Todos ustedes, zombis…
Robert Anson Heinlein (1907-1988), estadounidense, fue uno de los escritores de ciencia ficción más notorios y celebrados de su tiempo. Causó polémicas por la temática de algunos de sus libros, que fueron acusados de defender un conservadurismo radical, no muy encubierto y que a veces lindaba con el fascismo; por otro lado, en sus mejores obras hay espacio para una ambigüedad interesante y problemática; esto lo vio claramente Paul Verhoeven, quien basó su película Invasión (1997) en la novela Tropas del espacio (1959) de Heinlein, una apología del militarismo que también (según resultó) podía leerse como una sátira.
Heinlein fue mejor cuentista que novelista y, utilizando los postulados de lo fantástico, creó un puñado de historias cortas de gran complejidad y elegancia. La mejor de todas es ésta: «–All You Zombies–«, publicada originalmente en 1959 en la revista Fantasy and Science Fiction. Su primera versión en español (que aquí se presenta muy revisada) es de Daniel Hernández y fue publicada en 1965.
Cuatro detalles: primero, la palabra «zombis» se usa sólo en sentido figurado (pero es crucial para comprender el cuento); segundo, «Old Underwear» es una parodia de las marcas de ciertas bebidas y Heinlein la usa para sugerir algo de pésima calidad; tercero, las referencias y el tono misóginos (incluyendo las siglas traducidas) buscan retener los del original; cuarto, las «confesiones» («confession stories») que uno de los personajes escribe para ganarse la vida son historias de mujeres con amores contrariados y todo tipo de sufrimientos que se vendían como verídicas en revistas; eran una falsificación semejante a los «casos de la vida real» de la televisión actual.
TODOS USTEDES, ZOMBIS
Robert A. Heinlein
2217 ZONA TEMPORAL V. 7 NOV 1970. Nueva York. Bar de Pop
Yo lustraba una copa de coñac cuando entró la Madre Soltera. Anoté la hora: las 22.17, zona cinco, tiempo del Este, 7 de noviembre de 1970. Los agentes temporales siempre apuntamos la fecha y la hora. Es una norma.
La Madre Soltera era un hombre de veinticinco años, no más alto que yo, de cara infantil y mal carácter. No me gustaba su aspecto (nunca me gustó) pero yo había venido aquí para reclutarlo. Era mi muchacho. Le obsequié mi mejor sonrisa de cantinero.
Tal vez soy demasiado severo. No era maricón ni nada parecido. Lo llamaban así por lo que contestaba cuando algún entrometido quería saber a qué se dedicaba: –Soy una madre soltera –decía, y si no tenía ganas de pegarle a alguien continuaba: –A cuatro centavos por palabra. Escribo confesiones.
Si estaba de mal humor se quedaba esperando que alguien hiciese un chiste. Tenía un estilo letal para la pelea cuerpo a cuerpo, como el de una mujer policía…, razón por la cual yo lo lo buscaba. Y no la única.
Hoy estaba ya bastante servido y parecía detestar a la gente más que de costumbre. Le serví en silencio una ración doble de Old Underwear y dejé la botella. Bebió y se sirvió otro vaso.
Yo pasé el trapo por el mostrador.
–¿Cómo va el negocio de la Madre Soltera?
Sus dedos apretaron el vaso. Pensé que me lo iba a tirar a la cara y tanteé bajo del mostrador en busca de la cachiporra. En la manipulación temporal uno trata de planearlo todo, pero hay tantos factores que uno no debe correr riesgos innecesarios.
Vi que se relajaba en ese grado pequeñísimo que nos enseñan a detectar en la escuela de la Agencia.
–Perdón –dije–. Sólo preguntaba cómo iba el negocio. Haga de cuenta que le pregunté cómo está el clima.
Se veía amargado. –El negocio va bien. Yo escribo, ellos publican, yo como.
Me serví un trago y me incliné hacia él.
–De hecho –le comenté–, usted escribe bien. He leído algunas de sus historias. Le sale de maravilla el punto de vista femenino.
Éste era un desliz al que debía arriesgarme: él nunca había dicho qué seudónimos usaba. Pero estaba tan enojado como para sólo oír lo último.
