1. El 30 de noviembre murió en Belgrado, por complicaciones posteriores a un infarto, Milorad Pavic. Tenía 80 años. Será enterrado hoy en el cementerio de Novo Groblje.
2. Limitaciones de este blog ocasionan que el nombre del escritor no se pueda mostrar correctamente en su transliteración a caracteres latinos:
y menos en su forma original:
… pero sus lectores lo conocen. Éste es el novelista que, solo y sin ayuda, desde una lengua y una cultura de la que nos separa bastante más que las diferencias entre los alfabetos, demostró durante un cuarto de siglo poseer una parte deslumbrante, insustituible, de la imaginación del mundo.
3. «Imaginación» es un término problemático y del que se abusa por todas partes. En el sentido que le daban los antiguos románticos, define la operación de colocar en el mundo algo –al menos una idea– que no existiera previamente en él. Si nos atenemos a ese sentido, el más riguroso de todos, la mayor parte de los artistas, incluyendo aquellos que dicen dedicarse a lo fantástico, no imaginan: mezclan objetos preexistentes de una forma tal vez novedosa (y en realidad, casi siempre, ni siquiera eso).
El europeo anónimo que habló por primera vez del unicornio, acaso por haber visto un rinoceronte y no haber sabido cómo interpretar lo que veía, imaginó, porque la criatura resultante fue distinta al rinoceronte y al caballo y pronto se llenó de su propio sentido. H. G. Wells imaginó al enunciar un concepto imposible –«viajar por el tiempo»– de modo tan evocador y convincente (tan falsamente plausible) que la idea está con nosotros desde entonces y es fuente de ficciones innumerables. Milorad Pavic imaginó de una manera más sutil, pero no menos poderosa: sus libros, y en especial el más famoso de todos, su Diccionario jázaro (1984), propusieron que la novela era, podía ser, muchas cosas distintas de lo que hasta entonces se había llamado «novela».
4. El ejemplo más obvio es el más llamativo: el Diccionario, subtitulado, «novela léxico», es un hipertexto total, dividido en entradas de diversa extensión ordenadas alfabéticamente y en el que se puede empezar a leer desde cualquier página; siguiendo los enlaces –referencias cruzadas– de una entrada a otra se puede elegir entre incontables órdenes posibles de lectura. La novela deja de ser una línea de principio a fin –de planteamiento claro a desenlace contundente– y explota: se lanza a sí misma en todas direcciones a la vez y desconcierta para siempre nuestras costumbres milenarias de lectores. Además, los textos juegan a enmascarar de mil y un formas la «realidad» novelada –el mundo inventado en el que nos dejamos «atrapar» dócilmente cuando nos vemos ante un texto convencional– y volverlo elusivo, inasible.
¿Existieron los jázaros, o no? (respuesta: sí, pero no como dice ninguno de los libros dentro del libro) ¿Dónde están los demonios y los cazadores de sueños? (respuesta: depende de la versión que se quiera leer) ¿Cuál es el secreto: el sentido de los hechos extraños que enlazan épocas remotas y destinos fatales? (respuesta: no se sabrá nunca) Si tenemos suerte, nos daremos cuenta de que no puede haber una conclusión satisfactoria ni una explicación completa: si tenemos un poco más de suerte, entenderemos que también nuestra visión de la realidad, como la del mundo inventado de Pavic y la de la forma de su libro, puede estallar y expandirse. El Diccionario jázaro es la primera visión definitiva de la novela como paso a lo otro, la hiperrealidad, lo sublime múltiple y gigantesco, desde el Hiperión de Hölderlin (que es un poema).
Hay más de un precursor de esto –la doble novela que es Rayuela de Cortázar; la falsa edición crítica en Pálido fuego de Nabokov, etcétera–, pero Pavic es el primero que convierte en el centro de su obra esta transformación constante de la realidad a partir de la transformación constante de la novela. Todas sus grandes obras ensayan diferentes estructuras alocadas y argumentos delirantes: irrupciones de lo otro en el mundo. Paisaje pintado con té (1988) mezcla la forma de la novela con la del crucigrama; La cara interna del viento (1991) cuenta dos versiones de la misma historia –la de Hero y Leandro– en un libro bifronte, que se acaba en el centro; Pieza única (2004) propone un misterio policiaco minuciosamente ramificado, en vez de dirigido a una única solución, en el que cada lector puede arribar a la conclusión que más le apetezca…
5. Hace muchos años, por recomendación de Verónica Murguía y Ricardo Chávez Castañeda, leí el Diccionario jázaro. Su forma, su libertad, su profundidad humana, sus metáforas extrañas, todo llegó hasta mí a la vez como una explosión. (Tal vez como esa explosión.) Rompí todos los escritos que tenía en marcha en el momento, incluyendo una primera novela. Desde entonces he desesperado muchas veces, me he desviado, pero siempre he sabido que el camino, al menos para mí, está señalado por ese libro, como por algunos otros. No son los de moda, no son los apropiados al ánimo de la época, pero son los que me tocan.
