Como la nota que publiqué hace poco sobre el tema de los intelectuales (con ejemplos de dos escritores que podrían continuar la tradición mexicana del artista que opina sobre asuntos de interés público, más bien alicaída en años recientes) ha recibido una buena cantidad de comentarios y enlaces, escribo ahora esta nueva nota, que es independiente de aquella pero también puede leerse como su complemento; incluye respuestas a varias cuestiones que se me han planteado sobre el asunto y sobre otros aledaños, y varias opiniones que me importa aclarar.
1. Una generación de escritores no es automáticamente un grupo, un movimiento ni nada parecido. Es, simplemente, un conjunto de personas nacidas más o menos por las mismas fechas. No es un lote de autos del mismo modelo. No sólo no debe (ni puede) ofrecer un conjunto de obras homogéneas en ningún sentido: además, no caduca. En la otra nota dije que si un intelectual nacido en los setenta consiguiera que la sociedad progresara por medio de sus textos sobre política, con eso bastaría para que la generación entera se justificara. Lo sostengo. Pero a la vez sostengo que también sería suficiente si la única obra digna de sobrevivir a su época, hecha por alguien de los setenta, apareciera por ejemplo en 2082, publicada póstumamente o por un anciano de más de cien años.
2. Lo anterior, sobre literatura. Sobre los intelectuales: es casi imposible que un texto de opinión política quede en la historia literaria, pero si produce realmente un efecto benéfico en una sociedad esto no tendrá importancia. Su mérito será social y no artístico. En caso así, incluso, no hace falta que el texto en concreto sea recordado ni que su autor o autora se vuelva célebre.
3. Los nuevos intelectuales mexicanos, los de mi generación, podrían llegar a ejercer esa influencia positiva que he mencionado, pero no lo han hecho todavía. Su trabajo actual es una promesa que puede cumplirse o no cumplirse. Ninguno ha escrito aún nada semejante, en su alcance, pertinencia y valor, al «Yo acuso» de Emile Zola. Ojalá lo consigan; semejante sacudida social nos sería útil en un momento como éste.
4. ¿Qué podría salirle mal a los nuevos intelectuales? El peligro que corren todos los escritores/opinadores es olvidar su propósito, el sentido de su labor. La historia demuestra que muchos lo olvidan: unas veces, en lugar de persistir en la crítica y la defensa de lo que creen, acaban por acomodarse dentro de las élites que han aprendido a reconocerlos, y entonces se vuelven portavoces (encubiertos o no) de esas élites; otras veces llegan a creer que su persona, y no lo que dicen y piensan, es lo más importante, y se vuelven aspirantes a «celebridad», adictos a opinar sobre lo que sea del modo más estridente posible, mercachifles de su propia reputación. Payasos, en fin.
4a. ¿Cómo se reconoce a estos intelectuales falsos? Pueden engañar a muchos, y durante mucho tiempo –porque la mayoría de los seres humanos no aprendemos nunca a pensar por nuestra cuenta–, pero por lo común son olvidados en cuanto dejan de estar allí para seguir alimentando su figura pública. (Esta prueba es infalible, y útil siempre si no hay ningún otro criterio –o no hay criterio–, pero desde luego tiene la desventaja de que obliga a esperar muchos años.)
4b. Una persona me decía que es muy improbable que el regreso (bastante probable) del PRI al poder presidencial en México consiguiera que todo volviese a estar exactamente igual que antes, y por lo tanto no podría volver a existir el «ecosistema» de los intelectuales al modo priísta, que muchas veces eran personeros sin vergüenza o «rebeldes tolerados». Es cierto: exactamente como era, ese sistema no volverá. Pero por otro lado, y muy tristemente, muchos vicios del sistema priísta no han desaparecido entre escritores y artistas, y otros, aunque fuera aisladamente, podrían regresar.
5. Toda la discusión del año pasado era sobre fama y oropel, no sobre literatura. ¿Por qué tanta insistencia en la fama y el oropel? Un signo de la época es la vanidad y el otro la idea de la fama como valor supremo, sin importar su justicia ni su causa.
