invierno y él hacía correas y trineos, también preparándose para el invierno a su manera. Él se dedicaba a su cacería y trabajaba en su trineo.
En Uelen, el viento se levanta. Si el viento del norte sopla, quiere decir que se acerca una gran tormenta. El mar avienta a la costa todo tipo de cosas. Y si se deja cualquier cosa en la orilla, el viento se la llevará. Cuando el clima se pone malo en Uelen, nadie de otras aldeas viene de visita.
Los ancianos comenzaron a aburrirse. La anciana dijo:
–¡Ay, si tan sólo alguien viniera de visita! Cómo me gustaría platicar con alguien. El otoño está por llegar y luego vendrá el invierno. Nadie va a venir y nos aburriremos tanto…
–Sí –dijo el hombre–. Nos aburriremos.
Y volvió a trabajar en su trineo. Trabajaba con un hacha y una pila de astillas de madera se formaba detrás de él.
Cada tanto, la mujer salía de la yaranga y tomaba las astillas de madera para alimentar el fuego. A veces el clima se ponía feo, lluvioso, y las astillas se mojaban, así que ella prefería guardarlas dentro.
Pues bien, un día el viento sopló muy fuerte. De nuevo nadie vendría de visita. Y había muchas, muchas astillas en la playa. De repente el hombre pensó: “¿Qué pasaría si aventara estas astillas sobre el mar y el viento se las llevara al otro lado? Apuesto a que alguien vive allá. Debe haber una costa, y tierra. ¡Las lanzaré!”
Y el viento sopló más y más fuerte. El hombre lanzó todas las astillas de madera. Las lanzó y dijo:
–Vayan al otro lado. ¡Conviértanse en gente! Así habrá gente por allá –y el viento se llevó las astillas. No quedó ninguna en su playa–. ¡Vaya, vayan al otro lado! Construyan yarangas y casas de tierra. Vivan ahí. ¡Y visítennos cada año! Ustedes serán nuestros huéspedes.
El hombre volvió a casa contento, pero no le contó nada a la mujer. El verano pasó, y luego el otoño. El largo y duro invierno vino con sus fuertes vientos. Luego el cálido sol brilló y todo se descongeló. Luego el verano llegó de nuevo. Largas noches blancas. Y luego, por fin, comenzó a oscurecer de nuevo. Y el anciano estaba sentado en su playa, trabajando, preparándose de nuevo para el invierno.
Y entonces se levantó y miró hacia el mar. Alcanzó a ver algo a la distancia. Miró y miró. Parecía que alguien se acercaba. Él se metió en la yaranga y dijo:
–¡Vieja! ¡Viejita mía! Ven y mira. Parece que alguien se acerca.
–¿Y quién va a venir? –dijo ella–. ¡Seguro estás viendo tus propias pestañas!
Él salió de nuevo. Estaban cada vez más cerca. Pero tal vez era una morsa. Él volvió a su trabajo.
Luego volvió a levantar la vista. Estaban más cerca. Otra vez corrió a la yaranga.
–¡Sal! ¡Mira! Tenemos visitas.
–¿Qué visitas?
–¡Ven a ver!
–Muy bien. Si me estás engañando, mañana tendré más trabajo.
–Ven a ver. Si no es nada, puedes regresar de inmediato y volver a trabajar.
–De acuerdo.
Ella salió y miró. Los botes se acercaban más y más.
–¿Quiénes son? ¿De dónde vienen? ¿Vinieron bordeando el cabo?
–No, vienen derecho del otro lado del mar.
–¿Qué clase de gente podrá ser?
–Te dije que alguien venía. Vamos a recibirlos.
Los viejos fueron hasta la playa. Los botes llegaron hasta ella y de los botes bajó gente. Los ancianos los escucharon con curiosidad, pero ¿qué era esto? Los recién llegados hablaban diferente, en un idioma distinto. El viejo preguntó:
–¿Puedes entender lo que están hablando?
–No, no entiendo ni una palabra –dijo ella–. ¿Quiénes serán?
Pero los extraños trajeron regalos de sus botes. Rodearon a los ancianos con obsequios. Los ancianos se miraron uno a la otra sin entender nada.
Aquella gente corría de allá para acá, trayendo cosas, entregando regalos.
–Tenemos huéspedes –dijo el anciano–. ¿Por qué estamos aquí parados? Debemos invitarlos a entrar. Probablemente estén hambrientos.
–Sí, huéspedes –dijo la mujer, y corrió a la yaranga y cocinó la mejor comida que tenían. Reno fresco, caldo sabroso.
El anciano invitó a entrar a aquella gente. Ellos entraron en la yaranga y se sentaron ante el fuego y la mujer los alimentó a todos. Sacó los platos de madera y cortó la carne. Ellos comieron y platicaron y rieron alegremente. Los ancianos no entendían nada de lo que los extraños decían.
Pero la anciana atendió a todos. Sacó las mejores pieles para que ellos pudieran recostarse. Todos descansaron sobre suaves pieles. Ellos se quedaron una noche, se quedaron dos. Entonces hubo buen clima. Estaba calmo y despejado. El más viejo de los visitantes habló en su lenguaje incomprensible. “Buen clima”, dijo. El anciano se dio cuenta de que iban a partir. Y entendió que ellos dijeron: “Ustedes nos han atendido bien. Ustedes son nuestros parientes, nuestros padres.”
–Ellos dicen que son nuestros parientes, nuestros hijos. ¿Pero de dónde pueden haber salido estos hijos? –el anciano no comprendía.
Los invitados reunieron todas sus cosas en la playa, se metieron en sus botes y partieron.
Mientras lo hacían, le dijeron al anciano:
–¿No te acuerdas de cómo nos mandaste a la otra orilla, de modo que hubiera gente allá? Hemos vuelto a ti. Vendremos cada año y les traeremos comida y ropas. Porque ustedes son nuestros parientes.
El anciano pensó: “¿De dónde vinieron estos parientes? Nunca hemos estado allá ni oído nada al respecto.”
Los otros se fueron.
De pronto, el hombre recordó:
–¡Ah! ¡Yo lancé aquellas astillas de madera para que hubiera gente del otro lado! ¿Cómo pude olvidarlo? ¿Por qué no les dije: “Cuando lleguen allá, no olviden nuestro idioma. Hablen en chukchi”? ¡Cómo pude olvidarlo!
–¡Nos fuimos con un viento fuerte! –respondieron ellos—No hubo tiempo de hablar. Nos tomó un largo tiempo llegar allá. Pero las aves vinieron a nosotros: gaviotas, somorgujos. Nos hablaron y les entendimos. Y comenzamos a hablar el idioma de las aves del mar. Y ahora no podemos hablar con ustedes.
–¡Ay, cómo olvidé decirles!
Aquella gente regresó cada año y siempre trajo regalos. Traían ropa: chaquetas pequeñas, pantalones pequeños, botas pequeñas. Todas sus ropas eran pequeñas, porque ellos habían sido formados de astillas de madera.
Este es un cuento de Mack Reynolds (1917-1983), quien no es el escritor más famoso de su país, los Estados Unidos, pero tuvo una carrera de lo más interesante: nacido en una familia de izquierda, y afiliado durante décadas al Partido Socialista del Trabajo (Socialist Labor Party, o SLP, que al parecer sigue existiendo aunque siempre fue una organización marginal), fue un escritor «comercial» pero en muchas de sus narraciones incluyó temas de crítica social que pocos tocaban como él en la ficción popular, que en aquel tiempo era creada por una mayoría de autores de derecha. Esta es uno de sus narraciones más conocidas: una historia amarga sobre el abuso del poder y, finalmente, sobre el racismo, que por desgracia cobra fuerza, hoy, por todas partes.
El cuento de Reynolds, en su versión original, apareció en la revista Startling Stories en 1950 y tiene por título «Down the River» (Río abajo), recordando la frase hecha en inglés «sell down the river»: literalmente, «vender río abajo», pero más precisamente «aprovecharse de la ignorancia o la confianza de alguien para realizar alguna acción que le resulte perjudicial». En español de por aquí se podría decir que los extraterrestres que aparecen en este cuento perjudican a los seres humanos sin que éstos se den cuenta. De ahí el título que he elegido para esta traducción y también el verbo con el que se completa la frase, más o menos a la mitad del texto, y que sólo existe en español mexicano pero cuyas implicaciones me parecen de lo más apropiado. Ésta es una de varias modificaciones que hice a la versión del cuento que apareció, en los años ochenta, en la traducción española de la antología Imperios galácticos de Brian W. Aldiss, publicada por la desaparecida editorial Bruguera, y cuya traducción (la verdad) es mucho menos buena de lo que recordaba.
