Una convocatoria: quedan pocos días para inscribirse a Under The Volcano, una jornada de 10 días de clases de escritura creativa en diversas especialidades. La siguiente edición será en enero de 2020, en Tepoztlán. Yo impartiré una clase de narrativa en español, y otros profesores impartirán poesía, no ficción, periodismo y guionismo, tanto en español como en inglés.
Las clases no son gratuitas, pero se ofrecen becas parciales a los postulantes. La fecha límite para la inscripción es el 15 de julio de 2019.
[Este artículo es sobre cómo descubrí la poesía. También es sobre una canción que, mucho después, cité en la primera página de La torre y el jardín, por razones que se explican aquí. Se publicó en 2001 en un periódico y luego desapareció hasta de internet. Gracias a Nora de la Cruz por recobrarlo.]
Uno descubre la poesía como puede, y si desea hacerlo: si no es una imposición o un privilegio por el que no hace falta preocuparse, tomará todas las opciones que estén a su alcance. Para mí, la más extraña fue un escaparate de la Cineteca Nacional, de una tienda que ya no existe.
Hace algunos años tuve la temeridad de nacer en Toluca, una ciudad de provincia (como aún le decían) y cuando crecí, y miré a mi alrededor, y quise escuchar música, a las radios de mi casa no llegaba la influencia benéfica de Rock 101; tampoco, triste de mí, sospechaba de la existencia del tianguis del Chopo, de las Insólitas Imágenes de Aurora, de la Sociedad Ponce, de Rockdrigo González, de la Sala Margolín, de nada: aquellos años fueron el vacío, Álvaro Dávila, Rocío Dúrcal, Sandro de América. Y la lectura —ese vicio tan desagradable— me había enseñado a sentirme insatisfecho: incluso, había excitado mi imaginación, lo que tendría consecuencias funestas para mi futuro prefijado de profesionista respetable y productivo.
Pero estoy divagando. En una de las pocas visitas que pude hacer a la Cineteca durante mi adolescencia —para ver, desde luego, esas películas que jamás llegaron a mi ciudad natal— salimos de la sala por la noche, con frío, pero no nos apresuramos al automóvil: éramos varios amigos, gozando de nuestra proverbial libertad lejos de casa, de sentirnos sofisticados, pobres palurdos (el auto era del más rico de nosotros). Así nos detuvimos ante el escaparate que mencioné arriba. Nunca voy a olvidar el aire helado en mi cara, la luz pálida que alumbraba los discos, los extraños dibujos de algunas portadas, las fotos movidas y misteriosas de otras, los nombres —Ninot, Mamá Z, El Personal— y, especialmente, la imagen del hombre envuelto en tela de alambre, mirando hacia un lado, de Ayunando entre las ruinas de Arturo Meza.
No sospechaba que, para esta nota, me hubiera convenido más exaltar All the Rage, de Bob Ostertag interpretado por el Kronos Quartet, o Electric Counterpoint, de Steve Reich interpretado por Pat Metheny, o el Danzón 2 de Arturo Márquez dirigido por Diemecke, o cierta escena de Blue Velvet, con la música amenazante y misteriosa de Angelo Badalamenti; o presumir cualquier grabación de la colección Das Alte Werk (por ejemplo, la enorme Bach 2000, que además es carísima); o hablar de mis colecciones (nunca las he tenido) de Franck, Gorécki o Stephen Sondheim, o de “Chan Chan” del Buenavista Social Club, o del aria “Signore, ascolta” de Turandot interpretada por María Callas, o de la cinta de música arará, grabada in situ, que un amigo nos dio en Cuba, o al menos, al menos de cómo me fue cuando estuve (no estuve) en el concierto de la Maldita Vecindad para el CEU, o al contrario: de cómo me gustaban –oh mis vernáculos orígenes– José Alfredo, Timbiriche, Joaquín Sabina, y qué y qué.
Pero no: por no ser clarividente tuve que gastarme mis ahorros en Ayunando entre las ruinas y asomarme a cierta porción de la música, y de la poesía, por el lado menos apropiado: por la obra de un músico que se ha mantenido, desde hace 25 años, al margen, que sólo se encuentra por azar (incluso en el Chopo y en el Napster) y que precisamente ahora, oh inconveniencia, ostenta una actitud al mismo tiempo mística y anticlerical, a favor de Jesús y contra Mammon.
Pero no me importa. Gracias a él, cierta parte de mi historia (al contrario de la del resto de mi generación) no es de rebeldía agotada ni de complacencia uniforme. Puede que la música de sus canciones no sea tan revolucionaria (su Suite Koradi y su Réquiem son extraños, inclasificables; su Homenaje a Borges es el mejor “disco tributo” que he escuchado.) Puede que su voz no sea perfecta y sus letras exhiban torpezas. Pero para mí, en ese momento, y ahora, que lo escucho nuevamente, representa un espíritu libre (esa cosa tan obsoleta y tan antigua), al modo del Incurable de David Huerta o del Roger Waters menos negro: uno que comienza una canción, su “Lamento”, con un retumbar que pelea contra el silencio, y que evoca la marcha de la humanidad con ese sonido insistente, monótono, lleno de oscuridades. Uno que responde a mi propia insatisfacción, a mi imaginación excitada, a mi futuro prefijado (al de cualquiera) con una exaltación de la amargura de la existencia. Pero no de la desesperación:
La sierpe de las sombras
llamada hombre
no quiere soñar el universo
La obra del venezolano José Antonio Ramos Sucre (1890-1930) suele estar clasificada como poesía en prosa. Sin embargo, sus textos pueden leerse, en la actualidad, de una forma distinta: como precursores de la minificción (o el microrrelato). Sobre todo, las casi-narraciones de Ramos Sucre se asemejan a algunas de las corrientes más experimentales de la narrativa brevísima que actualmente se encuentran en internet. Ramos Sucre se adelanta a los microrrelatistas actuales en el interés por evocar imágenes poderosas con un mínimo de recursos, en el hacer referencias a conocimientos y tradiciones compartidas más allá del propio texto, y sobre todo en la manera en la que hace a un lado la búsqueda de la tensión dramática, propia del cuento clásico, y usa la prosa en cambio para crear atmósferas sugerentes, acontecimientos que parecen quedar suspendidos antes de cualquier resolución posible y también otros que se siguen unos a otros sin atender a la lógica estricta de la causalidad…, como los sueños, pero también como en el caos del mundo cotidiano. Ya se sabe que en la escritura breve los géneros tradicionales se difuminan y se superponen.
Reproduzco aquí la selección de textos de Las formas del fuego (1929) realizada por Katyna Henríquez para la colección Material de Lectura de la UNAM.
LAS FORMAS DEL FUEGO (selección)
José Antonio Ramos Sucre
El mandarín
Yo había perdido la gracia del emperador de China.
No podía dirigirme a los ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi degradación.
Un rival me acusó de haberme sustraído a la visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi audiencia.
Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados, y los despidieron a palos.
Yo me prosterné a los pies del emperador cuando bajaba a su jardín por la escalera de granito. Recuperé el favor comparando su rostro al de la luna.
Me confió el develamiento y el gobierno de un distrito lejano, en donde habían sobrevenido desórdenes. Aproveché la ocasión de probar mi fidelidad.
La miseria había soliviantado los nativos. Agonizaban de hambre en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar el suelo sin provocar la salida y la difusión de miasmas pestilentes. Aquellos seres lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban escrupulosamente para comprarse un ataúd.
Yo restablecí la paz descabezando a los hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Mis soldados cortaron después las manos de las mujeres.
El emperador me honró con su visita, me subió algunos grados en su privanza y me prometió la perdición de mis émulos.
Sonrió dichosamente al mirar los brazos de las mujeres convertidos en bastones.
Las hijas de mis rivales salieron a mendigar por los caminos.
La verdad
La golondrina conoce el calendario, divide el año por el consejo de una sabiduría innata. Puede prescindir del aviso de la luna variable.
Según la ciencia natural, la belleza de la golondrina es el ordenamiento de su organismo para el vuelo, una proporción entre el medio y el fin, entre el método y el resultado, una idea socrática.
La golondrina salva continentes en un día de viaje y ha conocido desde antaño la medida del orbe terrestre, anticipándose a los dragones infalibles del mito.
Un astrónomo desvariado cavilaba en su isla de pinos y roquedos, presente de un rey, sobre los anillos de Saturno y otras maravillas del espacio y sobre el espíritu elemental del fuego, el fósforo inquieto. Un prejuicio teológico le había inspirado el pensamiento de situar en el ruedo del sol el destierro de las almas condenadas. Recuperó el sentimiento humano de la realidad en medio de una primavera tibia. Las golondrinas habituadas a rodear los monumentos de un reino difunto, erigidos conforme una aritmética primordial, subieron hasta el clima riguroso y dijeron al oído del sabio la solución del enigma del universo, el secreto de la esfinge impúdica.
El rajá
Yo me extravié, cuando era niño, en las vueltas y revueltas de una selva. Quería apoderarme de un antílope recental. El rugido del elefante salvaje me llenaba de consternación. Estuve a punto de ser estrangulado por una liana florecida.
Más de un árbol se parecía al asceta insensible, cubierto de una vegetación parásita y devorado por las hormigas.
Un viejo solitario vino en mi auxilio desde su pagoda de nueve pisos. Recorría el continente dando ejemplos de mansedumbre y montado sobre un búfalo, a semejanza de Lao-Tsé, el maestro de los chinos.
Pretendió guardarme de la sugestión de los sentidos, pero yo me rendía a los intentos de las ninfas del bosque.
El anciano había rescatado de la servidumbre a un joven fiel. Lo compadeció al verlo atado a la cola del caballo de su señor.
El joven llegó a ser mi compañero habitual. Yo me divertía con las fábulas de su ingenio y con las memorias de su tierra natal. Le prometí conservarlo a mi lado cuando mi padre, el rey juicioso, me perdonase el extravío y me volviese a su corte.
Mi desaparición abrevió los días del soberano. Sus mensajeros dieron conmigo para advertirme su muerte y mi elevación al solio.
Olvidé fácilmente al amigo de antes, secuaz del eremita. Me abordó para lamentarse de su pobreza y declararme su casamiento y el desamparo de su mujer y de su hijo.
Los cortesanos me distrajeron de reconocerlo y lo entregaron al mordisco sangriento de sus perros.
Rúnica
El rey inmoderado nació de los amores de su madre con un monstruo del mar. Su voz detiene, cerca de la playa, una orca alimentada del tributo de cien doncellas.
