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Colinas como elefantes blancos

Un cuento de Ernest Hemingway (1899-1961), tipo legendario, ganador del Premio Nobel y uno de los grandes narradores del siglo XX. Fue publicado primero en la colección Hombres sin mujeres (1927) y hasta hoy sigue desconcertando a muchos lectores: se requiere un poco más de atención que la habitual para descubrir el secreto de su trama, y es un gran ejemplo de lo que Hemingway llamaba «teoría del iceberg», pues los detalles más importantes para comprender lo que sucede están por debajo de la superficie de lo contado. Agradezco a Ovidio Ríos la transcripción del texto, que es el de una traducción sin crédito publicada en la revista mexicana El Cuento en 1985.

COLINAS COMO ELEFANTES BLANCOS
Ernest Hemingway

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El americano y la muchacha que iba con él tomaron asiento a una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
      —¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.
      —Hace calor —dijo el hombre.
      —Tomemos cerveza.
      —Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.
      —¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
      —Sí. Dos grandes.
      La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
      —Parecen elefantes blancos —dijo.
      —Nunca he visto uno —. El hombre bebió su cerveza.
      —No, claro que no.
      —Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.
      La muchacha miró la cortina de cuentas.
      —Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?
      —Anís del Toro. Es una bebida.
      —¿Podríamos probarla?
      —Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.
      La mujer salió del bar.
      —Cuatro reales.
      —Queremos dos de Anís del Toro.
      —¿Con agua?
      —¿Lo quieres con agua?
      —No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?
      —No sabe mal.
      —¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.
      —Sí, con agua.
      —Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.
      —Así pasa con todo.
      —Si dijo la muchacha—- Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
      —Oh, basta ya.
      —Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
      —Bien, tratemos de pasar un buen rato.
      —De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
      —Fue ocurrente.
      —Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
      —Supongo.
      La muchacha contempló las colinas.
      —Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
      —¿Tomamos otro trago?
      —De acuerdo.
      El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
      —La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre.
      —Es preciosa —dijo la muchacha.
      —En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad no es una operación.
      La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
      —Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
      La muchacha no dijo nada.
      —Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
      —¿Y qué haremos después?
      —Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
      —¿Qué te hace pensarlo?
      —Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
      La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
      —Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
      —Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
      —Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.
      —Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.
      —¿Y tú de veras quieres?
      —Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.
      —Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?
      —Te quiero. Tú sabes que te quiero.
      —Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?
      —Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.
      —Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?
      —No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.
      —Entonces lo haré. Porque yo no me importo.
      —¿Qué quieres decir?
      —Yo no me importo.
      —Bueno, pues a mí sí me importas.
      —Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.
      —No quiero que lo hagas si te sientes así.
      La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.
      —Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.
      —¿Qué dijiste?
      —Dije que podríamos tenerlo todo.
      —Podemos tenerlo todo.
      —No, no podemos.
      —Podemos tener todo el mundo.
      —No, no podemos.
      —Podemos ir adondequiera.
      —No, no podemos. Ya no es nuestro.
      —Es nuestro.
      —No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.
      —Pero no nos los han quitado.
      —Ya veremos tarde o temprano.
      —Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.
      —No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.
      —No quiero que hagas nada que no quieras hacer…
      —Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?
      —Bueno. Pero tienes que darte cuenta…
      —Me doy cuenta —dijo la muchacha. ¿No podríamos callarnos un poco?
      Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.
      —Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.
      —¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.
      —Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.
      —Sí, sabes que es perfectamente sencillo.
      —Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.
      —¿Querrías hacer algo por mi?
      —Yo haría cualquier cosa por ti.
      —¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?
      El no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.
      —Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.
      —Voy a gritar —dijo la muchacha.
      La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.
      —El tren llega en cinco minutos —dijo.
      —¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.
      —Que el tren llega en cinco minutos.
      La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.
      —Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.
      —De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.
      El recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.
      —¿Te sientes mejor? —preguntó él.
      —Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.

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