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Planeta de visiones

Ayer, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, presentamos el libro de cuentos Las visiones de Edmundo Paz Soldán, recién publicado por Páginas de Espuma. En la presentación leí este texto y puse, para acompañar, la primera de las dos piezas que vienen en video al final de la nota. Después, Edmundo Paz Soldán mencionó la segunda como influencia de su libro y la puse también. Así que fue presentación con música.

Las visiones

Tengo que empezar por contar una historia sin relación aparente con este libro. En un momento les diré por qué.

En 2000, la Exposición Universal de Hannover, en la Alemania recién reunificada, quiso representar una promesa de futuro. Semejante promesa, entresacada de los acontecimientos políticos de la década anterior a partir de la caída del muro de Berlín y de las últimas reservas de optimismo del siglo XX, estaba a un año de quedar invalidada por los atentados terroristas de 2001. Tal vez en unas décadas se podrá argumentar, además, que el concepto de la Historia al que todavía apuntaba ese ánimo noventero, y que va también del triunfalismo de Francis Fukuyama hasta el mesianismo chic de Matrix, quedó definitivamente enterrado en este año, 2016, con la confirmación de que el orden neoliberal se cae a pedazos y de que sus convulsiones políticas recientes han destapado, además de la pobreza y la desigualdad que muchos no querían ver, un remanente que se creía eliminado de tribalismo, superstición y odio en casi todas partes.

El lema de la exposición de Hannover: “Mensch, Natur, Technik” (Hombre, naturaleza, tecnología), ya no puede leerse para invocar asociaciones reconfortantes. Por el contrario, las amenazas que sugiere ahora pueden llevar a pensar en mucho del fatalismo de la actualidad: que estamos yendo velozmente para atrás, que el péndulo de Vico está oscilando en dirección del caos, o incluso que éstas y otras metáforas para describir los vaivenes de la especie humana no sirven más y nos estamos adentrando, simplemente, en una etapa de oscuridad que no tiene precedentes.

En este contexto, es posible preguntarse por la ciencia ficción: esa vertiente de la narrativa de occidente que comenzó como promotora de las nociones de progreso de la Ilustración, se convirtió luego en crítica de esas mismas ideas y por fin, justamente con el cambio de siglo, ha sobrevivido incluso a su crisis como subgénero comercial y ha terminado como como un repertorio de conceptos, personajes y anécdotas que se pueden encontrar por todas partes de la cultura occidental, asimiladas a veces en imágenes irónicas, utopías del futuro que ahora se entienden como parte del pasado, o bien en las promesas de violencia y destrucción del nihilismo apocalíptico.

¿Tiene sentido todavía escribir una literatura que piense en lo que aún puede suceder, que especule sobre lo que todavía es posible a partir de la realidad del presente?

La respuesta es sí, por supuesto, pero se necesita hacerlo de otra forma. Las etiquetas llamadas géneros y subgéneros pierden su sentido con el tiempo aunque las obras que agrupan puedan sobrevivir, ser releídas y reinterpretadas. No se puede volver a creer ingenuamente en lo inevitable y benéfico del progreso tecnológico, pero tampoco hace falta encerrar la imaginación en los dos o tres moldes autorizados por la falta de imaginación de las grandes corporaciones de medios. Como ocurre en otras porciones de la literatura globalizada, algo de lo más interesante que todavía se escribe con esas herramientas de los géneros populares, desarrolladas y exportadas desde los países del primer mundo, ocurre fuera de ellos: de los países y hasta de la misma “literatura de género”. Por ejemplo, ocurre en la obra del narrador boliviano Edmundo Paz Soldán, que en pleno 2016 ha publicado un libro de cuentos habilitado por la ficción especulativa: que la emplea y la subvierte para adaptarla al mundo de ahora, titulado Las visiones.

El libro comenzó, según ha dicho su autor, a partir del trabajo de su novela Iris, que también se apropia de la ciencia ficción al inventarse un mundo entero para colocar en él una versión hipertrofiada de nuestro presente: una sociedad en guerra, en la que la violencia brutal es cotidiana y la religión pesa tanto o más que el saber científico, presentada además en un idioma de transición, que se aleja de los que conocemos en direcciones inesperadas igual que el nadsat de Anthony Burgess pero también del papiamento de Curaçao. Más que continuar la historia de Iris, sin embargo, Paz Soldán opta en Las visiones por hacer a un lado la trama y los personajes principales de la novela y construir en cambio cuentos independientes, ambientados en Iris pero que no requieren la lectura previa de la novela para ser comprendidos. Así evita caer en la trampa del llamado worldbuilding: la construcción de vastos entramados ficcionales, de listas de nombres y detalles que intentan rellenar todos los espacios de los mundos narrados en series populares y que vuelven a los lectores de éstas consumidores de minucias, receptores pasivos de más y más información trivial alrededor de una o dos historias que les gustaron hace mucho tiempo.

El efecto más notable que produce la lectura de Las visiones, de hecho, no es de familiaridad, como el que se produce al revisitar un mundo narrado que ya se conocía, sino el de extrañamiento. Más concretamente, extrañamiento no a causa de la rareza del entorno en el que ocurren las historias, sino al revés: extrañamiento por la cercanía que tienen todas ellas con nuestras experiencias cotidianas en este siglo XXI.