Se abandona, durante la noche, al frenesí de la embriaguez y sus leales juegan a herirse con los aceros afilados, con el dardo de cazar jabalíes, pendiente del cinto de las estatuas épicas.
El rey incontinente se apasiona de una joven acostumbrada a la severidad de la pobreza y escondida en su cabaña de piedras. Se embellecía con las flores del matorral de áspera crin.
La joven es asociada a la vida orgiástica. Un cortesano dicaz añade una acusación a su gracejo habitual. El rey interrumpe el festín y la condena a morir bajo el tumulto de unos caballos negros.
La víctima duerme bajo el húmedo musgo.
La caza
La duquesa guarda, montada a caballo, una actitud pudorosa y gentil. Increpa al azor aferrado en el puño y lo despide en seguimiento de un ave indistinta.
El azor dibuja un vuelo indeciso y acierta con el rumbo.
La belleza de la señora me distrae de seguir el curso de la caza. Resalta de lleno en el campo uniforme.
Yo recojo del suelo y oculto recatadamente un chapín de cordobán, escapado de su pie.
La duquesa nota la pérdida en una tregua de la activa diversión.
Me abstengo de contestar sus preguntas inquietas, donde se traspinta el enfado. Un paje saca a plaza la vergüenza de mi hurto.
La duquesa ríe donosamente al adivinar la señal de una pasión en el más intonso de sus villanos.
El reino de los cabiros
Unas aves negras y de ojos encarnizados se alojaban entre los mármoles derruidos. Infligían la afrenta de las harpías soeces. Andaban a saltos menudos y alzaban un vuelo inelegante.
La vega de la ciudad abundaba en arbustos malignos citados, para memoria de la venganza y de la amargura, en más de un libro sapiencial.
Un busto de mirada absorta, ceñido de una guirnalda de yedra, se alzaba a cada momento sobre su pedestal roto. El suelo de los jardines violados había dado albergue, un siglo antes, a las víctimas de una histórica epidemia.
La luz del día regurgitaba de una rotura del globo del sol, y la noche, duradera cual las del invierno, estaba a cargo de un astro, de orbe incompleto y de través.
Unos hombrecillos deformes brotaban del suelo, en medio del sopor nocturno. Salían por una apertura semejante al escotillón de un tablado. Sus ojos eran oblicuos y el cabello lacio y espeso invadía la angosta zona de la frente. Respondieron a mi interpelación valiéndose de un gesto lúbrico y hube de asestarles el puño sobre la faz dura, como de piedra. La mano me sangra todavía.
Yo no contaba otra amistad sino la de una mujer desconsolada, atenta a mi bien y a las memorias de un mundo superior. No sabría decir su nombre. Yo olvidaba, en el principio de cada mañana, su discurso.
Ella misma me puso en el camino del mar y me señaló una estrella sin ocaso.
A poco de soltar las velas al viento próspero, vi alzarse, desde el sitio donde me había despedido con lamentos, una interminable espiral de humo.
La ciudad de las puertas de hierro
Yo rastreaba los dudosos vestigios de una fortaleza edificada, tres mil años antes, para dividir el suelo de dos continentes. Las torres se elevaban muy poco sobre las murallas, conforme la costumbre asiática. La antigüedad de aquella arquitectura se declaraba por la ausencia del arco.
El paso de Alejandro, el vencedor de los persas, había difundido en aquel país un rumor imperecedero.
Yo observé, desde un mirador de las ruinas, la disputa de Sergio y de Miguel, dos haraganes de origen ruso. Se les acusaba de haber asesinado y despojado a un caballero, cuando lo guiaban a través de un páramo. Se apropiaban las reses heridas por los cazadores del vecindario. Superaban la perfidia del judío y del armenio.
Miguel se retiró después de infligir a su adversario un golpe funesto y se encerró en la hostería donde yo me había alojado. Ninguna otra persona se había dado cuenta del caso.
El herido murió la noche de ese mismo día, profiriendo injurias y maldiciones. Miguel no podía, a tan larga distancia, conciliar el sueño y llamaba a voces los compañeros de alojamiento para salvarse de alucinaciones constantes. Yo contribuí a serenarlo y lo persuadí a esperar, sin temor, hasta la mañana.
Lo dejamos solo cuando empezaba a dormirse.
Volvimos a su presencia después de entrado el día. Lo encontramos ahogado por unas manos férreas, distintas de las suyas.
Carnaval
Una mujer de facciones imperfectas y de gesto apacible obsede mi pensamiento. Un pintor septentrional la habría situado en el curso de una escena familiar, para distraerse de su genio melancólico, asediado por figuras macabras.
Yo había llegado a la sala de la fiesta en compañía de amigos turbulentos, resueltos a desvanecer la sombra de mi tedio. Veníamos de un lance, donde ellos habían arriesgado la vida por mi causa.
Los enemigos travestidos nos rodearon súbitamente, después de cortarnos las avenidas. Admiramos el asalto bravo y obstinado, el puño firme de los espadachines. Multiplicaban, sin decir palabra, sus golpes mortales, evitando declararse por la voz. Se alejaron, rotos y mohínos, dejando el reguero de su sangre en la nieve del suelo.
Mis amigos, seducidos por el bullicio de la fiesta, me dejaron acostado sobre un diván. Pretendieron alentar mis fuerzas por medio de una poción estimulante. Ingerí una bebida malsana, un licor salobre y de verdes reflejos, el sedimento mismo de un mar gemebundo, frecuentado por los albatros.
Ellos se perdieron en el giro del baile.
Yo divisaba la misma figura de este momento. Sufría la pesadumbre del artista septentrional y notaba la presencia de la mujer de facciones imperfectas y de gesto apacible en una tregua de la danza de los muertos.
Hace muchos años murió en mi ciudad natal, Toluca, un poeta: José Alfredo Mondragón. Félix Suárez, amigo suyo, poeta también y editor, escribió un artículo en su memoria, entre varios otros homenajes que se le hicieron durante algunos años. Aquel texto no está en internet pero yo nunca olvidé una frase: al referirse al impacto de la muerte, Félix escribe de «la sensación de polvo entre los dientes».
Tiene razón. No es una idea totalmente nueva: su origen debe estar en la parte de J, el misterioso autor o autora primordial de buena parte del Pentateuco, en aquella frase gastada por el uso pero, en el fondo, aún poderosa como poesía: «Polvo eres, al polvo has de volver». Félix agrega a esa imagen clásica un poco de contexto: la mira desde otro sitio. Porque la muerte, cuando pasa cerca, también derriba a los vivos y, aunque no nos lleve con ella, de todos modos nos tira al suelo. Caemos, de bruces, al sitio de donde son nuestros cuerpos, y sentimos la tierra en nuestra boca.
En estos últimos días se han muerto tres poetas mexicanos y uno argentino pero avecindado aquí.
Los más conocidos son Juan Gelman y José Emilio Pacheco, de los que se escrito copiosamente por su fama y por lo que representaron –y tal vez sean de los últimos en poder representar– para miles, o incluso millones, de lectores de este país y de otros de Hispanoamérica; los otros dos son Marco Fonz y Sergio Loo, menos famosos pero no menos queridos por su gente y sus lectores ni menos empeñados en su propio trabajo. Un accidente casero, súbito, fue la causa de la muerte de Pacheco; Loo tenía cáncer desde tiempo atrás, al igual que Gelman, y Fonz se suicidó, por razones que no conozco y tal vez no se puedan ya recuperar.
Este país ha tenido muchas oportunidades, en los últimos años, de sentir el polvo entre los dientes. El sufrimiento de millones de personas que no han muerto, pero han visto la muerte, ha vuelto aún más monstruosa la hipocresía y la ceguera con la que el gobierno de Felipe Calderón declaró la «guerra contra el narco», en la década pasada, y más amenazadora la desintegración del Estado que comenzó entonces y sigue hasta hoy, a fuerza de corrupción y alevosía y mera estupidez de todos los que desean mandar –desde los gobiernos y desde fuera de ellos– sobre el territorio. Y también nuestros antepasados supieron –como saben todos los seres humanos, en realidad, aunque tal vez con más precisión que muchos– del peso de la muerte: de cómo pasa y nos tira al suelo. «El paisaje mexicano huele a sangre», dijo en 1915 (hace casi cien años) Eulalio Gutiérrez, general revolucionario y presidente de México por unos pocos meses, y la frase debe ser la justificación de su vida entera, por la fuerza que ha tenido tras su propia muerte y las veces incontables que se le ha repetido.
Así que una persona cínica podría sospechar que quiero terminar esta nota con un lamento por aquellos cuatro poetas muertos y oponerse a ello: podría decir que cuatro poetas no son sino cuatro individuos, cuatro más, y que no agregan prácticamente nada, por muy poetas que hayan sido, a la experiencia general ya vivida y a lo terrible del presente.
Pero no: lo que quiero decir aquí es que si bien estas cuatro muertes me afectan porque me son cercanas, sólo así puede un ser humano –sea quien sea– comenzar a aquilatar la gravedad de la Muerte, con mayúscula. No importa si la cercanía es poca, falsa –el afecto de un lector, digamos, que cree tener enfrente al escritor pero en realidad nunca lo conoce– o meramente gremial. Conocí fugazmente a Fonz, hablé un poco más con Loo y, aunque leí y disfruté sus libros, jamás con Gelman ni con Pacheco. Pero puedo imaginar lo que Laura Emilia, la hija de este último, está sintiendo en estos días, y no sólo porque a ella sí la conozco y la aprecio desde hace tiempo, sino porque lo he sentido yo, con la muerte de mis propios familiares. Y de esa misma manera puedo ver –percibir con toda la precisión que hace falta– lo que sienten quienes quisieron más a Loo y a Fonz y a Gelman. Me basta lo que les oigo o les leo decir. Porque soy tan humano como todos ellos.
Lo digo otra vez: sólo así podemos empezar a aquilatar la gravedad de la Muerte. Desde nuestra pequeñez humana y nuestra experiencia de individuos. Sumamos de a poco los momentos en que la hemos tenido cerca y luego tratamos de multiplicarlos por cien o por mil o por un millón. Casi nunca logramos ir tan lejos: las cantidades realmente grandes se convierten en abstracciones, como han observado los testigos y los historiadores de los genocidios. Pero lo intentamos, y así podemos empezar a ver el tamaño de cada pérdida y no sólo temer por nosotros mismos, que es de lo más humano también y de lo más justo, porque también vamos a morir; no sólo temer eso, digo, sino también temer por los demás: apreciar (aunque sea de ese modo negativo) la vida que persiste.
