Ayer, la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes publicó este tuit:
Maluma apenas necesita presentación en esta región del mundo y este momento de la Historia. Albert Camus, probablemente, la necesita mucho más. La imagen y su pie son una broma, por supuesto, pensada como muchas otras que se publican todo el tiempo en forma de memes. Personal de la CNL ha declarado que la intención de la publicación era promover la lectura recurriendo a una figura muy conocida y no hay razón para dudarlo. El tono del texto es simplemente inusual: es una declaración vagamente agresiva, con el aire de superioridad de tantas publicaciones en redes sociales. El tuit está, pues, en el nivel más suave y común del troleo, que millones de personas hemos visto e incluso practicado –es facilísimo– en más de una ocasión. Este tipo de incordio ha salido incluso de la red y ha llegado, por ejemplo, a la publicidad:
La broma de Maluma no funciona del todo, en realidad, porque se burla al mismo tiempo de los lectores posibles y del cantante y porque no habla de lectura sino de escritura. Un subgénero pequeñito de la memética actual, que sólo crean, difunden y consumen los estudiantes universitarios, es el de las quejas por no poder terminar una tesis. El tuit acaba por burlarse más bien del tesista estereotípico, que no termina nunca su trabajo por la desidia, la distracción, las obstrucciones de asesores y otras autoridades, etcétera. Hasta Maluma –que según el estereotipo del cantante famoso, no leería– acabaría más rápido un libro. La foto podría haber funcionado mejor con un pie menos agresivo y más directamente relacionado con la lectura. Algo, tal vez, como esto:
«¿Y si pasas el rato con un libro?»
Es importante considerar que la CNL no hizo la imagen, a la que sólo agregó texto. Más todavía: la imagen –tomada por el fotógrafo Mateo Londoño Quijano (se puede ver en su cuenta de Instagram, donde se publicó el 28 de junio)– podría tener que ver con una publicación aún más anterior, del propio Maluma, quien publicó una imagen de un ejemplar de La caída, de Camus, en su propio Instagram el año pasado, en el mes de noviembre. La imagen apareció en la sección de «Stories» de esa red social: publicaciones efímeras que se borran luego de 24 horas, pero no era la primera vez que el cantante ponía imágenes de libros y pude encontrar esta captura de pantalla:
Todas las evidencias apuntan, pues, a que la imagen era auténtica. (Muchas personas sospecharon lo contrario porque en la foto falta el título del libro. La escritora Alejandra Inclán sugiere que el título se habría borrado para que ningún periodista hiciera a Maluma una pregunta puntual.)
Si se hacen a un lado los prejuicios, no hay razones para sorprenderse. No sería la primera vez que una estrella muy famosa y considerada poco inteligente (o de plano incapaz de leer) resulta tener por lo menos interés en los libros:
Lo interesante, lo desolador, son las reacciones que provocó la broma. Algunas personas –incluso desde antes de que la CNL difundiera la foto en México– se indignaron por la idea de que Maluma leyera a Camus (o leyera, siquiera), o bien se burlaron de las personas a las que gusta la música del cantante:
Otras, por el contrario, se burlaron de los que se burlaban: los «intelectuales», los «exquisitos», los «esnobs».
Y la virulencia de la mayoría de los comentarios era mucho mayor que la de los que he reproducido. En general –como sucede con el futbol, con la religión, con la política, con la salud reproductiva o la perspectiva de género– apenas hubo puntos de vista conciliadores y lo que destacó fue la enorme división entre los campos en favor y en contra de Maluma, del reggaetón y de los famosos en general. Ya sabíamos que estas divisiones existen, que las redes sociales las vuelven más profundas y que el nuevo tribalismo de internet se está convirtiendo en algo cada vez más peligroso; fue triste constatar una vez más que cualquier desacuerdo (incluyendo los verdaderamente triviales, como éste) puede despertarlo.
Además de esta conclusión, en realidad bastante previsible, lo que nos dejará el incidente es un nuevo meme, eso sí. A partir de ahora, Maluma podrá ser visto leyendo absolutamente cualquier cosa.
Gracias a Alejandra Arévalo por su ayuda con varios detalles de esta nota.
Hola, Alberto, quisiera felicitarte por tu amplio conocimiento del genero de ficción, en la mayoría de tus respuestas acerca de los cuestionamientos son acertadísimas, sin embargo soy de los que piensa que la CF no es para todos ¿a qué crees que se daba la poca demanda a este genero en el país?
Pensé que valía la pena responder un poco más extensamente y lo hago a continuación.
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Hola y gracias por la felicitación. 🙂
Sobre lo que preguntas, voy a hacer un pequeño rodeo. Tengo que empezar diciendo que «género» es una palabra que no me gusta mucho utilizar porque se usa de modo muy impreciso y lleva a muchas confusiones, y desde hace tiempo ocurre lo mismo con «ficción».
