Estos últimos meses he estado traduciendo varios textos para una antología de cuento. Uno de ellos fue «The Albertine Notes» (Las notas de Albertine) del escritor estadounidense Rick Moody. Nacido en 1961, a Moody se le considera un autor privilegiado. Ganador de premios, con varios libros adaptados al cine, está entre los escritores contemporáneos importantes de su país.
«The Albertine Notes» no es una mala narración, aunque sí muy larga. No: digamos con franqueza que echa demasiado rollo. Sus pasajes de relleno –que pretenden «caracterizar» a los personajes con algunos lugares comunes sobre la familia, la vida urbana, las dificultades económicas en una recesión, etcétera– no se acaban nunca. Retacar así una narración, como para cumplir con la obligación de presentar un mundo «creíble» o «detallado», es un mal hábito de novelista, y de hecho en el siglo XX se habría dicho que las casi cien páginas de «Las notas de Albertine» eran una novela; incluso en éste, en el que ya nos hemos sometido a usar las categorías y tener las costumbres del medio editorial en lengua inglesa, se le podría llamar «novela corta».
En cualquier caso, la parte más interesante de leer a Moody –para mí al menos, que lo traducía– fue otra: cuánto de su narración se parecía a lo que hay en las narraciones de Philip K. Dick.
Estadounidense también, Dick (1928-1982) es hoy considerado autor canónico, pero durante su vida fue un escritor marginal, menospreciado por escribir mera «ciencia ficción» y desestimado por la «alta cultura». La película Blade Runner de Ridley Scott (1982) marcó el comienzo de su reconocimiento como una figura clave de la cultura del siglo XX. De no haber existido la película, es probable que Moody, que proviene de una tradición que nada tiene que ver con la ciencia ficción, no se hubiera enterado jamás de la existencia de Dick.
En cambio, como la historia de la cultura de fines del siglo pasado fue la que fue, al traducir me imaginaba a Moody en la tarea de copiar de forma descarada; incluso, tachando incisos de una lista a medida que escribía. Su historia es la de una realidad alterna (como El hombre en el castillo), apocalíptica (como en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), en la que los seres humanos intentan escapar de una existencia intolerable (Tiempo de Marte) usando una droga (Los tres estigmas de Palmer Eldritch). Sin embargo, los «viajes interiores» (Ubik) que deberían llevar a un mundo idílico («Los días de Perky Pat») hacen todo lo contrario (Una mirada a la oscuridad) y, mientras unos cuantos individuos tiránicos y bestiales (La penúltima verdad) tienen el poder en un mundo degradado (Dr. Bloodmoney), los demás tienen que intentar sobrevivir en el estupor de una realidad que se hace pedazos (En la tierra sombría). La única oportunidad de salvación, a la que el protagonista se sacrifica (Radio Libre Albemuth) tras haberse convertido en una especie de visionario («La fe de nuestros padres»), radica en que la droga permite trascender el tiempo e influir en el futuro («El reporte de la minoría»). El resto es el relleno que ya mencioné: color local del Nueva York en ruinas, pero no muy lejano de la realidad del siglo XXI, donde ocurre la historia.
Al terminar de traducir me pareció que nadie sería capaz de copiar tan cínicamente.
Entonces, la pregunta que se me ocurrió fue extraña. ¿Será que Rick Moody no conoce en absoluto la obra de Philip K. Dick, y su novela corta es el producto de una coincidencia monumental? Muchos autores que se consideran dentro del canon no se han enterado de la influencia de Dick y algunos otros autores «populacheros». Luego pensé que otros de esos autores, en vez de estar mal informados, esconden lecturas que les avergüenzan por creer que dañan su prestigio. Luego, pensé que a lo mejor Moody estuvo expuesto a obras dickianas de segunda o tercera mano, desde libros de sus contemporáneos (Mark Danielewski, David Foster Wallace, qué se yo) hasta Matrix…
De haber estado totalmente protegido de Dick, de haber escrito de manera absolutamente espontánea, su historia habría sido fantástica y a la vez un poco trágica (o ridícula). Rick Moody habría sido una especie de Pierre Menard involuntario: inventor absolutamente original, sin influencias, de algo que ya existía y era conocido por todos salvo él y unos cuantos amigos.
El final de la anécdota es feliz, sin embargo. Me puse a investigar un poco y encontré una entrevista en la que Moody explica que «Las notas de Albertine» son simplemente un «encargo de género» (a genre assignment) y menciona como modelos a J. G. Ballard y al propio Dick. Así que sí había una lista, o algo similar, y también algo de desprecio, y descaro. O algo similar.
* * *
Recomendación: Continuum, novela breve de Édgar Adrián Mora (Ed. Paraíso Perdido, 2015). El libro repasa la vida del gran guionista argentino Héctor G. Oesterheld (1919-?), creador de El eternauta y muchas otras obras cruciales del cómic de su país, y también opositor perseguido de la dictadura militar argentina que subió al poder tras el golpe de estado de 1976. Oesterheld, que ya vivía en la clandestinidad fue capturado y «desaparecido» en 1977 al igual que buena parte de su familia (y, por supuesto, miles más de argentinos opuestos al régimen militar que fueron torturados y asesinados); estos hechos se cuentan en la novela, junto con el resto de la vida de Oesterheld, yendo hacia adelante y hacia atrás en el tiempo y mezclando los sucesos reales del escritor con intervenciones de sus personajes. Sobre todo, la narración es hondamente sentida: Mora comunica muy bien su propio afecto por Oesterheld y cómo éste se propaga hacia las víctimas de la represión monstruosa de aquel periodo.
Por supuesto, siguen en pie las invitaciones de la nota anterior para conocer los libros gratuitos de la Biblioteca Alas y Raíces y participar en la escritura del cuento colectivo que se hará mañana, celebrando el Día del Libro. Pero hay más:
1. La UNAM celebrará mañana la Fiesta del Libro y la Rosa en el Centro Cultural Universitario (todos los datos de ubicación y la cartelera completa están en el enlace). Habrá muchas actividades, incluyendo venta y trueque de libros, intercambios, conferencias, talleres, entrevistas y más desde las 9:30 de la mañana. Si tienen ocasión de ir (o de sintonizar la transmisión por radio o web, vía Radio UNAM, 96.1 de FM), me encontrarán a eso de las 12:30 conversando de libros con Rosa Beltrán.
2. En la explanada del Museo de Antropología (sobre el Paseo de la Reforma), junton con las actividades que ya mencióné y muchas otras, habrá a las 20:00 horas una proyección al aire libre de Blade Runner (1982), la gran película de Ridley Scott a partir del libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) de Philip K. Dick. Antes de la función tendré el gusto (realmente enorme) de dar un breve comentario inicial sobre el autor y el director…, pero lo importante, en todo caso, es que no se pierdan la oportunidad de ver un filme excelente. Si no lo conocen, estoy seguro de que los sorprenderá. Y si sí, también.
Una invitación. Para celebrar el Día Mundial del Libro, el próximo viernes 23 de abril habrá diversas actividades y yo estaré en dos organizadas por la Dirección de Publicaciones de Conaculta (cuyo programa completo para el Distrito Federal se puede leer aquí).
La primera será la escritura de un cuento colectivo que tendrá lugar durante todo el día a partir de las 10:00 de la mañana y en la que todos los interesados podrán participar. El escritor Xavier Velasco empezará la historia y cualquiera que lo desee podrá ir agregando a ese comienzo. La cita es en el Sendero Reforma (Paseo de la Reforma, a la altura del Museo Nacional de Antropología).
La segunda será la presentación de la Biblioteca Alas y Raíces, dedicada a ofrecer textos «clásicos contemporáneos» totalmente gratis. Entre otros que estarán disponibles (y que van desde ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick hasta El guardián entre el centeno de J. D. Salinger y Cuentos por teléfono del gran Gianni Rodari), se publicará también una edición conmemorativa de La tumba de José Agustín, celebrando los 45 años de su publicación original, y él mismo estará allí para comentar el libro. Todo esto será en la explanada del Museo de Antropología a las 18:00 horas.
El programa que enlacé arriba contiene, además, muchas otras presentaciones así como talleres, lecturas para niños y más. Ojalá se animen a ir.
He aquí, de nuevo, «Faith of Our Fathers», el cuento con el que el enorme Philip K. Dick (1928-1982) contribuyó a la famosa antología Visiones peligrosas (1967-69) de Harlan Ellison. Visto desde el siglo XXI, el libro de Ellison fracasó en su proyecto de renovar la ciencia ficción de forma perdurable y radical, pero no importa: es una reunión espectacular de historias provocadoras, casi siempre inteligentes y, en algunos casos, auténticas obras maestras de sus autores. Sobre todo, éste es el caso del cuento de Dick, que reúne la mayoría de sus obsesiones fundamentales en una trama deslumbrante; su protagonista, Chien, no sólo está enfrentado a transformaciones indescifrables de la realidad, sino que además se ve obligado a intentar leerlas, encontrarles algún sentido desde su estatura mínima de hombre, como a los poemas presuntamente subversivos con los que empiezan sus dificultades. Encima, por supuesto, está el gran estado totalitario que alcanza (¿o tenía desde el principio?) la estatura y el poder terrible de la divinidad…
(En cierto modo, el texto es todavía más inquietante porque resulta una premonición de la propia experiencia de ruptura de la realidad que Philip K. Dick tuvo en 1974, que es el núcleo de sus novelas tardías y que, en cierto modo, destruyó al escritor al mismo tiempo que lo invitaba a contemplar y aprehender una plenitud abrumadora y distinta.)
Hace cuatro años, cuando comencé este blog, el primer cuento que se publicó en el sitio fue éste. Pero en alguna de las mudanzas y los reajustes el texto se perdió. Aquí está otra vez, repito, en una versión revisada de la traducción de Domingo Santos y Francisco Blanco.
LA FE DE NUESTROS PADRES
Philip K. Dick
En las calles de Hanoi se encontró frente a un vendedor ambulante sin piernas que iba sobre un carrito de madera y llamaba con gritos chillones a todos los transeúntes. Chien disminuyó la marcha escuchó, pero no se detuvo. Los asuntos del Ministerio de Artefactos Culturales ocupaban su mente y distraían su atención: era como si estuviera solo, y no lo rodearan los que iban en bicicletas y ciclomotores y motos a reacción. Y, asimismo, era como si el vendedor sin piernas no existiera.
—Camarada —lo llamó sin embargo, y persiguió hábilmente a Chien con su carrito, propulsado por una batería a helio—. Tengo una amplia variedad de remedios vegetales y testimonios de miles de clientes satisfechos. Descríbeme tu enfermedad y podré ayudarte.
—Está bien—dijo Chien, deteniéndose—, pero no estoy enfermo.
«Excepto—pensó— de la enfermedad crónica de los empleados del Comité Central: el oportunismo profesional poniendo a prueba en forma constante las puertas de toda posición oficial, incluyendo la mía.»
—Por ejemplo puedo curar las afecciones radiactivas—canturreó el vendedor ambulante, persiguiéndolo aún—. O aumentar, si es necesario, la potencia sexual. Puedo hacer retroceder los procesos cancerígenos, incluso los temibles melanomas, lo que podríamos llamar cánceres negros.—Alzando una bandeja de botellas, pequeños recipientes de aluminio y distintas clases de polvos en recipientes de plástico, el vendedor canturreó—: Si un rival insiste en tratar de usurpar tu ventajosa posición burocrática, puedo darte un ungüento que bajo su apariencia de bálsamo cutáneo es una toxina increíblemente efectiva. Y mis precios son bajos, camarada. Y como atención especial a alguien de aspecto tan distinguido como el tuyo, te aceptaré en pago los dólares inflacionarios de posguerra en billetes, que tienen fama de moneda internacional pero en realidad no valen mucho más que el papel higiénico.
—Vete al infierno—dijo Chien, y le hizo señas a un taxi sobre colchón de aire que pasaba en ese momento.
Ya se había atrasado tres minutos y medio para su primera cita del día, y en el Ministerio sus diversos superiores de opulento trasero estarían haciendo rápidas anotaciones mentales, al igual que sus subordinados, que las harían en proporción aún mayor.
El vendedor dijo con calma:
—Pero, camarada, debes comprarme.
—¿Por qué?—preguntó Chien. Sentía indignación.
—Porque soy un veterano de guerra, camarada. Luché en la Colosal Guerra Final de Liberación Nacional con el Frente Democrático Unido del Pueblo contra los Imperialistas. Perdí mis extremidades inferiores en la batalla de San Francisco —ahora su tono era triunfante y socarrón—. Es la ley. Si te niegas a comprar las mercancías ofrecidas por un veterano, te arriesgas a que te multen o que te envíen a la cárcel…, además de la deshonra.
Con gesto cansado, Chien indicó al taxi que siguiera.
—Concedido—dijo—. Está bien, debo comprarte.—Dio un rápido vistazo a la pobre exhibición de remedios vegetales, buscando uno al azar—. Éste—decidió, señalando un paquetito de la última hilera y envuelto en papel.
El vendedor ambulante se rió.
—Eso es un espermaticida, camarada. Lo compran las mujeres que no pueden aspirar a La Píldora por razones políticas. Te sería poco útil. En realidad no te sería nada útil, porque eres un caballero.
—La ley no exige que te compre algo útil—dijo Chien en tono cortante—. Sólo que debo comprarte algo. Me llevaré ése.
Metió la mano en su chaqueta acolchada, buscando la billetera, henchida por los billetes inflacionarios de posguerra con los que le pagaban cuatro veces a la semana, en su calidad de servidor del gobierno.
—Cuéntame tus problemas—dijo el vendedor.
Chien lo miró asombrado. Atónito ante la invasión de su vida privada… por alguien que no era del gobierno.
—Está bien, camarada—dijo el vendedor, al ver su expresión—. No te sondearé. Perdona. Pero como doctor, como curador naturista, lo indicado es que sepa todo lo posible.—Lo examinó, con sus delgados rasgos sombríos—. ¿Miras la televisión mucho más de lo normal?—preguntó de pronto.
Tomado por sorpresa, Chien dijo:
—Todas las noches. Menos los viernes, cuando voy al club a practicar el enlace de novillos, ese arte esotérico importado del Oeste.
Era su única gratificación. Aparte de eso, se dedicaba por completo a las actividades del Partido.
El vendedor se estiró y eligió un paquetito de papel gris.
—Sesenta dólares de intercambio—declaró—. Con garantía total. Si no cumple con los efectos prometidos, devuelves la porción sobrante y se te reintegra todo el dinero, sin rencor.
—¿Y cuáles son los efectos prometidos?—dijo Chien, sarcástico.
—Descansa los ojos fatigados por soportar los absurdos monólogos oficiales—dijo el vendedor—. Es un preparado tranquilizante. Tómalo cuando te encuentres expuesto a los secos y extensos sermones de costumbre que…
Chien le dio el dinero, aceptó el paquete, y siguió su camino. «La ordenanza que ha establecido a los veteranos de guerra como clase privilegiada es una mafia—pensó—. Hacen presa en nosotros, los más jóvenes, como aves de rapiña.»
El paquetito gris quedó olvidado en el bolsillo de su chaqueta mientras entraba al imponente edificio de posguerra del Ministerio de Artefactos Culturales, y a su propia oficina, bastante majestuosa, para comenzar su día de trabajo.