«Charlie Fort», a quien se menciona en algún momento, es de hecho Charles Fort, un autor del temprano siglo XX, antecesor de los actuales «investigadores de lo paranormal».
NI NOS DIMOS CUENTA
Mack Reynolds
La nave espacial fue detectada por el radar del Ejército poco después de que entrara en la atmósfera sobre Norteamérica. Descendió bastante lentamente, y en el tiempo que tardó en detenerse sobre Connecticut mil aviones de combate estaban en el aire.
Los telegramas chirriaron histéricamente entre capitanes de la Policía del Estado y coroneles de la Guardia Nacional, entre generales del Ejército y miembros del gabinete, entre almirantes y asesores de la Casa Blanca. Pero antes de que nada pudiera decidirse sobre la forma de atacar al intruso o de defenderse contra él, la nave del espacio se había asentado gentilmente en un campo vacío de Connecticut.
Una vez que hubo aterrizado todo pensamiento de atacar dejó las mentes de todos los que estaban ocupados con la defensa de Norteamérica. La aeronave se alzaba cerca de un kilómetro y daba la inquietante impresión de ser capaz de derrotar a todas las fuerzas armadas de Estados Unidos sí lo deseaba, aunque al parecer no era así. De hecho, no mostró ningún signo de vida, por lo menos en las primeras horas de su visita.
El gobernador llegó cerca del mediodía, ganando al representante del Departamento de Estado por quince minutos y a los delegados de las Naciones Unidas por tres horas. Vaciló sólo brevemente en el cordón que la Policía del Estado y los Guardias Nacionales habían establecido todo alrededor del campo, y decidió que cualquier riesgo que pudiera estar corriendo tendría más valor en cuanto a la publicidad se refiere, al ser el primero en recibir a los visitantes del espacio.
Además, la televisión y las cámaras de los noticieros cinematográficos estaban ya emplazadas y apuntaban hacia él. El Honesto Harry Smith se sintió animado cuando las vio. Ordenó al chofer que se acercara a la nave.
Mientras el coche se iba acercando, escoltado cautelosamente por dos motociclistas y los camiones de la televisión y de los noticieros, surgió el problema de cómo hacer saber a los visitantes la presencia de Su Excelencia. Parecía que no había indicios de entrada a la espectacular aeronave. Presentaba un suave efecto de madreperla que de tan hermoso quitaba la respiración; pero al mismo tiempo parecía frío e inasequible.
Felizmente, el problema se resolvió cuando estaban a unos pocos metros de la nave. Lo que parecía una parte sólida de un lado de la nave se hundió hacia adentro y una figura salió levemente hacia la tierra.
La primera gran impresión del gobernador Smith fue de que era un hombre con una extraña máscara y vestidos de carnaval. El alienígena, en otros aspectos humano y bastante guapo según nuestros cánones, tenía una tez de un ligero verde. Recogió la toga de estilo romano que llevaba puesta alrededor de su ágil figura y se aproximó al coche sonriendo. Su inglés sólo tenía un ligero acento. Gramaticalmente hablando era perfecto.
—Mi nombre es Grannon Tyre Ochocientos Cincuenta y Dos K —dijo el alienígena—. Creo que usted es un oficial de esta… eh… nación. Los Estados?Unidos de Norteamérica, ¿no es así?
El gobernador se sintió abatido. El había estado, en sus adentros, ensayando una pantomima de bienvenida, pensando en los hombres de la televisión y en los de las cámaras de los noticieros. Se había imaginado a sí mismo levantando su mano derecha en lo que él creía que era el gesto universal de paz, sonriendo abiertamente y a menudo y, en general, haciendo saber a los alienígenas que eran bienvenidos en la Tierra y en los Estados Unidos en general, y en especial en el estado de Connecticut. No había esperado que los visitantes hablaran inglés.
De todas formas, se le había pedido muy pocas veces que hablara como para no aprovechar la ocasión.
—Bienvenido a la Tierra —dijo con un floreo que esperó que los chicos de la televisión hubiesen captado—. Esta es una histórica ocasión. Sin duda alguna, las futuras generaciones de su pueblo y del mío mirarán hacia atrás hacia esta hora llena de felicidad…
Grannon Tyre 1852K sonrió nuevamente.
—Le pido disculpas, pero ¿era mi apreciación correcta? ¿Es usted un oficial del gobierno?
—¿Eh? Este.. eh… sí, por supuesto. Soy el gobernador Harry Smith, de Connecticut, este próspero y feliz estado en el que han aterrizado. Para proseguir…
El alienígena dijo:
—Si no le molesta, tengo un mensaje del Graff Marin Sidonn Cuarenta y Ocho L. El Graff me ha encomendado que les diga que sería un placer para él que ustedes informaran a todas las naciones, razas y tribus sobre la Tierra de que él cita a sus representantes, exactamente dentro de uno de sus meses terráqueos a partir de hoy. Tiene un importante mensaje que dirigirles.
El gobernador se recompuso y quiso tomar el control de la situación.
—¿Quién? —preguntó dolorosamente—¿Qué tipo de mensaje?
Grannon Tyre 1852K aún sonreía, pero lo hacía con la paciente sonrisa que uno utiliza con los inferiores o con los niños recalcitrantes. Su voz era un poco más firme, y tenía un leve toque de orden.
—El Graff les pide que informen a todas las naciones del mundo para que reúnan a sus representantes dentro de un mes a partir de ahora para recibir el mensaje. ¿Está claro?
—Sí. Creo que sí. ¿Quién…?
—Entonces eso es todo, por el momento. Buenos días.
El verde alienígena se volvió y caminó hacia la nave del espacio. La puerta se cerró detrás de él silenciosamente.
Nunca antes había habido nada como el siguiente mes. Fue un período de júbilo y de miedo, de anticipación, y de presagios, de esperanza y de desesperación. Mientras que los delegados de toda la Tierra se reunían para oír el mensaje del visitante del espacio, la tensión creció a lo largo y a lo ancho de todo el mundo.
Científicos y salvajes, políticos y revolucionarios, banqueros y vagabundos, esperaban lo que estaban seguros que cambiaría el curso de sus vidas. Y cada uno deseaba una cosa y temía otra.
Los columnistas de los diarios, los comentaristas de radio y los opinadores de todas clases especulaban interminablemente sobre las posibilidades del mensaje. Aunque había algunos que lo esperaban llenos de alarma, el conjunto en su totalidad creía que los alienígenas abrirían una nueva era para la Tierra.
Se esperaba que fueran revelados secretos científicos que estaban más allá de los sueños de los hombres. Las enfermedades serían barridas de la Tierra en una noche. El Hombre tomaría su lugar al lado de estas otras inteligencias para ayudar a gobernar el universo.
Se hicieron los preparativos para que los delegados se encontraran en el Madison Square Garden en Nueva York. Se había visto, en un primer momento, que los edificios de las Naciones Unidas serían inadecuados. Venían representantes de todas las razas, tribus y países que nunca habían soñado en enviar delegados a las conferencias internacionales tan corrientes en las últimas décadas.
***
El Graff Marin Sidonn 48L fue acompañado a la reunión por Grannon Tyre 1852K y por un grupo de idénticos alienígenas de tez verde y uniformados, quienes podían ser únicamente tomados por guardias, a pesar de que no llevaban armas a la vista, ni defensivas ni ofensivas.
El mismo Graff parecía un caballero bastante amable, un poco más viejo que los otros visitantes del espacio. Su paso era un poco más lento y su túnica más conservadora que la de Grannon Tyre 1852K, quien era evidentemente su ayudante.
Aunque dio todas las muestras de cortesía, el gran número de personas que le estaban enfrentando parecía irritarle, y daba la impresión de que cuanto antes terminara, mejor.
El presidente Hanford de los Estados Unidos abrió la reunión con unas pocas y bien escogidas palabras, resumiendo la importancia de la conferencia. Luego presentó a Grannon Tyre 1852K, quien también fue breve, pero que arrojó la primera bomba, aunque una buena mitad de la audiencia no reconoció al principio el significado de sus palabras.