Entiendo que cuando dices ficción te refieres a la ciencia ficción, o incluso de modo más general a la narrativa de imaginación fantástica, y en cambio yo –basándome en cierto número de autores– entiendo la ficción como narrativa, a secas: cualquier texto que proponga personajes y sucesos inventados en un mundo narrado, fingido, sin importar que ese mundo narrado se parezca o no al mundo de nuestra vida ordinaria. Esto me parece más acertado porque, de hecho, ningún mundo narrado es «real» en el sentido en el que lo es una mesa, un árbol, tu cuerpo, el aparato en el que lees estas palabras: los mundos narrados son, solamente, efectos en nuestra conciencia, imágenes que nos figuramos, de forma estrictamente subjetiva, a partir de lo que vamos leyendo: de lo que nos «dice» el texto de la narración. Una novela no es un mundo: es una secuencias de signos consignada en algún sustrato, un papel o una memoria digital o cualquier otro, que leemos para hacernos la ilusión de que observamos un mundo.
A veces nos confundimos. Algunos mundos narrados se parecen más a lo que entendemos como la vida real, y llegamos a decir nos parecen «más reales» aunque no lo sean: aunque todos sean experiencias interiores impulsadas por los textos, igual de intangibles para los sentidos. Cuando eso pasa confundimos las cosas con las palabras que les dan nombre: las representaciones con aquello que representan.
Digo todo esto porque la respuesta a tu pregunta tiene que ver con ese error.
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Por una parte, en realidad no creo que haya poca «demanda» de las historias con elementos de los que suelen etiquetarse como «de ciencia ficción». Por ejemplo, ve cuántas personas en el mundo han elogiado, en las últimas semanas, la serie de televisión Stranger Things, que utiliza muchísimos y lo hace, además, en combinaciones tomadas de libros, películas y series de televisión de al menos los últimos treinta años. Ve cuántas personas juegan videojuegos, ven películas, leen cómics con historias semejantes. Sucede lo mismo entre las personas que leen libros, aunque éstas representen un porcentaje más pequeño de la población del que representan en otros países.
De la misma manera, me parece un poco injusto lo de singularizar a ese tipo de historias diciendo que no son para todos. Lo cierto es que ninguna literatura, ningún texto literario, lo es. De hecho tampoco lo es la lectura misma.
Por otra parte, en efecto, sí hay la idea de que las historias que contienen elementos considerados parte de ciertas variedades de escritura, digamos, son «raras», poco frecuentadas, despreciadas. Y también es verdad que en México los libros que se perciben como parte de esas categorías son menos apreciados por ciertas personas, y en especial por personas con autoridad (cultural, política) que después comunican a otros su desdén.
¿Por qué es esto?
En buena medida, creo, es por el error al que me refería antes. Tenemos un problema de comprensión lectora: un problema extendido, serio, que abarca a varias generaciones. Es que a duras penas aprendemos a leer, por supuesto: el sistema educativo nacional está cada vez peor, y cada vez ofrece menos herramientas para que la gente aprenda a enfrentarse con los textos de manera atenta y crítica. Desprovistas de esas guías, y de ejemplos, numerosas personas se vuelven incapaces de percibir el humor, la imaginación o la ironía y todo lo interpretan de manera literal. A estas personas les desconcierta cualquier representación que no se pueda entender como una imagen fiel, una copia, de lo que ellas han aprendido a juzgar posible, a interpretar como cierto. Lo he visto incluso entre colegas muy talentosos y premiados: se les pone delante una narración con algún elemento fantástico, no saben qué hacer con él y terminan minimizándolo, ignorándolo o tratando de interpretarlo como una «falsedad» dentro de un texto «verdadero», lo que en el fondo es un disparate. «Los muertos no hablan estando ya muertos en sus tumbas», dicen (por ejemplo), «así que este episodio de Pedro Páramo de Rulfo debe ser símbolo de otra cosa, y en realidad no está pasando». ¡Pero nada de Pedro Páramo está pasando, ni pasó jamás! Los personajes, los lugares, los sucesos, pueden estar basados en personajes, lugares y sucesos reales, pero el libro no es un tratado de historia sino una novela: un ejemplo de ficción, en el que se intenta representar alguna parte de la experiencia humana mediante la invención. Desde la realidad en la que leemos ese texto, todos sus hechos pueden interpretarse y analizarse como emblemas de algo más, porque ninguno es verdad, pero sí lo son para los personajes que viven en el mundo narrado. Aquí pueden no pasar, pero allá sí, porque «allá» no es ningún sitio del mundo, sino –otra vez– un efecto que se da en la mente de quien lee.
Aparte, hay dos aspectos de la cultura mexicana que contribuyen al menosprecio de la imaginación. Uno es el carácter autoritario de nuestras sociedades: desde el siglo XVI, cuando se prohibían las historias de imaginación «excesiva», «desbordada» o insumisa en las colonias españolas, a la casi totalidad de los regímenes que han existido en este territorio les ha interesado imponer una visión única de las cosas, una idea única e incuestionable de cómo debe ser la realidad. Se han concentrado en el control de la vida social: en impulsar la idea de que las relaciones entre las personas sólo pueden ser de cierta manera (que les convenga, por supuesto, y en la que la posición privilegiada de quienes están arriba se perciba como algo natural y apropiado), pero un efecto de esta práctica reiterada es un gran desprecio de la imaginación en general.
