Para este mes, un cuento de la escritora mexicana Verónica Murguía, proveniente de su libro El ángel de Nicolás (2003). Si el escenario y el tema de la historia dan la impresión de ser remotos, hay que leer un poco más despacio: su centro es una idea de lo divino pero también una imagen de la ambición y la locura humanas, que en estos tiempos se ven tan claramente. Agradezco a la autora el permiso para publicar el texto y a Ovidio Ríos la transcripción del mismo.
EL IDIOMA DEL PARAÍSO
Verónica Murguía
Para Cecilia Domínguez
Así que ordenó a las nodrizas que amamantaran a los niños y que los bañaran y limpiaran, pero de ninguna forma charlar con ellos o hablarles, pues quería saber si hablarían hebreo, que es el lenguaje más antiguo, o griego o latín, o árabe, o tal vez el idioma de sus padres. Pero sus esfuerzos fueron vanos, porque todos los niños murieron.
Fra Salimbene, Crónica
Dicen en la plaza y en la iglesia que el emperador Federico ha muerto. Doy gracias a Dios. Que no pudo ser enterrado en Palermo, en el cementerio majestuoso donde yacen todos los reyes de Sicilia, porque su cuerpo se deshizo en una masa corrupta a las pocas horas de haber entregado el espíritu. Doy gracias a Dios, que así nos muestra Su ira contra el emperador. Que el hedor que emanaban su boca y sus miembros hinchados era insoportable, que por eso su hijo, el príncipe Manfredo, no pudo ocultar a sus hermanos la muerte de su padre, pues la fetidez que exhalaba el cadáver salía del palacio e inundaba la calle, provocando asco y horror a los que pasaban por ahí.
El pueblo ha sido convocado a las iglesias para rezar por el descanso del alma del emperador. No iré. En cambio desde mi casa pido a Dios:
–Señor, tú eres justo: impide que Manfredo o sus hermanos ocupen el trono de Federico, que tanto dolor causó a las gentes.
Dicen que los frailes encendieron hogueras de cedro y arrojaron a las llamas puñados de mirra e incienso, pero de Federico se desprendía una pestilencia sobrenatural y los monjes, atemorizados, lo enterraron rápidamente allá en Abulia, excomulgado y sin corona, dentro de un féretro descomunal, construido aprisa para contener el cuerpo tumefacto y pestífero. Me parece justo.
Aún recuerdo el día en que los hombres del emperador llegaron aquí en busca de las nodrizas. Yo tenía diecinueve años, y mi hijo menor seis meses. Todavía lo amamantaba. La leche fluía de mí como un blanco manantial y mi niño, gordo y sonrosado, parecía un ángel.
Nos reunieron a todas en la plaza, y con brusquedad nos ordenaron descubrirnos los senos, para comprobar que tuviéramos leche. Tuve tanto miedo que creí que me secaría. Ojalá hubiera sido así.
Un hombre enjuto y rubio mojaba un paño en el líquido que manaba de nuestro pecho y lo olía. Los soldados guardaban silencio y miraban el suelo. Luego nos prometieron oro si íbamos con ellos, y cadenas si nos negábamos. Un soldado hirió con su espada la mejilla del molinero que se negaba a separarse de su mujer, así que tuvimos que ir, a pesar del llanto de nuestros hijos y la rabia de nuestros maridos. Stupor mundi, el asombro del mundo, llamaban entonces al emperador. Es verdad que en el castillo y su corte abundaba todo lo que causa maravilla: los ropajes bordados, los objetos preciosos, los lebreles y halcones –aquellos que amaba como si fueran sus hijos, que mimaba con canciones y besos en los acerados picos-, las fieras fabulosas que el emperador hizo traer de África. Las mujeres se paseaban seguidas de bufones, de enanos cubiertos de joyas, de sirvientas altivas y, al vernos, sus caras, pintadas apenas, cambiaron de expresión.
Íbamos asustadas, en un corro apretado y silencioso, y nos tomábamos las manos sudorosas para darnos ánimos.
Los soldados nos llevaron a conocer las vastas jaulas que el emperador mandó construir. Adentro se paseaban impacientes leones y una bestia de piel terrosa que tenía el tamaño de un campanario de iglesia. Todas sentimos un gran miedo y mucha curiosidad al verlos, y cuando los leones rugían, era tal nuestro asombro que algunas quisieron huir, a pesar de las risas burlonas de los soldados, que nos llamaron rústicas.
Los esclavos sarracenos, morenos y sinuosos, llevaban en la grupa de sus caballos leopardos mansos, enormes gatos moteados, y detrás de ellos corrían los pajes vestidos de oro.
Allí vivían magos, alquimistas y astrólogos, como el famoso Michael Scot, de quien hasta en mi aldea pobre y alejada de la corte se hablaba en voz baja. Scot era pelirrojo, pecoso, alto, como son los hombres de su isla. Iba vestido con un negro hábito talar.
Las sirvientas nos dieron buena ropa, frazadas de lana, zapatos de cuero suave y nos pidieron los vestidos que traíamos puestos. Accedimos alegremente, comparando los colores vivos y el fino género de las mantas, con los colores desgastados de aquellas que habíamos tejido nosotras mismas.
Los cortesanos eran pájaros de plumajes deslumbrantes; el edificio, una ciudad populosa y amplia; las paredes sólidas y gruesas que lo rodeaban, semejantes a los peñascos que dan sombra a mi pueblo.
A Federico sólo lo vimos una vez, a los pocos días de nuestra llegada al palacio y, a causa de su rango altísimo, iba cubierto de terciopelos púrpuras, rasos, oro y perlas. Comprobé que la efigie hecha a su semejanza y que adornaba las monedas era su fiel retrato. Era bello y sonreía, mostrando unos dientes blancos. No imaginé entonces cuán negro era su corazón. Sabíamos que el emperador odiaba al papa, y que Gregorio lo había excomulgado, pero no teníamos opinión sobre eso, porque los problemas entre los príncipes y la Iglesia escapan a la comprensión de los simples.
Un fraile que había abominado del papa, el sombrío Fray Inocencio, nos comunicó cuál era nuestra misión. En poder del emperador; y no sé si usó el oro o la espada para tenerlos, había doce niños. Todos contaban apenas unos días. El emperador que padecía una curiosidad abominable, quería saber cuál era el idioma que Dios había puesto en la lengua de Adán cuando todavía moraba en el Paraíso. Ése era el idioma que se hablaba en el mundo antes de la erección de la Torre de Babel, antes de la confusión de lenguas con la que Dios castigó esa construcción, cuyos cimientos eran la vanidad y la soberbia. Federico aspiraba a ser llamado como Adán, el Nomothete, el dador de nombres. Estaba convencido de que si aprendía esa lengua, que algunos de sus sabios habían afirmado era una suerte de hebreo celestial, distinto del que hablan los judíos de ahora, podría mandar con poder absoluto sobre los corazones de los hombres y seducir con unas cuantas palabras a las mujeres. Que le serviría de escudo contra la deslealtad, pues el emperador había sido traicionado por su hijo mayor, Enrico, y por Piero della Vigna, a quien había colmado de honores. Federico mismo le había sacado los ojos al barón Teobaldo Francesco; el barón se había levantado en armas contra él y Federico odiaba la traición.
Él creía entonces que si los niños no escuchaban palabra alguna de sus bocas infantiles saldría el idioma original, y él lo aprendería de ellos. Todo esto nos fue explicado por el fraile, quien nos prohibió, so pena de muerte, decir una sola palabra en nuestro dialecto siciliano a los niños o hablar en presencia de ellos. Tampoco podíamos rezar, no fuera a suceder que el latín suplantara a la lengua de Adán.
Nos llevaron a una cámara iluminada por una ventana hecha por pequeños cristales de colores a la manera alemana. A lo largo de las paredes se alineaban doce camas y junto a las camas doce cunas. En ellas, ¡ay!, los doce niños, doce cuerpos diminutos envueltos en pañales de lino finamente bordado. Inocencio nos detuvo en la puerta antes de entrar:
–Recuerden sus órdenes. Ni una sola palabra, ni una sola canción, ni un murmullo. No los acaricien ni les canten nanas. Aliméntenlos, báñenlos y vean que no les falte nada. Pero siles dicen una sola palabra, o hablan entre ustedes, por órdenes de nuestro señor Federico se le hará tormento y luego la muerte. Él –y señaló a un guardia de pie junto a la ventana- vigilará que todo se cumpla según los deseos del emperador. Mis compañeros y yo nos turnaremos, siempre con el cuerno de tinta y el pergamino en las manos, por si los niños comienzan a hablar.
Nos acercamos a verlos. Hasta hoy sospecho que les fue dada una poción para que durmieran, algún filtro hecho por los magos que pululaban por esa corte corrupta, porque toda esa tarde durmieron, y ésa fue la última vez que tuvimos paz.
Los primeros días transcurrieron con cierta tranquilidad. Algunas de nosotras, y lo confieso, entre ellas me encontraba yo, teníamos curiosidad por saber qué lenguaje saldría de los labios de los pequeños. Pero ellos sólo lloraban y dormían. Era muy difícil no hablar, ni cantar, porque cuando se le da el pecho a un crío es natural que el corazón conmovido por la ternura dicte palabras amorosas a la boca, palabras que debíamos acallar. Cuando el niño toma el pezón con los labios, a veces se olvida de mamar y es necesario tocarle la mejilla para que despierte y coma. Y al palpar esa piel suavísima, al aspirar su olor, que es dulce como el pan, se les ama. Al oír sus minúsculos suspiros, sus eructos y todos los ruidos que sus cuerpos hacen, se les ama. Esos días, algunas nos colocamos una mordaza hecha con un lienzo, para irnos acostumbrando a guardar silencio y para que los niños no nos vieran sonreír. Cuando el que me había sido asignado, un niño moreno con la cabecita cubierta de una suave pelusa negra, rompía a llorar, yo le daba el pecho y pensaba:
–Pequeño, niño, ¿quién es tu madre?
También me preguntaba qué sería de él cuando creciera y en qué clase de hombre se convertiría; como todas las madres y nodrizas del mundo, temía que la vida fuera cruel.
Los guardias, tan silenciosos como nosotras, eran relevados cada noche y cada mañana. Los monjes recorrían la habitación semejantes a fantasmas. Los sirvientes nos llevaban la comida a la cámara contigua: capones, pechos de ternera, manjar blanco y vino dulce de Malvasía. Oíamos misa en una capilla que se levantaba en uno de los jardines. Allí, rodeada por decenas de críos níveos, una pintura que representaba a la Virgen con el Niño adornaba el altar. El Niño, grave y sereno, se aferraba a un seno redondo y marfileño. La Virgen miraba amorosamente el rostro de su hijo. Los ángeles que los rodeaban, vestidos con los mismos rasos y paños bordados de oro de los cortesanos, tocaban laúdes y flautas. Creímos que era un buen augurio rezar presididas por una imagen de la Virgen dándole el pecho de Nuestro Señor.
Acudíamos por turnos, pues siempre debía haber una nodriza en la habitación, por si los niños necesitaban comer.
Pronto su llanto fue incesante. Si alguno dormía y otro comenzaba a llorar, de inmediato todos se despertaban y gritaban y plañían como presas de un gran dolor y sólo se calmaban si caminábamos con ellos en brazos durante horas. Vinieron los médicos del palacio los examinaron silenciosamente y vieron que estaban sanos. Inocencio nos comunicó, después de misa, que también estaría prohibido llevarlos en brazos.
Comenzamos a tener miedo. Ya todas usábamos el lienzo para taparnos la cara y a diario se empapaba con nuestras lágrimas. Apenas intercambiábamos algunas palabras en las mañanas, mientras íbamos a misa por las veredas bordeadas de rosas y jazmines. Cada vez que pedíamos confesión los sacerdotes nos respondían que no podían escucharnos, pues los designios del emperador, de los cuales nosotras participábamos, eran un secreto.
Sólo comíamos para que no se nos secara la leche, pues todos los platos nos parecían insípidos y el vino amargo. Los primero días hablábamos de los hijos que habíamos dejado en nuestras aldeas, pero luego callamos. En las caras ojerosas, en las manos trémulas y la mirada espantadiza de mis compañeras, yo veía la huella que dejaban las lágrimas de los niños.
La desesperación se apoderó de todas. No podíamos acariciarlos, ni cantarles para que se durmieran, y ellos parecían pedirnos a gritos una sola palabra. Rechazaban el pecho, aunque no hubieran comido, y sus cuerpos eran sacudidos por el llanto como por una fiebre alta e incurable. Luego se quedaban dormidos y gemían en sueños, suavemente, mientras por nuestras caras corrían las lágrimas. Sólo había llanto en esa habitación.
Cuando sus dedos nos cogían un mechón de pelo o el lóbulo de la oreja y nos veíamos obligadas por la mirada del soldado o del fraile a soltarnos, sentíamos que alejábamos a nuestros hijos.
El único idioma que poseían los niños era el de las lágrimas. Sé que ése es el lenguaje humano primero. He visto, además, que en la muerte a algunos se les olvida el habla y se despiden de la vida entre moco y lágrimas, así que con frecuencia también es el último. El llanto es el idioma que de verdad nos pertenece a todos, porque cualquiera que sea la lengua que hablemos, todos lloramos igual. El llanto era el idioma de la humanidad; el del Paraíso seguía siendo un misterio.
Cualquier ruido sobresaltaba a los niños: un suspiro, el metálico susurro de la espada del soldado cuando le rozaba la pierna, el rechinar de la puerta, los lejanos ecos de la algarabía cortesana. Entonces veíamos el miedo en sus caras. Cuando los desnudábamos para cambiarlos y bañarlos, veíamos que sus cuerpos diminutos, enflaquecidos, se debilitaban día a día. Ya llorábamos a la par que ellos. Enmudecidas por nuestras mordazas, movidas por una piedad impotente que nos agarrotaba la víceras, nos tendíamos en los lechos y nos tapábamos la cara con las mantas para tratar de ahogar nuestros sollozos.
En los pocos momentos de silencio que teníamos, cuando los niños dormían al mismo tiempo, mis compañeras y yo nos tomábamos las manos y de espaldas a las cunas nos dolíamos calladamente. Sin sonidos nos golpeábamos el pecho y nos mesábamos el pelo, balanceándonos en una pantomima desesperada. Una muchacha calabresa enloqueció y se arañaba la frente y el dorso de las manos. La sangre le manchaba los vestidos y la mordaza; una tarde regresó del retrete con una herida en la cabeza y los nudillos amoratados y pelados hasta el hueso; ella misma se había maltratado, presa de la desesperación. A pesar de la mirada severa del fraile y de los gestos admonitorios, loa tomé de la mano y la obligué a tenderse en el suelo. Me acuclillé junto a ella, besé sus labios fríos y lívidos y la mecí hasta que se serenó, como hubiera querido hacer con los niños.
Los guardias fueron indiferentes al principio, pero el llanto de los niños terminó por afectarlos también. Veíamos sus manos trémulas, los ojos desorbitados, las quijadas trabadas en un gesto denodado que parecía más propio del campo de batalla. Cualquiera que no hubiera sido nosotras lo hubiera juzgado ridículo.
Hubo uno que fue víctima de nuestra dolencia. Se acercó a una cuna con la cara deformada por la ira, tomó al niño, que ya estaba morado de tanto lamentarse, y lo sacudió con brusquedad. El llanto del niño se convirtió en un agudo alarido. Creímos que el hombre lo mataría; otra mujer y yo nos precipitamos sobre él. Yo me arrojé al suelo, ceñí las piernas del soldado con los brazos y puse la frente sobre sus muslos. Dentro del círculo que formaban mis brazos él también temblaba, igual que el niño que tenía en sus manos. La otra nodriza le aferraba el codo, suplicante, moviendo los labios, pidiendo clemencia en silencio.
Me fijé en el rostro del hombre. Y tenía morada la barba por las lágrimas y cuajarones de espuma seca le manchaban los labios. Era joven y rubio, como los alemanes que vi en el palacio. El fraile que nos vigilaba, con su pergamino blanco en una mano y su pluma en la otra, había salido despavorido en busca de ayuda. En minutos llegó con otro guardia para que lo ayudara a contener al hombre extraviado poseso, que se tambaleaba como un borracho, con el bebé en las manos, una mujer colgada del brazo y conmigo aferrada a sus piernas.
A mí llegó el acre olor del soldado, el olor a sudor, a miedo. Le besé las rodillas y le pedí en voz baja que tuviera piedad. Cuando el fraile regresó con más guardias, ya me habían entregado al niño y él mismo era presa del dolor. Lloraba de hinojos, con la boca abierta en un grito que era terrible ver, porque era silencioso. Como la calabresa, se hirió las mejillas con las uñas. Nunca más volvió.
Mientras, la curiosidad perversa del emperador seguía haciendo sufrir a su pueblo. Uno de los frailes, amigo de Fra Salimbene el cronista de Federico, supo por éste que el emperador había causado la muerte de un hombre al que llamaban Pez, porque lo habían enviado al fondo del mar a recoger un anillo. Como el Pez regresara con el anillo, el emperador le ordenó que volviera al fondo del mar, a lo que el hombre contestó:
–No me mandes allá de nuevo por ningún precio, porque si me envías ahora que el fondo del mar está inquieto, nunca volverán a verme.
Pero Federico arrojó de nuevo el anillo y el Pez nunca más salió del agua.
Y dijeron también que mandó cortar el pulgar a un notario porque había escrito Fredericus en lugar de escribir Fridericus, y otras, muchas, crueldades. Pero apenas podíamos entender esas noticias, porque el clamor de los niños resonaba adentro de nuestras cabezas y hacía galopar nuestros corazones, y ni en la capilla, frente a la Madre de Dios que miraba a su Hijo en la tabla policromada, podíamos tener paz.
Nuestro silencio terminó por matarlos. El primer niño murió una noche, antes del amanecer. Lloraba ya muy quedo y, aunque la nodriza le ponía el pecho en la boca, no tenía fuerzas para chupar. Al ver que el pequeño estaba muerto, la mujer cayó al suelo con los ojos abiertos y fijos. Tuvieron que mojarle la cara con vinagre y acercar un tizón encendido a su mano para que volviera en sí. Se le secó la leche; la mandaron a su pueblo con una bolsa llena de monedas de oro.
Yo fui de las últimas en regresar, porque el niñito que me había sido asignado era fuerte y valiente, aunque de nada sirvió que su corazón fuera tan fiero como el de los halcones del emperador. Como a los otros, el llanto le quitó la fuerza, y dejó de comer. También se me secó la leche y casi perdí la razón. Los médicos de la corte me cuidaron durante las semanas de delirio que siguieron a su muerte, cuando creía oír a los niños que, entre vagidos y sollozos, me llamaban por mi nombre.
De regreso en mi aldea, pasaron dos años antes de que pudiera reír de nuevo. Nunca quise hablar con nadie de lo que había pasado en la corte. Tuve otro hijo, pero no leche para darle y lo crió mi hermana menor. Las monedas que me dio Fray Inocencio las entregué a mi marido y él las regaló a los pobres.
Creo saber cuál es el idioma que el emperador Federico -¡ojalá esté ardiendo en el Infierno!- quería conocer. Cualquier palabra, en cualquier lengua, dicha amorosamente, desciende de ese idioma. Tal vez el amor con el que Dios le habló a Adán antes de la expulsión del Edén sea el verdadero idioma del Paraíso, y sus ecos resuenan débilmente en las torpes palabras de amor que proferimos con nuestras bocas imperfectas.
El emperador Federico nunca lo habló ni lo escuchó, pues él jamás amó a nadie y fue traicionado por los que decían amarlo.
Aviso impertinente: mañana, miércoles 20, a eso del mediodía, estaré en el Auditorio Nacional, sobre la avenida Reforma de la ciudad de México, en el remate de libros que organiza la Secretaría de Cultura de la ciudad. Me invitaron a servir de «guía» en un paseo interesante: iré con quien desee acompañarme a visitar los puestos y ver qué libros interesantes podemos hallar, con recomendación explicada en cada caso. Yo compraré algunos ejemplares y los regalaré. Están avisados (e invitados).
