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Cortejo de invierno

La estadounidense Sarah Orne Jewett (1849-1909) es considerada una figura importante de la literatura regionalista de su país. Esta corriente tuvo su mayor auge durante la vida de la escritora, entre los siglos XIX y XX. Las narraciones de Orne se centran en la vida rural del estado de Maine, donde ella pasó toda su vida, y en su idioma original documentan de manera rica y precisa los dialectos y acentos de la época. «A Winter Courtship» apareció por primera vez en la revista The Atlantic en 1889 y es, además de un muy interesante fragmento de vida, una delicada historia de amor.

Sarah Orne Jewett

CORTEJO DE INVIERNO
Sarah Orne Jewett

El transporte de correo y pasajeros entre las poblaciones de North Kilby y Sanscrit Pond corría a cargo del señor Jefferson Briley, cuyo carromato de dos plazas resultaba demasiado grande para los requisitos del negocio. Tanto los habitantes de Sanscrit Pond como los de North Kilby eran personas caseras, y el señor Briley a menudo hacía el viaje de once kilómetros en completa soledad, exceptuando el saco del correo, de cuero blando, que sujetaba al suelo del carromato con el zapatón de su pie izquierdo. Llevaba tantos años con aquel saco que casi le atribuía personalidad propia. El señor Briley tenía una apariencia tímida y dócil, pero tras ella se escondía un alma guerrera que alimentaba leyendo relatos estremecedores de crímenes y derramamientos de sangre en el Lejano Oeste. Familiarizado como estaba con los robos a diligencias, los asaltos a trenes y la muerte de mensajeros en el desempeño de su trabajo, se había preparado para cualquier cosa; aunque había confiado todos esos años en su fuerza y valentía, llevaba una pistola grande debajo del cojín de su asiento delantero para defenderse mejor. Sus pasajeros habituales conocían bien la existencia de esa arma terrible, y a los desconocidos, por lo general, se la enseñaba cuando habían cubierto tres de los once kilómetros de la ruta. No estaba cargada; nadie (al menos no el señor Briley) dudaba que la sola visión de un arma así haría dar media vuelta al más osado aventurero.
      Protegida por este hombre y esta pistola, una gris mañana de viernes, a las puertas del invierno, la señora Fanny Tobin viajaba de Sanscrit Pond a North Kilby. Era una mujer mayor y de apariencia débil, pero con un brillo de inteligencia en los ojos, y estaba preocupada por su abundante equipaje y su propia seguridad. Iba envuelta en muchos mantones y envolturas más pequeñas. Como no las llevaba bien ajustadas, se aflojaban y se le caían continuamente, así que el frío glacial de diciembre parecía forzar de vez en cuando la cerradura y entrar sigilosamente para arrebatarle el poco calor que conseguía generar. El señor Briley también tenía frío, y lo único que lo consolaba era pensar en el valor de aquellos jinetes del Pony Express de los tiempos anteriores al ferrocarril, quienes tenían que atravesar las montañas Rocosas por la gran ruta de California. Le habló largo y tendido de los peligros que corrían aquellos intrépidos jinetes a la sufriente pasajera, que no sintió ni una pizca más de calor y acabó gruñiendo de hastío.
      —¿Cuánto dice que nos queda para llegar?
      —No creo habérselo dicho, señora Tobin —respondió el cochero con una risa glacial—. ¿Ve esos pinos grandes y el lateral de ese granero, con los carteles amarillos anunciando el circo? Esa es mi señal de cinco kilómetros.
      —Y ¿nos quedan seis más para llegar? ¡Santo Cielo! —se lamentó la señora Tobin—. Azuce a ese animal, ¿quiere, Jefferson? No estoy acostumbrada a andar por ahí con este tiempo inhóspito. Hasta diría que me cuesta respirar. Estoy temblando de pies a cabeza. De nada sirve dejar que el caballo vaya pasito a pasito como va.
      —Oh, ¡por Dios! —exclamó el ofendido cochero—. No entiendo por qué espera la gente que compita con el tren. Todo el que sube quiere que haga correr al caballo hasta reventarlo. Mi tiempo promedio es bueno, y es cuanto puedo hacer. Si usted tuviera que ir de acá para allá todos los días menos los domingos durante dieciocho años, le aseguro que querría tomárselo con la mayor calma posible y dejar vía libre a quienes prefieran ir desempedrando calles. North Kilby, lunes, miércoles y viernes; Sanscrit Pond, martes, jueves y sábados. El caballo y yo llevamos haciéndolo juntos dieciocho años, y el animal no era precisamente joven cuando empezó, ni yo tampoco. Si le digo la verdad, no sé cómo ha podido aguantar tanto tiempo. ¡Vamos, espabila, vieja yegua! —gritó cuando la bestia de carga frenó en seco.
      Se decía que Jefferson dejaba descansar a esta fiel criatura dos veces por kilómetro, así que le costaba cuatro horas completar el trayecto solo, y más aún si llevaba algún pasajero. Pero, cuando hacía buen tiempo, el camino era muy agradable y estaba lleno de gente con vehículos particulares, y le gustaba detenerse a charlar. No había muchas granjas, y la tercera generación de pinos blancos daba una buena sombra, aunque a Jefferson le gustaba decir que, cuando él empezó a transportar el correo, su ruta atravesaba un campo abierto de tocones y maleza muy escasa allí donde los pinos blancos ahora formaban un arco completo por encima de la carretera.
      Acababan de dejar atrás el granero con los carteles del circo, y sintieron más frío que nunca cuando vieron a los curtidos acróbatas vestidos únicamente con mallas.
      —¡Dios bendito! —exclamó la viuda Tobin—. Esas pobres criaturas tienen un aspecto más triste que el de los abedules pequeños en los temporales de nieve. Espero que vayan más abrigados en esta época del año. ¡Vaya! Mire a ese saltando por el aro pequeño, ¿ve?
      —No podría pasar por ahí si llevara pantalones —respondió el señor Briley—. Supongo que tienen que estar siempre ágiles como anguilas. Cuando era pequeño, pensaba que eso era lo único que haría con gusto para ganarme la vida. Una vez me propuse escaparme y seguir a un artista itinerante, pero madre me necesitaba en casa. No tenía a nadie más que a mis hermanos pequeños y a mí.
      —No es usted el único que ha renunciado a sus sueños —dijo la señora Tobin con tristeza—. Yo tampoco pude ausentarme de casa para aprender el oficio de modista.
      —Pues le habría venido muy bien después, vaya que sí —dijo el comprensivo cochero—, habida cuenta de la tropa de muchachos que tuvo que vestir y alimentar más adelante. En fin, los que le quedan están ahora en una situación acomodada, pero debieron de darle mucho trabajo de pequeños.
      —Sí, señor Briley, pero también fue gratificante —afirmó la viuda, un tanto molesta—. Si bien es cierto que ahora se me hace muy difícil tener que dejar mi propia casa para vivir unos días aquí y otros allí, aunque sea con mis hijos. Ayer Adeline y Susan Ellen discutían preocupadas por ver quién sería la siguiente en alojarme; gracias a Dios, las dos querían acogerme enseguida, pero no me gustó nada oírlas hablar del asunto. Preferiría vivir en mi casa y apañármelas sola.
      —Yo estoy más que acostumbrado a vivir de huésped desde que murió madre —dijo el señor Jefferson—, pero me resultó muy duro al principio, se lo aseguro. Estando en la carretera todo el día como estoy, no podría de ningún modo encargarme de una casa. Me parece necesario pasar tiempo en ella para poder cuidar bien de todo.
      —Por supuesto —respondió la señora Tobin, quien notó cómo le embargaba de pronto una sensación agradable al reconocer la oportunidad que se le presentaba—. Por supuesto, Jefferson. —E, inclinándose hacia el asiento delantero, añadió—: A no ser, claro está, que tuviera a la persona adecuada para hacerlo por usted.
      También Jefferson notó entonces una extraña sensación en todo el cuerpo, así como un placer y un interés inesperados.
      —Escuche, hermana Tobin —exclamó con entusiasmo—, ¿por qué no se toma la molestia de sentarse aquí delante conmigo? Podríamos poner una piel de búfalo encima de la otra —iban los dos mal abrigados— y sentarnos bien juntos; creo yo que así iríamos mejor protegidos contra el frío.
      —Bueno, dudo que tuviera más frío si muriese congelada —respondió la viuda, con una sonrisa amable—. No quisiera retrasarlo ni molestarlo, señor Briley. No sé si habría salido hoy de haber sabido el frío que haría. Pero ya tenía preparado el equipaje, y no soy de las que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, como dicen las escrituras.
      —No querría que hiciera los once kilómetros solo, ¿verdad? —dijo el galante Briley en tono sentimental mientras la ayudaba a apearse y a subir de nuevo al asiento delantero.
      Ella era unos años mayor que él, pero habían sido compañeros de colegio, y la lozanía juvenil de la señora Tobin revivió de pronto a los ojos del cochero. La viuda tenía una pequeña granja en la que se había quedado sola, y la había cerrado para pasar el invierno fuera. El propio Jefferson disponía de unos ahorros nada desdeñables.
      Se taparon bien y se sintieron mejor con el cambio, pero una repentina incomodidad se instaló entre los dos; no habían tenido tiempo de prepararse para esta crisis inesperada.
      —Dicen que Elder Bickers, de East Sanscrit, se ha casado en segundas nupcias con una muchacha cuatro años más joven que su hija mayor —comentó la señora Tobin al poco—. Me parece una locura.
      —A mí también me lo parece —coincidió el cochero—. A esa familia le espera un invierno calentito.
      Cuando acabaron de reírse, la señora Tobin, aún con una sonrisa en los labios, dijo:
      —¡Menudo bromista está usted hecho para ser un hombre con tanta responsabilidad! ¿Nunca tiene miedo, llevando el correo y cosas de tanto valor, de que lo ataquen y le roben, sobre todo por la noche?
      Jefferson apoyó los pies en el guardabarros por debajo de la raída piel de búfalo.
      —Da un poco de miedo, o se lo daría a algunos hombres, mejor dicho, pero me gustaría ver al guapo que pueda conmigo. Voy armado, y me trae sin cuidado quién lo sepa. Algunos de los arrieros que vienen de Canadá parece que no ponen ningún cuidado en lo que hacen, pero yo los miro fijamente a los ojos cada vez.
      —Los hombres son valientes por naturaleza —dijo la viuda con admiración—. Ya sabe cómo se liaba Tobin a puñetazos con cualquiera que le faltase al respeto. En los plenos municipales, si no le gustaba cómo salían las cosas, le medía las costillas a quien hiciera falta. De no haber pertenecido a la parroquia, habría sido un verdadero pendenciero. Siempre me daba miedo que se enfadara, aunque en casa era un corderito, dócil como no se ha visto otro. Mi Susan Ellen, con solo cuatro años, le daba órdenes igual que al gato.
      —A mí me dejó la nariz un poco torcida cuando íbamos al colegio. No sé si alguna vez se ha dado usted cuenta —dijo el señor Briley—. Fue en una pelea de esas que tienen los muchachos. Nunca le guardé ningún rencor. Lo sentí por usted cuando murió. Se lo digo de corazón, Fanny. Le tenía un gran aprecio a Tobin, lo mismo que a usted. Siempre pensé que era la muchacha más guapa del colegio.
      —Déjeme ver esa nariz. A mí me parece que está recta —dijo la viuda dulcemente, después de echarle una rápida mirada con cierta timidez—. Un poquito curvada, si acaso, pero nada importante. Tiene unas facciones muy bonitas, como la familia de su madre.
      La situación se estaba poniendo acaramelada, y Jefferson Briley tuvo la sensación de que tal vez consiguiese algo más de lo que había imaginado. Apremió a la tambaleante yegua alazana y se puso a hablar del tiempo. Todo apuntaba a que acabaría nevando, y estaba harto de ir dando tumbos por la carretera.
      —No descarto contratar a alguien que me releve aquí el año que viene e irme al oeste para ver el país.
      —¿Cómo? Pero ¡qué cosas dice! —contestó la viuda.
      —Sí, señora —prosiguió Jefferson—. Esto es más monótono de lo que me gustaría, y ayer mismo decía yo que me conozco demasiado bien esta carretera. Me gustaría marcharme y conducir por las montañas con uno de esos grandes carruajes que van a toda velocidad, sabiendo que en cualquier momento me pueden matar de un disparo. Esos tipos llevan cantidades ingentes de oro de las minas a la ciudad, según tengo entendido.
      —Yo me moriría de miedo —dijo la señora Tobin—. ¿De qué pasta estarán hechos los hombres para que les gusten estas cosas? ¡Dios bendito!
      —Pues sí —explicó el afable hombrecillo—. Multitud de forajidos viven de los sustanciosos botines que sacan persiguiendo esos carruajes, obligándolos a parar y robándoles hasta las riendas. ¡La bolsa o la vida! —gritó, blandiendo el cabo de fusta por encima de la yegua alazana.
      —¡Santo Cielo! Ha conseguido que se me hiele la sangre. En un día tan frío, mejor sería que dijera algo alentador. Voy a pasarme toda la noche con pesadillas.
      —Ocultan su cara detrás de un pañuelo negro —dijo el cochero con aire misterioso—. Es muy probable que algunos de esos tipos provengan de buenas familias. Son tantos que paran el tren y lo recorren con toda la desfachatez del mundo. Podría contarle cosas que le pondrían los pelos de punta, señora Tobin, ¡ya lo creo que sí!
      —Solo espero que no nos salga al paso ninguno —dijo Fanny Tobin—. Lo último que quiero es ver a uno de esos persiguiéndome con el pañuelo en la cara.
      —No dejaré que nadie le toque un pelo —la tranquilizó el señor Briley.
      Se acercó un poco más a ella y se tapó con las pieles de búfalo otra vez.
      —Tengo mucho menos frío que antes —dijo la viuda a modo de recompensa.
      —Verá, yo antes tenía algo de miedo —prosiguió el señor Briley, con el presentimiento de que no llegaría soltero a la casa de postas de North Kilby—. Pero, claro, no tengo a nadie de quien preocuparme más que a mí mismo. Tengo primos, como ya sabe, pero nada más cercano, y la huella que haya podido dejar pronto desaparecerá; y… bueno, supongo que algunas personas pensarían en mí si algo me ocurriese.
      La señora Tobin tenía la cara tapada por una bufanda —el viento era cortante en ese tramo de carretera—, pero emitió un sonido alentador, a medio camino entre un gemido y un gorjeo.
      —A mí no me sería indiferente dejar de verlo pasar con su carromato —dijo al cabo de un minuto—. No sabría en qué día de la semana estoy. La semana pasada le dije a Susan Ellen que estaba segura de que era viernes, y ella dijo que no, que era jueves; pero entonces pasó usted conduciendo rumbo a North Kilby, y así supimos que yo tenía razón.
      —Me he convertido en parte del paisaje —dijo el señor Briley en tono lastimero—. Y es algo que nos va desgastando a la vieja yegua y a mí; nos gustaría dejarlo y establecernos en algún sitio cómodamente. Llevo mucho tiempo madurando la idea, mientras voy conduciendo de acá para allá, y ya he elegido una parcela de terreno dos o tres veces. Pero no soporto la idea de construir; acabaría conmigo; y tanto la hermana Peak, en North Kilby, como la señorita Deacon, en Ash to the Pond, compiten por ver quién me trata mejor, por miedo a que prefiera hacer parada en casa de la otra.
      —No me gustaría a mí vivir mucho tiempo con ninguna de las dos —contestó la pasajera resueltamente—. En una ocasión, cuando me encontraba visitando a los hijos de Susan Ellen, vi lo que la señora Peak había cocinado para una cena de granjeros, y dije: “¡Que el Señor me libre de tener que comerme alguna vez unas alubias tan blancuzcas como estas!”, a lo que ella respondió con una especie de graznido. Estaba sentada a mi izquierda y, por supuesto, me oyó. De haberlo sabido, me habría callado, pero ella no tenía por qué aclarar que las alubias eran suyas y crear así una situación incómoda. “Supongo que son unas alubias tan buenas como las que prepara cualquier otra”, dijo, y no me ha vuelto a dirigir la palabra desde entonces.
      —Creo que puedo llegar a entender su reacción —se atrevió a decir el señor Briley—. Las mujeres son muy susceptibles con las cosas de su cocina. Siempre he oído que es usted una de las mejores cocineras, señora Tobin. Me acuerdo de las rosquillas y de otras cosas que me daba antes, cuando pasaba con el carromato por delante de su casa. Ojalá tuviera una ahora. Nunca se me ocurriría decírselo a ellas, pero la señora Ash es la que mejor cocina de las dos con diferencia. La señora Peak tiene buena mano para algunas cosas, y se ocupa de zurcirme la ropa cuando hace falta.
      —Me parece a mí que un hombre de su edad y con un temperamento tranquilo como el suyo debería tener su propia casa —sugirió la pasajera—. No me gusta imaginármelo alojándose aquí y allá, abusando de la hospitalidad de una anciana que le arregla la ropa y de otra que le prepara unas comidas que no le serviría yo ni a mi peor enemigo.
      —Por Dios, señora Tobin, no nos andemos con más rodeos —dijo el señor Briley con impaciencia—. Sabe que tiene tanto interés por mí como yo por usted.
      —Yo no sé nada. No vaya a decir insensateces de las que pueda arrepentirse.
      —Llevo esperando la oportunidad de hablar con usted desde… En fin, di por supuesto que querría dejar pasar un tiempo para que se atemperasen sus sentimientos tras el fallecimiento de Tobin.
      —Nadie puede ocupar su lugar —dijo la viuda.
      —Lo sé, pero podría defenderla en los plenos municipales, si fuera necesario —insistió Jefferson con arrojo.
      —Nunca entenderé esta afición de los hombres a pegarse —dijo la señora Tobin riéndose—. No voy a dejarme engatusar por usted, estando la mitad del tiempo fuera de casa como está, que si ahora con la señora Peak, que si ahora con la señora Ash. Apuesto a que les ha pedido matrimonio una veintena de veces.
      —¡Que me caiga un rayo si alguna vez le he dicho una palabra a alguna de ellas! —protestó el enamorado—. Y no habrá sido por falta de oportunidades.
      Después de estas palabras, guardó silencio astutamente, como si se hubiera declarado en firme y esperase una respuesta definitiva.
      La dama elegida estaba, por expresarlo como podría haberlo hecho ella, un tanto abrumada. Sopesándolo con serenidad, los años no pasaban en balde, y vivir los que le quedaban con Jefferson no le parecía la peor de las ideas. Parecía poco probable que tuviera alguna vez otra oportunidad de elegir, aunque se consideraba una mujer a la que le gustaba la variedad.
      Jefferson no destacaba por su apostura, pero era un hombre afable y de apariencia juvenil.
      —No sé si podría conseguir algo mejor —dijo inconscientemente y medio en voz alta—. Bueno, está bien, Jefferson, acepto porque es usted.
      —¡Hurra! —exclamó Jefferson—. Empezaba a pensar que me tendría aquí sufriendo media hora. Vaya, estoy más contento de lo que me esperaba. Hasta hace solo un rato, creía que moriría soltero.
      —Habría sido una verdadera pena; es antinatural —reconoció la señora Tobin—. No entiendo cómo ha aguantado solo tanto tiempo.
      —Contrataré a alguien que conduzca por mí, y pasaremos un invierno la mar de agradable, usted y yo, y también la vieja yegua. Hace tiempo que vengo prometiéndole un descanso.
      —Más vale que no la deje acomodarse —le recomendó la señora Tobin—, o se le atrofiarán los músculos y le fallará cuando llegue la primavera.
      —Se casará conmigo, ¿verdad? —le suplicó Jefferson, para asegurarse—. ¿No será una de esas mujeres que juegan con los sentimientos de los hombres? Diga aquí y ahora que se casará conmigo.
      —Supongo que no me queda otro remedio —respondió la señora Tobin con cierta tristeza—. Lo siento por la señora Peak y la señora Ash, pobres criaturas. Creo que va a ser un trago amargo para ellas. Se han pasado la vida matándose de tanto trabajo, y puede que estuvieran esperando un pequeño descanso. Aunque, al fin y al cabo, una de las dos habría salido escaldada.
      Soltó una risita infantil. Cierto porte victorioso animó su figura. Se sentía como una joven de veinticinco años. Se propuso entonces cortarle el pelo a Briley y darle un aire más elegante y ambicioso. A continuación pensó que le habría gustado saber con certeza cuánto dinero tenía él en el banco, si bien es cierto que eso no iba a cambiar las cosas. “No necesita fanfarronear delante de mí —pensó alegremente—. Es inofensivo como una mosca.”
      —¿Quién iba a pensar cuando empezamos el viaje que nos entenderíamos tan bien? —dijo la joya del señor Briley cuando este la ayudó a apearse en casa de Susan Ellen.
      —Lo que es a nosotros dos, ni se nos pasaba por la cabeza —respondió el galán—. Ahora deme un buen beso, tierna criatura.
      Y con esto se despidieron. Al señor Briley, a pesar de su pistola, lo habían asaltado por el camino.

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El regreso

La escritora uruguaya Fernanda Trías (1976) publicó «El regreso» en el libro del mismo título, aparecido en 2012. Además de otro libro de cuentos, No soñarás flores (2016), es autora de varias novelas, entre las que la más conocida es Mugre rosa(2020), el relato de una catástrofe planetaria que reflejaba la actualidad de la pandemia de COVID-19, recibió el Premio Sor Juana Inés de la Cruz de la FIL Guadalajara y acaba de publicarse en inglés.
      En el presente cuento, lo más importante es la tensión provocada por lo que no termina de suceder: el significado que tendrá el acontecimiento que se vislumbra en las últimas palabras del texto, y sobre el cual únicamente podemos especular.

