Uno de mis propósitos para este año es dejar de buscar disculpas para el cuento. No las necesita, y si hay lectores que no se le acercan, peor para ellos. Que se vayan a leer la novela de moda y que nos dejen en paz. Que la forma del cuento es más antigua que la de la novela, dicen: muy bien. Que es más extraña: quién sabe cómo definen “extraño”, pero de acuerdo. Que es más exigente, menos reconfortante, más arriesgada y peligrosa: sí, lo es, cuando se trata de cuentos que valen la pena. Son pocos, pero el encontrarlos es el encontrar una parte de lo verdaderamente valioso de la literatura, que no depende de su género –de hecho, incluso lo podemos encontrar en alguna que otra novela– y que rara vez podemos ver cuando está demasiado cerca: cuando acaba de aparecer o lo ha escrito alguien de nuestros contemporáneos.
Sospecho que Edificio de Ana García Bergua será reconocido, cuando podamos leerlo bien y con calma, como uno de esos libros escasos: de los que compensan meses y años de búsqueda entre novedades huecas y mal hechas. De momento, para celebrar su aparición, quedémonos con lo que se ve más inmediatamente: las quince historias que componen este volumen –fragmentos de las vidas de otros tantos personajes que son vecinos en un conjunto imaginario de departamentos– son apasionantes.
Ahora que nos encontramos con los cuentos más bien en colecciones que en revistas o periódicos, los mejores cuentistas buscan formas nuevas de justificar la existencia de sus libros. La intención, en general, es que las historias sugieran una unidad que les dé otro sentido más allá del que pudieran tener individualmente: que los textos se hablen, como ha escrito el crítico Gabriel Wolfson, a la vez que nos hablan a nosotros. Edificio se propone este objetivo de un modo claro e ingenioso: algunos personajes aparecen en más de un texto, de manera que todos parecen suceder en el mismo mundo inventado. No es un artificio muy distinto del entrelacement: la técnica por la cual los precursores de la novela en la edad media comenzaron a reunir tradiciones dispersas y a convertirlas en largos ciclos narrativos, aunque aquí los personajes reunidos poco a poco, por medio de referencias sueltas que el lector va reuniendo aun sin darse cuenta, no son caballeros y reyes sino hombres y mujeres de clase media y de mediana edad, que se enfrentan con sus propias vidas huecas y con el extrañamiento que les inspira el hecho de que el tiempo los va dejando atrás: que el destino del ser humano es la irrelevancia y el olvido y casi todos llegamos a esa meta mucho antes de la muerte. Las semillas de esta visión se plantan en el primer cuento, “La carta”, y dan fruto en el último, “Los tormentos de Aristarco”; este último incluso se las arregla para reinterpretar, sutilmente, varias de las narraciones precedentes.
Por otra parte, lo que apasiona de los cuentos de Edificio –o lo que a mí me apasiona– no es el dibujo de su realidad general y desoladora, por elegante que pueda ser, sino las historias individuales: los sucesos concretos de cada vida imaginada. En esto Edificio tiene raíces más antiguas: al contrario del grueso de nuestra tradición realista, que lleva cincuenta años escribiendo los mismos tedios de las mismas formas tediosas, Ana García Bergua toma lo mejor de la más antigua tradición de la narrativa –el impulso de la trama, la curiosidad por “lo que va a pasar después”– y en muchas ocasiones nos fuerza, efectivamente, a preguntarnos qué puede pasar luego con sus personajes. Esto no es poca cosa: sin aspavientos, cada texto sorprende con vueltas impredecibles, con sucesos que tienen perfecto sentido cuando ocurren pero no se ven venir y no necesitan ser imposibles ni estrambóticos. La contención no se tiene por una virtud entre nosotros y en verdad lo es muy raramente, pero aquí se le emplea para producir muchas veces un efecto devastador: incluso las vidas más anodinas, las más alejadas de lo que ofrecen los sueños y hasta los hechos improbables, de pronto pueden dar a quienes las viven una sorpresa. Nuestras formas de pensar, por sólidas y tercas que puedan parecer, pueden llevarnos a acciones y encuentros inusitados; nuestra rutina puede desembocar en transformaciones radicales; todo lo anterior puede trastocarnos, y hasta destruirnos.
Si somos como los personajes de este libro, todo esto significa que ni siquiera la desolación puede ofrecernos una estabilidad verdadera, el consuelo de lo que no cambia. Y, sin embargo, tal vez sea para bien que nuestras certidumbres sean tan engañosas y nuestras existencias tan frágiles. Nunca hay en Edificio el gusto por la superficie del sufrimiento que está de moda en tantos de esos libros malos que mencioné al comienzo: al contrario, hay una perplejidad que me cuesta describir porque no es resignada pero tampoco frívola. Tal vez, parece decir, incluso quienes estamos encerrados en nuestras vidas estamos más expuestos de lo que deseamos. Y tal vez sea para bien aunque no sea para nuestro bien, como dicen que dijo Kafka.
Para acabar, permítanme una cita rara: es de Santiago Auserón, cantautor y rocanrolero español, quien habló en una de tantas entrevistas de los problemas de la música popular de su país. “Cada vez que está a punto de madurar una generación”, dijo, “la industria y los medios la abandonan a su suerte: los chavales se mueren de estrellato antes de tiempo. (…) No se produce con naturalidad el paso del estado de adolescente alucinado a humilde artesano con capacidad de aguante”. Ahora se podría usar lo dicho por Auserón para declarar muchas obviedades. Mejor hacer una analogía a partir de la cuestión del aguante: aquí no hay industria ni medios que se desentiendan de los escritores (porque tampoco dan el paso inicial de interesarse por ellos), pero de todas formas son muy pocos quienes apuestan por el refinamiento complicado, doloroso, incierto del trabajo propio más allá de los primeros pasos, del primer golpe que casi nadie consigue dar y que tantos viven buscando mucho más allá de toda medida. Ana García Bergua es una de esas escasas afortunadas que ha sido consecuente con su evolución como escritora, que ha aceptado la madurez de su vida y la ha convertido en madurez de su trabajo.
(Esta nota se leyó el mes pasado en la presentación de Edificio, libro de cuentos de Ana García Bergua publicado por la editorial Páginas de Espuma.)
Laura García envía desde Chile las siguientes solicitudes de ayuda para las víctimas del terremoto reciente:
La fundación «Un Techo para Chile», habilitó un enlace que permite hacer donaciones a través de tarjeta de crédito de forma sencilla. También se pueden hacer transferencias desde el extranjero en los números de cuenta que allí aparecen. Este es un medio de colaboración seguro y expedito.
Se agradecerá toda colaboración, incluyendo la de difundir estos datos.
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A fines del año pasado respondí varias preguntas de Óscar Alarcón que han aparecido recién como entrevista en el sitio Abartraba. Mis respuestas son opiniones diversas sobre literatura mexicana y otros temas. Varias de las preguntas de Óscar tenían que ver con «El síndrome de Golo», una reseña extensa y desfavorable de mi novela Los esclavos, y de Temporada de caza para el león negro de Tryno Maldonado, publicada por Ignacio Sánchez Prado en un número del año pasado (el 160) de la revista Tierra Adentro.
