Esta nota es sobre la que hoy, 28 de agosto de 2017, se considera “el suceso de la semana”, “el bestseller del año”, “la siguiente gran serie para Netflix” (?) en muchos lugares de la red en español: una narración en tuits seriados publicada a lo largo de siete días por Manuel Bartual, dibujante, cineasta e historietista español. Éste se convirtió en trending topic mundial por un par de días; El Mundo, un diario de su país, lo ha llamado «el Stephen King» de Twitter, e igual que miles de personas en línea no se detuvo allí: la nota a la que enlazo agrega que su narración está «a la medida de Stephen King, David Lynch y, por qué no, del mismísimo Orson Welles».
En este momento, lo más probable es que la información que acabo de dar sea suficiente para cualquiera que llegue a este sitio. Muchas personas me avisaron de la existencia del “hilo” de tuits de Bartual. Muchas más lo leyeron y lo comentan todavía. Por lo tanto les propongo un experimento: si en el momento en el que leen estas palabras la información disponible les basta (si conocen la historia, saben quién es Bartual, entienden o hasta comparten el furor que causó), díganlo en un comentario. Veamos qué pasa.
Además, la presente no será una reseña de la micronovela de Bartual, sino una serie de notas alrededor de ella y de su impacto. (Y, como siempre, cualquier otro comentario será bienvenido también.)
La lectura
El narrador español Juan Jacinto Muñoz Rengel escribió: «[Lo] que nos ha enseñado la historia de Manuel Bartual es lo mucho que le sigue costando a la gente entender la ficción». Por desgracia tiene razón. Como la historia de Bartual tiene no sólo un aire siniestro, sino elementos evidentemente fantásticos –el tema del doble, etcétera–, al leerla yo hubiera esperado que nadie la confundiera con un hecho real. Sin embargo, no sólo parece haber personas que se dejaron llevar por la ficción y creyeron que lo contado era real, sino que muchos medios, jugando a aprovechar esa credulidad o esa atracción morbosa, cubrieron la narración de la misma manera. «A Bartual le ha pasado de todo en sus vacaciones», dice alguna nota, para luego hablar de thrillers y ciencia ficción (pero sin dejar de citar constantemente los tuits de Bartual y comentarlos como si fueran evidencias de una experiencia verdadera). Por otra parte, nada de esto es de extrañar: ya hemos visto que la red se ha convertido en un gran aparato de desinformación y que, en la era de la posverdad y los hechos alternativos, casi nadie procura o aprende a leer de forma crítica lo que encuentra en línea. Los redactores que comentan de forma deshonesta la historia de Bartual han de racionalizar lo que hacen diciéndose que de esa forma obtienen más lectores, más clics.
Algo que me llama igualmente la atención es el alcance cortísimo –en promedio, obviamente– de nuestra capacidad crítica, cuando sí está presente: las muy escasas herramientas y referencias que parecen estar a nuestro alcance para comentar lo que leemos. «Una especie de teleserie por Twitter», escribe una persona para describir la narración de Bartual, y la mayor parte de las referencias de otros miles no llegan más lejos. La mención de Stephen King es de las más sofisticadas en el grueso de los comentarios disponibles. Que si Bartual es mejor que Game of Thrones, que si su narración debería convertirse ahora una película o una serie (esto se repitió muchas veces)… No he encontrado todavía una sola mención de la larga lista de precursores literarios del cine y las series de televisión que son, a su vez, precursoras de la micronovela de Bartual, incluyendo todos sus giros argumentales y su final (que a mí me parece sutil, bien logrado, y que muchas personas han confundido con una declaración –innecesaria– de que «todo era falso»).
Aparte está el tono de muchos comentarios. La publicidad, que ha contagiado a la mayoría de los medios de comunicación, quiere enseñarnos que el único elogio posible es el superlativo más exagerado: si algo es «malo» debe ser llamado una porquería irredimible, lo peor que ha existido en el mundo, y si es «bueno» debe calificarse de único en la Historia, insuperable, sin precedentes. «Lo mejor que ha pasado en Twitter», escribe un lector; «un nuevo formato para los escritores», escribe otra. Sí, ninguno de los dos tiene por qué conocer la historia de las redes sociales ni de la escritura por medios digitales, que desde luego no comienzan con Bartual, pero lo fácil y frecuente de semejantes comentarios es significativo.
(Falta ver cuánto hay de auténtica convicción en esos juicios y cuánto de presión social: de deseo de expresarse como todos los demás para no perturbar las convicciones de la mayoría.)