En la oficina lo esperaba un caucásico adulto, corpulento, vestido con un traje de seda Hong Kong marrón, cruzado, con chaleco. Junto al desconocido caucásico estaba su propio superior inmediato, Ssu-Ma Tso-pin. Tso-pin hizo las presentaciones en cantonés, un dialecto que dominaba bastante mal.
—Señor Tung Chien, le presento al señor Darius Pethel. El señor Pethel será el director de un nuevo establecimiento ideológico y cultural que se va a inaugurar en San Francisco, California. El señor Pethel ha dedicado una vida rica y plena al apoyo de la lucha del pueblo por destronar a los países del bloque imperialista mediante la utilización de instrumentos pedagógicos. De ahí su alta posición.
Se estrecharon la mano.
—¿Té?—le preguntó Chien.
Apretó el botón del hibachi infrarrojo y en un instante el agua comenzó a burbujear en el adornado recipiente de cerámica de origen japonés. Cuando se sentó ante su escritorio, vio que la fiel señorita Hsi había preparado la hoja de información (confidencial) sobre el camarada Pethel. Le dio un vistazo mientras simulaba efectuar un trabajo de rutina.
—El Benefactor Absoluto del Pueblo se ha entrevistado personalmente con el señor Pethel, y confía en él—dijo Tso-pin—. Eso es algo fuera de lo común. La escuela de San Francisco aparentará enseñar las filosofías taoístas comunes pero, desde luego, en realidad mantendrá abierto para nosotros un canal de comunicación con el sector joven intelectual y liberal de los Estados Unidos occidentales. Aún hay muchos vivos, desde San Diego a Sacramento; calculamos que unos diez mil. La escuela aceptará dos mil. El enrolamiento será obligatorio para los que seleccionemos. Usted estará relacionado en forma importante con los programas del señor Pethel. Ejem, el agua del té está hirviendo.
—Gracias—murmuró Chien, dejando caer la bolsita de té Lipton en el agua.
Tso-pin prosiguió:
—Aunque el señor Pethel supervisará la confección de los cursos educativos presentados por la escuela a su cuerpo de estudiantes, todos los exámenes escritos serán enviados a su oficina para que usted efectúe un estudio experto, cuidadoso, ideológico de ellos. En otras palabras, señor Chien, determinará cuál de los dos mil estudiantes es confiable, quiénes responden realmente a la programación y quiénes no.
—Ahora serviré el té—dijo Chien, haciéndolo ceremoniosamente.
—Hay algo de lo que debemos darnos cuenta—dijo Pethel en un cantonés retumbante aún peor que el de Tso-pin—. Una vez perdida la guerra contra nosotros, la juventud norteamericana ha desarrollado una aptitud notable para disimular.
Dijo la última palabra en inglés. Como no la entendía, Chien se volvió interrogante hacia su superior.
—Mentir—explicó Tso-pin.
—Pronunciar las consignas correctas en lo superficial, pero creerlas falsas interiormente—dijo Pethel. Los exámenes escritos de este grupo se parecerán mucho a los de los auténticos…
—¿Quiere decir que los exámenes escritos de dos mil estudiantes pasarán por mi oficina?—preguntó Chien. No podía creerlo—. Eso es un trabajo absorbente; no tengo tiempo para nada que se parezca.—Estaba espantado—. Dar aprobación o negativa crítica oficial a un grupo astuto como el que usted prevé…—gesticuló—. Me cago en…—comenzó en inglés.
Parpadeando ante el brutal insulto occidental, Tso-pin dijo:
—Usted tiene un equipo. Además, puede incorporar otros ayudantes. El presupuesto del Ministerio, aumentado este año, lo permitirá. Y recuerde: el mismo Benefactor Absoluto del Pueblo eligió al señor Pethel.
Ahora su tono era ominoso, aunque sólo sutilmente. Lo necesario para penetrar en la histeria de Chien y debilitarla hasta que se transformara en sumisión. Al menos momentánea. Para subrayar su afirmación, Tso-pin caminó hasta el fondo de la oficina; se detuvo ante el tridi-retrato tamaño natural del Benefactor Absoluto. Luego puso en funcionamiento el pasacinta montado tras el retrato. El rostro del Benefactor Absoluto se movió y brotó de él una homilía familiar, modulada en acentos más que familiares.
—Luchen por la paz, hijos míos—entonó con suavidad, con firmeza.
—Ajá—dijo Chien, aún perturbado, pero ocultándolo.
Era posible que una de las computadoras del Ministerio pudiese clasificar los exámenes escritos; podía emplearse una estructura de sí-no-quizá, junto a un preanálisis del esquema de corrección (o incorrección) ideológica. El asunto podía transformarse en rutina. Probablemente.
—He traído cierto material y me gustaría que usted lo analice, señor Chien—dijo Darius Pethel. Corrió el cierre de un desagradable y anticuado portafolio de plástico—. Dos ensayos de examen —dijo mientras le pasaba los documentos a Chien—. Esto nos permitirá saber si usted está capacitado para el trabajo.—Se volvió hacia Tso-pin. Sus miradas se encontraron—. Tengo entendido que si usted tiene éxito en la empresa será nombrado viceconsejero del Ministerio, y su Excelencia el Benefactor Absoluto del Pueblo le otorgará personalmente la medalla Kisterigian.
Pethel y Tso-pin le brindaron una sonrisa de cauteloso acuerdo.
—La medalla Kisterigian—repitió Chien como un eco. Aceptó los exámenes escritos, les dio un vistazo mostrando una tranquila indiferencia. Pero en su interior el corazón vibraba con tensión mal disimulada—. ¿Por qué estos dos? Quiero decir: ¿qué tengo que buscar en ellos, señor?
—Uno es obra de un progresista dedicado, un miembro leal del partido, cuyas convicciones han sido investigadas a fondo—dijo Pethel—. El otro es un joven stilyagi de quien se sospecha que sostiene degeneradas criptoideas imperialistas de pequeño burgués. Le corresponde decidir, señor, a quién pertenece cada trabajo.
Leyó el título del primer ensayo:
DOCTRINAS DEL BENEFACTOR ABSOLUTO ANTICIPADAS EN LA POESÍA DE BAHA AD-DIN ZUHAYR. DEL SIGLO TRECE. ARABIA.
Al hojear las primeras páginas, Chien vio una estrofa que le era familiar; se llamaba Muerte y la había conocido durante la mayor parte de su vida adulta, educada.
Fallará una vez, fallará dos veces,
sólo elige una entre muchas horas;
para él no hay profundidad ni altura,
es todo una llanura en donde busca flores.
—Poderoso—dijo Chien—. Este poema.
—El autor utiliza el poema para referirse a la sabiduría ancestral desplegada por el Benefactor Absoluto en nuestras vidas cotidianas, de modo que ningún individuo esté seguro—dijo Pethel al notar que los labios de Chien se movían releyendo la estrofa—. Todo somos mortales, y sólo la causa suprapersonal, históricamente esencial, sobrevive. Y así debe ser. ¿Estaría usted de acuerdo con él? ¿Con este estudiante, quiero decir? O…—Pethel hizo una pausa— ¿Quizás esté, en realidad, satirizando las proclamas de nuestro Benefactor Absoluto?
Precavido, Chien dijo:
—Permítame examinar el otro texto.
—No necesita más información. Decida.
Vacilante, Chien dijo:
—Yo… nunca había pensado en este poema de ese modo —se sentía irritado—. De todos modos, no es de Baha ad-Din Zuhayl: forma parte de la recopilación Las mil y una noches. Sin embargo, es del siglo trece; lo admito.
Leyó con rapidez el texto que acompañaba al poema. Parecía ser un párrafo rutinario, poco inspirado, de clisés partidistas que él sabía de memoria. El ciego monstruo imperialista que segaba y absorbía (metáfora mixta) la aspiración humana, los cálculos del grupo anti-Partido aún en existencia en los Estados Unidos del Este… Se sentía sordamente aburrido, y tan poco inspirado como el estudiante del examen. Debemos perseverar, declaraba el texto. Eliminar los restos del Pentágono en las montañas Catskills, dominar a Tennessee y sobre todo el bolsón de reaccionarios empecinados de las colinas rojas de Oklahoma. Suspiró.
—Creo que debemos permitir que el señor Chien pueda considerar este difícil material cómodamente—dijo Tso-pin. Luego se dirigió a Chien—: Tiene permiso para llevarlo a su departamento, esta noche, y juzgarlos en sus horas libres.
Efectuó una reverencia entre burlona y solícita. Fuera o no un insulto, había librado a Chien del anzuelo, y Chien se lo agradecía.
—Son ustedes muy bondadosos al permitirme cumplir con esta nueva y estimulante labor en mis horas libres. De estar vivo, Mikoyan los aprobaría—murmuró.
«Bastardos—se dijo, incluyendo en el insulto tanto a su superior como al caucásico Pethel—. Arrojándome un clavo ardiente como éste, y en mis horas libres. Es obvio que el PC de Estados Unidos tiene problemas. Sus academias de adoctrinamiento no cumplen su trabajo con la excéntrica y muy terca juventud yanqui. Y se han ido pasando este clavo ardiente de uno a otro hasta que llegó a mí.»
«Gracias por nada”, pensó con amargura.
Aquella noche, en su departamento pequeño pero bien equipado, leyó el otro examen, escrito esta vez por una tal Marion Culper, y descubrió que también tenía que ver con la poesía. Era obvio que se trataba de un curso de poesía. Siempre le había resultado desagradable la utilización de la poesía (o de cualquier arte) con propósitos sociales. De todos modos, sentado en su cómodo sillón especial enderezador de columna, imitación de cuero, encendió un enorme cigarro corona Cuesta Rey Número Uno del Mercado Inglés y empezó a leer.
La autora del ensayo, la señorita Culper, había elegido como texto las líneas finales de la famosa Canción para el día de Santa Cecilia, de un poema de John Dryden, poeta inglés del siglo XVII:
… Así, cuando la última y temible hora
esta gastada procesión devore,
la trompeta se oirá en lo alto,
los muertos vivirán, los vivos morirán,
y la Música destemplará el cielo.
Bueno, esto es increíble, pensó Chien, cáusticamente. ¡Se supone que debemos creer que Dryden anticipó la caída del capitalismo? ¿Eso quiso decir al escribir «gastada procesión»?
Se inclinó para tomar el cigarro y descubrió que se había apagado. Tanteó en los bolsillos buscando su encendedor japonés, se detuvo… ¡Tuuiiii! se oyó por el televisor al otro lado de la sala de estar.
—Ajá—dijo Chien—. El Líder va a hablarnos. El Benefactor Absoluto del Pueblo. Lo hará desde Pekín, donde ha vivido durante los últimos noventa años. ¿O cien? O, como a veces nos gusta pensar en él, el Asno…
—Que los diez mil capullos de la abyecta pobreza autoasumida florezcan en vuestro jardín espiritual—dijo el locutor del canal televisivo.
Chien se detuvo con un gruñido y ejecutó la reverencia de respuesta obligatoria. Cada televisor estaba equipado con mecanismos de control que informaban a la Polseg, la Policía de Seguridad, si el propietario estaba haciendo la reverencia y/o mirando.
Un rostro claramente definido se manifestó en la pantalla: los rasgos amplios, lisos, saludables del líder del PC oriental, de ciento veinte años de edad, gobernante desde muchos…, demasiados años. Chien le sacó la lengua mentalmente y volvió a sentarse en el sillón de imitación de cuero, ahora frente al televisor.
—Mis pensamientos están concentrados en ustedes, hijos míos —dijo el Benefactor Absoluto con sus tonos ricos y lentos—. Y sobre todo en el señor Tung Chien, de Hanoi, que tiene una difícil tarea por delante, una tarea que enriquece al pueblo del Oriente Democrático, además de la Costa Oeste Americana. Debemos pensar todos juntos en este hombre noble y dedicado, y en el trabajo que enfrenta, y yo mismo he decidido emplear algunos momentos de mi tiempo para honrarlo y alentarlo. ¿Me está oyendo, señor Chien?
—Sí, Su Excelencia—dijo Chien, y consideró las posibilidades de que el Líder del Partido lo hubiera elegido a él en esta noche en especial.
Las posibilidades eran tan escasas que experimentó un cinismo anormal en un camarada. Le sonaba poco convincente. Lo más probable era que la transmisión se emitiera sólo a su edificio de departamentos… o al menos sólo a aquella ciudad. También podría ser un trabajo de sincronización labial hecho en la TV de Hanoi. Incorporado. Sea como fuere, se le exigía que escuchara y mirara… y absorbiera. Lo hizo, gracias a toda una vida de práctica. Exteriormente parecía prestar una atención inflexible. En su fuero interno aún cavilaba sobre los dos exámenes escritos, preguntándose cuál era el correcto: ¿dónde terminaba el devoto entusiasmo por el Partido y comenzaba la sátira sardónica? Era difícil determinarlo…, lo cual explicaba, desde luego, por qué habían descargado la labor en su regazo.
Volvió a tantear los bolsillos en busca del encendedor… y encontró el sobrecito gris que le había vendido el mercachifle veterano de guerra. Recordó lo que le había costado. Dinero tirado, pensó. ¿Y qué era lo que hacía este remedio? Nada. Dio vuelta al envoltorio y vio, en la parte de atrás, un texto en letras muy pequeñas. Comenzó a desdoblar el paquete con cuidado. Las palabras lo habían atrapado… para eso estaban preparadas, por supuesto.
¿Fracasando como miembro del Partido y ser humano? ¿Temeroso de volverse obsoleto y ser arrojado al montón de cenizas de la historia por
Paseó la vista con rapidez sobre el texto, ignorando sus afirmaciones, buscando datos para saber qué había comprado.
Entretanto, la voz del Benefactor Absoluto seguía zumbando.
Rapé. El paquetito contenía rapé. Innumerables granitos negros, como pólvora, de los que subía un atrayente aroma que le cosquilleó la nariz. Descubrió que el nombre de esa mezcla en particular era Princess Special. Y era muy agradable. En una época había tomado rapé (durante un tiempo, fumar tabaco había estado prohibido por razones sanitarias) en sus días de estudiante en la Universidad de Pekín; estaba de moda, sobre todo las mezclas afrodisíacas preparadas en Chungking. ¿Sería ésta como aquéllas? Al rapé se le podía agregar casi cualquier sustancia aromática, desde esencia de naranja hasta excremento de bebé pulverizado…, o al menos eso parecían algunas, sobre todo una mezcla inglesa llamada High Dry Toast que por sí sola habría bastado para poner punto final a su costumbre de inhalar tabaco.
En la pantalla televisiva el Benefactor Absoluto seguía retumbando monótono, mientras Chien aspiraba el polvo con cautela y leía el prospecto: curaba todo, desde llegar tarde al trabajo hasta enamorarse de mujeres con pasado político dudoso. Interesante. Pero típico de los prospectos…
Sonó el timbre.
Se levantó y caminó hasta la puerta, sabiendo perfectamente lo que iba a encontrar. Como no podía ser de otra manera, allí estaba Mou Kuei, el guardia del edificio, pequeño y torvo y dispuesto a cumplir con su deber; se había colocado la faja en el brazo y el casco metálico, para mostrar que estaba de servicio.
