Manos de lumbre es una colección de seis cuentos. Aunque sus temas e inquietudes son variados, todos son estudios de personajes, en los que cuenta tanto qué sucede como a quién le sucede. Además, los personajes son todos destructores: hacen daño a sí mismos, o a otros, por estupidez o arrogancia o simple mala suerte. «Tener manos de lumbre» significa, en México, tener propensión a destruir cosas, casi siempre sin querer. Y todos los personajes de este libro descubren lo peligrosa que puede ser esa posibilidad.
De la contraportada:
En las historias de Manos de lumbre, como diría Jean-Paul Sartre, «no hay necesidad de fuego, el infierno son los otros».
Un escritor que practica el plagio literario, una mujer obsesiva bajo una maternidad malentendida o una enferma frente al trance de elegir son algunos de los personajes de Alberto Chimal que conviven con su propio infierno, con su propio disimulo, manipulación o incertidumbre.
Chimal enciende una prosa que subraya el matiz de lo fantástico y que explora siempre límites, siendo así su literatura juego e hipnosis donde introducirnos y, posiblemente, quemarnos.
De Alberto Chimal se ha escrito: «Un narrador que no puede desprenderse, para nuestra fortuna, (…) del afán por describir aquello que sólo puede ser creado con palabrass», Verónica Murguía, La Jornada; «Para los lectores algo cansados con el modo realista en el que se desenvuelve buena parte de la literatura latinoamericana contemporánea, Chimal es un escritor imprescindible», Edmundo Paz Soldán, La Tercera; «Así funciona la narrativa de Chimal: con potencia. Tiene poder, tiene eficacia, engancha», Sara Mesa, Estado Crítico; «Uno de los narradores más polifacéticos e imprevisibles de la literatura hispanoamericana actual», Marco Kunz, Quimera.
Más información sobre el libro se puede encontrar en esta página.
Uno de los cuentos de Manos de lumbre tiene banda sonora: es «Voy hacia el cielo», la historia de un fanático del rock que pudo haber sido secuestrado por un ovni (o desaparecido por el gobierno). Las piezas que escucha el personaje, Pablo, están en esta lista de Spotify.
Ayer, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, presentamos el libro de cuentos Las visiones de Edmundo Paz Soldán, recién publicado por Páginas de Espuma. En la presentación leí este texto y puse, para acompañar, la primera de las dos piezas que vienen en video al final de la nota. Después, Edmundo Paz Soldán mencionó la segunda como influencia de su libro y la puse también. Así que fue presentación con música.
Tengo que empezar por contar una historia sin relación aparente con este libro. En un momento les diré por qué.
En 2000, la Exposición Universal de Hannover, en la Alemania recién reunificada, quiso representar una promesa de futuro. Semejante promesa, entresacada de los acontecimientos políticos de la década anterior a partir de la caída del muro de Berlín y de las últimas reservas de optimismo del siglo XX, estaba a un año de quedar invalidada por los atentados terroristas de 2001. Tal vez en unas décadas se podrá argumentar, además, que el concepto de la Historia al que todavía apuntaba ese ánimo noventero, y que va también del triunfalismo de Francis Fukuyama hasta el mesianismo chic de Matrix, quedó definitivamente enterrado en esteaño, 2016, con la confirmación de que el orden neoliberal se cae a pedazos y de que sus convulsiones políticas recientes han destapado, además de la pobreza y la desigualdad que muchos no querían ver, un remanente que se creía eliminado de tribalismo, superstición y odio en casi todas partes.
El lema de la exposición de Hannover: “Mensch, Natur, Technik” (Hombre, naturaleza, tecnología), ya no puede leerse para invocar asociaciones reconfortantes. Por el contrario, las amenazas que sugiere ahora pueden llevar a pensar en mucho del fatalismo de la actualidad: que estamos yendo velozmente para atrás, que el péndulo de Vico está oscilando en dirección del caos, o incluso que éstas y otras metáforas para describir los vaivenes de la especie humana no sirven más y nos estamos adentrando, simplemente, en una etapa de oscuridad que no tiene precedentes.
