Una persona me preguntó acerca de cómo elegir un seudónimo; tomando de la experiencia de otros y de la mía (sobre la que escribiré un poco más adelante), puedo decir lo siguiente:
Hay muchas circunstancias en las que se llega a adoptar un nombre supuesto, diferente de aquel que se utiliza «normalmente»: una máscara hecha de palabras. Los seudónimos de artistas (y los literarios entre ellos) sólo son más famosos: objeto de más anécdotas.
Ejemplos: el escritor a quien conocemos como Yukio Mishima, y cuyo nombre verdadero era Kimitake Hiraoka, buscaba en principio desligarse de esas dos palabras, que (se dice) no suenan bien en japonés y para él representaban, además, una infancia infeliz; Stendhal se llamaba Marie-Henri Beyle y usó, además del que se recuerda, muchos otros seudónimos, acaso para mantenerse oculto por una especie de temor paranoico, como creía Prosper Mérimée; Flannery O’Connor omitía su nombre propio –Mary– para publicar más fácilmente en un medio literario machista, como tuvieron que hacer también Carson McCullers, Harper Lee, George Eliot, J. H. Riddell, James Tiptree y muchas otras escritoras. (El caso de Elena Ferrante, seudónimo de una escritora muy famosa de la actualidad, es diferente y, desde luego, posterior.)
En todos los casos, por otra parte, el adoptar un seudónimo implica crear un matiz, una influencia que cae sobre los textos. A veces esta influencia es pequeña, otras no es deliberada, pero está presente siempre. El nombre de quien escribe siempre termina siendo parte del proyecto de escritura, y no necesariamente porque sirva de «marca», como dirían algunos ahora; más aún –y más importante–, tiene la posibilidad de otorgarle una identidad deliberada a lo escrito: de contribuir al sentido de la «obra», por grande o pequeña que pueda ser, desde la firma.
Esto puede ser importante para algunos escritores a la hora de comenzar a buscar la publicación. Si su propio nombre no les parece suficiente por cualquier razón, pueden inventarse otro más de su agrado.
1. El seudónimo debe aspirar a ser memorable. Si se va a hacer el esfuerzo de inventarlo, hay que procurar que suene bien, sea contundente y, de preferencia, no resulte difícil de recordar. En los países de habla inglesa se prefieren y hasta se obligan, en ocasiones, seudónimos muy breves y claramente ingleses: Salvatore Albert Lombino, un conocido novelista policial, comenzó a destacarse cuando utilizó sus dos seudónimos más conocidos: Ed McBain y Evan Hunter (de hecho, se hizo cambiar el nombre legalmente para llamarse Evan Hunter)…, pero esto no es, evidentemente, una regla de aplicación universal.
2. El seudónimo debe ser realmente una mejor alternativa que el nombre propio. No siempre es el caso. Dos arrepentimientos famosos: Julio Cortázar publicó su primer libro (un poemario casi olvidado titulado Presencia) con el seudónimo de Julio Denis; César Vallejo consideró, por un tiempo, la posibilidad de hacerse llamar César Perú, como un homenaje a Anatole France.
3. El seudónimo debe ser significativo, primero, para quien lo elige. No es necesario buscar algo que sugiera lo que se pretende escribir; el seudónimo es un recipiente de lo que se escribirá y no al revés.
4. El seudónimo debe pensarse con cuidado. Esto puede parecer una obviedad pero, al contrario de lo que sucede en algunos géneros musicales, un escritor casi nunca tiene la oportunidad de sacar adelante más de un «nombre»: más de un proyecto de escritura. De vez en cuando se sabe del caso de autores muy vendidos o reconocidos –como Stephen King, John Banville, J. K. Rowling o Anne Rice– que se dan «paseos» fuera de su nombre para escribir textos diferentes de los que acostumbran publicar, pero no sólo es raro sino que los textos se conocen más cuando se revela a quién pertenecía el seudónimo. Y el caso de los heterónimos de Fernando Pessoa es, en realidad, único: no se dio por un proceso racional (o racional como podemos entenderlo) y no se puede replicar.