—Ciudadanos de la Tierra —comenzó, les presento al Marin Sidonn Cuarenta y Ocho L, Graff del Sistema Solar por mandato de Modren Uno, Gabon de Carthis, y, consecuentemente, Gabon del Sistema Solar incluyendo al planeta Tierra. Puesto que el idioma inglés parece ser lo más cercano a uno universal en este mundo, su Graff se ha preparado para poderse dirigir a ustedes en esa lengua. Creo tener entendido que han sido instalados aparatos de traducción para que los representantes de otros idiomas puedan seguirle.
Se volvió hacia el Graff, aplanó su mano derecha sobre su pecho y luego la extendió hacia su jefe. El Graff respondió al saludo y se adelantó hacia el micrófono.
Los delegados se levantaron y le aclamaron, los gritos duraron diez minutos, extinguiéndose finalmente cuando el alienígena mostró un poco de incomodidad. El presidente Hanford se levantó, elevó sus manos y pidió orden.
El clamor murió y el Graff miró hacia su público.
—Esta es una extraña reunión —comenzó—. Durante más de cuatro decals, lo que grosso modo hace cuarenta y tres años de los vuestros, yo he sido Graff de este Sistema Solar, primero bajo Toren Uno, y, más recientemente, bajo su sucesor Morden Uno, presente Gabon de Carthis, lo que, como ya ha puntualizado mi asistente, le hace Gabon del Sistema Solar y de la Tierra.
De todos los presentes en el Garden, Larry Kincaid, de la Associated Press, fue el primero en captar el significado de lo que se estaba diciendo.
—Nos está diciendo que somos su propiedad. ¡Que Charlie Fort nos ampare!
El Graff continuó:
—En estos cuatro decals no he visitado la Tierra, pero he pasado mi tiempo en el planeta que ustedes conocen como Marte. Esto, les aseguro, no ha sido a causa de que no estuviera interesado en sus problemas y en su bienestar como debe estarlo un eficiente Graff. Casi siempre ha sido tradición de los Gabons de Carthis el no hacerse conocidos para los habitantes de sus planetas hasta que no hayan llegado como mínimo a un estado de desarrollo H-Diecisiete. Desafortunadamente, la Tierra sólo ha alcanzado el H-Cuatro.
Un bajo murmullo se estaba desparramando por la sala. El Graff se detuvo un momento, luego dijo amablemente:
—Imagino que lo que estoy diciendo hasta ahora significa casi un golpe. Antes de que continúe, permítanme hacer un breve resumen. La Tierra ha sido, por un período más largo del que recuerdan vuestras historias, una parte del Imperio Carthis, que incluye todo este Sistema Solar. El Gabon, o quizá ustedes lo llamarían Emperador, de Carthis señala un Graff para que supervise cada uno de sus sistemas solares. Yo he sido su Graff durante los pasados cuarenta y tres años, fijando mi residencia en Marte, más que en la Tierra, a causa de su bajo nivel de civilización.
»De hecho —continuó, algo meditabundo—, la Tierra no ha sido visitada más de un par de veces por los representantes de Carthis en los pasados cinco mil años. Y, por lo general, esos representantes fueron tomados por alguna manifestación sobrenatural por los pueblos de ustedes, más que usualmente supersticiosos. Por lo menos, es bien sabido que ustedes tienen la costumbre de tomarnos por dioses.
El murmullo aumentó entre la gran audiencia hasta llegar al punto de que el Graff ya no podía ser escuchado. Finalmente, el presidente Hanford, pálido, se adelantó hacia el micrófono y levantó sus manos otra vez. Cuando se obtuvo una calma razonable, se volvió hacia el hombre verde.
—Sin duda alguna, nos llevará a todos nosotros un tiempo considerable asimilar todo esto. Todos los delegados reunidos aquí probablemente tienen preguntas que les gustaría hacerle a usted. De todas formas, creo que una de las más importantes y una que todos tenemos en mente es ésta… Usted ha dicho que ordinariamente no se hubieran dado a conocer hasta que nosotros hubiéramos llegado a un desarrollo de, creo que usted ha dicho, H-Diecisiete… y ahora nosotros estamos en un H-Cuatro. Por qué se han dado a conocer ahora? ¿Qué circunstancias especiales los han obligado a ello?
El Graff asintió.
—Estaba a punto de llegar a eso, señor Presidente —se volvió nuevamente hacía los delegados, que ahora estaban callados—. Mi propósito al visitar la Tierra ahora ha sido para anunciarles que ha sido hecho un tratado internacional entre el Gabon de Carthis y el Gabon de Wharis mediante el cual el Sistema Solar entra a formar parte del Imperio de Wharis, a cambio de ciertas consideraciones entre los planetas de Aldebarán. A corto plazo, pasarán a ser súbditos del Gabon de Wharis. Yo he sido llamado de vuelta a mi mundo y vuestro nuevo Graff, Belde Kelden Cuarenta y Ocho L, arribará en fecha próxima.
Dejó que sus ojos se posaran sobre ellos gentilmente. Había un toque de piedad en ellos.
—¿Hay alguna otra pregunta que deseen hacer?
Lord Harricraft se levantó en su mesa directamente delante de los micrófonos. Estaba obviamente conmovido.
—No puedo tomar una posición oficial hasta que haya consultado con mi gobierno, pero lo que me gustaría preguntar es lo siguiente: ¿qué diferencia habrá, para nosotros, con este cambio de Graffs, o incluso de Gabons? Si la política es la de dejar a la Tierra sola hasta que la raza llegue a un estado mayor de desarrollo, esto nos afectará poco; si no es así, durante ese lapso, ¿qué sucederá?
El Graff habló tristemente:
—Aunque ésa ha sido siempre la política de los Gabons de Carthis, sus anteriores gobernantes, no es la política seguida por el presente Gabon de Wharis. De todas formas, yo solamente puedo decirles que su nuevo Graff, Belde Kelden Cuarenta y Ocho L, llegará en pocas semanas y sin lugar a dudas explicará su política.
Lord Harricraft se mantuvo de pie.
—Pero usted debe de tener alguna idea de lo que este nuevo Gabon quiere de la Tierra.
El Graff dudó y luego dijo lentamente:
—Se sabe que el Gabon de Wharis tiene gran necesidad de uranio y de otros varios elementos raros que se encuentran aquí en la Tierra. El hecho de que se haya señalado a Belde Kelden Cuarenta y Ocho L como su nuevo Graff es un indicio, puesto que este Graff tiene una amplia reputación de éxitos en todas las explotaciones exteriores de los nuevos planetas.
Larry Kincaid hizo una mueca burlona a los otros periodistas que estaban en la mesa de la prensa:
—¡Nos chingaron y ni nos dimos cuenta!
Monsieur Pierre Bart se levantó.
—Entonces se puede esperar que este nuevo Graff Belde Kelden Cuarenta y Ocho L, bajo la dirección del Gabon de Wharis, comenzará una explotación en toda regla de los recursos del planeta, transportándolos a otras partes del imperio de su Gabon.
—Me temo que eso sea lo correcto.
El presidente Hanford habló otra vez:
—¿Pero no podremos decir nada acerca de ello? Después de todo…
El Graff dijo:
—Incluso en Carthis y bajo la benevolente guía de Modren Uno, el Gabon más progresista de la Galaxia, un planeta no tiene voz en su imperio hasta que no haya alcanzado un desarrollo de H-Cuarenta. Como pueden ver, cada Gabon debe considerar el bienestar de su imperio como una totalidad. Él no puede verse afectado por los deseos o incluso las necesidades de las más primitivas formas de vida en sus varios planetas atrasados. Desafortunadamente…
Lord Harricraft estaba intensamente rojo de indignación.
—Pero esto es prepotencia —farfulló—. Nunca se ha oído acerca de…
El Graff levantó su mano fríamente:
—No tengo ningún deseo de discutir con ustedes. Como ya he dicho, yo ya no soy el Graff de vuestro planeta. De todas formas, puedo puntualizar unos pocos hechos que hacen que la indignación de ustedes esté un poco fuera de lugar. A pesar de mi residencia en Marte, he hecho el esfuerzo de llevar a cabo una investigación intensa de su historia. Corríjanme si estoy equivocado en lo que sigue.
»La nación en la que estamos teniendo nuestra conferencia son los Estados Unidos. ¿No es verdad que en mil ochocientos tres los Estados Unidos compraron aproximadamente dos millones de kilómetros cuadrados de su presente territorio al emperador francés Napoleón por la suma de quince millones de dólares? Creo que se llama la Adquisición de Louisiana.