–¡El punto de vista femenino! –repitió, bufando–. Ah, sí, yo me sé el punto de vista femenino. Claro que me lo sé.
–¿Sí? –dije, como dudando– ¿Hermanas?
–No. Si se lo cuento no me lo cree.
–Bueno –repuse suavemente–, los psiquiatras y los cantineros aprenden que nada es más extraño que la verdad. Mire, joven, si usted oyera las historias que yo oigo, bueno, se haría rico. Increíble.
–Usted no sabe qué es «increíble».
–¿De veras? A mí no me asombra nada. Ya todo lo he oído.
La Madre Soltera volvió a resoplar.
–¿Le apuesto el resto de la botella?
–Le apuesto otra botella entera –dije, y la puse en el mostrador.
–Bueno…
Le hice señas al otro barman para que se ocupara del negocio. Estabamos en la punta del mostrador, un lugar para un solo banquillo que yo tenía como refugio privado; para bloquearlo ponía sobre el mostrador frascos con huevos en conserva y cosas por el estilo. En la otra punta había unos parroquianos viendo el box en la televisión y alguien hacía sonar la rocola. Estábamos tan en privado como en una cama.
–Muy bien –dijo la Madre Soltera–. Para empezar, soy un bastardo.
–Eso no es una ninguna distinción aquí –le contesté.
–Lo digo en serio –replicó–. Mis padres no estaban casados.
–Es no es raro –insistí–. Los míos tampoco.
–Cuando… –se interrumpió y, por primera vez desde que lo conocía, me miró con alguna calidez–. ¿En serio?
–Claro. Bastardo cien por ciento. De hecho –agregué– nadie se casa en mi familia. Puro bastardo.
–¿Y eso?
–Ah, esto –se lo mostré–. Parece un anillo de compromiso. Es para ahuyentar a las mujeres –era una vieja sortija que le compré en 1985 a un colega, que la había traído de la Creta pre-cristiana–. La serpiente Uroboros –expliqué–; la Serpiente del Mundo que se muerde eternamente la cola. Un símbolo de la Gran Paradoja.
Él apenas la miró.
–Si usted es realmente un bastardo, sabe cómo se siente uno. Cuando yo era todavía una niña pequeña…
–¡Momento! –lo interrumpí– ¿Lo oí bien?
–¿Quién está contando la historia? Cuando yo era una niña pequeña… Mire, ¿nunca ha oído hablar de Christine Jorgenson? ¿O de Roberta Cowell?
–¿Cambios de sexo? ¿Me está tratando de decir…?
–Si me interrumpe, no hablo. A mí me dejaron en un orfanato de Cleveland, en 1945, cuando tenía un mes de edad. De chica envidiaba a los niños que tenían padres. Luego, cuando empecé a saber de sexo…, y créame, Pop, que se aprende rápido en un orfanato…
–Lo sé.
–… juré solemnemente que si tenía un hijo, tendría padre y madre. Esa idea me mantuvo «pura’, cosa que era una hazaña en ese medio… Tuve que aprender a pelear. Después fui creciendo y entendí que tenía muy pocas posibilidades de casarme…, por lo mismo por lo que nadie me había adoptado –hizo una mueca–. Tenía cara de caballo, dientes de conejo, pecho plano, pelo de cepillo…
–No está mucho peor que yo.
–¿A quién le importa cómo se ve un cantinero? ¿O un escritor? Pero la gente que quiere adoptar elige a los tarados de ojos azules y cabellos de oro. Y luego los hombres quieren pechos grandes, caras lindas y esa actitud de «oh, qué hombre» –se encogió de hombros–. Yo no podía competir. Por eso decidí meterme a R.A.M.E.R.A.S.
–¿A dónde?
–Red Astronáutica Múltiple Especializada en Relajación y Atención Sanitaria. Lo que ahora llaman «Ángeles del Espacio»: Auxiliares Navales, Grupo de Enfermería Lenitiva.