—Señor Chien, camarada trabajador del Partido. He recibido una llamada de la autoridad televisiva. Usted no está mirando su pantalla y en vez de eso juguetea con un paquete de contenido dudoso —extrajo un anotador y un bolígrafo—. Dos marcas rojas, y se le ordena en forma sumaria que a partir de ese momento descanse en una posición cómoda y sin tensiones ante su pantalla, y brinde al Líder su excelsa atención. Esta noche sus palabras se dirigen a usted en especial, señor. A usted.
—Lo dudo—se oyó decir Chien.
Parpadeando, Kuei dijo:
—¿Qué quiere usted decir?
—El Líder gobierna ocho mil millones de camaradas. No va a elegirme a mí.
Se sentía furioso; la exactitud del reproche del guardia lo fastidiaba.
Kuei dijo:
—Lo oí claramente con mis propios oídos. Usted fue mencionado.
Acercándose al televisor, Chien aumentó el volumen.
—¡Pero ahora está hablando sobre el fracaso de las cosechas en la India Popular! Eso no tiene importancia para mí.
—Todo lo que el Líder expone es importante —Mou Kuei garabateó una marca en la hoja de su anotador, se inclinó ceremoniosamente y se giró—. La orden de venir aquí para que usted enfrentara su negligencia procedía del Departamento Central. Es obvio que consideran importante su atención; debo ordenarle que ponga en marcha el circuito de grabación automática y vuelva a pasar las partes anteriores del discurso del Líder.
Chien hizo un sonido obsceno con la lengua. Y cerró la puerta.
Caminó hasta el televisor, empezó a apagarlo; una luz roja parpadeó de inmediato, informándole que no tenía permiso para hacerlo: en realidad, no podía terminar con la perorata y la imagen, ni siquiera desenchufándolo.
«Los discursos obligatorios nos van a matar —pensó—. Nos van a enterrar a todos; si pudiera librarme del ruido de los discursos, librarme del alboroto del Partido cuando ladra para azuzar a la humanidad…»
Sin embargo, no había ordenanza conocida que le impidiera tomar rapé mientras contemplara al Líder. Así que abrió el paquetito gris y derramó una porción de gránulos negros sobre el dorso de su mano izquierda. Luego alzó la mano con gesto profesional hasta su nariz e inhaló profundamente, haciendo que el polvo le penetrase bien en las fosas nasales. Pensó en la antigua superstición. Que las fosas nasales están conectadas con el cerebro, y en consecuencia la inhalación de rapé afectaba en forma directa la corteza cerebral. Sonrió, otra vez sentado, con la vista fija en la pantalla y en el individuo gesticulante tan conocido por todos.
El rostro se fue achicando, desapareció. El sonido cesó. Estaba ante un vacío, una superficie lisa. La pantalla, frente a él, era blanca y pálida, y en el altavoz sonaba un débil zumbido.
Inhaló golosamente el polvo que quedaba sobre la mano, haciéndolo subir con avidez hacia la nariz, hacia las fosas nasales y—o al menos así lo sentía—hacia el cerebro; se hundió en el rapé, absorbiéndolo con júbilo.
La pantalla permaneció vacía y luego, en forma gradual, una imagen fue tomando forma. No era el Líder. No era el Benefactor Absoluto del Pueblo; a decir verdad, no era nada que se pareciera a una figura humana.
Ante él había un muerto aparato metálico, construido con circuitos impresos, seudópodos giratorios, lentes y una caja chirriante. Y la caja empezó a arengarlo con un clamor zumbante y monótono.
Sin poder apartar los ojos de la imagen pensó: «¿Qué es esto? ,¿La realidad? Una alucinación —decidió—. El vendedor ambulante ha hallado alguna de las drogas psicodélicas utilizadas durante la Guerra de Liberación… ¡La está vendiendo y yo tomé un poco, tomé una porción completa!»
Caminó dificultosamente hasta el videófono y marcó el número de la seccional Polseg más cercana al edificio.
—Quiero informar sobre un traficante de drogas alucinógenas —dijo en el receptor.
—¿Podría decirme su nombre, señor, y la ubicación de su departamento?
Era un burócrata oficial eficiente, enérgico e impersonal.
Le dio la información, luego volvió tambaleando a su sillón a imitación de cuero, para presenciar una vez más la aparición sobre la pantalla televisiva. «Esto es mortal —se dijo—. Debe de ser un producto desarrollado en Washington D. C., o en Londres: más fuerte y más extraño que el LSD-25 que vertieron con tanta eficacia en nuestros depósitos de agua. Y yo creía que iba a aliviarme de la carga de los discursos del Líder… esto es mucho peor, esta monstruosidad electrónica, de plástico y acero, farfullando, contorsionándose, parloteando: es algo terrorífico.»
«Tener que enfrentarme a esto por el resto de mis días…»
El equipo de dos hombres de la Polseg llegó en diez minutos. Y para entonces la imagen familiar del Líder había vuelto a entrar en foco en una serie de pasos sucesivos, reemplazando la horrible construcción artificial que agitaba sus tentáculos y chirriaba sin fin. Temblando, Chien hizo entrar a los dos agentes y los condujo hasta la mesa donde había dejado el paquete con el resto de rapé.
—Toxina psicodélica—dijo con voz apagada—. Efectos de corta duración. La corriente sanguínea la absorbe en forma directa, a través de los capilares nasales. Les daré detalles acerca de cómo la conseguí, quién me la vendió, y demás.
Aspiró con fuerza, tembloroso; la presencia de la policía era reconfortante.
Con los boligrafos listos, los dos oficiales esperaban. Y durante todo ese tiempo sonaba como fondo el discurso interminable del Líder. Como había ocurrido mil veces antes en la vida de Tung Chien. «Pero nunca volverá a ser igual—pensó—, al menos para mí. No después de inhalar ese rapé casi tóxico.»
«¿Eso es lo que ellos pretendían?», se preguntó.
Le pareció extraño pensar en ellos. Curioso… pero de algún modo correcto. Vaciló un instante, sin dar a la policía los detalles necesarios para encontrar al hombre. Un vendedor ambulante, empezó a decir. No sé dónde; no puedo recordar.
Pero recordaba la intersección exacta de las calles. Así que, con una resistencia inexplicable, se lo dijo.
—Gracias, camarada Chien —el agente de mayor graduación tomó con cuidado lo que quedaba de rapé (quedaba la mayor parte) y lo colocó en el bolsillo de su uniforme severo, elegante—. Le informaremos de inmediato en caso de que tenga que tomar medidas médicas. Algunas de las antiguas sustancias psicodélicas de la guerra eran fatales, como sin duda usted habrá leído.
—He leído—asintió.
Justamente en eso había estado pensando.
—Buena suerte y gracias por avisarnos —dijeron los dos agentes, y partieron.
El informe del laboratorio llegó con rapidez sorprendente, teniendo en cuenta la burocracia estatal. Se lo pasaron por el videófono antes de que el Líder hubiese terminado su discurso televisivo.
—No es un alucinógeno—le informó el técnico del laboratorio Polseg.
—¿No?—dijo perplejo y, extrañamente, sin sentir alivio en ningún sentido.
—Todo lo contrario. Es una fenotiacina, que como usted sin duda sabe es antialucinógena. Una fuerte dosis por cada gramo de mezcla, pero inofensiva. Puede bajarle la presión arterial o darle sueño. Es probable que la hayan robado de algún escondite de provisiones médicas de la guerra abandonado durante la retirada. Yo en su caso no me preocuparía.
Chien colgó el videófono lentamente, abstraído. Y luego caminó hasta la ventana del departamento, la ventana que daba sobre la espléndida vista de otros edificios horizontales de Hanoi.
Sonó el timbre. Cruzó la sala alfombrada para contestar, como en un trance.
La muchacha que estaba allí de pie, vestida con un impermeable y un pañuelo atado sobre su cabello oscuro, brillante y muy largo, dijo con una tímida vocecita:
—Eh… ¿Camarada Chien? ¿Tung Chien? Del Ministerio de…
—Han estado controlando mi videófono—le dijo; era un disparo al azar, pero una certeza muda le indicaba que era cierto.
—¿Ellos… se llevaron lo que quedaba de rapé?—Miró a su alrededor—. Oh, espero que no; es tan difícil conseguirlo en estos días.
—El rapé es fácil de conseguir —dijo él—. La fenotiacina, no. ¿Es eso lo que quiere usted decir?
La muchacha alzó la cabeza y lo estudió con sus amplios y oscuros ojos lunares.
—Sí, señor Chien… —vaciló, con una indecisión tan obvia como la seguridad de los agentes de la Polseg— Cuénteme lo que vio; para nosotros es muy importante estar seguros.
—¿Acaso puedo elegir?—dijo él, irónico.
—S… sí, ya lo creo. Eso es lo que nos confundió; eso es lo que se salió de los planes. No comprendemos; no se adapta a ninguna teoría —sus ojos se hicieron aún más oscuros y profundos—. ¿Tomó la forma del horror acuático? ¿O de la cosa con fango y dientes, la forma de vida extraterrestre? Por favor, dígamelo; necesitamos saberlo.
Su respiración era irregular, forzada, el impermeable subía y bajaba; Chien se descubrió contemplando el ritmo con que lo hacía.
—Una máquina—dijo.
—¡Oh!—ella sacudió la cabeza, asintiendo con vigor—. Sí, entiendo; un organismo mecánico que no se parece en nada a un hombre. No es un simulacro, algo construido para parecerse a un hombre.
—Este no parecía un hombre—dijo Tung Chien, y agregó para sí: «y no podía, no pretendía hablar como un hombre».
—Usted comprende que no era una alucinación.
—Oficialmente me informaron que lo que tomé era fenotiacina. Eso es todo lo que sé.
Decía lo mínimo posible, no quería hablar ni oír. Oír lo que la muchacha pudiera decirle.
—Bien, señor Chien… —lanzó un suspiro hondo, inseguro— Si no era una alucinación, entonces ¿qué era? ¿Qué es lo que nos queda? Lo que llamamos «super-conciencia», ¿puede ser esto?
Él no contestó; dándole la espalda, tomó con lentitud los dos exámenes escritos, los hojeó, ignorándola. Esperando la próxima tentativa de la muchacha.
Apareció por sobre su hombro, exhalando un aroma a lluvia primaveral, a dulzura y agitación; su olor era hermoso, y su aspecto, y su modo de hablar. «Tan distinto de los ásperos discursos esquemáticos que oímos en la televisión y que he oído desde que nací.»
—Algunos de los que toman la estelacina, y lo que usted tomó era estelacina, ven una aparición, algunos, otra. Pero han surgido distintas categorías; no hay una variedad infinita. Unos ven lo que usted vio, que llamamos el Chirriante. Otros ven el horror acuático, el Tragón. Y luego están el Pájaro, y el Tubo Trepador, y… —se interrumpió— Pero otras reacciones nos dicen muy poco —vaciló, luego siguió adelante—. Ahora que le ha ocurrido esto, señor Chien, nos gustaría que se uniera a nuestra agrupación y que se unan a su grupo particular los que ven lo que usted ve. El Grupo Rojo. Queremos saber qué es eso realmente… —hizo un gesto con sus dedos delgados, suaves como la cera—. No puede ser todas esas manifestaciones a la vez.
Su tono era conmovedor, ingenuo. Chien sintió que su tensión se relajaba… un poco.
—¿Qué ve usted?—dijo— Usted en particular.
—Formo parte del Grupo Amarillo. Veo… una tormenta. Un remolino quejumbroso, maligno. Que lo arranca todo de raíz, tritura edificios horizontales construidos para durar un siglo —sobre su rostro apareció una sonrisa melancólica—. El Triturador. Son doce grupos en total, señor Chien. Doce experiencias absolutamente distintas, todas provocadas por las mismas fenotiacinas, todas del Líder cuando habla por televisión. Cuando eso habla, mejor dicho.
Sonrió hacia él, con sus largas pestañas (probablemente artificiales) y su mirada atractiva e incluso confiada. Como si creyera que él sabía algo o podía hacer algo.
—Como ciudadano debería hacerla arrestar—dijo él un momento después.
—No hay leyes acerca de esto. Estudiamos los escritos jurídicos soviéticos antes de… encontrar gente que distribuyera la estelacina. No tenemos mucha; debemos elegir cuidadosamente a quién se la damos. Nos pareció que usted era alguien adecuado…, un joven profesional de posguerra en ascenso, muy conocido, dedicado a su trabajo.—Tomó los exámenes escritos que él tenía en la mano—. ¿Le ordenaron hacer Lectu-pol?—preguntó.
—¿Lectu-pol?
No conocía el término.
—Analizar algo dicho o escrito para ver si se adecua a la visión del mundo actual del Partido. En su nivel jerárquico lo llaman sencillamente «leer», ¿verdad? —volvió a sonreír— Cuando suba un escalón más, y esté junto al señor Tso-pin, conocerá esa expresión —agregó sombría—; y al señor Pethel. Él ha llegado muy alto. No hay escuela ideológica en San Francisco; estos son exámenes fraguados, concebidos para que puedan reflejar un análisis cabal de su ideología política, señor Chien. ¿Y fue capaz de distinguir cuál texto es ortodoxo y cuál herético? —su voz era como la de un duende. Se burlaba de él con divertida malicia— Elija el equivocado y su carrera en flor morirá, se detendrá en seco. Elija el correcto…
—¿Usted sabe cuál es el correcto?—preguntó Chien.
—Sí —asintió ella con sobriedad—. Tenemos micrófonos ocultos en las oficinas internas del señor Tso-pin; controlamos su conversación con el señor Pethel…, que no es el señor Pethel sino el Inspector Mayor de la Polseg, Judd Craine. Posiblemente haya oído hablar de él; actuó como asistente en jefe del juez Vorlawsky en los tribunales para crímenes de guerra de Zurich, en el noventa y ocho.
—Ya… veo —dijo él con dificultad.
Bueno, aquello lo explicaba todo.
—Me llamo Tanya Lee —dijo la muchacha.
Chien no dijo nada; sólo asintió, demasiado aturdido como para hacer funcionar su cerebro.
—Técnicamente soy un empleado sin importancia en su Ministerio —dijo la señorita Lee—. Nunca nos hemos encontrado, al menos que yo recuerde. Tratamos de obtener puestos en todos los lugares que podamos. Los más altos posible. Mi propio jefe…
—¿Le parece correcto que me lo cuente?—señaló el televisor, que seguía encendido—. ¿No lo estarán registrando?
—Instalamos un factor de interferaencia en la recepción visual y auditiva de este edificio—dijo Tanya Lee—. Les llevará casi una hora localizarlo. Así que tenemos…—se fijó en el reloj de pulsera de su delgada muñeca—quince minutos más. Y aún estaremos seguros.
—Dígame cuál de los escritos es el ortodoxo.
—¿Eso es lo que le importa? ¿Realmente?
—¿Y qué es lo que debería importarme?—dijo él.
—¿No entiende, señor Chien? Usted ha aprendido algo. El Líder no es el Líder; es otra cosa, pero no podemos saber qué. Aún no. Señor Chien, con el debido respeto, ¿alguna vez hizo analizar su agua corriente? Sé que suena paranoico, ¿pero lo hizo?