Como Borges, Levrero, Calvino, Dick, Lem, Arreola; como todos lo otros: Milorad Pavic ya es de mis grandes muertos, mis otros padres inalcanzables.
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Nota del 23/6/2010: esta nota apareció originalmente el 10 de abril de 2008 y ahora contiene, gracias a las sugerencias de muchas personas, bastante más de 20 libros. Gracias a todas ellas.]
A pedido de Jako (en un comentario dejado antes de la remodelación del blog), y en vez de una auténtica reseña, que por el momento no puedo escribir (véase la última nota de marzo de 2008 para una explicación), ofrezco a continuación dos listas de recomendaciones: diez novelas y diez libros de cuentos de ciencia ficción que podrían interesar a alguien que se asomara por primera vez a esa corriente literaria difícil de definir pero presente en todos lados. Las antecede solamente una nota sobre cómo y por qué seleccioné los textos que recomiendo… Y esta portada de Science Wonder Stories, una de las revistas pioneras de la ciencia ficción en los Estados Unidos, ilustrada por Frank R. Paul.
He aquí el segundo de los textos prometidos: es una fusión de dos notas necrológicas que escribí sobre Stanislaw Lem el año pasado, al anunciarse su muerte; ambas fueron publicadas en diarios mexicanos y circulan por la red, pero esta nueva versión me permite revisarlas y hacer una nota un poco más rica y extensa, para que quede aquí una constancia más justa de mi admiración por este gran escritor. Espero que les pueda interesar.
Un cuento del gran autor polaco Stanislaw Lem (1921-2006), proveniente del libro Fábulas de robots. El ambiente de la historia puede parecer extraño: aunque sus personajes son robots, la trama y el tono del texto pertenecen más bien al terreno de los relatos populares y los cuentos de hadas, pero es que Lem emplea al robot como personaje icónico, parte de ya de la historia de la literatura y no tanto aviso de un futuro todavía por venir. Además, «Los consejeros del rey Hidropsio» da una vuelta más a sus personajes colocándolos no sólo en un ambiente mítico, sino subacuático. La traducción es, si no me equivoco, de Jadwiga Maurizio, y está tomada de la edición del libro publicada por la extinta editorial Bruguera.
LOS CONSEJEROS DEL REY HIDROPSIO
Stanislaw Lem
La de los argonautas fue de las primeras entre las tribus estelares que alcanzaron el conocimiento en el fondo de los océanos planetarios.
Uno de los integrantes de su reino era Acuacia, que reluce en el cielo del norte como un gran zafiro en un collar de topacios. En aquel planeta submarino reinaba desde hacía muchísimos años el rey Hidropsio de Todos los Peces. Una mañana llamó a la sala del trono a cuatro ministros de la Corona; se presentaron ante él, se inclinaron ante el monarca todos vestidos de esmeralda, y mientras Hidropsio se oreaba con su gran abanico dijo:
-¡Incorruptibles dignatarios! Hace ya quince siglos que reino sobre Acuacia, sus ciudades submarinas y sus azules praderas sumergidas; durante todo ese tiempo he extendido las fronteras del Estado sumergiendo numerosas tierras, y siempre honré los estandartes impermeables que me legó mi padre, el gran Ictiócrates, logrando grandes victorias, cuya gloria no me toca a mí señalar, en las batallas contra los temibles microcitas. Sin embargo, el poder está resultándome una carga insoportable y por eso he decidido tener un hijo que ocupe el trono de los inóxidos y gobierne con justicia. Por eso me dirijo a vosotros, mis fieles dignatarios: a ti, mi leal Hidrociberio Amasidio; a ti, mi gran Programador Dióptrico, y a vosotros también, mis buenos consejeros Filonauta y Minogario, para que me inventéis el hijo que necesito. Y ojalá sea inteligente, pero sin demasiada afición a los libros, porque el exceso de saber debilita la voluntad de acción. Que sea bueno, pero sin exageración. Deseo que mi hijo sea valiente, pero sin ser temerario; sensible, pero sin caer en la ternura. Que se me parezca y que bajo su piel esconda esa misma escama de tantalio y que los cristales de su mente sean tan transparentes como el agua que nos rodea y sustenta. Y ahora, ¡manos a la obra!, ¡en nombre de la Gran Matriz!
