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Minificciones de Abdulrazak Gurnah

Del sitio e-Kuóreo –que es una estupenda antología de minificción en línea– recojo esta colección de minicuentos. Fueron entresacados de la novela Paraíso (1994) de Abdulrazak Gurnah (1948), narrador tanzano que en 2021 ganó el Premio Nobel de Literatura. Los textos –que sin duda tendrán otro sentido dentro de la novela– se dejan leer como historias en las que los mitos y la vida real de las naciones africanas del siglo XX se enfrentan con la influencia del colonialismo europeo.

Hombres-lobo

Hay lobos y chacales que roban bebés y los crían como bestias, alimentándolos con pecho de perro y carne regurgitada. Les enseñan a hablar su lenguaje y a cazar. Cuando son mayores, hacen que se apareen con ellos para engendrar hombres-lobo que viven en lo más profundo de la selva y sólo comen carne podrida. También comen carne humana, pero sólo de aquellos por quienes no se había rezado tras su muerte.

Bajo llave

En las enormes casas silenciosas de lisas fachadas, las ricas familias omaníes casan a sus hijos con los hijos de sus hermanos. En estas fortalezas enormes hay hijos enfermos, encerrados bajo llave, y de quienes no vuelve a hablarse nunca más. A veces se pueden ver los rostros de las pobres criaturas pegados a los barrotes de las ventanas en lo alto de las casas. Sólo Dios sabe con qué confusión observan nuestro miserable mundo. O tal vez comprenden que se trata del castigo de Dios por los pecados de sus padres.

El europeo legendario

En las polvorientas y fantasmagóricas tierras de la montaña cubierta de nieve, donde moraban los guerreros y la lluvia no era frecuente, vivía un europeo legendario. Se decía que era tan rico que su fortuna no podía calcularse. Había aprendido el lenguaje de los animales y no sólo podía conversar con ellos, sino también darles órdenes. Su reino abarcaba grandes extensiones de tierra, y vivía en un palacio de hierro sobre un acantilado. El palacio era también un imán poderoso, de modo que cuando los enemigos se acercaban a sus fortificaciones, las armas les eran arrebatadas de sus vainas y sus puños, siendo así desarmados y capturados. El europeo tenía poder sobre los jefes de las tribus salvajes, a quienes, sin embargo, admiraba por su crueldad y su implacabilidad. Para él, eran personas nobles, audaces y agraciadas, incluso guapas. Se decía que poseía un anillo con el cual podía llamar a los espíritus de la tierra para que lo sirviesen. Al norte de sus dominios merodeaban grupos de leones que tenían una ansia voraz por la carne humana pero, aun así, jamás se acercaban al europeo, a menos que éste los llamase.

Los europeos

Se apoderaban de la mejor tierra, sin pagar un solo abalorio; obligaban a la gente a trabajar para ellos con engaños; comían lo que fuese, aunque estuviera duro o podrido. Como si de una plaga de langostas se tratase, su voracidad no tenía límite ni decencia. Imponían tributos para esto, tributos para aquello, prisión para el infractor y, en ocasiones, el látigo y hasta la horca. Lo primero que construyen es un almacén, luego una iglesia, a continuación un cobertizo para el mercado, a fin de controlar el comercio y grabarlo con un impuesto. Y todo esto aún antes de construir un lugar donde vivir. Llevan ropa hecha de metal, pero que no irrita sus cuerpos; pueden pasarse días sin dormir o beber. Su saliva es venenosa: si te salpica, te quema la carne. La única forma de matar a uno de ellos es apuñalarlo bajo la axila izquierda; pero resulta casi imposible hacerlo, porque llevan ese punto fuertemente protegido.
      Mientras el cuerpo de un europeo no estuviese destruido, estropeado o hubiera empezado a pudrirse, otro europeo podía devolverlo a la vida, insuflarle vida de nuevo. Las serpientes también lo hacían y su saliva es igualmente venenosa. Si algún día te tocara ver a un europeo muerto, no le pongas la mano encima ni le saques nada, pues si volvía a levantarse, te acusaría.

Así creció la ciudad

Cuando los árabes empezaron a venir a la ciudad de Tayari, comprar esclavos era como coger fruta de un árbol. Ni siquiera tenían que capturar a sus víctimas, si bien algunos lo hacían porque disfrutaban con ello. Había mucha gente deseosa de vender a sus primos y a sus vecinos por unas cuantas baratijas. Y los mercados estaban abiertos en todas partes, abajo, en el sur, y en las islas del océano donde los europeos se dedicaban al cultivo del azúcar; en Arabia y Persia, en las nuevas plantaciones de claveros del sultán de Zanzíbar. Se podía ganar mucho dinero. Los mercaderes indios, mientras sacasen provecho, prestaban dinero para cualquier cosa. Les prestaron a esos árabes para que comerciasen con marfil y esclavos… tal como hacían los otros extranjeros, pero los indios actuaban por ellos. En cualquier caso, los árabes compraron esclavos a uno de los sultanes salvajes de las inmediaciones e hicieron que trabajasen en los campos y les construyeran casas cómodas. Así fue como fue creciendo esta ciudad.

El rapto de la princesa

Un genio raptó a una hermosa princesa la noche de sus esponsales y la ocultó en un escondite subterráneo, en medio de la selva. Lo llenó de oro, joyas y toda clase de alimentos exquisitos y comodidades. Cada diez días, el genio iba a visitar a la princesa y se pasaba la noche con ella; luego se marchaba para ocuparse de los asuntos propios de un genio.
      Un día, un leñador se enganchó un dedo del pie en la manija de la trampa que daba al escondite. Abrió la puerta, bajó las escaleras y encontró a la princesa. Se enamoraron al instante. Ella le contó que llevaba muchos años encerrada y le mostró el hermoso jarrón que tenía que frotar si necesitaba que el genio acudiera urgentemente. Después de cuatro días, el leñador trató de convencer a la princesa de que se fuera con él, pero ella le dijo que no había forma de escapar, que el genio sabría encontrarla allí donde estuviera. El leñador, ardiendo de amor y consumido por los celos, arrojó el jarrón contra la pared. En un instante, apareció el genio, con la espada desenvainada en la mano. Entendiendo que su princesa había estado complaciendo a otro hombre, de un tajo, le cercenó la cabeza. En medio de la confusión, el leñador escapó, pero se le quedaron las sandalias y el hacha. Entonces, el genio se las enseñó a la gente del pueblo cercano, diciendo que eran de un amigo, y lo acompañaron hasta la casa del leñador. El genio lo llevó a la cima de una montaña árida y enorme y lo convirtió en un mono.
      ¿Por qué no podía limitarse a visitar a la princesa durante los nueve días en que el genio no estaba?

Los amuletos

—Yo tenía un amuleto —dijo ella—. Me habían dicho que me protegería del mal y no fue así, de manera que me deshice de él.
      —¿Será éste que encontré? —dijo él, palpándolo a través de la camisa, pues lo llevaba colgado con una cuerda.
      —No, si contiene un genio bueno. ¿Lo probaste?
      —Todavía estoy elaborando mis planes —contestó él—. No tiene sentido sacar al genio de su vida atareada para pedirle una tontería. Si le pido algo trivial, podría ofenderse y no volver nunca más.

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