—No—dijo Chien—. Por supuesto que no—sabiendo lo que iba a decir la muchacha.
La señorita Lee dijo con rapidez:
—Nuestros análisis demuestran que está saturada de alucinógenos. Lo está, lo estuvo y lo seguirá estando. No del tipo utilizado durante la guerra; no son los desorientadores, sino un derivado sintético, casi un alcaloide, llamado Datrox-3. Usted lo bebe en el edificio desde que se levanta; lo bebe en los restaurantes y en los departamentos que visita. Lo bebe en el Ministerio; llega por las cañerías desde una sola fuente central —su tono era frío y feroz—. Resolvimos el problema; apenas efectuamos el descubrimiento supimos que cualquier fenotiacina podía contrarrestarlo. Lo que no sabíamos, por supuesto, era esto: una variedad de experiencias auténticas; desde un punto de vista racional, eso no tiene sentido. Lo que debería cambiar de una persona a otra es la alucinación, y la experiencia de lo real debería ser omnipresente: está dado al revés. Ni siquiera hemos logrado elaborar una teoría adecuada que pueda explicarlo, y Dios sabe que lo hemos intentado. Doce alucinaciones que se excluyen entre sí: eso sería fácil de comprender. Pero no una alucinación y doce realidades —dejó de hablar y observó los dos exámenes escritos—. El del poema árabe es el ortodoxo —afirmó—. Si les dice eso confiarán en usted y le otorgarán un cargo más alto. Será un paso adelante en la jerarquía de la oficialidad del Partido —Sus dientes eran perfectos y adorables. Sonriendo, terminó: —Su carrera está asegurada por un tiempo. Y gracias a nosotros.
—No le creo—dijo Chien.
Instintivamente, la cautela actuaba en su interior, la cautela de toda una vida vivida entre los duros hombres de la rama Hanoi del PC Oriental. Conocían una infinidad de métodos para dejar a un rival fuera de combate: había empleado algunos él mismo. Había visto otros utilizados contra él o contra los demás. Este podía ser un nuevo método, uno que no le resultaba familiar. Siempre era posible.
—En el discurso de esta noche, el Líder se dirigió a usted en especial —dijo la señorita Lee—. ¿No le sonó extraño? ¿Usted entre todos? Un funcionario menor de un pobre Ministerio.
—Lo admito —dijo él—. Me dio esa impresión, sí.
—Era auténtico. Su Excelencia está preparando una élite de hombres jóvenes, de posguerra; espera que infunda nueva vida a la jerarquía fanática y moribunda de vejestorios y mercenarios del Partido. Su Excelencia lo eligió a usted por la misma razón que nosotros: si prosigue su carrera en forma correcta, ésta lo llevará a la cúspide. Al menos por un tiempo…, por lo que sabemos. Esas son las perspectivas.
«Así que prácticamente todos confían en mí —pensó Chien—. Salvo yo mismo; y mucho menos después de la experiencia con el rapé antialucinógeno.» Eso había sacudido años de confianza. Sin embargo, empezaba a recuperar la serenidad; al principio lentamente, luego de golpe.
Fue hasta el videófono, alzó el receptor y comenzó a marcar el número de la Policía de Seguridad de Hanoi, por segunda vez en esa noche.
—Entregarme sería la segunda decisión regresiva que usted puede hacer —dijo la señorita Lee—. Les diré que me trajo aquí para sobornarme; usted pensaba que por mi posición en el Ministerio yo sabría qué examen escrito elegir.
—¿Y cuál fue mi primera decisión regresiva?—preguntó él.
—No tomar una dosis mayor de fenotiacina—dijo llanamente la señorita Lee.
Mientras colgaba el videófono, Chien pensó: «No entiendo lo que me está pasando. Hay dos fuerzas: por un lado el Partido y Su Excelencia… por el otro esta muchacha con su supuesto grupo. Uno quiere hacerme ascender lo más posible dentro de la jerarquía del partido; el otro…» ¿Qué quería Tanya Lee? Por debajo de las palabras, dentro de una membrana de desdén casi trivial por el Partido, el Líder, los esquemas éticos del Frente Democrático Unido del pueblo: ¿qué pretendía ella respecto a él?
—¿Es usted anti-Partido?—preguntó con curiosidad.
—No.
—Pero… —hizo un gesto— Eso es todo lo que existe: Partido y anti-Partido. Usted debe de ser del Partido, entonces —la miró a los ojos, perplejo; ella le sostuvo la mirada con serenidad—. Ustedes tienen una organización y se reúnen. ¿Qué pretenden destruir? ¿El funcionamiento normal del gobierno? Son como los estudiantes desleales de los Estados Unidos durante la Guerra de Vietnam, cuando detenían a los trenes de tropas, hacían marchas…
—No era así—dijo la señorita Lee con tono cansado—. Pero olvídelo; ese no es el tema. Lo que queremos saber es esto: ¿quién qué nos está dirigiendo? Debemos avanzar lo suficiente como para enrolar a alguien, un joven técnico en ascenso del Partido, que pueda llegar a ser invitado a una entrevista personal con el Líder, ¿comprende? —su voz se hizo apremiante; consultó el reloj, era obvio que estaba ansiosa por partir: casi habían pasado los quince minutos—. En realidad, hay muy pocas personas que ven al Líder. Quiero decir verlo verdaderamente.
—Está recluido —dijo él—. Por su avanzada edad.
—Tenemos esperanzas de que si usted pasa la prueba fraguada que le han preparado, y con mi ayuda lo hará, será invitado a una de las reuniones que el Líder convoca de vez en cuando, de las que por supuesto no informan los periódicos. ¿Entiende ahora? —su voz se hizó aguda, en un frenesí de desesperación— Entonces sabríamos. Si usted puede entrar bajo la influencia de la droga antialucinógena, podrá enfrentar cara a cara lo que él es realmente…
Pensando en voz alta, Chien dijo:
—Y terminar con mi carrera como servidor público. Y quizá también con mi vida.
—Usted nos debe algo —estalló Tanya Lee, con las mejillas blancas—. Si yo no le hubiera dicho qué texto escoger habría elegido el equivocado y su carrera de servidor público habría terminado de cualquier manera. Habría fallado…, ¡fallado en una prueba de la que ni siquiera sabía el propósito!
—Tenía un cincuenta por ciento de posibilidades a mi favor —dijo él con suavidad.
—No —la muchacha sacudió la cabeza con furia—. El texto herético está adulterado con un montón de jerga partidista; elaboraron los dos escritos deliberadamente para atraparlo. ¡Quieren que usted falle!
Chien examinó otra vez los textos, confundido. «¿Tenía ella razón? Era posible. Probable. Conociendo como conocía a los funcionarios, y en particular a Tso-pin, su superior, aquello sonaba convincente. Se sintió cansado. Derrotado. Luego dijo a la muchacha:
—Lo que están tratando de obtener de mí es un quid pro quo. Ustedes hicieron algo por mí: consiguieron, o pretenden haber conseguido, la respuesta para esta consulta del partido. Pero ya cumplieron con su parte. ¿Qué puede impedirme que la eche de aquí de mal modo? No estoy obligado a hacer absolutamente nada.
Oyó su propia voz, monótona, con la pobreza de énfasis emocional típica de los círculos del Partido.
La señorita Lee dijo:
—Mientras usted siga subiendo en la escala jerárquica, habrá otras consultas. Y las controlaremos también para usted en esos casos.
Estaba tranquila, serena; era obvio que había previsto su reacción.
—¿Cuánto tiempo tengo para pensarlo?
—Ahora me voy. No tenemos prisa; usted no va a recibir una invitación a la villa del Río Amarillo del Líder ni la semana próxima ni el mes próximo —mientras se dirigía a la puerta y la abría, hizo una pausa—. Nos pondremos en contacto con usted a medida que le den las pruebas de clasificación camufladas; le suministraremos las respuestas: se encontrará con uno o más de nosotros en esas ocasiones. Lo más probable es que no sea yo; ese veterano de guerra incapacitado le venderá las hojas con las respuestas correctas cuando usted salga del edificio del Ministerio —le brindó una sonrisa breve, como una vela que se apaga—. Pero uno de estos días, seguramente en forma inesperada, recibirá una invitación formal, elegante y oficial para ir a la villa del Líder, y cuando lo haga irá bien sedado con estelacina… quizá la última dosis de nuestra ya escasa provisión. Buenas noches.
La puerta se cerró tras ella: había partido.
«Pueden chantajearme por lo que he hecho —pensó—. Y ni siquiera se molestó en mencionarlo; visto y considerando en lo que están implicados, no valía la pena hacerlo. Ya había informado a la patrulla de la Polseg que le habían dado una droga que resultó ser una fenotiacina. Así que ellos lo saben. Me vigilarán; estarán alerta. Técnicamente, no he violado ninguna ley, pero… estarán vigilando… Sin embargo, siempre vigilan, de un modo u otro.»
Se relajó un poco pensando en eso. Con el paso de los años se había acostumbrado, como todos.
«Veré al Benefactor Absoluto del Pueblo como es—se dijo—.Cosa que posiblemente nadie haya hecho. ¿Qué será? ¿Cuál de las subclases de imágenes no alucinatorias? Clases que ni siquiera conozco… una visión que puede abrumarme por completo. ¿Cómo voy a mantener la calma y el equilibrio durante esa noche, si es como la forma que vi en la pantalla del televisor? El Triturador, el Chirriante, el Pájaro, el Tubo Trepador, el Tragón… o algo peor.»
Se preguntó en qué consistinan algunas de las otras visiones… y luego abandonó ese tipo de especulación; era improductiva. Y provocaba ansiedad.
A la mañana siguiente, el señor Tso-pin y el señor Darius Pethel lo encontraron en su oficina, ambos tranquilos pero expectantes. Sin decir una palabra, les tendió uno de los dos «exámenes escritos». El ortodoxo, con su breve y angustioso poema árabe.
—Este es obra de un dedicado miembro o candidato a miembro del Partido—dijo con firmeza—. El otro…—arrojó las hojas restantes sobre el escritorio—. Basura reaccionaria —se sentía furioso—. A pesar de una superficial…
—Está bien, señor Chien—dijo Pethel, asintiendo—. No necesitamos explorar todas y cada una de las ramificaciones; su análisis es correcto. ¿Oyó que anoche el Líder lo mencionó en su discurso televisivo?
—Por supuesto que sí—dijo Chien.
—Entonces sin duda habrá deducido que hay algo muy importante implicado en lo que estamos intentando —dijo Pethel—. El Líder está interesado en usted; eso es evidente. Para ser más precisos, se ha comunicado conmigo al respecto —abrió su atestado portafolios y revolvió en su interior—. Extravié el maldito asunto. De todos modos… —miró a Tso-pin, que asintió levemente— A Su Excelencia le agradaría verlo en la cena que ofrecerá el próximo jueves por la noche en la villa del Río Yangtsé. Sobre todo, la señora Fletcher aprecia…
—¿La señora Fletcher?—dijo Chien—. ¿Quién es la señora Fletcher?
Luego de una pausa Tso-pin dijo con voz seca:
—La esposa del Benefactor Absoluto. El verdadero nombre de Su Excelencia, que sin duda usted no habrá oído nunca, es Thomas Fletcher.
—Es un caucásico—explicó Pethel—. Procede del Partido Comunista Neozelandés; participó en la difícil lucha por el poder en ese país. Esta información no es secreta en sentido estricto, pero por otra parte no se ha divulgado —titubeó, jugueteando con cadena de su reloj—. Probablemente sea mejor que la olvide. Desde luego, apenas se encuentre con él cara a cara lo advertirá, se dará cuenta de que es un caucásico. Como yo. Como muchos de nosotros.
—La raza no tiene nada que ver con la lealtad hacia el Líder y el Partido—señaló Tso-pin—. El señor Pethel es un ejemplo.
«Su Excelencia engaña —pensó Chien—. En la pantalla de televisión no parecía ser occidental.»
—En la televisión…—comenzó a decir.
—La imagen es sometida a una complicada serie de retoques habilidosos —interrumpió Tso-pin—. Por motivos ideológicos. La mayor parte de las personas que ocupan altos puestos lo saben.
Y clavó en Chien una mirada de dura crítica.
«Así que todos están de acuerdo—pensó Chien—. Lo que vemos todas las noches no es real. La cuestión es: ¿hasta qué punto es irreal? ¿Parcialmente? ¿O completamente?»
—Estaré preparado—dijo con rigidez.
«Ha habido un fallo—pensó—. El grupo que representa Tanya Lee no esperaba que yo consiguiera entrar tan pronto. ¿Dónde está el antialucinógeno? ¿Podrán alcanzármelo o no? Es probable que no, con tan poco tiempo. »
Extrañamente, se sintió aliviado. Iba a presentarse ante Su Excelencia en una situación que le permitiría verlo como ser humano, verlo como él (y todos los demás) lo veían en la televisión. Sería una cena partidista estimulante y alegre, con algunos de los miembros más influyentes del Partido en Asia. «Creo que podremos pasarlo bien sin las fenotiacinas», se dijo. Y su sensación de alivio aumentó.
—Por fin la encontré —dijo Pethel de pronto, extrayendo un sobre blanco del portafolios—. Su tarjeta de entrada. Usted viajará en sino-cohete hasta la villa del Líder el jueves por la mañana; allí el oficial de protocolo lo instruirá acerca de cómo debe comportarse. Se trata de una cena de etiqueta, con corbata blanca y frac, pero la atmósfera será cordial. Siempre hay brindis en abundancia. He asistido a dos reuniones semejantes —emitió una sonrisa chillona—. El señor Tso-pin no ha sido honrado de la misma forma. Pero como dicen, todo llega para quien sabe esperar. Ben Franklin lo dijo.
—Para el señor Chien la ocasión ha llegado de modo bastante prematuro —dijo Tso-pin. Se encogió de hombros filosóficamente—. Pero nunca solicitaron mi opinión.
—Otra cosa—le dijo Pethel a Chien—. Es posible que cuando vea a Su Excelencia en persona se sienta desilusionado en ciertos aspectos. Esté atento para que no se note, si esos son sus sentimientos. Siempre nos hemos inclinado, y hemos sido educados para eso, a considerarlo como algo más que un hombre. Pero en la mesa es… un tonto malicioso. En algún sentido, como nosotros mismos. Por ejemplo, puede dar rienda suelta a un aspecto moderadamente humano de actividad oral agresiva y pasiva; quizá cuente una broma fuera de lugar o beba demasiado… Para ser francos, nadie sabe por anticipado cómo terminarán esas reuniones, pero por lo general duran hasta bien entrada la mañana del día siguiente. Así que sería sensato que acepte la dosis de anfetaminas que le ofrecerá el oficial de protocolo.
—¿Cómo?—dijo Chien.
Aquello era algo nuevo e interesante.
—Para la tensión nerviosa. Y para equilibrar los efectos de la bebida. Su Excelencia tiene un poder de resistencia admirable; a menudo sigue en pie y ansioso por continuar cuando todos los demás han abandonado.
—Un hombre notable—intervino Tso-pin—. Creo que sus… excesos sólo demuestran que es un compañero magnífico. Y completo; es como el hombre ideal del Renacimiento: como Lorenzo de Médicis, por ejemplo.