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Por recomendación hallada al paso del escritor Sergi Bellver, leo «Escritores y mentores» de Rick Moody, un artículo publicado en la revista Hermanocerdo. Me llama la atención el encabezado del texto: «Auge y caída del taller literario», que suena un tanto pomposo pero, desde luego, muy interesante. Contra lo que anticipa el encabezado, el artículo de Moody no se refiere directamente al auge ni a la caída del taller literario como práctica social o como propuesta educativa, aunque sí es una crítica de la forma realmente existente de las clases de creación literaria (y en especial de cuento) en las universidades estadounidenses.
En resumen, la crítica se centra en el trabajo esquematizado de esos talleres universitarios, en los que se privilegia la uniformidad, se buscan (y se encuentran) fórmulas invariables de escritura y no se intenta desarrollar realmente el talento individual.
Moody resume su parecer de modo contundente y (creo) irrebatible:
El taller de escritura creativa que está desnudo de toda circunstancia, que reprime, a priori, la erupción de la personalidad, que sólo trata del negocio (fotocopiar los cuentos, repartirlos, recopilar las reacciones, devolver las reacciones) es como la creatividad por comité. Y ya que es escritura creativa por comité, ésta se apega a la media estadística, o sea, a lo mediocre.
Ahora trato de pensar en la relación del artículo de Moody con mi contexto más cercano. ¿Sirve para considerar el modo en que funcionan, por ejemplo, los talleres literarios en México?
El entorno universitario que Moody describe no es la regla sino la excepción aquí, pues los talleres realmente existentes en México casi nunca son parte del programa académico de una universidad; incluso cuando están organizados por alguna, se tienen en general como actividades extracurriculares, abiertas a todo público y no a los estudiantes de una o varias carreras determinadas. Al contrario de lo que ocurre en países desarrollados, la creación literaria no se ve aquí como una alternativa laboral viable… y no lo es, por supuesto, salvo en muy pocos casos: el desastre educativo en el que se encuentra el país ha logrado que los lectores en el país no sean suficientes para sostener a sus escritores.
Además, un hábito cultural que tenemos desde el siglo pasado es el considerar la creación literaria como una actividad no profesional: o bien se le considera indigna de cualquier remuneración por «improductiva», o bien se le cree sólo un «pasatiempo», útil para pasar el rato o complementar una formación en alguna otra especialidad, o bien se le tiene como un arte que debe ser «puro» y no mancharse de consideraciones económicas. Las clases de creación de de por aquí rara vez se acercan a los aspectos más prosaicos del trabajo literario, incluyendo la venta y publicación de lo escrito…, lo que va contra la tendencia general en el mundo de habla española, cada vez más orientado a la venta por encima de todo, es decir, a la obediencia a las reglas de los grandes mercados editoriales.
(Este detalle, por cierto, tiene una consecuencia positiva de vez en cuando: en algunos talleres de por aquí, al contrario de lo que sucede en los que Moody critica, es más fácil que el talento individual consiga ir más allá de los límites impuestos por modas, «géneros» de moda, etcétera.)
Por otra parte, la mayoría de los talleres mexicanos, a pesar de sus orígenes y estructuras diferentes, tienen los mismos defectos que en Estados Unidos y, sospecho, en el resto del mundo. Desde los talleristas simplemente mediocres a los que creen que el bullying suple a la lectura crítica; desde los que convierten sus sesiones en terapia de grupo hasta los que repiten, en el salón, los hábitos del caciquismo priísta… La norma (como debe ser en todos lados, repito) es el mal taller, e insisto en el tallerista porque el taller, aquí, es obra suya incluso más que en otros lugares, simplemente porque rara vez hay un programa preestablecido o un colegio detrás de sus sesiones.
¿Sería mejor un entorno donde la mayoría de los talleres fuesen escolarizados? Según Moody, no, porque un programa acostumbra partir de principios básicos y generalizaciones que rara vez sirven «para todo», que rara vez son lo suficientemente flexibles:
Lo que estoy sugiriendo es que una estructura de taller que se orienta a lo que es fácil de decir sobre un cuento, por su propia naturaleza, falla en la responsabilidad que tiene al enfrentarse a dos tipos de obras: las muy malas y las muy buenas. Lo que se pierde, entonces, es lo que está en las fronteras de lo convencional y eso, potencialmente, es catastrófico ya que una forma literaria se define, en parte, por lo marginal, por lo que es imposible, por lo grandioso y revolucionario, ya sea en el buen o en mal sentido.
Lo decepcionante, tras párrafos como el anterior, es la solución que propone Moody:
¿Qué pasaría si entendiéramos el taller no como algo limpio y organizadísimo, sino algo enorme, impredecible y sin saber qué pasará? ¿Qué pasaría si las larguísimas discusiones sobre metafísica alemana pudieran convivir con discusiones sobre el estilo de Flannery O’Connor? ¿Qué pasaría si la peor historia del semestre fuera sujeto de un ejercicio de análisis de sus frases? ¿Qué pasaría si alguien no llevara una historia en tres semanas y se la pasara hablando del peor muchacho que conoció en la infancia o del peor trabajo que tuvo? ¿Qué pasaría si todo lo que hicieras en clase fueran tareas? ¿Qué si escribieras una sola frase durante todo el semestre? ¿Qué si todo el mundo tuviera la oportunidad de ser el instructor y el alumno?
Entonces, creo, llegaríamos a algún sitio.
Todo esto «se oye» muy bien, igual que en muchas otras críticas del taller literario que he leído y que en este punto se asemejan. Pero, aunque sea rarísimo, aunque casi nadie tenga la oportunidad de encontrarlo a la primera, todo lo que Moody describe ocurre en un buen taller: discusiones sobre temas variados e impredecibles, según lo necesiten los autores y los textos; análisis de todo lo presentado; ejercicios, productividad diversa…, incluso la posibilidad de aprendizaje y enriquecimiento general. Todo eso pasa, o por lo menos puede pasar. Si no ocurre en el taller que usted conoce –si el tallerista se enorgullece de «masacrar» los textos o de mimar contra toda razón a sus tallerandos, por ejemplo–, ese taller no vale la pena y debe ser abandonado de inmediato.
Desde luego, el trabajo en taller no es para todos: sí lo es, por otra parte, la formación del criterio propio que un buen taller consigue proponer al menos en algunas ocasiones. No hay más remedio que decirlo: los prejuicios de contra la idea del taller están fundados en malas experiencias –siempre las más abundantes– pero también en una imagen idealizada del trabajo literario que da muy poca importancia al trabajo, y que en esta época, por lo tanto, es sumamente popular.
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Aviso pertinente: soy parte interesada en esta discusión porque he dado talleres durante años. Pero lo que creo en relación con ese trabajo puede resumirse en una frase que aparece en esta entrevista con David Huerta, poeta mexicano y gran maestro: si no otra cosa, el trabajo de enseñanza puede ser una apuesta. «Dar clases lo mejor que pueda y tratando de no ser un cretino», como pide él, puede parecer poca cosa, pero casi no sucede y tiene consecuencias enormes.
Estas 83 novelas son un proyecto aparte de los otros que, si todo sale bien, aparecerán en meses por venir o a más tardar en 2012. Y no son novelas, en efecto, en el sentido convencional del término. Ninguna mide más que unos pocos renglones…, pero esto significa que se atienen al significado original de la palabra, que proviene del italiano de hace muchos siglos: novella era una nota pequeña, una noticita, un aviso breve. Esas mini-historias crecieron con el tiempo y por eso se ven ahora tan sólidas y gruesas, pero su origen es ese, diminuto y flaco.
(También, claro, se les podría llamar minificciones. Si lo desean, pueden hacerlo. Más abajo está el prólogo del libro, donde vienen mis razones.)
Otro detalle de este proyecto: lo encontrarán fácilmente, pero no en librerías. El tiraje impreso, muy artesanal y pequeño (150 ejemplares, hermosamente editados por Raúl Berea y Erika Mergruen, los amigos detrás del proyecto de libros libres La Guillotina), no se venderá e irá circulando como pueda. Por otro lado, el libro se puede descargar aquí mismo, totalmente gratis.
Las opciones:
Es un poco un experimento, ahora que los libros electrónicos están disputando cada vez más terreno a los impresos. Con cierta frecuencia, algunas personas me preguntan por tal o cual texto mío que no se puede hallar por ninguna parte. No todo lo que he publicado ha tenido los mismos problemas, pero tal vez la solución para esos libros a medio perderse podría la distribución digital. Además, existe la posibilidad de que algunos libros futuros de los que mencioné al comienzo, y que aparecerán con editoriales que imprimen en papel, sean llevados también por la ruta electrónica.
Si se animan a descargar y conocer 83 novelas, por favor consideren también hacérmelo saber aquí mismo, o bien en Facebook o Twitter. Veamos qué sucede.
Y si se animan a leer el libro, ojalá les gusten las historias.
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Algo que no dice el prólogo, porque no hace falta: todos los textos del libro fueron escritos y publicadas inicialmente en Twitter. Entonces aparecieron entre muchas otras notas, por igual intentos de cuento que enlaces o conversaciones, y fueron leídas por quien seguía mi cuenta y estaba en línea cuando las fui publicando, lo que sucedió a lo largo de varios meses del año pasado. Esta experiencia de publicación y lectura inicial sirvió para lo que hice después: reunir los textos que querían ser historias, revisarlos, desechar casi todos, ordenar los que quedaron para crear el libro. La experiencia inicial es irrepetible, y no se queda en los textos en sí: éstos pasan del espacio en movimiento y fugaz de Twitter a asentarse en otros, y buscan ser leídos como historias a secas, y no como historias hechas de tal modo o concebidas en tal lugar.
En estos días que se discute la escritura en Twitter, algunas personas desprecian todo lo que se escribe allá comparándolo con lo que pueden hallar en un libro impreso. La comparación me parece injusta porque ninguna cuenta de Twitter es una obra «terminada» en el sentido tradicional: por el contrario, es un espacio virtual que puede servir como laboratorio de escritura literaria (y esto, en todo caso, no es siquiera una obligación impuesta por el medio sino una elección). Twitter sirve para intentar y equivocarse, para lanzar versiones diversas de una idea o argumento a posibles lectores, para interactuar con ellos y modificar o añadir o descartar. Y si bien un texto siempre tiene una relación con su contexto, y con su medio, creo que esa relación puede modificarse: que la escritura –que ciertas escrituras– pueden pasar de un medio a otro y continuar leyéndose. 83 novelas, como otros libros que sin duda habrá o incluso hay ya por allí, intenta ser una prueba de eso.
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Ahora sí, el prólogo:
Inicial
El título no miente. Lo que sigue son 83 novelas. No se deje engañar por las ideas recibidas. Considere:
Los mundos narrados son pequeñísimos en la página pero se amplifican en la imaginación.
De la misma manera, los personajes tienen toda su vida alrededor (arriba, abajo) de lo que se dice de ellos.
No hay que dejarse engañar por las semejanzas entre algunos comienzos o algunos finales, que por lo demás son evidentes en los textos agrupados en las series “Libros” y “Aventuras”. Este tipo de novela pequeñísima tiende a escribirse en series de versiones y variaciones y a refinarse no tachando y agregando, sino desechando el texto entero y volviendo a comenzar.
Por esta razón el grueso de las novelas, apodado aquí “Muchedumbre”, tiene historias con títulos numerados de forma aparentemente caótica: son una selección de series en progreso.
Las series en progreso son ensayos de diferentes versiones de un mundo, o de muchos mundos diferentes pero cercanos: lo que cuenta es la mutación.
Más de cuatro novelistas convencionales se beneficiarían de tirar a la basura, todas juntas, nueve de sus once novelas de 748 páginas; es sólo que no se atreven.
¿No dice usted que las novelas revelan el carácter de quien las escribe? ¿Que se refieren a su tiempo? ¿Que se dejan leer fácilmente?
Cosas más feas y farragosas, de menos corazón y peor cabeza, se venden como novelas y usted va y las compra.
En el peor de los casos, siempre puede agregar agua y agitar violentamente hasta que salte el tapón y los otros mundos se derramen sobre éste, todos espuma y olor de letras y sonidos visibles.
Este mes, un cuento raro de Edward John Moreton Drax Plunkett, XVIII Barón de Dunsany (1878-1957), un escritor anglo-irlandés que actualmente es recordado, sobre todo, como precursor de la obra de H. P. Lovecraft o J. R. R. Tolkien, pero tiene no sólo una obra sumamente copiosa y reconocible sino una imaginación de «rango» inusitado: al contrario de otros autores que se especializan en cierto tipo de ambientes y argumentos, Lord Dunsany –como se le llama comúnmente– escribió por igual vastas mitologías que historias muy cercanas a lo cotidiano y a la experiencia individual.
«The Sign» se publicó en 1940 en el libro Jorkens has a Large Whisky, un tomo raro que reúne 26 historias «contadas» por el mismo personaje: Joseph Jorkens, descrito por su creador como «un viejo borracho que, siempre que puede conseguirse una bebida, se pone a contar historias de sus viajes». Un hablista, pues, y uno con mucho que contar: Dunsany escribió cerca de 150 cuentos alrededor de Jorkens.
No tengo los datos del traductor de la presente versión.
EL SIGNO
Lord Dunsany
Un día, al entrar en el Club de Billar a la hora del almuerzo, me di cuenta en seguida de que la conversación era un poco más profunda que de ordinario. De hecho se discutía acerca de la transmigración de las almas. Los socios eran hombres acostumbrados a hablar de temas muy variados, desde el precio de más de una mercancía en la bolsa de valores al mejor lugar para comprar ostras; sin embargo, las complejidades de la vida futura de un brahmán quedaban un poco fuera de su alcance.
Una mirada a Jorkens me indicó de lo que se trataba; si se habían metido en honduras era sobre todo para librarse de Jorkens, como alguien que, tomando el fresco en un paseo marítimo, se adentrara en el mar para evitar ponerse al corriente de una historia demasiado larga de contar. El motivo para desear librarse de Jorkens era, naturalmente, que algunos de ellos tenía historias propias que contar.
—La transmigración —dijo Jorkens— es algo de lo que se oye hablar bastante, pero raras veces se ve.
Terbut abrió la boca pero no dijo nada.
—Dio la casualidad de que se me presentó en una ocasión —prosiguió Jorkens.
—¿Se le presentó? —dijo Terbut.
—Se lo contaré —dijo Jorkens—. Cuando era joven conocí a un hombre llamado Horcher, que me impresionó muchísimo. Por ejemplo, una de las cosas que más me solían impresionar de él era la forma en que, si alguien hablaba de política y se preguntaba por lo que iría a suceder, tranquilamente decía lo que el Gobierno pensaba hacer, aunque no hubiera aparecido ni una sola palabra al respecto en ningún periódico: era siempre impresionante; y todavía más: si alguien intentaba adivinar lo que iba a suceder en Europa, llegaba él con su información con la misma tranquilidad.
—Y, ¿solía tener razón? —preguntó Terbut.
—Bueno —replicó Jorkens—, yo no diría eso. Pero nadie se arriesgaría de ninguna manera a vaticinarlo. En cualquier caso, entonces me impresionó bastante, y a los ancianos más que a mí. Y había otra cosa que hacía muy bien: me daba consejos sobre cualquier tema que se pudiera imaginar. No digo que el consejo fuera bueno, mas al menos indicaba el vasto alcance de sus intereses y su alegría por compartirlos con otros, pues con sólo oír que alguien deseaba hacer algo, se ofrecía inmediatamente a aconsejarle. Una y otra vez perdí sumas considerables de dinero a causa de sus consejos; y sin embargo había en ellos una espontaneidad, y una cierta profundidad aparente, que no podía dejar de impresionarle a uno.
«Bien, uno de aquellos lejanos días en que todavía era muy joven y todo el mundo me parecía igualmente nuevo, y la fe de los brahmanes no me era más desconocida que la teoría acerca del origen del hombre, empecé a hablar con Horcher del tema de la transmigración. Él se sonrió ante mi ignorancia, como siempre hacía, aunque amistosamente, y luego me contó todo lo que sabía sobre el tema. Los brahmanes, dijo, estaban equivocados en muchos detalles importantes al no haber estudiado científicamente la cuestión y no estar intelectualmente cualificados para entender sus aspectos más difíciles. No les contaré la teoría de la transmigración tal y como él me la explicó a mí, porque pueden ustedes leerla por sí mismos en los libros de texto. Lo que me contó no era nuevo para mí, mas sí lo fue la íntima certeza con que me la contó, y la impresión más bien excitante que dejó en mi mente de que todo lo había descubierto por sí mismo. Mas les diré un par de cosas sobre eso: una de ellas es que, a causa del interés que siempre se había tomado por las circunstancias que afectan al bienestar de las clases más bajas, estaba convencido de que sería recompensado con un considerable ascenso en su próxima existencia, «si (como él calculaba) hay justicia en la otra vida».
«—Pues —decía— si no fuera recompensado en una existencia posterior, el interés por semejantes cuestiones durante esta existencia, nada tendría sentido.
«Recuerdo que paseábamos por un parque mientras me contaba todo eso, y el camino estaba lleno de caracoles, que probablemente iban hacia unos álamos no muy distantes, ya que cada uno de aquellos árboles tenía varios de esos animales subiendo por su tronco, como si todos realizaran ese viaje en aquella época del año, que era a comienzos de octubre. Le recuerdo pisando los caracoles al andar, no por crueldad, pues no era cruel, sino porque pensaba que eso no podía importar a formas de vida tan absurdamente inferiores. Y la otra cosa que me dijo fue que había inventado un signo, o más bien que había inventado una forma de grabárselo en la memoria. El signo no era sino la letra griega «f», pero él era un hombre enormemente diligente y se había adiestrado o hipnotizado a sí mismo con tal vehemencia a fin de recordar ese signo, que estaba convencido de poder hacerlo automáticamente, incluso en otra existencia. En esta vida lo hacía a menudo de forma totalmente inconsciente, trazándolo en las paredes con su dedo, o incluso en el aire: se había adiestrado para hacer eso. Y me dijo que, si alguna vez me veía en la siguiente vida y se acordaba de mí (y sonrió agradablemente como si pensara que semejante recuerdo era posible), me haría ese signo, cualesquiera que fueran nuestras respectivas posiciones sociales.
—¿Y qué creía que iba a ser en la otra vida? —le pregunté a Jorkens.
—Nunca me lo dijo —contestó Jorkens—. Mas yo sabía que él estaba seguro de que iba a ser alguien enormemente importante; lo sabía por la condescendencia que mostró en su amable comportamiento cuando dijo que me haría el signo; además, estaba la lenta elegancia con que elevó la mano cuando trazó el signo en el aire, que más bien sugería a alguien sentado en un trono. No creo que le hubiera gustado lo más mínimo que yo le diera la lata en su segunda vida triunfal, a no ser por su orgullo de haber estampado ese signo en su alma a fuerza de aplicación, de manera que luego no pudiera evitar el hacerlo; y estaba convencido de que el hábito perduraría dondequiera que su alma fuera, y naturalmente deseaba que la posteridad supiera que lo había conseguido. Mientras caminamos hizo el signo inconscientemente más o menos cada media hora; desde luego se había adiestrado a hacerlo a conciencia.
—¿Y tenía alguna justificación para pensar que se sentaría en un trono si gozaba de una segunda vida? —pregunté yo.
—Bueno —dijo Jorkens—, era un hombre muy ocupado, no me corresponde a mí decir hasta qué punto su interés por las vidas de otros hombres era filantropía o intromisión. Le tomé por lo que él mismo se estimaba, de manera que ahora que está muerto no quiero valorarle de otra forma. En su opinión todos los hombres eran tontos, de manera que alguien debía cuidar de ellos, y él, a costa de bastantes esfuerzos personales, estaba preparado para hacerlo; cualquier sistema que no recompensara a un hombre tan filantrópico como él debía de ser un sistema absurdo. En realidad no creo que pensara que la Creación fuera absurda, pues creía que él iba a ser recompensado; lo más que le oí decir contra ella fue que él podía poner en orden muchas cosas mejor de lo que están si tuviera el mando del mundo, y me puso algunos ejemplos.