La experiencia colectiva
Personas que llegan tarde a la historia de Bartual se han quejado de que es difícil leerla, en el sentido de que cuesta encontrar los tuits que la componen. El formato del «hilo» de Twitter, que enlaza una publicación tras otra si la serie se publica como respuestas sucesivas, no es el más apropiado para recuperar un texto ya publicado, en especial si éste provoca reacciones de otras personas. Visitar el tuit inicial de la historia de Bartual ahora es encontrar primero un alud de comentarios de otros lectores, y sólo hasta el final (a varias pantallas de profundidad) las siguientes entregas de la narración. Hay otras formas de tener acceso a éstas, incluyendo visitar directamente la página de Bartual en Twitter y empezar en las publicaciones de hace una semana, leyendo de abajo hacia arriba. Sin embargo, esta información es desconocida para muchas personas, a juzgar por las quejas recientes que se ven en línea. Para explicar el entusiasmo provocado por la narración y su gran cantidad de lectores, se debe partir de que casi todos sus fans siguieron la narración a medida que se publicaba, tuit a tuit, a lo largo de la semana pasada. Esta experiencia inmediata, «en tiempo real», ya no puede recuperarse, pero fue la decisiva para el éxito de Bartual.
El académico Ernesto Priego resalta el timing general de la publicación, que aparece durante el «fin del veraneo en Europa» y está ambientada en una playa durante unas vacaciones de verano. Pero aún más importante es que los tuits de Bartual se publicaron cuidando la hora del día en que aparecían, así como el tiempo que mediaba entre uno y otro. Un tuit que sugería el comienzo de una situación peligrosa «en vivo» no tenía una continuación inmediata, por ejemplo, para sugerir que el personaje/narrador estaba ocupado «viviendo» los hechos y no podía tuitear. La evolución de Twitter como medio de comunicación nos ha condicionado a esperar de él, además de noticias de celebridades u organizaciones, actualizaciones «en tiempo real» de acontecimientos diversos; la mayor virtud de Bartual es haber planeado su historia –él mismo ha declarado que no la fue escribiendo sobre la marcha– para incluir pausas y demoras «plausibles», durante las que incluso quienes estaban conscientes de que todo el proyecto era una ficción podían dejarse llevar por la sensación de suspenso.
Esta inmediatez de la publicación en línea no siempre se toma en cuenta y es uno de los rasgos más interesantes de las nuevas formas de escritura digital. Muchos textos en línea, y no sólo de hechura individual sino colectiva, tienen sentido plena únicamente durante la experiencia de ser elaborados y leídos, y por lo tanto van en contra de la noción de la escritura como actividad generadora de un producto (un libro, un artículo, etcétera) que pueda ser después empaquetado (formateado, colocado en un canal de difusión) y vendido. Probablemente el texto de Bartual pueda ser adaptado a otros formatos, como ha ocurrido ya en muchas ocasiones con proyectos compuestos total o parcialmente de publicaciones en Twitter, pero semejantes transposiciones necesitan ofrecer algo diferente que la cercanía de la publicación original, y la de Bartual debería hacerlo también, incluyendo la posibilidad de no agotarse entera en una primera lectura.
La tuiteratura
Una de las personas que me avisó de la existencia de la historia de Bartual me preguntaba si ésta podía ser considerada tuiteratura. El término, que es acrónimo de Twitter y literatura, tiene ya cerca de diez años de circular (aquí hay información sobre él) y se ha utilizado de muchas formas y con muchas intenciones contradictorias. Si se acepta que pueda nombrar simplemente a la escritura literaria hecha por medio de Twitter: la escritura con las intenciones que habitualmente le atribuimos a lo que llamamos literatura, la respuesta es sí, desde luego. Twitter sería únicamente una herramienta, un conducto más de la escritura literaria.
La asociación más fácil que puede hacerse al examinar el texto de Bartual no es, sin embargo, la más adecuada: no sirve considerar el tuit individual como minificción, aforismo o cualquier otro tipo de texto breve unitario, pues los tuits sueltos tienen poco o ningún sentido. A la hora de examinar una narración seriada, se puede usar el término, que ya he mencionado aquí, de micronovela: una historia hecha de fragmentos entrelazados, exactamente como los capítulos de una novela pero mucho más breves. (Hay algo más sobre estas posibilidades narrativas en este texto, y en este otro.)
Bartual no es el inventor de la micronovela, que tiene otros representantes y precursores a los que incluso se les ha dado ese nombre, u otros muy similares, desde antes de la popularización de internet o la invención de las redes sociales (un ejemplo famoso: «Informe negro» de Francisco Hinojosa, publicado inicialmente en 1987). Sin negar los logros de su propio proyecto, el que pueda tratársele como una novedad se debe a lo estrecho de nuestras lecturas colectivas y a que la mayor parte de las micronovelas se difunden entre un público minoritario, interesado en los experimentos literarios. No creo, por lo tanto, que la narración de Bartual pudiera abrir la puerta a que otras micronovelas se hicieran de grandes públicos, aunque tarde o temprano, estoy seguro, habrá otra que lo consiga.