Dióptrico, Minogario, Filonauta y Amasidio se inclinaron respetuosamente ante el rey y se marcharon en silencio, meditando en las palabras de su señor, pero no como lo hubiese deseado el poderoso Hidropsio. Pues Minogario deseaba usurpar el trono de Acuacia, mientras que Filonauta favorecía secretamente al enemigo de los argonautas, Microditón. En cuanto a Amasidio y Dióptrico eran enemigos mortales y cada cual deseaba sobre todas las cosas la caída del otro y de los demás dignatarios de la Corona.
Amasidio iba pensando: “El rey quiere que realicemos un hijo para él; nada sería más fácil que grabar en la micromatriz del príncipe la más profunda aversión hacia Dióptrico, ese palurdo gordinflón inflado como un globo, y en cuanto nuestro príncipe acceda al trono, mandará que lo ahoguen, sacándole la cabeza al aire. Eso sería estupendo.
Pero -siguió pensando el eminente Hidrociberio Amasidio- no cabe duda que el propio Dióptrico tendrá el mismo plan que yo y, como programador que es, tiene muchas más posibilidades para inculcarle al futuro príncipe el odio hacia mí. ¡Mal asunto! ¡Habré de tener los ojos bien abiertos cuando los cuatro juntos metamos la matriz en el horno de hacer niños!”
“No sería difícil -iba pensando el dignatario Filonauta en ese mismo instante- inculcarle al príncipe una gran simpatía hacia los microcitas. Pero de eso se percatarían en seguida y el rey mandaría decapitarme. Así que le inculcaré al príncipe solamente el amor por las cosas diminutas, lo cual será mucho más seguro, y si me preguntan diré que solamente pensaba en los seres diminutos que pululan debajo del agua y que me olvidé de ajustar el programa advirtiéndole que no hay que amar lo que no está sumergido. En el peor de los casos, el rey me quitará mi Orden del Gran Borboteo, pero no me cortarán la cabeza, que es lo que más me importa, y que ni el mismo rey de los microcitas, Nanoxerio, sería capaz de devolverme.”
-¿Por qué están tan callados, señores dignatarios? -preguntó Minogario-. Pienso que hemos de empezar sin pérdida de tiempo, pues no, hay para nosotros nada más sagrado que las órdenes del rey.
-Callo precisamente porque estoy reflexionando sobre ellas -replicó Filonauta, mientras Dióptrico y Amasidio agregaban a un tiempo-: ¡Estamos listos!
Así que los cuatro dignatarios, de acuerdo con las viejas tradiciones, se recluyeron en una sala cuyos muros eran de escamas de esmeralda y cuyas puertas sellaron desde fuera con siete capas de resina submarina, y el mismo Macistos, señor de las inundaciones planetarias, puso en los sellos su blasón del Agua Silenciosa.
A partir de ese momento, nadie podría interrumpir la tarea de los dignatarios hasta que estuviera terminada, y, emitiendo la señal convenida, se rompieran los precintos y tuviera lugar, la gran ceremonia de presentación del príncipe.
Los dignatarios se dedicaron a su tarea, pero ésta resultó bastante larga, pues no era su intención concebir el príncipe deseado por el rey Hidropsio, sino engañarle, y cada dignatario pretendía asimismo engañar a sus tres compañeros y salirse con la suya.
El rey estaba impaciente, pues ya habían pasado ocho días y ocho noches y los dignatarios seguían encerrados en su sala de esmeralda sin dar señales de vida. Pues también trataron de postergar el inicio de la tarea, contando con que los demás se cansarían, para entonces meter rápidamente la matriz en el horno y que les saliera un príncipe capaz de satisfacer sus deseos personales.
A Minogario le consumía el ansia del poder y a Filonauta la sed del dinero que los microcitas le habían prometido, mientras que Amasidio y Dióptrico se odiaban a muerte.
