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Hombres menores: Ubik

 
Ubik

Philip K. Dick, Ubik.
Nueva York, Doubleday, 1969.
(Hay numerosas ediciones posteriores.)

NOTA: Luego de mucho tiempo y varias revisiones, este texto aparece aquí en su versión definitiva, que fue publicada por vez primera hace dos meses en la revista Luvina.

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Una mañana, mientras se dispone a tomar un café, Joe Chip recibe en su departamento a un compañero de trabajo. El lugar está muy sucio, y Joe, avergonzado, pide a su visitante que espere mientras busca una escoba o una aspiradora con la que limpiar. Pero no hay: es el año 1992, y en el mundo en el que Joe vive (el de la novela Ubik, del estadounidense Philip K. Dick, publicada en 1969) todas las labores de limpieza las hacen robots especializados, propiedad de los edificios de departamentos (llamados conapts).
Además, el verdadero problema es que, aun si hubiese una escoba o una aspiradora, los implementos se cobran al igual que los servicios —nada en un conapt es gratuito y la radio, la regadera, el armario, todo tiene una ranura para monedas—, y Joe es incapaz, de modo casi patológico, «de mantener consigo un solo centavo»: tiene muchas deudas, como puede leerse en su conversación telefónica con la inteligencia artificial que hace las veces de gerente del conapt:

—Escuche—dijo, cuando le respondió la entidad homeostática—. Ahora me es posible desviar algo de mis fondos a fin de saldar mi cuenta con los robots de limpieza. Me gustaría que viniesen de inmediato a mi apt. Les pagaré la totalidad de mi cuenta cuando hayan terminado.
—Señor, usted debe pagar la totalidad de su cuenta antes de que empiecen.
Para entonces tenía su cartera en la mano; sacó de ella todas sus Tarjetas Mágicas, la mayoría de las cuales, para entonces, ya habían sido canceladas. Dada la relación que tenía con el dinero y el pago de deudas apremiantes, probablemente habían sido canceladas a perpetuidad.
—Cargaré mi cuenta retrasada a mi Tarjeta Triangular —informó a su nebuloso antagonista—. Eso transferirá mi obligación fuera de su jurisdicción. En sus libros aparecerá como restitución total…
—Más multas y recargos.
—Esos los cargaré a mi Tarjeta Corazón…
—Señor Chip, la Agencia de Auditores y Análisis de Crédito Comercial Ferris y Brickman lo tiene boletinado especialmente. Nuestra ranura de avisos recibió el aviso ayer y lo tenemos muy presente. Desde julio usted ha bajado en su estatus crediticio de triple G a cuádruple G. Nuestro departamento (y de hecho todo este edificio conapt) está ahora programado contra toda extensión de servicios y/o crédito a anomalías tan patéticas como usted. A partir de ahora, cualquier trato con usted se deberá manejar en estricto efectivo. En realidad, probablemente tenga que pagar todo en efectivo el resto de su vida. En realidad… (La traducción es mía.)

Nadie, por supuesto, va a limpiar el departamento. Peor aún, como Joe se ha gastado su última moneda en hacer funcionar su cafetera, el visitante tiene que pagar de su bolsillo a la cerradura de la puerta, y ya en el departamento se siente con derecho de criticar a Joe y reprocharle cuán despreciable es. (Por lo demás, Joe quiso desarmar la cerradura con un destornillador, y sólo se detuvo cuando el mecanismo amenazó con demandarlo.)