En este contexto, es posible preguntarse por la ciencia ficción: esa vertiente de la narrativa de occidente que comenzó como promotora de las nociones de progreso de la Ilustración, se convirtió luego en crítica de esas mismas ideas y por fin, justamente con el cambio de siglo, ha sobrevivido incluso a su crisis como subgénero comercial y ha terminado como como un repertorio de conceptos, personajes y anécdotas que se pueden encontrar por todas partes de la cultura occidental, asimiladas a veces en imágenes irónicas, utopías del futuro que ahora se entienden como parte del pasado, o bien en las promesas de violencia y destrucción del nihilismo apocalíptico.
¿Tiene sentido todavía escribir una literatura que piense en lo que aún puede suceder, que especule sobre lo que todavía es posible a partir de la realidad del presente?
La respuesta es sí, por supuesto, pero se necesita hacerlo de otra forma. Las etiquetas llamadas géneros y subgéneros pierden su sentido con el tiempo aunque las obras que agrupan puedan sobrevivir, ser releídas y reinterpretadas. No se puede volver a creer ingenuamente en lo inevitable y benéfico del progreso tecnológico, pero tampoco hace falta encerrar la imaginación en los dos o tres moldes autorizados por la falta de imaginación de las grandes corporaciones de medios. Como ocurre en otras porciones de la literatura globalizada, algo de lo más interesante que todavía se escribe con esas herramientas de los géneros populares, desarrolladas y exportadas desde los países del primer mundo, ocurre fuera de ellos: de los países y hasta de la misma “literatura de género”. Por ejemplo, ocurre en la obra del narrador boliviano Edmundo Paz Soldán, que en pleno 2016 ha publicado un libro de cuentos habilitado por la ficción especulativa: que la emplea y la subvierte para adaptarla al mundo de ahora, titulado Las visiones.
El libro comenzó, según ha dicho su autor, a partir del trabajo de su novela Iris, que también se apropia de la ciencia ficción al inventarse un mundo entero para colocar en él una versión hipertrofiada de nuestro presente: una sociedad en guerra, en la que la violencia brutal es cotidiana y la religión pesa tanto o más que el saber científico, presentada además en un idioma de transición, que se aleja de los que conocemos en direcciones inesperadas igual que el nadsat de Anthony Burgess pero también del papiamento de Curaçao. Más que continuar la historia de Iris, sin embargo, Paz Soldán opta en Las visiones por hacer a un lado la trama y los personajes principales de la novela y construir en cambio cuentos independientes, ambientados en Iris pero que no requieren la lectura previa de la novela para ser comprendidos. Así evita caer en la trampa del llamado worldbuilding: la construcción de vastos entramados ficcionales, de listas de nombres y detalles que intentan rellenar todos los espacios de los mundos narrados en series populares y que vuelven a los lectores de éstas consumidores de minucias, receptores pasivos de más y más información trivial alrededor de una o dos historias que les gustaron hace mucho tiempo.
El efecto más notable que produce la lectura de Las visiones, de hecho, no es de familiaridad, como el que se produce al revisitar un mundo narrado que ya se conocía, sino el de extrañamiento. Más concretamente, extrañamiento no a causa de la rareza del entorno en el que ocurren las historias, sino al revés: extrañamiento por la cercanía que tienen todas ellas con nuestras experiencias cotidianas en este siglo XXI.