Habrá que ver, eso sí, si para entonces el texto del propio Bartual ha sobrevivido. Otras narraciones en línea de gran éxito en su momento, como el Diario de una mujer gorda de Hernán Casciari o Apocalipsis Z de Manel Loueiro, lograron incluso ser impresas como novelas –lo que para muchas personas es una marca consagratoria– pero no supusieron un éxito igual de importante ni de duradero en el medio impreso…, además de que casi nunca se les ha invocado en relación con Bartual en los últimos días: por desgracia, ya están del otro lado de lo que alcanza nuestra atención en internet.
Esta nota no contiene avisos de spoilers. Al final el Titanic se hunde.
Dicho lo anterior, continuemos.
Cada cierto tiempo se revela en los medios un spoiler de alguna serie, novela o película famosa. La palabra proviene del inglés, como tantas otras en nuestro mundo globalizado, y la acepción de ella que importa aquí se hizo famosa, en realidad, precisamente en los años noventa, cuando empezó la etapa presente de los regímenes neoliberales: es el adelanto de la trama de una historia (en especial del cine o la televisión) que supuestamente la «estropea» (spoil) por anular la sorpresa o la anticipación de sus posibles lectores o espectadores. La idea se ha convertido en parte de la experiencia colectiva de quienes ven, leen, juegan narraciones de la actualidad, y en especial aquellas que vienen de las grandes empresas de medios de los países de habla inglesa.
Como otros hábitos del consumo actual, muchas personas la consideran una experiencia desagradable, y otras la provocan con malas intenciones, para trolear: por el gusto de que otros padezcan. Un caso célebre: en 2005, cuando apareció Harry Potter y el misterio del príncipe de J. K. Rowling –sexta entrega de la serie– un buen número de personas se dedicó a revelar un punto importante de la trama: que Snape mata a Dumbledore, y no sólo yendo a decírselo a aficionados desprevenidos sino creando videos y memes al respecto, por no hablar de las famosas playeras con el número de la página precisa del libro en la que el hecho se cuenta.
Las reacciones son siempre las mismas. Por una parte, enojo o desazón –de magnitud a veces difícil de comprender para quien no tiene interés en la historia «estropeada»– de parte de quienes esperaban una experiencia «pura» de disfrute de su producto favorito. Por la otra, desprecio de quienes revelan el spoiler y, también, una especie de alegría malsana, desprovista de cualquier empatía, muy parecida a la que encontramos en las discusiones sobre casi cualquier tema entre las tribus de internet. En muchos medios actuales se han vuelto habituales tanto la reseña «sin spoilers» (que en ocasiones apenas puede decir nada de la obra que comenta) como las advertencias de todo tipo en los textos, videos o demás contenidos que se refieren explícitamente a puntos argumentales importantes de tal o cual obra: protecciones semejantes a otras de las que incluso resulta difícil escribir por miedo de ofender a alguien.
Ciertamente, el conocer por anticipado detalles de una narración cambia nuestra experiencia a la hora de leerla. Por ejemplo, en este siglo XXI es imposible no saber que el doctor Henry Jekyll, personaje icónico de la cultura occidental, se convierte en el monstruoso señor Hyde, otro personaje igualmente importante, porque a la novela de Robert Louis Stevenson en la que ambos aparecen por primera vez –El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de 1886– han seguido incontables versiones en todos los medios, y el tema mismo de la doble identidad es un enorme lugar común. Así que jamás podremos recuperar la sensación que tuvieron los primeros lectores del libro de Stevenson, donde el hecho de que ambos personajes son uno era una sorpresa que se revelaba en el penúltimo capítulo.
En lo personal, sin embargo, creo que estaríamos mejor sin tanta aversión al spoiler, igual que sin tanto de su reverso: de la agresión deliberada que a veces implica el difundirlo. Ambos son fenómenos que están ligados no solamente a la fragmentación de las sociedades contemporáneas, en las que cualquier cosa, por trivial que sea, puede destruir la empatía y la comunicación en una comunidad si se dan las circunstancias adecuadas. También son un signo de sumisión a los mercados globales. Que una historia se «estropee» al conocer su trama –y sobre todo su final, que es de lo que más se oculta en las advertencias contra spoilers– quiere decir que el sentido de una historia es exclusivamente su consumo: llegar hasta ese final, conocerlo y, sabiéndolo todo sobre ella, poder desechar su contenedor, como si fuera un tubo vacío de pasta de dientes. El ideal de las grandes compañías no es la obra que se atesora, se revisita, se comparte, se queda definitivamente en la vida de quien la disfruta (y al hacerlo puede propagar su influencia a otros en contacto con esa persona), sino la obra que se tira, o que al menos se encarga de incitar, por encima de todo, el ansia de más. (Más obras: la siguiente entrega de una saga, el siguiente spinoff, las otras –muchas– novelas, películas, series o juegos similares…, pero también el muñeco o la muñeca, la playera y la botella de champú y el juego de sábanas estampadas.)