Reconocí ambas siglas cuando las ubiqué en el tiempo. Nosotros usamos todavía una tercera sigla, la del grupo de élite: Patrulla Unificada de Tareas de Animación y Solaz. El cambio de vocabulario es el peor obstáculo en los saltos por el tiempo. ¿Sabían ustedes que las «estaciones de servicio» servían gasolina en un tiempo? Una vez, cuando yo cumplía una misión en la Era Churchill, una mujer me dijo: «Lo espero en la estación de servicio de junto», pero las estaciones de servicio (en ese entonces) no tenían camas.
La Madre Soltera continuó:
–Entonces fue cuando admitieron que era imposible enviar hombres solos al espacio durante meses y años sin aliviarles la tensión. ¿Recuerda cómo chillaron los puritanos? Yo aproveché porque no había muchas voluntarias. Una debía ser respetable, de preferencia virgen (querían adiestrarlas desde cero), mentalmente por arriba del promedio y emocionalmente estable. Pero la mayoría de las voluntarias eran prostitutas viejas o neuróticas que habrían acabado locas diez días después de salir de la Tierra. Así que no hacía falta que yo fuera bonita; si me aceptaban me arreglarían los dientes, me ondularían el pelo, me enseñarían a caminar y a bailar, a escuchar a un hombre con expresión agradable, y todo lo demás… sin contar el adiestramiento para los deberes fundamentales. De ser necesario hasta me harían la cirugía estética… Nada era demasiado bueno para Nuestros Muchachos.
«Y lo mejor de todo era que se aseguraban de que una no quedara embarazada…, y, casi seguro, una se casaba al terminar el tiempo del contrato. Igual que ahora con las A.N.G.E.L.es, que se casan con los astronautas. Hablan el mismo idioma.
«A los dieciocho me pusieron como auxiliar de casa de familia. La familia sólo quería una sirvienta barata, pero a mí no me importaba. No podía alistarme antes de cumplir veintiuno. Hacía las labores de la casa y luego iba a la escuela nocturna. Fingía estudiar taquigrafía y mecanografía, pero en realidad iba a una clase de encanto, para que fuera más fácil que me reclutaran.
«Fue entonces cuando conocí a este tipo con sus billetes de cien dólares –la Madre Soltera torció la cara–. Un imbécil, pero realmente tenía un fajo de billetes de cien… Una vez me los enseñó y me dijo que tomara lo que quisiera.
«Pero yo no quise. Me gustaba. Era el primero que se mostraba amable conmigo sin intentar ninguna otra cosa. Dejé la escuela nocturna para verlo más seguido. Fue la época más feliz de mi vida.
“Hasta que una noche, en el parque, empezaron las otras cosas.
La Madre Soltera calló.
–¿Y luego? –pregunté.
–¡Luego nada! Nunca lo volví a ver. Me acompañó a casa, me dijo que me quería, me dio un beso de buenas noches y nunca volvió –tenía una cara lugubre–. Si pudiera encontrarlo, lo mataría.
–Bueno –le dije, en tono de condolencia–, sé cómo se siente. Pero matarlo…, sólo por haber hecho lo más natural… ¿Usted se resistió?
–¿Qué? ¿Eso qué importa?
–Mucho. Tal vez se merezca que le rompan los brazos por irse así, pero…
–¡Merece algo peor! Espere a que termine. Me las arreglé para que nadie sospechara, y me consolé pensando que había sido para bien; que realmente no lo había querido y que probablemente nunca querría a nadie… Y estaba más ansiosa que nunca por ingresar en R.A.M.E.R.A.S. No estaba descalificada porque no se insistía mucho en lo de la virginidad. Al fin me reanimé.
«Sólo entendí hasta que las faldas empezaron a quedarme chicas.
–¿Embarazada?
–¡Como una vaca! Los tacaños con los que vivía se hicieron tontos mientras pude trabajar, y entonces me echaron a patadas. El orfanato no quiso recibirme otra vez. Acabé en un hospital de caridad, rodeada de otras gordas y limpiando bacinicas hasta que llegó la hora.
«Una noche me encontré en una mesa de operaciones, con una enfermera que decía: «Relájese. Ahora respire hondo…»
«Me desperté en la cama, paralizada del pecho para abajo. Llega el cirujano y me pregunta muy contento:
«–¿Qué tal, cómo se siente?