—Sí, eso es lo que uno piensa—confirmó Pethel.
Escrutó a Chien con tanta intensidad, que éste volvió a sentir el temor de la noche pasada. «¿Me están llevando de trampa en trampa?—se preguntó—. Aquella muchacha; ¿era en realidad un agente de la Polseg, poniéndome a prueba, buscando en mí una veta desleal, antipartidista?»
Se las arregló para esquivar al vendedor sin piernas de remedios vegetales al salir del trabajo; volvió al departamento por un camino totalmente distinto.
Tuvo éxito. Evitó al vendedor ese día, y también al día siguiente, y así hasta el jueves.
El jueves por la mañana, el vendedor ambulante salió como un bala de abajo de un camión estacionado y le obstruyó el camino enfrentándolo.
—¿Mi medicina?—preguntó el vendedor—. ¿Le sirvió? Sé que lo hizo; la fórmula viene de la dinastía Sung… podría asegurar que surtió efecto. ¿No es así?
—Déjeme—dijo Chien.
—¿Tendría la bondad de contestarme?—El tono no era el lloriqueo esperado, clásico de un vendedor callejero operando en forma marginal; y ese tono llegó con fuerza a Chien; lo oyó alto y claro… según el dicho proverbial de las tropas títeres imperialistas.
—Sé lo que me dio —dijo Chien—. Y no quiero más. Si cambio de idea puedo comprarlo en una farmacia. Gracias.
Empezó a caminar, pero el carrito, con su ocupante sin piernas, lo persiguió.
—La señorita Lee estuvo hablando conmigo —dijo el vendedor en voz alta.
—Ajá —dijo Chien, y aumentó en forma automática la marcha. Distinguió un taxi y empezó a hacerle señas.
—Esta noche va a asistir a la cena de la villa del Río Yang —dijo el vendedor, jadeando por el esfuerzo de mantener el ritmo de marcha—. ¡Tome la medicina… ahora!—Iimplorante, tendió un envoltorio— Por favor, Miembro del Partido Chien por su propio bien, por el de todos nosotros. Así podremos saber contra qué luchamos. Buen Dios, podría ser algo extraterrestre; ese es nuestro principal temor. ¿No comprende, Chien? ¿Qué es su maldita carrera comparada con eso? Si no podemos averiguarlo…
El taxi frenó sobre el pavimento; su puerta se abrió. Chien empezó a abordarlo.
El paquete pasó junto a él, aterrizó sobre el borde inferior de la puerta, luego se deslizó hacia la alcantarilla, mojada por la lluvia reciente.
—Por favor—dijo el vendedor—. Y no le costará nada; hoy es gratis. Sólo agárrelo, úselo antes de la cena. Y no utilice las anfetaminas; son un estimulante talámico, contraindicado cuando se toma un depresivo de las adrenales como la fenotiacina…
La puerta del taxi se cerró tras Chien, y éste se sentó.
—¿Adónde vamos, camarada?—preguntó el mecanismo robot de conducción.
Le dio la chapa con el número que indicaba su departamento.
—Ese mercachifle imbécil se las arregló para introducir su mugrienta mercancía en mi inmaculado interior —dijo el taxi—. Fíjese. Está junto a su zapato.
Chien vio el paquete; era sólo un sobre de aspecto común. «Supongo que es así como las drogas llegan a uno», pensó; de pronto estaba allí. Se quedó inmóvil por un momento. Luego lo levantó.
Como en la primera vez, un papel escrito acompañaba al producto, pero vio que ahora estaba escrito a mano. Una letra femenina: de la señorita Lee:
Nos sorprendió por lo repentino. Pero gracias al cielo estábamos preparados. ¿Dónde se encontraba el martes y el miércoles? De todos modos, aquí lo tiene y buena suerte. Me pondré en contacto con usted durante la semana; no quiero que trate de localizarme.
Le prendió fuego a la nota y la hizo arder en el cenicero del taxi. Y se quedó con los gránulos negros.
«Durante todo este tiempo—pensó—. Alucinógenos en nuestra agua corriente. Año tras año. Décadas. Y no en tiempo de guerra sino de paz. Y no de parte del enemigo sino de nuestro propio campo. Quizá debiera tomar esto; quizá debiera averiguar qué es él o eso y dejar que el grupo de Tanya Lee lo sepa.»
Lo haré, decidió. Y además… tenía curiosidad.
Una emoción perniciosa, lo sabía. Sobre todo en las actividades del Partido la curiosidad era un estado de ánimo que podía poner punto final a su carrera.
Un estado de ánimo que por el momento lo invadía por completo. Se preguntó si duraría hasta la noche, si inhalaría en realidad la droga cuando llegara el instante preciso.
El tiempo lo diría. Eso y todo lo demás. Como lo expresaba el poema árabe, «somos capullos en flor sobre la llanura, donde los elige la muerte». Trató de recordar el resto del poema, pero no pudo. Tal vez no tuviera importancia.
El oficial de protocolo de la villa, un japonés llamado Kimo Okubara, alto y fornido, sin duda un ex luchador, lo examinó con hostilidad innata, incluso luego de haberle presentado su invitación grabada y demostrarle en forma fehaciente su identidad.
—Me sorprende que se haya molestado en venir —murmuró Okubara—. ¿Por qué no quedarse en casa y mirar la TV? Nadie le echa de menos. Hasta ahora lo pasamos bien sin usted.
—Ya he mirado la televisión—dijo Chien, envarado.
Y, de todos modos, rara vez se televisaban las cenas del Partido; eran demasiado indecentes.
La pandilla de Okubara lo cacheó dos veces en busca de armas incluyendo la posibilidad de un supositorio anal, y luego le devolvieron la ropa. Sin embargo, no encontraron la fenotiacina. Porque ya la había tomado. Sabía que los efectos de dicha droga duraban unas cuatro horas. Era más que suficiente. Y tal como Tanya le había dicho, era una dosis fuerte. Se sentía perezoso, inepto y mareado, la lengua se le movía en espasmos, en un falso mal de Parkinson, un efecto secundario desagradable que no había previsto.
A su lado pasó una muchacha, desnuda a partir del pecho, con largo cabello cobrizo cayéndole sobre los hombros y la espalda. Interesante.
Una muchacha desnuda a partir de las nalgas apareció en sentido opuesto. Interesante, también. Las dos parecían desocupadas y aburridas, y completamente dueñas de sí mismas.
—Usted también debe entrar así—informó Okubara a Chien.
Alarmado, Chien dijo:
—Tenía entendido que debía llevar corbata blanca y frac.
—Es broma —dijo Okubara—. Sólo las muchachas van desnudas. Hasta puede llegar a disfrutarlo, a menos que sea homosexual.
«Bueno —pensó Chien—, supongo que será mejor que me guste.» Comenzó a vagar entre los demás invitados. Usaban corbata blanca y frac, como él, y las mujeres vestidos largos de noche, y se sintió ansioso, a pesar del efecto tranquilizante de la estelacina. «¿Por qué estoy aquí?», se preguntó. No se le escapaba la ambigüedad de su situación. Estaba allí para adelantar en su carrera dentro del aparato del Partido, para obtener el gesto de aprobación íntimo y personal de Su Excelencia… Y por otro lado estaba allí para demostrar que Su Excelencia era un engaño. No sabía qué tipo de engaño, pero lo era: un engaño contra el Partido, contra todos los pueblos democráticos y amantes de la paz de la Tierra. Siguió mezclándose con la gente.
Una muchacha de pechos pequeños, brillantes, iluminados, se acercó a pedirle fuego. Sacó el encendedor con gesto abstraído.
—¿Qué es lo que hace resplandecer sus pechos?—le preguntó—. ¿Inyecciones radiactivas?
La muchacha se encogió de hombros y no dijo nada. Pasó por su lado, dejándole solo. Sin duda había actuado en forma incorrecta.
Quizá se tratase de una mutación de la época de la guerra, estimó.
—¿Una copa, señor?
Un sirviente le tendió una bandeja con elegancia. Aceptó un martini (que era el trago de moda entre las clases altas del Partido en China Popular) y probó el sabor seco y helado. Un buen gin inglés. O posiblemente la mezcla original holandesa; con enebro o algo así. No estaba mal. Siguió avanzando, sintiéndose mejor. En realidad, la atmósfera del lugar le resultaba agradable. Aquí la gente tenía confianza en sí misma. Habían triunfado y ahora podían relajarse. Evidentemente, era un mito que estar cerca de Su Excelencia producía ansiedad neurótica: al menos allí no veía el menor indicio, y él mismo apenas la sentía.
Un hombre calvo, maduro y fornido lo detuvo por el simple procedimiento de apoyar su copa contra el pecho de Chien.
—La pequeña que le pidió fuego —dijo el hombre, y resopló—. La tipa con los pechos como adornos navideños… era un muchacho, de compañía —soltó una risita—. Aquí hay que tener cuidado.
—¿Y dónde puedo encontrar mujeres auténticas, si es que las hay? —preguntó Chien—. ¿Entre las corbatas blancas y los fracs?
—Muy cerca—dijo el hombre, y partió con un tropel de invitados hiperactivos, dejando a Chien a solas con su martini.
Una mujer alta, elegante, bien vestida, que estaba de pie cerca de Chien, le agarró de pronto el brazo con la mano; Chien sintió que los dedos de la mujer se tensaban y ella le decía:
—Ahí viene Su Excelencia. Es la primera vez que lo veo. Estoy un poco asustada. ¿Tengo bien el pelo?
—Espléndido —dijo Chien, pensativo, y siguió la mirada de la mujer para ver por primera vez al Benefactor Absoluto.
Lo que cruzaba la habitación hacia la mesa del centro no era un hombre.
Y Chien advirtió que tampoco se trataba de un aparato mecánico. No era lo que había visto en la televisión. Evidentemente, aquello era un sencillo dispositivo para emitir discursos, así como Mussolini había utilizado un brazo artificial para saludar los desfiles largos y tediosos.
«Dios —pensó, y se sintió enfermo—. ¿Era esto lo que Tanya Lee llamaba el «horror acuático»?» No tenía forma. Ni pseudópodos de carne o metal. En cierto sentido no estaba allí. Cuando lograba mirarlo de frente, la forma se desvanecía. Veía a través de ella, veía la gente al otro lado: pero no la forma en sí misma. Su embargo, si giraba un poco la cabeza y la miraba de lado, la captaba y podía determinar sus limites.
Era terrible; lo abrumó de horror. A medida que avanzaba absorbía la vida de cada persona; devoró a la gente allí reunida, siguió su camino, volvió a comer, siguió comiendo con un apetito insaciable. Aquello odiaba. Chien sentía su odio. Aquello aborrecía. Chien sentía cómo aborrecía a todos los presentes: en realidad, él compartía su aborrecimiento. De repente, Chien y todos los que estaban en la enorme villa eran cada uno una babosa retorcida, y por encima de los caparazones de babosa caídos, la criatura saboreaba, se demoraba, pero siempre yendo hacia él: ¿o era una ilusión? «Si esto es una alucinación—pensó Chien—, es la peor que he tenido en mi vida. Si no lo es, entonces es una realidad maligna. Es algo maligno que mata y lastima.» Vio el rastro de sobras de hombres y mujeres pisoteados, amasados que el ser dejaba a su paso; los vio tratando de reponerse, de actuar con sus cuerpos tullidos: oyó cómo trataban de hablar.
«Sé quién eres —pensó Tung Chien—. Tú, el caudillo supremo de la estructura mundial del Partido. Tú, que destruyes cuanto objeto viviente tocas. Comprendo aquel poema árabe, la búsqueda de las flores de la vida para comerlas: te veo montado a horcajadas sobre la llanura que para ti es la Tierra, una llanura sin profundidades ni alturas. Vas a todas partes, apareces en cualquier momento, devoras todo. Edificas la vida y luego la engulles, y disfrutas al hacerlo. Eres Dios.»
—Señor Chien —dijo la voz que venía del interior de su cráneo y no del espíritu sin boca que se iba formando directamente ante él—. Me alegra volver a verle. Usted no sabe nada. Váyase. Usted no me interesa. ¿Por qué tendría que importarme el barro? Barro. Estoy atascado en él. Debo excretarlo, y así lo hago. Puedo destrozarlo, señor Chien. Incluso puedo destrozarme a mí mismo. Debajo de mí hay rocas filosas. Desparramo objetos con puntas agudas por encima del pantano. Hago que los sitios ocultos, profundos, hiervan como en una marmita. Para mí el mar es como un pote de ungüento. Las partículas de mi carne están unidas a todo. Usted es yo. Yo soy usted. No importa, como no importa si la criatura de pechos encendidos era una muchacha o un muchacho. Uno puede aprender a disfrutar de cualquiera de los dos.
Se rió.
Chien no podía creer que le estuviera hablando. No podía imaginar —era demasiado terrible— que lo hubiera elegido a él.
—Los he elegido a todos—dijo aquello—. Nadie es demasiado pequeño. Cada uno cae y muere y yo estoy allí para contemplarlo. Sólo necesito contemplar. Es automático. Fue dispuesto de ese modo.
Y entonces dejó de hablarle. Se autodisgregó. Pero Chien lo seguía viendo. Sentía su presencia múltiple. Era un globo que colgaba en la habitación, con cincuenta mil ojos, con un millón de ojos…, miles de millones. Un ojo para cada ser viviente mientras esperaba que cada ser cayera, y luego lo pisoteaba cuando yacía debilitado. Había creado los seres para eso, y Chien lo sabía. Lo comprendía. Lo que en el poema árabe parecía ser la muerte no era la muerte sino Dios. O, mejor dicho, Dios estaba muerto, aquello era una fuerza, un cazador, una entidad caníbal, y fallaba una y otra vez, pero como tenía toda la eternidad por delante podía permitirse fallar. Advirtió que era como en los dos poemas. También el de Dryden. La gastada procesión. Eso es nuestro mundo y tú lo estás fabricando. Urdiéndolo para que así sea. Amarrándonos.
«Pero al menos me queda mi dignidad», pensó.
Con dignidad abandonó su copa, se dio vuelta, caminó hacia las puertas del salón y pasó a través de ellas. Caminó por un largo vestíbulo alfombrado. Un sirviente de la mansión, vestido de púrpura, le abrió una puerta. Se encontró de pie afuera, en la oscuridad de la noche, en una galería, solo.
Pero no estaba solo.
El ser lo había seguido. O ya estaba allí antes de que él llegara. Sí, lo había estado esperando. En realidad no había terminado con él.
—Allá voy —dijo Chien, y se precipitó sobre la baranda.
Estaba en un sexto piso, y abajo brillaba el río, y la muerte, la verdadera muerte, no lo que había vislumbrado el poema árabe.
Mientras trataba de saltar, aquello apoyó una extensión de sí mismo sobre su hombro.
—¿Por qué? —dijo Chien.
Pero se detuvo, intrigado y sin comprender nada.
—No caigas por mí —dijo.
Chien no podía verlo porque se había colocado detrás de él. Pero lo que estaba apoyado sobre su hombro… había comenzado a parecerse a una mano humana.
Y entonces el ser rió.