2
La escena anterior, desde luego, apenas puede llamarse de ciencia ficción, que es la categoría que se asigna habitualmente a los trabajos de Dick. No se sabe cómo funciona el cerebro electrónico del conapt, ni si está conectado a internet; Joe tampoco recibe la misión de abrirse paso a tiros en una base militar infestada de zombis; peor aún, los intercambios entre los personajes suenan más a Thomas Pynchon que a Asimov, Clarke y demás cultivadores de mediocridades científicas. Esto dice mucho acerca del sentido de la novela y de la obra entera de su autor. Dick (1928-1982) describió futuros supuestos llenos de prodigios —más bien horrores— tecnológicos en muchos cuentos y novelas, pero nunca se dedicó a los divertimentos elementales de su gueto literario. Más todavía —y para la perplejidad de incontables lectores—, Dick cometió el pecado terrible (al menos para la mayoría de los editores de su país) de escribir literatura que se vendería como «de estricto consumo» pero con las aspiraciones que habitualmente son exclusivas de los autores canónicos. Sus narraciones tratan mucho menos del futuro que de su propio presente, y mucho menos del presente (de las modas o las coyunturas) que de la condición humana.
Aún es difícil ver esto porque la ficción especulativa no ha dejado de ser una vertiente periférica de la literatura y en estos días se encuentra, creo, totalmente agotada, vacía de ideas tras décadas de explotación y convertida en una mera etiqueta para el comercio de libros. Pero la marginalidad de Dick es diferente.
Gilles Deleuze y Félix Guattari definieron la literatura menor como aquella «que una minoría hace en una lengua mayor». Habitualmente, se piensa en esta idea en relación con el caso preciso de Franz Kafka —un judío checo, pero acostumbrado como buena parte de sus compatriotas al uso habitual de la lengua alemana—, y se tiende a pensar que sólo es útil para explicar el caso de pueblos y culturas en situación semejante. Pero también se puede pensar en otros tipos de minoría. Por ejemplo, ciertos autores (y lectores) de literatura «poco seria», a la vez desdeñados por las academias y poco frecuentados en la industria del entretenimiento. O bien, de modo aún más interesante, una población que rara vez está bien representada en la ficción, sea general o no: los perdedores, los mediocres, los que están lejos de las celebridades y los grandes hechos; los hombres y mujeres que simplemente sobreviven. Éstos son los auténticos pobladores de Ubik, novela sobre la muerte, la resistencia humana y los objetos de consumo.

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Joe Chip de la impresión de existir para la impotencia y el ridículo. Es un tipo insignificante en su mundo tremendo: un técnico empleado por la Runciter Associates, una compañía que se dedica a combatir la acción de criminales psíquicos (!) dedicados al espionaje industrial. Debido a las dificultades de Joe con el dinero, todos lo miran con desprecio; Al Hammond, un personaje secundario, declara que el problema de Joe es «una voluntad de fracasar» tal que ninguna combinación de circunstancias podrá sacarlo de la miseria. Cuando no pelea con los electrodomésticos de su propio departamento, Joe se desvive intentando estafar a las cafeterías, pide prestado a todo el mundo, es humillado hasta por las puertas de edificios que no lo conocen. También es manipulado por Pat Conley, una psíquica de extraños poderes, y por Glen Runciter, el presidente de la compañía, un hombre de acción tan exitoso que puede permitirse «tener confianza» en Joe o bromear diciendo que le heredará su cargo. Nada altera a este «ganador», el reverso de Joe, quien parece sobreponerse aun a su propia tragedia: el lento deterioro de su esposa Ella, fallecida años antes pero colocada en un estado de «media vida» (en el que su cuerpo se protege de la putrefacción en un tanque especial y su cerebro se mantiene, también artificialmente, en un estado de actividad mínima; así, la señora Runciter puede comunicarse con el mundo de tanto en tanto, mientras espera la muerte definitiva).
La torsión previsible de las circunstancias parece llegar cuando Runciter, Joe y otros empleados son víctimas de un atentado con bomba organizado por una empresa rival. Tras la explosión, Joe y otros, que sobreviven con lesiones menores, deben afanarse por llevar a Runciter, quien agoniza, a un tanque congelador, para mantenerlo en «media vida». No llegan a tiempo, y ya no es posible comunicarse con él. Peor aún, Joe se entera de que su jefe jamás tuvo intenciones de hacerlo presidente de la compañía, y entiende que ahora debe serlo, por las circunstancias, pero (desde luego) no podrá mantener la empresa a flote…