Pero llegar al final de una historia no lo es todo en la vida. Ni siquiera lo es en la misma narrativa. Mucho de lo más importante en cualquier narración ocurre no sólo lejos de su conclusión, sino de su mismo argumento: en su estructura, en su estilo, en su trama entendida como la relación entre sucesos no necesariamente consecutivos: sus ecos, semejanzas, paralelismos, revelaciones lentas o equívocas. Si una narración realmente se agota en su anécdota, probablemente no vale mucho la pena. Siempre podrá alentar el acto colectivo de seguir una historia, que tiene un valor aparte. Pero ¿cuántas personas siguen viendo y reviendo todas las series que parecían tan importantes hace una década? El estado de culto se logra muy pocas veces, en más de una ocasión es ilusorio –otra forma de explotación comercial– y cuando no lo es existe a pesar de que la obra se conozca: de que todo el mundo sepa quién es realmente el señor Hyde.
La lectura nunca es un juego de suma cero entre el texto y el lector. Mucho menos entre algunos lectores y otros.
(Esto es algo que se puede ver más fácilmente cuando se escribe, por cierto, porque al analizar una narración determinada tarde o temprano es necesario conocer, discutir y examinar el final de su texto. En esto no hay excusas que valgan ni sentido en tratar de agredir mediante revelaciones inesperadas: quienes leen pueden mantener la expectación inocente de un final, como el público que no sabe cómo se ejecuta un truco de magia, pero quien escribe es quien realiza el truco: no puede no saber cómo entra el conejo en el sombrero, y por lo tanto renuncia a su inocencia de lector, pero también descubre –si se empeña, si tiene suerte– que hay mucho más que puede comunicar, en todos los niveles de una obra artística, además de la mera secuencia de los hechos.)
Ah, y el nombre de Hodor es una contracción de la frase «Mantén cerrada la puerta» (Hold the door), y Candy se queda (probablemente) con Albert, y en Comala todos están muertos. Y nada de eso es lo más importante de las obras en donde todo ello se cuenta.
Hay que escribir esta notita frívola ahora, que no se ha estrenado todavía la quinta temporada de la serie House of Cards (Castillo de naipes, sería, si a alguien le importaran estas cosas) en Netflix.
La serie está basada en otra serie, inglesa y de formato breve, transmitida por la BBC en 1990; ésta, a su vez, se basa en la primera de una trilogía de novelas de Michael Dobbs, un escritor y político conservador que imagina, tras el final del gobierno de Margaret Thatcher, el ascenso al poder de un funcionario ambicioso y sin escrúpulos llamado Francis Urquhart. Los guiones, escritos por Andrew Davies y el propio Dobbs, enfatizan la intriga política y la forma en la que Urquhart (interpretado de forma excelente por Ian Richardson) es capaz de racionalizar cada acción detestable que lleva a cabo –desde coacción y chantaje hasta asesinato– y ponerla en perspectiva como un paso más en su camino hacia el poder. El mejor recurso formal de la serie es literalmente clásico: como en una obra de teatro isabelino, Urquhart es capaz de traspasar los límites de su propia ficción y hablar a los espectadores que lo miran en sus pantallas. Así se vuelve un villano horrible y a la vez cercano, fascinante a causa de esa cercanía, en la tradición (aunque no necesariamente a la altura) de Ricardo III o Edmundo de Gloucester.
Lo mismo sucede, por supuesto, en la versión estadounidense, en la que Francis Urquhart se convierte en Frank Underwood, diputado del Partido Demócrata que conspira para hacerse de la vicepresidencia de su país y luego conseguir la destitución del presidente. Underwood, interpretado por Kevin Spacey, se convierte así en presidente de los Estados Unidos sin tener que hacer campaña electoral y tras haber sido responsable directo de dos muertes y de la ruina de muchas personas. Al lado de su historia, aprovechando la mayor extensión del formato americano de series en temporadas abiertas, se ven las vidas de la esposa de Underwood, la también ambiciosa Claire (Robin Wright), el leal operador político Doug Stamper (Michael Kelly) y muchos otros.
