Este año, varios autores famosos del siglo XX cumplen centenarios. Y hoy es el de Julio Cortázar.
De él, lo primero que leí fue hace mucho tiempo: su cuento «No se culpe a nadie», que aparece entre muchos otros en una antología rarísima, puesta en el librero de la casa en la que crecí por una de esas coincidencias insondables, inexplicables, que tanto le gustaba imaginar al propio Cortázar: Miedo en castellano de Emiliano González.
Allí estaba (junto con muchos otros cuentos que de niño me hicieron creer que a todos los escritores latinoamericanos les gustaban las narraciones de miedo) esta historia de un misterio a la vez horrible y ridículo: un suéter asesino, o una mano posesa, o un rapto de locura, o quién sabe qué, empeñado en destruir una vida humana –y tiene éxito– en el lapso de unos pocos minutos.
Para mí hubo muchas lecturas posteriores, algunas deslumbrantes, otras no, y algunos distanciamientos con la obra de Julio Cortázar. Pero está intacta mi admiración por sus aspiraciones en la escritura y hasta en la vida, que casi nadie retoma ahora que en su idioma parece estar de moda una literatura más conservadora, de menos riesgo, de más solemnidad y santurronería o bien de más espectáculo y morbo. Él y otros como él fueron los autores que me tocaron en suerte, por el momento en que nací, para encontrar la literatura (llegué demasiado pronto, digamos, para Roberto Bolaño, que hoy es el Cortázar de muchas personas) y también la forma en la que la vida puede adquirir sentido desde la literatura. La verdad, creo que podría haber tenido anfitriones mucho peores a esa casa.
En los textos que siempre me han acompañado de Cortázar está, para mí al menos, un descubrimiento doble: la risa y el misterio del mundo. La forma en la que (como en «No se culpe a nadie», o Rayuela, o «Instrucciones para John Howell» o las mismísimas Historias de cronopios y de famas, si se lee más allá de su superficie) la escritura puede ser al mismo tiempo un juego transgresor, y gozoso, y un señalamiento de todo lo que está más allá de nosotros: la comprobación, durísima, difícil, imprescindible, de lo pequeño de la estatura humana, y de cómo enfrentamos –o no– esa pequeñez. La risa ensancha el misterio a la vez que lo vuelve tolerable.
Aquí hay enlaces a cinco cuentos más, de mis favoritos de Cortázar. Y su obra entera está donde debe estar: en el mundo, hacia todos los que aún la encontrarán.
El proceso creativo es misterioso. Ninguna idea que surja en la cabeza de un artista adquiere todo su sentido mientras no se manifieste de algún modo en el mundo, para que los demás podamos conocerla, pero el camino entre esa concepción inicial y la obra terminada nunca es recto: la idea no “pasa” a la realidad exactamente con su forma original y en cambio sufre accidentes, imprevistos, toda clase de modificaciones. Peor aún, el camino nunca se recorre a la velocidad que la mayoría de nosotros imaginamos: hasta la obra más humilde requiere un esfuerzo enorme, y el artista, tarde o temprano, descubre que debe pasar una buena porción de cada día a solas con sus instrumentos de trabajo, sus ideas, sus reflexiones, sus frustraciones.
Seres humanos al fin, los artistas inventan (conscientemente o no) numerosos trucos para aligerar esa carga. Para sentir que tienen el control de su pensamiento, algunos elaboran esquemas, planes, diagramas que les permitan orientarse y medir sus progresos; otros, para concentrarse, recurren a medios que van de la meditación trascendental hasta el iPod; otros más, para que sus miedos, sus aspiraciones, las partes más llamativas o más tremendas de su personalidad ayuden a la creatividad (o por lo menos no se le atraviesen), usan ciertos objetos como amuletos o fetiches: accesorio, muletas, estimulantes, símbolos.
Estos objetos, en especial, son materia de leyendas porque hay algo (desde luego) que suena a mágico en ellos, en la idea de su utilidad, en el misterio de su relación con el creador que los emplea, y porque en ocasiones esa relación se vuelve tan estrecha que los objetos se convierten en parte de sus dueños, elementos imprescindibles de sus vidas como creadores.
El caso más famoso de todos debe ser el del bastón de Honoré de Balzac, que el gran novelista francés compró en 1834 y del que no se desprendió jamás. Era un objeto monstruoso: demasiado largo para usarlo cómodamente, demasiado elaborado, con un puño cubierto de turquesa que llamaba la atención de quien estuviera cerca…, pero esa manufactura excesiva y recargada parecía convenir a Balzac, pues se convirtió en el punto focal de su imagen pública – las imágenes que se conservan de él lo muestran, casi siempre, en compañía del bastón – y el propio escritor llegó a decir que el objeto era “parte inseparable de su ser”. Acaso el bastón nunca fue parte de la rutina de trabajo de Balzac (es decir, lo más probable es que éste no tuviera la manía de, digamos, tocar el bastón con una mano mientras escribía con la otra, como si fuese una pila o una antena para comunicarse con el mundo espiritual) pero sí fue, en un sentido muy literal, un objeto de poder: cuando menos, sus contemporáneos –quienes tenían a Balzac como una de las glorias de su época– lo consideraban un símbolo y un instrumento de su capacidad creativa, semejante al bastón de mando de un general o al cetro de un rey. Tal vez Balzac creía necesitar una seguridad semejante.