«–Como una momia.
«–Es natural. Está envuelta como una momia, y llena de anestésico para que no sienta. Va a salir bien, pero una cesárea no es un cualquier cosa.
«–Una cesárea –dije–… Doctor, ¿perdí al bebé?
«–No, su bebé está bien.
«–¿Fue niño o niña?
«–Niña. Totalmente sana. Cinco libras, tres onzas.
«Me tranquilicé. Ya era algo haber hecho un bebé. Me iría a cualquier parte, pensé, me pondría ‘señora de’ en el apellido y dejaría que la niña pensara que su padre había muerto. Mi hija no iba a acabar en un orfanato.
«Pero el cirujano seguía hablando:
«–Dígame, este… –no dijo mi nombre–. ¿Alguna vez pensó que su sistema glandular era… raro?
«Yo dije: –¿Qué? Claro que no. ¿A qué se refiere?
«Él, primero, se quedó callado. –Se lo diré en una sola dosis. Luego una inyección, para que se duerma y se le pasen los nervios. Le va a hacer falta.
«–¿Nervios? ¿Por qué? –le dije.
«–¿Alguna vez oyó hablar de ese médico escocés que fue mujer hasta los treinta y cinco años? Después se operó, y fue un hombre, desde el punto de vista medico y legal. Hasta se casó. Todo perfecto.
«–¿Eso qué tiene que ver conmigo?
«–Es lo que estoy tratando de explicarle. Usted es un hombre.
«Me quise enderezar. –¿Qué?
«–Cálmese. Cuando la abrí, encontré un revoltijo. Mientras sacaba al bebé llamé al jefe de cirugía; lo consulté con usted todavía en la mesa, y trabajamos varias horas para salvar lo que se podía salvar. Usted tenía dos juegos completos de órganos sexuales, ambos inmaduros, pero el femenino estaba lo bastante desarrollado como para permitirle tener un bebé. Ya no le iban a servir, así que los extirpamos y dejamos todo puesto para que usted pueda desarrollarse adecuadamente como hombre –me puso una mano en el hombro– No se preocupe. Es usted joven, los huesos se ajustarán, cuidaremos su equilibrio glandular… y haremos de usted un hombre.
«Me eché a llorar. –¿Y qué va a pasar con mi hija?
–Bueno, no va a poder amamantarla… No tiene leche ni para un gatito. Si yo fuera usted ni siquiera la vería: la pondría en adopción…
«–¡No!
«A él no le importó. –Usted decide. Es la madre…, es decir… Usted la engendró. Pero ahora no se preocupe. Lo primero es que se ponga bien.
«Al día siguiente me dejaron ver a la niña, y seguí viéndola a diario. Trataba de acostumbrarme a ella. Nunca había visto un recién nacido, y no tenía idea de qué horribles son… Mi hija parecía un monito anaranjado. Eso sí, mis sentimientos se volvieron una decisión firme de hacer todo por ella. Pero cuatro semanas después, todo eso dio lo mismo.
–¿Cómo?
–La secuestraron.
–¿La secuestraron?
La Madre Soltera estuvo a punto de tirar la botella.
–La raptaron. ¡La robaron de la enfermería del hospital! –la Madre Soltera respiraba con fuerza– ¿Qué le parece cómo le pueden quitar a un hombre la única razón que tiene para vivir?
–Qué feo –admití–. Tómese otro. ¿No hubo pistas?
–Nada que le sirviera a la policía. Alguien fue a verla diciendo que era el tío. Cuando la enfermera le dio la espalda, se la llevó.
–¿Cómo era?
–Un tipo cualquiera, con una cara en forma de cara, como la de usted o la mía –frunció el ceño–. Ha de haber sido el padre. La enfermera juró que era un hombre de más edad, pero seguro se maquilló. ¿Quién más se iba a llevar a mi bebé? Las mujeres sin hijos hacen esas cosas, pero ¿quién iba a decir que un hombre…?
–¿Qué pasó después?