Ayer salí a conversar en una cafetería con amigos que no veía desde hace mucho tiempo. Había en esto una urgencia rara: todos nos esforzábamos por contar anécdotas divertidas, reír y no hablar mucho, o nada, del pasado común: por dar preferencia al presente. Al regreso, mi esposa me dijo –muy en serio, recordando un relato del accidente sufrido por Pacheco, y que podría sufrir cualquier otro ser humano– que debía tener más cuidado, pues suelo caminar distraídamente y ya he tenido caídas y tropezones. En ambos hechos rutinarios había la conciencia de algo espantoso pero también una esperanza ridícula, invencible.
Tomo, de la página de Facebook de Edgar Omar Avilés, este fragmento de una entrevista al poeta Leopoldo María Panero, recluido en el psiquiátrico de Las Palmas de Gran Canaria, España.
La situación descrita por Panero no es (se debe leer con atención) una fantasía ni un delirio. Y no se limita a su país.
¿Sigue pensando que la poesía demuestra que la locura existe?
LMP: Yo seré un monstruo, pero no estoy loco.
¿Por qué dice eso?
LMP: Porque me veo monstruoso. Aplasto los cigarrillos en el suelo, como si fueran niños.
¿Existe, pues, la locura?
LMP: La locura existe, no así su curación. Al contrario de lo que se piensa, lo malo es el consciente, no el inconsciente. Como decía Rousseau, el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo vuelve monstruoso.
Es muy crítico con la psiquiatría.
LMP: La psiquiatría es una estafa. La psiquiatría delira. Eso lo demostró perfectamente Foucault en su historia de la locura, que es un estudio metodológico de la psiquiatría como delirio. Los manicomios, las cárceles y los cuarteles son lugares de privación de la vida. Los manicomios son el Estado de no-derecho, por eso para mí salir de aquí cada día es como el descendimiento de la cruz. Por la noche vuelven a clavarme.
Pero podría marcharse si quisiera.
LMP: He pedido el alta mil veces. Yo no quiero estar aquí. Nadie se ahorca con sombrero, como decía Gérard de Nerval. Aquí odian el pensamiento, como en toda España. Por eso delirar y soñar es una defensa. Y por eso para «curarte» se empeñan en quitarte las fantasías.
(Me invitaron a participar en la presentación de las nuevas ediciones de la obra completa de Borges en el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México. En esa ocasión –el pasado primero de agosto– leí el texto que sigue.)
Debo haber tenido 12 ó 13 años cuando leí por primera vez a Borges. No lo estaba buscando y nadie me lo recomendó. Era una etapa rara en mi vida de lector: como ya estaba terminando los libros que había en casa de mi madre, compraba y leía cada mes la revista Ciencia y Desarrollo, que publicaba en México el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. No es que me interesara tanto la ciencia, sino que en ella, ocultos entre notas sobre experimentos y avances de la física o la astronomía, se publicaban cuentos de ciencia ficción: Isaac Asimov, Arthur C. Clarke y muchos otros por el estilo. De ellos, por un tiempo, me fascinaron a la vez sus mundos y su orden. La idea que parecían defender era la del cuento contemporáneo como sucursal de la divulgación científica, y las historias tenían siempre la misma anécdota: el planteamiento un problema en un entorno más o menos extraño pero no imposible, y su resolución por medios estrictamente racionales, siempre con largas explicaciones de por medio y conclusiones rigurosas y satisfactorias. Eran una imagen de la ficción como reafirmación de la realidad: una forma de insistir en que las certidumbres sobre la vida –las leyes naturales, las matemáticas, los «datos duros»– era suficientes.
Y entonces, en uno de los números de la revista, hallé «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», por Jorge Luis Borges.
Debo haber visto en la televisión los comerciales de la Biblioteca Personal Jorge Luis Borges, una colección que se vendía en los puestos de periódicos por aquellos años, pues ya podía visualizar la cara blanca del escritor argentino, su expresión, su mirada perdida. Pero nada más. Debo haberme sorprendido, tal vez, de verlo presentado como escritor de ciencia ficción, pues también suponía que ese tipo de historias no eran escritas por autores de lengua española.
Y entonces leí el cuento, que es uno de los más extraños y más complejos de su autor. No estaba preparado, por supuesto: sólo entendí una fracción de todo el caudal de información y referencias que Borges ofrece. Pero lo que entendí fue bastante, y luego he vuelto, muchas veces, al mundo de la historia: a sus pobladores, sus artefactos culturales, sus pesquisas de novela policiaca y su estructura intrincada y monumental. Antes de saber de la existencia de la literatura de consumo, de usar y tirar, ya tenía el mejor argumento contra ella: una narración que merecería muchas lecturas y que iba a ser la puerta de entrada a una obra inagotable.
Ahora bien, la primera vez que leí el cuento, lo que me sucedió fue similar a algo que ocurre en el propio cuento: el narrador encuentra el tomo 11 de la Enciclopedia de Tlön, la descripción cabal de un mundo inexistente, y siente «un vértigo asombrado y ligero». Luego se niega a describirlo, dice, «porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius». Yo también sentí un vértigo asombrado y ligero, pero mi historia con Tlön y Uqbar y Orbis Tertius tiene todo que ver con mis emociones. Qué inquietante encontrar una narración donde el problema –un mundo que se inserta en éste, que lo abruma y lo conquista y al final lo borra– no se resuelve en absoluto. Qué escandaloso asomarse la filosofía y la ciencia de Tlön y notar que no defienden el racionalismo y más bien se acercan al idealismo, a los modelos delirantes de los filósofos idealistas, y qué abrumador ver que todos en el cuento empiezan a creer que el mundo es así: que los objetos no siempre existen y que el acto de contar modifica la cantidad que se cuenta. Qué abrumador también darse cuenta de que una historia arbitraria puede modificar la percepción del mundo, la conciencia misma del mundo, y luego entender que Borges, al mostrar este triunfo de lo subjetivo, no reafirma la realidad del universo, sino que la demuele, la destruye sistemáticamente hasta que ya no quedan asideros ni tranquilidad posibles.
Qué desolador ver cómo el protagonista, quien es todo lo contrario de un héroe de ciencia ficción, mira cómo todo se cae a su alrededor y solamente atina a largarse: a «irse a Mérida», como se dice aquí, a escapar a algún lugar en donde pueda engañarse y creer que la catástrofe no lo alcanzará. Como a él, me di cuenta, a todos nos obsesiona nuestra propia realidad, la solidez y el sentido de nuestras existencias, y a la vez la vastedad del tiempo y la del mundo nos afantasman: nos reducen y nos vuelven pequeños, irreales.
Pensándolo bien, ese cuento disolvente y subversivo no tenía nada que hacer en la revista Ciencia y Desarrollo, y ahora creo que su publicación debe haber sido obra de un terrorista, de un daimon o de un nahual, para sembrar sus ideas infecciosas en las mentes impresionables de adolescentes como el que era yo. O tal vez sólo en mi propia mente: tal vez era un regalo, o una maldición, explícita, intransferible, porque no he sabido de ningún caso similar. A mí, la lectura de ese cuento en esa revista en ese momento de la vida me convenció del poder infinito de la imaginación, y también de que la literatura podía ser mucho más: más que cualquier historia que hubiera leído hasta aquel momento. Ya inventaba cuentos y ya quería ser escritor, pero entonces lo supe con claridad, como nunca antes. Y entonces entendí, también clarísimamente, que iba a ser muy difícil: que cada obra hecha posible por un gran autor es una inspiración y un estímulo, pero también un desafío. Y que nada iba a tener sentido si el escribir no ofrecía algún estremecimiento como el que yo había experimentado: si no daba algún recordatorio de lo humano en el mundo o por lo menos de lo humano en el lector.
Ésta es una lección difícil de asimilar a cualquier edad y a mí me tocó lidiar con ella entonces. Cuando entendí, cuando empecé a entender, ya era otro. Esto le debo a Borges.
Con el tiempo, algo más que empecé a deberle fue la avidez de la lectura: Borges encontró en mundo entero en las páginas de lo escrito, como sabemos, y con su guía visité a muchos autores y obras más allá de mi experiencia previa, y luego hasta de Borges mismo. Y en esos otros he encontrado distintas revelaciones. Pero siempre regreso a esos cuentos, poemas y ensayos. Ya he dicho que Borges es inagotable: he leído su obra entera, he leído su obra en colaboración, he visitado a sus biógrafos y sus amigos, y en el mapa del mundo he ido hasta su casa: cuando por fin pudimos viajar a Buenos Aires, hace algunos años, mi futura esposa y yo vagábamos sin rumbo y encontramos la calle Maipú y en ella el último edificio en el que Borges vivió antes de partir a Suiza. Me quedé ante la puerta, leí la placa conmemorativa, mi futura esposa me tomó la foto. Luego, en cuanto pude, abrí la otra puerta, la que siempre podría abrir, y que era uno de sus libros: el primer tomo de una edición de sus Obras completas, que me acababa de conseguir sin mirar el precio.
Me atrevo a contar todo esto porque estas palabras se titulan “Una presencia”: son el caso de un individuo. Por otra parte, sé que no estoy solo en esto: que muchos lectores, al menos desde mediados del siglo XX, se han encontrado en las palabras de Jorge Luis Borges y en ella se han emocionado, se han intrigado, se han sentido en contacto con eso otro: con la belleza que toca la verdad, como se decía en otro tiempo, y también con la maravilla de una mente singular, que sigue dando cuerpo y sentido a mucho de lo que nos sucede en el mundo. Esos otros a los que me parezco, y que han recibido a Borges gracias a sus propios daimones y nahuales, no disminuyen: constantemente alguien encuentra a Borges en un libro nuevo, en una biblioteca, en una hoja fotocopiada o una pantalla: lo buscan donde pueden y el encontrarlo es siempre una conmoción. Por esto hay que celebrar cada reedición de su trabajo: cada nueva oportunidad que tiene su obra de encender a alguien más y revelarle un aspecto nuevo de su propia humanidad.
(Luego seguí con parte de la historia de cómo aquella futura esposa es ahora mi esposa, y lo que tuvo que ver en ese proceso un poema de Borges. Pero esa historia me la guardo. Un día que usted me encuentre, lector o lectora, se la contaré.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
No es tan inusual que un escritor escriba sobre otros escritores, pero el cuento de este mes es una rareza: una narración que Robert Louis Stevenson (1850-1894), famoso por las novelas La isla del tesoro y El extraño caso del Dr. Jekyll y el Sr. Hyde, escribió imaginando un episodio de la vida de François Villon (1431-?), poeta francés que ha pasado a la historia como creador genial y maldito, precursor de todos los que han venido después en su propia tradición y en el resto de occidente.