EL REGRESO
Fernanda Trías

La noticia la trajo Darío, el hijo del panadero. Supimos que algo había pasado en cuanto lo vimos parado en los pedales, acercándose bajo el sol del mediodía. Alguien dijo: “¿Y ese? ¡Si es Darío!”.
      Estábamos sentados en la terraza, agobiados por el aire caliente e inmóvil que se había instalado la última semana, y lo único que se oía era el murmullo a mar del ventilador. Frente a mí, Clara dormitaba con el vestido enrollado sobre los muslos huesudos y aquel pecho de pájaro embalsamado, raquítico, que se elevaba apenas lo suficiente para dejar entrar un poco de aire. Al lado estaba sentada mamá, toda de negro a pesar del bochorno de la canícula; tenía el pelo levantado con horquillas y su moño parecía una torre mal armada. Más lejos, la Gorda Teresa y su marido, Jesús. Los dos estrenaban ropa, como les gustaba hacer los días de fiesta patria; ella una solera y él una camisa que la Gorda le cosió con el resto de tela que le había sobrado. En eso pensaba yo, justo antes de que alguien, tal vez la propia Gorda, descubriera la bicicleta en el camino. “Sí, dijo Clara después, Darío”. Nos incorporamos un poco, sin fuerza para levantarnos de las reposeras. Mamá se persignó, y en la cara de todos se percibió el desasosiego de los malos augurios.
      –Hilda, andá preparándole algo al pobre –dijo mi madre, y acompañó con un impulso de la cabeza.
      Enganché los pies en las sandalias y me levanté con lentitud. Los huesos crujieron; había algo dentro del cuerpo que se resistía al movimiento, que amenazaba con quebrarse como una rama seca. Al pasar frente al ventilador, con su aire leve y tibio, me detuve un momento y dejé que el viento me golpeara la cara y empujara el pelo hacia atrás.
      A medida que se fue acercando, pude oír el ruido de las llantas en el ripio. Yo lo esperaba en la puerta, con el vaso de limonada en la mano. Darío se detuvo a unos metros de la casa, apoyó un pie en el piso y saltó de la bicicleta, que cayó de lado levantando polvo. “Buenas, señora Hilda”, me dijo de lejos. Estaba hinchado de calor y los ojos se le perdían en la cara como dos orificios hechos a prepo. En la mano sostenía un paquete envuelto en papel marrón. El sol golpeaba con fuerza, y aunque me había resguardado en la línea de sombra que arrojaba el alero, volví a sentir el pelo pegado en la nuca y ese calor dañino que subía de la tierra.
      –¿Qué traés ahí? –le pregunté.
      Dio unos pasos hacia mí, como indeciso. No sabía si darme la noticia primero, el pobrecito.
      –¿Tu madre no te dijo que te podés enfermar a estas horas?
      No se animaba a acercarse del todo o bien no sabía qué decir, porque se quedó inmóvil bajo el rayo del sol, erguido y solemne como un soldado, mientras el sudor le chorreaba la cara y empapaba la camiseta.
      –Traigo un pan dulce –dijo, y me ofreció el paquete con las dos manos.
      Le hice una seña hacia el interior del porche:
      –Vení, ¿no querés limonada?
      Él asintió y se acercó con pasos temerosos. Me extendió el paquete y una vez que tuvo las manos libres se limpió la frente y los ojos con las palmas extendidas antes de aceptar el vaso. El paquete estaba hirviendo y a través del papel pude sentir el pan aplastado y pegajoso.
      –Decile a tu madre que gracias –dije, pero no sé si me oyó, porque tenía la cara encajada hasta las cejas dentro del vaso y la garganta le hacía ruido al tragar.
      Cuando terminó, levantó los ojos hacia mí y habló lento, todavía jadeante:
      –Él está de vuelta –miró hacia abajo, dentro del vaso vacío, como si esperara algo. Luego revolvió la lengua, que yo imaginé fresca y húmeda, y pareció tomar impulso:–. Se lo dijo el señor Augusto a mi mamá y ella no le creyó pero él dice que lo vio todo el mundo, que está acá, y vivito y coleando. Eso fue lo que le dijo Augusto, y que viene para acá, y que mejor era avisarle a la señora Luisa o le podía dar un soponcio.
      –Un soponcio.
      –Sí, un soponcio –volvió a decir, y algo en los ojos le brilló, la fugaz ilusión de que una cosa terrible pudiera suceder.
      –Bueno, yo le aviso. ¿Querés otro vaso?
      Dudó, pero luego negó con la cabeza y miró en dirección de la bicicleta tirada en el camino.
      –Gracias por el pan, decile a tu madre. Y vos no te preocupes que yo le aviso.
      Eso pareció tranquilizarlo. Tal vez tuviera miedo de que lo arrastrara hasta la terraza y lo obligara a repetir esas mismas palabras frente a mi madre. Entonces el soponcio, un desmayo, un grito descontrolado de felicidad. Llanto, tal vez. Las manos alzadas al cielo, los ojos en blanco, la lengua dada vuelta, ahogando la garganta seca, descreída ya de milagros. Y Darío ahí, como un ángel con sus alas de metal calientes y herrumbradas.
      A mí la noticia no me sorprendió; tampoco me había sorprendido la otra, la de su muerte lejana. Será porque desde chica me había acostumbrado a imaginarlo muerto, dentro de un cajón, no pálido ni frío, sino como dormido, con la cabeza rodeada de flores. Eso empezó el año en que a mi madre la internaron en el psiquiátrico de la Misericordia. Mi hermana y yo quedamos a cargo de Fabio. Clara era bebé; no se acuerda de nada. Pero yo sí recuerdo el frío, mi cuerpo tiritando bajo la sábana tensa y blanca. Tenía que bañarme antes de ir a la cama. Fabio dejaba que me enjabonara sola, pero se quedaba en el baño, vigilándome. Hasta ahora tengo que ducharme con la radio prendida para no recordar aquel silencio hecho solo de agua. Después él me envolvía en el toallón y me secaba. A veces, mientras intentaba dormirme, imaginaba a Fabio muerto con una corona de rosas; a veces el cajón era la bañera, a veces yo era la única que lo velaba.
      Será por eso que no me sorprendió. Clara sí lo lloró de forma violenta, exagerando cada estertor de su pecho esquelético. Contó a quien quisiera oírla sobre el día en que Fabio la salvó del derrumbe en la cabaña de troncos y no sé cuántas veces la oí decir “Mi hermano era todo para mí”. Mamá, silenciosa y digna, se limitó a ponerse de luto, y todavía hoy, doce años después de aquel simulacro de entierro a distancia, la ropa negra y sufrida que se había impuesto seguía siendo su forma de mostrarle a todos que ella tenía una pena más profunda, más inolvidable que cualquier otra. Pero yo no; yo no me uní al coro de lamentos de las mujeres, la Gorda incluida, y en el fondo siempre pensé que lo único que mi hermano buscaba era librarse de nosotros, de mamá, más que nada, y que todos en el pueblo pensaran en él como en un ganador o un héroe. Ahora se convertía en algo mejor: un muerto resucitado que volvería cargado de grandes aventuras, de relatos sobre cómo la muerte casi lo toma desprevenido.
      Me quedé parada en el zaguán mirando a Darío alejarse. En una mano tenía el paquete con el pan dulce, blando y apelmazado; en la otra, el vaso del chiquilín. Los hielos se habían derretido y aproveché para pasarme el vaso mojado por la frente y el escote. Esta vez le tocaba la bajada y apenas se lo veía, oculto tras una nube de polvo. Si pensé en algo, no lo recuerdo. A veces cuando se piensa en mucha cosa, da la sensación de no estar pensando en nada. Sólo sé que esperé ahí un buen rato. Esperé, digo, aun cuando no quedaban ni rastros de la bicicleta y la tierra comenzaba a asentarse, desprovista de misterio.
      En la oscuridad fresca y enmohecida del comedor, temblaban las velas del altar. Las llamas habían manchado de tizne la pared y en medio de esas dos columnas negras colgaban rosarios, fotos de la Virgen, crucifijos, pequeños corazones sangrantes coronados de espinas. Más abajo, sobre el mueble, una colección de fotos de Fabio en casi todas las edades, rodeadas de flores de plástico, estampitas, oraciones que los parientes y amigos iban dejando. Si hasta era más lindo muerto que vivo. Si hasta podíamos quererlo más. ¿Cómo estaría ahora? Viejo. Tal vez herido, sin piernas, sin dedos, con un parche en el ojo. O ablandado por los años, desdentado, corroído por la intemperie y la mentira como una lata de arvejas abandonada. Pensé en la lata y me vi a mí misma disparándole en el pecho; tres agujeros bien redondos, mi puntería de antes. El rifle estaba guardado dentro del armario de caoba, abajo mismo del altar; sólo tenía que dar vuelta la llave y esperarlo en la entrada del potrero. Total nadie lo esperaba; nadie iría a buscarlo. Lo vi: una lata vieja y agujereada, y por los agujeros se iban los recuerdos, la posibilidad última de todo regreso.
      Dejé el vaso en la cocina, pasé sin detenerme frente al ventilador, subí la escalera hacia la terraza, con la misma lentitud con la que había bajado, y volví a sentarme en la reposera. Con un pie empujé una sandalia que cayó seca sobre el piso; después la otra. Todos esperaron en silencio a que me descalzara.
      –Nos mandan este pan –dije, y empecé a desenvolver el paquete sobre la falda.
      –¡Hilda! –dijo mi madre.
      A pesar del resplandor, tenía la cara tomada por la sombra.
      El pan caliente y roto, surcado de grietas, parecía ahora un cerebro expuesto, una flor terrible y dolorosa.
      –Que nos mandan este pan –repetí, firme– y me piden que vaya. Que la hija mayor se separó del marido y el tipo se llevó todo: los muebles, la plata, todo. Quedó arrasada.
      –¿Y vos qué tenés que ver con eso?
      Me encogí de hombros.
      –No tienen a nadie más…
      La Gorda fue a decir algo pero Jesús le hizo un gesto para que se callara. Levanté la vista. A lo lejos, en el extremo sur del camino, una figura negra, imperceptible aún para los demás, avanzaba lentamente hacia nosotros.

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Gracias

En este cuento, ambientado en un pasado indeterminado (cuando a la Ciudad de México se le llamaba todavía Distrito Federal), el narrador chileno Alejandro Zambra (1975) relata una historia de violencia que, de forma extraña, toca también el desarraigo y el futbol. Combinaciones y sorpresas semejantes, que siempre amenazan con desestabilizar a los personajes (y hasta a sus lectores), son una de las características de la obra de Zambra, que incluye también novelas como Bonsái, La vida privada de los árboles y Formas de volver a casa. «Gracias» proviene del libro de cuentos Mis documentos (2014).

Alejandro Zambra
Alejandro Zambra (fuente)

GRACIAS
Alejandro Zambra

Me late que son novios y no quieren decirlo —no somos novios, responden al unísono, y es verdad: desde hace poco más de un mes duermen juntos, comen, leen, trabajan juntos, y por eso alguien exagerado, alguien que los mirara y repasara cuidadosamente las palabras que se dirigen, el modo en que sus cuerpos se acercan y confunden, alguien impertinente, alguien que todavía creyera en esas cosas diría que se quieren de verdad, o que al menos comparten una pasión peligrosa y solidaria que ha llegado a acercarlos solidaria y peligrosamente. Y sin embargo no son novios, si hay algo que ambos tienen claro es justamente eso —ella es argentina y él chileno y es mejor, es muchísimo mejor llamarlos así, la argentina y el chileno.
      Pensaron en ir caminando, hablaron sobre lo agradable que es recorrer grandes distancias caminando, e incluso han llegado a dividir a las personas entre las que nunca caminan grandes distancias y las que lo hacen, y que por eso piensan ellos que son, de alguna manera, mejores. Pensaban ir caminando pero en un impulso detuvieron un taxi, y sabían desde hacía meses, desde antes de llegar al DF, cuando recibieron un instructivo lleno de advertencias, que nunca debían tomar un taxi en la calle, y hasta entonces nunca se les había ocurrido detener un taxi en la calle, pero esta vez, en un impulso lo hicieron, y pronto ella pensó que el conductor se desviaba del camino y se lo dijo en voz baja y él la tranquilizó en voz alta pero sus palabras ni siquiera alcanzaron a hacer efecto porque inmediatamente el taxi se detuvo y se subieron dos hombres y el chileno actuó valiente, temeraria, confusa, pueril, tontamente: le pegó a uno de los rateros un combo en la nariz y siguió forcejeando largos segundos mientras ella le gritaba pará, pará, pará. El chileno paró, los rateros se ensañaron y le pegaron duro, le rompieron algo tal vez, pero eso pasó hace mucho tiempo, hace ya diez minutos: ya les quitaron el dinero y las tarjetas de crédito, ellos ya recitaron la clave del cajero y queda un tiempo más bien corto que se les hace eterno en que viajan apretando los ojos —cierren los ojos pinches cabrones, les dicen los dos hombres, y ahora son tres porque el auto se detiene, el taxista baja y toma el volante un tercer ratero que venía detrás, en una camioneta, y el nuevo conductor le pega al chileno y manosea a la argentina, que reciben los golpes y los agarrones con una especie de resignación, y que agradecerían saber, como sabemos nosotros, que el secuestro terminará dentro de media hora, que dentro de media hora caminarán sigilosamente, laboriosamente, abrazados por alguna calle de La Condesa, porque les preguntaron dónde iban y respondieron que a La Condesa y los rateros dijeron los dejamos en La Condesa entonces, no somos tan malos, no queremos desviarlos demasiado del camino, y un segundo antes de que les permitieran bajarse, increíblemente, les pasaron cien pesos para que volvieran en taxi, pero por supuesto no volvieron en taxi, se subieron al metro y a veces ella lloraba y él la abrazaba y otras veces él aguantaba confusamente las lágrimas y ella le acercaba los pies como en el taxi, porque los secuestradores los obligaban a guardar distancia pero ella siempre tuvo su sandalia derecha encima del zapato izquierdo del chileno.

*

El metro se queda un rato largo, inexplicable, un lapso de seis o siete minutos detenido en una estación intermedia, como suele pasar en el metro del DF, y esa demora que es normal sin embargo los angustia, les parece intencional e innecesaria, hasta que cierran las puertas y el carro arranca y por fin llegan a la estación y siguen caminando juntos para llegar a la casa donde ella vive –ella vive con dos amigos, un español y un chileno, otro chileno, en verdad no son amigos, o lo son pero no es por eso que viven juntos, están todos de paso, son todos escritores y están en México para escribir gracias a una beca del gobierno mexicano, aunque lo que menos hacen es escribir, pero curiosamente cuando llegan y abren la puerta, el español, un chico muy flaco y cordial, con los ojos quizás demasiado grandes, está escribiendo, y el chileno dos no está —no queda más remedio que llamarlo el chileno dos, esta historia es imperfecta porque en ella hay dos chilenos, debería haber sólo uno o mucho mejor sería que no hubiera ninguno, pero hay dos, pero el chileno dos no está, el chileno uno y el chileno dos no son amigos, en verdad son más bien enemigos, o lo eran en Chile, porque ahora coincidieron en México y ambos son, a su manera, conscientes de que seguir peleando sería absurdo e innecesario, pues por lo demás las peleas fueron tácitas y nada les impedía ensayar una especie de reconciliación, aunque también ambos saben que no serán nunca amigos y ese pensamiento en cierta forma los alivia, y hay algo que los une, en todo caso, el alcohol, pues de todo el grupo sin duda ellos dos son los más bebedores, pero el chileno dos no está cuando ellos llegan del secuestro, está solamente el español, en la mesa del living, absorto, escribiendo junto a una botella de Coca Cola, se diría que abrazando una botella de Coca Cola, y cuando le cuentan lo que ha sucedido abandona su trabajo y se muestra conmovido y los acoge, los hace hablar, matiza el ambiente con alguna broma oportuna y liviana, los ayuda a buscar el número de teléfono al que deben llamar para bloquear sus tarjetas —se quedaron con tres mil pesos, dos tarjetas de crédito, dos celulares, dos chaquetas de cuero, una cadena de plata y hasta con una cámara de fotos, porque el chileno se regresó a buscar la cámara de fotos —quería fotografiar a la argentina, porque la argentina es bellísima, lo que también es un cliché, pero qué se le va a hacer, de hecho es bellísima, y claro que ha pensado que si él no se hubiera devuelto a buscar la cámara no habrían tomado ese taxi, del mismo modo que otras tantas posibles premuras o dilaciones podrían haberlos salvado del secuestro.
      La argentina y el chileno uno le relatan al español lo que ha sucedido y al relatarlo lo reviven y por segunda o tercera vez lo comparten. El chileno se pregunta si lo que acaba de suceder va a unirlos o a separarlos y la argentina se pregunta exactamente lo mismo, pero ninguno de los dos lo dice. El chileno dos llega en ese momento, regresa de una fiesta, se sienta a comer un trozo de pollo y empieza a hablar de inmediato, sin darse cuenta de que algo ha sucedido, pero luego repara en que el chileno uno tiene la cara muy hinchada y que intenta aliviarse con una bolsa de hielo, tal vez al comienzo le pareció natural que el chileno uno tuviera una bolsa de hielo en la cara, tal vez en su singular universo de poeta es normal que la gente entere la noche con una bolsa de hielo en la cara, pero no, no es normal pasar la noche con una bolsa de hielo en la cara, entonces pregunta qué ha pasado y al enterarse dice qué cosa más terrible, a mí estuvo a punto de pasarme lo mismo esta tarde, y se larga a hablar sobre el posible asalto del que casi fue víctima, del que se salvó porque de un momento a otro decidió bajarse del taxi. Mientras conversan, de hecho, bajan un mezcal a sorbos rápidos, mientras que el español y la argentina prefieren quedarse solamente con el porro.

*

Ahora llega alguien más, tal vez un amigo del español, y ellos vuelven al relato, sobre todo la última parte, la última media hora en el taxi, que para ellos es una especie de segunda parte, porque el secuestro duró una hora y durante la primera mitad temieron por sus vidas y durante la segunda ya no temían por sus vidas, estaban aterrorizados pero vagamente intuían que, durara lo que durara, los rateros no iban a matarlos, porque el diálogo ya no era violento, o sí lo era pero de una manera sosegada y terrible —ya habíamos asaltado a argentinos pero nunca a un chileno, dice el que viaja de copiloto y su comentario parece verdaderamente curioso, y empieza a preguntarle al chileno por la situación del país y el chileno responde correctamente, como si estuvieran en un restaurante y fueran el mesero y el cliente o algo así y el tipo parece tan articulado, tan acostumbrado a decir ese diálogo que el chileno (uno) piensa que si llega a contar esa historia nadie va a creerle, y esa impresión se acentúa en los minutos siguientes cuando el que viaja con ellos en el asiento de atrás, el que lleva la pistola, dice me late que son novios y no quieren decirlo y ellos responden al unísono que no, que no son novios, y por qué pregunta el ratero —por qué no son novios si él no está tan feo, dice, es feo pero no tanto, y estarías mejor si te cortaras ese pelo, es de los setentas, ya nadie usa el pelo así, le dice, y también esos lentes tan grandes, te voy a hacer un favor —le quita los anteojos y los arroja por la ventana, y el chileno piensa por un segundo en una película de Woody Allen que acaba de ver en la que al protagonista le destruyen muchas veces los anteojos, el chileno sonríe ligeramente, tal vez sonríe hacia adentro, sonríe como se sonríe cuando sentimos pánico pero sonríe.
      No puedo cortarte el pelo, porque no traemos tijeras, recuérdame eso para mañana, unas buenas tijeras para cortarles el pelo a los chilenos que nos toque asaltar, porque de ahora en adelante vamos a asaltar a puros chilenos, hemos sido injustos, hemos asaltado a muchos argentinos y solamente a este chileno de la chingada, de ahora en adelante nos haremos especialistas en chilenos de pelo largo, tengo un cuchillo pero no se puede cortar el pelo con un cuchillo, los cuchillos son para rajarles el corazón a los pinches chilenos que tienen huevos, tu novio tiene huevos pero los que tienen huevos a veces los pierden, no más dile que ya no tenga huevos, porque por tener huevos estuve a punto de querer cogerte, argentina, y si no te cojo no es porque no me gustes, que estás bien buena, de todas las argentinas que he conocido eres la que está más buena, pero ando trabajando ahora y cuando cojo no trabajo porque si mi trabajo fuera coger sería un puto y aunque no me ves la cara tú sabes que no soy un puto, y me gustaría que me vieras la cara paque te dieras cuenta que soy un ratero hermoso que además sabe cortar el pelo aunque no trae tijeras y con el cuchillo no puedo cortártelo, chileno, te puedo cortar la verga pero la necesitas para cogerte a la argentina, y con esta pistola tampoco puedo cortarte el pelo o quizás sí, pero perdería las balas y las necesito por si te vuelven los huevos y ahí sí que me cogería a la argentina, después de matarte a ti, chilenazo, me cogería a tu novia, porque no pensaba matarte pero te mataría y no pensaba cogérmela pero me la cogería, porque está realmente buena, porque está para el mejor prostíbulo del DF, yo te elegiría argentinita, mañana voy a ir de putas y voy a elegir la que más se parezca a ti, argentinaza.
      El conductor le pregunta a la argentina si es de Boca y aunque parecía más conveniente decir que sí, ella prefiere la verdad, y dice que no, que es de Vélez. Con el chileno no hay problema, es de Colo Colo, que es el único equipo chileno que los rateros conocen. Les preguntan después por Maradona y la argentina responde algo y el conductor dice un disparate, dice que Chicharito Hernández es mejor que Messi, y enseguida les preguntan a qué equipo le van en México y la argentina dice que no entiende mucho de fútbol —es mentira, porque entiende bastante, entiende mucho más que ese pobre ratero que cree que Chicharito es mejor que Messi, y el chileno en vez de refugiarse en una mentira parecida se pone nervioso y piensa intensamente, durante un segundo largo, si los rateros son de los Pumas o del América o del Cruz Azul o tal vez de las Chivas de Guadalajara, pues ha oído que también en el DF muchos le van a las Chivas, pero decide al final decir la verdad y responde que le va al Monterrey porque ahí juega el Chupete Suazo, y al conductor no le gusta el Monterrey pero le encanta el Chupete Suazo y entonces dice, dirigiéndose a sus compañeros, no los matemos, en homenaje al Chupete Suazo vamos a perdonarles la vida.

*

Quién es el Chupete Suazo, pregunta el chileno dos, que seguramente lo sabe pero se siente obligado a demostrar que no le interesa el fútbol. Debería responder el chileno uno, pero el español sabe bastante de fútbol y dice que es un centro delantero chileno que parece gordo pero no lo es, que juega en los Rayados y que tuvo un paso exitoso cedido al Zaragoza, pero regresó a México porque los españoles no tenían los euros que costaba. El chileno dos responde que a él le pasa lo mismo, que en verdad es flaco pero la gente piensa que está gordo.
      El chileno uno y la argentina siguen muy cerca, de forma prudente, pues aunque todos saben o intuyen que están juntos, de todas maneras fingen y desarrollan una estrategia para que no los descubran, y no es exactamente por pudor, sino por desesperanza, o quizás porque realmente ya pasó el tiempo en que las cosas eran tan simples como estar juntos o no, o quizás todo sigue siendo así de simple pero no han querido enterarse, y es bastante absurdo que no vivan juntos porque duermen juntos —casi siempre es él quien se queda a dormir con ella, pero también a veces la argentina se queda en el departamento que el chileno comparte con una chica ecuatoriana. Lo que el chileno y la argentina desean es estar solos, pero la noche se alarga en el relato eterno del secuestro, en el rastreo de detalles que no recordaban y que al recordarlos les proporcionan una nueva y renovada complicidad. Finalmente él dice que va al baño y se mete a la habitación de la argentina, quien se queda un rato más en el living y al cabo se retira.
      Ella toma una ducha larga y lo obliga también a tomar una, para sacarse de encima el secuestro, dice, pensando en los manoseos de que fue objeto, manoseos en todo caso mínimos, ella lo agradece, de hecho eso les dijo a los rateros cuando se bajó del auto: gracias. Eso ha dicho ella muchas veces esta noche: gracias, gracias a todos. Al español que los acogió, al chileno que los ignoró pero que en alguna medida también los acogió. Y a los rateros, también, de nuevo, nunca está de más volver a decirlo: gracias, porque no nos mataron y la vida puede continuar.
      También le dice gracias, al final, al chileno uno, después de unas horas largas en que se acarician sabiendo que esta noche no harán el amor, que van a pasarse las horas muy juntos, peligrosamente juntos, solidarios, conversando. Antes de dormir ella le dice a él gracias y él responde a destiempo pero con convicción: gracias. Y duermen mal, pero duermen. Y siguen hablando al día siguiente, como si tuvieran toda la vida por delante, dispuestos al trabajo del amor, y si alguien los viera de fuera, alguien impertinente, alguien que creyera en esta clase de historias, que las coleccionara, que intentara contarlas bien, alguien que los viera y creyera todavía en el amor pensaría que van a seguir juntos muchísimo tiempo.