–Once meses más en ese lugar horrible y tres operaciones. A los cuatro meses empezó a crecerme la barba. Antes de salir ya me rasuraba todos los días…, y sin duda era hombre –sonrió ácidamente–. Ya empezaba a mirarle el busto a las enfermeras.
–Bueno –le dije–, me parece al final le fue bien. Helo aquí, un hombre normal que gana bastante dinero y que no tiene problemas.Y la vida de la mujer no es fácil.
La Madre Soltera me miró con furia.
–¡Usted no tiene idea!
–¿Por qué?
–¿Alguna vez oyó esa expresion, «una mujer arruinada»?
–Huy, hace años. Ya no tiene mucho sentido.
–Yo estaba tan arruinado como puede estarlo una mujer. Ese maldito realmente me arruinó la vida. Yo ya no era una mujer y no sabía cómo ser un hombre.
–Habrá tomado tiempo acostumbrarse…
–Usted no tiene la menor idea. No me refiero a aprender a vestirme, o de no equivocarme de baño. Todo eso lo aprendí en el hospital. ¿Pero cómo iba a vivir? ¿En qué iba a trabajar? Carajo, ni siquiera sabía manejar. No sabía ningún oficio y no podía hacer trabajo manual: tenía demasiadas cicatrices, demasiado tejido blando…
«Además, yo odiaba a aquel tipo por haberme quitado esa posibilidad de entrar en R.A.M.E.R.A.S, pero fue peor cuando quise entrar en el Cuerpo Espacial. Con verme el abdomen me declararon inepto para el servicio militar. El oficial médico me dedicó un buen rato por pura curiosidad. Ya había leído acerca de mi caso.
«Entonces cambié de nombre y vine a Nueva York. Trabajé friendo cosas en un restaurante. Después renté una máquina de escribir y quise ser escribano público…. ¡Qué risa! En cuatro meses escribí cuatro cartas y un manuscrito. El manuscrito era para Casos de la Vida Real y era puro desperdicio de papel, pero el idiota que lo escribió pudo venderlo.
Eso me dio una idea. Compré un montón de revistas para mujeres y las estudié… –ahora tenía una cara cínica–, y ahora ya sabe cómo puedo escribir el punto de vista femenino en mis cuentos sobre madres solteras. Gracias a la única versión que no he vendido: la verdadera. ¿Me gané la botella?
La empujé hacia él. Yo mismo me sentía bastante trastornado, pero había trabajo que hacer.
Le dije:
–Joven, ¿todavía le gustaría agarrar a ese tal por cual?
Sus ojos se encendieron con un brillo de fiera.
-¡Momento! –dije– No lo mataría, ¿o sí?
Soltó una risa maligna.
–Póngame a prueba.
–Calma. Sé más de este asunto de lo que usted piensa. Lo puedo ayudar. Sé dónde está.
Él pasó un brazo sobre el mostrador. —¿Dónde está?
–Suélteme la camisa, joven, o va acabar en el callejón y le tendré que decir a la policía que desmayó.
La Madre Soltera me soltó.
–Perdón. Pero ¿dónde está? –me miró– ¿Y cómo sabe tanto?
–Todo a su tiempo. Hay registros: del hospital, del orfanato, de los médicos. La directora del orfanato era la señora Fetherage, ¿verdad? Y después vino la señora Gruenstein, ¿verdad? Y cuando usted era niña su nombre era Jane, ¿verdad? Y usted no me dijo nada de esto, ¿verdad?
Había logrado desconcertarlo, tal vez asustarlo.
–¿De qué se trata? ¿Quiere meterme en problemas?
–Claro que no. Me interesa su bienestar. Puedo poner al tipo junto a usted. Usted hace con él lo que quiera…, y le garantizo que no le pasará nada. Eso sí, creo que no va a matarlo. Tendría que estar loco para matarlo… y usted no está loco. No mucho.
No me hizo mucho caso.
–Menos habladas. ¿Dónde está?
Le serví un trago, chico. Seguía borracho, pero no se notaba por la ira.
–No tan rápido. Yo le hago un favor, usted me hace un favor.
–¿Cuál?
–A usted no le gusta su trabajo. ¿Qué me diría si yo le ofrezco otro, bien pagado, permanente, gastos ilimitados, con usted de su propio jefe, y un montón de diversión y aventuras?