Cuando le contesté a Óscar sólo había leído fragmentos de esa reseña. Y luego traté, lo reconozco, de no leer más. Pero ayer, súbitamente, me encontré con otra cita de ella en este ensayo de Gabriel Wolfson (publicado apenas en el número 136 de la revista Crítica). Wolfson desemboca en Metaficciones –un excelente libro de Rafael Toriz– pero busca polemizar con Sánchez Prado respecto del consabido tema de la «generación» de los setenta. No pude evitar leer entera la reseña; me encontré con más del rollo que se ha venido repitiendo sobre el asunto (el texto termina así: «quizá no quede más remedio que esperar diez años y rezar a los dioses laicos del Ateneo que la generación de los ochenta sea la que finalmente renueve la literatura mexicana») y también con este pasaje:
(…) si uno tomara en serio, como postura ideológico-cultural, lo que estas novelas sostienen, estaríamos frente a algo alarmante: una literatura reaccionaria, nihilista en el mejor de los casos, protofascista en el peor. ¿De qué otra manera se podría percibir tanto una novela, la de Chimal, donde la esclavitud sexual parece elevada a estatuto de filosofía literaria, u otra, la de Maldonado, donde el genio incomprendido de Golo se presenta como apología suficiente de su profunda inhumanidad?
Asimismo, cualquier lector entrenado en un mínimo de teoría de género se da cuenta de que, detrás de las descripciones gráficas de la penetración anal, puede subyacer una ideología profundamente conservadora, donde el valor transgresivo y amoral asignado al deseo homosexual puede interpretarse como una homofobia de facto.
Me alegra que un crítico literario inteligente como Wolfson discuta y cuestione el texto de Sánchez Prado. Como yo no soy crítico literario sólo diré que, para el caso, perfectamente puedo (también) no ser inteligente ni talentoso; puedo estar llamado al fracaso y al olvido y mis libros pueden ser mediocres. Desde luego que sí. Ah, y definitivamente no soy joven: cumplo cuarenta años en pocos meses.
Pero ni mis textos, ni yo, somos fascistas ni homófobos. Esos son insultos y sobre todo son mentiras.
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Hace muchos años vi una hermosa versión de El maquinista de la General (más propiamente, La General: el título original es ése, The General) de Buster Keaton. La película venía precedida por una introducción, muy afectuosa y entrañable, de Orson Welles, y tenía una banda sonora de piano especialmente compuesta por William P. Perry. Luego presté el video y nunca me lo devolvieron.
Ahora he vuelto a encontrar esa versión, sin la introducción de Welles pero con intertítulos en español; es la que aparece enseguida. ¿Tienen algo de tiempo? Acompáñenme a ver una gran película.
parte 1
parte 2
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Enlaces varios:
Tengo una columna en la revista Chilango: «Dimensión desconocida», que este mes trata sobre leyendas urbanas e incluye cómo crear una. Esta entrega se puede leer en línea aquí. Aquí hay una reseña de La ciudad imaginada que Joaquín Guillén publicó en Palabras malditas y otra de Los esclavos (ese libro sucio y perverso) en el blog La filia y fobia del Duende Callejero de Agustín Galván.
Por último, ésta es una entrevista que me hizo Laura García, de quien les hablé arriba (y que escribió, por cierto, esta crónica imprescindible sobre los sismos de Chile).
Hasta después…
El protagonista de La ira del filósofo, primera novela de Eduardo Parra Ramírez, es un misántropo. Como es de esperar, el libro se dedica largamente a mostrar los juicios sumarios que ese personaje formula y con los que se come enteras a la historia, las sociedades y la misma naturaleza humana. Pero el personaje, miserable él mismo, infinitamente patético y desagradable, está metido no sólo en una trama inesperada –de aventuras, nada menos– sino en un entorno muy distinto de los habituales.
El profesor Teófilo Mondragón –Teo para él mismo y su pobre gato– parece el sobrino mexicano de aquel gran Ignatius Reilly, el gordo sarcástico y fastidioso que protagoniza La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Como Ignatius, además de gordo y fastidioso, Teo es un ejemplo de la decadencia humana que él mismo desprecia y es apropiadamente ciego a sus propias deficiencias mientras se lanza, por las razones más mezquinas, a una empresa absurda: trabajar sin título ni estudios formales como maestro en una escuela patito, similar a tantos otros depósitos de analfabetos y rechazados sin futuro que pasan por «instituciones educativas privadas» en nuestro pobre país.
Teo habría descrito su lugar de trabajo (lo hace, en realidad) exactamente como se dice arriba: ya de «profesor» encuentra y muestra sin fallar el lado flaco de quien se le pone delante con la ayuda de sus muchas lecturas, su aspecto estrafalario y su desprecio por todo. No se le escapan los burócratas, los corruptos ni los entusiastas con moral pero sin cerebro: todos terminan expuestos en su miseria y su pequeñez. Para que no haya ninguna duda de lo que esto implica, en relación con el mundo y con la vida, todo transcurre en medio de un olor espantoso: un hedor a mierda y podredumbre que se pega a las cosas y los cuerpos, que sigue ahí cuando todo desaparece y que es, se diría, el fondo secreto de las cosas: algo que está ahí no para proponernos un misterio o una revelación sino, simplemente, para darnos asco. El hedor, de hecho, está allí durante toda la novela, desde la primera página hasta la última, más fuerte que la trama y que todo lo demás.
Hace años esto habría sido el material de una novela sin acción, dedicada a lamentar la inmovilidad de todo. Aquí, el tiempo de Teo como maestro de la escuela es el pasado de la acción, y ésta abunda en el presente: «mucho tiempo después», como se dice, de haber dejado la escuela, Teo hace una vez más el viaje interminable en autobús hasta el edificio, ya abandonado, en busca de un objeto que dejó allí. El objeto (que al principio parece un mero distractor, un MacGuffin como los de las películas de Hitchcock) resulta ser la prueba de que todo es aún peor, aún más bestial y terrible de lo que parecía…, pero mientras el lector lo descubre están las aventuras: Teo debe saltar una barda, esconderse de un guarda, buscar el tesoro entre las ruinas…
Lo mejor de la trama de la novela es que se las arregla para crear, una tras otra, escenas de gran suspenso a partir de materiales aparentemente inútiles. ¿Quién es el hombre que se acerca a Teo con esa expresión en la cara? ¿Se hará daño el hombre al caer de la barda? ¿Lo descubrirán en la escuela clausurada? ¿Se quedará prendado de la profesora panista y perderá con eso la única dignidad que tiene, que es la de su odio…? No es posible no reírse, o condolerse, porque así como las peripecias tienen lugar en un sitio sin importancia, entre personajes descastados y lejanos de todo poder, Teo está (evidentemente) muy lejos de ser un héroe indestructible: se lastima, calcula mal y se tropieza, jadea y suda copiosamente…, además, por supuesto, de que nunca deja de ser un pedante, absolutamente insufrible: su rectitud y su sinceridad, que nunca fallan, lo vuelven todavía peor.
El carácter de Teo se vuelve tan fuerte que la narración sólo tropieza en los momentos, bastante breves, en los que se aparta de él y nos muestra el punto de vista de algún otro personaje. Dicho esto, también hay que decir que, como criatura literaria, Teo tiene precedentes, pero se vuelve distinto de sus posibles modelos porque el mundo que habita, como ya dije, se ha explorado poco y es de lo más apropiado para poner a prueba (o para vindicar) el cinismo y el desencanto: ésta es, después de todo, una novela de las «ciudades-dormitorio», esas grandes zonas residenciales en las periferias –como Ecatepec o Neza, como tantos otros antiguos pueblos incorporados a la mancha urbana de la ciudad de México– que sólo existen para alojar a millones de personas que viajan cada día a trabajar a algún otro sitio, más afortunado. La ira del filósofo llama la atención a un escenario distinto, menos glamoroso que otros, de la interminable caída nacional.