Al acabársele la paciencia más que las fuerzas, el malvado Filonauta dijo:
-No entiendo, señores dignatarios, por qué razón nuestra tarea se prolonga de esta manera. El rey nos dio indicaciones muy precisas; hubiéramos debido atenernos a ellas; si así lo hubiésemos hecho, ya tendríamos al príncipe. Empiezo a sospechar que vuestra lentitud se debe a motivos que nada tienen que ver con los deseos de, nuestro señor. Y de seguir así las cosas, con gran dolor de mi corazón no tendré más remedio que plantear el votum separtum, o sea elaborar un informe…
-¿Qué está diciendo? -espetó Amasidio, moviendo sus relucientes agallas con tal furia que temblaron los flotadores de sus condecoraciones-. Vaya, yo también tengo ganas de informar al rey de que, no sabemos por qué razón inconfesable, usted ha roto ya dieciocho matrices de perla que logramos elaborar, cuando con la fórmula sobre el amor a lo pequeño no dejó ni el más mínimo espacio para prohibir el afecto a todo lo que no sea submarino. Nos quería convencer, digno Filonauta, que sólo se trataba de una omisión; pero repetirla dieciocho veces es motivo más que suficiente para que lo encierren con los traidores o los locos.
Al verse desenmascarado, Filonauta intentó defenderse, pero Minogario se le adelantó diciendo:
-Cualquiera diría, noble Amasidio, que asiste a nuestra reunión como una medusa sin mácula, cristalina. Pues, de un modo inconcebible, también por once veces consecutivas manipuló en la matriz todo cuanto ha de odiar el príncipe, añadiendo una vez un rabo trífido, dos veces unos ojos saltones y en otra ocasión un doble vientre blindado y tres manchas rojas, como si no supiera que todas esas características pueden relacionarse con Dióptrico, aquí presente y pariente del rey, y con ello inculcar en la mente del príncipe el odio a nuestro colega.
-¿Y por qué en la última matriz Dióptrico siguió grabando el desprecio a todos los seres cuyo nombre termina en “¡dio”? -preguntó Amasidio-. Y puesto que a eso nos referimos, ¿por qué usted mismo, señor Minogario, ignorando las cosas que el príncipe no ha de afrontar, se obstinó en insertar un asiento pentagonal apoyado en unas aletas brillantes? ¿Acaso ignora que en realidad el trono se parece a un cubilete metido en otro cubilete?
De pronto, en la sala de esmeralda reinó un tenso silencio, roto al fin por el débil borboteo de los dignatarios, que disputaron largamente, defendiendo sus contrapuestos intereses, hasta que por fin Filonauta y Minogario se pusieron de acuerdo en que la matriz del príncipe se dispusiera de forma que éste sintiera simpatía hacia todo lo pequeño y dejara lugar a dichas formas. Filonauta pensaba con ello en los microcitas, mientras Minogario pensaba sobre todo en su propia persona, puesto que era el más pequeño de los allí presentes. Dióptrico también aceptó esta posibilidad, pues Amasidio era el más alto de los cuatro. Pero éste se resistió furiosamente, aunque de pronto dejó de hacerlo; acababa de ocurrírsele que no solamente podía volverse más pequeño, sino también sobornar al zapatero de la corte para que herrase las suelas de las botas de Dióptrico con unas plaquitas de tantalio, con lo que su enemigo sería más alto y se ganaría la antipatía del príncipe.
Los dignatarios terminaron rápidamente su tarea, metieron la matriz en el horno y, tras echar los residuos por la trampilla de la sala de esmeralda, comenzó la gran ceremonia de presentación del nuevo heredero al trono.
En cuanto la matriz con el proyectado príncipe entró en el horno, la guardia real formó ante la puerta de donde había de salir el futuro rey de los argonautas, mientras Amasidio ponía en marcha su plan. El zapatero de la corte, por él sobornado, empezó a herrar las suelas de las botas de Dióptrico con una cantidad cada vez mayor de plaquitas de tantalio. El príncipe ya estaba bajo la vigilancia de los jóvenes metalúrgicos, cuando Dióptrico, al verse en el gran espejo del palacio, se dio cuenta con espanto que ya era más alto que su enemigo, ¡cuando al príncipe le habían programado cariño solamente para los seres pequeños!
Al regresar a su casa, Dióptrico cogió un martillo de plata y comenzó a golpearse todo el cuerpo con él, hasta que por fin descubrió las plaquitas en sus suelas y en el acto imaginó quién era el culpable.
-¡Traidor! -exclamó pensando en Amasidio-. Y ahora ¿qué hago?
Tras meditar un rato, Dióptrico decidió empequeñecerse. Llamó a su lacayo y le ordenó buscar un buen cerrajero. Pero el lacayo, que no había entendido muy bien la orden de su señor, salió a la calle y regresó con un pobre obrero que se encontró. Este se llamaba Frotón y se pasaba los días gritando por las calles: “¡Pego las cabezas, arreglo los vientres, sueldo las colas, pulo las extremidades!” Tenía Frotón una mujer muy violenta que siempre le esperaba a su regreso con una barra de hierro en la mano, y le molía a golpes, armando un gran alboroto; le quitaba todo el dinero que traía y de propina le golpeaba despiadadamente con su barra.