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Puertas marrones

Este es el segundo de cuatro cuentos que aparecen en este fin de año de 2023: una narración de atmósfera inquietante y sucesos a la vez violentos y sutiles. Su autor es el escritor y académico peruano Ricardo Sumalavia (Lima, Perú, 1968). Doctor en Letras por la Universidad de Burdeos, Sumalavia vivió en Corea del Sur y Francia. Actualmente es director del Centro de Estudios Orientales de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se ha especializado en literatura coreana. Ha publicado los libros de cuentos Habitaciones (1993) y Retratos familiares (2001), los libros de microrrelatos Enciclopedia mínima (2004) y Enciclopedia plástica (2016), y las novelas Que la tierra te sea leve (2008), Mientras huya el cuerpo (2012), No somos nosotros (2017), Historia de un brazo (2019) y Croac y el nuevo fin del mundo (2020). Ha sido traducido al francés, inglés, chino y turco.


PUERTAS MARRONES
Ricardo Sumalavia

Mi padre nunca quiso tener muchos amigos, pero los pocos que llegaron a frecuentar la casa lo hacían con un gran respeto y consideración a sus años como agente municipal. Y este aprecio siempre les fue devuelto como era debido. No era de extrañarse, entonces, que lo buscaran para comunicarle que don Félix, su amigo, había muerto. Le contaron que había sido arrollado por un auto en el jirón Carabaya, frente a su taller de imprenta, justo cuando salía acompañado por sus operarios. «Fue absurdo», repetían estos mirando a mi padre y viéndose entre sí, como sobrevivientes de una inadvertida batalla. Agregaron que don Félix murió mientras era llevado dentro del taller. La ambulancia ya había sido llamada, pero solo llegó para certificar la muerte de quien aún yacía sobre una mesa, entre letras de molde y pliegos de papel, a la espera del fiscal de turno.
      Le dijeron a mi padre que por su condición de amigo él era el indicado para darle la noticia a doña Lucía y sus hijos. La familia de don Félix vivía en la calle siguiente, al final de una larga cuadra elevada, semejante a una pendiente, que se truncaba en una plazoleta frente a la iglesia Santa Ana. Mi padre se mantuvo sereno. Aceptó el encargo y luego muy cortésmente les pidió a aquellos hombres que se retiraran. Mi madre y yo lo vimos caminar hacia su cuarto y reaparecer con una casaca azul encima. Mi madre no lloró, pero su tristeza era evidente. Ambos intercambiaron una rápida mirada. Cuando mi padre subía el cierre de su casaca, se dirigió a mí y ordenó que me alistara, que iba a acompañarlo a la casa de la señora Lucía. Mi madre intervino y le sugirió que no era una buena idea; pero él ya estaba junto a la puerta marrón de nuestra casa, esperándome. Me alisté lo más pronto posible y, antes de cruzar la puerta, mi madre me pasó la mano por el cabello, alisándomelo, y me dijo que no peleara con los hijos de Lucía. Asentí y fui a reunirme con mi padre, quien tenía un par de metros avanzados.
      Los hijos de la señora Lucía eran una pareja de 12 y 10 años. A ambos les gustaba cantar y eran obesos. Quien mejor cantaba era la muchacha, la mayor; realmente sorprendente. El otro, a pesar de su edad, corporalmente era bastante desarrollado y sus cuerdas vocales no le respondían de manera tan sublime como a su hermana. Los dos usaban anteojos de gran medida y con gruesas monturas de carey negro que por aquellos años no era muy usual entre los jóvenes y niños. Sin lugar a dudas, la elección provenía de la madre, ya que ella usaba unos iguales. Ella, doña Lucía, sin alcanzar la obesidad de sus hijos, era una mujer rolliza y atractiva. Tenía una cabellera larga, lacia y castaña. Aún hoy puedo imaginarla con las tupidas pecas en su rostro, concentradas bajo sus pómulos.
      Mi padre y yo nos detuvimos justo en medio de las dos hojas del portón. La entrada a aquella casa era una gran puerta marrón de madera vieja y picada por las polillas, que, sin embargo, por ser tan gruesa y repintada, no perdía su solidez. Era de aquellas puertas que no se pueden tocar con los nudillos, sino con la palma de la mano. Observé a mi padre humedecerse los labios repetidas veces, como si nunca fuera suficiente para hablar con claridad. Bajó la cabeza en un par de ocasiones y masculló algunas palabras, repasando quizá lo que diría. Fue en la segunda ocasión, mientras mi padre tenía la cabeza inclinada, que la señora Lucía abrió el portón y se quedó quieta, sorprendida, mirando a mi padre.
      Detrás de ella estaban sus hijos. La mayor, Cinthia, limpiaba meticulosamente sus anteojos con el extremo de su blusón rosa. Para ella la sorpresa fue todavía mayor porque no pudo reconocernos sin sus gafas puestas. Observé a su hermano Elías y no encontré en él ninguna reacción. Nos miraba con indiferencia.
      Fue notable ver a mi padre erguirse de inmediato y saludar a la familia de su amigo. Mientras él hablaba, iba avanzando hacia el patio, obligando, a su vez, a retroceder a la señora Lucía y sus hijos. No recuerdo con exactitud qué le dijo a aquella mujer, lo cierto es que ambos atravesaron el patio y entraron a la sala de la casa por una puerta angosta. Creo recordar en ella un penoso gesto de angustia.
      El patio, aunque no muy espacioso, era una magnífica extensión de la casa. Estaba adornado por frescas plantas de grandes hojas que se erguían en macetas igual de grandes. Varias puertas, todas marrones, rodeaban este patio. Cada una correspondía a un ambiente distinto: a la sala, la cocina, un baño y dos que supuse daban a las habitaciones de Elías y Cinthia, y a la de sus padres.
      Cuando nos quedamos solos, los tres permanecimos en silencio. A los hermanos parecía no importarles la visita de mi padre; solo Cinthia, por un instante, trató de agudizar su debilitada vista por una de las ventanas que daba a la sala. Pronto desistió y se volvió hacia mí. Pensé que me diría algo, que me interrogaría por nuestra presencia, pero no fue así. Alzó los brazos y de inmediato me rodeó con ellos, dándome un fuerte estrujón. Yo me encontré completamente inutilizado y sin aire. Traté de echar la cabeza hacia atrás, pero aun así sentí su respiración caliente y agitada. Atenazado y confundido como estaba, no atiné a librarme del abrazo. No había imaginado antes que Cinthia tuviera los senos tan desarrollados para su edad. Supongo que la curiosidad hizo que me rindiera por unos momentos. Luego la escuché soltar una risita que resonó como el chillido de un ratón y me apretó todavía más contra su cuerpo.
      Su hermano le ordenó de repente que me soltara. Solo entonces, ante las palabras de Elías, los brazos de ella fueron cediendo hasta finalmente abandonarme. Al verme librado, él me cogió de los cabellos y tiró de ellos en un violento vaivén, hasta hacerme caer cerca de la puerta del baño. Me puse de pie instintivamente, muy rápido, y, al verlo venir, no dudé en meterme al baño y trancar la puerta. Estaba muy oscuro adentro; no obstante, preferí no encender la luz, quizá pensando que así me protegía o a lo mejor escapando de la expresión ridícula que debía tener reflejada en el espejo de aquel lugar. También recuerdo que de la redecilla del sumidero se escapaba un olor acre que se espesaba y mezclaba con aromas de jabones y desinfectantes. No tenía intenciones de salir de allí, pues me encontraba aturdido, con la cabeza adolorida y muchas ganas de llorar. Pegué el oído a la puerta para saber si ellos me obligarían a salir. No oí nada. Sin embargo, por esos intentos pude escuchar algo, descubrí un haz de luz que atravesaba la puerta y que salía de un diminuto agujero que me permitió ver qué era lo que hacían ellos afuera. El susto y el dolor me abandonaron enseguida; saber lo que sucedía en el patio me tranquilizaba, solo tenía que observarlos y esperar a que mi padre me llamara.
      Por el agujero únicamente podía ver a uno de los dos hermanos. A ratos parecían discutir; en otros, era como si se estuvieran poniendo de acuerdo. En ningún momento miraron a la puerta del baño. Pasado unos minutos, Cinthia fue hacia una de las puertas, la que debía ser su habitación, supongo, y, recostada sobre esta, empezó a cantar. Lo hizo con un tono bajo y cadencioso, como si preparara la voz para un esfuerzo mayor. Repentinamente y sin poder verlo, escuché la voz de Elías. Su voz era aflautada pero sabía cómo hacerla agradable. Ambos ensayaban una canción que solían entonarla en las reuniones que mi padre y don Félix organizaban para sus demás amigos. Recordé que los sábados el padre de estos niños los llevaba puntualmente donde un profesor de canto. Y aquel día era sábado. Cinthia y Elías cantaban siguiendo la pauta imaginaria del maestro, pero cantaban para sí mismos, exigiéndose tonos verdaderamente difíciles de alcanzar y mantener. Como solo podía ver a Cinthia, observé su rostro encendido y perlado de transpiración. Imaginé a Elías de la misma manera, quizá también recostado sobre su puerta. A veces cantaban a dúo, otras se alternaban y siempre eran inmejorables.
      Tardé unos minutos en darme cuenta y descubrir que por las infladas mejillas de Cinthia corrían lágrimas. Ella se las iba limpiando con el dorso de su mano. Pese a esto, su voz no se quebró en ningún momento ni el tono decayó. Solo concedió que la melodía se abriese como un velo, en una pausa que duró un segundo larguísimo, dejando un silencio propicio para escuchar unos gemidos de placer entrecortados que provenían de la sala, donde se encontraban mi padre y la señora Lucía. Estos ruidos se hicieron más agitados, interrumpiéndose a ratos por balbuceos que no alcancé a oír.
      El velo se volvió a tender: la voz de Cinthia continuó con lo suyo, esforzándose por cantar lo mejor posible. Yo me encontraba concentrado en todo ello, tratando de comprender lo que hacían mi padre y la señora Lucía, cuando un estrépito proveniente del otro lado del baño me obligó a reaccionar. Como todo estaba oscuro, no entendía qué pasaba ni de dónde provenía aquel alboroto. Sorpresivamente la ventana del baño se abrió y vi a Elías introduciéndose con inverosímil agilidad. Escuché sus resoplidos mientras se colgaba de manos del marco de la ventana. Agitaba sus piernas rápidamente tratando de encontrar un punto de apoyo, pero no pudo resistir más y cayó al pie de la bañadera, dando un quejido bastante extraño, semejante a un agónico animal. Entonces intenté salir de allí. Reaccioné muy tarde, él ahora me tenía sujeto del cuello de la camisa. Abrió la puerta del baño y me llevó hacia el centro del patio. Seguía con sus resoplidos y se mostró sorprendido de escuchar a su hermana todavía cantando. Le gritó que se callara, pero ella no le hizo caso. Cantaba. Y ya ni siquiera se cuidaba de secarse las lágrimas. Elías me arrastró hacia Cinthia, tratando de cogerla con su mano libre. Apretó aún más mi camisa y jaló de ella. Luego me soltó y recién entonces Cinthia dejó de cantar. Los tres dirigimos la mirada a la puerta de la sala y vimos salir a la señora Lucía y a mi padre. Detrás de aquellas gafas tan gruesas se veían diminutos los ojos de la señora Lucía. Estaban irritados de tanto llorar y miraban al suelo. En ese momento no me di cuenta de la vergüenza que albergaba en su mirada. Sus hijos fueron hasta ella y la tomaron de las manos. Observaban a su madre con aflicción. Después se dirigieron a mí, como si tuviera que ser yo quien les explicara lo que sucedía. Ante mi silencio, cambiaron de expresión y me vieron con desprecio.
      Mi padre dijo que era hora de marcharse y me hizo una seña para salir.
      Salimos a la calle y desde allí escuché a la señora Lucía hablándoles a sus hijos. No pude oír qué les decía, solo contemplé sus rostros bañados en sudor. Luego, aunque le fue difícil, mi padre se encargó de cerrar el portón y no pude ver nada más.

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Salidas con gracia

Traci L. Gourdine, escritora californiana, es otra autora de las que encontré en la antología Sudden Fiction (Continued), publicada en 1996 y compilada por Robert Shapard y James Thomas. Gourdine, activa hasta la actualidad, es también profesora universitaria. “Graceful Exits”, que Gourdine publicó en 1994 en su libro ZYZZYVA, muestra una personalidad femenina muy particular y, acaso, más enigmática hoy que cuando su autora la creó: su narradora es una mujer que, en la época antes del estallido de las tecnologías de internet, desea estar perpetuamente sola, y se aterra ante la perspectiva de una conexión o una mera cercanía.
      Con este cuento prosigue el proyecto de traducir una muestra de Sudden Fiction (Continued) especialmente para Las Historias.


SALIDAS CON GRACIA
Traci L. Gourdine

Mi hija me da lata. Dice que no tengo amigos. Esto es porque nunca me llama nadie. Únicamente los parientes y los acreedores me pueden llevar al teléfono o a lamer un sobre. Al resto los desanimo por preferir mi silencio, esa larga pausa entre el atardecer y el amanecer. Me gusta desconectar el teléfono, meterlo en un cajón, fingir que el timbre está descompuesto y la regadera hace demasiado ruido. He aprendido a levantar las cejas y poner cara de perplejidad cuando mis conocidos dicen “Te estuve llame y llame”. “Ah”, es mi respuesta. No prometo llamarlos. No puedo prometer algo así. Prefiero conocer gente por casualidad en las banquetas y los cafés. Hay rutas de escape a todo mi alrededor. Sé cómo quedarme sola. Sé cómo asentir y asentir y retroceder sonriendo hasta que es hora de gritar adiós desde una larga distancia. Es mi modo de ser cortés. Hay que tener esas cortesías.
      A veces, en esta soledad, se empieza a meter la calentura. Es difícil de evitar. Una especie de ansia aparece y echa a correr por mis venas. Esto no tiene nada que ver con ser sociable. He reconocido al animal que hay detrás. El sexo es parte de la lista del mandado. Cuando me siento gemir y hambrienta de contacto, empiezo a examinar caras. Manos y labios se vuelven interesantes. Reviso, repaso lo que está disponible. Recuerdo qué he probado, qué se ha estropeado con demasiada rapidez. Me doy recordatorios de algunas decisiones apresuradas. Debo ser cuidadosa. Sé cómo soy. La gente debe ser advertida.
      Hubo un muchacho. Un muchacho muy joven. Sus ojos oscuros, sus labios suaves, su tacto ágil nos hicieron a ambos inocentes y ansiosos. Mis bordes afilados, mis inesperados puntos suaves, lo intrigaban. De noche me enseñó lenguajes en donde el silencio solía asentarse. Se encargó de mí. Me desgastó. Reunía fuerza, eclipsando a la luna, escudándome de la extensión de los cielos nocturnos. Pronto fue demasiado viento. No se marchaba. No sabía cómo calmarse. Cuando hacíamos el amor, yo imaginaba teléfonos sonando constantemente. A veces encontraba la puerta del frente abierta de par en par, golpeando la pared. Hojas entraban volando en el pasillo. Yo no sabía que los muchachos jóvenes son caros. Mi hija decía que me veía cansada. El muchacho se abrazaba a mi cuello como un niño. Decía estar enamorado. Me quería embarazada. Decía que yo era su Barbie y él mi Ken. Decía que yo dormía como una virgen. Oh, dios, oh, dios, oh, dios…
      El baño es la cámara de la soledad. La gente te deja en paz en el baño. Se puede ofrecer cualquier clase de excusas desde el otro lado de esa puerta. Por lo general la gente te cree. En el baño una persona puede pensar las cosas, planear una forma de escape, resolver la logística ante el espejo. A veces una puede sentir cómo se forma la cola del otro lado. El muchacho esperaba como un perro solitario. Podía ver la sombra de sus zapatos. No podía oír lo que estaba diciendo: la regadera hacía demasiado ruido, mis dedos tapaban mis oídos. Mientras él esperaba, encontré una cana. Pensé que era borra de mi ropa interior. Pensé que iba a morir. Él me estaba haciendo envejecer en lugares que había creído que nunca envejecerían. Me hacía recordar las palabras mi madre cuando encontré un cabello gris sobre mi frente.
      —Hija —me dijo, con su espeso acento de las Indias Occidentales—, preocúpate cuando te encuentres un pelo gris en el aquellito. Entonces te vas a estar haciendo vieja. Gris en la cabeza significa sabiduría, gris en el aquellito es aquellito viejo. Nada es peor para una mujer que tener viejo el aquellito. Entonces te preocupas.
      Mandé lejos al muchacho. Mandé lejos al muchacho y encendí la contestadora. Mandé lejos al muchacho y puse una mirilla en la puerta del frente. Ahora él llega por correo. Ahora él es mensajes de amor pregrabados que yo reproduzco con el abrigo puesto. Yo soy tonos de ocupado y de marcar. Soy la Barbie con cabello enredado, ropas torcidas y miembros en posiciones imposibles. No puedo hablar, excepto para bajar la mirada y sonreír con cortesía.

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Eso lo cambia todo

No hay mucha información en internet sobre Cathryn Alpert (1952). Esta autora estadounidense –a la que encontré en la antología Sudden Fiction (Continued), publicada en 1996 y compilada por Robert Shapard y James Thomas– publicó un par de libros a comienzos de este siglo; más allá de esto, no he podido encontrar más datos. De cualquier manera, este breve cuento (publicado originalmente con el título «That Changes Everything»), es una muestra sugerente de un tipo de narrativa realista, escasa en acontecimientos, interesada en especial en el interior de sus personajes, que imperó en buena parte de la literatura en lengua inglesa durante décadas y hoy tiene sus descendientes (me parece) en la llamada autoficción. Con este cuento reanudo el proyecto de traducir una muestra de aquel libro, especialmente para Las Historias.

ESO LO CAMBIA TODO
Cathryn Alpert

I

Esta sensación de que algo está profundamente mal. No “básicamente”, como alguna gente podría decir, sino profundamente, o sea, en su mismo centro. La carne y la sangre. Como diciendo de esto estamos hechos y no hay escape.

II

Cepíllate cien veces antes de ir a la cama. Levántate a las ocho y limpia el cereal de la mesa. Ponte el maquillaje en un orden distinto y el día podría tener sorpresas.

III

—Agradece lo que tienes —dice, untando mostaza en su bollo. Se refiere a dos ojos, por supuesto, porque él perdió uno en Vietnam. Se refiere a dos de todo lo que se supone que debe llegaren pares, como latidos del corazón, y pisadas, y sí, hasta gente.
      Y yo quiero decirle que la cosa es diferente. ¿Pero cómo le dices eso a un hombre que se ha enfrentado a la metralla?

IV

Cuando perdió el ojo, perdió la percepción de la profundidad. Trataba de agarrar una cerveza y agarraba el aire. Una vez se abrió la frente con el marco de una puerta.
      —Sí regresa —me dijo—. Tarda un poco, pero el cerebro reaprende a ver las cosas en perspectiva.

V

Cada mañana hago una lista de cosas que hacer. En la noche, lo que se haya quedado sin hacer lo transfiero a otra lista, que guardo en un cajón de la recámara. Esta otra lista tiene diez páginas de largo. Al comienzo dice “Guardar en cajas la ropa de bebé”. La tengo toda en cajas, pero no son las cajas adecuadas para guardar ropas que se quieren guardar para los nietos.

VI

Se puede ver cuál de los dos no es real por el modo en el que se mantiene en su hueco, mirando el mundo sin verlo como el ojo de un pescado ensartado en el anzuelo. Me gusta mirar esa bola ciega de vidrio. Cuando la luz es la adecuada, puedo verme en el reflejo.

VII

Me acuesto en la cama después de medianoche y cuento estrellas a través de nuestra ventana abierta. Dibujan un arco lento a través de un cielo sin nubes. Anoche fueron cincuenta y siete.

VIII

Hace años él usaba un parche, pero lo dejó al ver a qué mujeres atraía. “Madres de la Tierra”, me dijo. Mujeres que le limpiaban sopa de las barbas y cortaban la piel muerta alrededor de sus uñas. En la cama, lo montaban como a un pony enfermo.
      Me eligió a mí, me dijo, porque yo parecía indiferente.

IX

Algunas mañanas, después de que los niños se han ido a la escuela, me siento en la cama y miro cómo sube el vapor de mi taza de café. El vapor tiene un propósito. Sabe qué hacer.

X

Él da una fuerte mordida a su hamburguesa. Se inclina y se acerca a la mesa. Levanta la vista hacia mí con medio ojo.
      Y yo quiero decirle que sé que soy amada. Y que eso lo cambia todo.
      Y eso sería una mentira tan fácil.

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Belleza

El escritor chino Chen Kaihong (1963) nació en la provincia de Gansu: una región desértica y fría, relativamente poco poblada, y de una pobreza milenaria que Chen (cuyo seudónimo literario, Xue Mo, significa «desierto de nieve») se ha dedicado a representar en su obra narrativa. Es un escritor sumamente premiado y célebre en aquella nación, que se alza actualmente como una nueva potencia mundial y no siempre deja ver sus propias desigualdades.
      De El ruido de las habas al crujir, colección con siete de sus cuentos, publicada por Siglo XXI, extraigo aquí «Belleza», una narración trágica y una historia de amor desesperado (o, más bien, de amor en medio de la desesperación). La traducción es de Pablo Rodríguez Durán. El texto también se puede descargar en formato PDF.

Este cuento aparece un día antes de la presentación, en la ciudad de México, de El ruido de las habas al crujir, que será en la librería El Péndulo Roma. Anímense a acompañarnos y a conocer más de este libro y su autor.

BELLEZA
Xue Mo

De la antología El Paso del Tigre Blanco (Shanghai Wenhua Chubanshe).
Traducción publicada con autorización de Siglo XXI editores, S.A. de C.V.