El libro fue publicado por Conaculta en 2009 y ganó el Premio «Juan Rulfo» de Primera Novela del Instituto Nacional de Bellas Artes en 2008.
Para celebrar la aparición de sus Cuentos completos, publicados por el Fondo de Cultura Económica, un texto sobre la escritora mexicana Amparo Dávila, autora del cuento clásico «El huésped» y de muchos otros.
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La relación de la cultura occidental con el lenguaje es equívoca: a la vez le niega y le concede poderes enormes. Por un lado, creemos que es una herramienta, un medio, una forma sencilla y sin complicaciones de representar el mundo sensible y nuestro propio interior: un mero utensilio que dominamos sin esfuerzo y no oculta secretos ni trampas. Por otra parte, esta noción nos lleva a creer en la fidelidad y la suficiencia de nuestras propias palabras: nos persuadimos de que los nombres de las cosas son las cosas mismas, sin distorsión ni ambigüedad, como si el lenguaje y el universo se correspondieran perfectamente y sólo hiciera falta encontrar las voces precisas para rellenar cualquier hueco en nuestra percepción del mundo.
Al pensar así no sólo olvidamos que el lenguaje está lejos de ser nuestro sirviente: que al ser nuestra única manera de aprehender y figurarnos el mundo, sin él quedaríamos desamparados, incapaces de cualquier comprensión y memoria más allá del instinto. Además, pasamos por alto el hecho de que el lenguaje es, en el mejor de los casos, imperfecto: no deja fuera al error o a la duda, a los misterios de la resonancia y la imagen poética, ni a las oscuridades: los momentos en que lo indecible se aparece ante nosotros y sólo puede declararse lo infranqueable del obstáculo, lo imposible de trasponer a las palabras como límites de la conciencia.
La porción más extraña y paradójica de la literatura, como del resto de las manifestaciones del pensamiento, es la que se atreve a sondear estos límites del propio lenguaje. No es una tarea fácil ni popular, y probablemente lo es menos todavía ahora que en otras épocas. Aquí, en el ámbito díscolo de la literatura mexicana, siempre ha sido la marca de escritores visionarios, que experimentan en su trabajo o hasta en su propia vida la disolución de las certidumbres que ofrecen las palabras y, en vez de rehuirla, la enfrentan y procuran traerla hasta nosotros. Tampoco pueden llegar más allá, arañar siquiera lo que está del otro lado, pero sí pueden llamar nuestra atención y llevarla al enigma, que reduce nuestra estatura humana pero, tal vez, nos vuelve un poco más lúcidos y no menos.
Una de esos autores no siempre secretos, pero no siempre tenidos como centrales a pesar de la mera belleza de su obra, es Amparo Dávila, una de nuestras cuentistas más sutiles y más extraordinarias.
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Presencias que invaden vidas y casas; seres sin nombre empeñados en actos nimios o terribles; portadores de emblemas que están más allá de toda lectura; visiones de melancolía terrible… Las historias de Amparo Dávila, esbozadas siempre con muy pocas palabras, no utilizan la capacidad alusiva del cuento para el lector complete y dé forma a los mundos y las tramas que se le proponen sino para que, llevado por ese impulso rutinario, descubra las ausencias: las preguntas que adquieren su poder en el acto de no ser respondidas.
Muchos de los que nos hemos acercado a esta obra breve y espaciada en el tiempo lo hemos hecho a partir de una idea inexacta: desde muy temprano en su carrera, y cada vez con más fuerza a medida que ha pasado el tiempo, a Amparo Dávila se le considerado una escritora de literatura fantástica. Ésta no es una categoría problemática sólo por los prejuicios que existen en su contra: además, si se entiende lo fantástico solamente como la descripción de “cosas imposibles” o “sobrenaturales”, no se podrá comprender ni el sentido profundo de los textos de Dávila ni siquiera su origen.
En repetidas ocasiones, la escritora ha declarado que sus historias provienen de lo real y difieren de textos más convencionales porque, si bien tienen su origen en vivencias, pensamientos y percepciones auténticos, no se detienen en la representación sino que pasan a la realidad interna, el mundo de lo abstracto y lo íntimo que la narrativa más convencional subordina a las descripciones del mundo sensible o emplea sólo como depósito de causas y efectos. En las historias de Dávila nunca hay la ruptura violenta de una imagen del mundo para que otra más extraña o caprichosa se revele; lo presuntamente objetivo está en contacto permanente con lo presuntamente subjetivo, y con ello el texto puede librarse de repetir lo que el lector cree saber sobre “lo real”… pero también de suplir lo “real” con una invención –una “irrealidad”– que se cierre sobre sí misma y se deje leer como una mera distracción, incapaz de afectar las certidumbres que nos permiten una existencia sosegada.
Antes de sus cuentos, Amparo Dávila publicó tres libros de poemas emparentados con la búsqueda mística: la aspiración de re-ligar la conciencia humana con lo numinoso, trascendiendo las limitaciones humanas. Para 1954, el año en que aparece Tiempo destrozado, esta indagación ya no puede entenderse como un recorrido por la vía de la iluminación. La idea de la revelación súbita, de que la plenitud del conocimiento puede alcanzarse además de nombrarse, implica la distorsión tradicional de las capacidades y las debilidades del lenguaje; más humilde, pero también más afilada y escéptica, Dávila opta por una vía de oscuridad: por dar un paso atrás en la búsqueda del sentido del mundo para intentar, desde más lejos, desde más abajo, entrever al menos la plenitud de lo que no comprendemos.
Este proceso es más arduo y meritorio de lo que parece. En 1965, todavía un año después de la publicación del segundo libro de historias de Amparo Dávila, Música concreta, el mismísimo Elias Canetti escribía con optimismo sobre los efectos de la aceleración del occidente y la percibía como causa de un “crecimiento de la realidad”: un flujo creciente de conocimiento y de percepciones cada vez más exactas, que si bien empequeñecía a los seres individuales les ofrecía también la posibilidad de realizaciones más grandes y, en verdad, una vida más venturosa. Ahora, todos sabemos o creemos saber que no es así: que nos reducimos precisamente por esas informaciones cada vez más copiosas, exactas e inabarcables que nos sepultan y sobre las que no tenemos poder alguno. Pero nuestra reacción, como cultura o culturas sumergidas definitivamente en el mismo proceso febril, ha sido aceptar la imposición de la velocidad y tratar de avanzar cada vez más deprisa, saturarnos cada vez más de cada vez menos, constreñir nuestra idea de realidad en vez de amplificarla.
Al proponer un modo distinto de acercarse al mundo, y de hacerlo con la parquedad del cuento y del poema en prosa, los textos Amparo Dávila proponen una alternativa difícil y de resultado incierto, pero necesaria.