El pobre Frotón, todo tembloroso, se presentó ante el gran programador, que le preguntó:
-¿Serías capaz de empequeñecerme? ¿No te parece que soy demasiado alto? Me has de hacer más pequeño, pero sin desfigurarme. Si lo haces bien, tendrás una buena recompensa, pero tendrás que guardar el secreto, si te vas de la lengua, mandaré que te atórnillen.
Frotón se quedó muy asombrado, pero disimuló, pues a las personas importantes suelen ocurrírseles las ideas más raras y caprichosas. De manera que se quedó mirando con gran atención a Dióptrico, lo palpó cuidadosamente y dijo:
-Podría desatornillarle a su señoría la parte central de la cola…
-¡ Ni hablar! -replicó vivamente Dióptrico-. ¡Mi preciosa cola!
-Entonces ¿podría quitarle las piernas? Son totalmente inútiles.
Y realmente los argonautas no utilizaban sus piernas, puesto que sólo eran un vestigio de los antiquísimos tiempos en que sus antepasados aún vivían en seco. Pero Dióptrico se enfadó:
-¡Asno metálico! ¿No sabes que sólo nosotros, los de alta cuna, podemos tener piernas? ¿Cómo te atreves a insinuar que renuncie a mis símbolos de nobleza?
-Ruego a su señoría que me perdone, pero ¿qué puedo quitarle entonces?
Dándose cuenta de que así no podía seguir y que algo tendría que dejarse quitar, Dióptrico exclamó:
-¡Haz lo que te parezca con tal de volverme más pequeño!
Frotón se puso a medir al dignatario, palpó y golpeteó su cuerpo y dijo:
-Si su señoría me lo permite, puedo desatornillarle la cabeza
-¿Te has vuelto loco? ¿Cómo puedo ir por ahí sin cabeza? ¿Cómo podría pensar sin ella?
-¡Eso no es problema, señor! El cerebro de señoría puede colocarse en el vientre, donde sobra sitio.
Dióptrico aceptó y Frotón le quitó muy hábilmente la cabeza, luego colocó la semiesfera cristalina del entendimiento en el vientre, soldó los hilos con mucho cuidado, golpeteó los elementos para comprobar si todo funcionaba adecuadamente, tomó las cinco monedas por su trabajo y el lacayo le acompañó fuera del palacio. Al salir vio en una de las habitaciones a la hija del dignatorio, Aurentina, toda ella hecha de oro y de plata, con su talle esbelto y que al andar sonaba como una campanilla hermosa, y le pareció la criatura más bonita que jamás había visto.
Al regresar a su casa, Frotón se encontró con su mujer, que ya estaba esperándole con su barra en la mano, y pronto se armó un gran alboroto entre el vecindario:
-¡Vaya, esa bruja de Frotona ya está apaleando a su marido!
Mientras tanto, Dióptrico, muy contento al verse empequeñecido, fue al palacio real.
El rey se asombró bastante al ver a su ministro sin cabeza, pero éste le dijo que se trataba de una nueva moda. Amasidio se enfureció al ver que su plan había fallado, y al volver a su casa hizo lo mismo que su enemigo: reducir su cuerpo. A partir de ese momento, ambos dignatarios rivalizaron en la miniaturización de sus personas, y fueron quitándose las agallas y las aletas, las espaldas metálicas y otras partes del cuerpo, hasta que al cabo de una semana los dos podían pasar por debajo de las mesas sin agacharse.
Pero los dos dignatarios restantes, Minogario y Filonauta, conscientes de que el príncipe sólo amaría a los seres más diminutos, se apresuraron en seguir el ejemplo de sus rivales. Finalmente, llegó un momento en que nada podían desatornillarse ni reducir. Desesperado, Dióptrico mandó a su lacayo que volviera a llamar al obrero.
Frotón se presentó y se quedó estupefacto al ver lo poco que ya quedaba del dignatario, que se empeñaba en que lo volviera aún más diminuto.
-Excelencia -dijo Frotón rascándose la cabeza-, me parece que sólo hay una forma de lograrlo, y es desatornillarle el cerebro.
-¿Estás loco? -exclamó Dióptrico.
Pero Frotón le explicó:
-Esconderemos su cerebro en algún lugar del palacio, por ejemplo, en este armario, y su señoría solamente llevará dentro de su cuerpo un pequeñísimo receptor con altavoz, gracias al cual siempre estará conectado electromagnéticamente con su mente.