1

Mengzi jamás hubiera imaginado que Yue, su joven esposa, tuviera sífilis. Lo sospechaba, pero constatar la enfermedad lo aniquiló. Ahora tenía sentido que no le permitiera tocarla.
      La excusa después de la boda fue una bacteria:
      —Es una cosa que se me pegó por lavarme allá abajo con el cuenco de otra en la ciudad de Lanzhou —le explicó—. No es nada grave, pero no quiero contagiarte.
      Antes de casarse, el argumento era otro:
      —¿Cuál es la prisa? Tranquilo —le repetía—. Ya casados, seré toda tuya.
      En aquel entonces, harto de las libertinas de la ciudad, él juzgaba la conducta de su prometida propia de una auténtica dama celosa de su probidad y pureza. La aplaudía todavía más tras haber llegado a la inefable conclusión —luego de sus luchas, esfuerzos y amargas experiencias personales— de que en estos tiempos el amor es un auténtico lujo.
      Mengzi tenía varias pretendientes, obreras provenientes del campo, que deseaban formalizar, pero sólo las vírgenes le parecían aceptables.
      Sus amigos se burlaban de él:
      —No jodas, Mengzi, ¡despierta! Hoy en día, ¿qué mujer se casa virgen, hermano?
      —Alguna quedará. No en la ciudad, cierto, pero en los pueblos seguro que habrá.
      Fue entonces que tomó la decisión de dejar la ciudad —como quiera, estaba asquerosamente contaminada— y volver a su terruño en búsqueda de ese anhelado amor. Quién hubiera imaginado a su nueva y casta esposa contagiada de una enfermedad venérea. Mengzi estaba descorazonado.
      —Deberías estar agradecido. Por lo general, la tentación gana a la razón, pero ella se contuvo y por eso tú eres un hombre sano —intentó reconfortarlo el doctor.
      Mengzi forzó una sonrisa. Ciertamente, se había salvado de algo peor. La rabia hacia Yue amainó un poco, pero la angustia se exacerbó. De súbito, un pensamiento le vino en forma de inapelable decisión: divorcio. Ésta fue como un bálsamo a la zozobra, pero al mismo tiempo otro monstruo emergió en su mente: “Si me divorcio, ¿qué va a ser de ella?”.
      Yue estaba sentada inmóvil en un banco al fondo del corredor del hospital, cabizbaja como un reo en la antesala al patíbulo. Cuando Mengzi se colocó a su lado, se corrió ligeramente hacia un lado sin levantar la mirada.
      —Vámonos —ordenó éste con la mirada al frente y salió. Afuera brillaba el sol. El esplendor del día era el perfecto antó­nimo de la tristeza que lo abrumaba internamente. “Qué maldita paradoja”, pensó Mengzi mientras soltaba un contenido suspiro. Rememoró a sus padres y todo el dinero que gastaron en la boda. Odió a Yue.
      Detuvo su andar, volteó la cabeza y la vio. Ella parecía haberse encogido, o su ropa haberse agrandado. El viento movía sus cabellos, acariciaba su rostro pálido y se filtraba por los intersticios de la piel de aquella ahora indefensa y atemorizada criatura. Mengzi se suavizó. “No es más que una pobre niña desvalida”, se dijo, y así tomó la decisión de ayudarla a curarse antes de divorciarse. Era cierto que el matrimonio no se había consumado, pero no tenía corazón para abandonarla a su suerte.
      Esperó a que ella lo alcanzara y caminaron juntos. Ninguno abrió la boca. La ciudad estaba quieta a pesar de la infinidad de ruidos alrededor; ambos rodaban en su mundo de silencio y soledad. Ante esa sensación compartida de pálida angustia las palabras sobraban.
       Al ver los secos labios de Yue, Mengzi se detuvo para comprarle un helado.
      —Ya no le des más vueltas. Las enfermedades se aceptan, se enfrentan, se curan y ya.
      Yue se quedó pasmaba un instante y acto seguido se echó a llorar.
      —Mengzi, tengo miedo, muero de miedo de perderte. Y a la vez sabía que, si no me casaba contigo, me arrepentiría toda la vida. Entonces Yue contó la verdad. Cuando decidió dejar la aldea para buscar suerte en la ciudad, poco después de su arribo, se percató de que ésta no era suya, sino de otros. Siempre se sintió como una fugitiva, una paria, sin rumbo, sin techo, un andrajo de carnes sin ninguna certidumbre. Consiguió varios trabajos y, primordialmente, mantuvo íntegra su castidad, a pesar de sentirse como un espíritu clandestino en medio de un monstruo de cemento.
      Pasado un tiempo, su padre abrió un salón de juego en la Pendiente del Toro y le ofreció regresar a la aldea y encargarse de la caja registradora. Ella aceptó. Su belleza era un imán y el negocio prosperó. En ocasiones se tomaba un trago con los clientes que frecuentaban el lugar, nunca más de eso. Hasta que un día un empresario pekinés le propuso matrimonio. Se acostaron… y el resto es historia.
      Por su experiencia tras el contagio, finalmente comprendió que no había nada más preciado que el amor puro y limpio que había entre los ahora esposos. Cuando el empresario se esfumó, lloraba día y noche. Al conocer a Mengzi, ella dejó todo y fue a su encuentro. Comenzó a tratarse la enfermedad al tiempo que hacía los preparativos para la boda. Confiaba en que podría curarse y estaba decidida a dedicar su vida entera a honrar ese lazo de auténtico amor.
      Mengzi la escuchó con atención y, extrañamente, se tranquilizó. La entendía. Él había sentido lo mismo: la angustia del foráneo en la gran urbe, la incomodidad. Recordó una noche en que, sin trabajo ni perspectiva alguna, deambuló por las calles con el hambre perforándole la panza y el frío carcomiéndole los huesos. Los altos edificios tenían las luces de sus ventanas prendidas, como ojos inquisidores, y él sin ningún rincón en el cual cobijarse. Sólo podía vagar por la ciudad desolada, de aquí para allá y de allá para acá. Los minutos parecían horas; nunca se imaginó que una noche pudiera durar tanto. La sensación de paria nunca desapareció.
      Meneó la cabeza y volteó hacia Yue. Conocía perfectamente esa mirada: eran los mismos ojos de su hermano Hantou observando al doctor instantes antes de morir. Sintió una repentina compasión, pasó su brazo por la cadera de Yue y la atrajo hacia él. Ella emitió un sollozo.
      Estaban en Liangzhou, en medio del bullicio del gentío. ¿Quién iba a reparar en las lágrimas de una pobre chica y en la angustia del hombre a su lado? ¿Quién iba a pensar que ambos tenían el alma atormentada? Había gente por todos lados, pero él los sentía tan lejanos que se volvían invisibles. Sin soltar la cadera de la joven, comenzaron a caminar. Yue no paraba de sollozar. Una compasión innombrable estremeció el interior de Mengzi. Ahí supo que su destino y el de esa frágil mujer estaban inalienablemente conectados.
      Intentando no comprometer el momento, ambos recorrieron las calles de la ciudad tratando de poner su mejor cara, hacían un esfuerzo sobrehumano por contagiar al otro de un buen humor a todas luces inexistente. Pero pronto no pudieron más y afloraron las verdaderas emociones. La sonrisa se desdibujó del rostro de Yue, entrecerró los ojos intentando enfocar algo en un lugar lejano. Se veía extrañamente hermosa con el rostro cubierto por esa pálida ansiedad. “Si no tuviera esa cosa, todo sería perfecto”, pensó Mengzi, y, al entenderlo, su corazón se ensombreció: lo más hermoso que tenía se había partido en pedazos.
      Cuando apenas comenzó a trabajar, incluso en los momentos más arduos, aún soñaba con un buen empleo y un amor sincero. Ahora su esposa, esa figura que tantas veces había idealizado en su mente, portaba sífilis. Quizás podría, eventualmente, aceptar la enfermedad, pero lo que jamás aceptaría sería que la castidad de su mujer hubiera sido mancillada. De sólo recordarlo sentía como que tragaba agua con mierda. Hacía un esfuerzo desmedido por no pensar en ello, pero la escena vomitiva siempre se escurría hasta sus adentros, y entonces la idea del divorcio lo atacaba como una bala directa al cráneo, al tiempo que un extraño sentimiento de dulce venganza le corroía la entraña. “Me niego a ser un pozo de estiércol”. No había nada peor para la gente de Liangzhou que uno de éstos, literalmente el lugar donde los campesinos guardaban sus aguas residuales tras abonar el campo. Fue justo por lo que le sucedió a Xue Baochai, en El sueño del pabellón rojo, cuando Jia Baoyu se casó engañado con ella, creyendo que unía su vida con su amada Jiayu. No hay peor humillación en el mundo que ser un pozo de estiércol.
      Recapacitando bien, si Yue se casó con él fue únicamente porque no logró triunfar como citadina. Le dolía pensar que más que su auténtico amor, él era su segunda opción. Aunque, siendo francos, ¿no era también su historia? Él quería ser un citadino consagrado, con casa, trabajo y todos los beneficios. Finalmente no triunfó y terminó casándose con Yue. Visto así, los dos eran el mismo tipo de pozo, pensamiento que lo tranquilizó fugazmente.
      Sin importar cuán vehemente era su determinación para divorciarse, en cuanto observaba a Yue, con esa expresión de impotencia y desesperanza en su rostro, se derretía su voluntad. Mengzi pensó de nuevo en su hermano muerto: sólo aquellos que han sufrido una herida semejante en la vida pueden descifrar esa expresión. Mengzi soltó un contenido suspiro. “Paso a paso”, concluyó para sí.
      Permanecieron en silencio durante el camino de vuelta. Aunque Mengzi quería decir algo alegre, se dio cuenta de que en aquel momento más valía quedarse callado. De súbito se sintió como envuelto por una capucha invisible. Afuera estaba el mundo de los demás, lleno de júbilo; adentro… él. Recordó una vieja sensación de siempre considerarse en el exilio, sin importar el lugar siempre estaba exiliado y sin poder moverse: en la escuela, en el trabajo, y hasta en ese lugar arenoso y polvoriento llamado “casa”, al que el destino lo lanzó sin preguntarle su opinión.
      Mientras Yue contemplaba, inexpresiva, el exterior moverse a toda velocidad, él se percató de que el mundo es tan cambiante como el paisaje a bordo de un vehículo. En un abrir y cerrar de ojos las cosas desaparecen y todos morimos. Cuánto había experimentado en los últimos años: la vida, la muerte, episodios que parecían dar para reír y que terminaban en lágrimas; oportunidades de crecimiento con la soga al cuello; una mujer ideal para envejecer que a la vez tenía una enfermedad venérea. La palabra “esposa” le producía una punzada en el corazón. Ni muerto se hubiera imaginado que se casaría con una mujer infectada de sífilis.
      Y cuando pensaba en su madre, la punzada en el corazón pasaba a ser un doloroso retortijón. Yue era hermosa y dejaba bien puesta la cara de su madre y de todo el clan.
      —De todas las mujeres de esta aldea, la nuestra es la más bella —presumía.
      Y no le faltaba razón…, pero ¡sífilis! Era una bofetada en la cara a los ancestros. Si su madre se enterase, no podría a salir a la calle de nuevo. Luego pensó en los familiares de Yue, conscientes del parásito del que se estaban deshaciendo. ¡Cobardes! ¡Sinvergüenzas! Mengzi estaba al borde de un ataque de cólera.

2

La madre de Mengzi finalmente se enteró. Sucedió en la madrugada del día siguiente cuando, antes de salir a trabajar al campo, entró al cuarto a dejarle el desayuno a su hijo.
      Cuando Mengzi se enteró de la enfermedad, decidió dejar la puerta de su cuarto siempre entreabierta por temor a que en un momento de debilidad terminara cometiendo una estupidez. Entró la madre sin hacer ruido alguno y sorprendió a Yue iluminando su entrepierna con una linterna y haciéndose unos sospechosos lavados allá abajo. No tuvo que observar con detalle para saber que algo estaba mal. Yue se quedó pasmada por unos segundos, tras los cuales tomó un trozo de papel y se cubrió. Tirados en el piso había varios medicamentos, algodón y papel higiénico. Con el rostro desencajado, su madre llamó a Mengzi con un susurro.
      —¿Es sífilis? No me mientas. —Parecía haber visto un fantasma a plena luz del día.
      —Pero ¿qué dices, Ma…? —Ella lo miraba fijamente a los ojos, sin parpadear.
      —¡Dios mío, pero qué crimen cometí yo! —Primero intentó contener el llanto, pero entre más se frotaba los ojos, más rincones por los que desbordarse encontraban las lágrimas.
      —Ma, ¿qué te pasa, no ves bien?
      —Hijo, no nací ayer. La inmoral Erjie tuvo esta enfermedad, yo la vi en aquel entonces. Ésta te jodió. Yo, yo… —las palabras se le atragantaron y el llanto finalmente explotó.
      Mengzi supo que ya no podía esconderlo más y también que su madre estaba convencida de que Yue y él ya se habían acostado.
      —Ma, yo no tengo nada. No la he tocado —dijo para tranquilizarla.
      —¿De verdad? —Su madre dejó de llorar y lo miró.
      Mengzi asintió, ella lo atrajo hacia su cuerpo y terminó desbordada en llanto.
      El hijo sentía un zumbido incesante en medio del cráneo y una agitación sin precedentes en el corazón, pero, curiosamente, a la vez estaba más ligero. Pensó que en el fondo era mejor que la historia saliera a la luz. Al final, era imposible ocultarlo por siempre.
      Su madre lloró un rato. Luego se secó las lágrimas y habló:
      —Hijo, tú eres alguien estudiado e inteligente que, no dudo, entiende la situación. Yo lo único que te puedo decir es que, si tocas esas aguas turbias, aunque sea sólo con la punta del dedo, se acaba tu vida. —Y tras las palabras sabias volvieron los vituperios—: Esa familia de bestias sarnosas, ¡sabiendo que su hija estaba enferma no les importó arruinarle la vida a mi niño!
       —Ma, ¿cómo se te ocurre? Nadie quisiera contagiar a otro de esta enfermedad, claro que no lo hicieron a propósito —respondió Mengzi por miedo a que Yue escuchara desde el cuarto contiguo. Sin embargo, en su interior hervía un odio visceral hacia sus suegros.
      —Vieja, ¿ahora qué? —El padre de Mengzi llegó en aquel momento—. Te la pasas armando alboroto por aquí y por allá y nunca trabajas —le reprochó imaginando un nuevo conflicto con cualquier vecino.
      —Muy bonita la esposa que escogiste. Venía con sífilis de regalo —le dijo ella mientras se limpiaba los mocos.
      El padre se petrificó. Mengzi le contó todo, esperando la cólera de su progenitor, más porque él siempre se opuso a su matrimonio con Yue. Él quería que su hijo se casara con una mujer capaz de tomar una hoz, trabajar el campo y pasar penurias. Para su sorpresa, el padre lanzó una mirada sombría en dirección al lecho nupcial y luego otra igual de sombría al hijo. Sin palabras, se sentó en el borde del escalón y arrancó a fumar mecánicamente.
      Mengzi entró al cuartito y vio a Yue con mirada perdida sentada sobre el kang. Él preferiría que ella se soltara a llorar a moco tendido igual que su madre, pues el llanto es capaz de drenar el sufrimiento, pero de ella no salía ni un sollozo. En la alcoba se sentía una densa opresión, una quietud fúnebre como la de una flor que no se puede abrir. La escena le oprimía la entraña: un charco de agua amarillenta, bolas de papel higiénico, una botella de vidrio torcida y polvos medicinales también amarillos y de un perforante olor desperdigados inundaban el cuarto.
      Yue, inmóvil como una estatua; Mengzi, sin saber qué decir, sólo lanzaba prolongados suspiros. Entendía tanto el dolor de sus padres como la desesperanza de su esposa. Todos eran víctimas, pero ¿de quién? ¿Del destino? ¡Qué va! El destino no es más que una ilusión, incapaz de joderle la vida a nadie.
      —Tarde o temprano se iban a enterar —le dijo Mengzi consolándola mientras le daba unas palmaditas en el hombro.
       Al escuchar esto Yue se echó a llorar. En un principio, como el dicho que reza “Primero disparo y después tengo miedo”, las lágrimas brotaron al exterior sin contención alguna, pero casi inmediatamente después Yue puso toda su voluntad en reprimirlas, con algún que otro sollozo que incontenible se escapaba. Mengzi también sentía el corazón dolorido. Cerró la botella, recogió los papeles higiénicos y puso la bacinica sobre la silla. Era todo lo que podía hacer. No podía ir a tirar esa agua sucia al baño, sabía que la sola idea de que él terminara recogiéndole los meados a una enferma de sífilis seguramente mataría a su pobre madre de indignación.
      —No culpo a mis padres por esto. Ellos tampoco estaban de acuerdo en que me casara contigo. Fui yo la que se obstinó. “Si tardas más, te van a terminar violando”, decían. Quién hubiera dicho, menuda terquedad.
      —Tranquila, no te culpo. —Mengzi abrazó a Yue y luego salió del cuarto.
      El sol brillaba en todo su esplendor y por doquier se veían gallinas picoteando aquí y allá. Su padre, inmóvil, sostenía un cuenco con tabaco entre las manos. Su madre no estaba. Temiendo que hubiera ido a casa de sus suegros, cruzó el umbral a toda prisa y salió corriendo.

3

La madre de Mengzi se encaminaba a la casa de los padres de Yue.
      —¡Cerdos, mentirosos, cobardes! —balbuceaba colérica a cada paso. En su interior hervía un fuego ardiente que clamaba por salir. Eran tiempos de trabajo en el campo, así que no había mucha gente en la calle. Unos niños, al ver la expresión de la madre de Mengzi, supieron que se avecinaba un espectáculo. Hicieron una mueca y sigilosos se fueron detrás de ella, remedando su andar y sacando la lengua.
       —¡Sucia cerda, puerca roñosa! —Los insultos iban dedicados a la madre de Yue. No es que el padre fuera inocente, pero la madre era la verdadera culpable, la cerda mayor, la que le dio gato por liebre. Vender a una sifilítica como si fuera casta es todavía peor que darle agua a un enfermo jurándole que es medicina. Ni siquiera le importaba la generosa dote que dieron a cambio de Yue, lo grave era el riesgo de su hijo de haberse acostado con ella y contagiarse. ¿No es eso cuando menos tentativa de homicidio?—. ¡Cerda, puerca, perra sarnosa! —Expulsaba todos los insultos imaginables para descargar su enojo, pero ninguno lograba amainar el odio que hervía en sus tripas. El barro brotaba de la tierra viscosa y salpicaba sus pantalones.
      Ella iba como un rayo y lo último que le importaba era el pantano bajo sus pies. Alguien se dirigió a ella, pero siguió caminando sin responder, probablemente sin escuchar.
      Más y más aldeanos se fueron sumando a la larga fila que habían comenzado los niños. Todos estaban ávidos por el desenlace del chisme. En una aldea donde casi nunca pasaba nada, quién de esos campesinos solitarios iba a perderse la oportunidad de ver la función que prometía el caminar furioso de la mamá de Mengzi y la hilera de curiosos tras ella.
      La puerta de la casa estaba abierta. Ella irrumpió haciendo retumbar las paredes. Nunca había pisado con tanta autoridad. La suegra, sorprendida y algo asustada por el eco explosivo, supo por la expresión de ella que la visita se iba a poner fea y sólo atinó a soltar una risita nerviosa:
      —Ay, consuegra, hola.
      —Puerca inmunda, espero que estés satisfecha —bramó al tiempo que se quitaba un zapato. Antes de que la madre de Yue pudiera reaccionar, ya tenía la suela marcada en la cara—. ¡Asesina!
      ¿¡Sífilis!? —rugía blandiendo el zapato en la mano. Al principio la madre de Yue intentó esquivarla, pero al escuchar la palabra “sífilis” cayó al piso y rendida se dispuso a recibir los embates del zapato. Su cara estampada en huellas de alpargata pasó del gris al morado y un hilo de sangre le escurrió por la nariz.
       Quién sabe cómo hubiera reaccionado de haberse resistido su rival, pero como su consuegra se rindió poniendo la otra mejilla, esto la enardeció todavía más. Sin embargo, tras darle varias decenas de zapatazos, se percató de que los demás terminarían por burlarse, así que se calzó el zapato, salió, levantó una piedra y entró a la casa.
      —¡La puta que parió a tu sifilítica hija!
      Antes de que el viento se terminara de llevar sus palabras, al interior se escuchó el sonido crujiente del vidrio al romperse y de la madera al partirse y, finalmente, un aullido desgarrado.
      —¡Cerda, sucia, perra! ¡¿Cómo se te ocurre encajarle una enferma a una familia decente?! —La afectada lloraba como si alguien se hubiera muerto.
      La madre de Yue se sentó, pasmada, bajo el umbral de la puerta. Su cuerpo entero estaba cubierto de tierra; sus ojos, idos, como dos pozos profundos y secos. Nunca había sido una cobarde, era la primera vez que los demás la veían en un estado tan lamentable. Siempre se paró, luchó de vuelta, pero ahora estaba completamente subyugada. Sólo con dos hay espectáculo, pero aun sin la pelea prometida, los demás aldeanos supieron que ahí pasaba algo.
      —¿Qué es sífilis? —preguntó alguien.
      Otro se aventuró a explicar, y entre preguntas y suposiciones el motivo del pleito salió a la luz.
      Mengzi sabía que su madre iba en expedición punitiva, pero creyó que tendría prudencia. Jamás imaginó que terminaría armando semejante escándalo. Aceleró el paso. La entrada de la casa de su familia política estaba atestada de gente. Mengzi odió a su madre, sabía que este escándalo destruiría el nombre de Yue. Se abrió paso apartando a la bola de curiosos. Al ver a su suegra ahí sentada y con la mirada perdida, sintió una lástima terrible.
      —Levántese, ¿qué pasa? Vamos adentro. —No hubo respuesta, sólo un lamento ininteligible y, en medio de sollozos, repetidos golpes de su frente contra la tierra. Sobre su rostro se adivinaban varios moretones en ciernes.
       —¿Qué miran y de qué carajo se ríen? —imprecó Mengzi a los curiosos que, parados en la puerta, no querían perderse detalle alguno. Dos hombres se acercaron y tomaron del brazo a la madre de Yue.
      Al entrar, Mengzi descubrió los trozos de un espejo roto y una mesa destrozada, y supo que esa era obra de su madre. Dejó salir un largo y contenido suspiro.
      Su madre estaba sentada sobre el kang. Lanzaba amargos lamentos y salvajes vituperios siempre acompañados de la palabra “sífilis”. Había puesto una colcha de seda llena de polvo y mugre sobre sus nalgas. Mengzi sentía que su cabeza iba a estallar. ¿Cómo podía su madre hacerle esto? Era relativamente normal ver a las mujeres de la aldea armar estos numeritos, pero nunca se imaginó que su madre sería la protagonista de uno. La única vez que había sucedido algo medianamente similar fue cuando Mengzi era pequeño y un niño abusivo le había partido la crisma y hecho sangrar la nariz. Su madre le dio una lección y desde entonces nadie se había vuelto a meter con él. Pero ahora su madre estaba claramente revuelta.
      —Ma, no nos hagas perder la cara, ¿entiendes? —pidió Mengzi con las lágrimas brotando del enojo.
      —¡Qué cara ni qué cara! Si yo en ningún momento vendí a una sifilítica como virgen… —gruñó su madre en medio del berrinche.
      —Ya deja el escándalo, te lo ruego, piensa en los demás.
      —¿Y ella qué? Acaso ella pensó en ti, ¿eh? ¡El dineral que nos gastamos a cambio de su hija puta!
      Mengzi suspiró. Reprochaba a su madre.
      —¿Puedes pensar en mí por un instante? ¿No te das cuenta de que Yue es tu nuera, la esposa de tu hijo? ¿Quién crees que sale peor parado de todo esto? —Pero su madre no estaba dispuesta a escuchar la voz de la razón. Mengzi sentía una gran impotencia, y pensar en lo que se le venía a su mujer lo llenó de zozobra. El pueblo entero la escupiría en consecuencia de este episodio.
       Ambas mujeres lloraban sin contención, a cada lamento de una la otra respondía con uno más fuerte. Alrededor se amontonó más gente a medida que crecían los cuchicheos. El secreto ahora era público. Mengzi permanecía impasible. Pensó que en el fondo era lo mejor, que se destapara todo. “¿Qué es lo peor que puede pasar?”. Este pensamiento lo tranquilizó enormemente.