En cuanto a mí, «Alberto Chimal» es un seudónimo muy simple, que elegí de adolescente: lo forman mi segundo nombre, el de mi padre (sobre todo, el que no se usaba para hablarme en la casa familiar), y mi apellido materno (que no se usaba a la hora de pasar lista en las escuelas). Es un intento tímido de independencia. Comencé a publicar pronto (fui escritor joven antes de los veinte y no a los treinta y tantos, como es la norma ahora) y la escasa carrera que pude hacer entonces fijó muy pronto el nombre, cuando menos, en la idea que yo mismo tenía de mi trabajo. Ya no me animé a buscar otro. A veces creo que fue un error y debí haber elegido algo más breve, más alejado del original.
(Otras veces, de más desánimo, pienso que mi país es terriblemente racista y que me hubiera ido mejor con mi apellido paterno, Martínez, que no proviene –como Chimal– de la lengua náhuatl. Pero ese es un asunto aparte.)
En todo caso, por supuesto, hace falta considerar que
5. El mejor seudónimo no suple el escribir bien (interesante, bello, atrayente, como se quiera definir). Se dirá que en esta época, que es la de Kim Kardashian, puede importar más la marca que el producto, la superficie que el interior, la forma que el contenido. Pero el camino de cultivar la propia celebridad, si bien no es ilegal, tampoco es el de la escritura, y requiere otras habilidades y esfuerzos que no vienen al caso en esta nota.
Espero que esto pueda ser útil.
[Esta nota fue ligeramente revisada en agosto de 2017.]
Mónica Lavín, La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert. México, Punto de Lectura, 2009
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Será lo que sea nuestra época: seremos no lectores en un tiempo que ya no se lee sino que se ve o que, incluso, ni siquiera se mira. Pero nos siguen encantando las historias.
No nos damos cuenta siempre porque entre nosotros y esta idea se atraviesa ese cliché agradable y absurdo que repetimos todo el tiempo, aquel de que “la realidad supera a la ficción”. Es como decir que las peras le ganan a los números arábigos, o como si la imaginación y las obras de la imaginación estuvieran compitiendo en los cien metros planos contra el universo del que forman parte, pero nosotros repetimos el lugar común, nos alegramos al pensar que tenemos razón al desconfiar del arte, pensamos que no nos hace falta porque existimos en la realidad y se nos olvida que no entenderíamos la realidad si no tuviéramos la ficción: que las historias que nos inventamos son una herramienta para reducir a un tamaño humano la plenitud del mundo, esa que no podemos abarcar.
Y también se nos olvida que esto pasa tanto con las historias espectaculares y de alcances enormes como con las que se tratan, simplemente, de la vida: que también en cada uno de nosotros hay abismos insondables, impulsos y deseos cuyo sentido jamás estará a nuestro alcance y podemos vislumbrar, conjeturar, imaginar únicamente con la ayuda de las historias. Cada una –sea cuento, novela, obra de teatro o cualquier otra cosa– es la relación de algo que se transforma en el tiempo: en el peor de los casos, aun si no consigue reparar los horrores y las estupideces que cometemos cada día, puede permitir que las veamos con más claridad, sin la urgencia de vivirlas en el instante: ya sabemos que siempre entendemos mejor lo que ya no puede cambiarse.