Este cuento fue traducido por Antonio Bonano y publicado en una edición de Las nuevas mil y una noches de Stevenson (Centro Editor de América Latina, 1979). La última fecha conocida de la biografía de Villon es 1463, cuando una sentencia de muerte en su contra fue conmutada por exilio de la ciudad de París, y por lo tanto la fecha propuesta por Stevenson es pura especulación. Al final del texto viene un poco más de Villon.
UN ALOJAMIENTO PARA LA NOCHE
Robert Louis Stevenson Una historia de François Villon, 1431-1495?
Era a fines de noviembre de 1456. La nieve caía sobre París con persistencia rigurosa, implacable; a veces soplaba el viento y la dispersaba en remolinos voladores; a veces se producía un rato de calma y copo tras copo descendía del aire negro de la noche, silencioso, tortuoso, interminable. A la gente pobre, que miraba hacia arriba bajo cejas húmedas, le parecía un misterio de dónde podía caer todo eso. El maestro François Villon había propuesto una alternativa aquella tarde, ante la ventana de una taberna: ¿era sólo el pagano Júpiter que desplumaba gansos en el Olimpo? ¿O eran los ángeles santos que cambiaban de pluma? Él era sólo un pobre maestro de artes, agregó; y como la cuestión de alguna manera se relacionaba con la divinidad, no se aventuraba a llegar a una conclusión. Un tonto sacerdote viejo de Montargis, que estaba entre los presentes, invitó al joven bribón con una botella de vino en honor de las bromas y los gestos con que había acompañado sus palabras, y juró por su propia barba blanca que él había sido otro pícaro irreverente a la edad de Villon.
El aire era crudo y cortante, pero no muy por debajo del punto de congelación; y los copos eran grandes, húmedos y adhesivos. Toda la ciudad estaba recubierta. Todo un ejército hubiera podido marchar de un extremo al otro sin que una sola pisada diera la alarma. Si había algunos pájaros demorados en el cielo, veían la isla como un gran parche blanco, y los puentes como delgadas fajas blancas sobre el negro fondo del río. Muy alto arriba, la nieve se asentaba entre la tracería de las torres de la catedral. Más de un nicho se había llenado; más de una estatua lucía un alto sombrero blanco sobre su cabeza grotesca o de santo. Las gárgolas se habían transformado en grandes narices falsas, caídas hacia la punta. Los adornos en forma de hojas eran como almohadas puestas en posición vertical e hinchadas de un lado. En los intervalos del viento, había un sordo sonido de gotas que caían alrededor del ámbito del templo.
El cementerio de San Juan había tomado su propia .porción de la nieve. Todas las tumbas estaban decentemente cubiertas; alrededor se erigían los techos altos y blancos de las casas en serio orden; los ciudadanos dignos hacía rato que estaban en la cama, cubierta la cabeza con el gorro de dormir, como sus domicilios; no había ninguna luz en toda la vecindad salvo la débil lucecita de una lámpara que pendía balanceándose del coro de la iglesia, y arrojaba las sombras de un lado para el otro al ritmo de sus oscilaciones. El reloj señalaba las diez cuando pasó la patrulla con alabardas y un farol, golpeando sus manos; no vieron nada sospechoso alrededor del cementerio de San Juan.
Sin embargo había una pequeña casa, apoyada contra la pared del cementerio, que aún estaba despierta, y despierta para un mal propósito, en aquel distrito de ronquidos. No había mucho que la delatara por afuera; solo un hilo de cálido vapor que salía de la parte superior de la chimenea, un rectángulo donde la nieve se derretía en el techo y unas pocas huellas de pisadas casi borradas en la puerta. Pero dentro, detrás de las ventanas con persianas, François Villon el poeta y algunos de los amigos ladrones con los que se relacionaba estaban pasando la velada con una botella que iba de mano en mano.
Una gran pila de brasas encendidas enviaba un resplandor rojizo fuerte desde la arqueada chimenea. Ante el fuego estaba sentado a horcajadas Dom Nicolas, el monje de Picardía, con sus faldas levantadas y sus gruesas piernas desnudas a la agradable calidez. Su sombra agrandada cortaba en dos la habitación; y la luz del fuego solo escapaba a cada lado de su ancha persona, y en una pequeña charca entre sus pies separados. Su rostro mostraba el aspecto rojizo del bebedor; estaba cubierto por una red de venas congestionadas, púrpura en circunstancias normales, pero ahora de un violeta pálido, porque aun de espaldas al fuego, el frío lo atacaba por el otro lado. Su capucha había caído hacia atrás y formaba una extraña excrecencia a cada lado de su cuello de toro. Así que estaba sentado a horcajadas, gruñendo, y cortaba en dos el cuarto con la sombra de su corpulenta figura.
A la derecha, Villon y Guy Tabary estaban muy juntos frente a un trozo de pergamino; Villon componía una balada a la que llamaría la “Balada del pez asado», y Tabary le farfullaba su admiración junto al hombro. El poeta era un individuo andrajoso, moreno, pequeño y delgado, de mejillas hundidas y delgados rizos negros. Llevaba sus veinticuatro años con febril animación. La avidez le había hecho pliegues alrededor de los ojos, las malas sonrisas le habían arrugado la boca. El lobo y el cerdo se combatían mutuamente en su rostro. Era un semblante elocuente, demarcado, feo, mundano. Sus manos eran pequeñas y prensiles, de dedos anudados como una cuerda, y las hacía revolotear continuamente ante sí en violenta y expresiva pantomima. En cuanto a Tabary, una imbecilidad ancha, complaciente y admirada parecía fluir de su nariz aplastada y sus labios babosos, se había convertido en un ladrón así como hubiera podido convertirse en el más decente de los burgueses, por el imperioso azar que rige la vida de los bobos y los necios.
Del otro lado del monje, Montigny y Thevenin Pensete estaban dedicados a un juego de azar. Rodeaba al primero cierta aura de buen nacimiento y de educación, como alrededor de un ángel caído; había algo alargado, flexible y elegante en su personaje; había algo aquilino y sombrío en el rostro. Thevenin, pobre alma, estaba muy alegre; había dado un buen golpe de bellaquería aquella tarde en el Faubourg St. Jacques, y toda la noche le había estado ganando a Montigny. Una chata sonrisa le iluminaba el rostro; la cabeza calva lucía rosada con una guirnalda de rizos rojos; el pequeño estómago protuberante se sacudía por las carcajadas silenciosas mientras él barría con lo que iba ganando.
–¿Doblas o te retiras? –preguntó Thevenin.
Montigny asintió torvamente con la cabeza.
–«Algunos pueden preferir comer con gran pompa» –escribió Villon–. «Pan y queso en cubierto de plata». O… o… ¡ayúdame, Guido!
Tabary emitió una risita.
–«O perejil en un cubierto dorado» –garabateó el poeta.
Afuera el viento se tornaba más frío; iba empujando la nieve y a veces levantaba la voz en un grito victorioso y producía quejidos sepulcrales en la chimenea. El frío se tornaba más intenso con el transcurso de la velada. Villon, frunciendo los labios, imitó el sonido del viento con algo entre un silbido y un gruñido. Ese era un talento muy pavoroso y desagradable del poeta que causaba profundo disgusto en el monje de Picardía.
–¿No escuchan el rechinar en la horca? –preguntó Villon–. Están todos danzando la jiga del demonio sobre la nada, allá arriba. ¡Pueden danzar, mis valientes, pero no lograrán calentarse! ¡Sopla! ¡Qué ráfaga! ¡Acaba de caer alguien! Un níspero menos en el árbol de nísperos de tres pies. Digo yo, Dom Nicolas, ¿hará frío esta noche en el camino de St. Denis? –preguntó.
Dom Nicolas guiñó sus dos ojos grandes y pareció ahogarse con su nuez de Adán. Montfaucon, el cadalso grande y horrible de París, estaba junto al camino de St. Denis y la broma lo conmovió en lo más íntimo. En cuanto a Tabary, él se rió inmoderadamente por lo de los nísperos; nunca había oído nada más divertido, y se tomó de los costados y aplaudió. Villon le tiró un capirotazo en la nariz que convirtió su júbilo en un ataque de tos.
–Oh, acaba ya y piensa en rimas para «pez» –dijo Villon.
–¿El doble o te retiras? –dijo Montigny tenazmente.
–De todo corazón –replicó Thevenin.
–¿Queda algo en esa botella? –preguntó el monje.
–Abre otra –dijo Villon–. ¿Cómo esperas llenar ese gran tonel que es tu cuerpo con cosas pequeñas como botellas? ¿Y cómo esperas llegar al cielo? ¿Cuántos ángeles imaginas que se pueden enviar para que lleven arriba un solo monje de Picardía? ¿O te crees otro Elías… que enviarán un coche por ti?
—Hominibus impossibile –replicó el monje mientras llenaba su vaso.
Tabary estaba en éxtasis.
Villon le lanzó otro capirotazo a la nariz.
–Ríete de mis bromas, si quieres –dijo.
–Fue muy bueno –objetó Tabary.
Villon le hizo un gesto.
–Piensa en rimas para «pez» –dijo–. ¿Qué tienes que ver tú con el latín? Desearás no saber una palabra el día del gran juicio, cuando el diablo llame a Guido Tabary, clericus… el demonio con la joroba y las uñas rojas. Hablando del diablo –agregó en un susurro–, ¡mira a Montigny!
Los tres miraron disimuladamente al jugador. Este no parecía estar gozando de su suerte. Había llevado la boca un tanto hacia un lado; una ventana de la nariz la tenía casi cerrada y la otra muy inflada. Tenía el perro negro sobre las espaldas, según dice la gente en la espantosa metáfora del cuarto de los niños; y jadeaba bajo la molesta carga.
–Da la impresión de que sería capaz de acuchillarlo –susurró Tabary con ojos redondos.
El monje se estremeció; volvió el rostro y tendió las manos abiertas hacia las brasas rojas. Era el frío lo que afectaba así a Dom Nicolas, no ningún exceso de sensibilidad moral.
–Veamos ahora –dijo Villon–, esta balada. ¿Cómo va hasta ahora? –Y marcando el tiempo con la mano, se la leyó en voz alta a Tabary.
Fueron interrumpidos en el tercer verso por un movimiento breve y fatal entre los jugadores. La mano acababa de concluirse y Thevenin abría la boca para anunciar otra victoria cuando Montigny dio un salto, rápido como una serpiente, y lo hirió de una puñalada en el corazón. La puñalada tuvo efecto antes de que Thevenin tuviera tiempo de emitir un grito, antes de que pudiera moverse. Uno o dos temblores sacudieron su cuerpo; sus manos se abrieron y se cerraron, sus tacones resonaron sobre el piso; entonces la cabeza cayó hacia atrás sobre un hombro con los ojos muy abiertos; y el espíritu de Thevenin Pensete había vuelto a Aquel que lo había hecho.