4

Los aldeanos injuriaron a los padres de Yue y reclamaron justicia en nombre de Mengzi y su clan. Al inicio, la madre de Mengzi se unió al coro de vilipendios, pero poco a poco recapacitó y supo que ella también había obrado mal, aunque no lo dijera abiertamente. Los padres de Yue mandaron un sobre con cinco mil yuanes destinados al tratamiento de su hija. La madre de Mengzi sabía que esto era producto del escándalo, pero también que era a costa de la reputación de Yue.
      El chisme corría de boca en boca. Todo el mundo hablaba de ello, y al mencionarlo escupía un gargajo en dirección a la casa familiar de Yue. Alguien incluso propuso llevarla hasta el templo del clan para denunciarla públicamente por haberle hecho perder la cara a sus ancestros.
      Los aldeanos sólo recordaban el caso de la inmoral Erjie, de quien se sabía que antes de la liberación vendía su sonrisa y otras cosas más en un motel al oeste del río Amarillo. El destino le pasó factura, se enfermó de sífilis y murió trágicamente. Que se supiera, ninguna otra lugareña había incursionado en esa infame profesión. Aunque en los últimos años muchas chicas habían migrado del pueblo a trabajar en otros lares, cambiándose de nombre y enviando suspicaces remesas a la familia, nadie sabía a ciencia cierta qué hacían y para efectos prácticos era imposible probar cualquier sospecha. Pero lo de Yue era irrefutable; la sífilis fue el clavo que fijó su desgracia y, para colmo, la gente de la aldea sospechaba que Mengzi también se había contagiado. ¡A otro con ese cuento de que el algodón no se quema junto al fuego! Nadie creía que Mengzi jugara al casto con esa carne tierna calentándole las sábanas por las noches. Las mujeres huían de Mengzi cuando lo veían caminando por la calle, como si la sífilis pudiera explotar de la nada e ingresar en forma de partículas en sus cuerpos. Ni las viejas casadas y feas, ni siquiera las de fealdad rayana en la náusea, se acercaban.
      La madre de Mengzi finalmente comprendió que, por culpa suya, la reputación de su hijo estaba mancillada. Incluso, si ahora se divorciara, ningún padre en su sano juicio estaría dispuesto a entregar a su hija en matrimonio y correr el riesgo de jugar con enfermedades venéreas. Así que eliminó la opción del divorcio de su baraja. “Hay que curarla”, decidió. “Imposible que con esos cinco mil yuanes la ginecología no pueda solucionarlo”.
      Aunque no aceptó su error, con sus acciones se mostraba más compasiva con su hijo y nuera. Incluso convenció a su marido en comprar una moto usada para que Mengzi pudiera llevar periódicamente a Yue al hospital de Liangzhou a recibir su tratamiento. Para su desgracia, su nuera era alérgica a los antibióticos, por lo que la medicina que suele recetarse para tratar la sífilis quedó descartada. Antes de desposarse ya había estado internada una vez, lo cual le brindó cierta mejora, sí, pero los médicos nunca pudieron erradicar la enfermedad de raíz. Por fortuna tenían noticia de un anciano en Liangzhou que conocía un remedio casero para curar la sífilis. Bastante efectivo según decían. Yue lo probó varias veces, y aunque los resultados no eran muy evidentes, algo había funcionado.
      El único problema era que los suegros vivían en suspenso. La sífilis era como una guillotina suspendida que amenazaba con caer sobre sus cabezas en cualquier momento y sin previo aviso. A pesar de estar seguros de que Mengzi efectivamente no había tocado a Yue, ¿qué les garantizaba que no lo haría en el futuro? El marido se encontraba en la edad del “arrebato fogoso” y nada garantizaba que uno de esos días de hormonas alborotadas, en un impulso… Bastaba una lamida de la sífilis para que el cuerpo entero estuviera en serios problemas.
      Los padres de Mengzi no encontraban solaz. Además de repetirle todos los días que no cayese en la tentación, le impusieron una regla: prohibido cerrar la puerta con seguro durante la noche. Aún intranquila, la madre tuvo una conversación secreta con su esposo, proponiéndole que en cuanto la luz del cuarto nupcial se apagara, uno de los dos se aproximaría descalzo y se quedaría en cuclillas junto a la puerta, aguzando el oído y presto para intervenir en caso de percibir algo ligeramente sospechoso. En un principio, al padre le pareció deshonesto y torcido, pero al ver que su esposa se pasaba todas las noches en vela, finalmente cedió. La madre haría guardia la primera mitad de la noche y él la segunda. Mengzi no se imaginaba que sus padres vigilaban cada uno de sus movimientos.
      Una noche, Yue se hizo los lavados, se echó los polvos medicinales, se puso los pantalones y se recostó sobre el kang. La enfermedad no parecía haber empeorado, pero tampoco tenía signos evidentes de mejoría. Pensaron en la opción de ir hasta Lanzhou, la capital, pero al parecer los medicamentos eran los mismos que tenían en el hospital de Liangzhou, y no estaban para tirar el dinero a la basura. Yue dudaba. Luego cambiaron de tema, hablaron de sus tiempos universitarios y el humor les cambió completamente. Aunque notoriamente más delgada, no había merma en la belleza de Yue. Quizás aunado a ese creciente sentimiento de compasión, a Mengzi le parecía cada día más hermosa. Estiró una mano bajo las cobijas y atrapó la mano de su mujer. “¿Cómo es posible que sólo pueda ver y no tocar a esta belleza de rostro de flor y piel de jade?”, pensó Mengzi al tiempo que soltaba un triste suspiro.
      —No te preocupes —le dijo Yue—, en cuanto esté curada podrás hacer todo lo que quieras conmigo. Sólo temo que, cuando llegue el momento, yo ya no te guste.
      —Cuando llegue ese instante no digas nada y ya está —respondió Mengzi.
       Yue soltó una risita. Y así, bromeando, la atmósfera comenzó a distenderse. Mengzi percibió unas gotitas de sudor sobre la mano de Yue y se sintió tentado por la humedad. Rozaba, acariciaba, apretaba esa pequeña mano, resbalosa cual pez. Poco a poco fue sumergiéndose en una fantasía onírica y erótica. Estiró el cuello y la besó. En cuanto aquel par de bocas se unieron fue imposible separarlas. Los labios ávidos se mordían, las lenguas sedientas se enroscaban y fundían en lascivos chasquidos. Aquella noche, el padre de Mengzi estaba de guardia y, por supuesto, sospechó lo peor. Con sigilo fue hasta donde dormía su esposa y la sacudió.
      —Hay unos sonidos raros —le dijo.
      Su mujer se puso cualquier cosa encima, salió del cuarto y junto a la puerta llamó a su hijo con voz brusca:
      —Mengzi…
      Éste respondió con un gruñido.
      —Ayúdame a buscarle un analgésico a tu padre. Le duele la cabeza. —Mengzi se levantó, prendió la linterna y extrajo una pastilla de un envoltorio de papel de periódico. La puso en agua y se la alcanzó a su padre. Antes de volver, su madre le advirtió—: No estén tan juntitos, hijo, esas aguas son peligrosas.
      —Yo sé, yo sé —le respondió. Al escuchar el tono de su hijo, el padre se tranquilizó. La madre, por el contrario, se quedó aún más preocupada, por lo que acompañó al marido a la guardia nocturna. La intimidad prohibida los tenía hirviendo. Sólo fueron unos cuantos besos, pero ambos se sentían a punto de estallar de la excitación. Se abrazaron y las fronteras del yo se difuminaron en unidad indiscernible. El éxtasis era tal que se desbordaba por fuera de aquellas cuatro paredes. Para evitar accidentes, decidieron no quitarse la ropa, pero poco a poco comenzó a picar, a estorbar y, finalmente, ambos se quedaron casi desnudos, abrazados y acostados. Inmersos y fundidos en el embeleso de los recién casados, Mengzi sintió que se deslizaba hacia el abismo. Comenzó por tomarle una mano, luego fue un inocente beso, que evolucionó en un incitante abrazo, y conforme la intimidad de sus cuerpos se iba haciendo más profunda, la dicha aumentaba tanto como la tentación.
      Lo que no sabían es que el eco de su pasión tenía a la madre de Mengzi con el corazón en la boca. Tras la puerta, a cada ruidito, cada chasquido, cada gemido, ella interrumpía para pedirle a Mengzi cualquier mandado. Éste seguía sin percatarse de lo que realmente pasaba. No podía saber que su única alegría era al mismo tiempo el temor más grande de sus padres.
      La tentación llegaba a grados irresistibles. Mengzi sufría. Ese joven y terso cuerpo le provocaba sensaciones que no recordaba sentir desde hacía mucho tiempo. Las voces de la razón comenzaron a difuminarse en el vacío. El incendio podía dispararse en cualquier momento, y esos besos y abrazos eran madera seca sedienta de fuego. Para colmo, Yue se fue soltando y a cada caricia y a cada abrazo escapaba un gemidito lleno de fogosidad femenina. Quizás lo hacía para complacer a su esposo, quizás sencillamente así lo sentía; en cualquier caso, para Mengzi era el mayor placer y la peor tortura.
      Mientras tanto, su padre estaba al borde de la locura.
      —Golfa, zorra… —murmuraba sin pausa tras la puerta. Temía escuchar esos sonidos y al mismo tiempo, incomprensiblemente, los anhelaba. Tenía la frente empapada en sudor.
      En medio de estas caricias, el amor entre Mengzi y Yue subía abruptamente de temperatura y su cariño de intensidad. Decididos a enfrentar aquella enfermedad terrible, sentían que ya nada ni nadie los podría separar. Antes de sentirse envuelta en el abrazo de Mengzi y humedecida por sus besos, Yue nunca antes había experimentado las mieles de ser mujer. Y a diferencia del sexo, en el cual tras el orgasmo los sentimientos amorosos disminuyen en picada, sólo abrazarse y besarse encarnaba un fervor persistente e insaciable. A la vez, la tentación colosal de lo que se avista pero no se puede tocar reforzaba su complicidad carnal.
      Aquella noche, como de costumbre, bromearon, se rieron y terminaron acariciándose. En un principio sólo se dieron un beso, pero de súbito la luz de la luna se filtró entre la cortina impregnando el cuarto y sumiéndolo en una suerte de mágica fantasía. Mengzi vio a Yue en todo su esplendor. Era una belleza que ninguna palabra podría jamás describir. Una ola suave y cálida emergió del cuerpo de Yue y se transformó en llamas al llegar al cuerpo de Mengzi. Yue lo miraba quieta, con ojos serenos y algo tristes. Intentaba controlar su respiración agitada, que ondulaba sobre sus pechos mientras sus dedos, inquietos, recorrían el cuerpo de su hombre. Mengzi comenzó a succionar los senos núbiles, redondos y suaves de aquella criatura hermosa que lo hacía arder de deseo. Había logrado controlarse en los momentos de mayor excitación, pero ahora, como arrastrado por una ola furiosa, completamente fuera de sí, se abalanzó sobre el cuerpo de Yue y comenzó a besarla con locura. “Si tan sólo pudiéramos ser uno por un instante, podría morir en paz”, pensó Mengzi. Primero Yue luchó, pero muy pronto se rindió, inflamada también de un ardiente deseo. Mengzi extrajo un condón que tenía hace rato esperando la ocasión propicia.
      —Sólo esta vez —dijo jadeando—. Nos protegemos.
      —No… no… —Yue sacudió la cabeza alarmada, pero pronto flaqueó su convicción.
      Mengzi abrió la bolsita cuadrada de plástico con suma torpeza y una cosita suave y resbalosa cayó entre sus dedos. Se sintió auténticamente feliz.
      —¡Mengzi!… ¡Ladrón! ¡Jardín! —Esta vez el grito de su madre fue punzante.
      Ahí fue cuando Yue supo que su suegra los vigilaba. Se echó a llorar como un bebé que se quema la mano. Mengzi también se echó a llorar y así, llorando y abrazados, los recibió el amanecer.

5

La madre de Mengzi buscaba por doquier remedios caseros para curar la enfermedad de su nuera. En esta búsqueda se dio cuenta de que muchos habían escuchado la palabra “sífilis”, pero salvo estar de acuerdo en que era algo repugnante, nadie tenía idea de qué era realmente. Por supuesto, no podía ir gritando por ahí que su nuera tenía una enfermedad venérea, así que comenzó preguntando a sus amigos más cercanos. Ellos, a su vez, interrogaron a sus respectivos amigos más cercanos, y de amigo en amigo Yue terminó convertida en la golfa del pueblo. Esto, aunque sin duda menoscabó su reputación, por lo menos produjo el resultado esperado. Un día, una inmoral le compartió en murmullos a la madre de Mengzi una receta casera: ahumar el sexo con estiércol de res.
      —Algunos se han curado ahumando boñiga de vaca ahí abajo —le contó.
      Según su lógica, éstas contenían la esencia de todas las hierbas medicinales, que la vaca por instinto se traga, y por eso curaba.
      Aunque la madre de Mengzi no entendía qué clase de “esencia” podía contener la mierda, al menos era gratis, y como todas las vacas cagan, no le costó ningún trabajo recolectar un generoso montón. Apiló la bosta en un cuenco y se dispuso a ahumar a su nuera. Al principio, Yue no estuvo de acuerdo, no creía que la mierda pudiera ser más efectiva que la medicina moderna, pero finalmente su suegra la convenció. Eso sí, la condición de Yue fue que Mengzi no estuviera, bajo ninguna circunstancia permitiría que su esposo viera sus heridas.
      En cuanto Mengzi partió, Yue se quitó los pantalones y reveló su enfermedad. Su suegra se llevó una sorpresa tremenda: partes de su sexo estaban llenas de llagas y pus amarillo. Para no hacer sentir mal a su nuera, guardó silencio. Al principio la odiaba por aquel desliz, pero ahora una compasión le brotó de lo más hondo de la entraña. Prendió el estiércol seco y atizó las chispas hasta que el fuego comenzó a esparcirse y a soltar volutas de humo blanco que se enroscaron en el aire. La madre de Mengzi movió aquella esencia hasta situarla bajo las llagas. Al principio no pasó nada, pero conforme el fuego fue avivándose y el humo concentrándose, el pus se transformó en gotas que cayeron al fuego con un eco sibilante.
       Acuclillada bajo las llamas, Yue podía sentir el consolador lamento del sucio pus cayendo sobre el fuego; notó a todos los monstruos de la sífilis chirriando los dientes y haciendo muecas de dolor. Esta enfermedad era el demonio mismo y sentir que el fuego la consumía era un motivo de gran alegría. Al principio, el calor del fuego le dio una agradable sensación; luego comenzó el dolor, un dolor casi apacible, sin embargo. Se sintió mareada, como si estuviera fundiéndose con el fuego y ella misma convirtiéndose en una redonda flama azul.
      —O te vas a la mierda tú o nos vamos los dos juntos —le dijo en un susurro rabioso a aquellos monstruos que se consumían bajo su entrepierna en medio de las llamas.
      Se agachó aún más sobre el fuego y el pus se derritió con más afán. Un hedor nauseabundo inundó el cuarto. Yue sintió que las llamas la quemaban, ya no sólo se estaba ahumando, sino auténticamente rostizando. Se impacientó. Quería quemar esa sucia sífilis de una vez por todas, incinerar a ese maligno demonio y darle a su amado lo que tanto añoraba. Le dolía el corazón de sólo pensar en la mirada ansiosa de Mengzi, a quien a veces veía como un hijo, sobre todo cuando le chupaba los senos.
      Viendo a Yue acercarse sin tregua al fuego, su suegra puso una toalla bajo sus muslos y le pidió levantarse un poco.
      —La idea es ahumarlo, no quemarlo. No queremos empeorar la cosa.
      Después de un rato, la madre se llevó el cuenco y apagó el fuego. Yue se frotó la entrepierna con papel higiénico, se puso los pantalones y se acostó sobre la cama. Se sentía inusualmente fatigada. Sentía un dolor sutil a causa del fuego, pero estaba feliz: ¡finalmente una cura! ¡Y gratis! Se había sentido tantas veces chocando frente a un muro infranqueable, tanto tiempo en ascuas ante un callejón sin salida, que la mera esperanza era un solaz de por sí suficiente. Al principio no había sido así. Primero pensó que, aunque era una enfermedad terrible, no existía nada incurable por los avances de la tecnología, así que aceptó casarse con Mengzi, convencida de que mientras preparaba la boda encontraría algún remedio. Para su mala suerte, la enfermedad era más terca de lo que parecía y las llagas se esparcieron por doquier, como si una lengua golosa lamiera la piel y contaminara todo lo que tocara a su paso. De haberlo sabido, quizás nunca hubiera aceptado casarse.
      Se acostó sobre la cama y se quedó observando hipnotizada el techo y la guirnalda matrimonial que aún pendía sobre él. Recordó los besos y las caricias de su esposo y pensó la gran diferencia que hay cuando las cosas vienen del corazón. Es decir, un beso común y corriente entre ella y Mengzi no era sólo un intercambio de saliva, sino un auténtico océano de amor. No alcanzaba a imaginar cuán felices serían una vez ella estuviera sana. Se imaginó junto a Mengzi, tragada y envuelta por un vórtice colosal de dicha extática. De sus labios emergió una sonrisa.