«Bien, lo cierto es que me inculcó aquel signo, que, según dijo, probaría que la transmigración es sumamente valiosa para la ciencia; aunque yo pienso que los que más debía interesarle era que yo me diera cuenta de hasta qué cumbres se había elevado con todo merecimiento. Y en realidad logró que le creyera. Pensé mucho en ello, y a menudo me figuro a mí mismo, en mis postreros años, asistiendo a una recepción real o a cualquier otra gran ceremonia en la corte de algún país extranjero, captando de repente del soberano, yo solo en toda la reunión, aquel signo de reconocimiento que nada significaría para el resto.
«Mi amigo falleció a edad avanzada cuando yo no había cumplido todavía los treinta, y decidí hacer lo que me había aconsejado: observar en mi vejez las carreras de los hombres nacidos después de su muerte que ocuparan los puestos más altos en Europa (pues Asia no le parecía gran cosa) y mostraran ciertas habilidades que en la otra vida podían esperarse de él, con todas las ventajas de su experiencia en ésta. Pues me dije: «Si lleva razón en lo de la transmigración, también la llevará en cuanto a sus posibilidades de ascenso». Y ¿saben ustedes?, llevaba razón en lo de la transmigración. Un año después de su muerte estaba yo paseando en aquel mismo parque, pensando en la letra griega F, como él me había dicho siempre que hiciera: el círculo bien marcado con la barra vertical en el medio. A menudo trazaba el signo con los dedos, como él solía hacer, para recordarlo. Aquel día lo tracé en la vieja tapia del parque. Observé un caracol ascendiendo lentamente por la tapia, y recordé su desprecio por esos animales; y, de algún modo, fue agradable pensar que él no había menospreciado a las cosas pequeñas más de lo que los demás hombres parecen hacerlo. Para él no valía la pena reparar en el rastro que el caracol dejaba en la tapia, cuyo brillo el sol incrementaba, mas consideraba igual de ridículas muchas de las obras humanas. Miré no obstante el brillante rastro del caracol en su avance, hasta que me di cuenta de que él había afirmado que sólo un tonto o un poeta perdería el tiempo con semejantes fruslerías; entonces me volví. Al hacerlo vi por el rabillo del ojo que el caracol estaba siguiendo una curva distinta. Volví a mirar y estimé un poco lo que había visto, pues la casualidad podía ser la causante; mas lo cierto es que el caracol había recorrido un cuarto de círculo muy diferente en su trayectoria de ascensión a la tapia. Era un fragmento de círculo tan claro que seguí observándolo hasta que se convirtió en un semicírculo, como antes había sido un cuarto de círculo. Mi entusiasmo creció cuando el animal empezó a descender; pues hasta entonces el caracol obviamente había estado escalando la tapia. ¿Por qué querría descender ahora? El diámetro del círculo era de unas cuatro pulgadas. El caracol avanzaba sin parar. Con mi mente absorta en el signo, yo no podía ignorar que si el caracol continuaba avanzando y completaba el círculo, equivaldría a haber trazado la mitad de aquél. Y además era del mismo tamaño que el signo que Horcher solía trazar de manera regia con su dedo índice. El caracol seguía avanzando. Cuando sólo quedaba media pulgada para completar el círculo, puede parecer tonto, pero yo mismo hice el signo en el aire con mi dedo. Sabía que el caracol no podía verlo: si realmente era Horcher, sabía que estaría haciendo el signo únicamente por el hábito adquirido, autohipnotizado en su propio ego, y que eso nada tenía que ver con el intelecto. Entonces deseché de mi mente aquella absurda idea. Sin embargo el caracol seguía avanzando. Y finalmente completó el círculo.
«Bien —pensé yo—, el caracol se ha movido en círculo; muchos animales lo hacen: los perros lo hacen frecuentemente, los pájaros supongo que también, ¿por qué no los caracoles? Y debí de quedarme quieto.
«Sepan que el caracol, tan pronto como finalizó su recorrido, siguió subiendo por la tapia en línea recta, dividiendo el círculo de su trayectoria en dos mitades con una precisión como nunca he visto. Me quedé allí de pie, mirando fijamente, con la boca y los ojos completamente abiertos. Primero fue la trayectoria completamente vertical mediante la cual el caracol escaló la tapia, luego el círculo, y ahora la continuación de la línea vertical dividiendo aquél en dos. En eso, el animal llegó a lo alto del círculo. ¿Qué iría a pasar entonces? El caracol continuó en línea recta hacia arriba. Llegó a un punto un par de pulgadas por encima de la parte superior del círculo y allí se detuvo, después de haber trazado una perfecta F, probando que el sueño de los brahmanes era una realidad.
—Pobre Horcher —dije yo.
—¿Hizo usted algo con el caracol? —preguntó Terbut.
—Por un momento pensé en matarlo —dijo Jorkens— para brindarle a Horcher una mejor oportunidad en su tercera vida. Y entonces me di cuenta de que había algo en su concepción de la vida que requeriría centenares de ellas para ser purificado. No podía ir por ahí matando caracoles sin parar, ¿me entienden?
Este mes el cuento habitual llega con cinco días de adelanto porque la fecha es propicia: esta narración de Rosario Castellanos (1925-1974), escritora canónica pero que merecería más y mejores lecturas, describe muy bien una ceguera típicamente mexicana que sigue entre nosotros.
El cuento proviene del libro Álbum de familia (1971) y es, además, una lección de caracterización: sutilmente, la voz narrativa no sale jamás de la cabeza de su protagonista y a la vez nos revela todo lo que ella no quiere ver de su existencia y la de los personajes que la rodean. Tal vez el texto que revelaría nuestra imagen actual –la gran novela del presente que algunos piden– debería escribirse con la misma técnica.
CABECITA BLANCA
Rosario Castellanos
La señora Justina miraba, como hipnotizada, el retrato de ese postre, con merengue y fresas, que ilustraba (a todo color) la receta que daba la revista. Le receta no era para los momentos de apuro, cuando el marido llega a la casa a las diez de la noche con invitados a cenar: compañeros de trabajo, el Jefe que estaba de buen humor y, casualmente, sin ningún compromiso; algún amigo de la adolescencia con el que se topó en la calle y había que portarse a la altura de las circunstancias. No, la receta era para las grandes ocasiones: la invitación formal al Jefe al que se pensaba pedir un aumento de sueldo o de categoría; la puntilla al prestigio culinario y legendario de la suegra; la batalla de la reconquista de un esposo que empieza a descarriarse y quiere probar su fuerza de seducción en la jovencita que podía ser la compañera de estudios de su hija.
–Hola, mamá. Ya llegué.
La señora Justina apartó la mirada de aquel espejismo que ayudaba a fabricar su hambre de diabética sujeta a régimen y examinó con detenimiento, y la consabida decepción, a su hija Lupe. No, no se parecía, ni remotamente, a las hijas que salen en el cine que si llegaban a estas horas era porque se habían ido de paseo con un novio que trató de seducirlas y no logró más que despeinarlas o con un pretendiente tan respetuoso y de tan buenas intenciones que producía el efecto protector de una última rociada de spray sobre el crepé, laboriosamente organizado en el salón de belleza. No, Lupe no venía… descompuesta. Venía fatigada, aburrida, harta, como si hubiera estado en una ceremonia eclesiástica o merendando con, unas amigas tan solitarias, tan sin nada qué hacer ni de qué hablar como ella. Sin embargo, la señora Justina se sintió en la obligación de clamar:
–No le guardas el menor respeto a la casa… entras y sales a la hora que te da la gana, como si fueras hombre… como si fuera un hotel… no das cuenta a nadie de tus actos… si tu pobre padre viviera…
Por fortuna su pobre padre estaba muerto y enterrado en una tumba a perpetuidad en el Panteón Francés. Muchos criticaron a la señora Justina por derrochadora pero ella pensó que no era el momento de reparar en gastos cuando se trataba de una ocasión única y, además, solemne. Y ahora, bien enterrado, no dejaba de ser un detalle de buen gusto invocarlo de cuando en cuando, sobre todo porque eso permitía a la señora Justina comparar su tranquilidad actual con sus sobresaltos anteriores. Acomodada exactamente en medio de la cama doble, sin preocuparse de si su compañero llegaría tarde (prendiendo luces a diestra y siniestra y haciendo un .escándalo como si fueran horas hábiles) o de si no llegaría porque había tenido un accidente, o había caído en las garras de una mala mujer que mermaría su fortaleza física, sus ingresos económicos y su atención –ya de por sí escasa– a la legítima.
Cierto que la señora Justina siempre había tenido la virtud de .preferir un esposo dedicado a las labores propias de su sexo en la calle que uno de esos maridos caseros que revisan las cuentas de! mercado, que destapan las ollas de la cocina para probar el sazón de los guisos, que se dan maña para descubrir los pequeños depósitos de polvo en los rincones y que deciden experimentar las novísimas doctrinas pedagógicas en los niños.
–Un marido en la casa es como un colchón en el suelo. No lo puedes pisar porque no es propio; ni saltar porque es ancho. No te queda más que ponerlo en su sitio. Y e! sitio de un hombre es su trabajo, la cantina o la casa chica.
Así opinaba su hermana Eugenia, amargada como todas las solteronas y, además, sin ninguna idea de lo que era el matrimonio. El lugar adecuado para un marido era en e! que ahora reposaba su difunto Juan Carlos.
Por su parte, la señora Justina se había portado como una dama: luto riguroso dos años, lenta y progresiva recuperación, telas a cuadros blancos y negros y ahora el ejemplo vivo de la conformidad con los designios de la Divina Providencia: colores serios.
–Mamá, ayúdame a bajar el cierre, por favor.
La señora Justina hizo lo que le pedía Lupe y no desaprovechó la ocasión de ponderar una importancia que sus hijos tendían a disminuir.
–El día en que yo te falte…
–Siempre habrá algún acomedido ¿no crees? Que me baje el cierre aunque no sea más que por interés de los regalos que yo le dé.
He aquí el resultado de seguir los consejos de los especialistas en relaciones humanas: «sea usted amiga, más que madre; aliada, no juez». Muy bien. ¿Y ahora qué hacía la señora Justina con la respuesta que ni siquiera había provocado? ¿Poner el grito en el cielo? ¿Asegurarle a Lupe que le dejaría en su testamento lo suficiente como para que pudiera pagarse un servicio satisfactorio de baja-cierres? Por Dios, en sus tiempos una muchacha no se daba por entendida de ciertos temas por respeto a la presencia de su madre. Pero ahora, en los tiempos de Lupe, era la madre la que no debía darse por entendida de ciertos temas que tocaba su hija.
¡Las vueltas que da el mundo! Cuando la señora Justina era una muchacha se suponía que era tan inocente que no podía ser dejada sola con un hombre sin que él se sintiera tentado de mostrarle las realidades de la vida subiéndole las faldas o algo. La señora Justina había usado, durante toda la época de su soltería y, sobre todo, de su noviazgo, una especie de refuerzo de manta gruesa que le permitía resistir cualquier ataque a su pureza hasta que llegara el auxilio externo. Y que, además, permitía a su familia saber con seguridad que si el ataque había tenido éxito fue porque contó con el consentimiento de la víctima.
La señora Justina resistía siempre con arañazos y mordiscos las asechanzas del demonio. Pero una vez sintió que estaba a punto del desfallecimiento. Se acomodó en el sofá, cerró los ojos… y cuando volvió a abrirlos estaba sola. Su tentador había huido, avergonzado de su conducta que estuvo a punto de llevara una joven honrada al borde del precipicio. Jamás procuró volver a encontrarla pero cuando el azar los reunía él la miraba con extremo desprecio y si permanecían lo suficientemente próximos como para poder hablarle al oído sin ser escuchado más que por ella, le decía:
–¡Piruja!
La señora Justina pensó en el convento como único resguardo contra las flaquezas de la carne pero ,el convento exigía una dote que el mediano pasar de su padre –bendecido por el cielo con cinco hijas solteras– convertía en un requisito imposible de cumplir. Se conformó, pues, con afiliarse a cofradías piadosas y fue en una reunión mixta de la ACJM donde conoció al que iba a desposarla.
Se amaron, desde el primer momento, en Cristo y se regalaban, semanalmente, ramilletes espirituales. «Hoy renuncié a la ración de cocada que me correspondía como postre y cuando mi madre insistió en que me alimentara, fingí un malestar estomacal. Me llevaron a mi cuarto y me dieron té de manzanilla, muy amargo. Ay, más amarga era la hiel en que empaparon la esponja que se acercó a los labios de Nuestro Señor cuando, crucificado, se quejaba de tener sed.”
La señora Justina se sentía humilladísima por los alcances de Juan Carlos. Lo de la cocada a cualquiera se le ocurría, pero lo de la esponja… Se puso a repasar el catecismo pero nunca atinó a establecer ningún nexo entre los misterios de la fe o los pasos de la historia divina y los acontecimientos cotidianos. Lo que le sirvió, a fin de cuentas (por aquel precepto evangélico de que los que se humillen serán ensalzados) para comprobar que los caminos de la Providencia son inescrutables. Gracias a su falta de imaginación, a su imposibilidad de competir con Juan Carlos, Juan Carlos cayó redondo a sus pies. Dijera lo que dijera provocaba siempre un ¡ah! de admiración tanto en la señora Justina cuanto en el eco dócil de sus cuatro hermanas solteras. Fue con ese ¡ah! con el que Juan Carlos decidió casarse y su decisión no pudo ser más acertada porque el eco se mantuvo incólume y audible durante todos los años de su matrimonio y nunca fue interrumpido por una pregunta, por un comentario, por una crítica, por una opinión disidente.
Ahora, ya desde el puerto seguro de la viudez –inamovible, puesto que era fiel a sus recuerdos y puesto que había heredado una pensión suficiente para sus necesidades– la señora Justina pensaba que quizá le hubiera gustado aumentar su repertorio con algunas otras exclamaciones. La de la sorpresa horrorizada, por ejemplo, cuando vio por primera vez, desnudo frente a ella y frenético, quién sabe por qué, a un hombre al que no había visto más que con la corbata y el saco puestos y hablando unciosamente del patronazgo de San Luis Gonzaga al que había encomendado velar por la integridad de su juventud. Pero le selló los labios el sacramento que, junto con Juan Carlos, había recibido unas horas antes en la Iglesia y la advertencia oportuna de su madre quien, sin entrar en detalles, por supuesto, la puso al tanto de que en el matrimonio no era oro todo lo que relucía. Que estaba lleno de asechanzas y peligros que ponían a prueba el temple de carácter de la esposa. Y que la virtud suprema que, había que practicar si se quería merecer la palma del martirio (ya que a la de la virginidad se había renunciado automáticamente al tomar el estado de casada) era la virtud de la prudencia. Y la señora Justina entendió por prudencia el silencio, el asentimiento, la sumisión.
Cuando Juan Carlos se volvió loco la noche misma de la boda y le exigió realizar unos actos de contorsionismo que ella no había visto ni en el Circo Atayde, la señora Justina se esforzó en complacerlo y fue lográndolo más y más a medida que adquiría práctica. Pero tuvo que calmar sus escrúpulos de conciencia (¿no estaría contribuyendo al empeoramiento de una enfermedad que quizá era curable cediendo a los caprichos nocturnos de Juan Carlos en vez de llevarlo a consultar con un médico?) en el confesionario. Allí el señor cura la tranquilizó asegurándole que esos ataques no sólo eran naturales sino transitorios y que con el tiempo irían perdiendo su intensidad, espaciándose hasta desaparecer por completo.
La boca del Ministro del Señor fue la de un ángel. A partir del nacimiento de su primer hijo Juan Carlos comenzó a dar síntomas de alivio. Y gracias a Dios, porque con la salud casi recuperada por completo podía dedicar más tiempo al trabajo en el que ya no se daba abasto y tuvieron que conseguirle una secretaria.
Muchas veces Juan Carlos no tenía tiempo de llegar a comer o a cenar a su casa o se quedaba en juntas de consejo hasta la madrugada. O sus jefes le hacían el encargo de vigilar las sucursales de la Compañía en el interior de la República y se iba, por una semana, por un mes, no sin recomendar a la familia que se cuidara y que se portara bien. Porque ya para entonces la familia había crecido: después del varoncito nacieron dos niñas.
El varoncito fue el mayor y si por la señora Justina hubiera sido no habría encargado ninguna otra criatura porque los embarazos eran una verdadera cruz, no sólo para ella, que los padecía en carne propia, sino para todos los que la rodeaban. A deshoras del día o de la noche le venía un antojo de nieve de guanábana y no quedaba más remedio que salir a buscada donde se pudiera conseguir. Porque ninguno quería que el niño fuera a nacer con alguna mancha en la cara o algún defecto en el cuerpo, como consecuencia de la falta de atención a los deseos de la madre.
En fin, la señora Justina no tenía de qué quejarse. Allí estaban sus tres hijos buenos y sanos y Luisito (por San Luis Gonzaga, del que Juan Carlos seguía siendo devoto) era tan lindo que lo alquilaban como niño Dios en la época de los nacimientos.
Se veía hecho un cromo con su ropón de encaje y con sus caireles rubios que no le cortaron hasta los doce años. Era muy seriecito y muy formal. No andaba, como todos lo otros muchachos de su edad, buscando los charcos para chapotear en ellos ni trepándose a los árboles ni revolcándose en la tierra. No él no. La ropa la dejaba de venir, y era una lástima sin un remiendo, sin una mancha, sin que pareciera haber sido usada. Le dejaba de venir porque había crecido. Y era un modelo de conducta. Comulgaba cada primer viernes, cantaba en el coro de la Iglesia con su voz de soprano, tan limpia y tan bien educada que, por fortuna, conservó siempre. Leía, sin que nadie se lo mandara, libros de edificación.
La señora Justina no hubiera pedido más pero Dios le hizo el favor de que, aparte de todo, Luisito fuera muy cariñoso con ella. En vez de andar de parranda (como lo hacían sus compañeros de colegio, y de colegio de sacerdotes ¡qué horror!) se quedaba en la casa platicando con ella, deteniéndole la madeja de estambre mientras la señora Justina la enrollaba, preguntándole cuál era su secreto para que la sopa de arroz le saliera siempre tan rica. Y a la hora de dormirse Luisito le pedía, todas las noches, que fuera a arroparlo como cuan-do era niño y que le diera la bendición. Y aprovechaba el momento en que la mano de la señora Justina quedaba cerca de su boca para robarle un beso. ¡Robárselo! Cuando ella hubiera querido darle mil y mil y mil y comérselo de puro cariño. Se contenía por no encelar a sus otras hijas y ¡quién iba a creerlo! por no tener un disgusto con Juan Carlos.
Que, con la edad, se había vuelto muy majadero. Le gritaba a Luisito por cualquier motivo y una vez, en la mesa, le dijo… ¿que fue lo que le dijo? La señora Justina ya no se acordaba pero ha de haber sido algo muy feo porque ella, tan comedida siempre, perdió la paciencia y jaló el mantel y se vino al suelo toda la vajilla y el caldo salpicó las piernas de Carmela, que gritó porque se había quemado y Lupe aprovechó la oportunidad para que le diera el soponcio y Juan Carlos se levantó, se puso su sombrero y se fue, muy digno, a la calle de la que no volvió hasta el día de la quincena.
.Luisito… Luisito se separó de la casa porque la situación era insostenible. Había conseguido un trabajo muy bien pagado en un negocio de decoración. Lo del trabajo debía de haberle tapado la boca a su padre, pero ¡qué esperanzas! Seguía diciendo barbaridades hasta que Luisito optó por venir a visitar a la señora Justina a las horas en que estaba seguro de no encontrarse con el energúmeno de su papá. No tenía que complicarse mucho. La señora Justina estaba sola la mayor parte del día, con las muchachas ya encarriladas en una oficina muy decente y con el marido sabe Dios dónde. Metido en problemas, seguro. Pero de eso más valía no hablar porque Juan Carlos se irritaba cuando su mujer no entendía lo que le estaba diciendo.