Todos se pusieron de pie de un salto; pero el asunto estuvo concluido en un instante. Los cuatro individuos vivos se miraron unos a otros con expresión aterrada; el muerto contemplaba un ángulo del techo con una singular y fea mirada socarrona.
–¡Mi Dios! –exclamó Tabary, y comenzó a rezar en latín.
Villon estalló en una risa histérica. Se adelantó un paso, le hizo una ridícula reverencia a Thevenin y rió aun más fuerte. De pronto se sentó en un banco y siguió riéndose amargamente como si fuera a deshacerse a fuerza de sacudidas.
–Montigny fue el primero en recuperar la compostura.
–Veamos que tiene encima –observó; y revisó los bolsillos del muerto con mano experimentada, repartiendo el dinero en cuatro porciones iguales sobre la mesa–. Aquí tienen –dijo.
El monje recibió su parte con un suspiro profundo y una única mirada furtiva al muerto Thevenin, que comenzaba a hundirse sobre sí mismo y a caerse de costado de la silla.
–Estamos todos en peligro por esto –gritó Villon, tragándose su júbilo–. Significa la horca para cada uno de los que estamos acá… para no hablar de los que no están–. Hizo un gesto espantoso en el aire con su mano derecha levantada, y sacó la lengua y arrojó la cabeza a un lado, como para simular el aspecto de alguien que ha sido ahorcado. Luego guardó en el bolsillo su parte del botín y movió los pies como si deseara restablecer la circulación.
Tabary fue el último en servirse; se precipitó sobre el dinero y se retiró al otro extremo del cuarto.
Montigny enderezó a Thevenin sobre la silla y retiró la daga, que fue seguida por un chorro de sangre.
–A ustedes les convendría ponerse en marcha –dijo mientras secaba la hoja en el jubón de su víctima.
–Creo que sería mejor –replicó Villon, respirando con dificultad–. ¡Maldita sea su gruesa cabeza! –estalló–. Se me pega en la garganta como una flema. ¿Qué derecho tiene un hombre de tener pelo rojo cuando está muerto? –y volvió a dejarse caer en el banco y se cubrió la cara con las manos.
Montigny y Dom Nicolas rieron fuerte y aun Tabary los acompañó débilmente.
–Llora, niño –dijo el monje.
–Siempre dije que él era una mujer –agregó Montigny con desdén–. Enderézate, ¿quieres? –agregó, aplicándole un empellón al cuerpo asesinado–. ¡Apaga ese fuego, Nick!
Pero Nick estaba ocupado en algo más importante; silenciosamente estaba tomando la bolsa del poeta, quien se hallaba sentado flojo y tembloroso en el banco donde había estado componiendo su balada menos de tres minutos antes. Montigny y Tabary exigieron en silencio una parte del botín, que el monje prometió sin hablar mientras guardaba la bolsita en la pechera de su hábito. En muchos sentidos, una naturaleza artística inhabilita a un hombre para la existencia práctica.
En cuanto se hubo consumado el robo, Villon se sacudió, se puso de pie de un salto y comenzó a ayudar a dispersar y apagar las brasas. Entretanto, Montigny abría la puerta y atisbaba cautamente hacia la calle. La costa estaba despejada; no había ninguna patrulla molesta a la vista. Sin embargo, se juzgó prudente que saliera cada uno por separado; y como Villon mismo tenía mucha prisa por escapar de la proximidad del muerto Thevenin, y el resto tenía una prisa aun mayor por liberarse de él antes de que descubriera la desaparición de su dinero, por consenso general fue el primero en salir a la calle.
El viento había triunfado: había barrido todas las nubes del cielo. Sólo unos pocos vapores, tan débiles como la luz de la luna, corrían rápidamente a través de las estrellas. El frío era muy intenso; y por un efecto óptico común, las cosas parecían casi más definidas que en la plena luz del día. La ciudad dormida estaba absolutamente quieta; un grupo de capuchas blancas, un campo lleno de pequeños Alpes debajo de las estrellas titilantes. Villon maldijo su suerte. ¡Ojalá estuviera aún nevando! Ahora, dondequiera que fuese, dejaba un rastro indeleble detrás de sí en las calles relucientes; dondequiera que fuese, seguía vinculado a la casa próxima al cementerio de San Juan; dondequiera que fuese debía tejer, con sus propios pies, la cuerda que lo ataba al crimen y lo ataría a la horca. La mirada socarrona del hombre muerto volvió a él con un nuevo significado. Hizo chasquear los dedos como para darse ánimo y eligiendo una calle al azar, avanzó decididamente sobre la nieve.
Dos cosas lo preocupaban mientras caminaban; una, el aspecto de la horca en Montfaucon en esa fase ventosa y brillante de la existencia de la noche; la otra, la mirada del hombre muerto con la cabeza calva y la guirnalda de rizos rojos. Ambas le hacían estremecer el corazón, y fue apresurando más y más sus pasos como si pudiera huir de pensamientos desagradables por la mera rapidez de su marcha. A veces miraba hacia atrás por encima del hombro con un repentino movimiento nervioso; pero él era lo único que se movía en las calles blancas, salvo cuando el viento se precipitaba alrededor de una esquina y lanzaba hacia arriba la nieve, que estaba comenzando a congelarse, en chorros de polvo brillante.
De repente vio, a una buena distancia al frente, un bulto negro y un par de faroles. El bulto estaba en movimiento y los faroles se movían como transportados por hombres que caminaban. Era una patrulla. Y aunque solo cruzaba la línea por la que él marchaba, juzgó más prudente salir de la vista tan rápidamente como fuera posible. No estaba de humor para desafíos, y tenía conciencia de que iba formando una marca conspicua en la nieve. A su izquierda se hallaba un gran hotel, con algunas torrecillas y un gran pórtico ante la puerta; estaba medio ruinoso, recordaba, y .hacía tiempo que había sido desocupado; así que subió tres escalones y saltó al abrigo del pórtico. Estaba muy obscuro allí dentro, después del resplandor de las calles nevadas, y se adelantaba a tientas con los brazos extendidos cuando dio contra una substancia que ofreció una mezcla indescriptible de resistencias: dura y suave, firme y floja. El corazón le dio un sobresalto y retrocedió dos pasos de un brinco mientras clavaba la vista horrorizado en el obstáculo. Entonces lanzó una pequeña risa de alivio. Era sólo una mujer, y estaba muerta. Se arrodilló al lado para cerciorarse de ese último punto. Estaba fría como un témpano y rígida como un palo. Una prenda firme en harapos flameaba al viento alrededor del pelo de la mujer, cuyas mejillas habían sido pintadas en exceso esa misma tarde. Llevaba los bolsillos vacíos, pero en la media, debajo de la liga, Villon encontró dos pequeñas monedas de las llamadas «blancas». Era bastante poco, pero siempre era algo; y el poeta se sintió profundamente conmovido por el hecho de que la mujer hubiera muerto antes de haber gastado su dinero. Eso le pareció un misterio obscuro y lamentable; y miraba de las monedas que tenía en la mano a la mujer muerta, y luego otra vez las monedas, sacudiendo la cabeza ante la charada de la vida humana. Enrique V de Inglaterra, muerto en Vincennes poco después de haber conquistado Francia, y esa mujerzuela eliminada por una corriente fría en el pórtico de un gran hombre, antes de que pudiera gastar su par de blancas… le parecía un modo cruel de llevar al mundo. Dos blancas hubiesen requerido tan poco tiempo para dilapidarlas; y sin embargo hubiera significado un buen gusto más en la boca, el rechuparse los labios una vez más, antes de que el diablo se adueñara del alma y que el cuerpo quedara a merced de los pájaros y los gusanos. Pensó que le gustaría usar todo su sebo antes de que le soplaran la luz y le rompieran el farol.
Mientras esos pensamientos pasaban por su mente, buscaba casi mecánicamente su bolsa. De pronto, su corazón dejó de latir; una sensación de frío le recorrió la parte posterior de las piernas y le pareció que le caía un golpe frío sobre la cabeza. Se quedó petrificado por un momento; luego volvió a buscar con un febril movimiento; entonces comprendió su pérdida y de inmediato quedó bañado en transpiración. ¡Para los pródigos el dinero es tan vivo y real, es un velo tan sutil que se interpone entre ellos y sus placeres! Existe solo un límite para su fortuna… el del tiempo; y un pródigo con solo unas pocas coronas es el emperador de Roma hasta que las gasta. Perder el dinero para tal persona significa el revés más espantoso, caer del cielo al infierno, de todo a nada, en un instante. Y mucho más si por ese dinero ha puesto la cabeza en la cuerda de la horca, si puede ser colgado mañana por esa misma bolsa, ¡tan costosamente adquirida, tan estúpidamente perdida! Villon se quedó donde estaba y comenzó a maldecir; arrojó las dos blancas a la calle; sacudió el puño en dirección al cielo; pateó y no se horrorizó al descubrir que estaba pisoteando el pobre cadáver. Entonces comenzó a caminar rápidamente en dirección a la casa junto al cementerio. Había olvidado todo temor por la patrulla, que de cualquier modo hacía rato que había desaparecido, y no podía pensar en otra cosa que no fuera su bolsa perdida. Fue en vano que mirara a derecha e izquierda sobre la nieve: no se veía nada. No la había dejado caer en la calle. ¿Se habría caído en la casa? Le hubiese gustado mucho entrar y ver; pero la idea del horrible ocupante lo desalentó. Al acercarse vio, además, que los esfuerzos de todos por apagar el fuego no habían tenido éxito; por el contrario, éste se había avivado y una luz cambiante jugaba en los intersticios de puerta y ventana, y revivió el terror de Villon por las autoridades y el patíbulo de París.
Volvió al hotel del pórtico y buscó en la nieve las .monedas que había arrojado en su infantil explosión.
Pero sólo pudo hallar una blanca; la otra probablemente hubiera caído de costado y se hubiese hundido. Con una sola moneda en el bolsillo, todos sus proyectos de una noche de libaciones en alguna taberna alborotada se desvanecieron por completo. y no fue sólo el placer que huyó riendo de entre sus dedos; un definido disgusto, un definido dolor lo atacaron mientras estaba de pie, apesadumbrado, ante el pórtico. La transpiración se había secado sobre su cuerpo; y aunque el viento había cesado, una escarcha helada se tornaba más intensa con cada hora, y él se sentía entumecido y descompuesto en su corazón. ¿Qué se podía hacer? Por tarde que fuese, por improbable que fuera su éxito, intentaría la casa de su padre adoptivo, el capellán de St. Benoit.