«También creo que el territorio de Louisiana estaba habitado en su mayor parte y casi exclusivamente por tribus amerindias. ¿Habían oído hablar alguna vez estas tribus de los Estados Unidos o de Napoleón? ¿Qué les sucedió a esta gente cuando trató de defender sus hogares de los extranjeros blancos?—señaló a Lord Harricraft—. ¿O quizá deba referirme más directamente al país de usted? Entiendo que usted representa al poderoso Imperio Británico. Dígame, ¿cómo fue adquirido originalmente Canadá? ¿O África del Sur? ¿O la India? —se volvió hacia Pierre Bart—. Y usted, creo, representa a Francia. ¿Cómo fueron adquiridas sus colonias del norte de África? ¿Ustedes consultaron con los nómadas que vivían allí antes de tomar su control?
El francés farfulló:
—¡Pero ésos eran atrasados bárbaros! Nuestra asunción del gobierno sobre el área era para el beneficio de ellos y el del mundo como una totalidad.
El Graff se encogió de hombros tristemente.
—Me temo que ésa sea exactamente la misma historia que oirán de su nuevo Graff Beldé Kelden Cuarenta y Ocho L.
Repentinamente la mitad de la sala se levantó. Los delegados estaban de pie en sillas y mesas. Los gritos se elevaron, amenazas, histérica defensa.
—¡Lucharemos!
—¡Mejor la muerte que la esclavitud!
—¡Nos uniremos para la defensa contra los alienígenas!
—¡Abajo con la interferencia de otros mundos!
—¡LUCHAREMOS!
El Graff esperó hasta que el primer fuego de protesta se hubiera consumido, entonces levantó sus manos pidiendo silencio.
—Yo les recomiendo que no hagan nada para oponerse a Beldé Kelden Cuarenta y Ocho L, de quien se sabe que es un Graff despiadado cuando encuentra oposición entre sus inferiores. Ejecuta estrictamente las órdenes del Gabon de Wharis, quien usualmente lleva a cabo la política de aplastar esas revueltas y luego cambiar a la población entera a planetas menos acogedores, en donde serán forzados a mantenerse a sí mismos lo mejor que puedan.
»Y puedo añadir que en algunos de los planetas del Imperio de Wharis eso es bastante difícil, si no imposible.
El ruido a través de toda la sala estaba comenzando a elevarse otra vez. El Graff se encogió de hombros y se volvió hacia el presidente Hanford.
—Me temo que debo irme ahora. No hay nada más que decir por mi parte —se volvió hacia Grannon Tyre 1852 K y su guardia.
—Un momento —dijo el presidente urgentemente—. ¿No hay nada más? ¿Alguna advertencia, alguna palabra de ayuda?
El Graff suspiró.
—Lo lamento. Ahora ya no está en mis manos —pero se detuvo y pensó por un momento—. Hay una cosa que puedo sugerir que puede ayudarles considerablemente en sus tratos con Beldé Kelden Cuarenta y Ocho L. Espero que, al decirlo, no hiera sus sentimientos.
—Por supuesto que no —el presidente murmuró esperanzado—. El destino del mundo entero pende de un hilo. Cualquier cosa que pueda ayudar…
—Bueno, entonces, debo decir que me considero completamente libre de prejuicios. No significa nada para mí que una persona tenga la piel verde, amarilla o blanca, marrón, negra o roja. Algunos de mis mejores amigos tienen extraños colores de piel.
»Sin embargo…, bueno, ¿no tienen ninguna raza en este planeta con la tez verde? Se sabe que el Graff Belde Kelden Cuarenta y Ocho L es extremadamente prejuicioso contra las razas de diferentes colores. Si ustedes tuvieran algunos representantes de piel verde para recibirle…
El presidente le miró fija y calladamente.
El Graff estaba desilusionado.
—¿Quiere decir que no hay razas en la Tierra de piel verde? ¿O, al menos, azul?
Adela Fernández y Fernández (1942-2013) fue conocida por ser la hija del cineasta mexicano Emilio «Indio» Fernández. También fue una investigadora de las culturas mexicanas y una narradora muy interesante que merece ser más leída. Gabriel García Márquez elogió uno de sus cuentos, «La jaula de la tía Enedina», que a partir de entonces es casi el único que se cita de su obra. Aquí reproduzco otro, «Cordelias», que muestra su imaginación fantástica y su capacidad para mostrar con muy pocos recursos lo misterioso y lo inquietante en entornos cotidianos. Hay otras versiones del texto en línea, pero no ésta, que me parece más trabajada y proviene de una edición de cuentos de Fernández (Editorial Campana, 2009) que incluye dos libros suyos: Duermevelas –donde «Cordelias» apareció por primera vez– y Vago espinazo de la noche.
Este es el quinto y último cuento de la entrega especial en este diciembre, para compensar la falta de textos durante otros meses de este año terrible de 2016. Ojalá que el próximo año nos vaya –contra todos los indicios– mejor que en éste.
CORDELIAS
Adela Fernández
El árabe llegó a nuestra aldea con su camioneta azul dando tumbos en la brecha pedregosa y mirando con enfado el paisaje baldío. En la bodega de Luciano descargó veinte cajas de madera llenas de verdura y frutas, alimento apreciado en nuestra tierra infértil. Apenas se hubo ido, se amontonaron todas las mujeres prontas a comprar la mercancía. Don Luciano, aturdido, trataba de calmarlas, mientras con el martillo desprendía las tablas, dejando a la vista gulosa aquellas frutas y hortalizas de colores excitantes. Con tantos manojos de yerbas aromáticas el ambiente se hizo delicioso. Los niños esperábamos ansiosos que la ayudante de don Luciano nos arrojara aquellas frutas que por magulladas se deshacían de ellas.
La algarabía se tornó en asombroso silencio cuando al abrir una de las cajas, los ojos atónitos vieron dentro de ella, acurrucada dolorosamente en el estrecho espacio, a una niña de tres años. La sacaron y comenzó a llorar a causa de sus miembros entumecidos y por el escándalo que la rodeaba. La sobaron, le dieron un poco de agua tibia y una bolita de migajón para evitarle los ácidos estomacales, producto del miedo. Hubo sentimientos de compasión, suposiciones e invención de historias acerca de su procedencia: que si el árabe se la había robado y la dejó ahí por equivocación; que si a lo mejor él no sabía nada y que alguien la echó en la caja para deshacerse de ella; que si a lo mejor los elotes se habían transformado en una niña, hija de la deidad del maíz y que debía ser adorada como diosa; que si tal vez era el mismito diablo que en imagen de aparente inocencia había llegado al pueblo para desatar la maldad y una cadena de tragedias.
Fue mi madre quien alegó que se dejaran de tonterías, que el caso era claro y simple, nada más que una niña abandonada, evidencia de la irresponsbilidad o de un acto desalmado. Conmovida, mi madre decidió llevarla a casa hasta que regresara el árabe para aclarar con él las cosas, pero el frutero jamás volvió al pueblo y ella tuvo que hacerse cargo de la niña, adopción que si bien fue forzada, no estuvo exenta de misericordia. Mi madre me exigió que la tratara como a una hermana y le dio el nombre de Cordelia. Esta pequeña vino a romperme el hastío propio de un hijo único y pronto me hice a la costumbre de los juegos compartidos, de los diálogos fantasiosos y de los pleitos sin importancia.
La gente del pueblo siguió inventando historias posibles sobre su identidad, por lo que mi madre prefirió que Cordelia no saliera de casa, librándola así de los chismes populares. Con la esperanza de que olvidara su orfandad, le dio cuanto cariño latía en su corazón al grado de consentirla más que a mí. Fue el encanto natural de Cordelia lo que impidió que yo sintiera celos.
Cuando el tema estuvo agotado y todos llegaron a la indiferencia por la recogida, mi madre comenzó a llevarla al mercado y a la iglesia. El día que fueron a traer agua de la fuente, Cordelia se sorprendió al ver por vez primera su rostro reflejado y comenzó a hablar consigo misma. Estaban a punto de volver a casa cuando de la fuente salió el reflejo y adquirió cuerpo y alma. Mi madre fingió no asombrarse y ante los ojos estupefactos de los aguadores, como si nada hubiera pasado, tomó a las niñas de la mano y emprendió la caminata de regreso. Mi madre llegó a casa con dos Cordelias, una de ellas empapada. Las murmuraciones recomenzaron y tuvo que sobreponerse a las maledicencias.