La cuarta temporada de esta House of Cards fue la última de su creador y primer showrunner, el guionista Beau Willimon. Fue coordinada por él y tuvo colaboradores muy diversos en la dirección de los diferentes episodios (entre otros, James Foley, Joel Schumacher, Jakob Verbruggen y la misma Robin Wright; en otras temporadas estuvieron, además, figuras como David Fincher, Joel Schumacher y Jodie Foster). Su trama culminó con Underwood amenazado, pocas semanas antes de la elección entre él y un candidato republicano, por miembros de su propio partido, por un periodista que ha descubierto algunos de sus crímenes, y por una crisis debida a un ataque terrorista. Acorralado, Underwood anuncia a los espectadores que su estrategia para salvarse será crear su propio terror…
Pero el efecto de semejante conclusión no fue, probablemente, el esperado por sus creadores. El lanzamiento de la temporada (todos los episodios el mismo día, como es costumbre) ocurrió a la mitad de la campaña presidencial del año pasado en Estados Unidos, y quedó eclipsado por el espectáculo mediático de los dos candidatos en pugna y en especial, desde luego, por Donald Trump. Aun antes de que éste fuera electo –mientras los medios que ahora llama «enemigos del pueblo» americano le daban publicidad gratuita mucho más copiosa que la que le daban a sus oponentes–, su campaña era un show. Una continuación de los que hacía como conductor del programa El aprendiz y, antes, como la «personalidad pública» que fue aun antes de llegar a la televisión: el magnate neoyorquino ansioso de notoriedad y conocido por sus tácticas deshonestas.
Millones de personas quedaron hechizadas por el personaje de Trump, que se conducía de forma tan diferente de los políticos en los noticieros y también de los personajes claramente de ficción en narraciones, películas y series sobre política. Buena parte de sus electores parece haber votado por el personaje, que se proclamaba ajeno a los clanes y grupos de poder que participan en el gobierno de su país y, supuestamente, podría dirigir al Estado como a una empresa privada, para hacerlo «replicar» el éxito (de hecho bastante turbio y dudoso) de sus propios negocios.
Y en esa atmósfera, incluso antes de que Trump ganara, empezó a difundirse la idea de que ninguna representación de las existentes se acercaba siquiera a capturar lo que lo hacía único. Que era una figura totalmente sin precedentes, que nadie hubiera podido anticiparlo, y que en él se demostraba una vez más el lugar común de que la realidad «siempre supera a la ficción». (Esto se sigue diciendo incluso ahora, cuando es claramente visible que Trump conduce al menos a su círculo más cercano como al reparto de un reality show, permanece obsesionado por que la televisión lo elogie y más que una política o una ideología mantiene un espectáculo, una puesta en escena para complacer a su «base» pero sobre todo a sí mismo: a su ego y su necesidad insaciable.)
Pero no: no es para tanto.
Para empezar, Trump no supera ni a la misma realidad. Ahora que es presidente, y aunque en México se repitan las frases de asombro que se dicen en los Estados Unidos y muchos se obsesionen con la historia diaria de sus disparates y amenazas (y varias de éstas se hagan directamente contra nosotros), lo cierto es que es muy fácil ver que su régimen rapaz, de empresarios que se benefician de las leyes que ellos mismos promulgan, se parece a más de uno de los nuestros: la cleptocracia –gobierno de ladrones– no es ninguna novedad. La ineptitud e inexperiencia de Trump y su gente tampoco lo son, ni su racismo, que como sabemos se alza también, de manera alarmante, en otros lugares del mundo.
Además, mucho de su carácter y de los incidentes alrededor de su campaña sí están prefigurados, de hecho, en House of Cards, aunque en su momento nadie haya podido o querido verlo. Conway, el candidato republicano que aparece en la serie (Joel Kinnaman), es más guapo y más joven pero está tan obsesionado como Trump con su propia imagen, es igual de hipócrita y puede, como él, intrigar y mentir sin remordimientos; los medios tradicionales, en crisis a causa del auge de Internet, critican a los políticos y al mismo tiempo los aúpan y les dan poder y reconocimiento; hackers y whistleblowers (personas que revelan secretos gubernamentales para hacer denuncia) son vistos como personajes enigmáticos y amenazadores; los lazos familiares llevan a actos de nepotismo y faltas éticas «técnicamente legales»; hay una relación equívoca del presidente estadounidense con el de Rusia, que es muy parecido a Vladimir Putin (lo interpreta el actor Lars Mikkelsen) aunque se apellide Petrov; hay colusiones con oscuros poderes empresariales y el uso de la violencia como recurso de mera distracción… Algunas de esas coincidencias serán casuales, por supuesto, pero incluso ellas muestran que ciertas preocupaciones generales causadas por la crisis de los gobiernos neoliberales van más allá de las personas que les dan cuerpo de manera fortuita. (Como se dice con frecuencia, la Historia siempre corre el riesgo de examinar el pasado como si fuera el cumplimiento de un destino fatal, como si cada acontecimiento hubiera estado prefijado desde siempre, pero no es así. Es decir, nos conviene recordar que Donald Trump no era inevitable, ni es un cataclismo que sólo nos es dado mirar.) Se ha escrito que la diferencia entre Trump y otros políticos de su país es su falta de vergüenza: más precisamente, de interés en la apariencia de honorabilidad, de preocupación por el escrutinio público, que Underwood, Conway y hasta algunos de los peores sátrapas mexicanos sí tratan de mantener. Pero creo que algo distinto es lo más llamativo: el hecho de que, como personajes, esas criaturas en los puestos de mayor poder en el mundo en el que vivimos son pésimas. Criaturas no sólo vulgares, corruptas, odiosas, sino planas: seres sin profundidad, sin nada más que sus apariencias.