Otros objetos son utilizados de otras formas indirectas. En su prólogo a los Cuentos completos de Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa se refiere tersamente a la leyenda de los objetos especiales del autor de Rayuela, que éste mantuvo, se cuenta, durante sus largos años de vida en la ciudad de París: “Me fascinaba”, escribe Vargas Llosa, “ese tablero de recortes de noticias insólitas y los objetos inverosímiles que recogía o fabricaba, y ese recinto misterioso, que, según la leyenda, existía en su casa, en el que Julio se encerraba a tocar la trompeta y a divertirse como un niño: el cuarto de los juguetes.” Si semejante lugar existía, Cortázar tampoco escribía en él, pero, como el propio Vargas Llosa lo dice en otro lugar de su texto, Cortázar era “un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte”, y en esa obra de arte están, por supuesto, el goce de la música y la libertad de la imaginación de los niños.
Por último, hay objetos que sí son parte esencial del proceso creativo, aunque sea menos por sí mismos que como parte de un ritual relacionado con la creación, que permite a quien lo celebra colocarse en cierto estado mental, cierto ánimo preciso. Según ha declarado el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño, antes de perder la vista, cuando iba a comenzar a trabajar en algún texto, debía vestirse elegantemente (incluyendo corbata, saco, mancuernillas, sombrero y reloj) como parte de sus preparativos, pues de este modo daba a notar, para quien estuviera cerca y sobre todo para sí mismo, lo mucho que respetaba su trabajo y la absoluta seriedad con que lo abordaba.
Se podría continuar indefinidamente este catálogo, para extrañeza de los lectores, pero mejor será recordar que nada de esto vuelve a los artistas especialmente distintos del resto de los mortales. Cada uno de los objetos fetiche de un creador tiene alguna relación con su vida interior, y la única diferencia entre la vida interior de un artista y la de cualquier otra persona es que el trabajo del artista lo obliga a estar en contacto permanente con la suya propia, con esos estados de su propia conciencia que no se pueden compartir ni comunicar…, porque de ellos vienen las ideas para las obras. La mente de cada individuo es única y las conexiones que establece entre recuerdos, ideas e impulsos son (como lo ha ido descubriendo la psicología desde hace un siglo) igualmente únicas y, casi siempre, misteriosas hasta para el propio individuo. Quién sabe que nos encontraríamos si, aun sin dedicarnos a la literatura o a cualquier otra de las artes, renunciáramos a las innumerables distracciones de la vida y dedicáramos un rato de cada día simplemente a pensar, a estar un poco con nosotros…
Entretanto, las manías de los objetos fetiche dan, desde hace mucho, para toda clase de caricaturas, sátiras y versiones humorísticas. Una de las mejores es El arpa sin encordar (The Unstrung Harp, 1953), una breve historia del narrador y dibujante estadounidense Edward Gorey, en la que se describen las tribulaciones de Clavius Frederick Earbrass, un novelista neurasténico de principios del siglo XX, quien sufre lo indecible a la hora de emprender un proyecto literario y tiene su propio amuleto: no puede sentarse a escribir si no se ha puesto, al revés, un “suéter para deportes de origen olvidado e importancia desconocida”.
Se dice que los escritores escuchan con frecuencia esa pregunta. Es verdad que sucede, aunque quizá no tanto como podría parecer.
Lo curioso es que, a la hora de ponerse a trabajar, el escritor no necesariamente se plantea la cuestión de «buscar» una idea para poder comenzar a escribir; de hecho es muy probable que la idea, el germen de lo que quiere hace, ya esté allí: que ya tenga la intención de comenzar y algo de lo que asirse. He aquí otra frase hecha, pero verdadera: las ideas están por todas partes y lo más inesperado, lo más trivial, puede inspirar un proyecto de escritura que se emprenda con entusiasmo y se concluya satisfactoriamente.
Hay que considerar que «idea» no significa necesariamente «resumen de una historia» ni mucho menos storyline (que es el término que se emplea en el guionismo, y que implica además la intención de resumir clara y sucintamente para hacer que el proyecto se entienda y, de hecho, que el productor se interese en financiarlo). Hay textos que no pueden plantearse como historias, desde luego, pero incluso los que sí son historias pueden, a veces, empezar a crearse sin conocer del todo cuál va a ser su planteamiento, desarrollo y desenlace. Una imagen, unas pocas palabras, un episodio aislado o un vistazo del carácter o el aspecto de un personaje pueden llegar antes que un resumen. Julio Cortázar, por dar un solo ejemplo, (más…)