5a. Por ejemplo: mucho de la discusión del año pasado se levantó sobre prejuicios y falseos. Se insistía en que ningún autor nacido en los setenta se ha hecho tempranamente famoso, lo que es mentira pues están, entre otros, los casos de José Ramón Ruisánchez y Hernán Bravo Varela, que nadie pudo o quiso recordar entonces. O bien: nadie nacido en los setenta, se insistía, tiene el reconocimiento que tuvo Carlos Fuentes a los treinta años, cuando publicó La región más transparente. ¿Realmente sirve una apreciación tan vaga y arbitraria? (Igual se podría decir que ninguno de nosotros ha escrito Hamlet, lo que por lo demás no hace falta, pues está escrita desde hace siglos…)
5b. Por ejemplo: mucho de la discusión, también, sonaba a pensamiento mágico, pues a veces daba la impresión de que «ganaría» (¿ganaría qué?) quien no sólo gritara más fuerte y más frecuentemente sino además, a falta de trabajo propio que elogiar, fuera capaz de descalificar mejor a los otros (los adversarios). De esto vino, pienso, la insistencia en equiparar la literatura con un concurso de potencia sexual, y en especial la frecuencia alarmante de las declaraciones oblicuas: en vez de «yo soy un semental», «todos los demás son eunucos».
6. De vuelta a la literatura: aquel anciano que mencioné al comienzo, y que podría ser el creador de lo único que valiera la pena de la literatura hecha por mi «generación», podría no ser una celebridad ni una persona poderosa o influyente en los círculos de los poderosos. Y podría ser una anciana. Y podría ser alguien que jamás hubiese intentado darse a conocer en el mundillo literario. Y su obra podría no ser una novela. (¿Por qué tendría que serlo? Se habla y se habla y se habla de las grandes novelas, se tiene al grosor de los libros como medida de calidad e importancia –una tontería, desde luego–, pero a lo mejor los escritores mexicanos de los setenta nos salvamos del olvido total gracias a un libro de poemas, o una serie de aforismos, o una sola minificción…)
6a.Ninguno de nosotros lo va a saber, evidentemente. (Otra posibilidad más es que la obra que valga la pena leerse, y que le diga mucho a muchas personas, se escriba en sesenta años, o en cincuenta, o en treinta, o en diez…, y también puede existir ahora mismo, pero ignorada por todo el mundo y destinada a salir a la luz en 2082 o incluso después. La escritura que cuenta no es una carrera de velocidad.)
7. Por último, sobre el tema del «compromiso del escritor», sigo pensando lo que escribí en algún otro texto: está muy bien (cuando no es sólo una pose para congraciarse con el poder), pero no es menos importante que el compromiso de cualquiera, del ciudadano –que ahora, claro, se ve más decaído que cualquier otro compromiso.
Con esta nota se reanuda una serie que empecé hace tiempo, a partir de ciertas preguntas de Rafael Tiburcio. Las primeras tres partes están aquí, aquí y aquí. El tema es cómo publicar en un país como éste.
Esta vez seré breve. Terminé una nota anterior con la pregunta de para qué se escribe. Como no hace falta discutir las respuestas obvias (dinero, prestigio, etcétera) sólo agrego esto: escribir no es sólo una actividad de escasas recompensas inmediatas, sino además, y sobre todo, una actividad solitaria. Puede ser muy placentera, puede no serlo, puede tener éxito o puede fracasar, pero si al escribir se intenta hacer una creación propia –no escribir los textos que firmará alguien más; no crear copy o contenidos de acuerdo con las directrices de un editor o un comité–, resulta que esa forma de estar a solas es una de los pocos actos de libertad que todavía están al alcance de quien tenga los humildes conocimientos básicos que hacen falta. Porque escribir así es una forma de introspección, de estar a solas con uno mismo, sin más árbitros ni jueces que los propios demonios; la idea es repelente para muchas personas porque aprendemos a igualar la felicidad con la inconsciencia, pero lo que se obtiene con esa reflexión, es decir, ese reflejo: esa lectura de nosotros mismos en lo que escribimos, es a su modo algo mejor, más raro y más precioso. Y, ni modo, quien lo ha hecho lo sabe: escribir así es también una experiencia intransferible, jugar con el lenguaje es llegar a un límite del lenguaje. A veces lo escrito deja ver ese límite, a veces no; a veces quien escribe ni siquiera se da cuenta. Pero el contacto se da, invariablemente: la ventana se abre aunque sólo sea por un segundo.