Aunque no faltan ejemplos literarios de malos gobernantes (la ineptitud e inconstancia de Trump, por ejemplo, podrían tener un paralelo en Ricardo II, del mismísimo Shakespeare), los políticos actuales, y en especial los del nativismo blanco de los Estados Unidos, tienen sus precursores, más bien, en lo peor de los medios masivos de aquel país, y en especial de la televisión: en esa cultura que lleva décadas de usar las noticias como espectáculo, denigrar el pensamiento complejo, fomentar la riqueza y la fama como valores esenciales, defender el privilegio como fuente de virtud y la zafiedad como derecho del más fuerte, para mejor humillar a sus inferiores.
Con todos sus defectos, y a pesar de todo lo que calla sobre problemas reales como la discriminación racial, la desigualdad económica, el carácter –insular y alevoso al mismo tiempo– de la política estadounidense en el resto del mundo o la depredación ambiental, una serie como House of Cards se las arregla para encontrar una dimensión humana en sus protagonistas y revelarnos las razones, a veces muy humanas y comprensibles, de actos espantosos. Las interpelaciones de Frank Underwood a sus espectadores, complementadas ocasionalmente por sus sueños o sus alucinaciones, dicen mucho, y con mucha precisión, sobre un individuo complejo, concreto. En el reality show de la Casa Blanca, por el contrario, las figuras principales son todas clichés (desde el nazi Steve Bannon hasta el bully Sean Spicer), el protagonista carece por completo de interior, de capacidad de introspección o curiosidad sobre sí mismo, y sólo unos pocos personajes incidentales, de los que aparecieron en uno o dos «episodios» del último año, tienen interés dramático al aparecer con fisuras: auténticos fallos de carácter capaces de sugerir algo parecido a la naturaleza humana.
(Por ejemplo, el exdirector del FBI, James Comey, quien pudo haber causado una catástrofe para su país a causa de su vanidad y sus errores de juicio, y pagó por ello con la humillación pública a manos de quien más le debía. O Anthony Weiner, el político caído en desgracia por su adicción al sexo, que contribuyó al torbellino mediático contra su bando –y su propia esposa– sin proponérselo siquiera. Etcétera. Los demás son monigotes que dicen estupideces en una pantalla y enganchan la atención de muchas personas con la amenaza constante de algo todavía peor.)
En 1940, Borges escribió contra los admiradores de otros gobernantes autoritarios y describió, sin quererlo, al espectador ideal del show de Donald Trump: el «adorador secreto, y a veces público, de la ‘viveza’ forajida y de la crueldad», para quien la única razón posible es la fuerza y las palabras sólo sirven si justifican sus propios odios. Vale la pena hablar de la pésima calidad de ese show no sólo porque ese espectador existe hoy, sino porque el poder del país que transmite a todas horas el programa de su régimen refuerza sus peores efectos en el mundo entero, incluyendo el desgaste del lenguaje mismo y el fomento de la simple estupidez: su ideal es la sumisión a una «realidad» en la que nada importa ni puede cambiar porque nada tiene sentido. No son novedades, por supuesto, pero ahora se fortalecen y se vuelven más destructivas.
Este paquete de avisos será variado, como se ve. Incluye diversas invitaciones. (Aviso del 19 de febrero: en esta otra nota se agregan dos más.)
1. LO DE LA TELEVISIÓN:
Si pueden sintonizar el canal 115 de SKY o Cablevisión, este viernes 19, a las 23:00 horas, estaré en el programa Final de Partida, conducido por Nicolás Alvarado y Julio Patán, conversando sobre cine de horror. (Nota del 15 de febrero: el nombre del canal es Foro TV.)