Una vez la señora Justina recibió un anónimo en el que “una persona que la estimaba” la ponía al corriente de que Juan Carlos le había puesto casa a su secretaria. La señora Justina estuvo mucho rato viendo aquellas letras desiguales, groseramente escritas, que no significaban nada para ella, y acabó por romper el papel sin comentar nada con nadie. En esos casos la caridad cristiana manda no hacer juicios temerarios. Claro que lo que decía el anónimo podía ser verdad. Juan Carlos no era un santo sino un hombre y como todos los hombres, muy material. Pero mientras a ella no le faltara nada en su casa y le diera su lugar y respeto de esposa legítima, no tenía derecho a quejarse ni por qué armar alborotos.
Pero Luisito, que estaba pendiente de todos los detalles, pensó que su mamá estaba triste tan abandonada y el diez de mayo le regaló una televisión portátil. ¡Qué cosas se veían, Dios del cielo! Realmente los que escriben las comedias ya no saben ni qué inventar. Unas familias desavenidas en las que cada quien jala por su lado y los hijos hacen lo que se les pega la gana sin que los padres se enteren. Unos maridos que engañan a las esposas. Y unas esposas que no eran más tontas porque no eran más grandes, encerradas en sus casas, creyendo todavía lo que les enseñaron cuando eran chiquitas: que la luna es queso.
¡Válgame! ¿Y si esas historias sucedieran en la realidad? ¿Y si Luisito fuera encontrándose con una mañosa que lo enredara y lo obligara a casarse con ella? La señora Justina no descansó hasta que su hijo le prometió formalmente que nunca, nunca, nunca se casaría sin su consentimiento. Además ¿por qué se preocupaba? Ni siquiera tenía novia. No le hacía ninguna falta, decía, abrazándola, mientras tuviera con él a su mamacita.
Pero había que pensar en el mañana. La señora Justina no le iba a durar siempre. Y aunque le durara. No estaba bien que Luisito viviera como un gitano.
Para desengañarla Luisito la llevó a conocer su departamento. ¡Qué precioso lo había arreglado! No en balde era decorador. Y en cuanto a servicio había conseguido un mozo, Manolo, porque las criadas son muy inútiles, muy sucias y todas las mujeres, salvo la señora Justina, su mamá, muy malas cocineras.
Manolo parecía servicial: le ofreció té, le arregló los cojines del sillón en el que la señora Justina iba a sentarse, le quitó de encima el gato que se empeñaba en sobarse contra sus piernas. Y además, Manolo era agradable, bien parecido y bien presentado. Menos mal. Se había sacado la lotería con Luisito porque lo trataba con tantos mira-mientos como si fuera su igual: le permitía comer en la mesa y dormir en el couch de la sala porque el cuarto de la azotea, que era el que le hubiera correspondido, tenía muy buena luz y se usaba como estudio.
La única espina era que Luisito y Juan Carlos no se hubieran reconciliado. No iba a ceder el rigor del padre ni el orgullo del hijo sino ante la coyuntura de la última enfermedad. Y la de Juan Carlos fue larga y puso a prueba la ciencia de los médicos y la paciencia de los deudos. La señora Justina se esmeraba en cuidar a su marido, que nunca tuvo buen temple para los achaques y que ahora no soportaba sus dolores y molestias sin desahogarse sobre su esposa encontrando torpes e inoportunas sus sugerencias, insuficientes sus desvelos, inútiles sus precauciones. Sólo ponía buena cara a las visitas: la de sus compañeros de trabajo, que empezaron siendo frecuentes y acabaron como las apariciones del cometa. La única constante fue la secretaria (¡pobrecita, tan vieja ya, tan canosa, tan acabada! ¿Cómo era posible que alguien se hubiera cebado en su fama calumniándola?) y traía siempre algún agrado: revistas, frutas que Juan Carlos alababa con tanta insistencia que sus hijas salían disgustadas del cuarto. ¡Muchachas díscolas! En cambio Luisito guardaba la compostura, como bien educado que era, y por delicadeza, porque no sabía cómo iba a ser recibido por su padre, la primera vez que quiso hacerle un regalo no se lo entregó personalmente sino que encargó a Manolo que lo hiciera.
Fue así como Manolo entró por primera vez en la casa de la señora Justina y supo hacerse indispensable a todos, al grado de que ya a ninguno le importaba que viniera acompañando a Luisito o solo. Sabía poner inyecciones, preparaba platillos de sorpresa después del último programa de televisión y acompañaba a la secretaria de regreso a su casa que, por fortuna, no quedaba muy lejos –unas dos o tres cuadras– y se llegaba fácilmente a pie.
En el velorio de Juan Carlos más parecía Manolo un familiar que un criado y nadie tomó a mal que recibiera el pésame vestido con un traje de casimir negro que Luisito le compró especialmente para esa ocasión.
Tiempos felices. A duras penas se prolongaron durante el novenario pero después la casa volvió a quedar como vacía. La secretaria se fue a vivir a Guanajuato, a las muchachas no les alcanzaba el tiempo repartido entre el trabajo y las diversiones. El único que, por más ocupado que estuviera siempre se hacía un lugar para darle un beso a su «cabecita blanca» –como la llamaba cariñosamente– era Luisito. Y Manolo caía de cuando en cuando con un ramo de flores, más que para halagar a la señora Justina (eso no se le escapaba. a ella, ni que fuera tonta) para lucir algún anillo de piedra muy vistosa, un pisacorbata de oro, un par de mancuernas tan payo que decía a gritos que su dueño nunca antes había tenido dinero y que no sabía cómo gastarlo.
Las muchachas se burlaban de él diciéndole que no fuera malo, que no les hiciera la competencia y anunciándole que si alguna vez conseguían novio no iban a presentárselo para no correr el riesgo de que las plantara y se fuera con su rival. Manolo se reía haciendo unos visajes muy chistosos y cuando Carmela, la mayor, le comunicó a su familia que iba a casarse con un compañero de trabajo y organizaron una fiestecita para formalizar las relaciones, Manolo se comprometió a ayudar en la cocina y a servir la mesa. Así se hizo pero Carmela se olvidó de Manolo a la hora de las presentaciones y Manolo entraba y salía de la sala donde todos estaban platicando como si él no existiera o como si fuera un criado.
Cuando los invitados se despidieron Manolo estaba llorando de sentimiento sobre la estufa salpicada de la grasa de los guisos. Entonces entró Carmela palmoteando de gusto porque le había ganado la apuesta. ¿Ya no se acordaba de que quedaron de que si alguna vez tenía novio no se lo iba a presentar a Manolo? Bueno, pues había mantenido su palabra y ahora exigía que Manolo le cumpliera porque además se lo tenía bien merecido por presuntuoso y coqueto. Manolo lloraba más fuerte y se fue dando un portazo. Pero al día siguiente ya estaba allí, con una caja de chocolates para Carmela, y dispuesto a entrar en la discusión de los detalles del traje de bodas y los adornos de la Iglesia.
¡Pobre Carmela! ¡Con cuánta ilusión hizo sus preparativos! Y desde el día en que regresó de la luna de miel no tuvo sosiego: un embarazo muy difícil, un parto prematuro a los siete meses exactos como que contribuyeron a alejar al marido, ya desobligado de por sí, que acabó por abandonarla y aceptar un empleo como agente viajero en el que nadie supo ya cómo localizarlo.
Carmela se mantenía sola y le pedía a la señora Justina que la ayudara cuidando a los niños. Pero en cuanto estuvieron en edad de ir a la escuela se fueron distanciando cada vez más y no se reunían más que en los cumpleaños de la señora Justina, en las fiestas de Navidad, en el día de las madres.
A la señora Justina le molestaba que Carmela pareciera tan exagerada para arreglarse y para vestirse y que estuviera siempre tan nerviosa. Por más que gritaba los niños no la obedecían y cuando ella los amenazaba con pegarles ellos la amenazaban, a su vez, con contarle a su tío a qué horas había llegado la noche anterior y con quién.
La señora Justina no alcanzaba a entender por qué Carmela temía tanto a Luisito pues en cuanto sus hijos decían «mi tío» ella les permitía hacer lo que les daba la gana. Temer a Luisito, que era una dama y que ahora andaba de viaje por los Estados Unidos con Manolo, era absurdo; pero cuando la señora Justina quiso comentarIo con Lupe no tuvo como respuesta más que una carcajada.
Lupe estaba histérica, como era natural, porque nunca se había casado. Como si casarse fuera la vida perdurable. Pocas tenían la suerte de la señora Justina que se encontró un hombre bueno y responsable.¿No se miraba en el espejo de su hermana que andaba siempre a la cuarta pregunta? Lupe, en cambio, podía echarse encima todo lo que ganaba: ropa, perfumes, alhajas. Podía gastar en paseos y viajes o en repartir limosna entre los ne-cesitados.
Cuando Lupe escuchó esta última frase estalló en improperios: la necesitada era ella, ella que no tenía a nadie que la hubiera querido nunca. Le salían, como espuma por la boca, nombres entremezclados, historias sucias, quejas desaforadas. No se calmó hasta que Luisito –que regresó de muy mal humor de los Estados Unidos donde se le había perdido Manolo– le plantó un par de bofetadas bien dadas .Lupe lloró y lloró hasta quedarse dormida. Después como si se le hubiera olvidado todo, se quedó tranquila. Pasaba sus horas libres tejiendo y viendo la televisión y no se acostaba sin antes tomar una taza de té a la que añadía el chorrito de una medicina muy buena para… ¿para qué?
¡Qué cabezal A la señora Justina se le confundía todo y no era como para asombrarse. Estaba vieja, enferma. Le habría gustado que la rodearan los nietos, los hijos, como en las estampas antiguas. Pero eso era como una especie de sueño y la realidad era que nadie la visitaba y que Lupe, que vivía con ella, le avisaba muy seguido que no iba a comer o que se quedaba a dormir en casa de una amiga.
¿Por qué Lupe nunca correspondía a las invitaciones haciendo que sus amigas vinieran a la casa? ¿Por no dar molestias? Pero si no era ninguna molestia, al contrario… Pero Lupe ya no escuchaba el parloteo de su madre, bajando de prisa, de prisa los escalones, abriendo la puerta de la calle.
Cuando Lupe se quedaba, porque no tenía dónde ir, tampoco era posible platicar con ella. Respondía con monosílabos apenas audibles y si la señora Justina la acorralaba para que hablara adoptaba un tono de tal insolencia que más valía no oírla.
La señora Justina se quejaba con Luisito, que era su paño de lágrimas, esperanzada en que él la rescataría de aquel infierno y la llevaría a su departamento, ahora que Manolo ya no vivía allí y no había sirviente que le durara: ladrones unos, igualados los otros, inconstantes todos, lo mataban a cóleras. Pero Luisito no daba su brazo a torcer ni decidiéndose a casarse (que ya era hora, ya se pasaba de tueste) ni volviendo a casa de su madre (que lo hubiera recibido con los brazos abiertos) ni pidiendo una ayuda que la señora Justina le hubiera dado con tanto gusto.
Porque así como se había desentendido de Carmela y como estaba dispuesta a abandonar a Lupe (eran mujeres, al fin y al cabo, podían arreglárselas solas) así no podía sosegar pensando en Luisito que no tenía quien lo atendiera como se merecía y que, para no molestarla –porque con lo de la diabetes se cansaba muy fácilmente– ya ni siquiera la llevaba a su casa.
En lo que no fallaba, eso sí, era en visitarla a diario, siempre con algún regalito, siempre con una sonrisa. No con esa cara de herrero mal pagado, con esa mirada de basilisco con que Lupe se asomaba a la puerta de la recámara de la señora Justina para darle las buenas noches.
Para que este mes de dos cuentos fuera realmente especial hacia falta algo como esto: una de las narraciones fundamentales de la literatura fantástica mexicana, que es una veta invisible (o más bien ninguneada, hecha a un lado por una tradición literaria que en muchos aspectos no ha llegado aún al siglo XXI) pero que no deja de existir y de crecer incluso ahora.
Su autor, Emiliano González, nació en 1955; precoz, ha sido la persona más joven en ganar el prestigioso premio Xavier Villaurrutia: lo obtuvo a los 23 años, en 1978, justamente por Los sueños de la bella durmiente, colección mutante de cuentos y poemas que comienza con «Rudisbroeck o los autómatas» y fue publicada por la desaparecida editorial Joaquín Mortiz en su famosa Serie del Volador. (Una reedición de los cuentos del libro, con el mismo título, fue publicada por Conaculta en su colección La Centena y aún se encuentra disponible.)
Nota del 16 de marzo de 2021. Hoy se ha anunciado la muerte de Emiliano González. Ojalá, ojalá lleguen los lectores que siempre le faltaron al menos póstumamente. En Fatal Espejo, el sitio cultural fundado por mi esposa Raquel Castro y en el que varios amigos y cómplices colaboramos a principios de siglo, escribí un ensayo entusiasta sobre él y que menciona, además, su obra posterior. Recuperé ese ensayo aquí. Pero si deben elegir, lean mejor la obra de Emiliano González.
RUDISBROECK O LOS AUTÓMATAS
Emiliano González
1
A los diez días de marcha hacia el Oeste, la ciudad del otoño perpetuo se recorta en el horizonte como un espejismo trémulo, como una alucinación difusa que va tomando el aspecto, conforme avanza el viajero, de un conglomerado de torres, agujas y murallones cubiertos de enredadera. Una vez que pisamos las márgenes del río que circula en torno a la ciudad y cuyas aguas hirvientes la vuelven inexpugnable, tenemos que aguardar, en el embarcadero desierto, a un ceñudo Caronte para cruzar al otro lado. Luego, durante la travesía, el barquero nos dice el nombre del río (Tang) y de la ciudad (Penumbria) y nos pregunta: «¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Ha cruzado el pantano verdinegro? ¿Ha rasgado la cortina de zarzas? ¿Ha tomado el empalme de los gnomos?» Respondemos afirmativamente, aunque no sea cierto, por temor a su rostro pálido, a su mirada de gato. Cuando nos hallamos en tierra firme, nos parece abordar simplemente una barca más grande, que se balancea de modo imperceptible. También sentimos, pasado un rato, que la realidad tiene la textura, el color y la luz de un cuadro: la realidad es un cuadro y nosotros formamos parte de él. Después, nos enteramos de que el cielo es un tinte sepia surcado por nubes que prometen tormenta (sin cumplir nunca su promesa) y de que acaban de dar, para siempre, las cinco de la tarde: aún persiste el rumor de la última campanada, hecho al que tardamos un poco en acostumbrarnos. Cuando lo logramos, nuestros pensamientos tienen la misma resonancia de ese plañido, están como encantados por él, sólo se piensan pensamientos de las cinco de la tarde y quizá por eso los libros redactados en Penumbria son libros para leer en el ocaso. Pero, aunque la luz es la misma siempre, hay un sol y una luna que indican «ahora es de día» o «ahora es de noche», que sirven para hablar del ayer, del hoy, en ocasiones del mañana, sin que haya el oscurecimiento ni la luminosidad correspondientes a la noche y al día, pues la ciudad irradia esa luz ambarina con el objeto de que sean, eternamente, las cinco de la tarde.
Penumbria conserva algunos ojos de agua, «restos de la lluvia de la noche anterior al día del encantamiento», que no se evaporaron nunca. ¿Lugares de interés? Un cementerio, una iglesia, una plaza, una escuela religiosa para niñas y, sobre todo, la torre de Johan Rudisbroeck, tan alta que se pierde entre las nubes: nadie, hasta ahora, ha visto su cúspide. Sobre esa torre hay una leyenda, que narraré más tarde. Quisiera evocar, por el momento, la imagen de Penumbria tal y como se me apareció hace veinte años: radiante, del color de la miel, porosa; húmeda y cálida a la vez como un cadáver en descomposición, pero fascinante y bella como una hoguera.
Yo erré por sus callejuelas, expurgando cada rincón y cada esquina, deteniéndome a mirar aparadores, entrando en librerías polvosas, pateando una botella rota o silbando, con la cabeza en blanco. Me senté en las bancas de la plaza, deambulé por los muelles. Visité la tienda de antigüedades del perverso Mefisto, donde, bajo un techo del que cuelgan falos de trapo y en un ambiente cargado de porcelanas, prismas y baúles el cliente deja pasar el tiempo, sorpresa tras sorpresa, y donde, apenas halla lo que buscaba, una nueva maravilla le sale al paso. Mefisto, último vástago de una familia de aristócratas dedicados a la compraventa de objetos preciosos, es un hombre de pelo cano y rostro de bruja que al reír muestra una cadena de dientes ennegrecidos y una lengua blanca. Sus ojos fueron amarillos: ahora no tienen color. Una especie de mameluco gris rayado de arabescos envuelve sus formas femeninas, y cuando se nos acerca desde la trastienda, contoneándose, dudamos por un instante de su verdadero sexo. Con voz de pájaro nos pregunta qué puede hacer por nosotros y antes de que respondamos comienza a mostrarnos, como él dice, su «modesto repertorio de bizarrías». Quiere actuar un poco: tomando una cajita de marfil ensalza sus virtudes, nos cuenta cómo la obtuvo y para qué sirve, agitando sus manos esqueléticas, rebosantes de anillos; se pone una diadema, ensaya una sonrisa cándida que resulta patética, nos dice que la diadema tiene cualidades mágicas y las enumera; nos invita a bajar al sótano, donde guarda sus verdaderas joyas, «sus tesoros»: un collar dé amatistas «para regalar a la esposa el día de su cumpleaños», del que nadie puede desembarazarse una vez que ha ceñido el cuello y que va reduciendo su diámetro hasta estrangularnos; un reloj que da la hora sólo momentos antes de la muerte de su dueño; un retrato que cobra vida, se sale del cuadro y merodea por la tienda cuando Mefisto se va; un pequeño bailarín de cuerda que toma proporciones gigantescas mientras duerme el niño o la niña a quien lo obsequiaron; un huevo de jade que al ser agitado emite una risa diabólica; un caballito de carrusel que relincha, voltea la cabeza y se encabrita para horror del jinete; una llave de plata que, suspendida en el aire, busca el ojo de cerradura más arbitrario, ya sea el de la puerta que nos conduce al infierno o el de la que nos lleva al paraíso, y que nos obliga a seguir su curso hasta llegar a esa puerta y abrirla…
Estos y otros objetos desfilan ante nuestro reiterado asombro, como una troupe de fenómenos al compás de un pregonero delirante. Salimos del sótano agobiados, nos despedimos de Mefisto y, en la calle, nos damos cuenta de que no hemos comprado nada. Recuerdo que yo prometí no volver jamás, que anduve un buen rato por el malecón y que terminé, con el vago propósito de mitigar los nervios, en la primera taberna que se me puso enfrente: La mansión del Zu, donde, como el título indica, se bebe Zu, elíxir que suelta la lengua y predispone al ensueño. Los hombres de mar, los capitanes nostálgicos, los antiguos grumetes pendencieros frecuentan ese lugarejo, para soñar y recordar tempestades, para jugar a los dados y escuchar cuentos. Yo ocupé una mesa remota, con la intención de beber a solas, pero no pasó mucho tiempo antes de que un anciano medio borracho se sentara frente a mí y exigiera ser escuchado. Me habló de muchachas de ojos de gacela, me habló de planicies habitadas por gigantes, me habló de cuestiones marinas y terrestres con una voz que no era marina ni terrestre. Yo bebía y escuchaba, y al fin le pregunté por Rudisbroeck. Su cara se ensombreció. Dijo que no sabía nada y miró su copa vacía. Sin titubear pedí otra, advirtiendo: «Yo invito.» La bebió de un solo trago y guardó silencio. ¿Cuántas copas de Zu le soltarían la lengua? Ordené tres más, que bebió sin decir palabra. Cuando me disponía a invitar la última dijo que sería inútil: «De Rudisbroeck nadie habla ni hablará.» Entonces miré mi reloj. «Mire», le dije. «El único reloj que anda en toda Penumbria.» Lo examinó, azorado. «Será suyo si me habla de Rudisbroeck.» Ordenó otra copa de Zu y, guardándose el reloj en un bolsillo de su deteriorado gabán, recitó:
«¿Ha visto la escuela religiosa de la calle Mommo? Pues bien… a ella acuden sólo las jovencitas más hermosas de Penumbria y permanecen internas varios años, aprendiendo a hilar en la rueca, a comportarse bien y a escribir sagas en estilo elegante. No ha estado usted ahí, seguramente. Yo trabajé de barrendero, hace mucho. Es un sitio melancólico, lleno de fuentes redondas y de sauces milenarios. Las niñas andan en cueros por el patio, juegan en cueros, trabajan en cueros. La idea es imponer un clima de libertad que haga soportables el encierro, el aburrimiento, las infinitas tareas: desnudez, juegos y el alivio ocasional de un chico aparentemente furtivo que en realidad sostiene tratos con Sor Orfila, la directora, o con cualquiera de las maestras. Ese día es la gloria para el muchacho, como podrá imaginarse. Además, sólo se le concede una vez en su vida… Una especie de iniciación por la que todos los hombres de Penumbria han pasado de jóvenes, excepto yo.» Señaló la región correspondiente a su ingle y murmuró: «La perdí en una invasión, hace doscientos años.»