Podemos, desde luego, tener el deseo de que la escritura no se quede sólo en la introspección o el trabajo solitario: de que se publique y llegue a otro. Podemos tener la idea de que ningún texto termina de existir mientras no es leído, o bien la de que quien practica un oficio como éste (porque la escritura es un oficio; ciertamente no es un pase automático a la divinidad, como parecen creer algunos, ni al poder político) merece una adecuada remuneración por su trabajo, como la reciben los practicantes de otros oficios. Ambas ideas son perfectamente razonables. Pero hay que insistir otra vez: escribir no es lo mismo que publicar (en otras de las notas de esta serie hay varias consideraciones sobre dónde, cómo, qué, de qué manera intentar la publicación) y, para el caso, tampoco es lo mismo que destacarse, que obtener la gloria, que cualquiera de esas recompensas.
En efecto, como tantas personas intuyen o saben o aceptan rencorosamente, «escribir bien» (sin importar cómo se defina la palabra) no es el único camino para lograr la notoriedad y está lejos de ser el más sencillo o el más rápido. En efecto, puede echarse mano de ventajas heredadas como la riqueza o la belleza física; en efecto puede incurrirse en los pequeños actos de corrupción (de venalidad, de degradación, de alevosía) que son posibles no sólo entre escritores y mexicanos, sino entre personas de cualquier disciplina y de cualquier lugar. Es posible fingir, simular, mentir, asombrar a otros con desplantes y poses. Es posible engañar con actividades aledañas a esa escritura de la que estoy hablando como la farándula, la política, la opinología. Pero nada de eso es escribir. Los legendarios (pero no inexistentes) negros o ghost writers, que redactan los textos que luego firman otros más famosos o más encumbrados, no entran en absoluto en la experiencia que he tratado de describir: ni sus jefes ni ellos mismos pertenecen al terreno de la creación, sino al del poder, que sin duda es fascinante pero también es distinto. Tampoco entran los socialites a quienes de pronto da por sacar libros, ni las celebridades «que todo el mundo conoce» aunque no hayan escrito nunca una página (ni mucho menos una página memorable)…
En este pobre país en crisis (terminal, ya sin remedio, lo llamó hace poco un colega, Heriberto Yépez) la distinción que mencioné arriba puede parecer inútil: no lo es. Puede que no le importe mucho a algunas personas, pero la supervivencia de la especie, así como de las diferentes culturas que se ha organizado, no se ha debido nunca a la docilidad ni a la ignorancia, a la incapacidad de pensar. Y el proceso de la escritura –que puede ser frío y cerebral, o apasionado, o melancólico, o de todas las otras formas; que puede dejar ver todos los matices e inclinaciones, todos los motivos explícitos y todos los insondables– es una forma de enfrentarnos con nuestro propio pensamiento: de no hacerlo a un lado, de centrarlo al menos por un momento en nuestra propia conciencia. Y esto nos urge.
Más adelante, más sobre estos asuntos. Ahora, sólo porque sí (y para no ilustrar esta nota con libros y plumas de ganso), La isla de los muertos (1880) de Arnold Böcklin:
Agrego un texto que apareció publicado a principios de 2009 en Los noveles. Saludos y gracias a Salvador Luis.