2. EN LA FERIA DEL LIBRO
del Palacio de Minería, en la ciudad de México, participaré en dos presentaciones y una mesa redonda. La Feria estará en Tacuba #5, en el Centro Histórico, junto al Museo Nacional de Arte. Los datos:
a) El jueves 18 de febrero, a las 19:00 horas, presentaré con Federico Corral la novela histórica El tigre del Nayar de Queta Navagómez, publicada por Editorial Jus. La novela mereció el Premio Nacional de Novela José Ruben Romero en 2008 y llega oportunamente: es la historia de Manuel Lozada, un bandolero mexicano que vivió en el siglo XIX y se convirtió en personaje de leyenda.
b) El domingo 21, de 16:00 a 16:45 horas, estaré en una mesa redonda: «Del cómic a la novela (y al revés). Guionistas convertidos en escritores, novelistas que leen cómics». Edgar Clément, Bef y yo conversaremos sobre el tema moderados por F.G. Haghenbeck. La cita es en el Auditorio Cuatro del Palacio, y la actividad forma parte de las Primera Jornada de Cómic de la Feria, cuyo programa completo se encuentra en el blog de Bef.
c) Por último, el miércoles 24 a las 18:00 horas, participaré en la presentación del libro de cuentos Rápidas variaciones de naturaleza desconocida de mi querido amigo Edilberto Aldán. Este libro, publicado por el Instituto Mexiquense de Cultura, fue premiado en el Concurso Internacional del Bicentenario «Sor Juana Inés de la Cruz» el año pasado y su lectura ha sido una sorpresa y un gozo a la vez. (No tengo todavía el dato de en qué espacio de la Feria será la presentación, pero lo publicaré en cuanto lo sepa.)
3. Y LOS LIBROS, POR ÚLTIMO,
son dos que acaban de salir: nuevas antologías de textos literarios en las que me siento muy orgulloso de participar:
a) Feminine Transgression. Transgresión Femenina, compilada por Patricia Rosas Lopategui, es un compendio de ensayos sobre diversas escritoras mexicanas que busca afirmar y aquilatar el valor de sus obras. Hay textos sobre Antonieta Rivas Mercado, Nellie Campobello, Guadalupe Dueñas, Josefina Vicens, Elena Garro, Guadalupe Amor, Rosario Castellanos, María Luisa Mendoza, Amparo Dávila, Inés Arredondo, Luisa Josefina Hernández, Elena Poniatowska, Beatriz Espejo, Helena Paz Garro y Silvia Molina, y uno de ellos es mío. Mientras llega a las librerías mexicanas, el libro (publicado por la editorial Floricanto) ya puede conseguirse en Barnes&Noble.
b) Schreber, los archivos de la locura trata de la obra, el padecimiento y el legado de Daniel Paul Schreber, el jurista alemán que a principios del siglo XX, tras haber padecido un colapso nervioso y varios años en un manicomio, escribió un libro sobre su experiencia: Memorias de un enfermo de nervios, que fue estudiado por Freud y Canetti y tiene muchos puntos de contacto con la obra de Philip K. Dick y otros autores visionarios. El libro contiene diversos ensayos y un ensayo-prólogo mío alrededor de este personaje fascinante, fue compilado por Alejandro Cerda, Pablo Gaitán y Marina Meyer y es una coedición de Paradiso Editores y la Universidad Iberoamericana.
A ver si por ahí nos hallamos…[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
En una plática fuera del blog, salió a relucir un comentario que hice al paso, en una nota previa, sobre el sentirse huérfano. Debo decir que me impresiona la imagen de Karna, un personaje del Mahabharata. Abandonado al poco tiempo de nacer, creció desposeído y agobiado por el infortunio. Fue maldecido varias veces a causa de indvertencias o accidentes. Cuando se hizo hombre fue un héroe de grandes virtudes, pero terminó aliado con los Kuru, enemigos de su familia original, que le ofrecieron amistad y protección cuando sus propios hermanos, los Pandava, no lo hicieron. Al estallar la gran guerra, murió atravesado por una flecha de su propio hermano, el gran guerrero Arjuna, pero terminó con éste y el resto de los Pandava en el inframundo, apresado y sometido a tormentos. El origen como una marca indeleble, como una infamia que confirma la injusticia del universo.
Empecé a leer desde muy pequeño, pero no lo hice –supongo que pocas personas lo hacen– con un programa y una lista de libros reglamentarios. Y lo que estuvo a mi alcance no fue en absoluto el canon mexicano sino una serie de textos heterogéneos, escorados hacia la literatura fantástica por puro azar. Era lo que había, pues…
Y ahí estuvieron mis aprendizajes: no me formé, ni siquiera al comenzar a escribir, sintiéndome parte de una tradición nacional porque no había nada en esos libros que se refiriera a la literatura como algo que pudiera delimitarse de semejante forma. Por otro lado, tampoco aprendí que la literatura requiriera justificación; sólo hasta después oí, en las escuelas, la idea de que literatura “servía” estrictamente como documento histórico de su época…, pero nunca lo creí: tuve la mala suerte (o la buena suerte) de que casi todos mis maestros de español en ese tiempo fueron pésimos lectores y ofrecían interpretaciones obviamente idiotas de todo lo que nos daban a leer.