6

Yue partió en dirección al río.
      Había vuelto a vivir en casa de sus padres. La razón: los padres de Mengzi estaban agotados. Por el día trabajaban como mulas en el campo y por la noche hacían guardias, lo cual sumaba más desgaste a su vida. Estar atentos al menor movimiento, al más leve susurro para entonces actuar como si el enemigo estuviera al acecho, noche tras noche, los tenía al borde de un colapso nervioso. Y éste era el menor de los males, ya que lo más preocupante era que, en caso de que en un impulso romántico o bien en medio de las brumas del sueño sucediera aquello, las consecuencias serían irreversibles. Por todo lo anterior, la pareja de ancianos decidió enviar a Yue a su antigua casa. El matrimonio se consumaría una vez ella estuviera curada. Además, los padres de Mengzi querían encontrarle a su hijo alguna ocupación para que no pasara sus días sin hacer nada. Para su fortuna, un empleado del templo confuciano había ido desde la ciudad buscando a Mengzi para ofrecerle trabajo: organizar y traducir unos materiales de la dinastía Xia. Mejor oportunidad, imposible. Sin esperar la aceptación de Mengzi, sus padres ya habían cerrado el trato. Los viejos por fin pudieron suspirar de alivio. Mengzi se iba en la moto a trabajar y cada dos días regresaba a la aldea.
      Obviamente, Yue deseaba curarse, pero no tanto como reunirse con Mengzi. Cada segundo que pasaba lejos de él le parecía una eternidad. Además, el ambiente de su casa era deprimente. Nadie los visitaba, quizás porque todos temían contagiarse de “la enfermedad”. Yue todos los días hacía varias sesiones de ahumarse los genitales con bosta de vaca, lo cual le estaba dando resultado y en algunas zonas incluso ya se habían formado costras. Además de ir a la ciudad una vez por semana a recibir su tratamiento, lo único que hacía era tragar pastillas en grandes cantidades y pararse sobre el fuego. Por su esfuerzo, la enfermedad ya no parecía tan virulenta. La llama de la esperanza revivía.
      Cada vez que salía de su casa a caminar por la aldea, la hostilidad era palpable, en particular de las mujeres, quienes temían que esta sedujera a sus hombres y de paso las contagiara a ellas también. A Yue le parecía ridículo. En cuanto a los hombres, si eran de su mismo clan, se escondían de inmediato, pues sabían que ella había traído desgracia a los ancestros; cuando estos hombres discutían con otros, bastaba que alguien gritara la palabra “sífilis” para desinflarlos. Si eran de otro clan, todo lo contrario, se acercaban a inspeccionarle el rostro con sumo detalle, buscando pruebas de la afección o señas de promiscuidad. Ella seguía de largo con la cabeza en alto, a veces incluso los saludaba con una educada inclinación de cabeza. Recordó cuánto miedo tenía de que la gente de la aldea supiera su oscuro secreto, pero ahora se daba cuenta de que en realidad no era tan grave como había imaginado.
      Lo único que realmente temía era perder a Mengzi. Él se había convertido en casi una religión para ella. Antes tenía muchos anhelos en la vida, pero con el paso del tiempo todos y cada uno se habían ido cayendo. Lo único que le quedaba era un amor que la perspectiva de perder la batalla contra la enfermedad sólo exacerbaba; una ola bramante y furiosa capaz de arrastrar al fondo del mar el miedo a morir, un amor capaz incluso de ahogar a la misma muerte. A veces, sus ansias de ver a su marido la hacían olvidarse de su situación.
      Los días en que Mengzi debía volver a la aldea, Yue madrugaba, se maquillaba y a primera hora se colocaba bajo un árbol de azufaifo, con la vista fija en el serpenteante sendero por donde él aparecía. Mientras esperaba, en su imaginación Mengzi surgía en el horizonte montando la moto destartalada. Era una alucinación que de tanto replicarla creaba la realidad. Cuando finalmente el camino escupía al verdadero hombre, Yue sentía que el corazón se le salía del pecho, una alegría desbordada inundaba su ser y salía corriendo a recibir a aquel punto diminuto y distante; corría a toda prisa hasta su encuentro y lo abrazaba y besaba. A veces se abalanzaba con tal emoción que lo tumbaba al piso. Ambos se reían y revolcaban sobre el fango. Al percatarse de que a la moto se le escapaba la gasolina, la levantaban y, Mengzi manejando y ella detrás, bien cerquita y agarrada a su cintura, lentamente volvían a la aldea.
      Ese era su momento de mayor felicidad. Mengzi solía llegar a la hora del ocaso, cuando el sol yacía suspendido en el horizonte, hundiéndose con timidez tras la cima del monte Sha. Muchas de las chimeneas de la aldea echaban volutas del humo, inundando el cielo en espirales grises. Cuando no soplaba el viento, el humo se mantenía concentrado, elevándose uniforme hasta ya no subir más, y entonces caía sobre la aldea cubriendo de una mística bruma las chozas y los senderos. Yue se sentía como en un cuento de hadas, con el ronroneo palpitante de la moto acariciándole con ternura el corazón. En ocasiones se encontraban con un rebaño de cabras, que invariablemente se interponía entre la moto y el camino. Mengzi tocaba la bocina y los cuadrúpedos obedecían, girando sus torpes cabezas. Luego se quedaban mirando a Yue, quien se divertía haciéndoles muecas y balando en dirección a ellas. Su sonido era tan real que las cabras le respondían en coro.
       —Yo creo que fuiste una cabra en tu encarnación pasada —le decía Mengzi entre carcajadas.
      Cuando el marido volvía al trabajo, Yue recordaba estas escenas y una risita pícara le inundaba el rostro.
      Cada vez que atravesaba sola la Pendiente del Toro, un enjambre de ratas la recibía con un chillido estridente pero inofensivo. Sin embargo, cuando iba junto con Mengzi, las ratas sólo se quedaban mirándolos, aleladas, en completo silencio.
      Los días en que Mengzi volvía eran eternos. Yue ya estaba sentada en su lugar predilecto antes del amanecer y su marido solía llegar poco antes del ocaso. Ella se llevaba unos panecillos, agua y sus medicinas.
      —¿Para qué te vas tan temprano? —solía preguntarle, no sin razón, su madre.
      Ella no respondía, sólo sentía que no podía estar un minuto más en esa casa y, además, una vez instalada bajo el azufaifo, la esperanza brotaba: bastaba con que un punto negro emergiera al fondo del sendero para que su corazón saltara de alegría. Cuando el objeto se acercaba lo suficiente para ser reconocible, muchas veces emergía otro rostro, otro hombre, otra mujer. Pero Yue no se desanimaba, tragaba saliva y volvía a observar el horizonte donde se perdía el camino.
      Aquel día, el abuelo sol había surgido ataviado de un halo envolvente, lo cual era presagio de una tormenta de arena. Su madre le aconsejó no ir, pues, de desatarse la tempestad, Mengzi probablemente no volvería a la aldea, pero a Yue la sugerencia le entró por un oído y le salió por el otro. Se amarró una bufanda en la cabeza a modo de turbante y partió. Su madre tenía razón: a eso del mediodía arreció la tormenta y los granos de arena se convirtieron en látigos inmisericordes. Recostada sobre el árbol, creyó que se la iba a llevar el viento. Encorvó la espalda, se puso en cuclillas y se cubrió nariz y rostro con la bufanda, dejando apenas una diminuta oquedad para divisar el camino. En el clímax del torbellino ya no había sendero; cielo y tierra se habían fundido en un indiscernible marrón amarillento y, salvo el viento y la arena, nada más existía en el mundo. Hasta el sol había desaparecido.
      —No vengas, Mengzi, con esta tormenta, mejor no te arriesgues —murmuraba Yue, aunque al mismo tiempo albergaba la esperanza de verlo aparecer. Debatiéndose en este dilema confuso, tenía tanto miedo de que estuviera en camino como de que no fuera así.
      Algunos aldeanos pasaron camino a la ciudad. Sabían que aquel punto enroscado protegiéndose del viento era Yue, quien cada dos días se sentaba en aquella duna a esperar a su Mengzi. Por aquellos días, la hostilidad y los vituperios habían cesado y hasta cambiado; al contrario, muchos sentían una gran compasión y ternura por verla esperando.
      —Vuelve a casa. Cuando llegue irá a buscarte —le decían.
      Pero ella no se movía de su lugar. En el clímax de la tormenta el cielo desapareció y en su lugar quedaron partículas de arena surcando el aire; el camino también se difuminó y se convirtió en un montículo. Yue sintió que así debía de verse el infierno. Aunque había nacido y crecido en esas dunas, donde la arena no era nada del otro mundo, Yue nunca había sido testigo de una tormenta de tal magnitud. Normalmente, en una situación así, la gente se resguarda en sus chozas a escuchar la arena golpeando las ventanas, al viento silbando entre los árboles y a imaginar voces demoníacas provenientes del eco de ambas; pero esta tormenta parecía tener todos los sonidos a la vez. Aunque se había cubierto la cara con la bufanda, la arena lograba escurrirse por algún intersticio hasta llegar a la piel y lacerarla con su embate.
      El camino se perdía en medio de la tempestad, se desvanecía en la bruma dejando sólo ocasionalmente entrever un hilo de luz. El viento sacudía con violencia los arbustos, pero éstos, doblándose flexibles, desde sus raíces mordían con ferocidad la tierra y tercos se resistían a ser llevados por el viento. Al verlos por entre las grietas de la bufanda, Yue se sintió sumamente conmovida. “Estos arbustos son un ejemplo de vida”, pensó.
       Un punto negro surgió en la lejanía. Yue se estremeció de felicidad. ¿Sería él? A pesar de sus múltiples decepciones, ella no perdía la esperanza de que Mengzi emergiera en medio de la feroz tempestad. Cuando se acercó lo suficiente, Yue pudo divisar a una pareja empujando una bicicleta, un hombre por delante y una mujer por detrás. Sobre la bicicleta venía montado un bebé. El viento hinchaba los ropajes de la pareja, pero ellos, incólumes, no dejaban que la bicicleta cayera al piso. Cuando estuvieron casi al lado, Yue los reconoció. Eran vecinos de la aldea.
      —Paisanos, ¿vieron a Mengzi? —gritó Yue, pero el viento se robó las palabras en cuanto salieron de su boca. Tuvo que repetir la pregunta, gritando con todas sus fuerzas.
      —No. No hay nadie afuera. Ve a casa, seguro que hoy no viene.
      —Yue se entristeció y se tranquilizó al mismo tiempo.
      “Mejor que no venga”, se repitió. “Con esta tormenta más vale no arriesgarse”.
      La familia desapareció en la lejanía y Yue volvió a acurrucarse bajo el azufaifo, de forma tal que su columna quedará en perfecta sintonía con el tronco del árbol. Sintió una suerte de calidez y pensó que en aquel momento el árbol era su único amigo. Su tronco era fuerte y blando a la vez, y parecía estarla arrullando y hablándole:
      —Vuelve, pequeña, ¿no sientes la tormenta?
      Una ráfaga de calor primero le inundó las fosas nasales y luego se convirtió en lágrimas que nublaron su mirada. Ella estaba decidida a no volver a la casa donde siempre se sentía fría y oprimida. En cambio, aquel sendero aparentemente inhóspito le traía esperanza y calidez. No importaba que el viento bramara, que la arena golpeara, que el camino desapareciera, pues al final de aquel sendero podría aparecer la silueta de su ser amado. Que llegara o no, daba igual, la calidez yacía en la esperanza de la espera.
      El abuelo sol se ocultó tras el valle, el viento amainó y la arena, obediente, se asentó en su nueva morada. Yue supo que ya no vendría, y tampoco lo culpaba con semejante tempestad. Le ardían los ojos, pero seguía mirando atentamente allá donde el camino se perdía en el horizonte. Finalmente, vio surgir un punto negro. Éste se acercó y tomó forma, una conocida. Yue salió corriendo colmada de felicidad.
      En efecto, era Mengzi. Yue se abalanzó sobre él llorando de alegría y su marido la abrazó con todo su ser. Sus llantos se mezclaron y sus lágrimas limpiaron la arena de sus rostros. En aquel instante ambos comprendieron que estarían juntos toda la vida.
      Volvieron en la moto a la aldea. Las ratas gritaban con vigor, como si ellas también hubieran estado esperando todo el día. Yue cerró los ojos y apretó su rostro contra la espalda de Mengzi. Lloraba de felicidad.

7

Sin saber exactamente cuándo, la enfermedad de Yue empeoró. Las llagas comenzaron a supurar y en las piernas le brotaron úlceras por doquier. El dolor era insoportable. Los medicamentos que traían de la ciudad eran inútiles, también la bosta de vaca. Una sombra gigantesca envolvió su corazón.
      La madre de Mengzi, tras hacer una nueva pesquisa con respecto a remedios caseros, le pidió a su nuera sentarse sobre una bacinica rebosante de un fuerte alcohol. En cuanto la mezcla tocaba sus heridas, sentía un dolor atroz que, viajando por los nervios, se esparcía al cuerpo entero. Yue, estoica e inmóvil, apretaba la mandíbula con todas sus fuerzas. Sudaba a chorros, pero seguía apretando los dientes al tiempo que murmuraba:
      —Ahóguense, malditas, ¡muéranse ahogadas en este alcohol! Sin embargo, el nuevo tratamiento resultó menos efectivo e infinitamente más doloroso que el estiércol ahumado. El alcohol, por más condensado que esté, sólo tiene efecto sobre el exterior, y Yue sabía que la enfermedad ya se había colado en su sangre.
      Ahora su padre también se preocupó. Reunió todo el dinero que pudo e internó a Yue en el hospital de Lanzhou. Salvo los antibióticos a los que era alérgica, todo lo demás lo intentaron… con poco éxito. Yue veía con claridad a la muerte observándola y, de vez en cuando, dedicándole una risita socarrona.
      Comprendida su suerte, el mundo se ensombreció, luego perdió todo color y finalmente se llenó de una palidez tan blanca como la sábana con que se cubre un cadáver. La muerte, que solía ser algo lejano, algo que le pasaba sólo a los demás, ahora se aproximaba inefablemente a ella, mostrando impúdica sus afilados colmillos. Yue se sentía completamente impotente. Su mente se sumergió en un blanco brumoso, un vacío que la separó de la realidad. El mundo estaba afuera, lejano; ella adentro de sí, conviviendo con la indefensión, la ansiedad y aquella gris y nebulosa impotencia. Parecía estar soñando, casi podría afirmarlo a pesar del dolor del cuerpo.
      “Ojalá fuera sólo eso, una pesadilla”, pensó, pero de inmediato se recriminó y desechó el pensamiento. Al pensar en la palabra “muerte”, el dolor le perforó las llagas purulentas.
      “¿Quiero morir?”, se preguntaba con frecuencia. Se dijo que ya no tenía razón para vivir, pero también que no había vivido nada, apenas unos pocos parpadeos de los que recordaba algunas imágenes. El resto de su vida le parecía más borrosa que un senderito perdido en medio de una tormenta de arena. Los pocos parpadeos, eso sí, los recordaba muy bien: los juegos de la infancia con compañeros de escuela, el escenario del concurso de canto, los brazos y los labios de Mengzi… apenas éstos. ¿Acaso éste era el valor de la vida? ¿Veintitantos años de existencia pueden resumirse en tan gigantesco vacío?
      Yue comenzó a recordar las abstrusas preguntas que se hacía Mengzi con relación a la muerte. Al principio le parecían deprimentes, pero ahora no podía evitarlas. ¿Qué hay después de la muerte? ¿A dónde irá Yue cuando este cuerpo ya no esté? La respuesta, claramente, le era esquiva. Entonces le preguntaba a Mengzi, pero aquel hacía todo lo humanamente posible por evitar el tema, y Yue sabía que lo hacía pensando en su bienestar. Por lo menos, aquellas preguntas pronto desaparecían, arrasadas por un sentimiento de tristeza y desesperanza.
      Gracias al cielo, todas las heridas se encontraban en partes del cuerpo cubiertas por ropa. Su rostro seguía ileso y la imagen que reflejaba el espejo era la de una mujer bella. Esto la consolaba a la vez que la deprimía: su belleza estaba destinada a desaparecer.
      ¡Claro que quería vivir! ¡Con más razón por no haber vivido nada! De niña no entendía el mundo; luego se dedicó en cuerpo y alma a los estudios y compromisos escolares. Lo que se dice su propia vida había comenzado hacía apenas unos años, después de los dieciocho, y quitándole las horas de sueño, las carreras para poner comida en la mesa y uno que otro par de episodios nimios y sin mayor importancia, prácticamente no quedaba nada. Lo único que con seguridad llamaría valioso fueron los días con Mengzi, pero siempre ensombrecidos por su infausta enfermedad. ¡Qué vida ni qué vida! ¿Qué diferencia había entre morir ahora y nunca haber nacido?
      Con frecuencia lloraba hasta dejar su rostro inundado por sus propias lágrimas.
      En ocasiones se arrepentía de no haber buscado antes a Mengzi, en aquellos años después de secundaria cuando su cuerpo aún estaba limpio y sano. Si se hubieran encontrado antes, abrazado y besado, e incluso hecho el amor —en cuanto pensó en ello, el corazón se le detuvo un instante—, ¡qué bella sería la vida ahora! De haber sido así, ella quizás… no quizás, seguramente jamás se habría contagiado. Recordando aquellos días aciagos, se daba cuenta de que, aunque solía victimizarse y con todas sus fuerzas se intentaba convencer de que había sido engañada, en realidad todo fue resultado de un profundo vacío existencial que fue consumiéndola durante aquellos años. Sus anhelos, en aquel entonces, los veía tan lejanos como burbujas de jabón en medio de un sueño. Éstas explotaban al mínimo contacto con los dedos y, tras despertar, llegaba la desesperanza. Después de una serie de decepciones, fue vaciándose su interior y comenzó a sentir cómo se desinflaba y se hundía en su propio vacío. No la sedujeron, fue ella en medio de tal hastío quien se lanzó a brazos ajenos… Aunque si hubieran sido los de Mengzi, las cosas serían completamente distintas. Se arrepentía, y sabía que ya era tarde y no había nada qué hacer, pero algo de placentero había en ello, pues por lo menos en el arrepentimiento no cabe la muerte, ya que exprime todo hasta sacarlo del organismo; el dolor, la desazón y la tristeza parecían ser expulsados a presión por obra y arte del arrepentimiento.
      A veces culpaba a su padre. Si no hubiera abierto aquel salón de juegos ni le hubiera pedido que regresara, nada de esto habría sucedido. Pero su padre nunca le ordenó que vendiera su cuerpo, lo único que le asignó fue la caja y las cuentas. Claro, ella cambió debido a la atmósfera lasciva que se respiraba en el local, lo cual fue debilitando sus defensas. Su padre tenía su cuota de responsabilidad. Sin duda. Pero ella muy pronto lo perdonó. Cabe aclarar que, cuando su padre vio por donde iba la cosa con el empresario pekinés, se enfureció con ella y le advirtió hasta el cansancio. Ella lo ignoró. Ahora en la cama del hospital, los sermones de su padre aún retumbando en su cabeza le dejaban claro que no tenía ningún argumento para culparlo.
      Y entonces, ¿de quién era la culpa? ¿Del destino? En su infancia fue varias veces a consultar al oráculo: siempre le auguró un fastuoso porvenir, tan positivo incluso que podría llegar a ser una princesa. Quizás fue por esas predicciones que las ilusiones brotaron en su joven imaginación, esperaba que apareciera su gran amor, otra de las razones por las que nunca persiguió a Mengzi. Se fue de casa y anduvo al acecho por ahí. En vez de su príncipe, lo único que se encontró fue una enfermedad venérea. No podía entender cómo el oráculo pudo haberse equivocado de tal forma,¡incluso hubo espíritus involucrados! ¿Fue ella quien corrompió su promisorio futuro o una fuerza violenta y externa? Yue no lo sabía. En realidad, nadie podría darle respuesta.
      Mengzi decía que el destino no era más que el reflejo del corazón. Un buen corazón traerá fortuna y buen auspicio; uno torcido, calamidad e infortunio. Luego daba numerosos ejemplos en los que claramente tenía razón, pero que Yue no lograba encajar en su propia situación. Creía haber sido extremadamente buena y nunca haber hecho daño a nadie. Ella quizás no llegaba al extremo de Mengzi, que quería “beneficiar a todos los seres vivos”, pero no albergaba ni una pizca de maldad en su interior. Entonces, ¿por qué tenía que sufrir semejante desgracia? Algo tendría que haber interferido con su destino, pero, por más que lo pensaba, no lograba entenderlo.
      Las ganas de vivir, sin embargo, era incuestionables. La idea se había transformado en voluntad vehemente, con la fuerza de una ola gigante sosteniendo los embates de la tempestad, sobre todo cuando pensaba en Mengzi. Pero él estaba ocupado traduciendo aquel grotesco libro de la dinastía Xia y, como no le daban vacaciones en el templo, le era imposible visitarla en Lanzhou. Así, el deseo por vivir fue desplazado poco a poco por la añoranza de su amado. En los momentos en que esta emoción se hacía insoportable, Yue tenía el impulso de quitarse la aguja del dorso de la mano y pedir aventón a cualquier carro en dirección al oeste para ir al encuentro de su hombre y con locura animal morderle la ropa —por recomendación médica ya no podía besarlo en la boca. Según los doctores, la enfermedad podía contagiarse por medio de la saliva, razón por la cual ella lo había instado a tomar penicilina—, o sólo llorar tomados de las manos y mirándose a los ojos. Ver a su amado, aunque fuera su sombra o su borrosa silueta, era mil veces mejor que quedarse en aquel cuarto pálido y aséptico del hospital.
      La añoranza en ocasiones incluso podía doblegar el temor a la muerte. Agarrada a la mano de Mengzi y observando sus ojos empapados en bondad, estaba dispuesta a morir e irse al infierno. Por eso intentaba convencer a su padre de que la dejara irse del hospital.
      Además, los bolsillos se vaciaban al ritmo de los frascos de medicamentos. Los pocos antibióticos a los que Yue no era alérgica ya no podían controlar el virus, que avanzaba desenfrenado. Para colmo, por culpa de las pastillas, su hígado, riñones y demás órganos comenzaron a fallar. El médico se lo dijo al padre en privado y éste, a escondidas, lloró. Las llagas purulentas a lo largo de las piernas de su hija emitían un hedor punzante. La muerte asomaba el cuello y le hacía caras burlonas a Yue.
      “La muerte”, pensó, “es como un gallo con el pico afilado”. Para Yue, las llagas eran el pico afilado. Se quedó observando las heridas con mirada ausente. Por más que ella quería estar lúcida, estos episodios eran cada vez más recurrentes y duraderos. Yue entendió que la muerte comenzaba a cernir su negro manto sobre ella. La joven era como el conejo que pisa la trampa o el insecto que cae en la red: aunque aún podía mover las alas, su fin se acercaba.
      Yue se veía cayendo al precipicio y reflejada en el espejo de la parca. Alucinaba que escapaba, pero su débil cuerpo no podía dar un paso para alejarse de la oscuridad. Y cuando se rendía al sueño, que es igual a la alucinación, fantaseaba su escape, pero un monstruo la alcanzaba desde atrás y la cubría con su sombra, como si fuera una ola, y luego aquella sombra mordía la propia y la arrastraba hasta quedar al borde del abismo.
      —Mengzi, auxilio. ¡Ayúdame! —ella gritaba el nombre de su amado como una encantación mágica, que a veces funcionaba, pues la despertaba de su agonía e impotencia. Sin embargo, abría los ojos intoxicada de una añoranza que aprovechaba cualquier grieta para colarse en su interior e invadir su ser.
      Podía sentir los eternos segundos del reloj y su macabro tictac retumbando, sordo, en sus latidos. El dolor hacía que el tiempo pareciera infinito en aquella negra noche sin luz. Al menos en la aldea podía salir a recorrer el camino de tierra y esperar la aparición de un punto en el horizonte que, si al final no era Mengzi, al menos la llenaba de esperanza. Pero inválida en aquel hospital sólo la acompañaban el dolor, la sombra de la muerte y la cara llena de zozobra de su padre. Nada de esto podía alumbrar, ni de forma pasajera, su desolado corazón.
       Ahí supo con total claridad que sus días estaban contados.
      Lo raro es que ya no tenía miedo. Estaba segura de que su alma sobreviviría al cuerpo. Sólo temía la soledad inherente. A veces, egoístamente, deseaba que Mengzi muriera junto con ella. No podía imaginarse mayor dicha que perecer al lado de su amado. Cuando el dolor amainaba, ella se dejaba llevar por esa ensoñación y se imaginaba junto a él, antes de casarse, abrazándolo, besándolo, haciéndole el amor, ambos recostados sobre una sábana blanca, ambos contagiados de sífilis pero felices, llenos de fuego y pasión lasciva, y luego se adelantaba hasta el día de sus muertes, ambos exhalando al unísono su último aliento, y brotando de sus cadáveres hermosos una sombra aún más hermosa, como un par de mariposas ondeando sus alas y bailando en el aire hasta llegar a paisajes llenos de flores y verde pasto y agua cristalina.
      Yue no era capaz de construir otro tipo de belleza, pues la vida no le duró lo suficiente para ir a todos los lugares donde quiso. A veces realmente se arrepentía de no haber hecho el amor con Mengzi, pero el remordimiento pasaba de largo como una ráfaga cuando el dolor la arrastraba de vuelta a su realidad. No soportaría que, además de todo, Mengzi tuviera que vivir en carne propia semejante sufrimiento.
      Y en su escala de miedos viscerales, todavía por encima de la soledad del alma, lo que más temía era que, una vez ella muriera, Mengzi se volviera a casar. Eso era lo único que superaba a la muerte. Cada vez que se imaginaba la escena de una boda en donde estaban él y otra mujer, le costaba respirar y entonces el temor a la muerte volvía a colarse entre las grietas de su alma. Temía que Mengzi le fuera arrebatado de sus brazos y cayera en los de otra mujer, mientras su espíritu lloraba sin cesar, como un niño sin madre, enroscado en un rincón del cuarto mirando fijamente a su enemiga infame compartiendo cama con su otrora amado. No podía imaginarse peor escena y, paradójicamente, era un pensamiento al que le daba vueltas sin cesar. Se ponía un dedo en la garganta e intentaba respirar.
       A veces el dolor amainaba.
      —No quiero morir —gruñía.
      Y como resultado natural, odiaba a Mengzi. Sabía perfectamente que era injustificado, pero ya había reunido un repertorio de argumentos para probar su punto, argumentos tan elaborados que ni ella misma podía convencerse de lo contrario. Por ejemplo, sabía que no lo dejaban salir del templo y por ello no estaba ahí con ella en el hospital, pero prefirió inventarse que se estaba escondiendo para luego abandonarla, y para demostrarlo contaba con una prueba fehaciente: en la aldea no era nada raro que, con el cadáver aún caliente del cónyuge, el viudo contrajera segundas nupcias. Y como estaba convencida de que así sería, con ello además probó más allá de toda duda la promiscuidad y lascivia de Mengzi. Lo que le quedaba del mundo se ensombreció, sintió que no tenía de dónde asirse, todo parecía falso, carente en absoluto de sentido y significado.
      Al desaparecer su cuerpo, desaparecería el amor, y también las canciones que estudió, el dinero, las casas, los padres, las hermanas, su propia juventud y belleza. Y nada de eso tenía sentido. Ahí se dio cuenta de que todo lo que pasa en la vida es un gran engaño, un engaño que sólo muestra su auténtico rostro una vez la muerte está tocando la puerta.
      —Todo es falso, absolutamente todo —se quejaba.
      Una lágrima rodó por su ojo y terminó en un sollozo. Su padre se acercó a preguntarle qué le pasaba, ella giró el rostro al otro lado. No quería decir nada, ni ver a nadie. Una bruma oscura la envolvió. “La vida finalmente muestra su verdadero rostro”, rondaba en su mente.