Escribo esto aún en 2008; la estupidez de la temporada se resume en los recuentos de “lo mejor del año” y en la publicidad navideña pero está, en realidad, por todos lados; además, se ve venir que algunos aniversarios que se cumplirán en 2009 serán, como siempre, causa de la escritura de numerosas notas oportunistas; más vale terminar lo que sigue antes de que alguien lo crea parte de una celebración:
Este año que para mí no ha terminado, la traducción al inglés de 2666 de Roberto Bolaño se publicó y tuvo gran éxito de crítica en los Estados Unidos. Ya ha aparecido en (desde luego) varias listas de “lo mejor del año” y la bolañomanía (en inglés se lee todavía mejor porque la coqueta tilde de la eñe es impronunciable, exótica) está reconocida como un fenómeno real, si no de público al menos de atención mediática: casi nada de lo que se publica fuera del mundo de habla inglesa llega a él por medio de traducciones, y es todavía más difícil que el libro en cuestión llegue a ser considerado importante; Bolaño viene a ocupar, en ese entorno, el puesto que una vez tuvo García Márquez como “el autor latinoamericano”, el único que hace falta para dar variedad a los estantes de las librerías. (Laura Esquivel, en el siglo XX, presumía de que la versión fílmica de su Como agua para chocolate era descrita como “la película subtitulada” por algunos de sus espectadores de habla inglesa.)
Una discusión interesante alrededor del ascenso de Bolaño comenzó con una reseña de 2666 escrita por Jonathan Lethem y publicada en el New York Times el 9 de noviembre (una versión posterior, que supongo más extensa, apareció el día 12 en el sitio del periódico). La reseña es muy entusiasta y resume brevemente la biografía del escritor del siguiente modo:
El poeta exiliado chileno Roberto Bolaño, nacido en 1953, vivió en México, Francia y España antes de morir en 2003, a la edad de cincuenta, por una enfermedad del hígado atribuible a una adicción a la heroína en años anteriores. En un estallido de creatividad ya legendario en la literatura de lengua española, y que rápidamente se vuelve legendario internacionalmente, Bolaño, en la última década de su vida y escribiendo urgido por la pobreza y su salud en declive, construyó un notable conjunto de cuentos y novelas (…)
Casi de inmediato este esbozo comenzó a repetirse, palabras más o menos, en muchos otros lugares, y siempre incluyendo el detalle de la heroína. Poco después comenzaron las denuncias y desmentidos por parte de diversos escritores y comentaristas de habla española (destacó un artículo de Enrique Vila-Matas aparecido en El País)… Pero luego ha resultado que Lethem no fue el primero en escribir que Bolaño fue drogadicto. Gustavo Faverón, en la bitácora Puente Aéreo, anota referencias a textos de 2007 donde se repite el mismo infundio; el mejor de todos debe ser una nota de The Guardian escrita por Helen Zaltzman, en la que Bolaño es, además de heroinómano, “poeta exsurrealista, trotskista [/fusion_builder_column][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][y] espía de la resistencia chilena”.
Quién sabe qué pensarán otras personas: a mí me hubiera importado poco (no, de hecho no me hubiera importado nada) descubrir que, como hubiera dicho mi abuela, Bolaño siempre sí era un atascado. El hecho no cambiaría una letra de lo que escribió. Tampoco me sorprendería, por lo demás, que la historia perdurara y se convirtiera, a fuerza de repetirse, en parte del “conocimiento general”. Cierta o no, es atractiva: Bolaño queda mucho mejor dispuesto para el anecdotario sensacionalista y la atracción morbosa si se le puede percibir como “autor maldito”, que “vive en los márgenes”, “desafía a la sociedad”, etcétera. No importa que en cierto modo, drogas o no, lo haya sido de todas maneras: no importa nada de lo que escribió ni de lo que realmente hizo. No cuenta la realidad sino la forma en la que podamos ajustarla a la estructura del melodrama o de otro subgénero reconocible y aceptado. Por ejemplo, la parte de la redención del adicto, mediante la escritura y –se dice en varios lugares– por el bien de la familia, se leerá como una afirmación confortable (Amor vincit omnia y todo lo demás) de las que la prosa de Bolaño no ofrece nunca.