En el cuento que da título al libro, por ejemplo, un juez empieza a tener visiones, precisamente, de aquellos a quienes condenó de forma injusta, pero lo que queda de relieve es, sobre todo, la naturaleza y los pormenores de sus actos de corrupción. Sus actos no son diferentes de los de incontables figuras de autoridad entre nosotros, pero el verlos en un escenario parcialmente fantástico, ajeno, nos damos cuenta con más facilidad de lo monstruosos que son y de que, al contrario de lo que quisiéramos creer, no van necesariamente acompañados de introspección ni mucho menos de arrepentimiento:
Esa noche el Juez vio en un sueño a Enoichi, un irisino que un día fue a un mercado con un riflarpón y no descansó hasta matar a diecisiete pieloscuras. Enoichi asumió con orgullo la matanza y el Juez no tuvo reparos en condenarlo a muerte. En el sueño Enoichi se hallaba en un ataúd de cristal en un claro en el bosque y le pedía que lo rescatara. El Juez buscaba un hacha para romper el cristal cuando abrió los ojos y descubrió a Enoichi parado al lado de la cama como si estuviera velando su sueño. El Juez se sentó en la cama cubriéndose con una sábana y le preguntó vacilante qué quería.
Que vayas a lo más profundo del bosque y me entregues allá tu corazón.
Enoichi desapareció y el Juez se quedó en cama restregándose las palmas de las manos sin descanso, como si le escocieran. Ahora que le había tocado un asesino sin vueltas, descubría que las visiones no eran el recurso fácil de una conciencia culposa. Fokin creepshow. Ya lo sospechaba, porque en ningún momento se había sentido culpable, ni siquiera de los inocentes que encaminó a la prisión o a la muerte.
Nuestra época parece estar marcada por la llamada normalización de discursos oscurantistas: el debilitamiento de la indignación pública ante ideas que en otro tiempo nos hubieran parecido reprobables, como el racismo o las supersticiones anticientíficas, simplemente por verlas o escuchar sobre ellas de manera repetida en los medios. Estos cuentos van en contra de esta tendencia al asumir una postura moral –no moralizante– al presentar la venalidad, la tontería, la deshonestidad o la violencia. Los propios personajes dudan sobre sus acciones, o enfrentan sus consecuencias sin que el texto les dé tregua ni les permita minimizar lo que les sucede con salidas irónicas.
A la vez, Las visiones nunca olvida la mera humanidad de los sucesos que cuenta: la cercanía de lo terrible con nuestro propio ser, porque compartimos la humanidad con los villanos y los seres éticamente ambiguos igual que con los héroes. Así se puede ver en “Doctor An”, cuyo protagonista es un científico sin escrúpulos que experimenta en seres humanos y crea armas químicas y biológicas aterradoras. Aunque el texto menciona pormenores de su trabajo, se centra no en ellos sino en un colapso del personaje, que lo lleva a un último ataque destructor contra quienes lo rodean pero también a un recuerdo de extraña belleza: la vez que se enamoró de una colega y en mitad de un experimento con drogas ilegales:
Todos se quedaban cortos al hablar de ella, la doctora Miel, ése era su apodo, miel miel miel, tan guapa con ese cráneo brillante, un óvalo perfecto. Si le hubieran preguntado qué había en ella que no era suficiente para las palabras, él habría respondido, asumiendo los límites de cualquier historia que se contara sobre ella, recordando la vez en que ella apareció en una reunión con su equipo, una reunión en la que participaba el doctor An, y se metió a la boca un compuesto que acababan de procesar, tan poderoso que no había voluntarios para probarlo. Un compuesto que debía abducir el cerebro de quienes lo probaban y convertirlos en planta. El doctor An vio cómo se transformaba el rostro de la doctora Held, como si los músculos se hubieran soltado y los ojos se derramaran sobre sí mismos, y se enamoró de ella. Quiso seguirla, y probó el compuesto. Ver el mundo con los ojos de las plantas le había cambiado la vida. A veces charlaba con los arbustos en los jardines del lab. Se molestaba con los que pisaban el césped. Esa