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Si fuera posible situarlos en un mapa de la imaginación, los pueblos y las ciudades, los campos de Amparo Dávila quedarían sólo un poco al sur de la Quinta de Landor o el Dominio de Arnheim, en los que Edgar Allan Poe describió más sutilmente sus experiencias de la inquietud y la soledad. No es difícil reconocer la afinidad, que proviene de una misma actitud ante la mirada del artista, una misma conciencia reflexiva y alerta a los cambios de su propio movimiento. Sin embargo, también están cerca las habitaciones y las caras hoscas, que el visitante siempre percibe con la lentitud de la revelación, de Carson McCullers, y las burocracias infinitas de Franz Kafka, y los hombres y mujeres de Albert Camus, con sus aplazamientos infinitos. En estos autores, y en los otros que podrían verse como la estirpe de Amparo Dávila en la rica literatura de los últimos dos siglos, el terror de la conciencia enfrentada a cuanto la sobrepasa no desaparece con las promesas del entendimiento pero tampoco se abandona a la nada: en cambio, insiste en señalar el lado de la sombra, que nos acompaña siempre, para que estemos alertas.
Ésta, damas y caballeros, señores y señoritas, es una novela histórica. Tiene todo lo que ustedes podrían esperar de tan gustado género, incluyendo descripciones entusiastas de lugares y personajes exóticos, numerosos detalles desconcertantes pero al fin explicados, acción que se mueve rápidamente por muchos puntos de vista y lugares del planeta, sonrisas y lágrimas, etcétera. El pasado vuelto a crear para los ojos del presente: una realidad que se ha ido definitivamente, trabajada para quitarle las partes más aburridas (que son las más, como ahora y como siempre) y enfatizar la maravilla, la acción, la violencia, la ternura; para mostrar la constancia de las pasiones y del azar. Y todo, además, con referencias que nos permitan orientarnos y guiños que nos recuerden que esta criatura de la imaginación existe para entretenernos hoy y relacionarse con nuestras experiencias de hoy. Los lectores de México podríamos concentrarnos en que esta historia gira alrededor de Mexicali, Baja California, y el famoso incendio de su barrio chino en 1923, otro más de los modelos para el desastre que tanto anticipamos en estos días; los lectores de otros sitios, en cambio, podrán hablar de las dolorosas migraciones de Asia a América o del tercer mundo al primero, de los estafadores y curalotodos que prosperan en los tiempos inciertos, de los cazadores y los colonialistas, de los misterios de la China ancestral, de las leyendas urbanas y sus orígenes, de las referencias eruditas al cómic y la cultura popular (¡la historia secreta de Wayne y Kent!).
Todo eso está en Ojos de lagarto.
Por otro lado, ésta es también una novela fantástica. De una vez se puede decir que el centro de la historia no es la vida real de Mexicali en 1923 sino, literalmente, un enorme dragón, tan real como Mexicali en el mundo del texto, encerrado en un subterráneo fabuloso y capaz de todas las proezas de fuerza y fuego que pudiéramos desear o temer; además está Frank Buck, aventurero que realmente existió pero fue convertido en leyenda por el cine; está Pi Ying, que es un personaje de Kurt Vonnegut; están varios personajes inconfundiblemente creados por Bernardo Fernández, incluyendo a Ary, uno más de sus niños despiertos y desconcertantes (porque para empezar es una niña) y al veterinario Rolando Hinojosa, uno más de sus adultos en desventaja, no del todo bien equipado para combatir la dureza de la vida pero capaz de sobrevivir mediante su ingenio y extraer de su desgracia siquiera unas gotas de sabiduría amarga. Esta mezcla es también una estrategia de lo fantástico, que puede tomar materiales de donde sea y reunirlos para crear con ellos universos previamente inexistentes, semejantes a otros que ya conocíamos –incluyendo a la vida real– sólo hasta cierto punto. Y al contrario de la novela estrictamente histórica, aquí lo que cuenta es la diferencia y no la semejanza con lo que conocemos: el modo en que nos sorprendemos y salimos de lo conocido para aventurarnos en otros sitios.
Como una cosa y la otra suceden a la vez, se podría decir que esta novela entra en la corriente enormemente difusa de lo posmoderno: cada influencia y cada préstamo se roza con todos los otros y con cada invención original, y a veces las partes se golpean y a veces saca chispas…, pero esto significa, en realidad, que cada una puede existir por su cuenta, siquiera en breves momentos, y seducir por sí misma: como los libros de (justamente) Kurt Vonnegut, que se resisten a ser reducidos a una sola categoría, éste puede atraer a partidarios de muchas tramas distintas, de personajes y ambientes de lo más diverso. Además de histórica y fantástica, ésta es también una novela de aventuras con persecuciones, puñaladas y escapes arriesgadísimos en el último segundo; una novela intimista sobre el contacto de una hija y el padre solitario que debe hacer el trabajo de dos mientras ambos dan tumbos por el mundo y buscan cumplir una promesa hecha a una mujer muerta; una novela política sobre el enésimo episodio de la corrupción y la venalidad nacionales, incluyendo la idea desoladora de que todo lo que queda por hacer es intentar huir de la catástrofe, y etcétera, etcétera, etcétera. Cada quien podrá escoger el modo de leer que más le guste y Ojos de lagarto le contará lo que desea.
Y todo lo anterior no significa que haga falta un doctorado en literatura para entender la relación de los hechos: la trama de ambición, trancazos, espanto y maravilla que esta novela presenta. Al contrario, éste es un libro que no pretende sino entretener, contar una buena historia y dejarse leer fácilmente. Todo el trabajo previo –la investigación, el pulido de las ideas, la fusión de los conceptos– es sólo del autor, e incluso si un posible lector no sabe y no quiere saber de las referencias literarias y las citas ocultas, puede perfectamente leer sin darse cuenta de que todo eso está allí. Y no tendría nada de malo que así sucediera. Si nuestro país no estuviera tan atrasado, una novela como ésta conviviría con muchas otras semejantes y no tendría que competir con todas las que no se le parecen: ni con los libros de una sola categoría (los históricos-históricos, los de fantasía-fantasía y así sucesivamente) ni con los experimentales, los que buscan descubrir los nuevos territorios en vez de cultivar y cosechar en los que ya se conocen. Pero somos víctimas de un círculo vicioso: como nadie les hace caso ya, los defensores de nuestra maltrecha cultura literaria niegan que sea importante tener lectores, y se encierran todavía más, y el espacio vacío que dejan la ausencia de la crítica y la caída abismal de nuestra educación lo llenan los libros malos, desde las biografías morbosas o los manuales de borreguismo (por un lado) hasta (por el otro) los libros-gesto, hechos sólo para hacer ademanes a un grupo reducidísimo de partidarios o enemigos en alguna élite inalcanzable.
Por esta razón es de agradecer que no todos quieran jugar ese mismo juego y que Bef –a la par de su trabajo en los mundos del cómic y la ilustración– siga construyendo con Ojos de lagarto su propio mundo literario poblado por criaturas como el doctor Hinojosa y su hija Ary: como en Tiempo de alacranes, su primera novela, y como en los mejores de sus cuentos, aquí el juego de disfrazar de historia o de verdad las imágenes de la cultura pop –la educación sentimental de nuestra generación frívola y hueca– adquiere un sentido nuevo porque sus personajes más hondos son, de hecho, representaciones de nuestra propia idiosincracia derrotada y temerosa: como tantos de nosotros, estos seres se embarcan constantemente en proyectos de emigración, de «cambio de vida», de ajustes a circunstancias a las que es, en realidad imposible ajustarse. Perdidos en su mundo, deseosos de dejar atrás la única realidad que conocen y abrazar otra distinta (cualquier otra), tarde o temprano se hallan sin ideologías en que ampararse ni, en realidad, muchas probabilidades de éxito. Como los de ellos, nuestros esfuerzos y nuestras frustraciones (no tener un lugar mejor para vivir, hacer otra cosa, vivir una vida con espacio para algo más que las imposiciones de otros) son egoístas; como ellos, tal vez nosotros merecemos algo más de compasión que la que estamos dispuestos a conceder.