En otra ocasión, de visita en casa de Hortensia la costurera, las niñas se probaban ante el espejo sus vestidos nuevos y con risas y gesticulaciones entusiastas compartían con sus reflejos la dicha de estrenar ropa. Mi madre pagó el valor de la hechura a la modista y se despidió satisfecha de poder vestir a sus dos hijas obtenidas por la gracia de Dios. A la velocidad de la luz, del espejo salieron los reflejos y tras adquirir cuerpo y alma corrieron a abrazarla. Esa vez mi madre regresó a casa con cuatro Cordelias.
A la mañana siguiente, apenas comenzado el día, la gente se congregó en el atrio de la iglesia para dar opinión sobre el asunto. Nunca antes su imaginación había producido antes tantas hipótesis y advertencias sobre el misterio de Cordelia y quisieron comprobar el fenómeno de su multiplicación ante la multitud y bajo el amparo de Dios.
Varias mujeres, furias de oficio, entraron a la casa y a la fuerza se llevaron a mi madre y a las cuatro Cordelias. En el atrio habían colocado un enorme y antiguo espejo ante el cual enfrentaron a las niñas. Los reflejos adquirieron vida propia y cuando estaban a punto de salir del azogue, Don Luciano, aterrado, lanzó una piedra rompiéndolo en pedazos que cayeron desparramados en el patio de adoquín. Brotaron tantas Cordelias como fragmentos de cristal había. El pánico dispersó a la gente que fue a refugiarse a sus casas. Mi madre tuvo la fuerza de amparar a todas sus hijas no sin antes pedirle a sus vecinos que se deshicieran de sus espejos.
Nadie se atrevió a romper los espejos por el peligro que ello representaba. Como medida se dieron a la tarea de pintarlos de negro y algunos, los más temerosos, prefirieron enterrarlos. En lugar de cristales hay oscuros de madera en las ventanas. Todos los aljibes están cubiertos e incluso construyeron un domo sobre la fuente de la que hoy se abastecen de agua por medio de una llave. La gente toma el líquido con cautela y cubren sus vasos y ollas con paños negros.
Las Cordelias, por su parte, andan por todos lados arañando la tierra, en la desesperada tarea de encontrar algún espejo para poder seguir con la reproducción de su especie.
Tarde, pero seguro: el cuento de este mes es de Adrián Curiel Rivera (1969), narrador y académico mexicano, autor de novelas (Blanco trópico, Vikingos y A bocajarro son las más recientes), libros de cuentos y ensayos. «Salida número catorce» proviene del libro Día franco (UNAM, 2016), cuyas historias están enlazadas todas por la aparición de perros, que juegan diversos papeles en cada una. En este caso, lo que parece una narración convencional da una súbita vuelta de tuerca y se convierte en un apocalipsis muy extraño, amenazante, visto desde el nivel de los individuos que no pueden empezar a entenderlo y no están seguros de querer hacerlo, ni de evitar la amenaza de la destrucción. En tal sentido tiene un parecido muy inquietante con el ambiente en el que millones de personas de la actualidad sienten que transcurre su vida.
SALIDA NÚMERO CATORCE
Adrián Curiel Rivera
Despertó con la sensación de que el incidente de anoche había sido un sueño. Como en los últimos siete u ocho años, asistió a una cena de la empresa con auténtica desgana y –creía– bien simulado entusiasmo. Clarissa se quedó en casa, para variar, ya no tenía caso fingir. Aceptaban que no necesariamente tenían que compartir siempre los mismos intereses, una regla esencial para la supervivencia de cualquier matrimonio. Habían alcanzado la madurez afectiva: esa etapa de amor pausado a la que sólo se llega después de mucho tiempo y de resignar muchas cosas.
Ayer por la noche estaba charlando, copa de cava en mano, con una mujer alta y delgada, de pelo corto y rubio peinado con la raya en medio. Le recordaba a una flapper de la década de los veinte del siglo pasado, a una Betty Boop de pelo claro. Era, le dijo, la representante internacional de Catering Aéreo, proveedora de la aerolínea patrona que los congregaba en ese coctel. Por su parte, él representaba a una empresa contratista especializada en la fabricación de bulones de fibra de carbono para las aeronaves. En la despiadada carrera de la competitividad, había corrido el rumor de que otra compañía estaba haciendo experimentos de laboratorio para producir piezas de un polímero especial mucho más ligero y resistente. La amenaza de inminentes recortes, si no se avispaban, pendía sobre su cabeza y su equipo de trabajo. No eran tiempos felices para él. No señor. En una junta de accionistas se lo habían advertido: si perdía el liderazgo en el ramo, sufriría las consecuencias. Mientras conversaban, se consoló pensando que ella recibiría presiones similares. Era el pan nuestro de cada día en ese ambiente de trabajo. Admiró la precisión ejecutiva con que la mujer despachaba asuntos de negocios con su Smartphone de ultimísima generación. En ese mundo de tiburones no era improbable que ella estuviese entendiéndose en ese mismo momento con el corporativo que lo desbancaría. Aun así, le parecía encantadora. Hablaba un inglés casi nativo y se las arreglaba con gran soltura en francés y alemán. Metió de nuevo el aparato en su bolso de mano, se disculpó, todo era urgente. Él dejó su copa sobre una bandeja y aceptaron los canapés que les ofreció otro mesero de uniforme. Ella se apoyaba en una pared lindante con el balcón del penthouse. La puerta de cristal estaba cerrada porque era invierno, pero algunos habían salido a fumar un cigarrillo. A través del vidrio, más allá del reducido pelotón de fumadores, se extendía la vista portentosa de los rascacielos iluminados. La miró con una fijeza que le extrañó a él mismo, como si quisiera transmitirle la emoción de una vida por delante llena de gratificaciones. Se arrepintió de inmediato y desvió la mirada. Pensó que esa desconocida quizá fuera un poco más joven que Clarissa. Se preguntaba si no sería conveniente, para no lucir tan chaparro junto a ella, subir otro escalón del desnivel que dividía ese espacio de la amplia e impersonal sala casi desprovista de muebles. Sobre otros invitados que departían pesaba también la espada de Damocles. Subió, en efecto, un peldaño más, pero ella seguía sacándole unos centímetros. Lo desconcertó descubrir que no llevaba zapatos de tacón.
Venciendo la timidez, ensayó una broma de la que ella no pudo hacerse cómplice porque volvió a sonar el teléfono. Hubiera jurado que despachaba un negocio en ruso. La mujer tornó a disculparse, cerró la cremallera de su cartera y luego le dedicó una mirada franca que dejaba traslucir una tensión rudamente contenida. Se sintió fuera de lugar envuelto en ese incómodo silencio. Mejor se concentró en masticar su bocadillo de anchoa imaginándose el deleite inconmensurable que le depararía acostarse con semejante belleza, lo que sería vivir una imposible aventura extramatrimonial. Ella no le quitaba los ojos de encima, con una intención ambigua. Deslizó la mirada hasta el anillo de casado, y después recorrió su barriguita inexorable pese a las recientes sesiones de gimnasio. Y siguió por el tórax, y la corbata y el saco. Sin atisbo de vergüenza, examinó su mentón, la barba de candado recortada con meticulosidad. Descendió otra vez hacia su mano y el anillo delator, y posó los ojos en los suyos, sin pestañear. ¿Por qué no vamos a otro sitio?, estaba seguro que le preguntaría después de haber declarado, por cierto, que se llamaba Aurora Rodríguez. Tendría que llamar más tarde a Clarissa, inventarse cualquier excusa. Ella lo seguía mirando mientras sonreía manteniendo una segunda copa muy cerca de los labios. Sin embargo, en vez de proponerle que fueran a otra parte, precedidas por un tenue tic en la órbita ocular bajo las pestañas, cobraron sonoridad otras palabras. ¿Soy demasiado alta, no es cierto? Bajo cualquier estándar, añadió, y lo abrazó con fuerza unas décimas de segundo. Enseguida ella se desprendió y le pidió que sostuviera su copa. Era embarazoso, dijo. Le entregó una tarjeta de visita, él hizo lo propio. La acompañó a recoger el abrigo cerca de la entrada, junto a un insípido bodegón, el único adorno en las paredes. Se despidieron de beso frente a la puerta abierta, otros también salían. Él se reincorporó a la congregación menguante, intercambió impresiones con algún desconocido y no se marchó sino hasta despachar el quinto cava.