primera vez también había podido dialogar con la doctora Held, perdida ella como él en el nebuloso mundo de las plantas. Eran plantas de río, raíces subterráneas en las musgosas Aguas del Fin en el valle de Malhado, y se comunicaban su soledad. El doctor An se acostó poco después con la doctora Held. Fue un día después de que la amenazaran con suspenderla por los riesgos innecesarios que tomaba. Todas las veces que se acostó con ella, los dos eran plantas acuáticas. Se sentía bien estar ahí, meciéndose en la placidez del agua, aunque a veces, cuando no la encontraba, la angustia lo mordía y él pensaba que era el único habitante de un planeta desierto. Doctora Held, doctorita, docdocdoc, susurraba, y no había respuesta. Doctora Held, nos vemos nel otro mundo, decía, pero luego ella aparecía y le tocaba las manos frías, era una planta carnívora decía, eres mío mío, y luego insistía en que no había otro mundo, todo todo es neste. (…)
Y ahora, ¿por qué empecé hablando de la Expo de Hannover? Hay que recordar la canción promocional de la Expo, que fue encargada a Kraftwerk, el más influyente entre los grupos pioneros de la música electrónica de la segunda mitad del siglo XX. Debía ser un jingle de pocos segundos, pero la banda encabezada por Ralf Hütter eligió hacer una composición más larga. El resultado suena exactamente a su tiempo: la canción tiene las texturas clásicas de la música de Kraftwerk, sin grandes variaciones pese a haber sido compuesta décadas después de los álbumes más influyentes del grupo; su fascinación con las posibilidades de la técnica es encantadora y anacrónica. Más aún, una de las frases en la letra: “Planet der Visionen” (Planeta de visiones), va de hecho más atrás en el pasado, hacia la poesía de comienzos del siglo XX y su obsesión con el movimiento –que entonces se consideraba vertiginoso, avasallador– de la modernidad. Entonces no nos dimos cuenta, pero aquellas últimas apariciones de la idea añeja del progreso ni siquiera estaban mirando realmente hacia delante, sino a un futuro que ya era viejo.
Lo que estaba delante entonces –y que nadie vio con claridad– es, de hecho, el día de hoy. Este momento. Inesperado, complejo, turbador, fascinante como los cuentos de Edmundo Paz Soldán. Pero con él, al igual que con otros, podríamos tener aún la oportunidad de comprenderlo y no sólo de dejarnos aplastar por su embestida. Esta posibilidad es el verdadero planeta de Las visiones.
Los atacantes es el primer libro de cuentos originales de su autor desde 2012. Es una colección de historias de miedo: sus temas son las amenazas de nuestro tiempo y también los horrores ancestrales de la humanidad, todos descritos en un contexto contemporáneo.
Una mujer que es víctima de un acosador aparentemente invencible, que la acecha primero en línea y luego invade por completo su vida. Una invasión de zombis debida al poder del narcotráfico, el abuso del poder y Roberto Bolaño. Una serie de mensajes electrónicos que ponen en jaque a un funcionario deshonesto. Un personaje que podría ser protagonista de una creepypasta –leyenda urbana de internet– de no ser horriblemente poderoso y real… Los cuentos se escriben desde un presente en el que numerosos poderes fácticos tienen la facultad de vigilar a todos los individuos y salir impunes de cualquier acto cometido contra cualquiera de ellos, por horrible que sea. Según el narrador mexicano Bernardo Esquinca, Los atacantes «toma el pulso» del presente y lo examina por medio de la imaginación fantástica en una serie de tramas en las que no hay escape posible.
De la contraportada:
Las cámaras de seguridad nos han dado la tranquilidad de tener a alguien velando por nosotros. Pero también la incertidumbre de que siempre habrá algún otro vigilándonos. La ciencia ha erradicado enfermedades, pero también ha creado monstruos e infecciones impensables. El correo electrónico, las redes sociales, un teléfono en el bosillo: consuelos para la soledad, mejoras en la comunicación, pero también el principio del fin. Acosadores, stalkers, suplantadores. Atacantes de nuestro confort.