Y algo más que no aprendí fue que la literatura fuera un “escape” de la “vida real”: una alternativa reconfortante ante las inseguridades de la existencia fuera de los libros. Por el contrario, otro gran choque de esas lecturas tempranas fue el encontrar historias en las que, al contrario de en lo que se suponía una visión sana y racional del mundo, los sucesos no se resolvían de manera tranquilizadora y las mismas definiciones de lo “real” eran puestas en duda y hasta en crisis. (¿Para qué leer eso? Por el vértigo. Para sufrir. ¿Quién dijo que la felicidad es todo en la vida?)
Ahora creo que los grandes autores que descubrí entonces (Levrero, Borges, Pavic, Dick), los que me son más cercanos ahora, se parecen en que buscan profundizar en la indagación de cómo damos forma a lo real –a nuestra percepción de lo real– acercándolo a nuestras representaciones y no al revés: son todos los que investigan qué nos hace el lenguaje, qué le hacemos y qué no vemos en él o más allá de él. No suena muy sexy, supongo, pero mucho de la literatura que importa trata de eso.
Eso sí: todo esto quiere decir también que quienes “deberían” haber sido mis padres literarios nunca me dijeron nada y lo que yo mismo deseo hacer es, más bien, mi propia indagación en lo que vislumbraron mis padres sustitutos. Juan Rulfo me interesó primero porque los muertos hablan en Pedro Páramo, y Arreola me interesó antes que Rulfo, y Blake y Dick me interesaron antes que Arreola. Ni modo. No lo presumo ni lo recomiendo porque es un camino difícil y una aspiración impopular: supone o deja entrar ciertas ideas políticas, y en el mundo en que vivimos tiene que relacionarse de algún modo con el mercado, pero no proviene directamente del mercado ni de la política.
No me quejo. Mi “aquí nos tocó” fue éste y no lo rechazo. Y ya no tengo tiempo para preocuparme por eso.
* * *
Ahora está circulando por la red mexicana una serie de comentarios (el de Guillermo Vega resume bien la situación) sobre las declaraciones homófobas del conductor televisivo Esteban Arce, y cómo calló, más que convencer, a una sexóloga que intentaba cuestionar su idea de la «normalidad». El problema no es sólo el prejuicio de Arce, ni el hecho de que gran parte de la población del país lo comparta: es la prepotencia, la violencia de los «argumentos». ¿El suyo es el modo de relacionarnos con los otros que mamamos de la televisión? Con razón estamos tan jodidos.
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He aquí una copia completa de Nosferatu (1922) de F. W. Murnau. Los intertítulos están en inglés pero la historia, básicamente, es la de Drácula de Bram Stoker, es decir, los vampiros son como Edward Cullen dice que no son.
(¿Por qué tantas novelas famosas sobre el tema de los últimos treinta o cuarenta años sufren tanto por la influencia de Stoker? ¿Y por qué no hallan otra forma de lidiar con ella?)
Hoy, martes, a las 19:00 horas, el noticiero cultural de Canal 22 (llamado justamente Noticias 22) presentará un reportaje sobre seres mitológicos. Estarán en el estudio mis queridos amigos Bef y Rodolfo JM y yo participaré también, pero en un breve segmento grabado sobre monstruos y seres míticos de ayer y de hoy. Uno de ellos será el que sigue:
Hoy por la noche, a las 21:00 horas (tiempo de México), el programa Esquizofrenia de Canal 22 presenta «El mundo según Eddie», que presenta una serie de testimonios y entrevistas acerca de la influencia de Poe entre nosotros. El boletín (que es también invitación) dice:
ESQUIZOFRENIA
CANAL 22
estrena El mundo según Eddie
Viernes 15 de mayo de 2009 – 21:00 hrs.
Repetición: Lunes 17 a partir de las 01:30 am
En este programa penetramos en el mundo oscuro de Edgar Allan Poe. Nos adentramos en el aspecto simbólico de Poe, fuerza que ha influido no sólo en la literatura sino en la música y en otros aspectos sociales como la identidad de las tribus urbanas.
Escritores, músicos y darketos nos dan el testimonio sobre la influencia de este escritor nacido hace doscientos años.
Set de invitados:
Alberto Chimal.- Escritor
Adriana Díaz Enciso.- Escritora / Compositora
Salvador Moreno.- Vocalista de la Castañeda
Guadalupe Nettel.- Escritora
Daniel Drack.- Fundador de Orden del Cister
Mauricio Matamoros.- Experto en cómic
Ricardo Demencia.- Exsecror Vecordia
José Fors.- Vocalista de La Cuca
Rafael Aviña.- Crítico de cine
El lunes 8, a las 11:00, el programa Nada a Medias de Cadena Tres (Canal 28 de México) se dedicará en parte al mito del vampiro, a propósito de la película Crepúsculo y los libros de Stephanie Meyer. He sido invitado a hablar del asunto y hay tela de donde cortar, como se decía antes; si les interesa, ojalá se animen a ver el programa.