Cuando sonó el despertador y manoteó para apagarlo no creía que nada de eso hubiera ocurrido realmente anoche. Ahora una ligera opresión en la cabeza amenaza con convertirse en jaqueca insoportable. Hace frío. Se arrebuja bajo las sábanas y se percata de que Clarissa ya se ha levantado. Debe de estar abajo en la cocina calentando la leche a los niños, como todas las mañanas. Luego Clarissa desandará el camino escaleras arriba y los pastoreará para que no hagan trampa y se laven los dientes, y venga otra vez a descender a cariñosos empellones mientras Silvia y Gerardo, todavía somnolientos, protestan y hacen muecas. En ocasiones, hasta se ponen a llorar. Como él no puede eludir la obligación de presentarse en su oficina, se decide a salir de la cama. Una veloz ducha y baja a tomar café, tostadas y un jugo de naranja. Dos grajeas de paracetamol complementan el desayuno. Clarissa, como casi siempre, le acomoda el cuello de la camisa, la corbata, también las solapas del saco. Los niños ya están listos y se dirigen encorvados hacia la puerta. Es ridícula la cantidad de cuadernos que deben cargar en las mochilas. Clarissa le da un beso de una frialdad mecánica y él no puede reprimir asociarlo al recuerdo cálido de Aurora Rodríguez, la desconocida giganta rubia con quien por la noche había compartido una cercanía irracional. Gerardo y Silvia se enzarzan a empujones en las inmediaciones de la puerta, la competencia obcecada por ser el primero en abrir. Pese a lo previsible y reiterativo del cuadro, él se altera. Les grita que ya basta y, como a través de una súbita calina emocional, se cuela el pensamiento de que necesita con urgencia un abrazo. De que todos necesitamos un abrazo, un abrazo que ni Clarissa ni tampoco los niños –ni siquiera Aurora Rodríguez– podrán brindarle. Repite ya ha dicho que es suficiente y, por alguna extraña razón, en compañía de su cólera soterrada, se siente abrumadoramente solo. Está por embestir a sus vástagos pero la mano curtida de Clarissa lo retiene por la muñeca. Se vuelve hacia ella, avergonzado por su reacción, a veces se comporta peor que los niños. Además por poco olvida el portafolios y el ligero refrigerio que el doctor le autoriza a tomar cada mañana. Cuenta con la mente hasta diez, en numeración progresiva y regresiva, abatido por vagos tormentos. Nota que ha conseguido serenarse. Los niños aguardan junto a la puerta con las cabecitas gachas y las manos empuñando los tirantes de las mochilas. Unos angelitos de ocho y seis años, la felicidad extenuante e inabordable. De espaldas a Clarissa, experimenta el imprevisto irradiar de la mano de ella sobre su hombro. El peso de su palma, el gesto cariñoso en que se traduce, lo embarga de nostalgia al recordarle hasta qué grado el lastre compartido del matrimonio domestica los antiguos fuegos. Ella retira el brazo. Cuando, de refilón, él le dice que la quiere, la reminiscencia fantasmagórica de Aurora Rodríguez le toca otra fibra insospechada.
Conforme se dirige a la puerta entreabierta se hace más nítida la luz filtrada entre la bisagra y el canto. El haz se difunde sobre el umbral atrapando remolinos de polvo y baña de albor los uniformes de Silvia y Gerardo. Se detiene, palpa los bolsillos del saco y cambia sus anteojos por otros de sol también con aumento. Los tres salen al jardincillo que antecede al portón eléctrico del garaje. Hasta ellos llegan al trote, para ofrendarles el protocolario olisqueo de buenos días, sus fieles mascotas: el joven Collins, un border collie, y Lady Recogida, una marrullera veterana cruce de mil razas. Esa mañana, repara en ello mientras guardan las cosas en el maletero y los chicos abordan el Mazda, los perros están demasiado nerviosos. Ladran mucho hacia la calle y aúllan de manera entrecortada, pero no se escucha ninguna ambulancia. Se quejan excesivamente, como cuando están enfermos. Se pone el cinturón de seguridad y Clarissa, quizá sospechando algo, abre la ventana de la cocina y grita si está todo bien. Cuando salen en reversa tiene que dar imperiosas órdenes por la ventanilla para que Collins y Lady Recogida no transgredan las fronteras y se precipiten hacia fuera. Hay unos siete u ocho canes recostados contra la fachada de la casa de enfrente, del otro lado de la calle. Acciona el control remoto, el portón se cierra. Se estaciona junto a los perros. La mayoría son machos. De hecho, no detecta ninguna hembra que justifique ese agrupamiento. Lo miran con indolente indiferencia bajo los rayos tempranos de la mañana. ¡Ahja!, los jalea. ¡Fuera, largo! ¡Ushca!, les chista. Si se instalan ahí, a la larga tendrán que encerrar a Collins y Lady en el cuarto de servicio, en cualquier momento podrían escabullirse y trabarse en una pelea. Bate las palmas. Incluso baja del vehículo y amaga con agredirlos, pero si acaso dos o tres perros canela de la jauría, con pinta de mellizos, se yerguen sobre sus patas delanteras y, con la lengua de fuera y la típica respiración acelerada de los cánidos, se desplazan unos centímetros y vuelven a echarse como si nada. Le jode sobremanera. Está aturdido por los desaforados ladridos de sus propios perros y las inquisitivas preguntas de sus hijos, que no se pierden un solo movimiento desde el asiento de atrás. Fastidiado, decide regresar a su camioneta, ya resolverá el problema en otra oportunidad. Antes de arrancar ve a Clarissa en pijama detrás de los listones metálicos del portón. Collins y Lady Recogida, enredados entre las piernas de su esposa, ladran y ladran.
Camino a la escuela (Silvia y Gerardo no han parado de reñir atrás) le sorprende identificar, junto a los deportistas madrugadores de siempre, a numerosas cuadrillas de perros sin dueño que deambulan por las banquetas. Cruzan las calles con relativo orden y se detienen o sientan en las esquinas a la espera del cambio de luz del semáforo. Andan en grupos de hasta diez ejemplares, una cantidad exorbitante bajo cualquier criterio en una ciudad. Incluso los niños dejan de pelear y, perplejos, piden permiso para asomarse a las ventanillas y contemplar ese inusual paisaje deslizante de pelajes. Los cuadrúpedos parecen regir sus rápidos meneos bajo el designio común de una voluntad superior, de un súper líder alfa. Al pasar los miran con absoluta, jadeante y perruna indiferencia. Las lenguas espumosas y rosáceas descendiendo y ascendiendo a ritmo regular por el hocico. Algunos son claramente callejeros. Otros llevan collar, lo que revela que se han escapado de casa. Otros pocos evidencian haber sido expulsados de un hábitat hogareño, pues lucen en el cuello desnudo la marca de un antiguo collar, cierta tersura en el lomo. Por el espejo retrovisor, en lontananza invertida, alcanza a distinguir cómo prosigue su marcha la marabunta canina, los escuadrones dispersos que se perfilan contra el recuadro urbano. Frente al parabrisas vienen muchos más.