Con un imaginario y una estética absolutamente personales, Alberto Chimal –una de las grandes revelaciones mexicanas de los últimos años– nos ofrece, agazapado entre siete magistrales relatos, el terror con el que convivimos, aun sin percatarnos. Un libro de cuentos de miedo –no necesariamente de horror– que mira en las esquinas más negras de nuestra sociedad, sin renunciar tampoco a la imaginación más libre, a la mirada más fantástica, al humor e incluso a la poesía. Aunque esta sea la poesía que llega con el final del mundo.
De Alberto Chimal se ha escrito: «Un narrador que no puede desprenderse, para nuestra fortuna, (…) del afán por describir aquello que sólo puede ser creado con palabrass», Verónica Murguía, La Jornada; «Para los lectores algo cansados con el modo realista en el que se desenvuelve buena parte de la literatura latinoamericana contemporánea, Chimal es un escritor imprescindible», Edmundo Paz Soldán, La Tercera; «Así funciona la narrativa de Chimal: con potencia. Tiene poder, tiene eficacia, engancha», Sara Mesa, Estado Crítico; «Uno de los narradores más polifacéticos e imprevisibles de la literatura hispanoamericana actual», Marco Kunz, Quimera.
Más información sobre el libro se puede encontrar en esta página.
Da gusto que la editorial española Páginas de Espuma haya publicado Transformación y otros cuentos, colección de tres narraciones breves de Mary Shelley, en 2010. Da gusto también que el libro haya sido reimpreso en México al año siguiente, para disminuir su costo al público nacional, por Colofón. Igualmente da gusto que Marian Womack, muy interesante escritora gaditana, haya sido la encargada de la traducción y del prólogo.
Hay que alegrarse, en fin, y lo digo con toda sinceridad: Mary Shelley es más mencionada que leída, y la imagen popular de su obra más importante –la novela Frankenstein o El moderno Prometeo (1819)– proviene sobre todo de sus versiones cinematográficas. Y hay que leer a Mary Shelley. Si no bastan la originalidad de su imaginación y de su prosa, siempre se puede agregar que es una escritora pertinente: su obra tiene un lugar privilegiado en la historia literaria de occidente porque al mismo tiempo introdujo al menos una idea que, al parecer, ya no va a abandonarnos –la razón como causa de una subversión o crisis de lo humano–, y dos personajes icónicos, multiformes, capaces de articular esa idea y de existir a su vez en incontables versiones: junto al monstruo, por supuesto, está siempre el científico impío/megalómano/trágico que lo crea y debe afrontar las consecuencias de su curiosidad o su arrogancia.
Como la obra de Shelley no es sólo Frankenstein, los cuentos de este volumen pueden servirle al lector curioso –además de interesarlo, entretenerlo, etcétera– como muestra de una amplitud mayor de las preocupaciones de la escritora y también de la constancia de ciertos de sus temas: “Transformación” sugiere la inconstancia de la identidad y de la percepción –la diferencia entre el hombre y el monstruo– en una trama alrededor de un pacto fáustico; “El mal de ojo” cuenta una historia sumamente improbable pero no sobrenatural –con pretensiones análogas, pues, a las de la moderna ciencia ficción, de la que Shelley es precursora– alrededor de otro tipo de desdoblamiento: el mal que sufre un personaje lo lleva a infligir el mismo mal a otros, pero también a la oportunidad de redimirse; por último, “El inmortal mortal” tiene como protagonista a un hombre que ha conseguido eludir a la muerte, desde luego, pero el texto se concentra en la forma en la que la eternidad se vuelve monstruosa pues distancia al personaje del resto de la especie humana, y lo condena a una soledad terrible…
(Si este último argumento suena como el de muchas otras historias, incluyendo numerosas películas, hay que recordar que el cuento de Shelley se adelanta a todas ellas. En un tiempo en el que la tarea exigía un genio creativo extraordinario, Mary Shelley exploró, como pocos autores de la historia, el sentido y los límites de nuestra naturaleza.)