—¿Qué hay de gracioso? —preguntó Chien, mientras se balanceaba sobre la baranda, sostenido por la falsa mano.
—Estás haciendo mi trabajo —dijo—. No estás esperando. ¿No tienes tiempo para esperar? Te escogeré entre los demás. No necesitas acelerar el proceso.
—¿Y qué pasa si lo hago por repulsión a ti?
El ser rió y no contestó.
—Ni siquiera me lo vas a decir—dijo Chien.
Tampoco esta vez hubo respuesta. Comenzó a deslizarse hacia atrás, hacia la galería. Y la presión de la falsa mano se aflojó de inmediato.
—¿Tú fundaste el Partido? —preguntó Chien.
—Fundé todo. Fundé el anti-Partido y el Partido que no es un partido, y los que están a favor de él y los que están en contra, los que tú llamarías Yanquis Imperialistas, los del campo reaccionario, y así hasta el infinito. Fundé todo. Como si fueran hojas de hierba.
—¿Y estás aquí para disfrutarlo?
—Lo que quiero es que me veas como soy, como me has visto, y que luego confíes en mí —dijo el ser.
—¿Qué? ¿Confiar en ti para qué? —preguntó Chien temblando.
—¿Crees en mí?
—Sí. Puedo verte.
—Entonces vuelve a tu empleo en el Ministerio. Cuéntale a Tanya Lee que soy un anciano gastado, obeso, que bebe mucho y pellizca el trasero de las muchachas.
—Oh, Cristo —dijo Chien.
—Mientras sigas viviendo, incapaz de detenerte, te atormentaré —dijo aquello.— Te quitaré partícula por partícula todo lo que posees o deseas. Y cuando estés destrozado hasta la muerte te revelaré un misterio.
—¿Cuál es el misterio?
—Los muertos vivirán, los vivos morirán. Yo mato lo que vive, salvo lo que ha muerto. Y te diré esto: hay cosas peores que yo. Pero no te encontrarás con ellas porque para entonces te habré matado. Ahora regresa al salón y prepárate para la cena. No cuestiones lo que estoy haciendo. Hacía lo mismo antes de que existiera alguien llamado Tung Chien y lo seguiré haciendo mucho después de que deje de existir.
Chien lo golpeó con la máxima fuerza posible.
Y experimentó un intenso dolor en la cabeza.
Y oscuridad, con una sensación de caída.
Luego, otra vez oscuridad.
«Te alcanzaré —pensó—. Me ocuparé de que tú también mueras. De que sufras. Vas a sufrir, como nosotros, exactamente del mismo modo. Volveré a enfrentarte, y te sujetaré con clavos. Juro por Dios que te crucificaré contra algo. Y dolerá. Tanto como me duele a mí ahora.»
Cerró los ojos.
Lo sacudían con rudeza. Y oía la voz de Kimo Okubara.
—Deténgase, borracho. ¡Vamos!
Sin abrir los ojos, dijo:
—Necesito un taxi.
—El taxi ya espera. Váyase a casa. Desastre. Hacer el ridículo ante todos.
Poniéndose temblorosamente en pie, abrió lo ojos, se examinó.
«El Líder a quien seguimos—pensó—es el Unico Dios Verdadero. Y el enemigo contra el que luchamos y hemos luchado también es Dios. Tienen razón: está en todas partes. Pero no entiendo lo que eso significa.» Clavó la mirada en el oficial de protocolo y pensó: «Tú también eres Dios. Así que no hay escapatoria, quizá ni siquiera saltando. Como yo empecé a hacerlo, instintivamente.»
Se estremeció.
—Mezclar copas con drogas—dijo Okubara con tono ofendido—. Arruinar la carrera. Lo he visto muchas veces. Desaparezca.
Vacilante, caminó hacia la gran puerta central de la villa del Río Yangtsé. Dos criados, vestidos como caballeros medievales, con penachos de plumas, le abrieron ceremoniosamente la puerta. Uno de ellos dijo:
—Buenas noches, señor.
—Para usted —dijo Chien, y entró en la noche.
A las tres menos cuatro de la mañana, mientras estaba sentado e insomne en la sala de estar de su departamento, fumando un Cuesta Rey Astoria tras otro, sonó un golpe en la puerta.
Cuando abrió se encontró frente a Tanya Lee, con su impermeable y el rostro marchito de frío. Sus ojos ardían, interrogantes.
—No me mires así —dijo él ásperamente. Su cigarro se había apagado. Volvió a encenderlo—. Ya me han mirado lo suficiente.
—Lo viste —dijo ella.
El asintió.
La muchacha se sentó en el brazo del sillón y tras un momento dijo:
—¿Quieres contármelo?
—Vete lo más lejos posible —dijo Chien—. Bien lejos.
Y luego recordó. No había camino que se alejara bastante. Recordó haber leído también eso.
—Olvídalo—dijo.
Poniéndose en pie, fue con paso torpe hasta la cocina y empezó a preparar café.
Siguiéndolo, Tanya dijo:
—¿Fue… tan malo?
—No podemos ganar —dijo él—. Ustedes no pueden ganar. No quise incluirme. Yo no entro en eso. Sólo quiero seguir haciendo mi trabajo en el Ministerio y olvidarme. Olvidarme de todo el maldito asunto.
—¿Es extraterrestre?
—Sí.
—¿Es hostil a nosotros?
—Sí —dijo Chien—. No. Las dos cosas. Sobre todo hostil.
—Entonces tenemos que…
—Vete a casa y acuéstate —la escrutó con cuidado. Había permanecido sentado un largo rato y había pensado mucho acerca de muchas cosas—. ¿Estás casada?—preguntó.
—No. Ahora no. Lo estuve.
—Quédate conmigo esta noche —dijo él—. Por lo menos el resto de la noche. Hasta que salga el sol. Durante la noche es horrible.
—Me quedaré —dijo Tanya, desabrochándose el cinturón del impermeable—, pero necesito algunas respuestas.
—¿Qué quería decir Dryden con eso de que la música destemplaría el cielo? —dijo Chien—. ¿Qué puede hacer la música al cielo?
—Que todo el orden celestial del universo termina—dijo la muchacha mientras colgaba el impermeable en el armario del dormitorio. Debajo llevaba un suéter anaranjado a rayas y pantalones elásticos.
—Eso es lo malo —dijo Chien.
La muchacha hizo una pausa, reflexionando.
—No sé. Supongo que sí.
—Es concederle mucho poder a la música.
—Bueno, ya conoces la antigua idea pitagórica acerca de la «música de las esferas».
Con gestos precisos se sentó en el borde de la cama y se quitó sus zapatos livianos como pantuflas.
—¿Crees en eso? —dijo Chien— ¿O crees en Dios?
—¡Dios! —rió la muchacha—. Eso desapareció junto con la caldera a vapor. ¿De qué estás hablando? ¿De Dios o de dios?
Se acercó a él, mirándole a los ojos.
—No me mires tan de cerca —dijo Chien con voz aguda, retrocediendo—. No quiero que me vuelvan a mirar así.
Se apartó, irritado.
—Creo que si hay un Dios le importan muy poco los asuntos humanos —dijo Tanya—. Bueno, esa es mi teoría. Quiero decir que a Él no parece importarle que triunfe el mal o que la gente y los animales sean heridos y mueran. Francamente, no veo Su presencia a mi alrededor. Y el Partido siempre ha negado cualquier forma de…
—¿Alguna vez lo viste a Él? —preguntó Chien—. ¿Cuándo eras niña?
—Oh, desde luego, cuando niña. Pero también creía…
—¿Alguna vez se te ocurrió que el mal y el bien son nombres que designan la misma cosa? ¿Que Dios podría ser al mismo tiempo bueno y malo?
—Te prepararé un trago —dijo Tanya, y entró descalza a la cocina.
—El Triturador, el Chirriante, el Tragón y el Pájaro y el Tubo Trepador… —dijo Chien—, más otros nombres, otras formas. No sé. Tuve una alucinación. En la cena. Una alucinación enorme. Terrible.
—Pero la estelacina…
—Provocó una peor—dijo él.
—¿Hay algún modo de luchar contra lo que viste? —dijo Tanya sombríamente—. ¿Contra ese fantasma al que llamas alucinación pero que sin duda no lo era?
—Creer en él—dijo Chien.
—¿Qué lograremos con eso?
—Nada —dijo él, agotado—. Absolutamente nada. Estoy cansado. No quiero un trago… Acostémonos.
—Está bien —regresó silenciosa al dormitorio y comenzó a quitarse el suéter a rayas por encima de la cabeza—. Lo discutiremos a fondo más tarde.
—Una alucinación es algo misericordioso —dijo Chien—. Me gustaría haberla tenido. Quiero que vuelva la mía. Quiero estar antes de que tu vendedor ambulante me encuentre con aquella fenotiacina.
—Ahora ven a la cama. Seré amable. Toda calor y ternura.
Chien se quitó la corbata, la camisa… y vio, sobre su hombro derecho, la marca, el estigma que le había dejado aquello cuando le impidió saltar. Marcas lívidas que parecían estar allí para siempre. Entonces se puso la chaqueta del pijama: ocultaba las marcas.
—De todos modos tu carrera ha adelantado muchísimo—dijo Tanya cuando él entró en la cama—. ¿No estás contento?
—Por supuesto—dijo él, asintiendo invisible en la oscuridad—.
Muy contento.
—Ven, acércate a mí—dijo Tanya, rodeándolo con los brazos—. Y olvídate de todo lo demás. Al menos por ahora.
Entonces Chien la atrajo hacia él, haciendo lo que ella pedía y él quería hacer. La muchacha fue limpia; se movió con eficacia, con rapidez y cumplió su parte. No se molestaron en hablar hasta que por fin Tanya dijo «¡Oh!», y se relajó.
—Me gustaría que pudiéramos seguir para siempre —dijo Chien.
—Lo hicimos —dijo Tanya—. Es algo fuera del tiempo. No tiene límites, como un océano. Así éramos en la época cámbrica, antes de que emigráramos a la tierra. Es como las antiguas aguas primordiales. El único momento en que retrocedemos es cuando lo hacemos. Por eso es tan importante para nosotros. Y en aquellos días no estábamos separados: era como una gran gelatina, como esas burbujas que flotan hasta la playa.
—Que flotan y allí se quedan, a morir —dijo Chien.
—¿Puedes alcanzarme una toalla? —preguntó Tanya— ¿O un trapo? Lo necesito.
Chien caminó descalzo hasta el baño, y entró a buscar una toalla. Allí, y ahora completamente desnudo, vio por segunda vez su hombro, vio el sitio donde el ser lo había aferrado y lo había sostenido, tirándolo hacia atrás, quizá para juguetear con él un poco más.
Las marcas, inexplicablemente, sangraban.
Se limpió la sangre. En seguida brotó más, y al verla se preguntó cuánto tiempo le quedaba. Era probable que sólo unas horas.
Volviendo a la cama, dijo:
—¿Puedes seguir?
—Por supuesto. Si te queda energía. Tú decides.
La muchacha lo miraba sin pestañear, apenas visible en la difusa luz nocturna.
—Me queda—dijo Chien.
Y la atrajo con fuerza hacia él.
Para que nadie acuse a esta bitácora de ser útil, lo que sigue es un juego:
En Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, la biografía de Philip K. Dick escrita por Emmanuel Carrère, éste recuerda un chiste del escritor y editor Anthony Boucher al comentar los primeros esfuerzos de Dick en los años cincuenta y su decisión de dedicarse a un subgénero tan despreciado (y estrecho) como la ciencia ficción:
Por supuesto, tenía que arriesgar: producir en grandes cantidades, aceptar los cortes, los títulos absurdos y las coloridas ilustraciones de hombrecitos verdes con ojos saltones. Boucher solía bromear diciendo que si hubieran publicado la Biblia en una colección de ciencia ficción, habría sido en dos tomos de veinte mil palabras cada uno, al Antiguo Testamento lo habrían titulado El Maestro del Caos y al Nuevo La Cosa de tres almas.
¿Qué títulos le habrían puesto los editores de esas revistas añejas a otros libros? ¿Qué títulos absurdos o extraños se podrían poner en otros subgéneros? La propuesta es jugar a inventar esos títulos: renombrar absurda o impropiamente a libros conocidos para fingir que se «ajustan» a tal o cual subgénero.
Ejemplos. Retituladas como ciencia ficción de la que Dick tuvo que escribir al comienzo de su carrera, el Quijote de Cervantes podría haberse publicado como El guerrero demente, Orlando de Virginia Woolf habría podido ser El inmortal con dos sexos y 2666 de Roberto Bolaño podría haberse convertido en La ciudad del abismo infinito (o bien Bolaño hubiera sido obligado a ambientar su novela en el año 2666 y a quitarle unas 900 páginas)…
¿Más ejemplos? Como historia de horror a la Lovecraft, El viejo y el mar de Ernest Hemingway podría haber sido El que moraba en la profundidad sin nombre. Como historia a la Stephen King (para venderla en aeropuertos en tomos con grandes letras en la portada, para poder leerlos desde lejos), Casa desolada de Dickens se habría convertido en Combustión espontánea. Como novela rosa de vampiros a la Crepúsculo, Drácula de Bram Stoker habría tenido por título (tal vez) el subtítulo la versión fílmica de Francis Ford Coppola: El amor nunca muere…
(Otro más: Derecho de pernada o El padre de todos en vez de Pedro Páramo, para hacerla pasar por novela sensacionalista soft porno.)
Los lectores están invitados a proponer sus propios ejemplos en la sección de comentarios de esta nota. Se recomienda incluir no sólo el título original del libro que elijan sino también el subgénero.
Saludos…
Por diversos problemas, varias reseñas encaminadas a la sección «El libro del mes» no podrán aparecer por el momento. Entretanto, dejo este texto, sobre varios libros previos al más famoso del escritor británico. Más adelante puede aparecer otra nota sobre los libros de Moore publicados después de Watchmen; mientras, dos de ellos ya han sido comentados aquí (de hecho, aquí y aquí).
Éste es el escritor que ha revolucionado la forma del cómic, ese arte casi siempre menospreciado, y lo ha elevado a nuevas alturas de reconocimiento y calidad artística tanto en sus trabajos más personales como en sus guiones para Superman o Batman; éste es el ocultista contemporáneo que se dedica a reflexionar sobre el sentido del universo mientras escribe un grimorio para consumo masivo; éste es el rebelde que ha dado la espalda a las grandes empresas de medios para cultivar sin concesiones su propia visión de la existencia y el arte; éste es también el hombre barbado y melenudo, con manos repletas de anillos, elevado por un episodio de Los Simpson a la altura de las grandes celebridades de nuestra era.