En el cuento que da título al libro, por ejemplo, un juez empieza a tener visiones, precisamente, de aquellos a quienes condenó de forma injusta, pero lo que queda de relieve es, sobre todo, la naturaleza y los pormenores de sus actos de corrupción. Sus actos no son diferentes de los de incontables figuras de autoridad entre nosotros, pero el verlos en un escenario parcialmente fantástico, ajeno, nos damos cuenta con más facilidad de lo monstruosos que son y de que, al contrario de lo que quisiéramos creer, no van necesariamente acompañados de introspección ni mucho menos de arrepentimiento:

Esa noche el Juez vio en un sueño a Enoichi, un irisino que un día fue a un mercado con un riflarpón y no descansó hasta matar a diecisiete pieloscuras. Enoichi asumió con orgullo la matanza y el Juez no tuvo reparos en condenarlo a muerte. En el sueño Enoichi se hallaba en un ataúd de cristal en un claro en el bosque y le pedía que lo rescatara. El Juez buscaba un hacha para romper el cristal cuando abrió los ojos y descubrió a Enoichi parado al lado de la cama como si estuviera velando su sueño. El Juez se sentó en la cama cubriéndose con una sábana y le preguntó vacilante qué quería.

Que vayas a lo más profundo del bosque y me entregues allá tu corazón.

Enoichi desapareció y el Juez se quedó en cama restregándose las palmas de las manos sin descanso, como si le escocieran. Ahora que le había tocado un asesino sin vueltas, descubría que las visiones no eran el recurso fácil de una conciencia culposa. Fokin creepshow. Ya lo sospechaba, porque en ningún momento se había sentido culpable, ni siquiera de los inocentes que encaminó a la prisión o a la muerte.

Nuestra época parece estar marcada por la llamada normalización de discursos oscurantistas: el debilitamiento de la indignación pública ante ideas que en otro tiempo nos hubieran parecido reprobables, como el racismo o las supersticiones anticientíficas, simplemente por verlas o escuchar sobre ellas de manera repetida en los medios. Estos cuentos van en contra de esta tendencia al asumir una postura moral –no moralizante– al presentar la venalidad, la tontería, la deshonestidad o la violencia. Los propios personajes dudan sobre sus acciones, o enfrentan sus consecuencias sin que el texto les dé tregua ni les permita minimizar lo que les sucede con salidas irónicas.

A la vez, Las visiones nunca olvida la mera humanidad de los sucesos que cuenta: la cercanía de lo terrible con nuestro propio ser, porque compartimos la humanidad con los villanos y los seres éticamente ambiguos igual que con los héroes. Así se puede ver en “Doctor An”, cuyo protagonista es un científico sin escrúpulos que experimenta en seres humanos y crea armas químicas y biológicas aterradoras. Aunque el texto menciona pormenores de su trabajo, se centra no en ellos sino en un colapso del personaje, que lo lleva a un último ataque destructor contra quienes lo rodean pero también a un recuerdo de extraña belleza: la vez que se enamoró de una colega y en mitad de un experimento con drogas ilegales:

Todos se quedaban cortos al hablar de ella, la doctora Miel, ése era su apodo, miel miel miel, tan guapa con ese cráneo brillante, un óvalo perfecto. Si le hubieran preguntado qué había en ella que no era suficiente para las palabras, él habría respondido, asumiendo los límites de cualquier historia que se contara sobre ella, recordando la vez en que ella apareció en una reunión con su equipo, una reunión en la que participaba el doctor An, y se metió a la boca un compuesto que acababan de procesar, tan poderoso que no había voluntarios para probarlo. Un compuesto que debía abducir el cerebro de quienes lo probaban y convertirlos en planta. El doctor An vio cómo se transformaba el rostro de la doctora Held, como si los músculos se hubieran soltado y los ojos se derramaran sobre sí mismos, y se enamoró de ella. Quiso seguirla, y probó el compuesto. Ver el mundo con los ojos de las plantas le había cambiado la vida. A veces charlaba con los arbustos en los jardines del lab. Se molestaba con los que pisaban el césped. Esa primera vez también había podido dialogar con la doctora Held, perdida ella como él en el nebuloso mundo de las plantas. Eran plantas de río, raíces subterráneas en las musgosas Aguas del Fin en el valle de Malhado, y se comunicaban su soledad. El doctor An se acostó poco después con la doctora Held. Fue un día después de que la amenazaran con suspenderla por los riesgos innecesarios que tomaba. Todas las veces que se acostó con ella, los dos eran plantas acuáticas. Se sentía bien estar ahí, meciéndose en la placidez del agua, aunque a veces, cuando no la encontraba, la angustia lo mordía y él pensaba que era el único habitante de un planeta desierto. Doctora Held, doctorita, docdocdoc, susurraba, y no había respuesta. Doctora Held, nos vemos nel otro mundo, decía, pero luego ella aparecía y le tocaba las manos frías, era una planta carnívora decía, eres mío mío, y luego insistía en que no había otro mundo, todo todo es neste. (…)

Y ahora, ¿por qué empecé hablando de la Expo de Hannover? Hay que recordar la canción promocional de la Expo, que fue encargada a Kraftwerk, el más influyente entre los grupos pioneros de la música electrónica de la segunda mitad del siglo XX. Debía ser un jingle de pocos segundos, pero la banda encabezada por Ralf Hütter eligió hacer una composición más larga. El resultado suena exactamente a su tiempo: la canción tiene las texturas clásicas de la música de Kraftwerk, sin grandes variaciones pese a haber sido compuesta décadas después de los álbumes más influyentes del grupo; su fascinación con las posibilidades de la técnica es encantadora y anacrónica. Más aún, una de las frases en la letra: “Planet der Visionen” (Planeta de visiones), va de hecho más atrás en el pasado, hacia la poesía de comienzos del siglo XX y su obsesión con el movimiento –que entonces se consideraba vertiginoso, avasallador– de la modernidad. Entonces no nos dimos cuenta, pero aquellas últimas apariciones de la idea añeja del progreso ni siquiera estaban mirando realmente hacia delante, sino a un futuro que ya era viejo.