El otro aspecto perjudicial de nuestros modos de pensar es la creencia, más del último par de siglos, de que la imaginación en la literatura es una especie de marca de clase. Se le asocia con lo popular, y a lo popular con lo bajo, lo «indigno» de las clases ilustradas y refinadas. Por ejemplo, lo primero que hace un texto esnob que busca elogiar a una obra en la que haya el más pequeño elemento extraño, fantástico, maravilloso, es decir que no contiene imaginación aunque parezca que sí: «va más allá del género», se escribe, o «es de una calidad/profundidad/belleza que no suele haber en la ciencia ficción/el horror/la fantasía» (aunque quien escribe no sepa nada del subgénero en cuestión). Basta ver lo que sucedía en su tiempo con la obra de Salvador Elizondo, y lo que ocurre ahora en muchas ocasiones con Francisco Tario o Amparo Dávila.
Hay autores, y sobre todo lectores, a los que les importa poco esta serie de prejuicios. A otros les afecta mucho, porque aun ahora es cierto que estos temas son de los que cierran puertas, en vez de abrirlas, en muchos lugares de la cultura y el mundo de la edición nacionales.
En cuanto a mí, la imaginación fantástica me parece una herramienta utilísima y muy especial para crear arte. Y me desconsuela vivir en una época en la que, por desgracia, incluso en países en mejor situación que el mío lo que impera es no leer y, justo después, la lectura literal, intolerante, fanática. En momentos como éstos imaginar se convierte en un acto de resistencia: de oposición contra un poco de lo peor del mundo.
Entretanto, aquí en México, mientras la RAE propone reformas ortográficas (incluyendo una «condena» a ciertos usos de la tilde que ha causado mucha risa, pero que muchas personas no notarán debido al desastre de nuestro sistema educativo) y el ser lúgubre se consolida como el nuevo ser cínico, esto:
Una amiga escritora, Gabriela Damián, me contó hace algunas semanas de su disgusto con un profesor que insistía en repetir que «la escritura es masculina». La frase fue dicha ante personas de ambos sexos, con plena convicción, y además en una sesión de taller literario. Las mujeres presentes se indignaron pero el profesor no cedió. Había cosas, decía (resumiendo), que le salían mejor a los hombres. (más…)
Una discusión sobre periodismo en la red (y la extraña, poco amigable y cuestionada revista electrónica Reporte Indigo) se entabló a partir de esta nota y esta otra en Alt1040, bitácora sobre tecnología. En los comentarios de la segunda nota sucedía lo habitual: algunos escribían contra el autor –Eduardo Arcos–, otros a su favor, y por todos lados volaban descalificaciones, exabruptos, sermones. Varios de los textos, como también ocurre, se referían a la capacidad de los comentaristas para expresarse (o a su falta de ella).
Erika Mergruen, escritora y editora mexicana, mantiene un sitio: Osiazul, dedicado a conservar y ofrecer textos de difícil acceso como descargas digitales. Los más de esos textos, provenientes de ediciones prácticamente inencontrables, fueron transcritos y preparados para la red por la propia Erika, cuya labor (que es estrictamente «de amor», como antes se decía, y por la que nunca ha recibido un centavo) lleva ya varios años.
Entre los primeros autores antologados por Erika se encuentra un favorito de los cazadores de rarezas: (más…)
A la hora de escribir una narración, y en especial de crear un personaje, los prejuicios pueden atravesarse sin que se dé cuenta quien está escribiendo; cuando ocurra, el texto se alejará de su control y, en vez de revelar las virtudes de su creador o creadora, revelará sus carencias. Por ejemplo, una historia sobre gente pobre escrita por alguien que desprecie a la gente pobre puede tratar de ser «objetiva», aun de «mirar con simpatía» a sus personajes, y en realidad ser una serie de insultos disfrazados (mal disfrazados) y mostrar, más que la realidad de la pobreza, la idea de ésta que tiene alguien que no la ha experimentado ni se ha molestado en investigar sobre ella. John Gardner menciona un caso opuesto al referirse a Las uvas de la ira de John Steinbeck, quien describió con minuciosidad las complejidades y contradicciones de sus «buenos» (una comunidad de agricultores explotados) pero no hizo lo propio con sus «malos».
(Recuérdese también la declaración de aquella funcionaria que, para defenderse de acusaciones de elitismo, dijo haber conocido la pobreza con los peones de sus haciendas, con quienes convivió tanto que le «pasaron los piojos».)
Por otro lado, también es posible integrar prejuicios en la construcción de un personaje, para volverlo más rico, más lleno de matices. Un ejercicio entre muchos posibles a partir de esta idea: (más…)