¿Por qué hay tantos perros?, pregunta Silvia. Sí, papi, la secunda Gerardo. ¿Han crecido tanto los gatos (un adulto habría dicho: se ha multiplicado tanto su población) que ahora salen a cazarlos? Pero a él no se le ocurren respuestas. Es decir, no concibe ninguna explicación que no caiga en la imaginería risible de los filmes de zombis o las series televisivas de vampiros. No obstante, continúan pululando a su alrededor. La camioneta en que viajan transita como una flecha lenta entre rachas cruzadas de perros. Las fauces abiertas, babeantes; la mirada torva o la cabeza agachada, pasan cerca de los espejos laterales mientras ellos siguen a vuelta de rueda. Algunos paran y les dedican un ladrido bravucón; otros, uno más festivo. Las colas variopintas: sus longitudes cambiantes, algunos apéndices cercenados. Las orejas alertas de unos; aquel otro se aproxima entre la multitud con las suyas casi a ras de piso, como una fragata vieja que ha resignado el velamen y se deja llevar por la corriente. Y esos pasitos de mecanismo robótico semiarticulado que comparten todos. Los más independientes tienden a apartarse de las manadas, se desvían hacia alguna bocacalle, hurgan en los botes de basura en busca de comida. Pero de inmediato son reconducidos por ovejeros reales e improvisados. Cuatro o cinco pretenden amotinarse, dan la vuelta y caminan en sentido opuesto, pero son absorbidos por la vorágine como un banco de sardinas. Al fin puede cambiar a segunda, pero tiene que clavar el freno para no arrollar a un antipático french poodle que se les atraviesa. Resuenan los bocinazos por todas partes, se ha formado un embotellamiento del demonio. ¡Largo, chucho!, ruge a través de la ventanilla bajada y varios perros que pasan se vuelven un poco y lo miran con la lengua de fuera. El caniche, de un blanco mugriento, los broches en los rulos del peinado, corre hasta la portezuela; planta sus uñotas en la pintura, escarba, se revuelve, comienza a ladrarle con jactanciosa fiereza a unos centímetros del antebrazo. Arranca y ahora es el de atrás quien hace rechinar las gomas frenando con violencia. Más pitazos, gritos. A todo esto, sus hijos se han cansado de acribillarlo a preguntas no respondidas a satisfacción. Los acaba de reprender por haberlo desobedecido en primera instancia, cuando les indicó que subieran ipso facto los cristales. No entiende lo que está sucediendo, tiene algo de aterrador. Como se ha ensimismado en un silencio tenso al frente del volante y sólo anhela romper la inercia de ese rodar de tortuga, Silvia y Gerardo comienzan a formular sus propias hipótesis. Algunos conductores lanzan objetos desde sus automóviles. Primero la previsible ZV. Pero coinciden en descartarla, pues si ese barullo de pulgosos estuviera compuesto de zombis y/o vampiros, tendrían los ojos en blanco o los colmillos chorreantes de sangre fresca. Se chamuscarían por efecto de la luz del día, o saldrían despavoridos ante la señal de los dedos en cruz que ellos les hacen. Licántropos definitivamente tampoco son. Salvo por la cantidad, parecen perros de lo más normalitos. Luego sopesan otras posibilidades que su progenitor escucha boquiabierto. Silvia sostiene, por ejemplo, que deben ser alienígenas en obvio camuflaje, debido a su extraña gravedad han caído de una de las galaxias recién descubiertas. En su clase de ciencia han estado estudiando el tema de los nuevos telescopios. Son muy potentes, podrán determinar con exactitud el punto desde donde se han desprendido. Su hermano se mofa de ella, sería más plausible (sí, dice “plausible”) explicarlo como un caso de generación espontánea masiva, como antes se creía pasaba con las moscas. Es más razonable suponer, continúa, que se trata de un experimento encubierto orquestado por la CIA para extender su hegemonía sobre los países emergentes (y también dice “hegemonía” y “emergentes”). Silvia, a su vez, se burla de Gerardito, ha estado viendo demasiada tele, papá, mamá y tú deberían vigilar que respete el horario autorizado. Siempre hace lo que se le pega la gana. Su padre sigue el hilo de la conversación con los puños crispados. Se ha formado un embudo de automotores cerca del tope que precede el paso peatonal por donde cruza un enjambre de perros. Gerardo se coloca de rodillas sobre su sitio y se gira por completo para mirar las evoluciones a través de la luneta. Las torrenteras de pelambre continúan confluyendo desde distintos recodos. Allá va un labrador alegre; más allá, unos beagles giran desorientados; por acá, un salchicha salta como propulsado por minitransbordadores espaciales. La estampa gallarda de un bóxer se desdibuja en un trote ligero; un bulldog con aire de malas pulgas se afianza cansinamente sobre sus patas cortas. Una dupla de electrizados fox terrier, de pelo duro y moteado, lleno de ramas y hojitas, atestigua el probable abandono de los amos al tirarlos en alguna carretera. ¡Miren!, grita Gerardo. Numerosos perros de casa, hartos del alboroto de sus propios ladridos, deciden saltarse las verjas y las tapias, sortear la altura de techos y balcones no muy eminentes para incorporase al rebaño. La perrada que cruza por la cebra pintada en el asfalto se segmenta. Una parcela retrocede y los envuelve antes de proseguir su misterioso itinerario.
Ellos avanzan hasta un semáforo y viran por una calle a la izquierda e, inmediatamente después, a la derecha. Se forman en la cola de autos frente a la entrada del colegio. Allí no se percibe nada anormal. Sin embargo, conforme se van acercando a la puerta detrás de una Voyager y esperan su turno para que los niños puedan apearse, se percatan de que el vigilante y las maestras no se limitan a recibir a los alumnos. El cuidador, armado de una escoba, se empeña en espantar a una corte de falderos que intenta colarse en las instalaciones. Las docentes pegan gritos y pisotones para ahuyentarlos, y la directora de primaria incluso se desespera y sale a corretear una hembra para atizarle con un trapo. Destraba el maletero con la palanquita junto a los pedales. Gerardo y Silvia abren las puertas y él también baja para ayudarlos con las mochilas y darles un beso apresurado ante la impaciencia creciente de los padres de atrás. Nunca lo hace, pero esta vez los santigua. Como si se aproximase un huracán. Un huracán de perros.
En su trabajo el mostrador de recepción luce vacío. Karina estará maquillándose en los aseos o demorada en el café de la esquina comprando bocadillos. No le incumbe, que la despida quien tenga que hacerlo. Se dirige a los ascensores y pulsa el botón. Sólo funciona uno, los demás están fuera de servicio por mantenimiento. Cree alucinar cuando se abren las hojas de acero. Adentro hay un san bernardo con todo y barrilito de rescate en la garganta. Titubea, oprime otra vez el botón pero las puertas continúan abiertas con el perrazo reflejado en las paredes de cristal. Entra trastabillando, dice estúpidamente “buenos días” y marca el décimo piso. Al principio, durante el ascenso, mantiene su distancia apartado en un rincón. Cuando pretende “sacarle conversación” y acariciarlo, el san bernardo pela los dientes y emite un gruñido grave y sostenido. Así, paralizado, oyendo de manera simultánea el timbre que anuncia cada piso en ascenso y la advertencia persistente del san bernardo, no podría describir esa experiencia. Llegan a destino, por así decir, y aunque al salir con la espalda pegada a los muros de la caja prevé lo absurdo de una fórmula de cortesía en esas circunstancias, no puede evitar despedirse murmurando “Hasta luego, que tengas buen día”.
Enfila por el consabido corredor entre el laberinto de mamparas de vidrio opaco que compartimentan las oficinas. Suele ser de los primeros en llegar y hoy no es la excepción. Los escritorios aún permanecen desiertos, sólo al fondo reconoce la cabeza de la contadora Morales nimbada por el resplandor del ventanal que mira hacia el boulevard. Podría preguntarle sobre el san bernardo, pero ella y él se han enfrascado en una guerra sorda a raíz de un rumor concerniente a cuál de los dos contará pronto con un despacho de alto ejecutivo. Tendrá que esperar a Mondragón, con quien comparte no lo que se dice una gran amistad sino la decrepitud atlética de los partidos de la liga de futbol de padres de familia que promueve la misma empresa. La otra noche hubo otro infartado. Deja el portafolios y la lonchera sobre el asiento ergonómico que está todo vencido. Camina hacia la ventana mirando a intervalos las microcámaras colocadas en el techo. Imagina que el staff de seguridad proporcionará alguna explicación respecto al san bernardo, aunque tampoco vio a ninguno de ellos abajo.
Morales lo detecta y le dedica, a modo de saludo, un gélido asentimiento de cabeza. Se sitúa frente al vidrio a prudenciales metros de ella. Las miríadas de perros siguen enturbiando el panorama. Son centenares. Muchos se detienen y mean los árboles del paseo. Runflas de exaltados pretendientes se baten a dentelladas para ganarse el derecho a copular con los ejemplares en celo. Otros forman escoltas tras el trote rítmico de los más vigorosos. Juraría que ve salir del edificio al san bernardo, aunque no podría estar seguro, el acceso principal le queda en un ángulo ciego. Vuelve a su cubículo y enciende la computadora. Mientras sus compañeros comienzan a aparecer revisa su correo. La misma basura invasiva de costumbre. Una circular redactada con las patas convocando a una soporífera asamblea por la tarde, ya se lo había adelantado Mondragón. Los del piso de abajo están cagados en los calzones, nadie se salva de la “optimizante podadora”, como le encanta repetir con nefando sadismo a Julio Santillán, el CEO. Desecha varias comunicaciones spam. Abre otra ventana en el buscador y consulta las noticias, pero los diarios no mencionan nada acerca de los perros. Se concentra de nuevo en su correspondencia. Encabezando los mensajes no leídos de la bandeja de entrada ubica uno de Aurora Rodríguez. Lo abre con un pálpito. “Me gustó mucho tu abrazo. Quieres que hablemos de eso?” Y le propone reunirse a las cuatro de la tarde en una dirección específica de los suburbios. ¿Qué hacer?, se pregunta y, aun sentado, siente que se le aflojan las rodillas. Repica el teléfono fijo y él contesta, distraído. Sus pensamientos vagan en la fluorescencia que promete la fantasía de Aurora Rodríguez.