-Entiendo. La idea me gusta. Así que manos a la obra -aceptó Dióptrico.
Frotón le sacó el cerebro, se lo colocó en un cajón del armario, cerró con llave y se la entregó al dignatario, y seguidamente le metió en el abdomen un aparatito con micrófono. Dióptrico era ya tan pequeño que casi no se le veía.
Al contemplar su pequeñez, sus tres rivales se quedaron atónitos; el rey se asombró, pero no dijo nada. Minogario, Amasidio y Filonauta, desesperados, no tuvieron más remedio que seguir adelante. Se iban reduciendo día tras día y pronto imitaron a su rival: escondieron sus cerebros donde pudieron, en el cajón del escritorio o debajo de la cama, y se convirtieron todos ellos en unas cajitas relucientes con rabo, con un par de condecoraciones casi tan grandes como ellos mismos.
Dióptrico ordenó a su lacayo que fuera a buscar de nuevo al experto Frotón. Este se presentó en el acto y el dignatario le dijo:
-¡Es preciso que me reduzcas a toda costa; te va en ello la vida!
-¡Gran señor! -dijo Frotón inclinándose sobre el dignatario, al que apenas se veía en el fondo del sillón-. Eso va a ser dificilísimo y no sé si…
-¡Haz lo que te ordeno! Arréglatelas como puedas; si consigues reducirme hasta alcanzar el mínimo tamaño, de manera que nadie pueda imitarme, te daré todo lo que pidas.
-Si su señoría me da su palabra de honor, haré cuanto pueda -contestó Frotón, que sintió iluminársele la mente y correr por su cuerpo un río de oro purísimo; pues desde hacía muchos días no dejaba de pensar en la hermosa Aurentina.
Dióptrico juró que así lo haría. Entonces, Frotón tomó las tres últimas condecoraciones del diminuto pecho del gran programador, hizo con ellas una cajita, en su interior puso un aparatito menor que una moneda, lo envolvió todo con un hilo de oro, en un extremo soldó una lámina de oro, la recortó en forma de cola y dijo:
-¡Ya está, excelencia! Con estas condecoraciones todos le reconocerán fácilmente; gracias a esta cola, su señoría podrá nadar, y el aparatito le permitirá conectar con su mente, escondida en el armario.
Dióptrico se puso contentísimo y dijo:
-¿Cuáles son tus deseos? ¡ Pide, que todo lo tendrás!
-Deseo casarme con su hija, la dorada Aurentina.
Dióptrico se enfureció muchísimo ante tal osadía, y nadando alrededor de la cara de Frotón, haciendo resonar sus condecoraciones, le cubrió de insultos, llamándole canalla, ladrón e insensato, y mandó echarle del palacio, mientras él iba al palacio real a bordo de un séxtuple submarino.
Cuando Minogario, Amasidio y Filonauta vieron asomar a Dióptrico bajo su nueva apariencia sólo lo reconocieron por sus condecoraciones, que ahora eran todo su ser sin contar la cola, se pusieron furibundos. Como grandes expertos electrónicos que eran, comprendían que les sería muy difícil continuar con su miniaturización personal, sobre todo si se tenía en cuenta que a la mañana siguiente ya iba a celebrarse la solemne ceremonia del nacimiento del príncipe y no podían perder ni un segundo.
Así que Amasidio y Filonauta decidieron que en cuanto Dióptrico regresara a su palacio, lo secuestrarían, lo cual no resultaría difícil, puesto que nadie advertía la ausencia de un ser tan minúsculo. Así lo hicieron. Amasidio preparó una vieja lata y se escondió dentro de ella tras un arrecife de coral, junto al que había de pasar el submarino de Dióptrico. Cuando la nave se acercó, su lacayo, enmascarado, le salió al encuentro y, antes de que el guardaespaldas de Dióptrico sacara sus agallas para defender a su amo, éste ya estaba encerrado en la lata. Amasidio dobló inmediatamente la tapa de la lata para que el gran programador no pudiera escapar y corrió con ella hacia su casa. Pero de pronto se le ocurrió que no era prudente guardar la lata en su palacio; en ese momento oyó una voz gritando por la calle:
-¡Pego cabezas, sueldo vientres, colas y espaldas, pulo piezas!