Los anteriores son los motivos para celebrar este libro. Sin embargo, aparte de esta exploración y del valor que da a la obra de Shelley, un tema importante que se plantea en el prólogo de Transformación es el del cuento como género literario. Y aquí hay un problema, pues el texto de Womack resulta, por lo menos, desconcertante. No me refiero a los términos teóricos que utiliza, y que son los europeos –hasta un lector mexicano poco versado en el tema notará con facilidad que el “relato” español es el “cuento” latinoamericano, por ejemplo, y no el “relato” como se entiende aquí–, sino a su premisa central. “El relato corto históricamente es un vástago, una ramificación, de la novela” (!), escribe Womack, y continúa describiendo el origen de las historias breves a partir de las condiciones de publicación de la novela por entregas en Inglaterra durante el siglo XIX; en las revistas impresas, donde en ocasiones quedaban espacios sobrantes o demasiado pequeños para ser ocupados por una entrega típica de novela, los cuentos habrían surgido como relleno y se habrían desarrollado ante un público que no los esperaba, en una especie de laboratorio de condiciones muy ventajosas, para especializarse en diferentes temas y formas.
Esto subordina el desarrollo entero del cuento como género a una serie de innovaciones en las técnicas de impresión, y en sus efectos sobre el mercado editorial, que el prólogo fecha entre 1840 y 1871. Por lo tanto, no toma en cuenta las aportaciones formales ni la obra de (para empezar) Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y Edgar Allan Poe (1809-1849), otros dos sospechosos habituales de haber inventado el cuento… y tampoco reconoce, por lo demás, que nombrar a Poe y Hawthorne puede ser igualmente incorrecto. Aunque lo más habitual en nuestra época es no ir pasar del siglo XIX y de la literatura en lengua inglesa al hablar de los orígenes del cuento, lo cierto es que poner ese límite es ignorar que un precursor claro y mucho más antiguo de la narración breve es, por supuesto,la tradición oral: las historias populares que fueron la base de las kunstmärchen alemanas –el «cuento de hadas literario» de los siglos XVIII y XIX– y, por supuesto, de sus ramificaciones en autores como Poe, Hawthorne, Hans Christian Andersen… y la propia Mary Shelley.
(Famosamente, ésta leyó, junto con Percy Shelley, Lord Byron y John Polidori, textos de una antología alemana de cuentos de horror [fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Fantasmagoriana, traducción francesa de Das Gespensterbuch de Friedrich August Schulze] durante su estadía en la Villa Diodati, Suiza, en 1816. En aquel periodo, como se sabe, surgió la idea de Frankenstein.)
Tal vez la clave para aclarar la cuestión se menciona una sola vez, justo en la última oración del prólogo: “relato corto moderno”, escribe Womack, y el adjetivo podría acotar y reducir toda su argumentación.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Uno de mis propósitos para este año es dejar de buscar disculpas para el cuento. No las necesita, y si hay lectores que no se le acercan, peor para ellos. Que se vayan a leer la novela de moda y que nos dejen en paz. Que la forma del cuento es más antigua que la de la novela, dicen: muy bien. Que es más extraña: quién sabe cómo definen “extraño”, pero de acuerdo. Que es más exigente, menos reconfortante, más arriesgada y peligrosa: sí, lo es, cuando se trata de cuentos que valen la pena. Son pocos, pero el encontrarlos es el encontrar una parte de lo verdaderamente valioso de la literatura, que no depende de su género –de hecho, incluso lo podemos encontrar en alguna que otra novela– y que rara vez podemos ver cuando está demasiado cerca: cuando acaba de aparecer o lo ha escrito alguien de nuestros contemporáneos.
Sospecho que Edificio de Ana García Bergua será reconocido, cuando podamos leerlo bien y con calma, como uno de esos libros escasos: de los que compensan meses y años de búsqueda entre novedades huecas y mal hechas. De momento, para celebrar su aparición, quedémonos con lo que se ve más inmediatamente: las quince historias que componen este volumen –fragmentos de las vidas de otros tantos personajes que son vecinos en un conjunto imaginario de departamentos– son apasionantes.