—¿Damián?, soy Clarissa —él reacciona como una oruga fumigada con insecticida—. Estoy tratando de comunicarme al celular desde hace rato. ¿Lo tienes apagado?
Se palpa el bolsillo y comprueba que se le ha olvidado encenderlo. Con todo el asunto de los perros. No puede parar de temblar.
—Escúchame. Estoy con los niños en la escuela. Llamó la directora. Van a evacuar la ciudad, lo acaba de confirmar Protección Civil por la radio.
A través del chisporroteo del auricular, se percibe una barahúnda de voces y ladridos.
—Damián, pon atención. Es urgente, me oyes, urgente que subas ahora mismo a la camioneta y te reúnas cuanto antes con nosotros en la salida número catorce.
De lo contrario, quedará atrapado en el cerco sanitario. Se ha decretado toque de queda a partir de la una y después nadie podrá entrar ni salir del perímetro acordonado. Las perreras municipales no dan abasto, muchos empleados han tenido que ser hospitalizados a consecuencia de las mordidas. En exclusivas zonas residenciales, bandas de encarnizados rottweilers, pitbulls y dogos argentinos se disputan el control territorial. Han matado y devorado a varias personas. No sólo transeúntes anónimos y ocasionales, también a sus propios amos.
—La policía ya está interviniendo —silbatazos, el estruendo amortiguado de patrullas de policía, sirenas de ambulancia—. El ejército viene en camino, va a copar el centro histórico. Sal de inmediato.
Restallan unos clics y teme que vaya a cortarse la llamada. Para contener la temblequera ha tenido que hacer ejercicios de respiración escudado en la mano que ahora tapa el micrófono.
—¿Damián, sigues ahí?
—Sí —retira la mano del teléfono—. Aquí sigo.
—Te paso con Silvia, no entiendo qué quiere decirte.
—¿Pa?
—Sí, hija. Dime.
—Lo bueno es que no se transforman.
—¿Cómo?
—Los mordidos. No se convierten en el mismo agente que los ataca, como las víctimas de los zombis y los vampiros en las películas.
—…
—Por supuesto, quedan expuestos a la rabia y a muchas otras infecciones. O a quedar amputados, pero no se transforman en perros.
Clarissa ordena a Silvia que le devuelva el aparato. Discuten algo y luego la voz de Gerardo resuena por los orificios de plástico.
—Sólo para despedirme rápido —dice sobreponiéndose a una recia secuela de ladridos—, mamá está muy nerviosa.
—Cuídalas, Jerry. En mi ausencia tú eres el hombre de la casa. Los veré más tarde.
—¿Papi?
—¿Qué?
—No te queba la menor duda —pese a su florido vocabulario Gerardo aún no ha aprendido a conjugar correctamente el verbo caber.
—¿De qué hablas?
—La CIA está detrás de todo esto. Siempre es culpa de la CIA.
—¡Basta ya de sandeces! —a Damián no le cuesta imaginar el aspaviento perentorio con que Clarissa ha arrebatado el móvil a Gerardo—. Te esperamos entonces, Damián. Salida catorce. Mejor apúntalo, te noto muy distraído. Han asignado los números de salida de acuerdo a los códigos postales. Te pedirán tu identificación para cotejarlo. No te vayas a equivocar.
—Espera —casi grita Damián contra el renovado bullicio de fondo—. Collins y Lady Recogida, ¿están con ustedes?
—No –Clarissa rompe a llorar—. Después te explico —y cuelga.
Damián se pone el saco, toma el portafolios y la lonchera. Lo gobierna una calma extraña y repentina, un bálsamo a la angustia atroz que parecía rajarle en canal el pecho durante la reciente conversación con Clarissa y los niños. Mira a su alrededor. Los que acababan de llegar, se han largado. Se apresura hacia el ascensor, con suerte ya no encontrará al san bernardo. Sin saber a ciencia cierta por qué, de pronto se apiada de Morales y vuelve sobre sus pasos para prevenirla. Cuando ya está cerca del rectángulo de claridad entre los paneles, y la silueta de la aborrecible compañera se perfila a contraluz inclinada sobre su escritorio, repiquetea el teléfono. La contadora atiende y, a un tiempo, hace un resuelto ademán para indicarle que se detenga. No suele ser susceptible, mucho menos tratándose de Morales. Supone que algún pariente o amigo la estará poniendo al tanto de lo que ocurre, aunque le resulta difícil aceptar que Morales pueda tener parientes e imposible concebir que alguien sea su amigo. Gira sobre sus talones y se precipita a zancadas hacia el rellano.
Cruza corriendo el vestíbulo absolutamente desierto, pero al intentar trasponer la puerta giratoria se queda atascado con un mastín napolitano gris que lo tumba a lengüetazos. Se acurruca, muerto de pánico, para defenderse entre el vidrio y la alfombrilla del cilindro, levantando el portafolios. Pero su nuevo amigo, de imponente alzada, no depone la actitud cariñosa y le deja unos pegajosos colgajos de baba en los anteojos. La bestia ladea la cabezota con sus ojillos de por favor adóptame. Le lame a conciencia las orejas y a él le vuelve el dolor de la resaca de anoche. Se le intensifica a tal grado que teme su cerebro vaya a desintegrarse. Se incorpora o, mejor dicho, el mastín se aparta de encima y lo arrastra detrás suyo al empujar la hoja para salir. Afuera, el contacto con el aire caliente le transmite una sensación de asfixia. Termina de ponerse en pie, maldice, se sacude y limpia con un pañuelo desechable. Ve pasar a un precioso setter negro. Y a muchos otros perros. Más lejos tres galgos, los diminutos cráneos en los lomos curvados, emprenden una veloz carrera y en cuestión de segundos rebasan a todos. Receloso, rodea el edificio y baja por una puerta excusada al estacionamiento. Sólo hay tres autos, incluido el suyo y el de Morales. No tiene idea de quién será el otro. Enciende el Mazda y las luces. Hace rechinar los neumáticos cuando sube por la rampa y sale disparado. Salida número catorce. Salida número catorce, no debe dudarlo.
¿O Aurora Rodríguez? Esa perfecta desconocida de brazos y piernas largos. ¿Estará también ella huyendo en esos precisos instantes de los perros, nuestros miedos más tangibles? ¿O aguardará a que él acuda puntual a su cita? En cualquier caso, ¿por qué no tomar un breve desvío? Clarissa y los niños estarán bien. Con seguridad los conducirán a un enclave aislado y protegido, adonde no tengan acceso los perros, como en las películas ZV. Si viera antes a Aurora, podrían aclarar el asunto (¿cuál?). ¿Tenía las uñas pintadas, Aurora? No logra recordarlo. Pero… ¿en qué mierda está pensando? Salida número catorce. Salida número catorce. ¿O Aurora Rodríguez, sólo un momentito? La puta que lo parió. Hay que cuidarse de los perros. Hay que cuidarse de los abrazos.
Ingresa al periférico y pisa a fondo el acelerador. A la derecha, un letrero anuncia la salida número catorce. La boca está flanqueada por vehículos policiales y del ejército. Poco más adentro, han instalado un retén con costales de arena y armas de repetición. Esparcidos en la cuneta hay varios cadáveres de perros. Damián sigue de largo y viola a sabiendas los límites de velocidad. Restriega las manos en el volante. Las lágrimas se le agolpan.
Deja atrás, a la izquierda, otro letrero: RETORNO.
RELATO INCLUIDO EN DÍA FRANCO (TEXTOS DE DIFUSIÓN CULTURAL. SERIE RAYUELA, UNAM, 2016)