Corrió todo el camino hasta allá y golpeó tímidamente. No hubo respuesta. Golpeó una y otra vez, tomando aliento con cada golpe; al fin se oyeron pasos que se acercaban desde dentro. Se abrió un portillo en la puerta con tachas de hierro, que emitió un haz de luz amarilla.
–Acerque el rostro al portillo –dijo el capellán desde dentro.
–Soy sólo yo –dijo lloriqueando Villon.
–Oh, sólo tú, ¿eh? –replicó el capellán; y lo maldijo con soeces expresiones indignas de un sacerdote por molestarlo a tal hora, y le dijo que se fuera al infierno, de donde venía.
–Tengo las manos azules hasta la muñeca –rogó ViIlon–; mis pies están muertos y llenos de punzadas; la nariz me duele con el aire tan cortante; el frío se ha asentado en mi corazón. Puedo estar muerto antes de que amanezca. ¡Solo esta vez, padre, y por Dios que no volveré a molestarte!
–Debiste volver más temprano –dijo fríamente el eclesiástico–. Los jóvenes necesitan una lección de tanto en tanto –cerró el portillo y se retiró lentamente al interior de la casa.
Villon estaba fuera de sí; golpeó la puerta con manos y pies y le gritó roncamente al capellán.
–¡Viejo zorro agusanado! –le gritó–. Si pudiera echarte mano, te metería volando de cabeza en el pozo sin fondo.
Una puerta se cerró en la casa con sonido apenas audible para el poeta. Se pasó la mano sobre la boca con un juramento. Y entonces tomó conciencia del humor de la situación, y rió y miró alegremente al cielo, donde las estrellas parecían titilar ante su derrota.
¿Qué se podía hacer? Parecía que debería pasar la noche en las calles escarchadas. La idea de la mujer muerta apareció en su mente y le dio un sincero susto; ¡lo que le había ocurrido a ella al comienzo de la noche podía muy bien ocurrirle a él antes de la mañana! ¡Y él era tan joven! ¡Y con tan inmensas posibilidades de desordenada diversión por delante! Se sintió muy triste ante esa idea de su propio destino, como si hubiera sido el de otro, y se representó una pequeña viñeta de la escena por la mañana, cuando descubrieran su cuerpo.
Pasó revista a todas sus probabilidades mientras hacía girar la moneda entre el pulgar y el índice. Lamentablemente estaba enemistado con algunos viejos amigos que una vez se hubiesen apiadado de él en tan triste situación. Los había satirizado en sus versos, los había golpeado y engañado; y sin embargo ahora, cuando estaba en un apuro tan grande, pensó que habría al menos uno que tal vez podría ceder. Era una probabilidad. Valía la pena intentarlo al menos, por lo que iría y vería.
Durante el camino le ocurrieron dos pequeños accidentes que colorearon sus cavilaciones de manera muy diferente. Porque, primero, dio con las huellas de una patrulla, y las siguió por unos cien metros aunque lo apartaban de su dirección; al menos había confundido su propia huella, ya que aún lo perseguía la idea de que lo rastrearían por todo París sobre la nieve y lo apresarían a la mañana siguiente antes de que despertara. El otro asunto lo afectó de manera diferente.
Pasó por la esquina de una calle donde no mucho antes una mujer y su hijo habían sido devorados por lobos. Esa era la clase de tiempo, pensó, en que a los lobos podía ocurrírseles volver a entrar en París; y un hombre solo en esas calles desiertas podía correr el riesgo de algo peor que un mero susto. Se detuvo y miró el lugar con desagradable interés: era un punto donde varias callejas se cruzaban; y las miró una por una, y contuvo el aliento para escuchar, por si detectaba objetos negros que galoparan sobre la nieve o si escuchaba aullidos entre él y el río. Recordaba a su madre que le contaba la historia y le señalaba el lugar cuando él era aún un niño. ¡Su madre! Si hubiese sabido donde vivía ella, al menos se hubiera podido asegurar un refugio. Decidió que lo averiguaría por la mañana; más aún iría a verla, ¡pobre vieja! Pensaba en eso cuando llegó a su destino: su última esperanza de la. noche.
La casa estaba totalmente obscura, como las vecinas; sin embargo, después de unos pocos golpecitos, oyó un movimiento arriba, una puerta que se abría y una voz cauta que preguntaba quién era. El poeta dio su nombre con un susurro alto y esperó, no sin cierta inquietud, el resultado. No tuvo que esperar mucho. Se abrió de repente una ventana y un cubo de agua sucia se derramó sobre el umbral. Villon no había dejado de prepararse para algo por el estilo, y se había puesto al resguardo como lo permitía la naturaleza del portico; pero a pesar de todo, quedó deplorablemente empapado de la cintura hacia abajo. Sus calzas comenzaron a enfriarse casi de inmediato. La muerte por frío y falta de abrigo era lo que lo aguardaba; recordó que era de tendencia tísica y comenzó a toser tentativamente. Pero la gravedad del peligro serenó sus nervios. Se detuvo a unos cien metros de la puerta en que tan mal había sido tratado y reflexionó poniéndose un dedo sobre la nariz. Sólo podía pensar en una manera de obtener alojamiento, y era tomarlo. Había notado una casa no muy lejos de ahí que daba la impresión de ser fácilmente accesible, y hacia ella comenzó a caminar en seguida, entreteniéndose con la idea de un cuarto aún caliente, con una mesa en la que aún quedaban los restos de la cena, donde podría pasar resto de las horas obscuras y del que saldría por la mañana con un montón de valiosos cubiertos. Incluso consideró qué viandas y qué vinos preferiría; y mientras pasaba lista de sus platos dilectos, se le presentó a la mente el pez asado con una extraña mezcla de diversión y de horror.
“Nunca concluiré esa balada», pensó; y luego, con otro estremecimiento:
–¡Oh, maldita sea su gorda cabeza! –exclamó, y escupió sobre la nieve.
La casa en cuestión pareció obscura al principio; pero cuando Villon hizo su inspección preliminar en busca del punto más práctico de ataque, una pequeña línea de luz llamó su atención desde detrás de la cortina de una ventana.
«Demonios», pensó. «¡Gente despierta! ¡Algún estudiante o algún santo, maldito sea! ¿No pueden emborracharse y tenderse a roncar como sus vecinos? ¿De qué sirve el toque de queda, y los pobres diablos campaneros que saltan del extremo de una cuerda en los campanarios? ¿De qué sirve el día, si la gente se queda sentada toda la noche? ¡Cólicos para ellos!» Sonrió al ver dónde lo estaba llevando su lógica. «Cada cual a lo suyo, después de todo», pensó, «y si están despiertos, por el Señor, puedo conseguir una cena honestamente por esta vez, y engañar al diablo».
Fue decididamente hacia la puerta y golpeó con mano segura. En ambas ocasiones previas había golpeado tímidamente y con cierto temor de llamar la atención; pero ahora, cuando acababa de descartar el pensamiento de una entrada ilegal, golpear a una puerta le parecía un procedimiento sumamente simple e inocente. El sonido de sus golpes resonó en la casa con débiles y fantasmales reverberaciones, como si ésta estuviera vacía; pero apenas acababa el sonido de los golpes cuando se acercó un paso medido, descorrieron un par de cerrojos y una de las hojas de la puerta se abrió ampliamente, como si ningún engaño ni temor de engaño fuera conocido por aquellos que estaban dentro. La figura alta de un hombre, musculoso y enjuto, pero un tanto encorvado, enfrentó a Villon. La cabeza era grande pero finamente esculpida; la nariz era ancha en la parte inferior, pero se iba afinando hacia arriba hasta donde se unía con un par de fuertes y honestas cejas; boca y ojos se veían rodeados de delicadas marcas y todo el rostro se basaba sobre una espesa barba blanca, bien recortada. Vista a la luz de una vacilante lámpara de mano, parecía tal vez más noble de cuanto le correspondía; pero era un bello rostro, honorable más que inteligente, fuerte, simple y recto.
–Golpea usted tarde, señor –dijo el anciano en resonante tono cortés.
Villon se encogió y pronunció muchas palabras serviles de disculpa; en una crisis de esa índole, el mendigo se imponía en él y el hombre de genio ocultaba la cabeza, confundido.
–¿Tiene frío –repitió el anciano– y hambre? Bien, pase –y lo hizo entrar a la casa con un gesto bastante noble.
“Algún gran señor», pensó Villon mientras su anfitrión, colocando la lámpara sobre las baldosas de la entrada, volvía a correr los cerrojos.
–Me perdonará que pase primero –dijo una vez que hubo cerrado; y precedió al poeta escaleras arriba hasta una gran habitación, calentada con un cuenco de carbón e iluminada por una gran lámpara que pendía del techo. Estaba muy escasamente amoblada: sólo algunos platos de oro en un aparador, algunos folios y una armadura entre las ventanas. Algunos hermosos tapices colgaban de las paredes, uno de los cuales representaba la crucifixión de nuestro Señor, y otro una escena de pastores y pastoras junto a un río. Sobre la chimenea había un escudo de armas.
–¿Quiere sentarse –dijo el anciano– y perdonarme si lo dejo? Estoy solo en mi casa esta noche, y si usted va a comer, debo procurarle la comida yo mismo.
En cuanto su anfitrión se hubo marchado, Villon saltó de la silla en la que acababa de sentarse y comenzó a examinar el salón con la cautela y el entusiasmo de un gato. Sopesó en la mano los frascos de oro, abrió todos los folios, e investigó las armas del escudo y el relleno de las sillas. Levantó las cortinas de las ventanas y vio que éstas se hallaban formadas por vitrales en los que aparecían figuras que, por lo que alcanzaba a ver, eran de tema marcial. Entonces se detuvo en el centro de la habitación, inhaló profundamente y reteniendo el aire con las mejillas infladas, miró y miró a su alrededor, volviéndose sobre sus talones, como si deseara imprimir cada detalle de la sala en su memoria.
–Siete platos –dijo–. Si hubiera habido diez, me hubiera arriesgado. Una bella casa, y un amo anciano y fino, así que será mejor que me protejan todos los santos.
En ese momento oyó el paso del anciano que regresaba por el corredor y volvió en puntas de pie a su silla y comenzó a calentar humildemente sus piernas mojadas ante el carbón.
Su anfitrión llevaba un plato de carne en una mano y una jarra de vino en la otra. Puso el plato sobre la mesa y le indicó a Villon con un gesto que acercara su silla;. luego fue hacia el trinchante, llevó dos copas a la mesa y las llenó.