Se me quedó mirando.
–Le diría que me contara otro cuento. Ya basta, Pop. Ese empleo no existe.
–Hagámoslo de otro modo: yo le entrego el hombre, usted se arregla con él y luego prueba el trabajo que le ofrezco. Si no es como le digo, no pasa nada.
Él vacilaba, pero se decidió con el último trago.
–¿Cuándo me lo entrega? — dijo con voz pastosa.
–Sí está de acuerdo…, ¡ahora mismo!
Él extendió la mano. –¡Trato hecho!
Le hice una seña a mi ayudante para que vigilara las dos puntas del mostrador, tomé nota de la hora –23.00– y cuando me agachaba para cruzar la puertita bajo el mostrador, la rocola empezó a sonar con «¡Soy mi propio abuelo!». El encargado tenía la orden de poner sólo clásicos y Americano, porque yo no aguanto la “música» de 1970, pero yo no sabía que esa grabación se hubiera infiltrado. Así que grité:
–¡Apaga eso! ¡Devuélvele el dinero al cliente! –y agregué: –Voy al almacén. No tardo.
Y allá fui, seguido por la Madre Soltera.
El almacén estaba al fondo del pasillo, del otro lado de los baños. Una puerta de acero de la que sólo el encargado de día y yo teníamos llave. Adentro, había otra puerta que llevaba a un cuarto del que sólo yo tenía llave. Entramos ahí.
La madre soltera miró, confundido, las paredes sin ventanas.
–¿Dónde está?
–Ahora mismo viene.
No había nada en el cuarto salvo un estuche. Lo abrí. Era un Equipo de Campo Transformador de Coordenadas de la U.S.F.F., serie 1992, modelo II. Una belleza, sin partes móviles, 23 kilos de peso a plena carga y diseñado para parecer una maleta. Lo había ajustado con precisión desde temprano. Todo lo que había que hacer era desplegar la red metalica que limita el campo de transformación. Cosa que hice.
–¿Qué es eso? –preguntó.
–Una máquina del tiempo –respondí, y eché la red sobre nosotros.
–¡Oiga! –gritó la Madre Soltera, y dio un paso atrás. Hay una técnica para hacer esto: hay que lanzar la red de modo que el sujeto retroceda instintivamente hacia la malla de metal, y entonces acabar de cerrar la red para que los dos quedemos adentro. Si no, uno puede dejar detrás la suela de un zapato, o la punta de un pie, o bien llevarse un trozo del suelo. Pero no hace falta más. Algunos agentes engañan al sujeto para que se meta en la red; yo digo la verdad y uso ese momento de asombro total para mover el interruptor. Cosa que hice.
1030-VI-3 ABR 1963. Cleveland, Ohio. Edificio Apex
–¡Oiga! –volvió a decir él–. ¡Quíteme esta porquería de encima!
–Lo siento –me disculpé, plegué la red y la guardé en la maleta–. Usted me dijo que quería encontrarlo.
— Pero… ¡usted dijo que eso era una máquina del tiempo!
Le señalé una ventana.
–¿Le parece que estamos en noviembre? ¿O en Nueva York?
Mientras él veía, estupefacto, los capullos nuevos y el cielo primaveral, reabrí el estuche, saqué un fajo de billetes de cien y comprobé que la numeración y la firma fueran compatibles con 1963. A la Agencia del Tiempo no le importa lo que uno gaste (no cuesta), pero tampoco le gustan los anacronismos innecesarios. Si comete muchos errores, una corte marcial lo puede exiliar por un año a algún periodo especialmente malo, 1974 por ejemplo, con su racionamiento estricto y sus trabajos forzados. Yo nunca cometo esos errores. El dinero era perfecto.
La Madre Soltera dio media vuelta y preguntó:
–¿Qué pasó?
–El tipo está aquí. Salga y vaya por él. Aquí tiene dinero para sus gastos –le empujé el fajo y añadí: –Arréglese con él y después yo lo recojo.