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(Es interesante observar que la violencia de estos episodios tampoco surge ni desemboca en guerras auténticas, conquistas de territorio, grandes discursos para afirmar el poderío de una nación o una cultura: no hay aquí ninguna de las «ideas de grandeza» —derivadas de las que llenaban la narrativa de aventuras que era XX popular en el occidente colonialista a principios del siglo —por las que la science fiction, entendida como se entendía entonces, era una sucursal de las historias de vaqueros, con alienígenas en lugar de indios, o de las de guerra, con enemigos políticos de más allá de esta tierra. A la vez, el texto no deja de ser de ficción especulativa, ni dejó de ser publicado y leído, primero, en ese ámbito. Pero Dick es problemático justamente por estas razones. No importa el punto de vista desde el que se examine su obra, siempre se podrá decir que se vale de una lengua —de un género, de varios temas o imágenes o símbolos—a cuyo «canon» no es admitido: en sus novelas tardías como Valis o La invasión divina, el canon que lo rechaza es filosófico y religioso.
Por otra parte, si bien Dick propone historias individuales, del modo en que lo haría cualquier novelista convencional, también logra que las vidas de sus personajes se entrelacen de modo tal que la situación del mundo que los rodea sea claramente visible y no quede sólo en su trasfondo. Su visión, por lo tanto, es menos individualista que colectiva, y este solo hecho cuestiona la forma en la que la cultura —asistida por el avance tecnológico que, se supone, un escritor como éste debería celebrar—se aparta cada vez más de la acción sobre el mundo y la reflexión sobre la propia conciencia: el modo en el que se vuelca en la imagen, la representación, el «viaje interior» como una forma no de descubrimiento —a la manera de las culturas «alternativas» de los años sesenta—, sino de simple fuga: escape de un futuro real y desesperado en el que sólo caben la resignación y la derrota como negación de cualesquiera otras cualidades humanas).

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Tras la muerte de Runciter, y mientras sus empleados preparan el entierro, tiene lugar el planteamiento del conflicto verdadero de la novela: el mundo entero alrededor de los personajes comienza a decaer de manera velocísima y muy curiosa. Como si pertenecieran a un universo platónico, y la realidad tuviese un sustrato inmaterial, de ideas universales de las cosas, los objetos a su alrededor empiezan no a deteriorarse, sino a transformarse en versiones antiguas, arruinadas, de sí mismos. Los periódicos del día se vuelven atrasados; los aparatos pasan de ser modelos avanzados a reliquias; las latas de comida se vuelven frascos de marcas antiguas, y su contenido está descompuesto; la historia se despoja de hechos y las fechas retroceden años y décadas; los cuerpos de los empleados de Runciter empiezan a morir, víctimas de una fuerza que los hace envejecer en minutos y los deja transformados en guiñapos…
Luego de varias de esas muertes, y muchos episodios desconcertantes, Joe encuentra la primera pista clara para entender estos hechos: es un graffiti, misteriosamente escrito en una pared, con la letra de Runciter:

Yo soy quien está vivo, todos ustedes están muertos

Una escena posterior muestra a Runciter, vivo, mirando a sus empleados, muertos en sus tanques; entonces parece claro que el universo que ellos creen percibir —y para el lector fue el único durante muchas páginas—es sólo producto de su imaginación: los últimos signos de actividad de su cerebro, o los últimos reflejos (diría Borges) de un proceso irrecuperable, ya concluido; la materia ilusoria, creación exclusiva de la mente, involuciona y se pudre como anuncio de la muerte de la conciencia.
Esta desintegración no reduce a sus víctimas a la pasividad. La única manera de detener o al menos de ralentizar esa muerte es —según se revela—rociar en los cuerpos y los entornos imaginados algo llamado Ubik en aerosol: un reconstituyente espiritual «disponible en cualquier tienda», capaz de lograr que cualquier cosa renuncie, por un tiempo, a extinguirse. Joe Chip decide ir en busca del producto, abriéndose paso por escenarios que se caen a su alrededor o se metamorfosean en decorados de una película de época, poblados por automóviles antiguos y «hombres creados a la ligera» como los de Daniel Paul Schreber: seres de sueño que ignoran serlo y se creen personas decentes y temerosas de Dios.