La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert de Mónica Lavín es el nuevo libro de una escritora que siempre ha creído, y muy firmemente, no sólo en la capacidad de las palabras para penetrar el misterio de los simples seres humanos, sino también en el mérito de hacer semejantes excursiones hacia lo aparentemente cotidiano: lo real-real en vez de lo real-maravilloso, o (peor todavía) lo real-político, lo real-mediático, lo real-artificial. Los catorce cuentos que se reúnen aquí, de variada extensión y tonos y escenarios, son todos observaciones de detalles muy precisos y finos de nuestra propia realidad, de la ciudad que nos rodea y de las penas, las alegrías, las esperanzas más íntimas a las que nos reduce: las que resisten los vaivenes de la política y las locuras de nuestros jefes y santones porque no dependen de las modas y sobreviven a todas ellas. Los encuentros cotidianos, los afectos y los desamores, los abandonos, las reacciones súbitas y las que se acumulan durante vidas enteras, para desbordarse cuando menos se espera y del modo más extraño: todo eso está aquí como en la vida de cualquiera, pero lo que importante no es la rareza o la banalidad de las situaciones sino la minuciosidad y el tino con el que cada tema y cada personaje, sin importar su facha de próximo y fácil de comprender, acaba revelando, cuando el texto lo pone a examen, algo nuevo: algo distinto que no le habíamos visto simplemente porque todo el tiempo había estado ante nuestras narices. Desde luego, hay muchos libros que intentan esto, siempre; pero no sólo lo consiguen muy pocos, sino que cuanto descubrimos en lo evidente se nos olvida con facilidad. Las historias son, en segundo lugar, herramientas de esa memoria humana que está más allá de nosotros y que nos tiene infinita paciencia.
Con el cuento como género hay una incomprensión o ceguera parecida que la que pone en problemas a las historias cuando nos impide ver el auténtico esfuerzo y peligro de meterse en la realidad: el cuento se considera un género en desventaja, postergado y superado por la novela. Pero estas historias son una confirmación de que, modas aparte, el cuento sigue sirviendo al menos para producir el efecto extraño y demoledor de quedarse en la cabeza del lector: de no terminar de decirlo todo y en cambio invitarnos (o forzarnos) a completar tras la lectura las conclusiones más peregrinas y temibles, las que mejor nos dibujan o nos ponen en aprietos. Por ejemplo, los lectores tendrán que resolver solos los problemas de qué estaba escrito en la nota de la monja en “La chica de las medias”; qué faltaba por decirse entre la madre y la hija en “El asa”, y qué se esconde, si se esconde algo, en la conjunción de la fiesta posible y la muerte cierta en “El hilo rojo”; la tradición de estas historias es la de Chéjov o Hemingway, maestros en el arte de decir apenas y sugerirlo todo. Pero hay algo más:
Una tercera ilusión de nuestra época es que la historias son criaturas suaves y mimosas que apenas necesitan nuestro esfuerzo para existir: que nos “atrapan” y nos “transportan”, decimos, como si lo hicieran por su gusto y no fueran cosas hechas de palabras, creadas por alguien y completadas por alguien más: una ilusión, un sueño dirigido, un truco de magia. Mónica Lavín, en este libro, llena varias historias con referencias al acto de crear y de contar; leer éstas sería como descubrir el truco a la mitad del acto de no ser porque todas, a la vez que rompen brevemente la ilusión de la historia, llaman la atención sobre eso otro que no queremos ver: el modo en que cada narración, para volver a lo que dije antes, es un tanteo con herramientas a veces insuficientes en la oscuridad de lo que existe, y por cada cosa que se llega a decir hay dos, o mil, que son siempre un enigma. Tantear es todo lo que podemos hacer: imaginar cómo pensamos, imaginar causas y efectos, contar desde nuestra perspectiva para que nuestra estatura humana parezca la de todo lo demás. Saber esto sería intolerable de no ser porque las palabras y los hechos se atemperan con el polvo de la perplejidad o la tristeza, y también se fortifican con un poco de ironía o de risa, que aligera las cargas más terribles. Las historias, nos dice este libro, son también, al fin, una herramienta de supervivencia…
Y por lo tanto no hay que tenerles miedo. Existen para que nos leamos en ellas y nos reconozcamos un poco mejor, un poco más finamente o con un poco más de dolor o de claridad, que a veces uno es otra. Siempre nos estamos quejando de que nuestra época no tiene vísceras, que está vuelta insensible y cínica; pero los buenos libros de historias son las entrañas de nuestra época. Y éste es uno de muchos que podemos encontrar ahora mismo.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]