Lo que estaba delante entonces –y que nadie vio con claridad– es, de hecho, el día de hoy. Este momento. Inesperado, complejo, turbador, fascinante como los cuentos de Edmundo Paz Soldán. Pero con él, al igual que con otros, podríamos tener aún la oportunidad de comprenderlo y no sólo de dejarnos aplastar por su embestida. Esta posibilidad es el verdadero planeta de Las visiones.

Este fue el momento en el que puse "Expo 2000" de Kraftwerk para acompañar lo que dije sobre el Planeta de Visiones. Foto de Gaby Silva.
Este fue el momento en el que puse «Expo 2000» de Kraftwerk para acompañar lo que dije sobre el Planeta de Visiones. Foto de Gaby Silva.

«Expo 2000» de Kraftwerk:

«Johnny B» de Él Mató a un Policía Motorizado:

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La fuerza del doble

Ayer, en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, Ana García Bergua y yo presentamos la antología El doble, el otro, el mismo, una colección de cuentos clásicos elaborada por Bruno Estañol y publicada por Cal y Arena. En la presentación leí lo que sigue:

El doble, el otro, el mismo

 

No es difícil encontrar, ahora mismo, evidencias de la fuerza del doble –es decir, del tema del doble, o la figura del doble– en la cultura contemporánea. Los ejemplos abundan. La película El club de la pelea de David Fincher, igual que la novela de Chuck Palahniuk en la que se basa, lo utiliza para hacer un mismo personaje del ejecutivo timorato y del rebelde metido a terrorista y convertir a los dos en una imagen de las frustraciones contemporáneas. La historia de Hulk, el superhéroe verde de la Marvel, es explícitamente una versión «de la Era Atómica» de El extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, y se ha mantenido en todas las versiones del personaje en el cómic, el cine, la televisión y los videojuegos. Y así sucesivamente a lo largo de la «alta cultura» y la «cultura popular»: nunca ha dejado de importarnos ese personaje que es el otro y a la vez el mismo, nuestro reverso, nuestro complemento.

Los orígenes de esa obsesión de la especie humana ya no pueden documentarse, porque son anteriores a toda escritura. Cuando mucho, la psicología nos permite imaginarlos. Pero las versiones del doble que más han influido en nuestra propia cultura, en el presente, deben ser las que precedieron a la explosión de la cultura de masas en el siglo XX: al momento en que el  remake y la referencia intertextual se volvieron parte del repertorio habitual de los creadores para grandes medios. En la actualidad, de hecho, lo raro es una versión del doble que no provenga, aunque sea tercera o cuarta mano, de Stevenson, Edgar Allan Poe u otro autor que ya haya pasado al dominio público, y la abundancia de estas versiones es tal que bien puede dar la impresión de que decir algo nuevo sobre el tema es imposible, o de que así lo creemos.

Yo sospecho que no es verdad: que el doble sigue siendo un material riquísimo. En cualquier caso las grandes versiones clásicas del tema son un territorio extraño, misterioso, y al mismo tiempo hospitalario: incluso ahora podemos volver a esas historias una y otra vez y siempre  encontrar la inquietud, la fascinación o el miedo que el doble guarda y expresa para nosotros.

Y, por supuesto, una muestra excelente de esas versiones clásicas del doble se encuentra en esta antología: El doble, el otro, el mismo, compilada por Bruno Estañol.

Aquí están, en un solo volumen, cuentos ineludibles como «William Wilson» de Poe o «El caso del difunto mister Elvesham» de H. G. Wells, donde la identidad de los personajes literalmente se duplica y se confunde ante nuestros ojos de lectores, y también otros en los que el doble aparece de otras formas, más sutiles y desconcertantes. No hay literalmente un doble pero sí un carácter doble: un lado equívoco y siniestro de un personaje misterioso, en «La hija de Rappaccini» de Nathaniel Hawthorne; «Markheim» de Stevenson hace del doble el portador de la culpa de un criminal inepto, infinitamente fracasado, infinitamente desesperado; por su parte, «Incidente en el puente de Owl Creek», de Ambrose Bierce, crea algo todavía más extraño: un universo entero, una realidad paralela, en la que nuestra realidad habitual se desdobla para que el protagonista del cuento pueda vivir otra vida cuando se ve enfrentado a una muerte segura. (Este mismo argumento, por cierto, es el de un cortometraje de Antonio Reynoso, El despojo, cuyo guión fue escrito por Juan Rulfo, y para Rulfo ese corto era la representación visual más fiel del mundo de sus historias.)

El antologista, en un prólogo breve y muy iluminador, explica su tema, los diferentes modos en que suele abordarse, las opiniones de la psicología sobre el origen del interés del ser humano en el doble: no repetiré aquí lo que él dice muy bien. Pero me llamó la atención un detalle: la idea de que el doble puede ser un género en sí mismo, cercano a los cuentos de terror, más que un tema de éstos o de lo fantástico en general. La idea me pareció desconcertante en un primer momento, pero luego pensé que es muy reveladora.