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Las dificultades de Joe para encontrar el Ubik forman el último tercio del libro, y la naturaleza lastimera del personaje se ve enfrentada, como la de los antihéroes de Kafka, a un viaje siempre cuesta arriba, enfrentado a fuerzas que lo superan infinitamente y, más que odiarlo, lo desprecian. Cuando trata de salir de su departamento, que ha «retrocedido» hasta ser uno de los años cuarenta, la puerta sigue equipada con el mecanismo que le tenía encono al comenzar la novela; sólo ella, en su «innata terquedad», se opone al proceso de reversión. Más tarde, el primer envase de Ubik que Joe encuentra ya ha sido revertido a otra forma, más antigua e inútil, con sólo un mensaje de Runciter en la etiqueta, instándolo a que no desista. Finalmente, en un episodio que oculta la última vuelta de la trama, el personaje de Pat Conley (que había desaparecido de la trama al igual que de estas notas) reaparece y se proclama causante de la muerte del universo ilusorio, a la manera de tantas deidades ausentes, por mero tedio: por una perversidad amoral que la acerca a los ángeles de Mark Twain o a otros personajes del propio Dick.
En una escena larga y dolorosa, de las mejores del escritor, Joe se ve de pronto, gracias a Conley, en la fase final de su segunda muerte. Mientras experimenta una dolorosa agonía, y su adversaria da vueltas a su alrededor y se complace en su sufrimiento, él advierte en sí mismo la necesidad de esconderse:

(…) estar solo. Encerrado en un cuarto vacío, sin ningún testigo, silencioso y supino. Estirado, sin necesidad de hablar ni de moverse. (…) Y nadie sabrá siquiera dónde estoy, se dijo. Eso, de pronto, parecía muy importante; quería estar solo, ser invisible, vivir sin ser visto. (…)
—Aquí estamos —dijo Pat. Lo guió, haciéndolo girar levemente a la izquierda—. Justo frente a ti. Sólo sostente de la barandilla y sube las escaleras, pum-te-pum hasta la cama. ¿Ves? —ella ascendió hábilmente, bailando, inclinándose, saltando como si careciera de peso hacia el siguiente escalón. (La traducción es mía.)

Mientras Joe sube la escalera, dolorosamente, presa de ese impulso que lo obliga a desear la soledad y reconciliarse con el destino incluso a pesar suyo, Pat continúa subiendo y bajando a su alrededor, sonriente, cruel de una forma monstruosa. No deja de burlarse de lo patético que es Joe, de su puntillosidad, de su estupidez. Al final, ella declara que la de Joe es la más grande escalada hecha por el hombre, y tiene razón. Los personajes de la obra mayor de Dick —la obra mayor de un escritor «menor», partidario de ideas impopulares para la gran mayoría de sus colegas—son hombres como Joe, inadaptados, muchas veces de minorías perseguidas, y se arrastran en un sentido u otro mientras un poder enorme, distante, camina con ligereza junto a ellos. Pero allí está su fuerza y la medida de su humanidad.
El mundo virtual de Ubik es, en cierto sentido, este mundo, que los seres humanos habitamos en este punto de la historia para no tener que soportar la certeza de la muerte —la «planicie a la que el sol ha abandonado»— ni la posibilidad de que nuestra propia existencia cotidiana sea ya una «media vida», un sueño de muertos. La cultura de ahora, que nosotros mismos hemos construido, insiste en imponernos esa forma de olvido, pero en el último instante seguimos solos. Joe no tiene más remedio que aceptarlo, pero lo hace en sus propios términos: mediocres, risibles (cada tanto se pregunta cómo podrá ganarse la vida en el mundo soñado, cuánto costará un automóvil), pero suyos. Está condenado, pero lo ha estado desde el principio, y de todos modos no hay otra salida, ningún «otro lugar».
(Además, en otro extraño fragmento, Ubik —algo que se llama a sí mismo Ubik— toma la palabra y declara su naturaleza divina, omnipotente, ajena a cualquier voluntad inferior. La esperanza, como también decía Kafka, existe pero no nos pertenece.)
Dick habla de una unión en el dolor, o en la paciencia: el dolor constante y aplazado a la vez, que no tiene ninguna relación con la inanidad de casi toda la ficción especulativa. Esa sola idea sirve para percibir su valor, y el de una comunidad de otros escritores y lectores, testigos del derrumbe de numerosas utopías pero empeñados en sobrevivir a la mera caída interminable, al diálogo de sordos —o con el mal puro y mudo— que es buena parte de la literatura del tiempo de Dick y del nuestro.