8

Los médicos dieron de alta a Yue, pues los medicamentos lo único que estaban haciendo era dañarle los órganos y sumar otras dolencias innecesarias. En escasos veintitantos días tanto sus suegros como sus padres se habían gastado todo su patrimonio sin ningún resultado. Su padre quiso pedir prestado más dinero.
      —Olvídalo, no tiene sentido, ya no quiero estar acá. Y si muero, quiero al menos pasar feliz mis últimos días —le dijo Yue.
      De vuelta a la aldea, todos los vecinos salieron a recibirla. Conmovidos por la escena de verla esperando bajo el azufaifo, mirando el camino perderse en el horizonte, se habían acabado los vilipendios. Algunos incluso lloraban de pura compasión. Todos sabían que Yue era una buena chica; fue una buena niña, al crecer siguió siendo recta, de noble corazón. Y sí, se contagió de una enfermedad venérea, pero, aparte de los muertos y Buda, ¿quién no comete errores?
      La madre de Mengzi seguía buscando remedios caseros. En cuanto descubría uno nuevo, iba llena de esperanza a proponérselo a su nuera.
      Cuando finalmente pudo ver a Mengzi, a pesar de todos los argumentos racionales que se había ideado para odiarlo, su aparición le hizo retumbar el corazón. Llevaba varios días tomando penicilina y, por fortuna, no era alérgico. Yue respiró aliviada, pues ello quería decir que no lo contagió por besarlo. Ahora moría de ganas de apresarlo entre sus brazos y besarlo furiosamente, y disfrutar sus fluidos, y enroscar su lengua como víbora sedienta a la de él. ¡Cuánta tentación! Pero Yue sabía que su saliva tenía veneno y que a lo sumo podrían tomarse las manos y compartir una sonrisa, o un llanto. Como sea, en comparación a estar tendida en una cama de hospital, aquello era el paraíso.
      Con sólo ver a Mengzi sus pasiones se exacerbaban hasta límites incontrolables y, en cuanto partía, su cuerpo se convertía en un laboratorio de remedios caseros. Además de tomar esa cantidad infame de pastillas que le destruían los riñones y el hígado, eran visibles las quemaduras por el ahumado de la bosta de vaca y varias llagas putrefactas por tantas horas que pasaba al día haciéndose lavados con alcohol.
       Con el frágil cuerpecito y las escasas energías que le quedaban, se iba al campo a recoger las hierbas que, supuestamente, podían curarla. Las arrancaba a la vera del arroyo y se las tragaba crudas. Eso sí, a mal tiempo buena cara: a ojos de los aldeanos, Yue nunca dejó de ser bella. Se maquillaba con esmero cada vez que salía de casa y, para evitar exponer sus heridas, nunca usaba pantalón ni blusa cortos, soportando el cansancio y el dolor se delineaba los ojos, se pintaba los labios y se acicalaba el rostro para cubrir su piel, que ya comenzaba a marchitarse. El humectante de labios lo llevaba siempre consigo e, incluso cuando no había nadie, ella sacaba un espejito, se veía y remediaba cualquier imperfección que estuviera fuera de lugar. Al mundo exterior siempre le regaló su belleza y por ello, salvo su familia, nadie más tenía dimensión de su deterioro.
      —Sigo siendo la esposa de Mengzi —se repetía. Era la razón principal por la que se acicalaba con tal esmero.
      Todos los días había un remedio casero distinto. Los probó todos, sin discutir, salvo uno: tragar sapos vivos. Su suegra decía que era milagroso, pero no había nada que a ella le produjera mayor asco que bichos llenos de diminutos tumores. En cualquier caso, lo intentó. Llegó incluso a atrapar uno. El sapo croaba y se removía, recordándole que él, como ella, era un ser vivo. Yue pensó que quizás aquel sapo tenía esposa e hijos que sufrirían por su muerte. ¿Con qué argumento podía quitar una vida para salvar la propia? Entonces lo soltó en el estanque. El sapo volteó a verla y emitió un ruido extraño que ella interpretó como un agradecimiento. Inmediatamente se atacó a llorar. Estaba segura de que aquel ser entendía perfectamente lo que acababa de pasar. También sabía que nunca olvidaría aquellos ojos compasivos con que el repugnante bicho la miró.
      Hasta el más imbécil podría darse cuenta de las ganas que tenía Yue de seguir viviendo, y por ello mismo pocos podían contener las lágrimas al ver su silueta bajo el azufaifo, esperando solitaria. A veces se arrodillaba frente a la diosa Vajravarahi y todas las demás divinidades que pudiera recordar y oraba pidiéndoles una tregua con la enfermedad y un poco más de vida, aunque fuera sólo un día sin sífilis para ser de verdad la esposa de Mengzi. No le importaba el precio que tuviera que pagar. Pero, al final, los rezos son sólo rezos y la enfermedad seguía su curso, avasalladora. Las llagas se esparcían sin pausa. Pronto ningún ropaje podría cubrirlas.
      Cuando estaban solos, ella y Mengzi se abrazaban y echaban a llorar. Ella sabía que si en algún instante mientras estuvo en el hospital había odiado a Mengzi, en el fondo ese mal sentimiento no era más que amor profundo.
      Mientras la vida les marcaba la cuenta regresiva, el amor entre ellos dos crecía. Cuando Mengzi podía volver de la ciudad a la aldea, no pasaba un instante separado de Yue. Por lo general el tiempo avanzaba en silencio y con ellos tomados de la mano. El final ya estaba anunciado, por lo que cualquier palabra de consuelo sonaría terriblemente falsa.
      Un día, cuando el sol pendía solitario y en lánguida palidez sobre las dunas, Yue decidió adentrarse en el desierto. Mengzi la llevó en su sempiterna moto de rugidos agotados cual estertores de moribundo. Ella cargaba una mochila amarilla apretando las piernas se sentó de lado en la moto (el dolor le impedía ya hacerlo de frente). Bien maquillada, su rostro brillaba de pureza. Tenía puesto un par de guantes muy blancos en las manos. El desierto no quedaba lejos de la aldea, pero Mengzi se fue por la vía larga; una densa tristeza lo envolvió y penetró en su interior.
      Bajo la caricia del viento arenoso, Mengzi dejó la moto y, junto a Yue, se adentró en las dunas. El desierto paulatinamente se fue tragando la aldea; mucho de lo que antes era tierra estaba ahora cubierto de arena. Numerosos arbustos a lo largo del camino estaban cercenados por la necesidad de jaulas para los trabajos mineros en la Pendiente del Toro.
      Las dunas producían una sensación de cierta tristeza. Mengzi pensó que la arena era como la enfermedad de Yue, ambas se esparcen por doquier, una hasta lamer la piel y los huesos, la otra hasta tragarse la buena tierra. A este ritmo, en poco tiempo, la arena devoraría la aldea entera.
      Mengzi ahuyentó unas ratas que los espiaban y luego se sentó sobre la arena. Yue se recostó contra él. El abuelo sol les bañaba el cuerpo con sus cálidos rayos. Se sentían vivos. De la Pendiente del Toro llegaba el rumor apenas perceptible de los ruidos de la ciudad. Ésta también se traga las aldeas, pero no es tan poderosa como la arena, capaz de devorarlo todo y de cubrir al mundo como si jamás hubiera existido algo distinto.
      Todo parecía ilusorio e irreal, todo salvo el abrazo que en aquel momento se daban. Mengzi abrazaba a la frágil Yue bajo la calidez del sol. Tirados sobre la arena, saboreaban la vida. Es sutil, casi imperceptible, el sabor a la vida, y cuando menos te das cuenta, se esfuma y se convierte en nada. Mengzi podía sentir la nada: era una lejanía mutable a cada instante y, sin embargo, inmortal; una lejanía que se empañaba y desaparecía lentamente. Mengzi quería atrapar la lejanía y congelar aquel momento, grabarlo en su corazón para la eternidad.
      Ya no hablaban, ¿para qué? Ambos sabían que las palabras sobraban y eran tan inútiles como seguirle dando vueltas al asunto. Más valía disfrutar del encuentro. Al fin y al cabo, el futuro es incierto y el pasado ya se fue; esperar con avidez o quedarse anclado sólo logra dañar el presente, que es lo único cierto. Así que más valía sumergirse en aquel abrazo y en silencio dialogar, conectarse y dejar que las almas sin palabras se contaran todos sus secretos. Después del bullicio no hay mayor placer que el silencio. Y quizás no dure mucho tiempo: el mundo entero era una olla de agua hirviendo y la palabra “silencio” parecía estar destinada a desaparecer.
      La enfermedad ni la pensaban. Ambos sabían que el virus comenzaba a tragarse el cuerpo de Yue, así que más valía no llamarla. Visto desde otra perspectiva, ¿quién no estaba enfermo? Desde que nacemos, la muerte, bocado a bocado, consume la vida con tanta o más crueldad que la sífilis. Que los demás no se den cuenta no quiere decir que no sea así. Y en medio de esta inconsciencia, de bebés nos transformamos en niños, en adultos y en viejos, paso a paso moviéndonos inexorablemente hacia la tumba. Así que para qué preocuparse, para qué pensar, mejor estar sumidos en aquel valioso silencio y disfrutar de la sensación de estar vivos. Se tranquilizaron y viraron su mirada hacia la intemperie desolada; las dunas sucediéndose como olas de arena hacia el infinito.
      ¿De dónde venían esas dunas? ¿Cuándo morirían? Esos desérticos promontorios habían sido pisados por muchas almas tan humanas como ellos, almas que experimentaron la enfermedad, la ansiedad, la esperanza, y que al final, sin excepción, se desvanecieron como humo en el vacío de la eternidad. El desierto tampoco era inmortal, y las dunas también desaparecerían sin dejar rastro de su existencia en la tierra. En el futuro, millones de personas vivirían ahí y en su camino a la muerte experimentarían el sufrimiento y la búsqueda espiritual hacia el más allá. ¿Sabrían que alguna vez pisaron esta misma arena un hombre llamado Mengzi y una mujer llamada Yue? ¿Esa existencia que ellos tanto atesoraban no era más que un diminuto punto en medio de un vacío infinito?
      Mengzi acercó a Yue hacia sí. La sintió suave pero muy real. Notó su aliento en la oreja y los latidos de un corazón, que parecía no haberse enterado de que la sífilis invadía su cuerpo. Yue conservaba una suavidad juvenil y Mengzi, aunque la sentía junto a sí perfectamente tangible, no podía deshacerse de aquella densa sensación de irrealidad. Sintió la finitud y luego la ilusión revoloteando a toda prisa dentro de su cabeza. Quizás así pasaba con el dolor: la única forma de soportarlo era mediante la ilusión. Y aunque él era perfectamente consciente del sufrimiento de su esposa, también sabía que su propio dolor se esfumaba a una velocidad probablemente cien veces mayor que la de la normal descomposición del cuerpo.
      A veces Mengzi consideraba que era injusto con Yue. Creía que debía sentir el mismo dolor, la misma desazón y desesperanza. Sentía algún dolor ocasional, pero era cuestión de instantes para que la sensación de irrealidad se lo llevara. Y entonces lo único que podía hacer era estar con ella, entregado en cuerpo y alma a ella. Yue abrió los ojos y contempló los ondulantes montículos de arena. Tras ella se regaba la pálida luz del sol, dibujando patrones en los vellos de su rostro. Yue viró con suma lentitud, miró a Mengzi a los ojos y le preguntó:
      —¿Te parezco bella?
      Él apretó sus manos sin decir palabra.
      Yue rio con tristeza. Se quitó el morral amarillo y extrajo un incienso de sándalo. Lo prendió y lo insertó en la arena. Luego le pidió a Mengzi que se arrodillara. Él creyó que nuevamente iba a rezar a todas las deidades, pero no.
      —Prométeme que en la próxima vida también seremos marido y mujer —le pidió.
      —En la próxima vida, también seremos marido y mujer —repitió mecánicamente tras sentir una ola de ardor subir hasta sus párpados.
      —Mejor, no sólo en la próxima, sino en las próximas tres.
      —En las próximas tres.
      —No, mejor por siempre y para siempre.
      —Por siempre y para siempre.
      Yue lo miró con amor y cariño, le revolvió los cabellos, le arregló el cuello de la camisa, le quitó un par de granitos de arena del hombro, tomó su rostro con ambas manos, lo miró fijamente a los ojos y dijo lentamente:
      —Nunca olvides esta promesa.
      Luego, sonrojada, se quedó contemplando al sol poniente al que las dunas ya comenzaban a morder sin tregua.

9

Yue había partido. El cuándo nadie lo supo; el cómo nadie se lo imaginó.
       Con las llagas habiendo invadido ya su cuello, Yue supo que poco le quedaba de belleza. Extrajo a hurtadillas dos botellas de gasolina de la moto desvencijada de Mengzi y las metió en su mochila amarilla; luego puso una carta que escribió y unos zapatos bordados por ella bajo la colcha de su madre. Eran para Mengzi. En el sobre, además de la carta estaban también los tres mil yuanes que le había entregado la madre de Mengzi y que a ella ya no le servían de nada. En la carta daba las gracias a su suegra: “Lo mejor de aquellos remedios caseros fue haber encontrado una segunda madre”.
      Como de costumbre, se maquilló con detalle y paciencia, escogió su más hermoso ajuar, adornó sus orejas con pendientes y colgó de su cuello un elegante collar. Fue al estudio de fotografía situado sobre la Pendiente del Toro, se tomó varias fotos y le pidió al fotógrafo que se las diera a Mengzi. Tiempo después, el fotógrafo diría que aquellas fueron las fotos más bellas que hubo jamás tomado y que quería colgarlas sobre la vitrina del estudio. Pidió permiso a Mengzi. Él se negó rotundamente.
      Yue se fue, disfrutando del camino que había recorrido con su amado y soltando alguna que otra sonrisa mientras recordaba las escenas de los últimos días. Los aldeanos la observaban desde la distancia y, aunque nadie la interrumpió, ella podía sentir la compasión en sus miradas y la calidez en sus corazones.
      Salió de la aldea y se adentró en el desierto.
      Antes de salir, quemó absolutamente todo lo que alguna vez había usado: sabía que todos esos objetos estaban contaminados con la saliva del diablo. Su madre había salido de casa, así que pudo darle fuego a todo con absoluta calma.
      Las dunas, cual olas de arena, fluían hacia tierras incógnitas. Yue comprendió que lo mismo pasaría con su alma. ¿Qué sucedería cuando dejara aquel cuerpo enfermo? ¿Hacia dónde flotaría su ser? Esto se salía completamente de su control. Lo único que podía controlar, en realidad, era la belleza que dejaría en el mundo al momento de partir, pues el momento culmen de la belleza es la muerte.
       Más allá de la enfermedad terminal y suponiendo que aún tuviera esperanzas de vivir, si la fealdad era el precio que tenía que pagar por la vida, igual habría escogido la muerte. Desde el momento en que en el hospital vio las fotografías de los pacientes en etapa terciaria de sífilis, se había sembrado la semilla de la partida que emprendía en aquel momento rumbo al desierto profundo. “No hay nada más importante que la belleza. Nada más importante que la belleza que queda en el recuerdo del ser amado. Más vale partir, dirigir el cuerpo hacia el inframundo y permitir que la belleza sobreviva incólume toda la eternidad”, se dijo Yue. Pero ella seguía presa de un sentimiento de escozor que le mordía la entraña. No había vivido bien ni suficiente; inquietud y zozobra. Habría que esperar a la próxima reencarnación, donde confiaba que estaría del otro lado del viento cruel y la inmisericorde lluvia esperando a su prometido. El pensamiento la tranquilizó. La esperanza, por lejana que fuera, seguía siendo esperanza. En esta vida ya mejor no pensar, ni en la zozobra ni en la esperanza.
      El viento desértico le acariciaba con suavidad el rostro, en un acto que juzgó lo único familiar en su paso a la eternidad. Eso y los recuerdos, pero éstos parecían un mono inquieto, incapaces de quedarse en un solo árbol. Más valía dejarse llevar por el mono. Al fin y al cabo, sólo la muerte y no los recuerdos se pueden fijar. Enfrente apareció el lugar donde ella y Mengzi hicieron su promesa solemne. La arena había cubierto todas las huellas de aquel día, pero el viento aún murmuraba sus votos. Cuánta alegría y paz. Ahí mismo podría esperar, en silencio y calma, su paso a la siguiente vida. “Mengzi, no olvides tu promesa”.
      Sonrió. Era mediodía, pero las nubes frenaban el calor. Los granos de arena estaban tibios. Sentada se imaginó acariciando a su amado. Extrajo un pequeño espejo y se hizo unos últimos retoques. Era imposible ver las huellas de esa enfermedad del demonio.
      Yue sacó la lengua frente al espejo, guardó éste en el bolso y acto seguido sacó la botella con la gasolina que había extraído de la moto de Mengzi.
       —Es como si me hubieras traído tú mismo, mi amado. —Lo que más quería era pensar en Mengzi, pero en los últimos días su imagen parecía esfumársele—. Ya no importa, saldaremos cuentas en la próxima reencarnación —se dijo Yue.
      Abrió la botella y el punzante aliento a combustible se abalanzó sobre sus fosas nasales. Frunció el entrecejo, no le gustaba en absoluto aquel olor. Pensó que debió haber traído un poco de alcohol para amainarlo, pero luego recordó que la gasolina era de Mengzi y, con sólo pensarlo, el hedor se convirtió en fragancia.
      Repentinamente se quedó en ascuas. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo proceder? Finalmente decidió cantar la melodía “Flor” y dedicársela. Cuántas veces se la cantó a otros y nunca se la cantó a sí misma. “De esta vida uno no puede irse sin haberse dedicado aunque sea una canción”, concluyó en su cabeza.
      Se humedeció los labios y entonó, en un susurro:

Ruge el trueno tres veces sobre el mar
No encuentran paz los ancianos en la tierra
Más vale el caos en el trono y en la arena
A que la vida nos corte el camino al andar…

Xue Mo

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Un árbol de Navidad y una boda

Hoy, 11 de noviembre de 2021, es el bicentenario de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881), el gran novelista ruso; el gran representante –junto con Tolstói, Gógol y Chéjov– de uno de los periodos más brillantes de la historia de la literatura.
      Pero resulta que Dostoyevski también escribió cuentos, y este es uno de ellos, publicado inicialmente en 1848 con el título de “Elka i svad’ba”. En él se puede ver la maestría del autor para la representación dramática de los sucesos –porque gran parte de la historia descansa en los diálogos y movimientos de los personajes, tal como ocurre en Crimen y castigo o Demonios– y también su tino para la crítica social: esta no es una historia de navidad, por supuesto, sino acerca de la desigualdad social y el abuso contra las mujeres.
      La siguiente traducción al castellano circula en línea sin crédito y la he revisado ligeramente.

UN ÁRBOL DE NAVIDAD Y UNA BODA
Fiódor Dostoyevski

Hace un par de días asistí yo a una boda… Pero no… Antes he de contarles algo relativo a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó mucho… Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.
      Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado por completo a mí mismo.
      Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se encontraba en aquel baile infantil… Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma-, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.
      Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!
      Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación, aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé en el florido parterre de la dueña de la casa, que ocupaba casi todo el aposento.
      Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente, dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.
      Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.
      Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.
      —Trescientos…, trescientos… —murmuraba—. Once…. doce…, trece…, dieciséis… ¡Cinco años! Supongamos al cuatro por ciento… Doce por cinco… Sesenta. Bueno; pongamos, en total, al cabo de cinco años… Cuatrocientos. Eso es… Pero él no se ha de contentar con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos… quinientos mil… ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor… Bueno…; y luego, encima, los impuestos… ¡Hum!
      Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había advertido hasta entonces su presencia.
      —¿Qué haces aquí, hija mía?—le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una palmadita en las mejillas.
      —Estamos jugando…
      —¡Ah! ¿Con éste? —y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño— Mira, niño: mejor estarías en la sala —le dijo.
      El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.
      —¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? —le preguntó.
      —Sí, una muñequita —repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.
      —Una muñeca… Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?
      —No —respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.
      —Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala, con los demás niños —y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro. Por lo visto, no querían separarse.
      —¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? —volvió a preguntar Yulián Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.
      —No.
      —Pues para que seas buena y cariñosa.
      Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:
      —Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres?
      Al hablar así, intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián Mastakóvich se puso furioso.
      ¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí! —le dijo con muy mal genio al chico— ¡Vete a la sala! ¡Anda a reunirte con los demás niños!
      —¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! —clamó la nena— ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! —añadió casi llorando.
      En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro cuarto…, y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde meterse.
      —¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!
      El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las pantorrillas gordas…; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.
      El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.
      —¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle… —empezó, señalando al pequeño.
      —¡Ah! —replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.
      —Es el hijo del aya de mis hijos —continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono comprometedor: —Una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría medio, Yulián Mastakóvich…?
      —¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! —lo interrumpió éste presuroso—. No me lo tome usted a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho… Lo siento mucho, créame; pero…
      —¡Lástima! —dijo pensativo el dueño de la casa—. Es un chico muy juicioso y modesto…
      —Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante —observó Yulián Mastakóvich con forzada sonrisa—. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros! —le dijo al muchacho, encarándose con él.
      Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.
      Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura, su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.
      —¿Es casado ese señor? —pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián Mastakóvich.
      Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus sentimientos.
      —No —me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.

 
* * *

Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de ***. La muchedumbre que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.
      Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto…
      “¡Le salió bien la cuenta!”, pensé yo, y salí a la calle.

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Zulu

En estos días -mediados de agosto de 2021-, muchas personas observan el comienzo de una enorme crisis humanitaria en Afganistán, luego de 20 años de ocupación por parte de los Estados Unidos. Mientras tropas y funcionarios de este país se retiran en medios de escenas de caos, ya se ve venir que la crisis estará marcada por el extremismo religioso de los talibanes, el grupo que ahora controla el gobierno afgano. En este momento, cuentos como «Zulu» se vuelven muy pertinentes porque muestran los horrores de la opresión debida al fanatismo.
      Naief Yehya (1963), escritor mexicano, tiene una larga carrera como narrador y crítico cultural que lo han convertido en una figura imprescindible. «Zulu» proviene de su libro Rebanadas (2012).