El género es siempre una etiqueta: un nombre que se da a cierto conjunto de obras que ya existen, y que sólo después de ser creado puede influir en la lectura o la hechura de otras obras. Como un género puede establecerse lo mismo razonadamente que de forma arbitraria, puede dar lugar a muchas confusiones. Los especialistas en literatura, por ejemplo, insisten con frecuencia en que «ficción» no es necesariamente «ciencia ficción» o en lo vago que resultan términos sobreutilizados (y en general mal entendidos) como «épica» o «saga». Tienen razón, pero lo cierto es que las clasificaciones se siguen creando y difundiendo, y si bien muchas de ellas son producto de la pereza intelectual, o del mercantilismo, otras más reflejan la atracción que nos produce una idea, un estilo o un tema. Así ocurre con el doble: cuando menos, perturba nuestra seguridad o nuestra indiferencia respecto de la propia identidad en un tiempo en que las viejas acepciones de esa palabra tienen cada vez menos sentido. Y tal vez puede hacer aún más. Escribe Estañol:

Los escritores con frecuencia tienen varios dobles. De hecho, la escritura es un ejercicio de doblez; el que se sienta frente a la computadora o la máquina de escribir es otro. Vamos por la vida con un doble adentro y a veces también con uno afuera. La narración con sus diferentes puntos de vista es un magnífico ejercicio de enmascaramiento. El otro es una máscara y al mismo tiempo uno también es una máscara.

Es evidente que el narrador asume consciente o inconscientemente diversas identidades. Puede narrar desde la perspectiva de un niño o una niña, de una mujer, de un adolescente o de un criminal. Para narrar con sinceridad se debe convertir en ese personaje. Ésta es la gran libertad del narrador. Se ha hablado mucho que el narrador es un mentiroso que dice verdades que otros no dicen o que no ven. La libertad del narrador es su imaginación y la posibilidad de ponerse en el lugar del otro. Los seres humanos siempre han querido escuchar a los narradores y a sus historias. Esto indica que la mayoría de los seres humanos les interesa y entretiene escuchar historias ajenas y ponerse también en el lugar del otro.

¿No es extraño, imprevisto, alentador que el doble traiga semejante recordatorio? ¿Que un género tan específico, un tema de la literatura de imaginación, tantas veces desdeñada, afirme que aun a nuestro pesar –aun en esta época de individualismo y de sopor– la conciencia humana retiene ese impulso de acercarse a los otros?

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El alma y el cuerpo se tocan

[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Recupero un texto que no había podido publicar sobre Amor y otros suicidios (Ediciones B, 2012), colección de cuentos de Ana Clavel; lo leí durante una presentación de ese libro, el año pasado.]

Amor y otros suicidiosEl cuento, que es más antiguo que internet, que la imprenta y que la misma escritura, sigue entre nosotros. No terminó con él la aparición de la novela, hace unos quinientos años, y la comunicación digital, antes que debilitarlo, lo ha fortalecido al obligarlo a adaptarse a una época nueva en la que ninguno de los géneros tradicionales parece estar a salvo.
      Es que algo no ha cambiado desde los comienzos del lenguaje: en un buen cuento jamás se siente el peso de su historia larguísima. Puede provenir del tiempo de las cavernas y sentirse nuevo al escucharse o al leerse. El cuento es menos una ventana estrecha, una vista limitada, que una lente de aumento, capaz de capturar y concentrar la luz: su brevedad, que se debe a los azares de su origen, lo fuerza a no decirlo todo, a pedir la ayuda de la imaginación, pero la recompensa con visiones más poderosas, más memorables, de las experiencias humanas.
      Entre esas experiencias, dos de las que mejor pueden representarse en el espacio breve del cuento son dos de las más profundas: el amor y el deseo. Son también, por supuesto, dos de las más difíciles de tratar, por su frecuencia en la vida y la cultura y por los riesgos que todos sabemos: lo cursi, lo mojigato, lo feo. Pero de vez en cuando alguien lo logra: de vez en cuando aparecen libros como Amor y otros suicidios de Ana Clavel.
      Ésta es una escritora que ha dedicado gran parte de su carrera a esos dos temas: muchos de sus libros previos lidian con ellos y han creado una visión muy particular de su relación con el individuo, con el mundo y con el otro: el ser amado, presentido o ausente. Esta visión se prolonga en los cuentos de Amor y otros suicidios, que tratan todos de la aparición de lo erótico en el mundo y de sus consecuencias innumerables pero recuerdan, sobre todo, que semejantes apariciones nunca son como en las canciones de la radio ni los malos poemas: aunque nos sorprendan, son en el fondo una constante de la vida; aunque el deseo tenga garras y dientes, aunque beba la sangre de los que aman o los transporte o los destruya, siempre es más que la imagen con la que tratamos de expresar sus efectos en un instante dado: siempre es una experiencia compleja, cambiante.
      La raíz cristiana de nuestra cultura nos dejó una idea de la moral que niega o penaliza el deseo: aunque en muchas circunstancias de la vida actual dé la impresión de que estamos en el siglo XXI y no en el XVII, todavía es común que no aprendamos cuánto del deseo es, en realidad, parte de nuestra vida interior. El ansia del encuentro erótico, la comezón permanente y sin causa, el surgimiento brusco de la atracción que le da vuelta a todo no son invasiones de algo ajeno a nosotros, sino manifestaciones de nuestro ser más profundo: del lugar en el que el alma y el cuerpo se tocan. Los cuentos de Amor y otros suicidios lo muestran cuando utilizan la perspectiva de los personajes para contar lo que perciben pero también para mostrar sus reflexiones y sus fantasías: el grado mínimo de la imaginación al que todos tenemos acceso y cada día nos permite inventar las historias brevísimas, fugaces, en las que lidiamos con nuestras frustraciones y nos inventamos el consuelo o la felicidad.
      Con frecuencia esas historias son eróticas: la otra persona nos hace caso, siente lo que sentimos, desea lo que deseamos, nos acompaña y se desnuda con nosotros. Y cuando las inventamos no nos hemos vuelto locos, no estamos poseídos por el demonio: somos humanos, de forma dolorosa y placentera y habitual. Las historias de Clavel (entre los mejores pueden estar «En un vagón de metro Utopía», «Lagartos y sabandijas», «Cuando María mire el mar» o «En un rincón del infierno») varían entre escenarios cotidianos y exóticos, entre el realismo y la imaginación fantástica; en todos, los personajes se parecen a nosotros cuando dejan ver esa otra raíz de la existencia: la del amor y el deseo, y reconocen todo lo que trae su presencia: las dificultades, los horrores, los gozos del cuerpo y del alma.
      Algo más sobre géneros. La revista inglesa Literary Review otorga un premio anual, de broma, a las peores escenas de sexo escritas en inglés. Año tras año lo ganan novelistas; una de las razones debe ser el mal gusto o la pacatería de los autores, que todo el tiempo parecen escribir de arietes, joyas de la familia, puertas delantera y traseras (en ese sentido se parecen a muchos novelistas de otros idiomas), pero otra es que la novela, que por definición no puede sostener una misma emoción, una tensión dramática, durante centenares de páginas, tampoco puede sostener el interés erótico: ni siquiera el sexo tántrico puede lograr más que un periodo finito de tensión continua, y muchos lo olvidan, del mismo modo en que olvidan que el deseo repercute en la vida entera más allá de los órganos y sus contactos. Amor y otros suicidios, en cambio, no olvida: a la vez es más elegante, más sugerente, y más capaz de utilizar la forma breve del cuento para mostrar otra verdad acerca del deseo: que su felicidad es a la vez fugaz, pasajera como la lectura de un mundo breve, y deslumbrante: un ardor concentrado en un punto, como la luz que pasa por una lente de aumento.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Términos y comienzos