Los billetes de cien dólares tienen un efecto hipnótico en la gente que los ve poco. Seguía pasándolos de a uno, con cara de no poder creerlo, cuando lo empujé al vestíbulo y cerré por dentro. El siguiente salto fue fácil: un pequeño desplazamiento en la misma era.
1700-VI. 10 MAR 1964. Cleveland. Edificio Apex
Habían echado un aviso por debajo de la puerta: el contrato de mi renta expiraba la semana próxima. Salvo ese detalle, el cuarto se veía como un momento antes. Afuera, los árboles estaban pelados y parecía que iba a nevar. Me apuré, con sólo una pausa para recoger dinero contemporáneo y saco, sombrero y un abrigo que había dejado allí al rentar el cuarto. Pedí un taxi y fui al hospital. Tardé veinte minutos en aburrir lo suficiente a la enfermera como para llevarme la criatura sin que nadie me viera. Regresamos al edificio Apex. Los ajustes fueron más complicados ahora pues el edificio no existía aún en 1945. Pero ya lo había calculado.
0100-VI-20 SEP 1945. Cleveland. Motel Skyview
El equipo, el bebé y yo llegamos a un hotel en las afueras de la ciudad. Previamente me había registrado como «Gregory Johnson, de Warren, Ohio», así que aparecimos en un cuarto con cortinas corridas, ventanas cerradas, puertas atrancadas y el piso libre de obstáculos, como precaución contra oscilaciones mientras la máquina se orientara. Uno puede darse un mal golpe por una silla en el lugar equivocado…, no por la silla, desde luego, sino la descarga retroactiva del campo.
No hubo problemas. Jane dormía profundamente. La llevé afuera, la puse en una caja de cartón sobre el asiento de un automóvil que había rentado previamente, la llevé al orfanato, la dejé en la escalera de la entrada, recorrí dos cuadras hasta llegar a una «estación de servicio» (de las que vendían gasolina) y llamé por teléfono al orfanato. Después regresé, a tiempo para ver cómo metían la caja de cartón, seguí avanzando, dejé el coche cerca del motel, caminé hasta la entrada y salté hasta adelante, hasta el edificio Apex en 1963.
2200-VI-24 ABR 1963. Cleveland. Edificio Apex
Yo no me había dejado mucho margen. La exactitud en el salto del tiempo depende de cuánto se salta, salvo cuando se regresa a cero. Si no me había equivocado, Jane estaría descubriendo ahora, en el parque, en esa noche perfumada de primavera, que no era una chica tan decente como había creído. Tomé un taxi a la casa de los tacaños y le ordené al chofer que esperara a la vuelta de la esquina, mientras yo me observaba en lo oscuro.
De pronto los vi venir por la calle, tomados del brazo. El hombre la llevó hasta el porche y le dio un largo beso de buenas noches: mucho más largo de lo que yo creía. Ella entró y él se alejó por la vereda. Lo alcancé y lo tomé por el brazo.
–Eso es todo, joven –le anuncié en voz baja–. Ya vine a recogerlo.
–¡Usted! –dijo, sin aliento.
–Sí, yo. Y ahora ya sabe quién es él, y si lo piensa sabrá quién es usted…, y si lo piensa más sabrá quien es el bebé… y quién soy yo.
No me contestó. La sacudida había sido grande. Es un choque el que le prueben a uno que no puede resistir la tentación de seducirse a sí mismo. Lo llevé al edificio Apex y saltamos otra vez.
2300-VII-12 AGO 1985. Base Sub-Rocallosas
Desperté al sargento de guardia, le mostré mi identificación y le ordené que pusiera a mi acompañante en la cama, le diera una pastilla y lo reclutara a la mañana siguiente. El sargento se veía de mal humor, pero el rango es el rango en cualquier época. Hizo lo que le dije, pensando, sin duda, que la próxima vez que nos encontráramos él podría ser el coronel y yo el sargento. Cosa que, efectivamente, puede suceder en la Agencia.
–¿Qué nombre? –preguntó.
Se lo escribí. Él enarcó las cejas.
–Conque sí, ¿eh?
–Sólo haga su trabajo, sargento –me volví a mi acompañante–. Joven, ya se acabaron sus problemas. Está por iniciarse en el mejor empleo que un hombre puede tener Y le irá bien. Yo sé.