2
Hubo un vacío entre nosotros, que mi amigo intentó llenar de Zu. Como no bastara con ello, las palabras fueron brotando… en orden riguroso, lo que me hizo pensar que no era la primera vez que contaba la historia:
«De los primeros jóvenes que probaron la tibia hospitalidad de Sor Orfila, el más singular fue Johan Rudisbroeck. En la torre que ahora lleva su nombre, Johan vivía entregado a grimorios, al opio, a la composición de sonetos eróticos y sobre todo a sus autómatas, a sus terribles muñecos inanimados, a sus maniquíes de pesadilla que, bajo las manos incansables de aquel artífice, parecían escuchar, mirar, oler con una intensidad mayor que la de los hombres. Algo sagrado, algo infernal desplazaba a esos robots por las escaleras de caracol y por el sombrío jardín interior de Rudisbroeck; los hacía hablar, cantar o reír con sus voces metálicas, los hacía bailar con sus piernas de hierro, fregar platos, barrer patios atestados de hojas muertas, desempolvar anaqueles…
«Ya era grande su fama cuando Rudisbroeck fue invitado por Sor Orfila, imprudentemente, a pasar una noche en su colegio con una chiquilla de apenas trece años, hija del entonces rey de Penumbria y de un hada oscura, tan oscura que de ella no pervive nada sino el testimonio de su cólera…
«La joven, llamada Glinda, respondió aquella noche a los embates de Johan como una verdadera amante, lo enardeció y apaciguó a capricho, le hizo perder la cabeza y recobrarla y perderla de nuevo. Al despuntar el alba, fatigados los dos, pactaron con sangre y urdieron un plan:
«Rudisbroeck, en la soledad propicia de su torre, fabricaría un androide rigurosamente idéntico a Glinda, su doble exacto, que tendría el deber de sustituirla en el colegio una vez que ambos amantes se hallaran juntos. Para Glinda, que conocía una puerta secreta ignorada por las monjas, escapar no era difícil: Johan transmitiría mentalmente a Glinda, llegada la noche, que la primera parte del plan había tenido éxito. Entonces, Glinda acudiría a la puerta secreta, dejaría pasar a su réplica y se fugaría con Rudisbroeck…
«No sonaba mal. A Johan y a Glinda les pareció muy fácil. Pero, tres meses después, ante la segunda versión mecánica de Glinda, Johan se percató de que el mágico soplo de vida (esa violenta coloración en las mejillas) que había insuflado a su muñeca ocultaría por tres años, cuando mucho, la estratagema: tenía que hacerla crecer, naturalmente, como todas las muchachas, envejecer y morir como todas las mujeres. Además, tenía que hablar como Glinda, guardar los recuerdos, el historial y las manías de su amada. El tejido de caucho imitaba fielmente la porosa textura de la carne de Glinda; los ojos azules, las manos con hoyuelos, la suave curva de la espalda, las nalgas prominentes y las piernas rollizas correspondían al modelo original. Su voz, al cabo del tiempo, fue adoptando las modulaciones apropiadas. También los recuerdos (en ese complicado mecanismo de relojería que es el cerebro de un robot) llegaron a ser los mismos: imágenes, pesadillas y fantasías que Johan escuchó por primera vez, en agotadoras sesiones de percepción extrasensorial, salidas de los labios de Glinda II. El movimiento de aquellos labios era turbador, pero Johan sabía que Glinda, su Glinda, palpitaba en cada palabra dicha por el androide, y que el androide aprendía en las mañanas y en las noches, siempre que Glinda le suministraba lentamente, desde su alcoba o desde los patios del colegio, la información indispensable, anotada por Rudisbroeck, apenas salía de los labios del dummy, en una libreta verde. Al finalizar cada sesión Johan y Glinda se comunicaban brevemente, ya sin el tamiz de Glinda II, para decirse ‘hasta mañana’ o ‘hasta la noche’, descansaban y dejaban descansar a la muñeca.
«Johan fue olvidándose de sus otros golems, de modo que éstos detuvieron sus faenas y quedaron inmóviles, oxidados por la lluvia. Glinda II era casi perfecta, era su obra maestra, su golpe final. Pero Glinda I había crecido, imperceptiblemente: pronto cumpliría los catorce años, mientras Glinda II permanecía instalada en los trece y ahí seguiría, impasible, a menos que Rudisbroeck ideara algo. Y ese algo no estaba en los ajados volúmenes de electricidad. ¿Estaría en los de magia.. ?
«Glinda no le dio tiempo de responder a esa pregunta. En una de tantas mañanas le ordenó: ‘Recógeme hoy en el colegio, a las cinco de la tarde. Las monjas rezan hasta pasadas las seis, y ya estoy harta’. Johan respondió: ‘¡Nos descubrirán..! La muñeca funciona indefinidamente, pero no envejece…’ Y Glinda: ‘Ya idearemos algo. Por favor, Johan… antes de que sea demasiado tarde…»
«Johan accedió: habiéndole indicado Glinda la correcta ubicación de la puerta secreta, se dirigió a ella seguido por el androide, que andaba como una verdadera princesa y que preguntaba constantemente: ‘¿Me veo bien? ¿Me veo bien?’; Johan respondía: ‘Tan bien como Glinda’, y reanudaban la marcha.»
3
Llegado a este punto, el viejo se detuvo. Elocuentemente: cayó al suelo, llevándose una botella consigo (desde hacía un rato su voz titubeaba). Un marinero se acercó para ayudarme a levantarlo. Quiso abrirle los ojos con golpecitos en la mejilla y le puso una copa entre los labios. El viejo negó con la cabeza y dijo: «Mañana, quizás… vuelva mañana.» Pensé que no podría dormir sin haber escuchado el final de la historia; que perdería algo mucho más valioso que mi reloj si me largaba en ese instante. Pero convencerlo era imposible: su memoria, o su inspiración, estaba embotada, y en pocos minutos comenzaría a delirar. «Mañana», le dije, «volveré. Y quiero un final redondo.» Asintió con la cabeza. «Tendrá su final. Si así lo quiere, tendrá dos.» El marinero me tomó del brazo. «Venga conmigo», dijo. «Es la hora de los comediantes.» Lo miré a la cara. No tenía nariz, era tuerto y la nuez de Adán le bailaba en la garganta. Escupió, insistiendo: «Es la hora de los comediantes. Venga conmigo.» Lo seguí. Había un amontonamiento a la salida de la taberna. Gente que gritaba. Rostros pintarrajeados. Entre la multitud, gesticulando, vi a Mefisto. «¡Queremos a los comediantes!», era el grito más notable. Un merolico pregonaba obscenidades, juraba complacer a los espectadores con exóticas danzas y fenómenos curiosos de la naturaleza, con maravillas del mundo visible y del mundo invisible. «¡Queremos a los comediantes!», respondía la multitud. El marinero, con aspecto de veterano, palmeaba en el hombro a los individuos que nos rodeaban. Ellos, mirándolo, sonreían. Luego, al mirarme a mí, reían a carcajadas. Alguien, por encima de mi hombro, susurró: «Forastero, ¿eh?.. Llega usted a tiempo.» Volví la cabeza. Una doble cadena de dientes afiladísimos y un par de luciérnagas ávidas fue todo lo que distinguí bajo aquella capucha. La multitud me arrastró, confusamente, al fondo de un teatro en tinieblas, en cuyo frontispicio alcancé a leer:
PAPÁ FRITZ Y SU GRAN GUIÑOL
VUELVEN A PENUMBRIA
OFRECIENDO NUEVOS
CAPRICHOS DE LA NATURALEZA
EN UN ESPECTÁCULO INOLVIDABLE
DE
PORNOGRAFÍA MÁGICA
4
No era un invernadero… a menos que pudiera evocarse la noción, levemente atroz, de un invernadero edificado sin el propósito de alojar plantas. Pero un olor a lirios descompuestos, un olor húmedo que se adhería a la ropa como pelusa, un olor irritante y maléfico llenaba el local. Aquella cueva de vidrio rematada por un tablado rústico sin decorados ni telón, iluminada por la luz mortecina que proyecta el alma sobre ciertos paisajes, ventilada por agujeros de noche y sueño, era un teatro ideal, el teatro que los Señores del Tang, en el comienzo de las edades, donaron a los otoñales habitantes de Penumbria. Éstos, como siempre debieron hacerlo, guardaban un respetuoso silencio que fue roto sólo momentos después, con las primeras escenas del primer acto de la primera obra, extrañamente llamada La Cristofagia o el Evangelio según San Judas (pieza en dos actos y una moraleja). Yo sospechaba que la función comenzaría cuando alguien tomara el altavoz que vislumbré en uno de los rincones del escenario, pero no fue así: nadie tomó el altavoz: éste se levantó solo, flotó en el aire y dejó salir una voz dulcísima, como de ángel caído, que pronunció lentamente las palabras de bienvenida y nombró el repertorio, los títulos de las obras, las virtudes supuestas de cada una de ellas y de sus actores. La multitud guardaba silencio. Entonces, lo que yo había tomado por escenario desapareció para verse suplantado por un cielo azul, azul como nunca se ve en Penumbria, un cielo azul en tres dimensiones, lleno de nubes blancas y de gaviotas. Una parvada de gaviotas enloquecidas invadió el recinto, gritando salvajemente, volvió al cielo azul y acabó posándose en las ramas de un olivo solitario enmedio de un campo de amapolas. Hacía calor, un calor sofocante. Y luego… brisas, también cálidas, vinieron a mí desde el… ¿escenario?
La imagen de las gaviotas posadas en el olivo fue borrándose paulatinamente, como si la cubriera el agua. Y una nueva imagen tomó su lugar: la de un hombre desnudo, muy delgado, clavado en una cruz, mirándonos con algo parecido al odio. La cruz dominaba, desde lo alto de una colina verdeante, paisajes de color y movimiento difusos: ora rojos, ora negros, ora llenos de gente, ora vacíos… Resultaba imposible distinguir escenas concretas o atrapar imágenes claras. El único elemento constante era el hombre de la cruz, en quien se reconocía ya, mudo y sangrante, al Cristo de los pintores y de los poetas, aunque sin Dimas ni Gestas ni romanos ni fieles. ¿De quién era la silueta, firme y a la vez trémula, que se acercaba por la derecha..? «¡San Pedro!», dijo una voz, la de Papá Fritz acaso. Hubo un acercamiento a la cara curtida del viejo apóstol. Copiosas gotas de sudor se mezclaban con las gruesas gotas de saliva que resbalaban por su quijada. Tenía hambre, un hambre feroz. Voces andróginas llenaron el aire, murmurando: «Lo bajan de la cruz… Lo bajan de la cruz. ..» y el rostro de San Pedro se iluminó, cambió, pasó sucesivamente a ser el de una linda muchacha de labios rojos, el de un perro, el de un lobo, el de un monje con los dientes cariados y por último el del Cristo mismo… «Lo bajan de la cruz, insistían las voces, mientras la imagen (en aquel escenario fuera del tiempo y del espacio) proponía ahora un banquete caníbal, cuyos concurrentes fueron siendo nombrados: Mateo, Juan, Lucas, Marcos, Pedro…
Y del manjar, del divino manjar, pronto quedó sólo un montón de huesos y de vísceras que los buitres fueron disputándose ante mis ojos horrorizados…
El primer acto de la función terminó cuando, salido del tétrico festín, uno de los buitres dejó caer entre el público un muñón semidevorado y la voz, la inconcebible voz de Cristo, pronunció estas palabras:
» ¡Tomadme, tomadme si me amáis..! ¡No hay mejor hostia que mi sagrado cuerpo..!”
5
Como pasé media hora vomitando en las letrinas subterráneas del teatro —sin dejar de oír los gemidos del público, más alborozado que nunca— no pude asistir al segundo acto ni a la moraleja. Vomité ininterrumpidamente, sobre un piso de mosaicos rotos de vivos colores que se agrupaban formando peces y demonios, un piso… ¿de mosaicos realmente? Más bien se trataba de una superficie esponjosa que absorbía los productos líquidos de quien esto escribe y de los demás concurrentes que, dicho sea de paso, eyaculaban y orinaban en vez de vomitar. Los hombres desalojaban sus testículos y las mujeres sus vientres sobre aquel suelo engañosamente sólido y desaparecían tras los cortinajes de la salida que los conduciría de nuevo a la parte superior del teatro. En cosa de unos segundos satisfacían sus necesidades más apremiantes y, con la energía recobrada, se apuraban, corrían, volvían a subir.
El olor de las letrinas no era desagradable… un olor a musgo, a estanque de lotos.
Vi a una mujer descomunal —en molicie y en fealdad— que, inmóvil junto a una especie de guerrero negro, sudaba, sudaba, sudaba como no he visto sudar a nadie. Cerca de ella, un anciano enjuto con aspecto doctoral se quitó los quevedos para llorar… un verdadero torrente. Pero al llorar… sonreía. «No llora», pensé. «Le sucede algo, pero no llora. La gente no llora así.» Luego: «Está enfermo. Estoy enfermo. Todos estamos enfermos. Nadie orina ni eyacula ni suda en realidad Lo que hacen, lo que hago, es alimentar al suelo: eso es todo… Dar de comer al suelo, al monstruo.»
Fue entonces cuando me percaté de que mis ganas de vomitar eran falsas y me retiré discretamente.
6
En el escenario habían puesto una guillotina con soportes de marfil y cuchilla de hierro, provista de un tablero de madera preciosa que contaba con dos huecos destinados a dos cabezas. El acto se llamaba, creo, Dos pájaros de un tiro. Por el lado derecho salió un pigmeo encapuchado arrastrando a una mujer desnuda que tenía —espanto supremo— dos cabezas, dos cabezas que rogaban piedad al unísono y hacían muecas horribles, gimoteando. El pigmeo tomó por los cabellos a una de las cabezas y la estrelló contra el suelo, haciéndola sangrar por las narices. «Así aprenderás a cerrar el pico», dijo, «en ocasión tan solemne.» La otra cabeza miró a los espectadores con el rabillo del ojo izquierdo y escupió. Al ver eso el pigmeo hundió su dedo pulgar en el ojo culpable de la infortunada y lo vació de un solo impulso.? (1) «¡Sabes muy bien que no te está permitido mirar al público!», sentenció, mientras colocaba a las hermanas siamesas en el tablero. La decapitación no se hizo esperar: ambas cabezas rodaron, seguidas por un doble chorro de sangre negra que salpicó a los espectadores de la primera fila, ya definitivamente extáticos. Lo que vino después sigue pareciéndome inexplicable: las cabezas rodaron en sentido inverso, colocáronse de nuevo en sus cuellos, la cuchilla ascendió tan violentamente como había descendido, el enano levantó a las hermanas siamesas, el ojo vaciado regresó a su cuenca y el hilo de sangre a las narices… los mismos actos, en suma, que había presenciado minutos antes, pero realizados al revés, contra el reloj y las leyes físicas…
7
A manera de intermedio, un tranquilo cuadro de Sir Lawrence Alma-Tadema (2) vino a sacarnos del profundo sopor en que nos había hundido la decapitación. Digo un cuadro, pero las figuras vivían, se estremecían los pinos, una espléndida luz lo llenaba todo, a lo lejos el mar rumiaba eternidades, la negra banderola del centro ondeaba y un plácido efebo comía una naranja, echado entre las piernas de una emperatriz. Diez minutos, quince… y una gigantesca mano invisible arrojó ácido corrosivo sobre la tela viviente, derritiendo las imágenes.
8
Sonia (ojos verdes, pieles opulentas, blancas, envolviendo un rostro más pálido aun) me dijo:
«Soy la virgen de las faldas alzadas. Actúo en una obra llamada La Espera, en el rol de monja. No digo nada, no respondo a las preguntas que me hacen, guardo silencio a lo largo de toda la obra.»
Sonia (mirada oblicua, lengua ardiente, vaga coloración en las mejillas) me dijo:
«Soy la que algunos llaman Glinda. Cualquier parecido con la bruja buena del Sur es pura coincidencia.»
Finalmente Sonia (vientre convexo, boca de fresas, nariz respingada, olor a Rusia) me dijo:
«Soy la asistente a una obra, que tuvo lugar el viernes, pasada la medianoche. No existo.»
Sonia (rasgos de otoño desfigurado por el ajenjo) me atrajo con violencia, envolviéndome en su piel de foca. Estornudé al posar mis labios en su cuello: lo habían espolvoreado con pimienta.
«No temas», añadió. «Me verás actuar en pocos minutos. ¿Oyes cabalgar a Papá Fritz..? Los cascos de su caballo verde golpean el camino empedrado… Ya desmonta. Penumbria toda quiere ver La Espera. ¿Y tú?»
Sonia mordía un collar de perlas. «Mi rosario», dijo. «Mi rosario sin cruz.» No sé cuándo apareció mi Sonia, mi difuso personaje tentador.
Porque Sonia era el diablo. «Me verás actuar en algunos minutos, en el rol de monja. ¿Quieres… besarme?»
Sonia era de humo, una muchacha perfumada con especias que apareció en algún instante, entre la presentación del cuadro viviente y La Espera, y que no volví a ver después. La monja de La Espera era distinta.
Sonia se parecía a las muchachas que agitan sus pañuelos en el muelle para despedir a sus muchachos, tocadas por un sombrero de paja con un lazo rojo. Sonia se parecía a las nanas que pasean a sus bebés por el parque a las seis de la tarde. Sonia se parecía a las rameras que ofrecen sus senos al paseante para que deje en ellos un mordisco o un beso. Sonia se parecía a mucha gente, pero no a la monja de La Espera. La monja de La Espera era una mujer gorda, entrada en años, de carnes repugnantemente rosadas. La Espera, obra larga y aburrida, de trama y diálogo escasos, pretendía embrujarnos con la reiteración de frases, de actitudes soñadoras, con el truco del misterio a ultranza: cinco personajes melancólicos (monja, oficial, prostituta, viejo astrólogo, poeta) esperan a alguien. La ventana del cuarto en que se hallan da a una ciudad muerta, más parecida a Brujas que a Penumbria. Ni una brizna de aire: un calor sofocante. Diálogos ambiguos. No se sabe a quién esperan. Hay alusiones a un trío de ciegos, al Mesías, al Anticristo, pero nada es claro. Mientras duermen, exhaustos, entra un cuervo por la ventana, o una paloma blanca, que deja un lirio entre las manos de la monja. En el segundo acto, muy corto, la monja ha desaparecido, aunque sus ropas están todavía ahí. El oficial lee un párrafo sobre mesmerismo… con lo cual la obra concluye. Telón: de pronto hubo telón en el escenario.
Aquel párrafo sobre mesmerismo daba la clave de la obra, sugería un algo espantoso que, luego de la caída del telón, seguía acechándonos desde algún punto situado más allá de la realidad visible. Yo no supe adivinar la naturaleza de ese algo, y creo que el resto de los espectadores tampoco.