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¿Qué hacen esas personas hablando?

Este ensayo brevísimo apareció el domingo pasado en El Ángel, suplemento del diario Reforma:

Llamamos «cuenteros», «narradores orales», «cuentacuentos» o «hablistas» a quienes se dedican a referir en voz alta, y ante los otros, toda suerte de historias, de ahora y de entonces, sobre todos los temas y preocupaciones. Son una minoría, aún más reducida que la de quienes escriben o leen, y a veces los miramos con curiosidad: en plazas y patios, en casas y auditorios, parecen emisarios de un país remoto, el de la princesa Scheherezada y los raconteurs medievales. A veces nos preguntamos por qué siguen aquí, habiendo tantos otros medios de informarnos y entretenernos.
      Pero ¿por qué se habrían de marchar? (más…)

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Tres de nosotros: WE3

 
WE3

Grant Morrison y Frank Quitely, WE3.
Nueva York, Vertigo/DC Comics, 2005.

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En 1983, la película Cuerpos invadidos (Videodrome) de David Cronenberg introdujo en un término nuevo en la cultura de occidente: New Flesh (Nueva Carne), que con el tiempo ha llegado a reunir todas las formas en que pensamos y representamos la intervención de la tecnología en el cuerpo humano y su consiguiente transformación. Desde hace unos dos siglos, el movimiento de nuestra conciencia ha tendido, en general, a alejarnos de la naturaleza; a juzgar por la difusión creciente de las ideas de la Nueva Carne (que se puede rastrear en obras tan diversas como los ensayos sobre el “sujeto virtual” de Scott Bukatman, el cine de Katsuhiro Otomo, las novelas de Clive Barker o Mario Bellatin, entre miles de otros), parecería imposible una vuelta atrás y la relación compleja de la especie con sus creaciones se diría capaz de perdurar más allá de la extinción de la propia humanidad, como se le concibe desde antiguo.
      Sobre tema tan grande, una historia como la de We3 (2005), novelita gráfica de Grant Morrison y Frank Quitely, sólo puede considerarse una obra menor: precisamente de mis favoritas.

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El bibliotecario

Un facsímil de la edición de John Bowle, 1781

Este artículo es el sexto de una serie de textos cervantinos –alrededor del autor y de su obra– que aparecieron durante 2005 en el desaparecido suplemento Arena.

Como toda especialidad, el mundo de los estudios literarios puede ser (si así se quiere verlo) un ámbito de apariencia misteriosa, de prácticas secretas y términos empleados con naturalidad pero que nadie, salvo unos pocos iniciados, entiende. Por ejemplo, las ediciones anotadas de tal o cual clásico –arropadas con profundos ensayos, acompañadas de bibliografía, con sus numerosas y abstrusas llamadas aclaratorias colgando del texto en página tras página– llegan a parecer de lo más tremebundo, de lo más ajeno a las costumbres de los lectores de a pie, y sin embargo tienen el propósito inicial de hacerle más llevadera, más rica, la experiencia de acercarse al libro. (más…)

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El nombre del barco: El amor loco

 
El amor loco

André Breton, El amor loco.
México, Alianza, 2004. Traducción de Juan Malpartida.