Da gusto que la editorial española Páginas de Espuma haya publicado Transformación y otros cuentos, colección de tres narraciones breves de Mary Shelley, en 2010. Da gusto también que el libro haya sido reimpreso en México al año siguiente, para disminuir su costo al público nacional, por Colofón. Igualmente da gusto que Marian Womack, muy interesante escritora gaditana, haya sido la encargada de la traducción y del prólogo.

Hay que alegrarse, en fin, y lo digo con toda sinceridad: Mary Shelley es más mencionada que leída, y la imagen popular de su obra más importante –la novela Frankenstein o El moderno Prometeo (1819)– proviene sobre todo de sus versiones cinematográficas. Y hay que leer a Mary Shelley. Si no bastan la originalidad de su imaginación y de su prosa, siempre se puede agregar que es una escritora pertinente: su obra tiene un lugar privilegiado en la historia literaria de occidente porque al mismo tiempo introdujo al menos una idea que, al parecer, ya no va a abandonarnos –la razón como causa de una subversión o crisis de lo humano–, y dos personajes icónicos, multiformes, capaces de articular esa idea y de existir a su vez en incontables versiones: junto al monstruo, por supuesto, está siempre el científico impío/megalómano/trágico que lo crea y debe afrontar las consecuencias de su curiosidad o su arrogancia.

Como la obra de Shelley no es sólo Frankenstein, los cuentos de este volumen pueden servirle al lector curioso –además de interesarlo, entretenerlo, etcétera– como muestra de una amplitud mayor de las preocupaciones de la escritora y también de la constancia de ciertos de sus temas: “Transformación” sugiere la inconstancia de la identidad y de la percepción –la diferencia entre el hombre y el monstruo– en una trama alrededor de un pacto fáustico; “El mal de ojo” cuenta una historia sumamente improbable pero no sobrenatural –con pretensiones análogas, pues, a las de la moderna ciencia ficción, de la que Shelley es precursora– alrededor de otro tipo de desdoblamiento: el mal que sufre un personaje lo lleva a infligir el mismo mal a otros, pero también a la oportunidad de redimirse; por último, “El inmortal mortal” tiene como protagonista a un hombre que ha conseguido eludir a la muerte, desde luego, pero el texto se concentra en la forma en la que la eternidad se vuelve monstruosa pues distancia al personaje del resto de la especie humana, y lo condena a una soledad terrible…

(Si este último argumento suena como el de muchas otras historias, incluyendo numerosas películas, hay que recordar que el cuento de Shelley se adelanta a todas ellas. En un tiempo en el que la tarea exigía un genio creativo extraordinario, Mary Shelley exploró, como pocos autores de la historia, el sentido y los límites de nuestra naturaleza.)