9
De entre la multitud, un personaje de sexo indefinido me deslizó un folleto en papel satinado que la mortecina luz del teatro me permitió leer:
«Alguien ha dicho que la hipertricosis no tiene lugar de origen. Tratados de erotología y revistas como La Nature abundan en ejemplos del Cáucaso, del Congo, del Tirol. Krao, mitad mono, mitad niña, era de los confines del Indostán. El antropólogo que la examinó, un tal Keane, creía hallarse frente al ‘eslabón perdido’. Nada de eso: a pesar de sus facciones simiescas y de sus patas prensiles, Krao nació de hombre y mujer, también velludos, pero sin duda pertenecientes a la especie homo sapiens. Penumbria, tierra fecunda en prodigios, no podía ser una excepción. Braulio, llamado también ‘el hombre león’, ‘el hombre perro’ y ‘el hombre más feo del mundo’ nació en Penumbria, de padres normales, hace un par de siglos. Ha encanecido un poco. Dicen que se tiñe el pelo. Cuando Papá Fritz lo descubrió tenía doce años, y se alimentaba de carne cruda. Sus padres, temerosos del odio popular, lo encerraron en una bohardilla oscura… inútilmente, pues el rumor de que la casita de aspecto inofensivo alojaba a un monstruo se corrió desde el nacimiento de éste, y la gente rehuía el contacto físico con los desafortunados padres, movida por la superstición del contagio, por el horror sagrado que también irradia la lepra.
«Contra la hipertricosis, que puede ser parcial (mujeres barbudas) o general (Braulio y sus colegas) no hay medicinas ni embrujos eficientes. Los más antiguos casos, como Nabucodonosor, y los más modernos, como Julia Pastrana, ‘la mujer gorila’ exhibida en los circos europeos al declinar el siglo, coinciden en lo esencial: capilaridad monstruosa. Pelo aquí, pelo allá, pelo en todas partes. En la nariz, en las piernas, en las manos, en los pies, en la espalda. Hombres hirsutos, masas peludas. La desagradable sorpresa después del parto. Las bases reales de un mito legendario: la licantropía. Un hombre en cada millón padece hipertricosis. Extremadamente raro. Chocante, pero soportable… a menos que se tenga una sensibilidad muy delicada. Barnum registra, en su diario, el caso de una mujer que, después de asistir a una de sus famosas soirées, entró en pánico y murió loca, gritando:
«¡Me ha tocado la perruna! ¡Me han pegado la lupina!
«Braulio, sin embargo, es una excepción dentro de la excepción. Su amplia sabiduría, que por cierto no tomó de los libros, le permite responder con ingenio y verdad a las preguntas más complicadas. Como nadie ha podido averiguar de dónde proviene tal derroche de conocimientos, lo común es atribuirle un origen mágico. De todos los monstruos de Papá Fritz, Braulio es el más singular y constituye el ‘plato fuerte’ de su horrible menú. Domina quince idiomas y cuatro dialectos, conoce y discute artes y ciencias, recuerda incidentes antiguos con precisión de historiador, destaca como poeta ‘espontáneo’ (un oficio de gran prestigio y dignidad en Penumbria) y es un connoisseur en materia de hierbas venenosas y alucinógenas. Viste con buen gusto, aunque dramáticamente. Las joyas le fascinan. Usa sandalias negras con bordados de oro, chaquetillas de torero y pantalones de terciopelo muy ajustados. Aparece, con atuendos siempre distintos pero siempre magníficos, echado en un gran cojín de Samarcanda, fumando ganja en una pipa de marfil y cepillándose el pelo, esa cabellera global que lo cubre de la cabeza a los pies y que ahora lo enorgullece, pues hace de él una especie de ángel o de demonio ‘tocado por el dedo de la musa’, una de cuyas frases favoritas es: Dios hizo a Braulio a su imagen y semejanza.»
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La cosa que vieron mis ojos correspondía más que fielmente a la semblanza esbozada por el folleto: no faltaba ni un pelo… y sobraban muchos. Braulio reposaba en su cojín, alumbrado por una luz amarillenta, fumando su pipa, cepillándose el pelo y mirándonos, impasible, desde su bizarro universo. Pensé: «No somos menos mágicos que él. ¿Por qué sonríe?» Un hombre, tal vez el anciano de los quevedos que momentos antes había visto llorar en las letrinas, ascendió las gradas que llevaban al tablado y se arrodilló frente a Braulio, como un adorador frente al objeto de su culto. Braulio le alargó la pipa. El hombre la tomó y le dio tres hondas fumadas. Luego, la devolvió a Braulio, que fumó también. El hombre preguntó, con voz lo suficientemente alta como para que todos lo escucháramos: «¿Existe Dios?»
Braulio parecía meditar. La respuesta fue perceptible, a pesar de una ronquera leonina que entorpecía su voz:
«El Dios que creó al universo ha muerto, pero el dios que creó a Braulio vive.»
Un dilatado fragor de reverencias cundió entre los espectadores. El hombre que había preguntado besó la pata de Braulio y descendió los escalones. Una niña muy pequeña, de largo traje blanco y velo de novia, subió al escenario, se arrodilló ante Braulio, fumó de la pipa con él y preguntó:
«¿Cuál es el peor miedo de todos?»
«El miedo de tener miedo», dijo Braulio.
«¿No tienes miedo?», fue la segunda pregunta.
«No», respondió el monstruo.
La niña guardó silencio. Luego, nuevamente, con altivez, interrogó:
«¿Qué es más difícil: entrar en el cielo o entrar en el infierno?»
Braulio advirtió un dejo humorístico en la cuestión, pues respondió sonriendo, con ternura:
«Entrar en el infierno es tan difícil como entrar en el cielo, pero los caminos que conducen a él no son los mismos.»
Emotivos aplausos activaron la vanidad de la pequeñuela, que bajó, contoneándose, después de haberle besado la pata al «hombre perro». Yo pensé: «Si el monigote lo sabe todo, debe conocer sin duda el final de la historia de Rudisbroeck.» Me adelanté, con esa idea en la cabeza, y una vez en el escenario llevé a cabo mi versión de la ceremonia que había visto representada ya dos veces, a la que Braulio se prestó con el mismo desinterés. Había un destello en sus ojos, algo familiar…
«¿Cuál es, oh maestro, el final de la historia de Rudisbroeck?»
El público se deshizo en carcajadas. Yo reconsideré mi pregunta, sin encontrar nada gracioso en ella. Por lo visto, Braulio tampoco, pues levantando los brazos exigió silencio y, poniéndose de pie, me contestó:
«Lo verás con tus propios ojos. Ven conmigo.»
«Pero… ¿y la función?»
«La función continúa. Tus ojos son los ojos del espectador, de cualquier espectador. Todos verán lo que veas tú.»
Me condujo tras el telón de fondo. Bajamos a lo que parecía ser un sótano, por escaleras de fierro en espiral. Recorrimos pasillos y aposentos (Braulio se movía pesadamente) hasta llegar a una especie de invernáculo de paredes cubiertas por espejos que reflejaban plantas… pero no había plantas por ningún lado. La luz que iluminaba el cubículo era, como antes, la luz del alma, la luz de mi espíritu receloso. Sin decir nada, Braulio empujó uno de los espejos, que giró para dejarlo pasar. Me quedé solo. El sonido minucioso de un gotear distante alternaba con los latidos de mi corazón. Aguardé un buen rato. Por curiosidad, empujé el mismo espejo que había dejado pasar a Braulio: no logré moverlo ni un centímetro. Las plantas que los espejos reflejaban eran helechos, diminutas palmeras y lianas muy tupidas. Además, la vegetación crecía junto con mi examen de aquellos espacios ilusorios. Pronto no hubo más que selva a mi alrededor. La luz se, filtraba entre las hojas y los tallos: una luz verde, africana… «Meandros de pesadilla», se me ocurrió pensar. De un puntapié hice polvo el espejo que había frente a mí. La abertura me mostró la perspectiva desierta de una calle de Penumbria: la calle que me llevaría a la torre de Rudisbroeck. No había más que un paso del cubículo a la calle, de manera que lo di. La torre, a lo lejos, parecía el mástil postrero de un buque hundiéndose. Me encaminé hacia ella. Pasé frente a la tienda de Mefisto y me asomé al aparador. Nuevos objetos (nada particularmente insólito) reposaban en sus estuches abiertos. ¿Cómo es que las baratijas y los instrumentos caseros podían suplantar a las refinadas máquinas de tortura y primeras ediciones lujosísimas que había visto antes? No me detuve a considerarlo demasiado. Una cosa me urgía: visitar y examinar la torre de Rudisbroeck. Además, la promesa de Braulio me daba vueltas: «Lo verás con tus propios ojos.»
Apresuré la marcha. La vereda arenosa declinó en un camino empedrado: era, por fin, la senda que conducía a la puerta. Corrí. Atravesé un jardín lleno de túmulos. «¿El panteón familiar?» Brumas espesas. Charcos. Llegué al umbral. Cuando abrí la gran puerta de roble claveteado, una tela de araña me acarició la frente.
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Me encontraba en un recinto circular de radio muy escaso y altitud aparentemente infinita, con una escalera de caracol enmedio que ofrecía las promesas, nada tentadoras, de una bruma henchida de telarañas: muy lejos, muy arriba. Me atreví a subir tres o cuatro peldaños, con ligereza. La escalera tembló. ¿Demasiado frágil? Tuve que subir con más cuidado. Aun así, no pude advertir a tiempo que faltaba un peldaño y casi me mato. Quedé un momento en suspenso, con una mano aferrada al barandal y el resto de mi cuerpo en el vacío. Una rata enorme pasó junto a mí como una flecha y se destripó millas abajo. No sé cuántas horas ascendí helado de pavor, ni cómo de pronto llegué a mi destino, pero supongo que lo hice «fatalmente». Mi destino era aquello, cualquier cosa, que hubiera detrás de la tuerta cerrada que me salió al paso. La empujé. Cedió. Tinieblas. ¿Realmente? No: muy oscuro. Una luz. A la derecha. ¡Cuidado! He tropezado con algo, una mesa, y he roto algo, una botella, sin fijarme. Avanzo. La luz proviene de una hendidura. ¿Otra puerta? Sí. La empujo. Cede. Una luz deslumbrante. ¿De veras? No. Una luz mortecina, la de siempre. Son mis ojos los que, hipnotizados por la oscuridad de un momento antes, resienten cada rayo luminoso. Las cosas van aclarándose. «¿Dónde estoy?»
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¡Oh..! La imagen que me había formado del laboratorio se veía disminuida, empobrecida por la realidad: un techo elevado, cónico, del cual pendía una gran lámpara eléctrica de potencia dudosa; un librero empotrado con algunos volúmenes; una especie de mesa de operaciones cubierta por una sábana blanca o una mortaja; suciedad y polvo; matraces rotos; un gran crisol; una chimenea enorme; retortas verdes; extraños tubos caracoleantes de vidrio; bobinas, alambres y botones en máquinas incomprensibles. Yo esperaba algo más. «¿Qué, por ejemplo?», dijo una voz, extrañamente familiar. Volví la cabeza. Nadie. «Vamos, responde. ¿Qué esperabas?» La voz se parecía a la de Braulio, a la de Mefisto, a la de…
«¡Por supuesto!», añadió. «Has adivinado.»
Yo me preguntaba mentalmente algo y la voz contestaba. Una voz que era como… ¿la esencia del eco? Una voz…
«Telepatía», dijo la voz. «Tú piensas, yo escucho. Soy veterano en la materia, como recuerdas.»
«¡Rudisbroeck!», grité. «¡Quiero verlo! ¡No me basta su voz!»
«Ah… eres insaciable. ¿Cuántas veces me has visto ya? ¿Cuántas veces has oído mi voz?»
No quise decir nada: esas palabras y ese tono me confundían.
«La primera vez que oíste mi voz fue en la tienda de antigüedades. ¿Recuerdas?»
«No puede ser. Mefisto…»
«Y no sólo Mefisto. ¿Quién te narró la leyenda, la leyenda inconclusa?»
«No. Aguarde. Un viejo…»
«El viejo soy yo.»
Del extremo izquierdo, hundido en tinieblas, brotó un hombre muy alto, de piel reseca y blanca, de ojos azules, de nariz aguileña, de pelo cano, de boca delgada y de pómulos hundidos. No sé por qué, me recordó a mi padre. Llevaba puesta una bata de médico, una bufanda y un monóculo.
Rudisbroeck.
«El viejo soy yo… en cierto sentido. Todo creador es, también, sus creaciones.»
«No es tiempo de bromas», dije. «Puede guardarse sus bromas. Las bromas…»
«Basta. Querías verme y aquí estoy. ¿No quieres oír el final de la historia?»
Clavaba en mí su mirada azul. Decidí seguirle la corriente:
«Me prometió dos finales», dije.
«Y los tendrás, muchacho. Uno narrado y otro vivido. ¿Cuál quieres primero?»
«No entiendo.»
«Mira. Estás en Penumbria por amor al misterio. Saldrás de Penumbria por odio al misterio.»
«Sigo sin entender.»
«Calla y escucha. Hemos convenido en algo. Tú me regalaste un reloj. Lo aprecio. Tú me pagaste unas copas. Lo aprecio. ¿Recuerdas que prometí narrarte el final de la historia a la mañana siguiente?»
«Recuerdo.»
«Pues bien. Hemos firmado un pacto, simbólicamente. Debemos, pues, llenar las condiciones del pacto. Mira…»
Sacó mi antiguo reloj del bolsillo de su bata.
«Son las siete de la noche. Ha pasado un día… según el horario de tu país. Tú sabes… aquí son siempre las cinco de la tarde.»
«Lo he notado, sí.»
«Bien. Lo estipulado dice que, en este instante, deberíamos hallarnos en la taberna, frente a dos copas de Zu.»
«Tiene razón. ¿Qué quiere que haga?»
«Oh, sólo beber un poco.»
«¿Beber? ¿Beber qué?»
Del mismo bolsillo, Rudisbroeck extrajo una botella de cristal llena de un líquido verde. La acercó a mis narices.
«¡Uf!», exclamé. «Huele a podrido.»
«Esencia de tiburón de Poltarnees», informó, sonriente. «Bebe un sorbo, no temas.»
«¿Esencia..?»
«O agua del olvido, del sueño. La utilizo en experimentos, para desplazar cuerpos sólidos a largas distancias… Bebe. Yo beberé después.»
Obedecí. Me asaltaron náuseas; la imagen de Rudisbroeck se desvaneció en pocos segundos; me hundí en un sueño espeso como el fango…
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¡Qué distinto es el sueño de todos los días al negro sopor que inducen los narcóticos! La sustancia verdosa que Rudisbroeck me hizo beber provocó en mí efectos similares a los que, según los entendidos, provoca el opio: ante mis ojos desfilaron interminables hileras de columnas basálticas, grandes extensiones de agua, remolinos de caras, jardines de metal, hombres de humo, laberintos de carne, pájaros blancos y negros… imágenes sincopadas, imprecisas, que se tornasolaban, alargaban, cambiaban…
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Desperté, muy mareado, en la misma mesa remota de La mansión del Zu, con el viejo narrador de leyendas frente a mí. Tardé un poco en espabilarme. Apenas lo hice, me incorporé y, fulminando al viejo con la mirada, le dije:
«¿No va a narrar de una buena vez el final de su maldita historia?»
El viejo dejó de sonreír.
«Un trato es un trato», dijo. «¿En dónde nos quedamos?»
«Oh… cuando Rudisbroeck y la réplica de Glinda se encaminan al colegio. Ella pregunta: ‘¿Cómo me veo’ y él responde: ‘Tan bien como Glinda’, y reanudan la marcha.»
«Reanudan la marcha y llegan ante la puerta del colegio. Sí. Rudisbroeck golpea la puerta. Son tres golpes muy fuertes. Glinda no responde. Rudisbroeck…»
«Aguarde. Va muy rápido. No ha descrito la tarde, los muros del colegio, la tensión.»
«Una tarde… pesada. Es casi de noche. ¿Los muros del colegio? Roñosos, húmedos. Verdosidades. Podredumbre. Orín de murciélagos en el aire…»
«¿Y el espíritu de Rudisbroeck?»
«Tenso como un lince que vigila a su presa.»
«Continúe.»
«Glinda, su amada Glinda, no acude ni responde a sus llamados. Comienza a impacientarse. Aparece la luna, entre un desgarrón de nubes…»
«Caen gotas de lluvia.»
«Sí. Caen gotas de lluvia de repente, que lo obligan a arrebujarse dentro de su gabán. Tiene frío. Se siente desvalido. Mira a Glinda II con incertidumbre. Glinda II lo abraza y pregunta: ‘¿No quieres que yo la busque?’ Rudisbroeck accede: no hay más remedio. Glinda II entra en el colegio.»
«¿Cómo? ¿Forzando la cerradura?»
«No hay necesidad. La puerta ha estado abierta todo el tiempo. Recuerda: es una puerta que las monjas no conocen.»
«Por supuesto.»
«Rudisbroeck espera cinco, diez minutos, media hora… y nada; Cae la noche. La lluvia se convierte en aguacero, y el aguacero en diluvio. Relámpagos violetas estremecen el cielo. Los muros del colegio se iluminan de pronto y vuelven a hundirse en la noche. Rudisbroeck decide guarecerse en el colegio. Empuja la puerta. Un bulto pesado le cae encima.»
«¿Glinda?»
«Eres tú quien se apresura. Un relámpago, esta vez amarillo, le permite identificar al bulto. Es, en efecto, Glinda.»
«¿Cuál de las dos?»
«La original: Glinda de carne y hueso.»
«No comprendo.»
«Su amada Glinda tiene un cuchillo clavado en la espalda. Su amada Glinda ha sido acuchillada. Está muerta.»
«¡Dios! ¿Y quiénes son los asesinos?»
«Femenino del singular, por favor. Glinda II, que aparece entonces con las manos manchadas de sangre, se confiesa culpable, cierra los ojos y declara, llorando, su amor a Rudisbroeck. Luego… cuéntame el resto.»
«Bueno… supongo que Rudisbroeck, en un súbito arranque de furia, reduce a un montón de fierros y de poleas a su fatal muñeca…»
«Oh, no. Eso implicaría un final lleno de moralejas, una suerte de fábula… No. La reacción de Rudisbroeck es distinta. Es comprensiva. Triste y solemne, pero comprensiva. Mientras la lluvia acribilla el rostro de su antigua amada, que ahora yace en el fango; mientras un torrente de sangre brota de la espalda de la hermosa Glinda I y se mezcla con el agua mugrienta en el quicio de la puerta, Rudisbroeck se aleja con un brazo alrededor de los hombros de Glinda II y, dominándose, la consuela, le promete un amor incorruptible…»
«Qué final tan espantoso. Me defrauda…»
«Todavía no llegamos al final. Amanece. Las cosas son visibles ahora, el crimen es visible para las monjas, para la ciudad, para el rey de Penumbria y, sobre todo, para el hada oscura, madre de Glinda, cuyo nombre no ha resistido al paso del tiempo…»
«Eso es absurdo siendo, como es, un personaje clave.»
«Tienes razón. Pero escucha… El hada oscura, enferma de pena y de venganza, interroga a su espejo mágico…»
«¿Dónde vive este singular personaje?»
«En el palacio del rey, muy cerca del colegio religioso. Es… era una construcción gótica bastante notable, de la que ya no queda nada. Ocurrió hace tanto tiempo…»
«Claro. Prosiga.»
«La madre de Glinda interroga a su espejo mágico, un espejo redondo con marco dorado y diseños vegetales. El espejo responde con imágenes. Las mismas, cruentas imágenes que te he narrado; la llegada, la espera, la lluvia, el bulto, la identificación del bulto, el cuchillo clavado en la espalda, la confesión, la declaración de amor… Todo.»
«¿Y luego?»
«Trama su venganza. Pero no la reduce a Rudisbroek y al sosías de Glinda: en su desesperación, extiende su dolor por toda Penumbria, para siempre.»
«¿Cómo?»