Amasidio llamó al hojalatero, que no era otro que Frotón, y le mandó soldar la lata herméticamente. Terminada la soldadura, Amasidio le dio una moneda y le dijo:
-Escúchame bien, soldador: dentro de esta lata hay un escorpión metálico que atraparon en la bodega de mi palacio. Coge esa lata y ve a tirarla a las afueras de la ciudad, al basurero, ¿entendido? Y para mayor seguridad, encima de la lata pones una piedra muy grande, que el escorpión no pueda escapar. Y, por la Gran Matriz, ¡que no se te ocurra abrir la lata, pues de lo contrario morirías!
-No se preocupe, señor, sus órdenes serán cumplidas al pie de la letra -dijo Frotón, quien agarró la lata y su dinero y se marchó.
Pero aquella historia sonaba muy rara y Frotón recelaba; sacudió la lata y se dio cuenta de que algo se movía dentro.
-Esto no puede ser un escorpión -se dijo-; no hay escorpiones tan pequeños… Veré qué es…, pero no ahora…
Frotón fue a su casa, escondió la lata en el desván debajo de unas viejas chapas para que su mujer no la encontrara y se acostó. Pero su mujer se dio cuenta de que había escondido algo en el desván. A la mañana siguiente, cuando Frotón se marchó, gritando, como de costumbre, por las calles: “¡Pego cabezas, sueldo vientres, colas y espaldas!”, su mujer fue al desván, encontró la cajita y, al sacudirla, oyó un ruido metálico. “¡Bandido, sinvergüenza! -pensó Frotona-. A eso hemos llegado, a esconder el dinero!”
Hizo un agujero en la tapa, al no ver nada la arrancó y al mirar de nuevo se encontró con que algo relucía dentro de la lata; acabó por quitarle toda la tapa y entonces Dióptrico, que hasta entonces yacía como si estuviera muerto, pues la tapa hacía de pantalla entre él y su cerebro encerrado en el armario de su palacio, despertó de pronto al conectar con su mente y gritó:
-¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? ¿Quién ha osado agredirme? ¿Quién eres, odiosa criatura? ¿No sabes que vas a morir atornillada si no me devuelves la libertad?
Al contemplar aquellas tres medallas de oro que saltaban y movían la cola de forma amenazadora, la mujer se asustó muchísimo e intentó escapar; corrió hacia la puerta del desván, pero Dióptrico seguía encima de ella amenazándola y preguntando en qué mundo se encontraba; entonces Frotona tropezó y rodó escalera abajo, rompiéndose el cuello; la escalera que aguantaba la trampilla se vino abajo y Dióptrico quedó encerrado en el desván, nadando de una pared a la otra y pidiendo auxilio en vano.
Al volver a su casa aquella noche, Frotón se extrañó mucho al no ver a su mujer esperándole como siempre en la puerta con la barra de hierro en la mano. Al entrar en la casa se la encontró sin vida y, como era muy bueno, se apiadó de ella, aunque pronto se le ocurrió que aquel accidente le iba a resultar provechoso, pues podría servirse del cuerpo deshecho de su mujer como piezas de recambio que le vendrían muy bien. Así que se sentó en el suelo, cogió un destornillador y se dispuso a desmontar a su esposa, cuando de pronto le pareció oír unos ruiditos en el desván.
-Me suena esa voz… Y de repente Frotón recordó al gran programador del rey, que la víspera le había mandado echar del palacio y aún no le había pagado. Pero ¿cómo ha podido llegar hasta allí?
Puso la escalera contra la trampilla, subió por ella y preguntó:
-¿Acaso anda por ahí su señoría?
-¡Sí, sí, soy yo! -gritó Dióptrico-. Soy yo: alguien me raptó y me metió en una lata; una mujer la abrió, se asustó y se cayó por la trampilla; ésta se cerró y me quedé prisionero. ¡Abreme, quienquiera que seas; libértame, y te juro por la Gran Matriz que te daré lo que quieras!
-Ya he oído esas promesas otra vez y, con perdón de su excelencia, sé muy bien lo que valen -replicó Frotón, que agregó-: Soy el mismo hojalatero al que su señoría mandó echar de palacio.
Entonces Frotón le contó toda la historia: cómo un desconocido dignatario le había ordenado soldar la tapa de lata y tirarla luego al basurero de la ciudad.