Los anteriores son los motivos para celebrar este libro. Sin embargo, aparte de esta exploración y del valor que da a la obra de Shelley, un tema importante que se plantea en el prólogo de Transformación es el del cuento como género literario. Y aquí hay un problema, pues el texto de Womack resulta, por lo menos, desconcertante. No me refiero a los términos teóricos que utiliza, y que son los europeos  –hasta un lector mexicano poco versado en el tema notará con facilidad que el “relato” español es el “cuento” latinoamericano, por ejemplo, y no el “relato” como se entiende aquí–, sino a su premisa central. “El relato corto históricamente es un vástago, una ramificación, de la novela” (!), escribe Womack, y continúa describiendo el origen de las historias breves a partir de las condiciones de publicación de la novela por entregas en Inglaterra durante el siglo XIX; en las revistas impresas, donde en ocasiones quedaban espacios sobrantes o demasiado pequeños para ser ocupados por una entrega típica de novela, los cuentos habrían surgido como relleno y se habrían desarrollado ante un público que no los esperaba, en una especie de laboratorio de condiciones muy ventajosas, para especializarse en diferentes temas y formas.

Esto subordina el desarrollo entero del cuento como género a una serie de innovaciones en las técnicas de impresión, y en sus efectos sobre el mercado editorial, que el prólogo fecha entre 1840 y 1871. Por lo tanto, no toma en cuenta las aportaciones formales ni la obra de (para empezar) Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y Edgar Allan Poe (1809-1849), otros dos sospechosos habituales de haber inventado el cuento… y tampoco reconoce, por lo demás, que nombrar a Poe y Hawthorne puede ser igualmente incorrecto. Aunque lo más habitual en nuestra época es no ir pasar del siglo XIX y de la literatura en lengua inglesa al hablar de los orígenes del cuento, lo cierto es que poner ese límite es ignorar que un precursor claro y mucho más antiguo de la narración breve es, por supuesto,la tradición oral: las historias populares que fueron la base de las kunstmärchen alemanas –el «cuento de hadas literario» de los siglos XVIII y XIX– y, por supuesto, de sus ramificaciones en autores como Poe, Hawthorne, Hans Christian Andersen… y la propia Mary Shelley.

(Famosamente, ésta leyó, junto con Percy Shelley, Lord Byron y John Polidori, textos de una antología alemana de cuentos de horror [fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Fantasmagoriana, traducción francesa de Das Gespensterbuch de Friedrich August Schulze] durante su estadía en la Villa Diodati, Suiza, en 1816. En aquel periodo, como se sabe, surgió la idea de Frankenstein.)

Tal vez la clave para aclarar la cuestión se menciona una sola vez, justo en la última oración del prólogo: “relato corto moderno”, escribe Womack, y el adjetivo podría acotar y reducir toda su argumentación.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Nuevas batallas

La generación de autores mexicanos que está ahora alrededor de los cuarenta –la mía– tuvo un gran proyecto colectivo en los años noventa. El grueso de los autores que la conformaban entonces se propuso escribir sus primeros libros importantes: los que debían definirla en relación con el momento de su primera juventud.

Este proyecto fracasó, como se sabe: no hubo ninguna obra que hablara de la época de forma realmente memorable, y casi todos los que intentaron ese tipo de testimonio se agotaron en la tarea y dejaron de escribir por completo: al final, si algo protagonizó esa mayoría –el grueso de mi generación– fue una extinción en masa, silenciosa, apenas documentada hasta hoy, alrededor del año 2000.

Creo sinceramente que fue mala suerte: el tema generacional parecía ser el desencanto de la época, entre el fin de las utopías del siglo XX y las últimas convulsiones de la política mexicana de entonces, y nadie podría haber previsto que el cambio de siglo iba a barrer con esa nostalgia y ese malestar tan precisos y, en el fondo, tan insignificantes. Tampoco podría haberse previsto el auge de internet, que ha cambiado la cultura global de forma mucho más profunda y vasta que cualquier otro suceso histórico de las últimas décadas, y que forzó una transición difícil que las generaciones posteriores no comprenderán. En ese pasmo doble se perdió mucho.

Quizá ahora, cuando los libros importantes de mi generación empiezan despacio a aparecer, podrá ser posible que algunos sobrevivientes de entonces retomen aquel proyecto. Quizá pronto haya un gran libro mexicano sobre el tema del pasado, sobre cómo se pierde o se recobra, sobre cómo sobrevivir a semejantes catástrofes, capaz de medirse con Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco (1981), que en los noventa fue el modelo secreto de muchos.

Entretanto, Alejandro Zambra ha escrito Formas de volver a casa. El escritor chileno puede no haber leído a Pacheco pero su novela –publicada por Anagrama– dialoga con la de éste, la actualiza y la reta: es una visión de la lucha con el pasado en el siglo XXI.

(más…)

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La identidad

1.
Obviamente, la narrativa del narcotráfico y la violencia está de moda en México, y una novela como 36 toneladas de Iris García, publicada por Ediciones B, va a ser recibida como parte de esa corriente mayoritaria y leída con más interés y más simpatía que una novela sobre cualquier otro tema. Pero lo más probable es que reciba elogios por las razones equivocadas: las mismas por las que se alaba a todos los libros sobre el tema en estos días, sin importar su calidad.