«Fabricando un monumento simbólico: una tarde perpetua. Para eternizar aquel crimen, elige la hora ambigua que lo precedió, una hora en sombras que en Penumbria anuncia la llegada de la noche: las cinco de la tarde… y dilata, valiéndose de sus poderes, esa hora para siempre. ¿Qué mejor venganza, la de suprimir las mañanas prometiendo eternamente una noche que nunca llega?»
Miré al viejo. Estaba cansado. Pedí unas copas de Zu. El mesero, un joven de aspecto hindú, puso las copas en la mesa. Le deslicé tres grammas (moneda de Penumbria) en la mano. Luego alcé mi copa, invitando al viejo a brindar. Lo hicimos.
«¿Por quién?», pregunté.
«Por ti. Por un feliz regreso a casa.»
Dudé antes de beber el sorbo, Me pareció un brindis trivial. Hubo un silencio incómodo. Me apresuré a calificar:
«Una bella historia. Muy hermosa, de veras. Gracias.»
«No hay porqué darlas. Pero la historia es falsa. Todos la creen verdadera, pero es falsa. La verdadera historia es otra.»
«¿Cómo?»
«Sí. Glinda nunca ha existido, ni tampoco el rey, ni el hada oscura. Sólo Rudisbroeck es real. Y Penumbria.»
«Pero… ¿de dónde proviene entonces el nombre de la ciudad?»
«Penumbria siempre ha sido Penumbria. Creí que ya lo sabías.»
«No. Yo pensé que la historia era simplemente una justificación del nombre de la ciudad…»
«Y así lo es. Por mágica que sea, la historia nos tranquiliza a todos.»
«Entonces, ¿cuál es la verdadera historia?»
«Ve a la torre de Rudisbroeck y convéncete por ti mismo.»
Enarqué las cejas. Ir de nuevo a la torre de Rudisbroeck, sin «esencia de tiburón» de por medio, era una idea fatigosa. Además, no podía saber si lo que encontraría allí sería agradable, con tantos hechos confusos. La verdad es que temía sinceramente volver a la torre de Rudisbroeck, y así se lo hice saber al viejo.
«No puedes negarte ahora. Si has comenzado algo, termínalo de una vez. ¿Tienes miedo de saber la verdad?»
Eso era un reto. Me levanté con decisión y extendí la mano:
«Ha sido un gusto conocerlo. Tal vez no volvamos a vernos. .»
«Tal vez. Hasta pronto.»
Extendió su mano y estrechó la mía. En la puerta, volví la cabeza y dije:
«Adiós.»
«Hasta pronto», insistió el viejo, clavando en mí su mirada azul.
* * *
NOTAS (1) Todos estos acontecimientos ocurrieron durante una especie de delirio cruel en el que todo era posible y nada sorprendía a nadie. [regresar] (2) El secreto de Sir Lawrence Alma-Tadema no reside en la combinación de colores palpitantes (las túnicas verdes y moradas de las niñas locas de Heliogábalo, nadando entre rosas) ni en el suntuoso motivo romano, sino en el realismo, insultantemente fotográfico, de sus cuadros al óleo, que nos ofrecen estampas de calidad onírica en donde el Todo ha sido sacrificado a las partes, como frecuentemente ocurre en los sueños. [regresar]
Además de todo lo demás (un par de libros; textos por obligación y placer; anotaciones para esta bitácora y para la sufrida cuenta de Tuiter), estoy preparando un par de cursos: ambos serán de novela y se repartirán entre revisar textos de los asistentes y hablar de la teoría (si es que es posible: si hay una sola, o varias ideas que pudieran ensamblarse para parecer una sola) de la novela.
Entre otras referencias, está la del pasaje siguiente, que proviene de Pietr el letón (1931), la primera de la larga serie de novelas del inspector Maigret escritas por Georges Simenon. Maigret está vigilando desde afuera, y en tiempo tormentoso y desagradable, la casa del sospechoso, y sus pensamientos vagan hacia estas ideas sobre el descubrimiento y la detección:
Era más bien una teoría propia y, aunque jamás la había desarrollado, permanecía imprecisa en su mente […]
En cualquier malhechor, en cualquier delincuente, hay un hombre. Pero también hay, y sobre todo, un jugador: un adversario que generalmente ataca, y éste es el que la policía intenta ver.
¿Se ha cometido un crimen o un delito cualquiera? La lucha se enzarza en torno a unos datos más o menos objetivos. Una o varias incógnitas, que la razón intenta resolver.
Maigret actuaba como los demás. Como ellos, también utilizaba los extraordinarios instrumentos que los Bertillon, los Reiss, los Locard han puesto en manos de la policía y que constituyen una verdadera ciencia.
Pero buscaba, esperaba, acechaba sobre todo la «fisura». En otras palabras, el momento en que, detrás del jugador, aparece el hombre.
En el Majestic, había tenido ante sí al jugador.
Aquí presentía otra cosa. La casa apacible y ordenada no formaba parte de los accesorios de la lucha entablada por Pietr el Letón. La mujer, sobre todo, y los niños entrevistos u oídos pertenecían a otro orden material y moral.
Y por ese motivo esperaba, aunque de mal humor, pues le gustaba demasiado su gran estufa de hierro colado y su despacho, con las cervezas espumeantes sobre la mesa, como para no sentirse desdichado bajo esta pegajosa tormenta.
Puede que la «teoría» no suene muy interesante tal como está planteada, pero su práctica, a lo largo de muchos episodios de la serie de Maigret, es extraordinaria: Simenon nos muestra cómo su personaje descubre, una y otra vez, la fisura en el comportamiento de sus adversarios que le permite no atraparlos (no necesariamente) pero sí comprenderlos: encontrar lo que faltaba por ver de su carácter y sus motivaciones, de modo que su imagen se complete y revele profundidades imprevistas, sorpresas, a veces detalles conmovedores o terribles.
¿No es éste el modo en el que se explora, también, la creación de un personaje novelesco? Por muchos planes previos que se hagan, por copiosas que sean las biografías y escaletas que se redacten (y que pueden ser muy útiles, sí), en los personajes siempre hay un fondo secreto, un último reducto de ideas y motivos y pasiones que jamás se revela a la primera. Uno es también explorador en lo que escribe y en quienes escribe: preguntarse por lo que hacen es lícito porque su creación nunca está completamente bajo nuestro control; cuando menos, algo pasa invariablemente –algo se pierde o se gana– en el proceso por el que las ideas se verbalizan, se ordenan y luego se traspasan a signos escritos.
Los críticos de Simenon le cuestionan las tosquedades de acción y de estilo, la falta de pulimento. Pero en las reflexiones de Maigret y su búsqueda de fisuras, por descuidadas que puedan parecer, con mucha frecuencia me parece entrever esto: tal vez el escritor no trabajaba con un plan previo, tal vez improvisaba sobre la marcha, pero siempre acertaba. Siempre: sus personajes son invariablemente creíbles, humanos, complejos. Esto bien puede ser parte del famoso «oficio» del escritor: conocer a la humanidad y a la gramática lo bastante como para que aquélla se manifieste sin esfuerzo por medio de ésta.
(Un elogio típico que se da a los grandes dibujantes es decir que pueden hacer una figura sin bosquejarla primero: que su dominio del trazo les ha costado tanto que parece que no les cuesta nada.)
¿Por qué siempre me entero tarde de estas cosas? Gracias a la bitácora Teoría del caos de René López Villamar acabo de saber de un artículo del escritor español Andrés Ibáñez, publicado el 22 de marzo de este año en el sitio del diario ABC, contra la minificción: una invectiva (la palabra la empleó René y es justo la justa, de modo que la repito) que desarrolla el viejo tema de que el microrrelato –así lo llama Ibáñez– es sólo un chiste sin mayor mérito, una ocurrencia que prefieren quienes no quieren o no pueden esforzarse en escribir algo más extenso (una novela, claro). El texto estaba escrito para indignar y lo consiguió, a juzgar por la respuesta en un buen número de bitácoras españolas. Aquí, con su permiso (de ustedes), reproduzco sus dos párrafos iniciales:
¿Conocen ustedes la anécdota de Tolstoi y los microrrelatos? Después de escribir varias novelas de inmensa longitud (Guerra y paz, Anna Karenina, Resurrección), un periodista le preguntó al anciano escritor que por qué no intentaba el género del microrrelato. Y Tolstoi, que nunca tuvo pelos en la lengua, contestó: «Porque son muy aburridos».
Me parece una excelente respuesta. Los microrrelatos, en efecto, son muy aburridos. Y no es ese, probablemente, el peor de sus defectos. Me atrevería a decir que los microrrelatos son a la literatura lo que un sobrecito de ketchup es a la alimentación humana. En otras palabras, que los microrrelatos no son en realidad literatura porque no son, en realidad, nada. No son un género literario. No son un relato muy breve. No son «el resultado de una enorme depuración expresiva». En el 99,99 por ciento de los casos no son más que chorradas. Y chorradas llenas de clichés, además. Microrrelato: la mínima extensión que puede alcanzar una obra literaria de calidad pésima.
Como se ve, la argumentación del artículo resulta menos original que dogmática; no reproduzco el resto porque sigue más o menos la misma línea hasta el final del texto y no se sostiene: baste enlazar aquí al blog La nave de los locos de Fernando Valls, quien ya hizo la mejor refutación de Ibáñez (o al menos la más divertida) partiendo de cambiar la palabra «minificción» por la palabra «novela». La burla demuestra lo insustancial del escrito original, que en el fondo no es más que una bravata: la manifestación de una pose más o menos estudiada, como tantos que se publican en todas partes.
(NOTA IMPERTINENTE. Me recordó, por ejemplo, varios que se publicaron el año pasado acá en México sobre la «generación de los setenta» –de los escritores nacidos en los setenta– y se podían resumir del mismo modo: «yo que nací en los setenta desprecio a los otros de los setenta y así demuestro que soy mejor que ellos y merezco más que todos ellos». Los más arrojados entre esos textos agregaban rancheramente la idea de que sus autores tenían derecho a decir lo que decían por tener más huevos, es decir –supongo–, testículos más grandes que sus adversarios, lo que en realidad no decía nada sobre su talento literario pero era un modo más bien barato, y por lo tanto eficaz en un país mojigato y atrasado como México, de llamar la atención: Diego Luna logró el mismo efecto –las mismas risitas nerviosas, la misma impresión de machismo patibulario, y además sin escribir una letra– poniéndose una mano en el «paquete» en el cartel de la película Rudo y cursi, estrenada en aquel tiempo.)
Me interesa más notar el hecho de que el arranque del texto de Ibáñez, la anécdota de Tolstoi, es una mala minificción: un chiste conservador. Parte de un lugar común–reducir a Tolstoi a la caricatura de «el tipo que escribía libros gordos»– y entonces, sin ninguna ironía, agrega la sugerencia de que le divertía escribirlos y, tal vez, también leerlos: poco más podemos inferir de que el microrrelato –que en el contexto es un anacronismo: el concepto se formuló después de la muerte de Tolstoi– lo aburra. Redoble de tambores y platillazo.
Como decía Lenin, ¿qué hacer? Si quisiéramos, en plan estrictamente experimental, depurar la minificción escondida en ese párrafo, tendríamos que empezar por considerar el remate. Como no se trata de mostrar fidelidad a la realidad histórica ni a ningún dogma literario, sino de crear un texto interesante, podemos quedarnos con el anacronismo de oír a Tolstoi opinando sobre la minificción, pero también podemos buscar una paradoja de verdad en su opinión (la paradoja, en una buena minificción, acostumbra ser un modo de confrontar las ideas preconcebidas del lector, y no de reforzarlas). Digamos, sólo por seguir con el juego, que a Tolstoi no le disgustaban las minificciones sino que le encantaban, pero no las escribía porque era capaz. Una nueva versión de la anécdota con este cambio paradójico podría ser:
¿Conocen ustedes la anécdota de Tolstoi y los microrrelatos? Después de escribir varias novelas de inmensa longitud (Guerra y paz, Anna Karenina, Resurrección), un periodista le preguntó al anciano escritor que por qué no intentaba el género del microrrelato. Y Tolstoi, que nunca tuvo pelos en la lengua, contestó: «Porque son muy difíciles».
Está un poco mejor, tal vez, pero ahora hace falta eliminar la palabrería: nada de presentaciones del autor («Conocen ustedes», etcétera) y nada de explicaciones: si alguien no sabe quién fue Tolstoi lo aprenderá mejor de de Guerra y paz o Ana Karenina, de un libro sobre el escritor o, en el peor de los casos, de la Wikipedia, y precisamente el sentido de una buena minificción (no hay muchas, no: sólo hay dos cosas en las que Ibáñez acierta, y ésta es una de ellas) es jugar con lo que su lector ya sabe. Así que la siguiente revisión podría ser:
Un periodista le preguntó a Tolstoi que por qué no intentaba el género del microrrelato. Y Tolstoi, que nunca tuvo pelos en la lengua, contestó: «Porque son muy difíciles».
Pero todavía no es suficiente. La acotación «que nunca tuvo pelos en la lengua» podría haber servido en la «denuncia» de la minificción que está en el fondo del texto de Ibáñez, pero a esta altura ya no tiene mucha utilidad porque la declaración de Tolstoi no es un «atrevimiento» en el sentido que pretendía tener en aquel texto. La podemos quitar, y junto con ella la mención explícita del periodista, que tampoco sirve de nada (la pregunta podría hacerla Turguéniev, Dostoievsky, el Dalai Lama, Milan Kundera…) Una nueva iteración podría ser, por tanto:
–Señor Tolstoi, ¿por qué no intenta el género del microrrelato?
–Porque es muy difícil.
O más enfáticamente:
–Señor Tolstoi, ¿por qué no escribe microrrelatos?
–¡Porque son muy difíciles!
Tal vez el resultado tampoco es tan bueno. Tal vez todo lo que queda, luego de tantas podas y modificaciones, es tirar la minificción a la basura. Tampoco se trata de lograr la brevedad por la brevedad misma; quienes buscan el cuento más corto del mundo (típicamente se plantea así: el que supere en brevedad a «El dinosaurio» de Monterroso) corren el riesgo de caer en una suerte de machismo al revés («a ver quién la tiene más chica») y producir meros juegos derivativos, gestos imposibles de leer sin una larga glosa… y en efecto, aburridísimos; esto es lo segundo en lo que Ibáñez tiene razón.
Por otra parte, hay algo que Ibáñez, y algunas de las (pocas) personas que lo han defendido razonablemente, no tienen en cuenta en ningún momento: la mayoría de las minificciones que valen la pena existen acompañadas, pero no de un aparato de lectura a modo, sino de otras minificciones: se escriben y se publican en series y su propósito no es que tengan la contundencia de un cuento tradicional sino que logren, por acumulación, una impresión de vastedad distinta a la que logra una novela: la de las variaciones que se pueden crear sobre un concepto, una idea, una referencia intertextual, un tema. Quienes atacan la minificción declarando que no conocen buenos libros completos de la especialidad deberían asomarse, por dar sólo unos pocos ejemplos, a la obra de Ana María Shua, de José de la Colina, de José Luis Zárate…, todos llenos de este tipo de series. Es muy difícil escribir, desde luego, buenas colecciones así, porque cada «término» de la serie debe proponer efectivamente alguna novedad y no quedarse en el refrito o el chiste fácil. Pero puede hacerse. A lo mejor algún microcuentista de talento podría, incluso, crear una sexta versión de Tolstoi y colocarla en un conjunto que ironizara sobre ideas recibidas, que hablara de las especialidades literarias…
Todo esto tiene el propósito de sugerir que la «depuración» en la que Ibáñez no cree sí es posible. Una vez más lo digo: hay quienes la llevan a cabo y han producido, luego de muchos trabajos, textos extraordinarios. Es cierto que la mayor parte de las personas que escribe minificciones no se toma nada de este trabajo y produce (y publica, dios nos asista) pura porquería. Pero también es una porquería la mayor parte de los grandes y gordos novelones, las esbeltas nouvelles, los discursos de los políticos, los planos arquitectónicos, las composiciones musicales, los peinados en el salón de belleza, los planes de gobierno… Cualquier producto del esfuerzo humano, en fin, tiene más probabilidades de ser una porquería que de no serlo. La mediocridad es un baldón de la especie humana y lo ha sido siempre.
(NOTA ABSOLUTAMENTE PERTINENTE. De hecho, años antes del artículo de Ibáñez ya existía una afirmación más general y eficaz para describir la cuestión en la forma de la «Revelación» de Sturgeon; Theodore Sturgeon, escritor estadounidense, usó un aforismo para defender el subgénero que practicaba (la ciencia ficción) declarando que en efecto, es verdad que el 90% de lo que se publica en ese campo es mierda, pero de hecho «el noventa por ciento de todo es mierda». El porcentaje exacto es lo de menos. También es mierda el 90%, o el 99.9%, de los artículos periodísticos, y nadie dice nada porque no lo percibe o porque –más raro– sabe que para encontrar las muy escasas obras que valen la pena también hay que esforzarse.)
Una última observación: si a usted le interesa leer y no le gusta la minificción, no la lea. Así de fácil. Déjenos leer en paz a los demás y no habrá ningún problema. Pero si le interesa escribir y no le gusta la minificción, entonces léala de todos modos: busque buenos ejemplos, aunque le cueste (aunque haya tantos textos malos por ahí, aunque no se sienta cómodo en historias de menos de 500 páginas) porque de lo que se trata en su caso es de enterarse de todo lo que hay, de ir un poco más allá de lo que ya conoce. Vea los desfiguros de quienes lo rodean y se dará cuenta de que usted está, aunque sea por poco, en el grupo de los más amenazados por los prejuicios y los clichés.
(NOTA NO MENOS PERTINENTE. Un artículo de Guillermo Barquero sobre este mismo tema, aunque elogia al de Ibáñez, me parece muy superior al de éste. Y de rebote, leyendo a Barquero encontré este otro texto de Juan Murillo, sobre ciertos rasgos de la escritura de varias novelas recientes, que se emparenta con la parte mejor de la crítica de lo breve. Por último, supe de Valls gracias a Héctor Julián Coronado.)
Con esta nota termina la serie sobre la locura, lo fantástico y… Batman en una de sus versiones actuales para cómic, escrita por Grant Morrison. (Sí: la mayor parte de las historias del personaje son basura, como la mayor parte de las historietas, pero también es basura la mayoría de las historias de cualquier tipo, medio y género. Y ésta ofrece, como dije en una entrega previa, una ilustración muy interesante del «problema» de Coleridge: el enfrentamiento con una evidencia incuestionable de algo que sobrepasa nuestra idea de lo real.)
1. Sobre lo fantástico y los superhéroes
Como algunos lectores han observado, todo lo dicho hasta ahora (he aquí las partes 1 y 2) tiene que ver en el fondo con una idea de lo fantástico. El término «historia fantástica» puede sonar terriblemente confuso, pero es así porque nuestras definiciones de lo fantástico acostumbran serlo. Si se intentara creer a la vez en todas las definiciones que existen, no sólo tendríamos un amontonamiento absurdo de obras y autores que en realidad tienen poco en común (ya se sabe: Italo Calvino junto a J. K. Rowling, Guy de Maupassant al lado de Clive Barker, Francisco Tario junto a William Blake), sino además cada uno de ellos tendría que cumplir al mismo tiempo con varias condiciones mutuamente excluyentes. Para algunos la «fantasía» es simplemente ensoñación escapista; para otros es un tipo de arte (o ciertos temas, o ciertos detalles de hechura o propuestas formales) que busca producir ciertos efectos emotivos o intelectuales; para otros más, es un tipo preciso de historias, con ciertos personajes y tramas reconocibles…
Aquí, la definición que me interesa más de lo fantástico es una ya de cierta edad pero todavía muy útil: la del filósofo de origen búlgaro Tzvetan Todorov, quien propone una división en tres grandes grupos de las obras que llamamos fantásticas. En un extremo están, dice él, los textos de lo extraño, en los que aparentemente sucede algo que quebranta las leyes naturales (o aquellas por las que se entiende y define lo «real») pero finalmente ese algo resulta ser sólo un hecho improbable, no imposible, y las leyes previamente conocidas se confirman. En el otro extremo están los textos de lo maravilloso, en los que tienen lugar sucesos imposibles en nuestra vida «real» pero que son posibles y hasta habituales en el mundo ficcional en donde tiene lugar la acción: no se siguen las reglas comunes pero tampoco se niegan porque es claro que el mundo que estamos vislumbrando es otro.