(Y si esta compasión no existe en el mundo, habrá que agradecer que todavía exista en las páginas de libros como éste.)
Mónica Lavín, La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert. México, Punto de Lectura, 2009
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Será lo que sea nuestra época: seremos no lectores en un tiempo que ya no se lee sino que se ve o que, incluso, ni siquiera se mira. Pero nos siguen encantando las historias.
No nos damos cuenta siempre porque entre nosotros y esta idea se atraviesa ese cliché agradable y absurdo que repetimos todo el tiempo, aquel de que “la realidad supera a la ficción”. Es como decir que las peras le ganan a los números arábigos, o como si la imaginación y las obras de la imaginación estuvieran compitiendo en los cien metros planos contra el universo del que forman parte, pero nosotros repetimos el lugar común, nos alegramos al pensar que tenemos razón al desconfiar del arte, pensamos que no nos hace falta porque existimos en la realidad y se nos olvida que no entenderíamos la realidad si no tuviéramos la ficción: que las historias que nos inventamos son una herramienta para reducir a un tamaño humano la plenitud del mundo, esa que no podemos abarcar.
Y también se nos olvida que esto pasa tanto con las historias espectaculares y de alcances enormes como con las que se tratan, simplemente, de la vida: que también en cada uno de nosotros hay abismos insondables, impulsos y deseos cuyo sentido jamás estará a nuestro alcance y podemos vislumbrar, conjeturar, imaginar únicamente con la ayuda de las historias. Cada una –sea cuento, novela, obra de teatro o cualquier otra cosa– es la relación de algo que se transforma en el tiempo: en el peor de los casos, aun si no consigue reparar los horrores y las estupideces que cometemos cada día, puede permitir que las veamos con más claridad, sin la urgencia de vivirlas en el instante: ya sabemos que siempre entendemos mejor lo que ya no puede cambiarse.
La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert de Mónica Lavín es el nuevo libro de una escritora que siempre ha creído, y muy firmemente, no sólo en la capacidad de las palabras para penetrar el misterio de los simples seres humanos, sino también en el mérito de hacer semejantes excursiones hacia lo aparentemente cotidiano: lo real-real en vez de lo real-maravilloso, o (peor todavía) lo real-político, lo real-mediático, lo real-artificial. Los catorce cuentos que se reúnen aquí, de variada extensión y tonos y escenarios, son todos observaciones de detalles muy precisos y finos de nuestra propia realidad, de la ciudad que nos rodea y de las penas, las alegrías, las esperanzas más íntimas a las que nos reduce: las que resisten los vaivenes de la política y las locuras de nuestros jefes y santones porque no dependen de las modas y sobreviven a todas ellas. Los encuentros cotidianos, los afectos y los desamores, los abandonos, las reacciones súbitas y las que se acumulan durante vidas enteras, para desbordarse cuando menos se espera y del modo más extraño: todo eso está aquí como en la vida de cualquiera, pero lo que importante no es la rareza o la banalidad de las situaciones sino la minuciosidad y el tino con el que cada tema y cada personaje, sin importar su facha de próximo y fácil de comprender, acaba revelando, cuando el texto lo pone a examen, algo nuevo: algo distinto que no le habíamos visto simplemente porque todo el tiempo había estado ante nuestras narices. Desde luego, hay muchos libros que intentan esto, siempre; pero no sólo lo consiguen muy pocos, sino que cuanto descubrimos en lo evidente se nos olvida con facilidad. Las historias son, en segundo lugar, herramientas de esa memoria humana que está más allá de nosotros y que nos tiene infinita paciencia.
Con el cuento como género hay una incomprensión o ceguera parecida que la que pone en problemas a las historias cuando nos impide ver el auténtico esfuerzo y peligro de meterse en la realidad: el cuento se considera un género en desventaja, postergado y superado por la novela. Pero estas historias son una confirmación de que, modas aparte, el cuento sigue sirviendo al menos para producir el efecto extraño y demoledor de quedarse en la cabeza del lector: de no terminar de decirlo todo y en cambio invitarnos (o forzarnos) a completar tras la lectura las conclusiones más peregrinas y temibles, las que mejor nos dibujan o nos ponen en aprietos. Por ejemplo, los lectores tendrán que resolver solos los problemas de qué estaba escrito en la nota de la monja en “La chica de las medias”; qué faltaba por decirse entre la madre y la hija en “El asa”, y qué se esconde, si se esconde algo, en la conjunción de la fiesta posible y la muerte cierta en “El hilo rojo”; la tradición de estas historias es la de Chéjov o Hemingway, maestros en el arte de decir apenas y sugerirlo todo. Pero hay algo más:
Una tercera ilusión de nuestra época es que la historias son criaturas suaves y mimosas que apenas necesitan nuestro esfuerzo para existir: que nos “atrapan” y nos “transportan”, decimos, como si lo hicieran por su gusto y no fueran cosas hechas de palabras, creadas por alguien y completadas por alguien más: una ilusión, un sueño dirigido, un truco de magia. Mónica Lavín, en este libro, llena varias historias con referencias al acto de crear y de contar; leer éstas sería como descubrir el truco a la mitad del acto de no ser porque todas, a la vez que rompen brevemente la ilusión de la historia, llaman la atención sobre eso otro que no queremos ver: el modo en que cada narración, para volver a lo que dije antes, es un tanteo con herramientas a veces insuficientes en la oscuridad de lo que existe, y por cada cosa que se llega a decir hay dos, o mil, que son siempre un enigma. Tantear es todo lo que podemos hacer: imaginar cómo pensamos, imaginar causas y efectos, contar desde nuestra perspectiva para que nuestra estatura humana parezca la de todo lo demás. Saber esto sería intolerable de no ser porque las palabras y los hechos se atemperan con el polvo de la perplejidad o la tristeza, y también se fortifican con un poco de ironía o de risa, que aligera las cargas más terribles. Las historias, nos dice este libro, son también, al fin, una herramienta de supervivencia…
Y por lo tanto no hay que tenerles miedo. Existen para que nos leamos en ellas y nos reconozcamos un poco mejor, un poco más finamente o con un poco más de dolor o de claridad, que a veces uno es otra. Siempre nos estamos quejando de que nuestra época no tiene vísceras, que está vuelta insensible y cínica; pero los buenos libros de historias son las entrañas de nuestra época. Y éste es uno de muchos que podemos encontrar ahora mismo.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][ACTUALIZACIÓN: la segunda reseña de Los esclavos, un texto muy interesante de Libia Brenda, ha aparecido en Facebook.]
No había dejado un aviso apropiado de esto: desde fines del año pasado, tengo una columna en la revista electrónica Los noveles, dirigida por Salvador Luis. Su título es el de una de las encarnaciones previas de esta bitácora: «La materia no existe», y ahora su nueva entrega, la tercera, trata de mi muerte. De hecho, de la muerte de cualquiera, con énfasis en la parte más desagradable del asunto. Y además sale Aleister Crowley. Ya están advertidos.