–Bebo por su mejor fortuna –dijo, tocando gravemente la copa de Villon con la suya.
–Por nuestro mejor conocimiento –dijo el poeta, animándose. Un mero hombre del pueblo se hubiese sentido cohibido por la cortesía del anciano señor, pero Villon estaba templado en ese asunto; ya había divertido a grandes señores antes de ahora, y había descubierto que eran tan bribones como él. Se dedicó a las .viandas con voraz satisfacción mientras el anciano, con el torso inclinado hacia atrás, lo observaba con ojos fijos y curiosos.
–Tiene sangre en el hombro –dijo.
Montigny le debía haber apoyado la mano húmeda cuando salió de la casa. Maldijo a Montigny íntimamente.
–No es sangre mía –balbuceó.
–No había supuesto eso –replicó el anfitrión serenamente–. ¿ Una pelea?
.–Bueno, algo por el estilo –admitió Villon con una vibración en la voz.
–¿Tal vez algún individuo asesinado?
–Oh, no, no asesinado –replicó el poeta, con creciente confusión–. Todo fue muy limpio… asesinado por accidente. ¡No tuve nada que ver, que Dios me mate si miento! –agregó fervorosamente.
–Un bribón menos, me atrevo a decir —-observó el dueño de casa.
–Puede atreverse a decirlo –convino Villon, infinitamente aliviado–. Un bribón tan grande como de aquí a Jerusalén. Murió como un cordero, pero fue algo desagradable de ver. Diría que usted ha visto hombres muertos en su tiempo, ¿verdad, señor? –agregó, echándole una mirada a la armadura.
–Muchos –dijo el anciano–. He seguido las guerras como podrá imaginar.
Villon apoyó sobre la mesa el tenedor y el cuchillo que acababa de levantar.
–¿Había alguno de ellos calvo? –preguntó.
–Oh, sí, y con pelo tan blanco como el mío.
–Creo que no me importaría tanto el blanco –dijo Villon–. El de él era rojo –y tuvo un retorno de los estremecimientos y la tendencia a la risa, que ahogó con un gran sorbo de vino–. Me pongo un poco mal cuando pienso en eso –siguió–. Lo conocía… ¡maldito sea! Y luego el frío le da fantasías a un hombre… o las fantasías le dan frío a un hombre, no sé cuál de las dos cosas.
–¿Tiene algún dinero? –preguntó el anciano.
–Tengo una blanca –replicó el poeta, riendo–. La saqué de la media de una ramera muerta en un pórtico. Estaba tan muerta como César, pobre mujerzuela, y tan fría como una iglesia, con trocitos de cinta en el pelo. Este es un mundo duro en invierno para lobos y rameras y pobres bribones como yo.
–Yo –dijo el anciano–, soy Enguerrand de la Feuillé, señor de Brisetout, alcalde de Patatrac. ¿Quién y qué puede ser usted?
Villon se puso de pie e hizo una reverencia adecuada.
–Me llamo François Villon –dijo–, un pobre maestro de artes de esta universidad. Sé algo de latín y mucho de vicios. Sé hacer canciones, baladas, layes y rondós, y soy muy afecto al vino. Nací en una bohardilla, y no es improbable que muera en el patíbulo. Puedo agregar, mi señor, que a partir de esta noche soy su muy obsequioso servidor.
–Ningún servidor mío –dijo el caballero–; mi huésped por esta noche y nada más.
–Un huésped muy agradecido –dijo Villon cortésmente, y bebió en silencioso honor de su anfitrión.
–Usted es astuto –dijo el anciano, golpeándose la frente–, muy astuto; es ilustrado; es un amanuense; y sin embargo, le saca una pequeña moneda a una mujer muerta en la calle. ¿No es eso una clase de robo?
–Es una clase de robo muy practicada en la guerra, señor.
–Las guerras son el campo del honor –replicó orgullosamente el anciano–. Allí el hombre se juega la vida; lucha en nombre de su señor el rey, su señor Dios, y todos los sagrados santos y ángeles.
–Supongamos –dijo Villon– que yo sea realmente un ladrón, ¿no jugaría también mi vida, y en circunstancias más difíciles?
–Por lucro, pero no por honor.
–¿Lucro? –repitió Villon, encogiéndose de hombros– ¡Lucro! El pobre diablo quiere comida y la toma. Otrotanto hace el soldado en la campaña. Caramba, ¿qué son todas esas requisiciones de las que tanto escuchamos hablar? Si no son lucro para aquellos que las toman, son una pérdida suficiente para los otros. El hombre de armas bebe junto aun buen fuego, mientras el ciudadano se come las uñas para comprarle vino y leña. Vi a unos cuantos labriegos que pendían de árboles por el campo, sí, vi a treinta en un olmo, y una triste figura era la que hacían; y cuando le pregunté a alguien por qué era que todos esos habían sido colgados, me dijeron que era porque no habían podido reunir suficientes coronas para satisfacer a los hombres de armas.
–Esas cosas son una necesidad de la guerra, que los de origen humilde deben soportar con constancia. Es verdad que algunos capitanes cometen excesos; en todos los rangos hay espíritus a los que la piedad no conmueve muy fácilmente; y por cierto que muchos que se dedican a las armas no son mejores que bandidos.
–Usted ve –dijo el poeta–; usted no puede separar al soldado del bandido; ¿y qué es un ladrón sino un bandido aislado de maneras circunspectas ? Yo robo un par de chuletas de cordero sin siquiera perturbar el sueño de la gente; el agricultor protesta un poco pero sigue comiendo opíparamente con lo que le queda. Ustedes llegan soplando gloriosamente una trompeta, se llevan todas las ovejas y castigan al agricultor lamentablemente. Yo no tengo trompeta; soy solo Tom, Dick o Harry; soy un bribón y un pícaro, y la horca es demasiado buena para mí… de todo corazón; pero pregúntele al agricultor a quien de los dos prefiere, investigue a quien se queda maldiciendo, sin poder dormir, en las noches de invierno.
–Fíjese en nosotros dos –dijo el anciano–. Soy viejo, fuerte y honrado. Si me echaran mañana de mi casa, cientos se enorgullecerían de hospedarme. La pobre gente saldría a pasar la noche en las calles con sus hijos si yo apenas sugiriera que deseo estar solo. ¡Y lo encuentro levantado, errando sin hogar, y tomando moneditas de mujeres muertas en la calle! No le tengo miedo a nadie ni a nada; lo he visto a usted temblar y cambiar de expresión por una palabra. Espero contento en mi casa el llamado de Dios, o si es que le place al rey llamarme de nuevo, en el campo de batalla. Usted espera la horca; una muerte ruda, rápida, sin esperanza ni honor. ¿No hay diferencia entre los dos?
–De aquí a la luna –reconoció Villon–. ¿Pero si yo hubiese nacido señor de Brisetout, y usted hubiese sido el pobre hombre de letras François, hubiera sido menor la diferencia? ¿No hubiese estado yo calentando mis rodillas ante este fuego, y no hubiera estado usted buscando moneditas en la nieve? ¿No hubiese sido yo el soldado, y usted el ladrón?
–¡Un ladrón! –exclamó el anciano–. ¡Yo un ladrón! Si usted entendiera sus palabras, se arrepentiría de ellas.
Villon tendió las palmas de las manos en un gesto de inimitable descaro.
–¡Si el señor me hubiese hecho el honor de seguir mi argumento! –dijo.
–Le hago demasiado honor al someterme a su presencia –dijo el caballero–. Aprenda a refrenar su lengua cuando hable con caballeros ancianos y honorables, o alguno más precipitado que yo puede reprobarlo de manera más enérgica –y se puso de pie y caminó por un extremo del salón, debatiéndose con la ira y la antipatía.
Villon llenó subrepticiamente su copa y se sentó en una posición más cómoda, cruzando las piernas y apoyando la cabeza en una mano y el codo contra el respaldo de la silla. Ahora estaba bien comido y no tenía frío; y de ningún modo estaba asustado de su anfitrión después de estimarlo tan acertadamente como era posible entre dos caracteres tan diferentes. Ya había transcurrido buena parte de la noche, y de manera muy cómoda, después de todo; y se sentía moralmente seguro de que podría partir sin problemas por la mañana.
–Dígame una cosa –dijo el anciano, deteniéndose en su paseo–. ¿Es usted realmente un ladrón?
–Reclamo los sagrados derechos de la hospitalidad –replicó el poeta–. Mi señor, lo soy.
–Usted es muy joven –agregó el caballero.
–Nunca hubiese llegado a esta edad –dijo Villon, mostrando los dedos–, si no me hubiese ayudado con estos diez talentos. Ellos han sido mi madre y mi padre.
–Aún puede arrepentirse y cambiar.
–Me arrepiento todos los días –replicó el poeta–. Hay poca gente tan dada al arrepentimiento como el pobre François. En cuanto al cambio, que alguien cambie mis circunstancias. Un hombre debe seguir comiendo, aunque solo sea para que pueda continuar arrepintiéndose.
–El cambio debe comenzar en el corazón –dijo solemnemente el anciano.
–Mi estimado señor –dijo Villon–, ¿realmente imagina que robo por placer? Odio robar, como cualquier .otro tipo de trabajo o de peligro. Me castañetean los .dientes cuando veo la horca. Pero debo comer, debo beber, debo integrar una sociedad de alguna clase. ¡Qué demonios! El hombre no es un animal solitario… Cui deus faemínam tradit. Hágame panetero del rey. ..hágame abad de St. Denis; hágame alcalde de Patatrac; y entonces cambiaré de verdad. Pero mientras me deje como el pobre hombre de letras François Villon, sin una moneda, bien, por supuesto que sigo siendo el mismo.
–La gracia de Dios es omnipotente.
–Sería un hereje si lo cuestionara –dijo François–. Lo ha hecho a usted señor de Brisetout y alcalde de Patatrac; a mí no me ha dado más que una mente rápida bajo el sombrero y estos diez dedos en las manos. ¿Puedo servirme vino? Se lo agradezco respetuosamente. Por la gracia de Dios, usted tiene una bodega superior.
El señor de Brisetout caminaba de un lado para el otro con las manos a la espalda. Tal vez no hubiera logrado aún tranquilizar su mente acerca del paralelo entre ladrones y soldados; tal vez Villon lo hubiera interesado por alguna hebra de simpatía, tal vez su mente estuviera simplemente confundida por un razonamiento tan poco familiar; pero fuera cual fuese la causa, de algún modo deseaba convertir al joven a un modo mejor de pensamiento, y no podía decidirse a mandarlo de nuevo a la calle.