2. Razones equivocadas para elogiar una novela del narco

«Leer novelas del narco le permite a uno informarse de lo que pasa». Sólo de manera muy ineficiente: aun si llegan a referirse a acontecimientos y personajes reales (y casi ninguna lo hace), las novelas suelen tardar meses y hasta años en escribirse y ser publicadas. Si fueran nuestra única fuente de información sobre el tema sabríamos de los hechos con enorme retraso. Para ese fin particular, realmente es mucho mejor confiarse a lo que los periódicos o internet nos cuentan todos los días a todas horas, de manera casi instantánea.
      «La novela del narco muestra la existencia cotidiana en México tal como es». No toda. Se refiere a parte de esa existencia, y de hecho a una parte importante: una serie de acontecimientos que actualmente nos afectan y por cuya causa miles de personas han muerto y muchas más viven amenazadas. Pero la mayoría de las novelas sobre el tema son también novelas negras, enfocadas en la descripción directa del mundo del crimen, y además se concentran en lo más llamativo: balaceras, torturas, cargamentos de droga, etcétera. Falta una gran novela del narco donde no haya un solo narco ni un solo hecho de violencia criminal, por ejemplo: una con personajes que vivan conscientes de la existencia de los criminales pero no los vean de cerca ni a todas horas, y que se refiera, por tanto, a la inquietud cotidiana de la mayor parte de las personas del país. Se podría decir que una novela así no sería muy entretenida: tanto peor para las vidas a las que podría referirse y que no tienen lugar en la literatura mexicana actual. (¿Serán menos importantes? ¿Habrá quien sea capaz de decir algo así?)
      «La novela del narco muestra la capacidad humana para el mal y la violencia tal como es». A veces: en otras ocasiones magnifica los sucesos para volverlos más espectaculares y casi siempre ignora, minimiza o reduce a lugares comunes (porque tampoco resultan muy llamativas, supongo) las dificultades, los antecedentes y las consecuencias, las repercusiones internas de los actos violentos.
      «En la novela realista y de actualidad —representada hoy por la del narco— se analizan y se proponen alternativas a las circunstancias presentes». Esto no era verdad ni en el siglo XIX, cuando apareció la figura del escritor/opinador, ni en el XX, cuando México, como otros países, construyó su cultura literaria alrededor de la figura del intelectual, el escritor dedicado a hablar con el poder acerca de los «asuntos importantes». La novela no siempre retrata de manera fiel porque puede estar subordinada a las convenciones de un subgénero, no siempre analiza aunque retrate, y casi nunca llega a proponer (y menos todavía en una cultura sumisa como la nuestra, creyente de que «las cosas son como son»).

3. 36 toneladas

Ninguna de las razones anteriores me convence por lo que ya he escrito, y porque en ellas creo ver cierto desprecio de la literatura: cierto deseo de justificar lo que se lee asignándole deberes o virtudes que están más allá de lo literario y, de hecho, de lo que los novelistas quieren (o pueden) hacer.
      Nada de lo anterior, por otra parte, le quita ningún mérito a una buena novela negra, ni a una buena novela sobre el narco y la violencia. Y 36 toneladas (2011) de Iris García —como otros, muy pocos libros de la corriente a la que pertenece— es una buena novela, y una que puede leerse de otras maneras: sin partir necesariamente de lo que lo acerca a todos los demás.
      Más que como una historia negra, esta novela empieza como un misterio. Un hombre se despierta y descubre que no recuerda su propio nombre ni nada de su pasado: no reconoce su propia cara en el espejo. Angustiado, amenazado por un enemigo impreciso que lo persigue y parece haberlo conocido antes, comienza a investigar quién es, o quién fue; esto lo pone en contacto con el mundo del narcotráfico y lo conduce (o lo devuelve) a una conjura para ocultar el dinero de la venta de las 36 toneladas de droga del título: un plan en el que se involucran traficantes, policías, periodistas, militares y hasta un grupo de juniors dedicados a matar por diversión. Cada capítulo lleva a una nueva hipótesis sobre quién es el personaje, pero ninguna, hasta justo el final, resulta ser verdadera. Aunque no deja de haber violencia, corrupción, sexo y todo lo que se espera (o se exige) de una novela del narco, lo importante nunca es esa superficie, ni mucho menos la exactitud con la que podría referirse a sucesos descritos o silenciados por los noticieros. Su tema es la identidad, y su pérdida: el problema de un hombre que en cierto modo ha vuelto a nacer pero está en un mundo todavía más hostil que el que enfrenta un recién nacido, pues debe lidiar con las consecuencias de un pasado de adulto, y terrible, que no lo abandona aunque ya no pueda comprenderlo.
      Otro rasgo original del libro es su estructura narrativa, pues la búsqueda de la identidad del protagonista, contada en segunda persona, se va alternando con capítulos en primera persona donde personajes secundarios cuentan sus partes de la historia y matizan, contradicen, reinterpretan lo que va hallando el personaje central. Algunos de estos personajes son figuras típicas (el militar corrupto, la periodista) pero otros no, y probablemente el más logrado de todos es el más inusual: un profesor anciano que habla de historias de detectives con el protagonista, y al que su creadora —en un momento muy extraño de metaficción— llega a imaginar en la posición de decidir entre seguir leyendo El sabueso de los Baskerville de Conan Doyle o dejarlo por la historia que quizás escriba para él el protagonista: su propia historia, el libro titulado 36 toneladas. Muchos escritores de las nuevas generaciones cultivan la arrogancia como parte de una pose o «imagen pública», pero ninguno ha llegado en lo que va del siglo a la audacia de este descaro, a su potencia en las páginas de un libro ni, mucho menos, a convertirlo en parte crucial de una novela hecha para lectores y no sólo para colegas o especialistas.
      Iris García llamó la atención de sus colegas y muchos críticos con su primer libro: la colección de cuentos Ojos que no ven, corazón desierto (2009). Como 36 toneladas, esas historias dejan ver una mirada desapasionada de lo brutal, una gran inteligencia literaria y, a la vez, una capacidad notable para sondear las pasiones humanas. Tal vez García está en camino de ser una autora reconocida (reconocible) por esas tres habilidades: tal vez va a ser nuestra propia Patricia Highsmith.