Otra publicación: ahora que México está de país invitado en el Salón del Libro de París y una delegación de escritores se encuentra allá realizando presentaciones, conferencias y lecturas, la revista electrónica francesa Retors publicó en su nuevo número un dossier con textos de varios autores mexicanos en versión bilingüe; uno de ellos es «Álbum», de Éstos son los días, traducido por Iván Salinas. (Gracias, Iván.)
Por último, ya apareció la primera reseña de Los esclavos en el blog de la narradora y crítica Eve Gil, y varias personas han dejado ya, también, las primeras notas breves en sus blogs sobre la novela: son Jorge Tirzo, Tryno Maldonado, Bef y Héctor Domingo. Muchas gracias a todos.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Por diversos problemas, varias reseñas encaminadas a la sección «El libro del mes» no podrán aparecer por el momento. Entretanto, dejo este texto, sobre varios libros previos al más famoso del escritor británico. Más adelante puede aparecer otra nota sobre los libros de Moore publicados después de Watchmen; mientras, dos de ellos ya han sido comentados aquí (de hecho, aquí y aquí).
Éste es el escritor que ha revolucionado la forma del cómic, ese arte casi siempre menospreciado, y lo ha elevado a nuevas alturas de reconocimiento y calidad artística tanto en sus trabajos más personales como en sus guiones para Superman o Batman; éste es el ocultista contemporáneo que se dedica a reflexionar sobre el sentido del universo mientras escribe un grimorio para consumo masivo; éste es el rebelde que ha dado la espalda a las grandes empresas de medios para cultivar sin concesiones su propia visión de la existencia y el arte; éste es también el hombre barbado y melenudo, con manos repletas de anillos, elevado por un episodio de Los Simpson a la altura de las grandes celebridades de nuestra era.
Irónicamente, gran parte de este reconocimiento se debe a las películas basadas en su obra y al hecho de que Alan Moore –contra la lógica de la fama y la riqueza– reniega de ellas en vez de apoyarlas, incluso a costa de regalías y privilegios. Luego de Desde el infierno (From Hell, Albert y Allan Hughes, 2001) y La liga extraordinaria (The League of Extraordinary Gentlemen, Stephen Norrington, 2003), pésimas ambas, Moore exigió que su nombre no se incluyera en ninguna otra adaptación fílmica de su trabajo y no se le menciona ni en V de Venganza (V for Vendetta, James McTeigue, 2005) ni, ahora, en Los vigilantes (Watchmen, Zack Snyder, 2009), que mientras escribo es una de las películas más vistas en el planeta. Afortunadamente, los medios globales (siquiera para explotar la noticia sensacional) han cubierto ampliamente la anomalía del historietista que truena contra los estudios de Hollywood en lugar de colaborar con ellos o incluso de intentar convertirse –como Mark Millar y algunos otros guionistas y dibujantes– en un proveedor de historias pensadas sobre todo para el cine. De modo que Alan Moore es más conocido que nunca antes y, probablemente, habrá muchas personas que se asomen a su trabajo y se den cuenta de cómo Los vigilantes, V de venganza, Desde el infierno y La liga extraordinaria son, en sus versiones originales, obras importantísimas del llamado arte secuencial. Será un acto de justicia: estas cuatro obras (etiquetadas como novelas gráficas y de hecho iniciadoras, junto con las de un puñado de otros creadores, de un nuevo aprecio por el cómic) son sólo una pequeña porción de todo lo que Moore ha publicado, y aunque éste –mago, narrador y artista conceptual además de guionista– ha pasado la mayor parte de sus treinta años de carrera en una relativa oscuridad, no deja de ser uno de los pocos autores verdaderamente geniales que viven hoy en el mundo occidental. Y el desarrollo de este genio puede verse desde sus comienzos.
Alan Moore nació en 1953 en Northampton, una ciudad industrial de la provincia inglesa en la que vive todavía. De familia pobre, no tuvo ninguna educación formal más allá de la preparatoria (o su equivalente, que en su caso fue una grammar school), de la que fue expulsado a los 17 años por vender LSD («era el traficante más inepto del mundo», declara). Moore pasó algunos años trabajando en empleos miserables; en la segunda mitad de los setenta, pese a estar ya casado y a punto de ser padre, decidió aprovechar la influencia de sus lecturas más tempranas (novelas de aventuras, relatos de ciencia ficción y, sobre todo, comics) para intentar ganarse la vida como dibujante y guionista. Después de un tiempo de publicar tiras escritas y dibujadas por él en fanzines y revistas, decidió que nunca sería un dibujante competente y optó por concentrarse sólo en escribir. A fines de los setenta tuvo su primera gran oportunidad como colaborador en Doctor Who Weekly y 2000 A.D., dos de las revistas más prestigiosas de la escena británica de aquellos años. También trabajó por un tiempo para Marvel UK, filial de la editora estadounidense, escribiendo guiones del superhéroe Captain Britain (Capitán Bretaña).
Las dos primeras historias importantes de Moore –ambas concebidas como narraciones con planteamiento, desarrollo y desenlace, y no como series «abiertas», al modo de las que se publican aún hoy en la mayoría de las revistas de historietas convencionales– comenzaron a publicarse por entregar en la revista inglesa Warrior y tuvieron una historia accidentada: tardaron años en completarse y terminaron reunidas por otros editores. Pero las dos se convirtieron en obras esenciales. La primera es V de venganza (1982-1988), hecha en colaboración con el dibujante David Lloyd y surgida parcialmente de la preocupación de Moore, en los tempranos ochenta, por la política ultraconservadora del régimen de Margaret Thatcher. Moore tomó la imagen del país opresivo que veía surgir y la convirtió en la historia de un cruel estado totalitario, fuertemente estratificado, que se ve amenazado por un anarquista oculto siempre tras una máscara con los rasgos de Guy Fawkes (un disidente inglés que en el siglo XVII intentó volar el edificio del Parlamento en Londres) y el seudónimo V.
La versión fílmica de James McTeigue, aunque no mala, se inventó una historia de amor muy poco convincente y además omitió varios de los detalles más importantes de su fuente. Estas omisiones son inevitables en cualquier adaptación, porque ninguna transposición puede, ni debe, ser perfectamente «fiel» (páginas impresas e imágenes en movimiento son medios distintos). Sin embargo, la queja constante de los fans más aguerridos –que las adaptaciones no dejan sino el esqueleto, una sombra pálida del material original– permite ver que una gran aportación de Moore, desde estos primeros trabajos, es el uso de la forma del cómic, habitualmente tenida por insustancial y frívola, para crear historias de enorme densidad, en las que texto e imágenes son interdependientes de varias formas distintas a la vez y buena parte del sentido de la obra total está en alusiones, referencias, connotaciones. En V de venganza, por ejemplo, el personaje está más cerca del ideal del hombre renacentista (o del superhombre de Nietzsche) que del prototipo del superhéroe de la época: pelea muy bien y tiene (desde luego) deseos de venganza, pero también habla de literatura y filosofía y administra, en uno de los episodios más extraños de la novela, una terapia de choque semejante a un ritual chamánico. Y todo el acento está, en el fondo, en sus ideas. V logra destruir la estructura vertical del poder pero su fin no es convertirse en un nuevo dictador, ni provocar el caos, sino instaurar lo que él llama un auténtico régimen anárquico: una nación a la vez ordenada y en la que el pueblo pueda prescindir de sus gobernantes.