Y enmedio de estos dos extremos están los textos de lo que podríamos llamar fantástico estricto, en los que nunca queda claro (y tal es el objetivo) si los sucesos presentados rompen o no con las leyes del mundo en el que suceden: lo más importante es la duda que se produce en nosotros, los lectores, y la forma en la que esa duda se mantiene incluso después de terminar la historia. Si está bien lograda, la duda impide que la historia se pueda hacer de lado fácilmente, terminada su lectura (su «consumo», dirían algunos) y que los sucesos que propone puedan acomodarse en una visión preestablecida de nuestro mundo o en «otro mundo», con otras reglas, que no afectan nuestra experiencia cotidiana. Es importante notar que este efecto siempre tiene lugar en los lectores y siempre apunta a sugerir la fragilidad de nuestras propias reglas: las que rigen cómo vemos nuestro propio mundo, más allá del texto.
La historieta de superhéroes, a pesar de ser un subgénero que se alimenta de numerosas vertientes de la ficción popular de los últimos siglos, se practica generalmente como una vertiente de lo maravilloso: el mundo ficcional de Superman o los Hombres X, digamos, y en especial si se trata de un escenario compartido por varias series (como sucede con mucha frecuencia en la historieta de los Estados Unidos) puede albergar numerosos tipos de historias, pero visto en su conjunto es un universo donde las «leyes naturales» son fundamentalmente distintas, una especie de conjunto ampliado que permite mucho más de lo que sería posible en la vida «real» (y en cualquier subgénero más o menos rígido) sin que exista el peligro de cuestionamiento o ruptura. El Hombre Araña tiene un origen cercano a los lugares comunes de la ciencia ficción de los años cincuenta y sesenta, pero puede pasar por momentos de melodrama, incluyendo todas las exageraciones del caso, así como por episodios naturalistas, o bien modelados de acuerdo con las prescripciones de la literatura de horror, o de muchos otros tipos.
Además, es posible invocar elementos de muchos subgéneros distintos a la vez: si –retomando un ejemplo que propuso Luis Boiler— Batman, un superhéroe con rasgos que provienen de la novela negra, aparece en una historia con Zatanna (una hechicera cuyos poderes mágicos no tendrían cabida en una historia policial propiamente dicha), ambos coexisten sin problemas: el mundo que habitan los permite a ambos y no se produce ninguna ruptura.
2. Batman y Batman y Batman
El Batman de los años cincuenta, al que se refirió la entrega previa, es igualmente parte de un universo de lo maravilloso: ese Batman detiene criminales en una página, a la siguiente viaja a otro mundo y en la tercera puede estar metido en un cuento de horror sobrenatural; además, se involucra con personajes de lo más variopinto, ajenos también a su definición inicial. Cambia, desde luego, el aspecto visual del personaje, y cambia también el tono de las historias, que es más jocoso, menos grave y sombrío que el de las versiones actuales.
De éstas, que insisten en los rasgos más sombríos del personaje y en la idea del héroe psicológicamente inestable (traumatizado, paranoico, obsesivo-compulsivo), el Batman de las películas de Christopher Nolan es la más reciente y «oscura»: una imagen sugerente de cómo percibe o idealiza su actitud ante el mal una sociedad como la estadounidense, que constantemente habla de él pero en realidad no lo sufre y se siente angustiada ante su posible aparición en un entorno que en otro tiempo se había considerado protegido y a salvo (esta angustia, desde luego, empezó a cobrar enorme fuerza a partir de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001). Incluso, la aparición de este mal indescifrable para quienes son sus víctimas (desconectadas de la conciencia de su propia capacidad para el mal) tiene un subtexto filosófico interesante, como se ve en este comentario de Ernesto Priani.
Comparado con este Batman, con toda su pertinencia como metáfora de un momento histórico, la versión de Grant Morrison –quien ha sido el guionista de la venerable revista Batman de DC Comics desde mediados de 2006– puede parecer trivial por su falta de un «mensaje» evidente y por no sugerir ninguna lectura claramente relacionada con hechos de actualidad. Pero aunque sus guiones hayan resultado tener por materia, sobre todo, el propio arte de la historieta y la larga tradición creada alrededor del personaje de Batman en sus setenta años de existencia, Morrison está creando una visión interesantísima que está culminando en sus últimas entregas: justamente aquellas en las que se ve un tratamiento distinto (y quizá único en la historia de publicación del héroe) de sus elementos fantásticos, incluyendo sus personajes secundarios y la naturaleza de su mundo ficcional.
La premisa fundamental de Morrison es la siguiente: tratar a Batman como si todas sus aventuras publicadas (incluyendo las más excéntricas y alocadas de los años cincuenta) hubieran «sucedido realmente» en la vida del personaje. Como muchas de estas historias resultarían demasiado ingenuas o ridículas para los lectores que prefieren un Batman más «serio», todas las que sobrepasan los «límites» actuales se consideran parte de una serie de casos dudosos, consignados por el propio Batman en una serie de «libretas negras»: hechos que Batman recuerda pero que no puede aceptar como parte de su vida real y debe explicar como alucinaciones debidas a causas diversas; no son, pues, episodios «verdaderos», pero sí parte de la vida interior del personaje y signos de lo complejo de su personalidad y lo rico de su pasado.
Esta complejidad y esta riqueza se han explorado a lo largo de todas las historias escritas por Morrison, quien de 2006 a 2008 recuperó diversos personajes olvidados de otros periodos de Batman y jugó constantemente con la idea de que la del héroe, lejos de ser una personalidad fuerte aunque ligeramente desequilibrada, está sobrecompensando una debilidad fundamental y podría, efectivamente, estar en el borde de la locura; varios episodios indescifrables se han referido como parte de momentos oscuros en la vida del personaje, en los que ha perdido temporalmente la razón o ha quedado, por largos periodos, en estados alterados de conciencia.
3. Zur-En-Arrh
Ahora bien, en la más reciente serie escrita por Morrison –titulada «Batman R. I. P.» e ilustrada por Tony Daniel– todas estas ideas se llevan en una dirección imprevista a partir una deconstrucción brillante y brutal del personaje, quien resulta sospechoso de padecer esquizofrenia paranoide (como Daniel Paul Schreber) y de haberse convertido en Batman como una reacción infantil y enfermiza a la muerte de sus padres…, lo que, como se sabe, es el punto de partida de su historia original de vengador enmascarado.
Más aún, toda esa historia podría ser falsa: sus padres podrían no ser los filántropos virtuosos que habían permanecido intactos desde las primeras apariciones del personaje hasta la versión fílmica de Nolan, y él mismo podría no ser hijo del «brillante doctor y filántropo Thomas Wayne», quien (en cambio) habría asesinado a su esposa y fingido su propia muerte para embarcarse en una carrera criminal: su verdadero padre podría ser Alfred, el mayordomo fiel…
Confrontado con la posibilidad de estar perdiendo el contacto con la realidad, y a la vez víctima de un ataque psicológico de uno de sus enemigos (¡acaso el propio Thomas Wayne!), Batman sufre un colapso; sus adversarios se lo llevan y lo dejan en una calle de Ciudad Gótica (su escenario habitual), donde vaga delirante y sin recordar su propia identidad. Entonces sucede lo milagroso: Morrison transcribe casi palabra por palabra la conclusión de la aventura del Batman de Zur-En-Arrh, de 1958 (mencionada en la entrega anterior), pero en un contexto distinto, al colocar al Batman actual, completamente trastornado, en compañía de un vagabundo sin hogar que podría o podría no ser producto de la imaginación pero, en cualquier caso, le regala un objeto misterioso que lo impulsa a coserse un nuevo traje de Batman a partir de retazos:
El objeto es, dice nuestro personaje, el «Bat-Radia», el transmisor casi mágico que utilizaba el Batman extraterrestre en aquella historia, que desde el punto de vista de la revisión de Morrison sólo puede ser entendida como una alucinación. El personaje, como en su anterior iteración, parece «reconocer» y aceptar sin problemas la novedad de un hecho más allá de lo aparentemente posible…, aunque el «Bat Radia» no es sino un radio común de pilas. Por otro lado, la conciencia de Batman parece haberse dislocado, pues ahora afirma ser él mismo el Batman de Zur-En-Arrh:
Tomando solamente lo que se ha referido, daría la impresión de que el episodio, contado originalmente dentro de las coordenadas de lo maravilloso, ha pasado a lo extraño: el descubrimiento aparente de un objeto de poder no es sino el producto de la imaginación de un hombre claramente enloquecido. No importa: sólo con las referencias al pasado previamente suprimido del personaje, se logra un efecto de extrañamiento tanto entre los lectores que no conocen las historias de los cincuenta como en aquellos que buscan las referencias y reconocen el homenaje. Además, Morrison ha colocado otros elementos del pasado editorial de Batman en posiciones más ambiguas: uno de los más llamativos es Bat-Mite (que los lectores de más de treinta pueden recordar como el «Bati-Duende» de alguna serie animada), retrabajado como una especie de guía espiritual del Batman loco, pero sin que quede claro aún si es un personaje sobrenatural u otra alucinación.
A pesar de que Batman tiene actualmente un sitio en la cultura global como un personaje «duro»: como justiciero violento aunque defensor de una sólida moralidad, lo cierto es que sus transformaciones, como las de cualquier icono que se vuelve popular en un periodo determinado, son muchas más (y más variadas) de lo que se puede saber conociendo sólo su historia reciente. Iconos como él sirven como contenedores de numerosas obsesiones, miedos y aspiraciones que cambian con el tiempo y, a veces, de forma muy pronunciada. Y es muy raro (de hecho, casi no sucede) que las historias de un momento dado reconozcan los cambios que sus personajes y escenarios han sufrido: cada etapa se limita a observar fijamente su propio presente. Aquí, en cambio, sucede lo contrario: recuperar una serie de historias suprimidas y jugar así con ellas sugiere que la realidad que está en duda es la realidad extra-textual de Batman, su relación con nosotros.
La ruptura que Morrison propone, por lo tanto, es mucho más sutil que la de una historia encuadrada de modo cabal en lo estrictamente fantástico, pero puede recordarnos a nosotros, lectores, la fragilidad y la variabilidad de nuestros propios deseos, que los personajes de historieta satisfacen, y de nuestras propias ideas sobre lo que deseamos considerar «real» en las obras que creamos.
POSDATA DEL 3 DE OCTUBRE
La siguiente entrega de «Batman R. I. P.» ha aparecido y en ella Morrison concluye un episodio de una forma que interesará a varias de las personas que han dejado comentarios hasta el momento.
En el fondo, el juego con la posibilidad de la locura, que resulta de forzar un elemento inaceptablemente extraño en un mundo ficcional que no está creado para incorporar semejantes intrusiones, ha sido usado por Morrison para agregar tensión dramática a su historia de cómo Batman es llevado a la demencia y finalmente destruido (probablemente sólo para anunciar una nueva iteración en el personaje, que no desaparecerá mientras la empresa que lo posee pueda seguir explotándolo; pero en este subgénero no importa la continuidad general de los personajes, sino sólo las grandes historias que llegan a contarse con ellos; el resto es, como ya dije, basura).
Ahora bien, en este capítulo de la historia hay un efecto fantástico que se resiste a desaparecer, y no es el efecto más leve ya mencionado, que se produce a todo lo largo de la historia al adosar a la iteración actual del superhéroe (al mundo ficcional «adecuado» a las apetencias de los consumidores actuales) la sugerencia de las versiones previas y más imaginativas del mismo.
Aunque la aparición del «Batman de Zur-En-Arrh» quedó asimilada al Batman actual como una instancia de lo meramente extraño (Batman se ha vuelto loco, el «Bat-Radia» es en realidad un viejo radio de pilas que la psique rota de Batman usa como símbolo), quedaba la figura del Bat-Mite, que desde su aparición en alguna historia previa de la escritas por Morrison hacía dudar entre considerarlo un auténtico nahual o sólo una manifestación de la racionalidad para un personaje que ha perdido el contacto con la realidad.
Cuando Batman está a punto de entrar en la trampa que le han tendido sus enemigos en el famoso manicomio Arkham, Bat-Mite declara que, como representante de la poca racionalidad que le queda a Batman, no puede entrar en la casa de la locura. Batman (quien está a punto de perder la identidad del Batman alienígena y hacerse polvo como el simple Bruce Wayne) exige a la criatura una respuesta: ¿es realmente un hiper-duende proveniente de la quinta dimensión o sólo un ser imaginario? La respuesta de Bat-Mite: «La imaginación es la Quinta Dimensión».
Para terminar, las imágenes que siguen (tomadas todas del blog Again With The Comics) permiten atisbar un poco más de las extrañas aventuras de Batman en los cincuenta. Buena parte de la primera de todas se puede leer (en inglés) aquí.
[Ésta será la última nota extensa por un tiempo. En las semanas por venir estaré ocupado en Caza de Letras y otros compromisos, aunque la actividad continuará con notas más breves. Saludos a todos.][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][parte 1] > Segunda de tres partes > [parte 3]
En una nota de Timothy Callahan, aficionado y estudioso del cómic, descubrí la existencia del número 113 de la revista Batman (publicado en febrero de 1958): una ilustración inusual del problema de la flor de Coleridge.
La historia, con guión de Ed Herron y dibujos de Dick Sprang, es como sigue. Una noche, Batman sale de su casa en un curioso estado mental: no sabe exactamente para qué sale, por qué sin Robin, hacia dónde se dirige. Ya en el aire, en su batiplano, tiene una experiencia de lo más extraño: la cabeza le da vueltas y de pronto ya no está más en el interior del avión:
El estado de disociación en el que Batman parecía encontrarse era sólo el comienzo: ha sido transportado, por medio de una tecnología muy avanzada, al planeta Zur-En-Arrh, en el que un imitador y fanático (el científico Tlano) desempeña el papel de héroe justiciero al modo de Batman. Tlano ha traído a su ídolo y para pedirle socorro: necesita repeler una invasión extraterrestre y sólo el Batman original puede ayudarlo.
La razón: en Zur-En-Arrh Batman tiene poderes sobrehumanos semejantes a los de Supermán: es invulnerable y muy fuerte, puede volar… Estos poderes serán el complemento perfecto de la tecnología muy avanzada que posee Tlano, y de la que el aparato más llamativo es el Bat-Radia: una versión seudocientífica de la caja mágica, cuya utilidad y funcionamiento se explican con un discurso sin mucho sentido pero salpicado de términos que suenan a técnico (una estrategia habitual de la ciencia ficción y el cómic de superhéroes de la época). Por supuesto, la invasión es repelida por Tlano y Batman, y al final éste es enviado de regreso a la Tierra, pero no sin que su admirador le dé un regalo de despedida: el Bat-Radia, que «no funcionará en la atmósfera terrestre» pero será, reconoce Batman, «el constante recordatorio de una de mis más extrañas aventuras».
El cuadro más importante de toda la historia es el último. Ya de vuelta en su avión, sin que hayan pasado más que unos instantes desde el momento de su partida, «Sería mucho más fácil considerar esto un sueño…», dice Batman; «pero ¿cómo podría? ¡Porque en mi mano tengo el Bat-Radia!»
(la imagen se puede ampliar haciendo clic sobre ella)
Como el soñador en el fragmento de Coleridge, al que el escritor hace despertar con una flor que cortó en un sueño, Batman recibe una evidencia de su paso por un mundo del que él mismo parece dudar. Pero al contrario de lo que sucede en Coleridge, el guión de Herron no se detiene a considerar si en efecto el viaje pudo haber sido sólo un sueño, y en cambio permite que el personaje se limite a aceptar lo sucedido con una sonrisa.
La historia comienza mostrando a Batman en una especie de trance, y su aturdimiento al ir al planeta misterioso y al volver de él está sugerido con una curva que parte de su cabeza: uno de muchos signos de «taquigrafía» visual que sugieren lo invisible –como las largas líneas que indican la velocidad del movimiento en el manga clásico–, pero que, acompañada por la «irradiación» o aura que rodea al personaje, podría sugerirnos ahora gran cantidad de sobreinterpretaciones (un estado místico, una alteración semejante a las que se representan en el arte psicótico). Sin embargo, ni la historia ni el personaje sugieren tampoco que éste pudiera estar trastornado. Su concepto de lo «real» es distinto.
Historias como ésta abundaban en los años cincuenta: un signo más de la paranoia de la época (éste fue el tiempo de la «caza de brujas» anticomunista, por ejemplo) fue la campaña contra las historietas se superhéroes, muy populares durante la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente después, iniciada por el psiquiatra Fredric Wertham (1895-1981), discípulo de Freud y Kraepelin y emigrado a los Estados Unidos desde su Alemania natal. Wertham publicó un libro: La seducción de los inocentes (1954), en donde denunciaba al cómic existente en su tiempo por considerarlo inmoral e incitador de violencia. La reacción pública de rechazo y hostilidad hacia las revistas de historietas fue tal que las propias editoriales crearon el «Comic Code», un sistema de autocensura que existe (aunque modificado y menos estricto) hasta hoy. En su momento, apartarse de las normas del Comic Code era imposible, y las historietas de Batman y personajes semejantes se hallaban fuertemente sujetas; en lugar de recurrir a temas de la literatura policial, como en los comienzos del personaje, los guionistas se veían forzados a buscar historias menos «inapropiadas» que contar y frecuentemente acababan en lo más escapista de los subgéneros de lo fantástico.
Ahora bien, esos argumentos, aunque casi siempre ingenuos, eran también enormemente imaginativos. Hoy estaremos más acostumbrados al cliché del Batman «oscuro», el justiciero torturado y violento que apareció en la película de Christopher Nolan y, previamente, en el trabajo de historietistas como Neal Adams y Frank Miller; sin embargo, antes de ellos (y de la serie televisiva contra la que se rebelaban, y que ahora podría leerse como una parodia de la versión de Nolan) el personaje fue el aventurero luminoso e impredecible de Herron, Sprang y otros creadores obligados a superar las mismas restricciones: el Batman de los cincuenta es un héroe que, a falta de una realidad tangible sobre la que actuar o comentar, se adentra en numerosas experiencias interiores, alegóricas, de la simple imaginación. De hecho, la aventura del héroe convocado por medios ignotos y transportado, en una especie de rapto que no puede explicarse, a un mundo lejano, para pelear junto a un extraño doble de sí mismo y volver casi en el mismo momento de su partida, como si sólo hubiera soñado, es bastante sencilla y hasta rutinaria si se se le ve en el contexto del «repertorio de bizarrías» (la frase es de Emiliano González) en el que fue concebida: el personaje no era en aquel tiempo un concentrador de los temores sociales y el ánimo justiciero y puritano de los Estados Unidos, como lo es ahora, sino una sonda: un explorador de las posibilidades de la mente en una era abiertamente represiva. Más flexible que otras versiones de sí mismo: menos atado por convenciones «realistas», este Batman puede aceptar simplemente la existencia del aparato mágico que está en su mano e integrar esta aventura a todas las demás sin que su cordura corra peligro. Habita en un mundo de lo maravilloso –que no es como el nuestro y donde lo que sucede, por extraño que nos parezca, es rutinario para quienes lo habitan, como el Macondo de García Márquez o la Tierra Media de Tolkien– donde los exraterrestres existen, pueden ser admiradores de los héroes terrícolas e imitar sus vestimentas; donde el toda exploración, incluyendo la de los mundos más terribles, termina siendo gozosa, porque refleja una plenitud mayor que la que está a nuestro alcance.
Los superhéroes estadounidenses no han vuelto a recuperar esta capacidad y riqueza creativas, a pesar del interés renovado por los cincuentas (en consonancia con las modas retro) que se ha dado a partir de los años noventa. Sólo hay un Batman actual: el escrito por el guionista escocés Grant Morrison, que se acerque tanto a examinar, más que el ánimo social o las coyunturas del momento, esta ruptura de lo real.
[concluirá dentro de poco, en una tercera entrega][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]