Irónicamente, gran parte de este reconocimiento se debe a las películas basadas en su obra y al hecho de que Alan Moore –contra la lógica de la fama y la riqueza– reniega de ellas en vez de apoyarlas, incluso a costa de regalías y privilegios. Luego de Desde el infierno (From Hell, Albert y Allan Hughes, 2001) y La liga extraordinaria (The League of Extraordinary Gentlemen, Stephen Norrington, 2003), pésimas ambas, Moore exigió que su nombre no se incluyera en ninguna otra adaptación fílmica de su trabajo y no se le menciona ni en V de Venganza (V for Vendetta, James McTeigue, 2005) ni, ahora, en Los vigilantes (Watchmen, Zack Snyder, 2009), que mientras escribo es una de las películas más vistas en el planeta. Afortunadamente, los medios globales (siquiera para explotar la noticia sensacional) han cubierto ampliamente la anomalía del historietista que truena contra los estudios de Hollywood en lugar de colaborar con ellos o incluso de intentar convertirse –como Mark Millar y algunos otros guionistas y dibujantes– en un proveedor de historias pensadas sobre todo para el cine. De modo que Alan Moore es más conocido que nunca antes y, probablemente, habrá muchas personas que se asomen a su trabajo y se den cuenta de cómo Los vigilantes, V de venganza, Desde el infierno y La liga extraordinaria son, en sus versiones originales, obras importantísimas del llamado arte secuencial. Será un acto de justicia: estas cuatro obras (etiquetadas como novelas gráficas y de hecho iniciadoras, junto con las de un puñado de otros creadores, de un nuevo aprecio por el cómic) son sólo una pequeña porción de todo lo que Moore ha publicado, y aunque éste –mago, narrador y artista conceptual además de guionista– ha pasado la mayor parte de sus treinta años de carrera en una relativa oscuridad, no deja de ser uno de los pocos autores verdaderamente geniales que viven hoy en el mundo occidental. Y el desarrollo de este genio puede verse desde sus comienzos.
Alan Moore nació en 1953 en Northampton, una ciudad industrial de la provincia inglesa en la que vive todavía. De familia pobre, no tuvo ninguna educación formal más allá de la preparatoria (o su equivalente, que en su caso fue una grammar school), de la que fue expulsado a los 17 años por vender LSD («era el traficante más inepto del mundo», declara). Moore pasó algunos años trabajando en empleos miserables; en la segunda mitad de los setenta, pese a estar ya casado y a punto de ser padre, decidió aprovechar la influencia de sus lecturas más tempranas (novelas de aventuras, relatos de ciencia ficción y, sobre todo, comics) para intentar ganarse la vida como dibujante y guionista. Después de un tiempo de publicar tiras escritas y dibujadas por él en fanzines y revistas, decidió que nunca sería un dibujante competente y optó por concentrarse sólo en escribir. A fines de los setenta tuvo su primera gran oportunidad como colaborador en Doctor Who Weekly y 2000 A.D., dos de las revistas más prestigiosas de la escena británica de aquellos años. También trabajó por un tiempo para Marvel UK, filial de la editora estadounidense, escribiendo guiones del superhéroe Captain Britain (Capitán Bretaña).
Las dos primeras historias importantes de Moore –ambas concebidas como narraciones con planteamiento, desarrollo y desenlace, y no como series «abiertas», al modo de las que se publican aún hoy en la mayoría de las revistas de historietas convencionales– comenzaron a publicarse por entregar en la revista inglesa Warrior y tuvieron una historia accidentada: tardaron años en completarse y terminaron reunidas por otros editores. Pero las dos se convirtieron en obras esenciales. La primera es V de venganza (1982-1988), hecha en colaboración con el dibujante David Lloyd y surgida parcialmente de la preocupación de Moore, en los tempranos ochenta, por la política ultraconservadora del régimen de Margaret Thatcher. Moore tomó la imagen del país opresivo que veía surgir y la convirtió en la historia de un cruel estado totalitario, fuertemente estratificado, que se ve amenazado por un anarquista oculto siempre tras una máscara con los rasgos de Guy Fawkes (un disidente inglés que en el siglo XVII intentó volar el edificio del Parlamento en Londres) y el seudónimo V.
La versión fílmica de James McTeigue, aunque no mala, se inventó una historia de amor muy poco convincente y además omitió varios de los detalles más importantes de su fuente. Estas omisiones son inevitables en cualquier adaptación, porque ninguna transposición puede, ni debe, ser perfectamente «fiel» (páginas impresas e imágenes en movimiento son medios distintos). Sin embargo, la queja constante de los fans más aguerridos –que las adaptaciones no dejan sino el esqueleto, una sombra pálida del material original– permite ver que una gran aportación de Moore, desde estos primeros trabajos, es el uso de la forma del cómic, habitualmente tenida por insustancial y frívola, para crear historias de enorme densidad, en las que texto e imágenes son interdependientes de varias formas distintas a la vez y buena parte del sentido de la obra total está en alusiones, referencias, connotaciones. En V de venganza, por ejemplo, el personaje está más cerca del ideal del hombre renacentista (o del superhombre de Nietzsche) que del prototipo del superhéroe de la época: pelea muy bien y tiene (desde luego) deseos de venganza, pero también habla de literatura y filosofía y administra, en uno de los episodios más extraños de la novela, una terapia de choque semejante a un ritual chamánico. Y todo el acento está, en el fondo, en sus ideas. V logra destruir la estructura vertical del poder pero su fin no es convertirse en un nuevo dictador, ni provocar el caos, sino instaurar lo que él llama un auténtico régimen anárquico: una nación a la vez ordenada y en la que el pueblo pueda prescindir de sus gobernantes.
Por último, alrededor de la trama de V, que va volviéndose más y más enérgica a medida que se suceden los capítulos, el mundo de la novela se construye con numerosos episodios de personajes secundarios, todos empeñados en sobrevivir en circunstancias adversas y cuyas penas se tratan, cada tanto, con el desapego irónico de números de cabaret; de hecho, el texto proporciona letra y música de varias canciones que resumen, al modo de muchas del periodo de entreguerras de la Europa del siglo XX, la vida desolada de una cultura a punto de desaparecer.
La segunda gran obra de este periodo es mucho menos conocida, pero aun más importante: Marvelman, o Miracleman (1982-1989), ilustrada por Garry Leach, Chuck Austen y, de forma muy destacada en las últimas entregas (las mejores), John Totleben. Moore la comenzó en Warrior y es, en cierto modo, la continuación de una serie que ya existía, protagonizada por un superhéroe británico de los años cincuenta: una copia del Capitán Maravilla (también conocido como Shazam), es decir, una copia de una copia del arquetipo de Superman. Pero Moore tomó al personaje, que nunca había pasado de ser una imitación y no tenía sobre sí la atención mediática de otros más conocidos (incluso, de otras imitaciones más conocidas), y lo sometió a una profunda revisión. Fue la primera vez que utilizó esta estrategia, que sería central en ésta y varias obras posteriores.
La idea tras las revisiones moorianas es, siempre, explotar el potencial ignorado o aún sin descubrir de personajes o iconos preexistentes, utilizándolos en historias que, sin negar su carácter ni los «sucesos» de su pasado ya establecidos por otros artistas, permitan interpretarlos de una manera nueva. Si los personajes aparecieron en obras de un subgénero particular, Moore los coloca en tramas menos restrictivas o creadas deliberadamente para subvertir las convenciones que les dieron origen; si son personajes derivativos, su falta de originalidad se «compensa» con la exploración profunda de su naturaleza, sus implicaciones, sus asociaciones simbólicas y su lugar en la cultura (popular o de la «otra»). En el caso de Marvelman, Moore partía de la imagen de un superhombre genérico: fuerte, invulnerable, capaz de volar, rubio pero de cejas negras (?) y vestido con la proverbial malla ajustada al cuerpo que (según el novelista Michael Chabon, entre otros) pretende celebrar la belleza del cuerpo desnudo, fuerte; poco más que la fantasía habitual de poder adolescente que, desde el mismo Superman, se manifiesta en el hecho de que el héroe tiene una identidad secreta de apariencia menos gallarda, menos poderosa, con la que los lectores pueden empatizar más fácilmente para luego imaginarse con los poderes de su otro yo. Como el Capitán Maravilla, Marvelman, en realidad el niño debilucho Mike Moran, decía una palabra secreta (Kimota!) para transformarse, y vencía a todo tipo de villanos para mantener la felicidad de un mundo idealizado, casi perfecto.
Moore volvió a escribir la historia de Moran/Marvelman, respetando todo lo previamente «contado» por otros guionistas e ilustradores (incluyendo la presencia de dos «ayudantes» o héroes secundarios, llamados Kid Marvelman y Young Marvelman) pero reinterpretándolo en un tono más grave y buscando contrastar la ingenuidad de los episodios originales con una visión más descarnada y, si no realista, al menos más adulta de la idea del superhombre. Nuevamente Nietzsche sale a colación, incluso en citas textuales, pero aquí la revisión de la moral del superhéroe no la convierte en un discurso libertario como en V de venganza: al contrario, el centro del Marvelman de Moore (cuyo nombre fue cambiado a Miracleman por sus editores cuando comenzó a publicarse en Estados Unidos, para evitar conflictos con la Marvel) es una reflexión sobre los límites de la ética cuando se ve enfrentada al poder absoluto.
En una doble vuelta de tuerca que sonará a más de una novela de Philip K. Dick, Mike Moran, quien ha crecido para convertirse en un adulto cualquiera y cree sólo haber soñado sus aventuras como Miracleman, redescubre la palabra mágica y resulta tener los poderes sobrehumanos del héroe; más aún, todas sus aventuras (según descubre más tarde) tuvieron lugar…, pero sólo subjetivamente, mientras vivía prisionero en una instalación militar, en estado de privación sensorial y conectado a máquinas que forzaban en su cerebro las percepciones de una existencia ilusoria mientras era sometido a experimentos y vejaciones de todo tipo. Moran, de niño, había sido sólo uno más de los experimentos del malévolo doctor Gargunza, quien en sus sueños artificiales se manifestaba como un villano más pero en realidad fue su «creador»…
Miracleman, previsiblemente, se venga de sus captores, pero esto es sólo el comienzo de una demolición radical de todas las ideas que giran alrededor del concepto del superhéroe. El personaje no ha hecho (ni hace, en verdad) un solo acto heroico en el mundo «real»; cuando por fin se le enfrenta da una muerte horrible a Gargunza porque puede hacerlo y, llegado el momento, no se une al orden establecido ni lo subvierte, sino que lo supera, lo deja atrás: el héroe es literalmente inhumano, más que humano, y a medida que encuentra a los muy pocos seres en el mundo que pueden comparársele –y a otras criaturas más avanzadas aún que provienen de otros planetas– empieza a asumir el papel de dios: a disponer la transformación del mundo entero de acuerdo con sus propias ideas sobre el bien y la virtud, sin atender ninguna ley ni prejuicio humanos. La reaparición de Kid Marvelman (rebautizado también como Kid Miracleman) enloquecido y convertido en una fuerza destructora absolutamente amoral, es el clímax dramático de la serie en el clásico número 15 de la revista, ya para entonces publicada por la editora estadounidense Eclipse Comics:
Sin embargo, el número siguiente es el auténtico remate de toda la serie y, probablemente, el desarrollo final, la última palabra sobre la idea del superhéroe, que se lleva literalmente hasta sus últimas consecuencias. Derrotados los últimos villanos, reconstruido el mundo tras terribles catástrofes, los superhéroes son literalmente dioses en la Tierra y, además, objeto de adoración religiosa. Aunque el propio Miracleman duda sobre la justicia de lo sucedido, no puede (y acaso no quiere) evitarlo: la realización de la fantasía del poder absoluto implica o la pérdida de la humanidad, falible por definición, o la insinuación de una ruptura total con los límites del entendimiento humano, que puede conducir lo mismo a la iluminación que a la locura. El Miracleman de Moore, agotado por largo tiempo y nunca reimpreso debido a una maraña de problemas legales entre diversos autores y editoriales, produce de todas formas una impresión duradera a quien consigue leerlo, sea en una copia impresa o en los formatos digitales que circulan por la red. Cualquier visión de la idea del superhéroe que intente volver a la simplicidad originaria de la metáfora da una nota falsa: éste es un trabajo que trasciende incluso sus orígenes culturales y se inserta en la gran literatura, la que no depende de etiquetas ni de jerarquías.
V de venganza y Miracleman llamaron la atención de la DC Comics, una de las más poderosas editoras de comics del mundo, que invitó a Moore a publicar en los Estados Unidos. Moore, además de republicar y concluir la primera de las dos series mencionadas con DC, comenzó en 1984 una nueva revisión para esta empresa, escribiendo muchos números de la revista Swamp Thing (La criatura del pantano), una serie de horror que bajo su dirección se volvió extraordinaria e introdujo, en el «universo» de los comics de DC, no sólo numerosos personajes sino una nueva cosmogonía, llena de detalles y trabajada con enorme cuidado. Su personaje central pasó de ser un monstruo cualquiera a –en un guiño semejante al de Miracleman— un ser casi omnipotente, un guardián de la naturaleza que a la vez servía para hacer ácidos comentarios de actualidad y para sugerir una vez más, de una forma menos radical pero no menos inteligente, las posibilidades de complejidad y sofisticación del cómic. Justamente el éxito de La criatura del pantano, el primer cómic estadounidense declaradamente «para adultos» desde los años cincuenta, dio origen al sello Vertigo, especializado en ese tipo de historieta, así como a las carreras en los Estados Unidos de varios escritores británicos (como Grant Morrison, Neil Gaiman, Peter Milligan y Jamie Delano) que fueron contratados a fines de los años ochenta para «repetir» el fenómeno Moore en diversas revistas.
Para 1985, el propio Moore ya se encontraba –entre otros proyectos– trabajando en Watchmen, con la colaboración del dibujante Dave Gibbons.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Nota del 23/6/2010: esta nota apareció originalmente el 10 de abril de 2008 y ahora contiene, gracias a las sugerencias de muchas personas, bastante más de 20 libros. Gracias a todas ellas.]
A pedido de Jako (en un comentario dejado antes de la remodelación del blog), y en vez de una auténtica reseña, que por el momento no puedo escribir (véase la última nota de marzo de 2008 para una explicación), ofrezco a continuación dos listas de recomendaciones: diez novelas y diez libros de cuentos de ciencia ficción que podrían interesar a alguien que se asomara por primera vez a esa corriente literaria difícil de definir pero presente en todos lados. Las antecede solamente una nota sobre cómo y por qué seleccioné los textos que recomiendo… Y esta portada de Science Wonder Stories, una de las revistas pioneras de la ciencia ficción en los Estados Unidos, ilustrada por Frank R. Paul.
Philip K. Dick, Ubik.
Nueva York, Doubleday, 1969.
(Hay numerosas ediciones posteriores.)
NOTA: Luego de mucho tiempo y varias revisiones, este texto aparece aquí en su versión definitiva, que fue publicada por vez primera hace dos meses en la revista Luvina.
1
Una mañana, mientras se dispone a tomar un café, Joe Chip recibe en su departamento a un compañero de trabajo. El lugar está muy sucio, y Joe, avergonzado, pide a su visitante que espere mientras busca una escoba o una aspiradora con la que limpiar. Pero no hay: es el año 1992, y en el mundo en el que Joe vive (el de la novela Ubik, del estadounidense Philip K. Dick, publicada en 1969) todas las labores de limpieza las hacen robots especializados, propiedad de los edificios de departamentos (llamados conapts).