Por último, alrededor de la trama de V, que va volviéndose más y más enérgica a medida que se suceden los capítulos, el mundo de la novela se construye con numerosos episodios de personajes secundarios, todos empeñados en sobrevivir en circunstancias adversas y cuyas penas se tratan, cada tanto, con el desapego irónico de números de cabaret; de hecho, el texto proporciona letra y música de varias canciones que resumen, al modo de muchas del periodo de entreguerras de la Europa del siglo XX, la vida desolada de una cultura a punto de desaparecer.
La segunda gran obra de este periodo es mucho menos conocida, pero aun más importante: Marvelman, o Miracleman (1982-1989), ilustrada por Garry Leach, Chuck Austen y, de forma muy destacada en las últimas entregas (las mejores), John Totleben. Moore la comenzó en Warrior y es, en cierto modo, la continuación de una serie que ya existía, protagonizada por un superhéroe británico de los años cincuenta: una copia del Capitán Maravilla (también conocido como Shazam), es decir, una copia de una copia del arquetipo de Superman. Pero Moore tomó al personaje, que nunca había pasado de ser una imitación y no tenía sobre sí la atención mediática de otros más conocidos (incluso, de otras imitaciones más conocidas), y lo sometió a una profunda revisión. Fue la primera vez que utilizó esta estrategia, que sería central en ésta y varias obras posteriores.
La idea tras las revisiones moorianas es, siempre, explotar el potencial ignorado o aún sin descubrir de personajes o iconos preexistentes, utilizándolos en historias que, sin negar su carácter ni los «sucesos» de su pasado ya establecidos por otros artistas, permitan interpretarlos de una manera nueva. Si los personajes aparecieron en obras de un subgénero particular, Moore los coloca en tramas menos restrictivas o creadas deliberadamente para subvertir las convenciones que les dieron origen; si son personajes derivativos, su falta de originalidad se «compensa» con la exploración profunda de su naturaleza, sus implicaciones, sus asociaciones simbólicas y su lugar en la cultura (popular o de la «otra»). En el caso de Marvelman, Moore partía de la imagen de un superhombre genérico: fuerte, invulnerable, capaz de volar, rubio pero de cejas negras (?) y vestido con la proverbial malla ajustada al cuerpo que (según el novelista Michael Chabon, entre otros) pretende celebrar la belleza del cuerpo desnudo, fuerte; poco más que la fantasía habitual de poder adolescente que, desde el mismo Superman, se manifiesta en el hecho de que el héroe tiene una identidad secreta de apariencia menos gallarda, menos poderosa, con la que los lectores pueden empatizar más fácilmente para luego imaginarse con los poderes de su otro yo. Como el Capitán Maravilla, Marvelman, en realidad el niño debilucho Mike Moran, decía una palabra secreta (Kimota!) para transformarse, y vencía a todo tipo de villanos para mantener la felicidad de un mundo idealizado, casi perfecto.
Moore volvió a escribir la historia de Moran/Marvelman, respetando todo lo previamente «contado» por otros guionistas e ilustradores (incluyendo la presencia de dos «ayudantes» o héroes secundarios, llamados Kid Marvelman y Young Marvelman) pero reinterpretándolo en un tono más grave y buscando contrastar la ingenuidad de los episodios originales con una visión más descarnada y, si no realista, al menos más adulta de la idea del superhombre. Nuevamente Nietzsche sale a colación, incluso en citas textuales, pero aquí la revisión de la moral del superhéroe no la convierte en un discurso libertario como en V de venganza: al contrario, el centro del Marvelman de Moore (cuyo nombre fue cambiado a Miracleman por sus editores cuando comenzó a publicarse en Estados Unidos, para evitar conflictos con la Marvel) es una reflexión sobre los límites de la ética cuando se ve enfrentada al poder absoluto.
En una doble vuelta de tuerca que sonará a más de una novela de Philip K. Dick, Mike Moran, quien ha crecido para convertirse en un adulto cualquiera y cree sólo haber soñado sus aventuras como Miracleman, redescubre la palabra mágica y resulta tener los poderes sobrehumanos del héroe; más aún, todas sus aventuras (según descubre más tarde) tuvieron lugar…, pero sólo subjetivamente, mientras vivía prisionero en una instalación militar, en estado de privación sensorial y conectado a máquinas que forzaban en su cerebro las percepciones de una existencia ilusoria mientras era sometido a experimentos y vejaciones de todo tipo. Moran, de niño, había sido sólo uno más de los experimentos del malévolo doctor Gargunza, quien en sus sueños artificiales se manifestaba como un villano más pero en realidad fue su «creador»…
Miracleman, previsiblemente, se venga de sus captores, pero esto es sólo el comienzo de una demolición radical de todas las ideas que giran alrededor del concepto del superhéroe. El personaje no ha hecho (ni hace, en verdad) un solo acto heroico en el mundo «real»; cuando por fin se le enfrenta da una muerte horrible a Gargunza porque puede hacerlo y, llegado el momento, no se une al orden establecido ni lo subvierte, sino que lo supera, lo deja atrás: el héroe es literalmente inhumano, más que humano, y a medida que encuentra a los muy pocos seres en el mundo que pueden comparársele –y a otras criaturas más avanzadas aún que provienen de otros planetas– empieza a asumir el papel de dios: a disponer la transformación del mundo entero de acuerdo con sus propias ideas sobre el bien y la virtud, sin atender ninguna ley ni prejuicio humanos. La reaparición de Kid Marvelman (rebautizado también como Kid Miracleman) enloquecido y convertido en una fuerza destructora absolutamente amoral, es el clímax dramático de la serie en el clásico número 15 de la revista, ya para entonces publicada por la editora estadounidense Eclipse Comics:
Sin embargo, el número siguiente es el auténtico remate de toda la serie y, probablemente, el desarrollo final, la última palabra sobre la idea del superhéroe, que se lleva literalmente hasta sus últimas consecuencias. Derrotados los últimos villanos, reconstruido el mundo tras terribles catástrofes, los superhéroes son literalmente dioses en la Tierra y, además, objeto de adoración religiosa. Aunque el propio Miracleman duda sobre la justicia de lo sucedido, no puede (y acaso no quiere) evitarlo: la realización de la fantasía del poder absoluto implica o la pérdida de la humanidad, falible por definición, o la insinuación de una ruptura total con los límites del entendimiento humano, que puede conducir lo mismo a la iluminación que a la locura. El Miracleman de Moore, agotado por largo tiempo y nunca reimpreso debido a una maraña de problemas legales entre diversos autores y editoriales, produce de todas formas una impresión duradera a quien consigue leerlo, sea en una copia impresa o en los formatos digitales que circulan por la red. Cualquier visión de la idea del superhéroe que intente volver a la simplicidad originaria de la metáfora da una nota falsa: éste es un trabajo que trasciende incluso sus orígenes culturales y se inserta en la gran literatura, la que no depende de etiquetas ni de jerarquías.