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Un montón de cosas

De hecho, noticias de presentaciones, nuevas publicaciones y más aún. Al pie viene un adelanto de algo que aparecerá en la FIL (Feria Internacional del Libro) de Guadalajara… Y aquí va todo:

Mañana lunes 14, a las 17:00 horas, estaré en la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil. Daré una charla para todo público titulada «Cómo escribí 83 novelas y las publiqué en internet», lo que puede sonar un poco raro a lectores que llegan por primera vez a esta bitácora, pero en todo caso trata de escribir en línea, del cuento brevísimo y de la publicación electrónica, entre otros temas. La cita es en el Pabellón Multimedia de la Feria, que se encuentra en el Centro Nacional de las Artes (Río Churubusco y Calzada de Tlalpan, en la ciudad de México).

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Una alegría: tres nuevas publicaciones han llegado en estas semanas. La primera es muy emocionante porque vino de Berna, Suiza, y es una colección de ensayos académicos: Una mirada retrospectiva sobre Edgar Allan Poe desde el siglo XXI, publicada por la editorial Peter Lang y editada por Eusebio Llácer, María Amparo Olivares y Nicolás Estévez Fuertes. Tuve el gusto de participar en el volumen con un texto sobre cómo influye Poe (y cómo podría influir aún más, para bien) en la enseñanza de la escritura, y en particular de la creación literaria.

 

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Retrospectiva Poe (clic para ampliar)

2. Mi cuento «Se ha perdido una niña» (de mis favoritos, y aparecido originalmente en mi libro Éstos son los días) aparece en una nueva antología: el tercer volumen del anuario Sólo Cuento, publicado por la UNAM. Este número fue seleccionado por Luis Felipe Lomelí y prologado por Rafael Toriz y contiene un índice en el que me honra estar, pues incluye a autores como Ricardo Piglia, Edmundo Paz Soldán, David Toscana, Rogelio Guedea, Pablo Soler Frost, Cristina Rascón, Natalia Moret, Luis Humberto Crosthwaite y muchos más.

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Sólo Cuento 3 (clic para ampliar)

3. Y por fin está circulando el número 146 de la revista Crítica, que contiene otro ensayo mío que ya había prometido aquí: «Generación Z», que es sobre los autores de mi generación, los riesgos de escribir y cómo superar la muerte de la propia época. Para 2012 el ensayo también estará aquí, en Las Historias, pero les recomiendo la revista, que además tiene textos muy interesantes de autores como Juan Villoro, Andreas Kurz, Carmen Boullosa o Julián Herbert, y un ensayo buenísimo sobre las grandes series actuales de la televisión estadounidense (The Wire, Lost, Dr. House, etcétera) de Pablo Sánchez. (Ah, y en el sitio de la revista, por cierto, está una reseña de mi libro La ciudad imaginada, escrita por el excelente Fernando de León.)

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Crítica 146 (clic para ampliar)

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La revista Fahrenheit me entrevistó el mes pasado, y publicó la entrevista en cuatro partes como una serie semanal. Ahora las entrevistas están en YouTube: (más…)

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Lo maravilloso y lo terrible

El año pasado, el libro Érase una vez una mujer que quería matar al bebé de su vecina, de Liudmila Petrushévskaia, obtuvo el Premio Mundial de Fantasía. No se trata de un error: aunque el título suena a encabezado de nota roja, y podría hacer pensar en meras historias de sordidez y violencia, el libro es efectivamente una colección de narraciones fantásticas. En ellas llega a haber sordidez y violencia pero también hay, invariablemente, esa forma de la imaginación literaria que el pensamiento romántico cultivó: la que se propone transformar lo cotidiano en extraordinario, y lo rutinario –lo seguro– en maravilloso o terrible.

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Una crítica de vampiros

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El año pasado, los dos lanzamientos más publicitados de historias de vampiros firmadas por autores mexicanos fueron el de Vlad, la nouvelle de Carlos Fuentes que ya había aparecido algunos años antes en su libro Inquieta compañía, y el de Nocturna, la novela a cuatro manos de Guillermo del Toro y Chuck Hogan. Los dos libros se difundieron ampliamente; toda la discusión sobre ambos se quedó en sus superficies. Nadie se preguntó si alguno de los dos podía siquiera tener éxito en su intento de volver a escribir el Drácula de Stoker, que no sólo no ha sido olvidado sino que es la base de una tradición a la que Fuentes, Hogan y del Toro llegan tardísimo. Apenas hubo auténticas lecturas críticas de Vlad. Absolutamente nadie discutió las semejanzas de Nocturna –menos argumentales que de estilo y textura, por lo menos– con la obra de Justin Cronin, Joe Hill y otros autores de una nueva generación de autores de horror en lengua inglesa: la primera que puede llamarse realmente del siglo XXI.
      No: las notas disponibles se quedaban en la repetición los lugares comunes que se dicen de absolutamente todo («gran obra nueva», «innovadora», «distinta a lo anterior»), el mismo chiste fácil («los políticos mexicanos son vampiros»: hubo periódicos que elogiaron esta bobería como si fuera un gran hallazgo) y la comparación con Crepúsculo. En el fondo, la opinión general es evidente: (más…)

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La grieta en el aire

(Por alguna razón, este texto, publicado hace ya tiempo, se perdió en la base de datos del sitio. Lo vuelvo a publicar. El libro al que se refiere merece leerse.)

El espíritu de esta época parece justo lo contrario del espíritu romántico: (más…)

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