Además, el verdadero problema es que, aun si hubiese una escoba o una aspiradora, los implementos se cobran al igual que los servicios —nada en un conapt es gratuito y la radio, la regadera, el armario, todo tiene una ranura para monedas—, y Joe es incapaz, de modo casi patológico, «de mantener consigo un solo centavo»: tiene muchas deudas, como puede leerse en su conversación telefónica con la inteligencia artificial que hace las veces de gerente del conapt:
—Escuche—dijo, cuando le respondió la entidad homeostática—. Ahora me es posible desviar algo de mis fondos a fin de saldar mi cuenta con los robots de limpieza. Me gustaría que viniesen de inmediato a mi apt. Les pagaré la totalidad de mi cuenta cuando hayan terminado.
—Señor, usted debe pagar la totalidad de su cuenta antes de que empiecen.
Para entonces tenía su cartera en la mano; sacó de ella todas sus Tarjetas Mágicas, la mayoría de las cuales, para entonces, ya habían sido canceladas. Dada la relación que tenía con el dinero y el pago de deudas apremiantes, probablemente habían sido canceladas a perpetuidad.
—Cargaré mi cuenta retrasada a mi Tarjeta Triangular —informó a su nebuloso antagonista—. Eso transferirá mi obligación fuera de su jurisdicción. En sus libros aparecerá como restitución total…
—Más multas y recargos.
—Esos los cargaré a mi Tarjeta Corazón…
—Señor Chip, la Agencia de Auditores y Análisis de Crédito Comercial Ferris y Brickman lo tiene boletinado especialmente. Nuestra ranura de avisos recibió el aviso ayer y lo tenemos muy presente. Desde julio usted ha bajado en su estatus crediticio de triple G a cuádruple G. Nuestro departamento (y de hecho todo este edificio conapt) está ahora programado contra toda extensión de servicios y/o crédito a anomalías tan patéticas como usted. A partir de ahora, cualquier trato con usted se deberá manejar en estricto efectivo. En realidad, probablemente tenga que pagar todo en efectivo el resto de su vida. En realidad… (La traducción es mía.)
Nadie, por supuesto, va a limpiar el departamento. Peor aún, como Joe se ha gastado su última moneda en hacer funcionar su cafetera, el visitante tiene que pagar de su bolsillo a la cerradura de la puerta, y ya en el departamento se siente con derecho de criticar a Joe y reprocharle cuán despreciable es. (Por lo demás, Joe quiso desarmar la cerradura con un destornillador, y sólo se detuvo cuando el mecanismo amenazó con demandarlo.)
2
La escena anterior, desde luego, apenas puede llamarse de ciencia ficción, que es la categoría que se asigna habitualmente a los trabajos de Dick. No se sabe cómo funciona el cerebro electrónico del conapt, ni si está conectado a internet; Joe tampoco recibe la misión de abrirse paso a tiros en una base militar infestada de zombis; peor aún, los intercambios entre los personajes suenan más a Thomas Pynchon que a Asimov, Clarke y demás cultivadores de mediocridades científicas. Esto dice mucho acerca del sentido de la novela y de la obra entera de su autor. Dick (1928-1982) describió futuros supuestos llenos de prodigios —más bien horrores— tecnológicos en muchos cuentos y novelas, pero nunca se dedicó a los divertimentos elementales de su gueto literario. Más todavía —y para la perplejidad de incontables lectores—, Dick cometió el pecado terrible (al menos para la mayoría de los editores de su país) de escribir literatura que se vendería como «de estricto consumo» pero con las aspiraciones que habitualmente son exclusivas de los autores canónicos. Sus narraciones tratan mucho menos del futuro que de su propio presente, y mucho menos del presente (de las modas o las coyunturas) que de la condición humana.
Aún es difícil ver esto porque la ficción especulativa no ha dejado de ser una vertiente periférica de la literatura y en estos días se encuentra, creo, totalmente agotada, vacía de ideas tras décadas de explotación y convertida en una mera etiqueta para el comercio de libros. Pero la marginalidad de Dick es diferente.
Gilles Deleuze y Félix Guattari definieron la literatura menor como aquella «que una minoría hace en una lengua mayor». Habitualmente, se piensa en esta idea en relación con el caso preciso de Franz Kafka —un judío checo, pero acostumbrado como buena parte de sus compatriotas al uso habitual de la lengua alemana—, y se tiende a pensar que sólo es útil para explicar el caso de pueblos y culturas en situación semejante. Pero también se puede pensar en otros tipos de minoría. Por ejemplo, ciertos autores (y lectores) de literatura «poco seria», a la vez desdeñados por las academias y poco frecuentados en la industria del entretenimiento. O bien, de modo aún más interesante, una población que rara vez está bien representada en la ficción, sea general o no: los perdedores, los mediocres, los que están lejos de las celebridades y los grandes hechos; los hombres y mujeres que simplemente sobreviven. Éstos son los auténticos pobladores de Ubik, novela sobre la muerte, la resistencia humana y los objetos de consumo.
3
Joe Chip de la impresión de existir para la impotencia y el ridículo. Es un tipo insignificante en su mundo tremendo: un técnico empleado por la Runciter Associates, una compañía que se dedica a combatir la acción de criminales psíquicos (!) dedicados al espionaje industrial. Debido a las dificultades de Joe con el dinero, todos lo miran con desprecio; Al Hammond, un personaje secundario, declara que el problema de Joe es «una voluntad de fracasar» tal que ninguna combinación de circunstancias podrá sacarlo de la miseria. Cuando no pelea con los electrodomésticos de su propio departamento, Joe se desvive intentando estafar a las cafeterías, pide prestado a todo el mundo, es humillado hasta por las puertas de edificios que no lo conocen. También es manipulado por Pat Conley, una psíquica de extraños poderes, y por Glen Runciter, el presidente de la compañía, un hombre de acción tan exitoso que puede permitirse «tener confianza» en Joe o bromear diciendo que le heredará su cargo. Nada altera a este «ganador», el reverso de Joe, quien parece sobreponerse aun a su propia tragedia: el lento deterioro de su esposa Ella, fallecida años antes pero colocada en un estado de «media vida» (en el que su cuerpo se protege de la putrefacción en un tanque especial y su cerebro se mantiene, también artificialmente, en un estado de actividad mínima; así, la señora Runciter puede comunicarse con el mundo de tanto en tanto, mientras espera la muerte definitiva).
La torsión previsible de las circunstancias parece llegar cuando Runciter, Joe y otros empleados son víctimas de un atentado con bomba organizado por una empresa rival. Tras la explosión, Joe y otros, que sobreviven con lesiones menores, deben afanarse por llevar a Runciter, quien agoniza, a un tanque congelador, para mantenerlo en «media vida». No llegan a tiempo, y ya no es posible comunicarse con él. Peor aún, Joe se entera de que su jefe jamás tuvo intenciones de hacerlo presidente de la compañía, y entiende que ahora debe serlo, por las circunstancias, pero (desde luego) no podrá mantener la empresa a flote…
4
(Es interesante observar que la violencia de estos episodios tampoco surge ni desemboca en guerras auténticas, conquistas de territorio, grandes discursos para afirmar el poderío de una nación o una cultura: no hay aquí ninguna de las «ideas de grandeza» —derivadas de las que llenaban la narrativa de aventuras que era XX popular en el occidente colonialista a principios del siglo —por las que la science fiction, entendida como se entendía entonces, era una sucursal de las historias de vaqueros, con alienígenas en lugar de indios, o de las de guerra, con enemigos políticos de más allá de esta tierra. A la vez, el texto no deja de ser de ficción especulativa, ni dejó de ser publicado y leído, primero, en ese ámbito. Pero Dick es problemático justamente por estas razones. No importa el punto de vista desde el que se examine su obra, siempre se podrá decir que se vale de una lengua —de un género, de varios temas o imágenes o símbolos—a cuyo «canon» no es admitido: en sus novelas tardías como Valis o La invasión divina, el canon que lo rechaza es filosófico y religioso.
Por otra parte, si bien Dick propone historias individuales, del modo en que lo haría cualquier novelista convencional, también logra que las vidas de sus personajes se entrelacen de modo tal que la situación del mundo que los rodea sea claramente visible y no quede sólo en su trasfondo. Su visión, por lo tanto, es menos individualista que colectiva, y este solo hecho cuestiona la forma en la que la cultura —asistida por el avance tecnológico que, se supone, un escritor como éste debería celebrar—se aparta cada vez más de la acción sobre el mundo y la reflexión sobre la propia conciencia: el modo en el que se vuelca en la imagen, la representación, el «viaje interior» como una forma no de descubrimiento —a la manera de las culturas «alternativas» de los años sesenta—, sino de simple fuga: escape de un futuro real y desesperado en el que sólo caben la resignación y la derrota como negación de cualesquiera otras cualidades humanas).
5
Tras la muerte de Runciter, y mientras sus empleados preparan el entierro, tiene lugar el planteamiento del conflicto verdadero de la novela: el mundo entero alrededor de los personajes comienza a decaer de manera velocísima y muy curiosa. Como si pertenecieran a un universo platónico, y la realidad tuviese un sustrato inmaterial, de ideas universales de las cosas, los objetos a su alrededor empiezan no a deteriorarse, sino a transformarse en versiones antiguas, arruinadas, de sí mismos. Los periódicos del día se vuelven atrasados; los aparatos pasan de ser modelos avanzados a reliquias; las latas de comida se vuelven frascos de marcas antiguas, y su contenido está descompuesto; la historia se despoja de hechos y las fechas retroceden años y décadas; los cuerpos de los empleados de Runciter empiezan a morir, víctimas de una fuerza que los hace envejecer en minutos y los deja transformados en guiñapos…
Luego de varias de esas muertes, y muchos episodios desconcertantes, Joe encuentra la primera pista clara para entender estos hechos: es un graffiti, misteriosamente escrito en una pared, con la letra de Runciter:
Yo soy quien está vivo, todos ustedes están muertos
Una escena posterior muestra a Runciter, vivo, mirando a sus empleados, muertos en sus tanques; entonces parece claro que el universo que ellos creen percibir —y para el lector fue el único durante muchas páginas—es sólo producto de su imaginación: los últimos signos de actividad de su cerebro, o los últimos reflejos (diría Borges) de un proceso irrecuperable, ya concluido; la materia ilusoria, creación exclusiva de la mente, involuciona y se pudre como anuncio de la muerte de la conciencia.
Esta desintegración no reduce a sus víctimas a la pasividad. La única manera de detener o al menos de ralentizar esa muerte es —según se revela—rociar en los cuerpos y los entornos imaginados algo llamado Ubik en aerosol: un reconstituyente espiritual «disponible en cualquier tienda», capaz de lograr que cualquier cosa renuncie, por un tiempo, a extinguirse. Joe Chip decide ir en busca del producto, abriéndose paso por escenarios que se caen a su alrededor o se metamorfosean en decorados de una película de época, poblados por automóviles antiguos y «hombres creados a la ligera» como los de Daniel Paul Schreber: seres de sueño que ignoran serlo y se creen personas decentes y temerosas de Dios.
6
Las dificultades de Joe para encontrar el Ubik forman el último tercio del libro, y la naturaleza lastimera del personaje se ve enfrentada, como la de los antihéroes de Kafka, a un viaje siempre cuesta arriba, enfrentado a fuerzas que lo superan infinitamente y, más que odiarlo, lo desprecian. Cuando trata de salir de su departamento, que ha «retrocedido» hasta ser uno de los años cuarenta, la puerta sigue equipada con el mecanismo que le tenía encono al comenzar la novela; sólo ella, en su «innata terquedad», se opone al proceso de reversión. Más tarde, el primer envase de Ubik que Joe encuentra ya ha sido revertido a otra forma, más antigua e inútil, con sólo un mensaje de Runciter en la etiqueta, instándolo a que no desista. Finalmente, en un episodio que oculta la última vuelta de la trama, el personaje de Pat Conley (que había desaparecido de la trama al igual que de estas notas) reaparece y se proclama causante de la muerte del universo ilusorio, a la manera de tantas deidades ausentes, por mero tedio: por una perversidad amoral que la acerca a los ángeles de Mark Twain o a otros personajes del propio Dick.
En una escena larga y dolorosa, de las mejores del escritor, Joe se ve de pronto, gracias a Conley, en la fase final de su segunda muerte. Mientras experimenta una dolorosa agonía, y su adversaria da vueltas a su alrededor y se complace en su sufrimiento, él advierte en sí mismo la necesidad de esconderse:
(…) estar solo. Encerrado en un cuarto vacío, sin ningún testigo, silencioso y supino. Estirado, sin necesidad de hablar ni de moverse. (…) Y nadie sabrá siquiera dónde estoy, se dijo. Eso, de pronto, parecía muy importante; quería estar solo, ser invisible, vivir sin ser visto. (…)
—Aquí estamos —dijo Pat. Lo guió, haciéndolo girar levemente a la izquierda—. Justo frente a ti. Sólo sostente de la barandilla y sube las escaleras, pum-te-pum hasta la cama. ¿Ves? —ella ascendió hábilmente, bailando, inclinándose, saltando como si careciera de peso hacia el siguiente escalón. (La traducción es mía.)
Mientras Joe sube la escalera, dolorosamente, presa de ese impulso que lo obliga a desear la soledad y reconciliarse con el destino incluso a pesar suyo, Pat continúa subiendo y bajando a su alrededor, sonriente, cruel de una forma monstruosa. No deja de burlarse de lo patético que es Joe, de su puntillosidad, de su estupidez. Al final, ella declara que la de Joe es la más grande escalada hecha por el hombre, y tiene razón. Los personajes de la obra mayor de Dick —la obra mayor de un escritor «menor», partidario de ideas impopulares para la gran mayoría de sus colegas—son hombres como Joe, inadaptados, muchas veces de minorías perseguidas, y se arrastran en un sentido u otro mientras un poder enorme, distante, camina con ligereza junto a ellos. Pero allí está su fuerza y la medida de su humanidad.
El mundo virtual de Ubik es, en cierto sentido, este mundo, que los seres humanos habitamos en este punto de la historia para no tener que soportar la certeza de la muerte —la «planicie a la que el sol ha abandonado»— ni la posibilidad de que nuestra propia existencia cotidiana sea ya una «media vida», un sueño de muertos. La cultura de ahora, que nosotros mismos hemos construido, insiste en imponernos esa forma de olvido, pero en el último instante seguimos solos. Joe no tiene más remedio que aceptarlo, pero lo hace en sus propios términos: mediocres, risibles (cada tanto se pregunta cómo podrá ganarse la vida en el mundo soñado, cuánto costará un automóvil), pero suyos. Está condenado, pero lo ha estado desde el principio, y de todos modos no hay otra salida, ningún «otro lugar».
(Además, en otro extraño fragmento, Ubik —algo que se llama a sí mismo Ubik— toma la palabra y declara su naturaleza divina, omnipotente, ajena a cualquier voluntad inferior. La esperanza, como también decía Kafka, existe pero no nos pertenece.)
Dick habla de una unión en el dolor, o en la paciencia: el dolor constante y aplazado a la vez, que no tiene ninguna relación con la inanidad de casi toda la ficción especulativa. Esa sola idea sirve para percibir su valor, y el de una comunidad de otros escritores y lectores, testigos del derrumbe de numerosas utopías pero empeñados en sobrevivir a la mera caída interminable, al diálogo de sordos —o con el mal puro y mudo— que es buena parte de la literatura del tiempo de Dick y del nuestro.