–¡Claro que sí! –se me unió el sargento–. Míreme a mí: nacido en 1917, y todavía ando por aquí, todavía soy joven, todavía disfruto de la vida.
Regresé al cuarto de saltos y ajusté todo para ir al cero preseleccionado.
2301-V-7 NOV 1970. Nueva York. Bar de Pop
Salí del almacén con una botella de Drambuie para justificar el minuto de ausencia. Mi ayudante discutía con el cliente que quería oír «¡Soy mi propio abuelo!». Le dije:
–Déjalo que lo escuche. Después desconecta la rocola.
Estaba muy cansado.
El trabajo es duro, pero alguien debe hacerlo, y luego del Error de 1972 es difícil reclutar en los años tardíos. ¿Puede haber una fuente mejor que seleccionar a gente más en la ruina, estén donde estén, y ofrecerle un trabajo interesante y bien pagado (aunque peligroso) para una buena causa? Todo el mundo sabe ahora por qué falló la Guerra del Fallo de 1963: la bomba que iba para Nueva York no explotó jamás, y otras mil cosas no ocurrieron como habían sido planeadas…, todo gracias a gente como yo.
Pero no el Error de 1972. Ese no fue nuestra culpa, y ya no tiene arreglo. No hay ninguna paradoja. Una cosa o es, o no es, ahora y para siempre. Amén. Pero nunca habrá otro error así: una orden fechada 1992 tiene prioridad en cualquier año.
Cerré el bar cinco minutos antes de la hora, y dejé en la caja registradora una carta donde le explicaba al encargado de día que aceptaba su ofrecimiento de comprar mi parte, y que se entrevistara con mi abogado, porque yo me iba a tomar unas largas vacaciones. La Agencia podía cobrarle o no cobrarle, pero quiere que no se dejen cabos sueltos. Bajé al cuartito en el almacén y salté a 1993.
2200-VII-12 ENE 1993. Anexo Sub-Rocallosas, Cuartel de la Agencia del Tiempo
Me presenté al oficial de guardia y fui a mi cuarto con la intención de dormir una semana. Me había traído la botella que habíamos apostado (al fin y al cabo, me la había ganado) y tomé un trago antes de escribir mi informe. Sabía horrible y me pregunté cómo me había gustado alguna vez el Old Underwear. Pero era mejor que nada: no me gusta estar totalmente sobrio, pienso demasiado. Pero tampoco le doy de verdad a la botella. Otras personas ven serpientes…, yo veo personas.
Dicté mi informe: cuarenta reclutamientos, todos aprobados por el Departamento de Psico, incluyendo el mío, que ya sabía que aprobarían. Porque yo estaba aquí, ¿no? Luego grabé una solicitud para que me pasaran a operaciones: estaba harto de reclutamientos. Metí las dos grabaciones en la ranura y fui hacia la cama.
Me quedé mirando las «Leyes del Tiempo» sobre mi cabecera:
No dejes para ayer lo que puedes hacer mañana
Si al final tienes éxito no vuelvas a intentarlo
Una puntada al Tiempo salva a nueve mil millones
Una paradoja puede ser pararreglada
Es más temprano cuando piensas
Los antepasados son sólo gente
El mismo Júpiter cabecea
Ya no me inspiraban como cuando era recluta; treinta años subjetivos de saltos en el tiempo lo cansan a uno. Me desvestí y me miré el abdomen. Las cesáreas dejan grandes cicatrices, pero tengo tanto pelo ahora que no veo la mía a menos que la busque.
Le eché un vistazo al anillo que llevo en el dedo.
La serpiente que se muerde la cola, por siempre y para siempre. Yo sé de dónde he venido…, pero ¿de dónde han venido todos ustedes, zombis?
Sentí que me venía un dolor de cabeza, pero yo no tomo analgésicos. Una vez tomé… y todos ustedes se fueron.
Así que me metí en la cama y apagué la luz.
En realidad ustedes no están ahí. No hay nadie más que yo –Jane–, a solas, aquí en la oscuridad.
¡Los extraño tanto!