–Hay algo más que puedo entender en esto –dijo al fin–.Su boca está llena de sutilezas, y el diablo lo ha guiado mal por mucho tiempo; pero el diablo es sólo un espíritu muy débil ante la verdad de Dios, y todas sus sutilezas se desvanecen ante una palabra de verdadero honor, como la obscuridad con la mañana. Escúcheme una vez más. Aprendí hace mucho que un caballero debe vivir caballerosamente y en el amor de Dios, del rey y de su dama; y si bien he presenciado muchas cosas extrañas, de todos modos me he esforzado por ordenar mi vida según esa regla. Eso no solo está escrito en todas las historias nobles, sino en el corazón de cada hombre, si él se ocupa de leerlo. Usted habla de comida y vino, y sé muy bien que el hambre es una prueba difícil de soportar; pero no habla de otras necesidades; no dice nada del honor, de la fe a Dios y a los otros hombres, de la cortesía, del amor sin reproche. Puede ser que yo no sea muy inteligente… y sin embargo me parece que lo soy… pero usted me impresiona como alguien que ha errado el camino y cometido un gran error en la vida. Se ocupa de las pequeñas necesidades y se ha olvidado por completo de las grandes y reales, como un hombre que se ocupe de atender un dolor de muelas el día del juicio final. Porque tales cosas como el honor, el amor y la fe son no sólo más nobles que la comida y la bebida, sino que en verdad creo que las deseamos más, y sufrimos en forma más aguda su ausencia. Le hablo de la manera en que creo que me podrá entender más fácilmente. Mientras se ocupa de llenarse el estómago, ¿no está usted desatendiendo otro apetito de su corazón, que estropea el placer de su vida y lo tiene continuamente infeliz?
Villon estaba sensiblemente irritado con ese extenso sermón.
–¡Usted cree que no tengo sentido del honor! –exclamó–. ¡Soy bastante pobre, sabe Dios! Es duro ver a la gente rica con sus guantes cuando uno se está soplando las manos. Un estómago vacío es cosa amarga, aunque usted hable tan ligeramente del asunto Tal vez, si lo hubiera sentido vacío tantas veces como yo, cambiaría de tono. De todos modos, soy un ladrón… sépalo… pero no soy un demonio del infierno, que Dios me mate si miento. Me gustaría que sepa que tengo un honor propio, tan bueno como el suyo, aunque no parloteo de él todo el día, como si fuera un milagro de Dios poseerlo. A mí me parece muy natural; lo mantengo en su caja hasta que hace falta. Ahora vea, ¿cuánto tiempo he estado en esta habitación con usted? ¿No me dijo que estaba solo en la casa? ¡Mire su vajilla de oro! Usted es fuerte, si quiere, pero es anciano y está desarmado, y yo tengo mi cuchillo. ¿Qué necesitaba yo más que una sacudida del codo y aquí hubiera estado usted con el acero frío en las tripas, y allá hubiera estado yo, andando por las calles con un brazada de copas de oro! ¿Supone que no tuve inteligencia para ver eso? Y desprecié esa acción. Ahí están sus malditas copas, tan seguras como en una iglesia; ahí está usted, con el corazón que late como si fuera nuevo; y aquí estoy yo, dispuesto a salir tan pobre como entré, ¡con mi única moneda que usted me echó en cara! ¡Y usted piensa que no tengo sentido del honor… Dios me mate si miento!
El anciano extendió el brazo derecho.
–Le diré qué es usted –dijo–. Es un bribón, señor, un pillo vagabundo de corazón negro. He pasado una hora con usted. ¡Oh, créame, me siento desgraciado! y usted ha comido y bebido en mi mesa. Pero ahora me irrita su presencia; el día ha llegado, y el pájaro nocturno debería marcharse a su lugar. ¿Quiere caminar adelante, o atrás?
–Como usted prefiera –replicó el poeta, poniéndose de pie–. Creo que usted es estrictamente honorable –vació pensativamente su copa–. Me gustaría poder agregar que es inteligente –agregó, golpeándose en la cabeza con los nudillos–. ¡Vejez, vejez! Cerebro endurecido y reumático.
El anciano lo precedió por una cuestión de dignidad; Villon lo siguió, silbando, con los pulgares metidos en el cinto.
–Que Dios se compadezca de usted –dijo el señor de Brisetout en la puerta.
–Adiós, papá –replicó Villon con un bostezo–. Muchas gracias por el cordero frío.
La puerta se cerró a sus espaldas. El amanecer se advertía sobre los techos blancos. Una mañana helada y desapacible recibía al día. Villon se detuvo y se estiró gozosamente en el medio de la calle.
«Un anciano muy aburrido», pensó. «No sé cuánto pueden valer sus copas».
* * *
Extras:
Primero, un poema de Villon.
DOBLE BALADA
Traducción y notas de Rubén Abel Reches
Amad, amantes corazones,
haced según vuestros antojos,
id a festines y a reuniones:
terminaréis llenos de piojos.
A los hombres hace Amor flojos:
Salomón a herejía accede,
Sansón pierde sus anteojos.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
Orfeo, el tierno musicante,
tocando rústicas dulzuras,
por Amor se topó delante
del Can de cuatro dentaduras.
Narciso, de unas aguas puras
cae al pozo y salir no puede
por culpa de sus aventuras.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
Sardaná, el de valor sin tacha
que conquistó el reino de Creta,
se fue a hilar como una muchacha
y quiso ser mujer completa.
El rey David, sabio profeta,
dos bellos muslos ve y procede
a olvidar a Dios que lo reta.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
Amnón, presa de sed de amar,
con el pretexto de que hambreaba,
reclamó y desfloró a Tamar
mientras la hojuela se quemaba.
Dejó Herodes -¡cómo sudaba!-
que la cabeza de Juan ruede
por Salomé que le bailaba.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
De mí también ¡pobre!, hablaré *:
por Amor, como lienzo en río,
fui golpeado desnudo, y sé
que lo ordenó un tierno amor mío,
Catherine, con un gesto frío.
Noël, que vio lo que precede,
recibió parte del rocío.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
No ha de dejar por ello el joven
de perseguirlas sin cautela
ni aunque en una hoguera lo adoben
como al que en una escoba vuela **.
Para él huelen como canela.
Loco igualmente es quien se enriede
con morena o rubia mozuela.
¡Feliz de aquel que a Amor no cede!
— * Villon alude a los azotes que le valió su amor hacia Catherine de Vaucelles, joven de la que no se sabe casi nada y que tal vez haya que identificar con la Rose a la que hace referencia en la estrofa introductoria a la Balada a su Dama, donde aparece como mujer de conducta no demasiado rígida.
** Villon se refiere a brujos y brujas, que eran quemadas públicamente.
Y ahora, una versión contemporánea de otro poema de Villon, con música del cantautor mexicano Arturo Meza y retitulado «Lenguas viperinas». Advierto que la versión está muy apegada al espíritu de Villon, que no busca el refinamiento de la poesía «correcta» sino chocar con su lector y decirle exactamente lo que no quiere oír.
Dejo invitación a las últimas presentaciones del año: mañana, domingo 12 de diciembre, estaré en el primer Festival del Libro y la Lectura de Torreón, Coahuila, que se lleva a cabo en el Teatro Isauro Martínez (Galeana 73 Sur, Centro) de la ciudad.
1. A las 18:00, una conferencia: «Leopoldo María Panero, el poeta y el loco», alrededor de la obra de este gran autor español, personaje de culto y gran explorador de los bordes de la experiencia humana.
2. Y después, a las 19:00, la presentación de la edición especial de mi novela corta Shanté que ha lanzado la editorial Regia Cartonera.
Si están por allá ojalá se animen a ir. Entretanto, aviso que he dejado aquí en Las Historiasun nuevo texto, tomado del libro Éstos son los días, y que habrá varias notas más por venir aún…
* * *
Un breve poema de Panero:
EL LOCO MIRANDO DESDE LA PUERTA DEL JARDÍN
Hombre normal que por un momento
cruzas tu vida con la del esperpento
has de saber que no fue por matar al pelícano
sino por nada por lo que yazgo aquí entre otros sepulcros
y que a nada sino al azar y a ninguna voluntad sagrada
de demonio o de dios debo mi ruina
Una invitación: este miércoles 30 de junio, a las 19:00 horas, estaremos presentando el libro El sueño de la lengua de Bruno Madrazo, publicado por la editorial Textofilia. La cita será en la Sala Adamo Boari del Palacio de Bellas Artes (Eje Central y Avenida Juárez, en el Centro Histórico de la ciudad de México) y la entrada será libre.
El libro es un texto híbrido que reúne poesía, aforismo, ensayo y cuento. Por lo menos hay que agradecer, pienso, que sea un libro extraño. En la presentación participaremos Alfredo Núñez, el autor y yo. Si van, allá nos vemos.
En 2003 me propusieron dar un curso en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ese año vi, en el espejo de un baño de la escuela, esa calavera blanca y negra, como de una estación del metro de la línea de los muertos.
Siempre que he vuelto a la escuela he vuelto a ver la calavera, impresa en su calcomanía. La idea es rara: Subterráneo, de la editorial Los Insanos, parece proponerse como una especie de «revista» adherible, para ser colocada donde bien se pueda, pero nunca la ha visto en ningún otro sitio ni hubo, hasta donde sé, más que esos dos «números»: un párrafo de Juan Miguel de Mora y un poema de Eduardo Lizalde.
No sé por qué, pero durante mucho tiempo no pensé en las personas que deben haber estado detrás de ese proyecto. ¿Habrán sido alumnos de la propia escuela? No sería imposible: Juan Miguel de Mora, un profesor muy erudito y comprometido, fue de los más populares entre los maestros de la escuela durante muchos años. Y en las escuelas de escritura, como es natural, se dan constantemente proyectos de revistas y demás.
El que la mayor parte de los proyectos no deje siquiera la huella que ha dejado Subterráneo también es común. Pensando en esto, pensé también que éste podría ser el único rastro que cierto número de escritores –o de aspirantes a escritor– va a dejar en el mundo. ¿Se podrían convertir en personajes legendarios –como los poetas de Los detectives salvajes, basados en personas reales y en el propio autor de la novela, Roberto Bolaño– con evidencia tan escasa, tan poco arrogante como dos homenajes a dos autores que no eran ellos mismos?
Pensé que no, y de inmediato escribí al correo electrónico citado en las calcomanías. Tenía que saber. Por supuesto, lo único que obtuve fue un mensaje de error del servidor de correo, avisándome que la cuenta ya no existía.
Hay que mirarse en ese espejo, pensé.