ZULU
Naief Yehya

Ese día estaban matando perros por las calles. Sucedía siempre que algún mufti oportunista redescubría que eran animales sucios y lanzaba una fatwa. Esos días no salía a la calle, me sentaba en el piso, entre mi cama y la pared con Zulu, mi viejo Rotweiler que apoyaba su hocico sobre mis piernas y se quedaba tranquilo a pesar del ruido de las balas y los gritos desquiciados que entraban como un vendaval por la ventana rota. Me ocultaba ahí, a un metro y medio de la ventana que daba a la calle porque me sentía protegido por los muros de ladrillo y a la vez podía oír claramente lo que pasaba afuera, donde a veces  hasta muy noche escuchaba los alaridos de delirio, las carcajadas histéricas, los ladridos y los gimoteos agónicos de las víctimas. Me imaginaba que si decidían entrar al edificio podría escucharlos y tendría tiempo para esconderme con Zulu. No tenía un plan claro pero confiaba que esa pequeña ventaja sobre ellos podría salvar a Zulu y de paso a mí.
      Vivíamos en un segundo piso y mi edificio, en la calle que en algún momento se llamó República, era uno de los pocos que aún quedaban en condiciones de ser habitables. Los vecinos estaban relativamente organizados. Dos familias extensas ocupaban los otros cinco departamentos. Los vecinos me trataban bien y no se metían conmigo, en otro tiempo yo los había ayudado con dinero, comida, medicinas. Malika había curado a sus hijos y venían a buscarla seguido:
      —Doctora, doctora. Venga, venga, el niño tiene fiebre, la abuela está vomitando, le amputaron dos dedos a mi esposo.
      Malika iba, a la hora que fuera a tratar lo que fuera. De todos modos cada día le era más difícil atender pacientes en el hospital y después de que su consultorio fue incendiado para amedrentarla no tenía mucho ánimo para atender pacientes desconocidos. El casero era el imam Bitar, un hombre relativamente moderado que si bien no era muy querido por las milicias sí gozaba de su respecto. Él sabía que yo tenía a Zulu. Nunca me denunció. Un día me dijo que  si bien los perros eran animales impuros eso no quería decir que no fueran buenas mascotas y mejor compañía.
      —El profeta lo dijo claramente que era posible tener perros para la vigilancia y para trabajar en el campo, pero un departamento no es adecuado. Haz como tú quieras. Mientras te laves concienzudamente antes de rezar, supongo que estarás bien— me dijo.
      Eso había sido antes, antes que las bombas desgarraran a conocidos, amigos y rivales, antes de que hasta las calles perdieran el nombre, antes del tiempo en que todo estaba prohibido y alcanzar la pureza era el único objetivo digno que se podía tener en la vida.
      No recuerdo cuándo fue la última vez que saqué a Zulu a la calle. Quizás fue cuando aún había luz eléctrica durante unas cuatro horas al día. En aquel tiempo no faltaban las miradas de condena y el ocasional acoso de alguien que intentaba convencerme de que tener perros como mascotas era una perversión antinatural, una obscenidad occidental y que la saliva de un perro era tan tóxica e impura que difícilmente podía ser lavada. ¡Haram, haram!, me gritaban señalado que estaba prohibido tener perros. Cuando me daban oportunidad de defenderme explicaba que era un perro de vigilancia.
      Zulu nació aquí, de una perra que trajo una empresa británica de seguridad que  ocupó uno de mis locales de renta, no muy lejos de la nueva embajada estadounidense. Cuando se marcharon dejaron abandonados a los cachorros. Uno de mis empleado me avisó que los ingleses habían dejado unos demonios y que los iba a ahogar. Le ordené que no lo hiciera. Fui  corriendo a ver de qué se trataba, cuando llegué tan sólo quedaba Zulu vivo. Corrí a mi empleado y adopté a Zulu.
      Más de una vez cuando lo paseaba alguien me lanzó piedras. Uno aprende a vivir así. Era más difícil aceptar la crueldad de mantener a semejante animal encerrado por siempre. De todos modos el parque cercano, Abdelkhader, a donde solía llevarlo tres veces al día ya no tenía árboles ni pasto ni hierba. Habían arrancado todas las plantas, cortado los árboles, despedazado los juegos infantiles, quitado las rejas que protegían los prados y hecho astillas las viejas bancas. Tan sólo quedaba el polvo ya que hasta habían recogido los adoquines y las piedras para lapidar mujeres, blasfemos y adúlteros. Varias veces vi salir de ahí hombres empujando carretillas cargadas de piedras que caminaban, trotaban a toda prisa hacia la Plaza de la Victoria donde se llevaban a cabo las ejecuciones públicas.
      Matan perros en otras partes del mundo, en China por considerarlos un lujo burgués o para comérselos, en varios lugares eran comunes y hasta legales las peleas donde los hacían matarse para ganar dinero. Si bien esos actos me parecían repugnantes eran también pragmáticos, ideológicos, comerciales o simplemente expresiones de ignorancia pero aquí los mataban por órdenes divinas, para alcanzar la pureza y cumplir con los supuestos deseos de Mahoma. No soy religioso pero sé que el Quran no habla de eso pero los Hadithas sí y cuando no se asegura que un ángel no entrará a una casa donde haya un perro, se cuenta que Mahoma dijo que no había que matar a todos los perros pero si a todos aquellos que fueran de color negro porque eran enviados del diablo. Esa era la doble fatalidad de Zulu.
      Desde que Malika se fue yo pasaba cada día más tiempo sentado en ese rincón de la recamara, casi siempre con Zulu en mis piernas. Rara vez lograba concentrarme en la lectura pero siempre tenía entre mis manos un libro. Leía unas frases y me distraía, pensaba en comida, en el ruido de las balas, en el polvo y el calor. No mucho más. Porque cuando dejaba ir mis pensamientos maldecía a los milicianos pero maldecía con más fervor a los que se habían ido, me maldecía a mi mismo por haber permanecido y también al pobre Zulu. A veces trataba de imaginarlo muerto, anticipar lo inevitable y de esa manera liberarme. Hubo un tiempo en que pudimos irnos, comprar un pasaje de avión, ponerlo en una jaula y largarnos de aquí. Pero yo había confiado que las cosas volverían a la normalidad. Malika decidió que no podía esperar más, no podía convertirse en un fantasma cubierto con un enorme trapo de pies a cabeza sin derecho de salir a la calle. Yo no hubiera querido que hiciera un sacrificio semejante así que no protesté. Antes de la guerra hablábamos de tener hijos. Yo no estaba muy convencido. Peleamos. Su vida se me fue escapando y de pronto era una desconocida.
      Los amigos fueron desapareciendo, algunos en el exilio, otros en encuentros desafortunados con los milicianos. Un día, Jalil, un amigo que trabajaba en el aeropuerto me vino a buscar en su coche, me ofreció llevarme en se momento a tomar un vuelo a Viena. Con Zulu. Pero qué podía hacer yo en Viena.
      —No conozco a nadie ahí.
      Dudé. Discutimos. Mi amigo se ponía cada vez más ansioso y frenético.
      —Es un favor que te hago, pero vete, vete hoy, tiene que ser hoy.
      Le dije que necesitaba un poco de tiempo para pensarlo.
      —Vete al infierno— me recomendó—. Sólo me da lástima por Zulu—, dijo y se fue furioso.
      Entonces pensé que él estaba exagerando y que yo había tomado la decisión correcta. La gente no se va así nada más. No soy un criminal. No he hecho nada malo. Me repetía. Jalil murió ejecutado pocos días después y con él mi última posibilidad de salir vivo de ahí con mi perro.
      Los ahorros se me acababan y aún teniendo dinero la vida no era fácil. Zulu nunca se quejaba de nada aunque ambos sabíamos que no tenía suficiente alimento para él, que debía darle las sobras de lo poco que tenía y que a veces ni siquiera tenía eso. En ocasiones me aguantaba el hambre, porque comer frente a él un pan, un pedazo de carne de carnero o un plato de lentejas y darle migajas o un plato vacío para lamer una pequeña probada me parecía injusto, inmoral.
      El día en que estaban matando perros escuché los primeros gritos y balazos cuando estaba mordisqueando lentamente un pedazo de carne seca. Le di la mitad a Zulu quien la devoró, dio un gemido y volvió a poner su hocico sobre mi pierna, sin pedir más, sin esperar más, sin ocupar más espacio del absolutamente necesario.  Me puse tenso como siempre que oía las Kalashnikov disparando cerca, acompañadas de los alaridos de alahuakbar y las eventuales risotadas y gritos de dolor. Alguien corrió por mi calle, lo seguían dos hombres. Lo alcanzaron, rogaba por su vida. Uno de ellos lo insultó, dijo algo sobre su madre que no pude entender. Con mucho cuidado hice a un lado a Zulu y me acerqué a la ventana, me asomé apenas, con sumo cuidado de no ser visto. Un hombre anciano estaba de rodillas a mitad de la calle, dos milicianos le apuntaban con sus armas, gesticulaba, el viejo se llevaba las manos al pecho, imploraba juntando las palmas y luego levantando los brazos al cielo como si esperara que algo cayera de arriba y lo protegiera. Trataba de sujetar a uno de los milicianos, al que se veía más joven y tenía una barba rala, parecía tratar de abrazarlo. El muchacho bajó el arma. El otro seguía ladrando insultos, sentí que lo hacía más para entretener o impresionar a su joven compañero que realmente para amedrentar a su cautivo. Entonces, sin más le apuntó al rostro, le pegó el cañón contra la boca y disparó. Me fui de espaldas al ver el chorro de sangre explotar por la nuca. El otro miliciano también dio un brinco sobresaltado y luego comenzó a preguntar: ¿Por qué, por qué? El que disparó le respondió que así debía ser y luego invocó a la grandeza de Dios con un grito sonoro. No había nada más que decir, dijo. Pero el muchacho subió el tono de sus protestas, se acercó al hombre y lo empujó. Yo no podía entender lo que le decía porque la voz se le quebraba por el llanto, luego se puso de rodillas junto al cadáver y escuché que lo llamaba papá. El otro miliciano se acercó y le ordenó que se levantara, pero no hizo caso, lloraba. De pronto me pareció que era un niño. El otro le volvió a gritar: ¡Levántate! No lo hizo. Llevaba la Kalashnikov apuntando al piso, sólo levantó un poco el cañón y sujetado el arma con una sola mano le disparó en la nuca al joven de la barba quien quedó encorvado sobre el otro cuerpo. El miliciano miró alrededor y al no ver a nadie se puso a revisar los bolsillos de sus víctimas, lo vi sacar monedas, billetes y papeles. Se llevó todo a sus bolsillos y volvió a mirar alrededor. Entonces me vio. Gritó: ¿Tu qué haces ahí? Ya te vi. Ven acá, ahora.
      Primero me oculté pero sabía que era una pésima idea. Subiría a buscarme. Me levanté y me puse frente a la ventana tratando de mostrar que no le temía. No dije nada, tan sólo lo miré con firmeza. Lo había visto en acción, sabía de lo que era capaz pero tenía más miedo de que subiera a buscarme y encontrara a Zulu a que me disparara ahí mismo. ¿Qué haces ahí? Preguntó. Aquí vivo. ¿Y por qué estás espiando?
      —No estoy espiando.
      —Ven acá ahora mismo.
      Asentí con la cabeza. Caminé hacia la puerta pero antes abracé al mi perro rápidamente. Me miró con sus ojos de pesar, con esa expresión de fatalidad que empleaba siempre en los momentos precisos. Lo encerré en la habitación, le puse llave al departamento y bajé las escaleras tratando de andar con compostura, respirando profundo en cada escalón y pisando firme como si no tuviera nada que temer. Salí a la calle y el tipo me esperaba frente a la puerta del edificio.
      —¿Qué estás haciendo. ¿Estás con una mujer?
      Negué con la cabeza y frunciendo el ceño. Estaba solo en mi casa, comiendo, añadí sin saber qué más decir.
      —¿Por qué no fuiste a la mezquita?
      —Normalmente no voy a esta hora.
      Era una respuesta incorrecta.
      —No hay hora normal para ir al templo— me gritó, pero no tocó la Kalashnikov que colgaba de su hombro. —Nada me enfurece más que ver gente desperdiciar su vida cuando podrían estar sirviendo a Dios.
      Bajé la vista, como si estuviera avergonzado.
      —Vamos, hay mucho que hacer.
      —Pero no quiero dejar mi casa -dije.
      —¿Por qué, alguien te espera o tienes miedo de que te roben algo? -dijo con una sonrisa.
      —No, nada de eso —respondí.
      Comenzó a caminar en dirección a la avenida y yo lo seguí con una pesadez inmensa. Llegamos a la plaza de la Victoria, donde habían puesto una gran carpa, había mucha gente afuera esperando algo, vendían comida, tapetes, incienso, fundas para teléfonos celulares, municiones, placas con inscripciones religiosas, un fotógrafo hacia fotomontajes en los que insertaba la imagen del cliente en un fondo de la Meca o a un lado del domo de Al Aqsa o en un campo verde repleto de flores. Al ver el puesto de shish kebabs mi estómago dio un salto y pensé en Zulu.
      Llegamos a la puerta de la carpa principal, me dijo que lo siguiera al interior. Nadie entraba ahí sin no estaba con los líderes de la milicia o los muftis. Un tipo bastante mayor, con una barba canosa de candado y unos ojos cafés que parecían incendiarse nos salió al paso.
      —¿Dónde dejaste a Amin y a su hijo?
      —¿Le diste una lección? ¿Lo vio todo su hijo? —preguntó con una sonrisa.
      —Sí, Sheikh, el viejo no volverá a ser insolente y el muchacho entendió lo que se debe de hacer.
      —¿Y dónde está el hijo?
      —Se fue por ahí, ya volverá.
      —¿Y este qué hizo? —preguntó señalándome como si yo no pudiera hablar por mi mismo.
      —Estaba encerrado en su casa.
      —¿Con una mujer?
      —No sé.
      —No, no tengo ninguna mujer— dije con hastío.
      —¡Cállate, nadie te está hablando a ti! —me gritó al oído con toda su fuerza.
      —No, creo que estaba solo.
      —¿Pero no te aseguraste?
      —No.
      —Vamos ahora mismo, seguro tiene a una puta metida en la cama. ¿Por qué estaría metido en la casa a esta hora?
      —No creo, no lo creo —el otro titubeó, supongo que porque no quería llevar a nadie al lugar donde acababa de asesinar a dos personas.
      —Vamos.
      —Que no, le digo, que estaba solo.
      —¿Y qué hacia?
      —Comiendo.
      —¿Comes solo? —me preguntó.
      No respondí. Me dio un golpe fuertísimo con la empuñadura de su bastón en la parte posterior de la cabeza. Las rodillas se me doblaron como si el golpe se transmitiera verticalmente a lo largo de mi cuerpo.  Caí de rodillas, no pude meter las manos y me di de frente contra el piso.
      —Yo mismo quiero ir a su casa ahora —dijo.
      —No, yo me encargo.
      —¿Me vas a ordenar tú a mí?
      —No, Sheikh, es que no vale la pena. Yo lo tengo bajo control.
      —La puta seguramente ya se fue. ¿Ese es el control que tienes? Voy a alcanzar a esa puta.
      Llamó entonces a gritos a dos hombres que descansaban sobre una mesa:
      —¡Nuri, Amin, vengan, vamos a buscar a una puta!
      —No, seyid, no seyid, yo arreglo el asunto y traigo a la puta.
      ¿Cuál puta? Me preguntaba yo, confundido  por el tremendo dolor de cabeza.
      —Este impuro dejó escapar una puta —dijo el Sheikh a los dos hombres.
      Me traté de levantar y vi como entre varios empujaba e insultaban al tipo que me había traído. La cabeza me estaba sangrando. Me senté en el piso y me cubrí la herida con la mano. Alguien me puso de pie y luego me dejó caer nuevamente. Al tipo que me trajo le amarraron las manos y le pusieron una soga gruesa al cuello de la que lo jalaron. El Sheikh salió de la carpa agitando su bastón en el aire, seguido por una docena de hombres armados, uno de ellos jaloneaba al hombre amarrado. Un muchacho se sentó en cuclillas a mi lado. Se reía. Tenía una viejísima carabina. Supuse que era el encargado de cuidarme. Le pedí un poco de agua. Dejó de reír, se puso de pie y me escupió. Me apuntó con el rifle e hizo un ruido de disparo con la boca. No tendría más de 12 años. Luego se alejó. Me costó trabajo pero me puse de pie. Nadie me vigilaba, así que me fui acercando a la salida poco a poco. Vi el puesto de kebabs. Tenía mucha hambre. Busqué al grupo de hombres que iban a mi casa. Corrí tambaleándome en dirección a mi calle. Los encontré, no fue difícil, gritaban consignas y alahuakbars mientras disparaban al aire. Los seguí a cierta distancia. Tenía que detenerlos antes de que entraran a mi edificio, una vez ahí no tardarían en encontrar a Zulu. Pensé correr y ponerme frente a ellos, me faltaba valor para hacerlo. Al llegar a la calle vieron los dos cadáveres. Alguien los reconoció. El hombre amarrado comenzó a explicar atropelladamente que los habían atacado agentes infiltrados, que él no sabía nada.
      —Herejes, fueron unos herejes —gritaba.
      No le creyeron, lo golpearon. Le vaciaron los bolsillos, algo le encontraron que aparentemente lo delató.
      —¡Nunca te dije que los mataras!— gritó el Sheikh.
      Entre varios trataron de colgarlo de un poste, pero no lograban hacer un nudo que lo sujetara. El Sheikh fue a ver los cuerpos. Comenzó a orar. Otros seguían tratando de ahorcar al tipo sin tener mucha suerte, la soga no era suficientemente larga. Un hombre que yo conocía del barrio, creo que era el ayudante del zapatero, se fue corriendo a buscar algo, imaginé que otra soga, pasó muy cerca de mí sin verme. Regresó unos minutos después manejando una pick up nissan destartalada. Acostaron al tipo amarrado a la mitad de la calle, lo sujetaban entre varios con la cuerda. El conductor le pasó la nissan lentamente por encima, asegurándose de que una llanta le aplastara la cabeza. Gritó, un aullido seco, sin forma, sin tono. Tan sólo un quejido gutural profundo que cesó de pronto. El crujir de los huesos se escuchó como truenos lejanos. Una vez que el conductor pudo meter la reversa volvió a aplastarlo. Repitió el proceso varias veces mientras algunos niños reían a carcajadas y los hombres que no levantaban sus armas y gritaban con júbilo filmaban o tomaban fotos con sus teléfonos celulares para guardar un recuerdo de aquella tarde. El Sheikh preguntó a los mirones si alguien había visto a una puta. Nadie contestó. Repitió la pregunta amenazante, mirando a la gente a los ojos con intensidad.
      —Si alguien la encubre o protege es tan impuro como ella —dijo apuntándoles a cada uno con la empuñadura de su bastón que sujetaba por la parte media.
      Un tipo dijo entonces que él sabía de una mujer con malas costumbres que vivía en uno de los edificios en ruinas de la calle adyacente, frente al mercado de las flores. Le preguntó si la había visto por ahí ese día. El hombre dijo que no, pero después corrigió y dijo que sí.
      —Vamos a buscar ahora a la puta —gritó el Sheikh.— Vamos a hacerla pagar por haber corrompido a un hombre.
      Se fueron, dejando los tres cadáveres. Caminé cautelosamente hasta la puerta de mi edificio. La calle estaba nuevamente desierta. Entré rápidamente, subí corriendo las escaleras. Zulu, me recibió moviendo la cola, incapaz de entender de lo que nos habíamos salvado. Me tiré al piso junto a él y lloré del dolor del golpe en la cabeza y seguí llorando un rato. Era ya de noche. Varios hombres recogían los cadáveres en carretillas. Una mujer en la calle del Mercado de las flores no viviría para ver el amanecer.

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Alas Azules

Jumko Ogata Aguilar es una joven escritora mexicana, afrojaponesa y pocha, originaria de Veracruz. Estudió en el Colegio de Estudios Latinoamericanos de la UNAM, escribe ficción, ensayo y crítica de cine y sus temas de estudio son la identidad, la racialización y el racismo en México. Actualmente conduce el programa Yo soy negra, acerca de afrodescendencia, para el IMER.
      «Alas Azules», que aquí se publica por primera vez, se sitúa en el siglo XX para relatar el desencuentro de dos generaciones, separadas por el racismo y la mutua incomprensión.

ALAS AZULES
Jumko Ogata

—Don Mariano, el niño quiere platicar con usted. ¿Está dormido, o qué?
      Siento que se me enrojece la cara y miro hacia el suelo. Mi padre está sentado en su mecedora, con los ojos cerrados. Al escuchar la voz de mi madre la voltea a ver con mucha seriedad, pero con una luz en los ojos que nunca le he visto cuando se dirige a mis hermanos y a mí.
      —No, señora. Estar descansando los ojos…
      Está fumando un cigarro de la cajetilla que le acabo de comprar; Alas Azules son los que más le gustan. Me ve con detenimiento, golpeando la caja ligeramente contra el brazo de la mecedora. Vuelve a cerrar los ojos y a recargar la cabeza hacia atrás, exhalando unas nubes de humo por la nariz.
      —…Y por eso yo quiero aprender japonés…¿Por qué no me enseña?
      —No… ser muy difícil, muy diferente de español… Para qué, ser difícil…
      Me giro hacia la cocina para ver la reacción de mi madre, pero ella ya está absorta en sus labores, muy ocupada como para verme tratar de hablar con mi padre. Me quedé sentado un rato ahí, frente a él, pero siguió fumando, impasible.
      No lo conocí hasta los tres años, porque el año que nací se lo llevaron a México, junto con todos los japoneses del pueblo, que porque eran de un país enemigo. Yo no me acuerdo, pero dice mi hermana Namiko que cuando regresó al pueblo, mi hermana Lupe y yo, los más chicos, le teníamos miedo. Hasta entonces, Justo, el hermano más grande de la familia era quien nos había criado, y para nosotros él era nuestro padre.
      —¡No! ¡No quiero! ¡Se va a enojar mi papá bonito! —nos quejábamos mi hermana y yo cuando nos quería abrazar mi papá.
      Ya de grande, quise hablar con él, y por eso me acercaba para preguntarle cosas, inventaba cualquier excusa para sacarle algo, lo que fuera con tal de que me contara sobre su vida. Nunca nos hablaba, a ninguno de sus hijos. Era como si no existiéramos. Aunque estuviera uno frente a él, parecía que estaba solo, ni nos volteaba a ver. Sólo hablaba con mi madre, o con sus amigos del pueblo. En toda mi vida, yo nunca tuve una conversación con mi padre…, ¿Cómo estás?, ¿Qué estás haciendo?…, nada de eso.
      Cuando empecé a trabajar conocí a varios japoneses, ingenieros que había mandado la compañía para ayudarnos con los proyectos que teníamos en desarrollo. Me emocioné mucho al conocerlos, sonriendo con mucho orgullo al presentarme, pronunciado cuidadosamente cada sílaba de mi nombre y apellido. Ellos se sorprendían mucho, al saber que yo también era japonés y me preguntaban de dónde veníamos y hace cuánto habíamos llegado.
      —Pues… la verdad no sé bien. Mi papá dijo que era de un lugar que se llamaba… Miako, creo. Tampoco sé cuándo llegó, pero se casó con mi mamá en mil novecientos… veintitantos… así que ya tiene rato…
      Aunque me despertaban un sentir agridulce estas conversaciones, en las que recordaba lo poco que sabía en realidad de mi papá, también pude aprender más de su tierra a través de estos paisanos suyos a los que conocía. Me enseñaron algunas palabras en japonés: hola, adiós, gracias… Al final del día, en mis momentos de calma antes de dormir repetía las palabras que había aprendido en el idioma que me había sido negado por mi padre hacía tantos años.
      —Konnichiwa… Kooonniiiiichiwa…
      Una combinación de sílabas que se sentía ajena al paladar… pero no difícil, yo creo que sí lo habría podido aprender si él se hubiera molestado en enseñarme.
      —Arigato…A…ri…gaaa….toooo…
      Aunque sólo sabía algunas palabras, las repetía una y otra vez, imaginando cómo habría sido hablar ese idioma tan lejano desde la infancia; poder tener una conversación fluida con él, ir a las reuniones que hacían los pocos japoneses del pueblo algunas veces al mes, en las que mis hermanas lo escucharon hablar rapidísimo en su lengua materna, comunicándose con una seguridad que nunca le conoció su familia en español.
      —Sayonara. Saaa… yoooo… naaa… raaaaa…
      Tal vez si hubiera aprendido japonés él habría querido hablar conmigo, me habría contado su vida, cómo llegó acá, qué sentía de tenernos a nosotros como hijos, cómo era la familia de allá de su tierra…Tal vez si yo hablara japonés él nos habría querido.
      —Konnichiwa… Kooo… niiiii… chi… waaaaa.
      Esos momentos a solas eran de una tristeza increíble, imaginando todas las posibilidades del pasado imaginario.
      De cualquier manera, cada que teníamos la visita de los ingenieros japoneses me alegraba mucho. Verlos y platicar con ellos, estos hombres con caras similares a la mía, compartiendo una amistad sencilla que me hacía sentir unido a esa tierra que nunca pude conocer.
      Mi padre siguió fumando los últimos años de su vida, hasta el último día. Pasó de Alas Azules a Alas Extra… Luego le gustaron los Fiesta… Ya en sus últimas épocas le dio por fumar Raleigh. Eran los más caros de la tienda, pero mis hermanos mayores no dudaban en comprarle lo que él quisiera, con tal de complacerlo. Él nunca pareció darse cuenta.

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