(Este texto apareció en Arena en 2004 y luego en La materia no existe)

Se sabe cómo funciona la máquina de los homenajes. Por ejemplo, dentro de unos veinte años, cuando se cumpla el centenario del primer Manifiesto Surrealista (1924), muchas personas a quienes jamás ha importado el surrealismo cambiarán de parecer, cuando menos, el tiempo necesario para escribir un artículo o discutir en una mesa redonda. Contra semejante costumbre, este año se puede pensar en otro aniversario aún menos llamativo: el sexagésimo noveno de El amor loco (1937), uno de los dos libros más importantes –el otro es Nadja, con centenario hasta 2028– de André Breton.
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La última bola

(Esta pequeña crónica, parte de una serie en la que varios escritores recordaban sus dieciocho años, fue publicada hace un par de días en el diario El Financiero.)

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Vidas recobradas: El ángel de Nicolás

 

El ángel de Nicolás

 
Verónica Murguía, El ángel de Nicolás.
ERA, México, 2004

En 2004 publiqué esta reseña, primero, en el suplemento Arena, y luego en La materia no existe. El libro de Verónica es otro ejemplo de esos textos mexicanos «anómalos» sobre los que insistí más de una vez en los primeros meses de esta bitácora, y ahora descubro que lo defendí con argumentos muy parecidos a los que empleé en relación con Bestias de Ricardo Guzmán Wolffer o Jaque perpetuo de Gonzalo Lizardo; sólo puedo decir que continúo creyendo en las mismas razones.
      (Por cierto, la novela
Auliya, a la que se hace referencia en el texto, fue reeditada en 2005.) (más…)

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El diario del hombre muerto: Reportaje al pie de la horca

 


 
Julius Fu?ík, Reportaje al pie de la horca.
Arsenal, México, 2004

Editado en numerosas ocasiones durante los últimos cincuenta años, traducido al menos a noventa idiomas, este libro es un testimonio y un texto ejemplar: el relato de la lucha larga y dolorosa de un hombre –de muchos– por mantener su dignidad en circunstancias aterradoras. Pero es una historia problemática: su actitud es impopular, y encima parte, para su defensa de la humanidad y de la justicia, de postulados e ideales deshonrados. (más…)

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Lapidarias

El suplemento Arena, en el que tuve por algunos años la columna «Mundo raro», llegó a su último número el domingo pasado; los nuevos dueños del diario Excélsior, que lo publicaba, simplemente «avisaron» que ya no habría más, con la prepotencia y la tontería que nuestros prohombres ya ni se preocupan en esconder. La desaparición es otra mala señal de estos días (otra de muchas). Y éste es un artículo que apareció en Arena y luego, el año pasado, en La materia no existe. Se lo dedico a Miguel Barberena, amigo y editor generoso y solícito.

Una imagen de "Can't Go Wrong Without You", video de los hermanos Quay para His Name Is Alive

Para ilustrar que los comienzos son difíciles, como dice el cliché, pero también que nada debiera concluirse de ellos y son engañosas las imágenes románticas del esforzado que da sus primeros pasos contra toda esperanza, y triunfa de las dificultades por la mera obstinación, etcétera, presento esta anécdota: (más…)

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Locos

Un artículo publicado, hace ya unos meses, en la revista Complot:

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Este caso célebre tuvo lugar en Londres en el siglo XVIII. Los primeros síntomas aparecieron en 1767, cuando el sujeto –un impresor de poca monta, considerado en general un excéntrico inofensivo– tenía apenas diez años. Al menos, él insistió siempre en que desde tal edad ya conversaba con el arcángel Gabriel, “monjes fantasmales”, la virgen María y personajes del pasado remoto.

The Ancient of Days (1794)

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