Ahora que nos encontramos con los cuentos más bien en colecciones que en revistas o periódicos, los mejores cuentistas buscan formas nuevas de justificar la existencia de sus libros. La intención, en general, es que las historias sugieran una unidad que les dé otro sentido más allá del que pudieran tener individualmente: que los textos se hablen, como ha escrito el crítico Gabriel Wolfson, a la vez que nos hablan a nosotros. Edificio se propone este objetivo de un modo claro e ingenioso: algunos personajes aparecen en más de un texto, de manera que todos parecen suceder en el mismo mundo inventado. No es un artificio muy distinto del entrelacement: la técnica por la cual los precursores de la novela en la edad media comenzaron a reunir tradiciones dispersas y a convertirlas en largos ciclos narrativos, aunque aquí los personajes reunidos poco a poco, por medio de referencias sueltas que el lector va reuniendo aun sin darse cuenta, no son caballeros y reyes sino hombres y mujeres de clase media y de mediana edad, que se enfrentan con sus propias vidas huecas y con el extrañamiento que les inspira el hecho de que el tiempo los va dejando atrás: que el destino del ser humano es la irrelevancia y el olvido y casi todos llegamos a esa meta mucho antes de la muerte. Las semillas de esta visión se plantan en el primer cuento, “La carta”, y dan fruto en el último, “Los tormentos de Aristarco”; este último incluso se las arregla para reinterpretar, sutilmente, varias de las narraciones precedentes.
Por otra parte, lo que apasiona de los cuentos de Edificio –o lo que a mí me apasiona– no es el dibujo de su realidad general y desoladora, por elegante que pueda ser, sino las historias individuales: los sucesos concretos de cada vida imaginada. En esto Edificio tiene raíces más antiguas: al contrario del grueso de nuestra tradición realista, que lleva cincuenta años escribiendo los mismos tedios de las mismas formas tediosas, Ana García Bergua toma lo mejor de la más antigua tradición de la narrativa –el impulso de la trama, la curiosidad por “lo que va a pasar después”– y en muchas ocasiones nos fuerza, efectivamente, a preguntarnos qué puede pasar luego con sus personajes. Esto no es poca cosa: sin aspavientos, cada texto sorprende con vueltas impredecibles, con sucesos que tienen perfecto sentido cuando ocurren pero no se ven venir y no necesitan ser imposibles ni estrambóticos. La contención no se tiene por una virtud entre nosotros y en verdad lo es muy raramente, pero aquí se le emplea para producir muchas veces un efecto devastador: incluso las vidas más anodinas, las más alejadas de lo que ofrecen los sueños y hasta los hechos improbables, de pronto pueden dar a quienes las viven una sorpresa. Nuestras formas de pensar, por sólidas y tercas que puedan parecer, pueden llevarnos a acciones y encuentros inusitados; nuestra rutina puede desembocar en transformaciones radicales; todo lo anterior puede trastocarnos, y hasta destruirnos.
Si somos como los personajes de este libro, todo esto significa que ni siquiera la desolación puede ofrecernos una estabilidad verdadera, el consuelo de lo que no cambia. Y, sin embargo, tal vez sea para bien que nuestras certidumbres sean tan engañosas y nuestras existencias tan frágiles. Nunca hay en Edificio el gusto por la superficie del sufrimiento que está de moda en tantos de esos libros malos que mencioné al comienzo: al contrario, hay una perplejidad que me cuesta describir porque no es resignada pero tampoco frívola. Tal vez, parece decir, incluso quienes estamos encerrados en nuestras vidas estamos más expuestos de lo que deseamos. Y tal vez sea para bien aunque no sea para nuestro bien, como dicen que dijo Kafka.