Dióptrico supuso que tal dignatario no podía ser otro que uno de los ministros del rey, y con toda seguridad se trataba de Amasidio. Suplicó a Frotón que lo dejara salir del desván, pero éste le preguntó cómo podía creer en su palabra. Después de que el gran dignatario le jurase por todo lo jurable que le daría a su hija como esposa, Frotón abrió la trampilla del desván y, agarrando al magnate entre dos dedos por sus condecoraciones, lo llevó a su palacio. En ese preciso momento daban las doce del mediodía y comenzaba la gran ceremonia de la extracción del hijo del rey del horno donde había permanecido bajo la vigilancia de los jóvenes metalúrgicos. Sin perder un minuto, Dióptrico se colgó las tres medallas que componían la Gran Estrella de Todos los Mares con el lazo bordado de olas y se marchó a toda prisa al palacio de los inóxidos, mientras Frotón acudía a la habitación donde Aurentina se encontraba tocando su guitarra eléctrica. Los dos se gustaron mucho.
Ya sonaban las trompetas en lo alto de la torre del palacio real cuando Dióptrico llegó ante la puerta principal; la gran ceremonia había comenzado. No querían dejarle entrar, pero al ver sus condecoraciones, lo reconocieron y lo dejaron pasar.
Al abrirse la puerta del palacio, la corriente submarina fluyó por toda la sala del trono, arrastrando a Minogario, Filonauta y Amasidio -de tan diminutos que se habían vuelto-hasta las cocinas, donde estuvieron dando vueltas un buen rato como peonzas, pidiendo auxilio, encima del fregadero, hasta que cayeron en él y, a través de las cañerías, fueron a parar a las afueras de la ciudad. Cuando por fin lograron salir de las cloacas y limpiarse el barro y la suciedad y regresar a palacio, la ceremonia ya había terminado. La misma corriente submarina que había arrastrado a los tres ministros también se llevó a Dióptrico, que estuvo dando vueltas alrededor del trono con tanta fuerza que se rompió el hilo de oro que le envolvía el cuerpo y salieron disparadas en todas direcciones todas sus medallas y su Gran Estrella de Todos los Mares, mientras el aparatito que llevaba dentro fue a dar en la frente del rey Hidropsio, que se asombró mucho al oír la vocecilla que salía de aquella partícula:
-¡Majestad, perdóneme! ¡Ha sido sin querer! Soy yo, Dióptrico, su gran programador…
-¿A qué vienen estas bromas en un momento como éste? -exclamó el rey, y arrojó el aparatito al suelo.
El Gran Subagallas, que abría la ceremonia con su vara de oro, pegó tres golpes con ella en el suelo y, sin darse cuenta, hizo pedazos al desventurado Dióptrico.
El príncipe salió del horno donde lo habían gestado y se fijó en un pececito eléctrico que nadaba en una jaula de plata junto al trono: su cara se alegró y le gustó mucho aquella pequeña criatura. La solemne ceremonia terminó felizmente. El príncipe subió al trono al morir su padre el rey Hidropsio y se convirtió en el señor de los argonautas y en un gran filósofo, pues se dedicó a investigar la nada, por cuanto no hay elemento más pequeño que lo que no existe en absoluto. Gobernó con toda justicia bajo el nombre de Neantófilo y los pequeños peces eran su manjar predilecto.
Frotón se casó con Aurentina y, a su demanda, remontó el cuerpo de esmeralda de Dióptrico, guardado en el sótano de su palacio, y le volvió a poner el cerebro que estaba en el armario.
No pudiendo hacer otra cosa, el gran programador y los otros tres dignatarios sirvieron fielmente al nuevo rey, y Aurentina y Frotón, que había sido nombrado Gran Hojalatero Real, vivieron felices muchos años.
La noticia ha empezado a dar la vuelta al mundo: hace algunas horas murió Stanislaw Lem, escritor polaco, gran maestro de la ficción especulativa y, no lo dudo, el único autor contemporáneo que podría haberse comparado al mismo tiempo con H. G. Wells y Jonathan Swift. Su tema central era la insignificancia (o el absurdo) de la condición humana, y Lem lo abordó desde la perspectiva de la ciencia; esta elección o este destino lo convirtió en un artista visionario, el más grande de quienes comprendieron –nunca fueron muchos– tanto la belleza como la insidia de la idea del progreso: de la creencia en la perfectibilidad de nuestra especie.
Sus libros «más conocidos» forman una lista que resulta no ser breve. En ella están colecciones de cuentos como Fábulas de robots (1964) o Diarios de la estrellas (1957), inclasificables como Vacío perfecto (1971) y Un valor imaginario (1973), y novelas como El invencible (1964) y Solaris (1961). Ésta fue llevada al cine en dos ocasiones, por Andrei Tarkovsky (1972) y por Steven Soderbergh (2002); la segunda versión es muy inferior a la primera, y ambas son muy distintas del libro, que demuele con finura y dolor la idea de que el ser humano puede –o desea– comprender o comprenderse en el cosmos. (más…)