V de venganza y Miracleman llamaron la atención de la DC Comics, una de las más poderosas editoras de comics del mundo, que invitó a Moore a publicar en los Estados Unidos. Moore, además de republicar y concluir la primera de las dos series mencionadas con DC, comenzó en 1984 una nueva revisión para esta empresa, escribiendo muchos números de la revista Swamp Thing (La criatura del pantano), una serie de horror que bajo su dirección se volvió extraordinaria e introdujo, en el «universo» de los comics de DC, no sólo numerosos personajes sino una nueva cosmogonía, llena de detalles y trabajada con enorme cuidado. Su personaje central pasó de ser un monstruo cualquiera a –en un guiño semejante al de Miracleman— un ser casi omnipotente, un guardián de la naturaleza que a la vez servía para hacer ácidos comentarios de actualidad y para sugerir una vez más, de una forma menos radical pero no menos inteligente, las posibilidades de complejidad y sofisticación del cómic. Justamente el éxito de La criatura del pantano, el primer cómic estadounidense declaradamente «para adultos» desde los años cincuenta, dio origen al sello Vertigo, especializado en ese tipo de historieta, así como a las carreras en los Estados Unidos de varios escritores británicos (como Grant Morrison, Neil Gaiman, Peter Milligan y Jamie Delano) que fueron contratados a fines de los años ochenta para «repetir» el fenómeno Moore en diversas revistas.
Para 1985, el propio Moore ya se encontraba –entre otros proyectos– trabajando en Watchmen, con la colaboración del dibujante Dave Gibbons.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
La nueva actualización de la página del proyecto Poe 2009 contiene diversas novedades. Entre los enlaces recién agregados hay que destacar un archivo de textos, digitalizados por Lulífera (a quien agradezco especialmente), con un par de ensayos capitales de Poe, «El principio poético» y «Filosofía de la composición»; un ¿artículo? de Poe, «Von Kempelen y su descubrimiento», comentado por Jorge Volpi; y la famosa versión animada del poema «El cuervo» del programa Los Simpson.
Han llegado las primeras propuestas de textos originales; pronto aparecerán publicados, en páginas aparte, al menos un par de ellos, así como un par de nuevas traducciones. La convocatoria a participar en este proyecto, abierta a todos los interesados durante todo este año, puede leerse en esta página.
Georges Simenon, Maigret. Barcelona, Tusquets, 2004. 170 pp.
Este año se cumplirán veinte de la muerte del narrador belga Georges Simenon (1903-1989), autor de más de doscientas novelas publicadas con su nombre o con uno de 27 seudónimos. Gran maestro de la novela negra, desdeñado por algún tiempo debido a su popularidad (y hasta que no sólo le llegó el reconocimiento de escritores consagrados, sino que demostró su talento en una gran cantidad de novelas alejadas de lo policial: los llamados libros duros que escribió para la editorial Gallimard), resulta un escritor muy capaz de atraer todavía hoy, cuando tantos de sus contemporáneos –y varios muy ilustres entre ellos– han sido olvidados.
Sus libros centrales son los del inspector Maigret, uno de los grandes detectives de la literatura de occidente, que comenzaron a publicarse en 1931. Maigret, de 1934, es de los libros más notables de la serie no sólo porque, en su momento, fue escrito por Simenon para cerrarla, pues el creador estaba harto de la creatura y deseaba probar suerte con otros proyectos literarios (al final, luego de unos pocos años Simenon regresó a Maigret y siguió escribiendo sus aventuras hasta 1972). Además, la situación inicial elegida por Simenon en esta historia particular da para algunas variaciones interesantísimas de las convenciones de la narración policiaca.
Éste es un detective que, al contrario de la mayoría, está casi inerme: con ya un par de años de retiro, y separado de sus antiguos subordinados en la policía de París, el ex-inspector Maigret se entera de que un sobrino suyo, más bien inexperto y estúpido, está acusado de un asesinato. Para peor, el sobrino es policía y obtuvo el puesto gracias a Maigret. Éste viaja a París y busca el modo de limpiar el nombre del sobrino, y encontrar al verdadero culpable, sin más ayudas que su inteligencia, su conocimiento del mundo criminal y la poca influencia y buena voluntad que le quedan en el departamento de policía. Éste no es el agente del orden de las series de televisión, con presupuesto ilimitado, la gallardía de la juventud y todos los recursos existentes a su disposición. Tampoco es un hombre absolutamente seguro de sí mismo: duda de su capacidad, por momentos se desespera, está a punto de llorar cuando un testigo se le escapa después de que él le ha salvado la vida…
Las fantasías de poder que estamos acostumbrados a mamar de los medios masivos intentan hacernos olvidar las debilidades y hasta la misma materialidad de nuestros cuerpos: este Maigret, en cambio, no sólo es un héroe de catadura dudosa, y bastante lejos de su plenitud, sino además un hombre que necesita esforzarse: resopla, se cansa, tiene dificultades para recorrer una porción de su ciudad que en otra época habría podido atravesar corriendo. Allá quienes crean que éstas son limitaciones o defectos del personaje; sin que Simenon intente acercar su escritura a la de los grandes realistas del siglo XIX (no le hace ninguna falta), sus personajes y ambientes logran, y en un espacio relativamente muy breve, la misma «ilusión de verdad», la misma impresión de verosimilitud, y además una impresión centrada no en los objetos o los ambientes sino en los personajes, en sus sensaciones, sus pensamientos, su aspecto y (si se puede decir de este modo) el lugar que ocupan en el espacio: el papel que cada uno juega en la intriga de la novela y en el mundo que Simenon construye. Esto significa que el libro puede «atraparnos» (ese efecto tan sobrevaluado), pero lo hace de un modo distinto, con una seguridad y una audacia pasmosas. Por ejemplo, en la mayoría de los «manuales modernos» de escritura leeremos que está «mal» saltar bruscamente de un punto de vista a otro, y que aún un narrador omnisciente en tercera persona debe reducir al mínimo el número de puntos de vista que elige, a riesgo de caer en el cliché de los bestsellers de Arthur Hailey y otros por el estilo, siempre repletos de subtramas inútiles pero sensacionales; en cambio, Simenon, cuyo talento es anterior además de superior, no sólo introduce muchísimos saltos de un personaje a otro, y a veces tan breves como uno o dos renglones de texto, sino que se mete en cualquier personaje, sin importar lo pequeño o insignificante que sea, cuando juzga necesario comunicar una impresión particular que sólo ese personaje puede tener.
Por último, las dos escenas más llamativas del libro son episodios apasionantes y a la vez grandes lecciones de escritura. En el primero, Maigret va y se sienta en un rincón de un café durante un día entero, y desde su mesa, con su sola presencia y un par de trucos simplísimos, consigue inquietar, enervar y al fin poner en seria crisis a los criminales a quienes persigue. En el segundo, cuando ha logrado meterse en el departamento del autor intelectual del crimen, no tiene idea de cuál fue su papel en el asesinato y por un tiempo se dedica sólo a incordiarlo, haciendo vagas acusaciones que son como palos de ciego…, pero de pronto, en el intercambio de frases, Maigret comprende a su adversario: descubre cómo piensa, quién es, qué pudo haber hecho y qué no el día del crimen, y en ese momento el esclarecimiento del asesinato (nos dice la voz de Simenon, que preside los hechos) se vuelve menos importante que el descubrimiento del hombre: del ser humano, o por lo menos de la representación de lo humano que es un personaje.
Crear un personaje novelesco es exactamenteese proceso de descubrimiento: exactamente esa averguación azarosa, descontrolada, incierta, que de pronto (si se tienen la suerte y el empeño de Maigret y de Simenon) lleva a la revelación. De modo que la metáfora es perfecta. Pocas veces se puede decir eso de la obra de nadie: sin exageración, es una de las marcas del genio.