Para acabar, permítanme una cita rara: es de Santiago Auserón, cantautor y rocanrolero español, quien habló en una de tantas entrevistas de los problemas de la música popular de su país. “Cada vez que está a punto de madurar una generación”, dijo, “la industria y los medios la abandonan a su suerte: los chavales se mueren de estrellato antes de tiempo. (…) No se produce con naturalidad el paso del estado de adolescente alucinado a humilde artesano con capacidad de aguante”. Ahora se podría usar lo dicho por Auserón para declarar muchas obviedades. Mejor hacer una analogía a partir de la cuestión del aguante: aquí no hay industria ni medios que se desentiendan de los escritores (porque tampoco dan el paso inicial de interesarse por ellos), pero de todas formas son muy pocos quienes apuestan por el refinamiento complicado, doloroso, incierto del trabajo propio más allá de los primeros pasos, del primer golpe que casi nadie consigue dar y que tantos viven buscando mucho más allá de toda medida. Ana García Bergua es una de esas escasas afortunadas que ha sido consecuente con su evolución como escritora, que ha aceptado la madurez de su vida y la ha convertido en madurez de su trabajo.
(Esta nota se leyó el mes pasado en la presentación de Edificio, libro de cuentos de Ana García Bergua publicado por la editorial Páginas de Espuma.)
Editorial Páginas de Espuma y Colofón invitan a la presentación del libro Edificio de Ana García Bergua, publicado por la editorial Páginas de Espuma. La cita es el jueves 4 de febrero a las 19:00 horas en el Centro Cultural España (Guatemala 18, Centro Histórico, atrás de la Catedral Metropolitana). Participarán José de la Colina, Fabio Morábito y la autora. Yo iba a estar en la mesa y no podré (contra lo que deseaba), pero escribí un texto para la presentación. De él adelanto solamente que el libro me parece extraordinario.
Edificio es un conjunto de relatos sobre los habitantes de un edificio de departamentos, donde la historia de cada uno se entrevera con las de todos los otros y (de pronto, sorpresivamente) adquiere más de un sentido. Dice el boletín: «Estos cuentos (…) son un edificio mental, literario, armado con historias que siempre salen un poco de sí mismas para desembocar en otra parte, como ocurriría si uno espiara por las ventanas e intentara descifrar qué mundo esconden los gestos de sus habitantes. Como muchos edificios, este puede estar en muchas partes, y sospechosamente sus espacios pueden variar de tamaño, o bien expandirse y contraerse en latidos, como sucede con las vidas de quienes pasan sus horas en ellos. Como le podría pasar a cualquiera. Como quizás te pase a ti.»
Ana García Bergua (1960) estudió Letras Francesas y Escenografía Teatral en la UNAM. Ha publicado las novelas El umbral (1993), Púrpura (1999), Rosas Negras (2004) e Isla de bobos (2007); los libros de relatos El imaginador (1996), La confianza en los extraños (2002) y Otra oportunidad para el señor Balmand (2004), así como los libros de crónica Postales desde el puerto (1997) y Pie de página (1997). Muchos de sus cuentos figuran en antologías. En 1992 recibió la beca para Jóvenes Creadores del FONCA y en 2001 entró al Sistema Nacional de Creadores de la misma institución. Desde 1987 hasta la fecha ha publicado cuentos y crónicas literarias en diversas publicaciones; su columna «Paso a retirarme» aparece desde hace varios años en La Jornada Semanal.
Una nueva actualización de la página principal del proyecto Poe 2009 incluye noticias sobre varios encuentros académicos en diversos países, incluyendo el coloquio (o POEloquio) «Poe, el genio de lo perverso» que se llevará a cabo en febrero en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; el lanzamiento de la nueva edición comentada de los Cuentos completos de Poe, publicada por la editorial Páginas de Espuma, y diversos artículos y novedades adicionales.
La convocatoria para participar en este proyecto sigue abierta.
Muchas gracias a Hernán, Christopher Rollason y Ana González-Rivas Fernández por sus contribuciones especiales en esta entrega. Pronto, más.