Hablar de todo esto, claro, es hablar de literatura sólo de modo tangencial. Es en realidad hablar de espectáculo y adoración: de cómo Bolaño se ha convertido en un “famoso”, un ungido por la fama como cualidad abstracta, como fulgor que ya no se alimenta sino de sí mismo. Pero esta fama es uno de los puntos focales del pensamiento de nuestra época. Véase la siguiente muestra, interesantísima, de pensamiento mágico: muchas personas que desean no la exaltación vital, ni la ilusión de ser libre, sino la simple celebridad de su “rebelde” de cabecera asumen las mismas poses que la opinión pública le haya endilgado a éste. Es pensamiento mágico porque no funciona: quien busca la fama necesita comprender que lo verdaderamente arduo no es obtenerla sino conservarla. Hay quien comete una idiotez en el momento apropiado, hay quien es producto de un buen inversionista, hay incluso quien realmente logra darse a conocer por algún mérito personal (Bolaño, por supuesto; sería verdad aunque no estuviese de moda y decir que se le admira no fuese símbolo de estatus), pero lo que cuenta no son los motivos por los que la fama surge, como saben las estrellas opacas de los concursos de baile. Casi todos los candidatos a “famoso” son como ellos: aun si tienen al mejor precursor (entre los escritores, en otras épocas estuvieron Rimbaud, Lautréamont, Cortázar…), tarde o temprano deben aprender que, sin nada más de lo que aprovecharse, sólo les queda dedicarse hacer un esfuerzo constante para mantenerse en la memoria y el favor de sus adoradores; son rarísimos los casos en que el fulgor llega solo y se mantiene sin ayuda, atraído por la imagen del “famoso”, es decir, la forma en la que ya es percibido.
El de Bolaño es uno de estos casos y sospecho que lo será aún más, repito, en los años por venir: el difundir su presunta adicción equivale a “trabajar” su biografía, a modificarla para que se parezca más a un fascinante cliché.
Otro caso, de los más notables en el último siglo y medio, es el de Edgar Allan Poe, cuya reputación como autor loco, dipsómano y alucinado es por completo obra de Rufus Wilmot Griswold (1815-1857), poeta, crítico, editor y mafioso literario estadounidense. Griswold estaría totalmente olvidado de no ser por la campaña de difamación que emprendió contra Poe, uno de sus muchos enemigos literarios, a partir de la muerte de éste en 1849; comenzó con el famoso obituario que escribió para el New York Tribune (“Edgar Allan Poe ha muerto. Murió en Baltimore anteayer. Este anuncio sorprenderá a muchos, pero muy pocos se entristecerán por él […]”) y luego consiguió que Maria Clemm, la suegra de Poe, lo autorizara para preparar y publicar la edición póstuma de su obra. En el tercer tomo de la edición, Griswold publicó una “biografía” de Poe repleta de mentiras, para la que alteró o destruyó numerosos documentos personales de su enemigo y falsificó otros, con el fin de destruir su reputación… Las mentiras perduraron y se integraron a la historia literaria de occidente, pero el efecto no fue, se piensa, el esperado por Griswold: todavía hoy estamos fascinados por la vida tremebunda, pero al fin trágica, que le inventó a Poe, y él es una nota al pie en ese relato extraordinario, que ya ni siquiera reconocemos como suyo.
El riesgo, para aquellos a quienes todavía interesa la obra literaria de los escritores, es que ésta se olvide: que la celebridad del creador la oculte o la distorsione. Sería mejor que nos pasara esto con Bolaño, claro, que (digamos) con Bukowski, tan increíblemente sobrevaluado y, encima, mal leído. Pero será mejor citar una reseña de Los personajes de Shakespeare de William Hazlitt, que Poe publicó en 1845 y en la que se adelantó a estas ideas como a la mayoría de cuantas se han formulado alrededor de su destino y su trabajo:
En todos los comentarios sobre Shakespeare ha habido un error radical, nunca mencionado hasta ahora. Es el error de intentar explicar a sus personajes, justificar sus acciones, resolver sus inconsistencias, no como si fueran el producto de un cerebro humano, sino como si hubieran sido verdaderas existencias sobre la tierra. Hablamos de Hamlet el hombre en vez de Hamlet el dramatis persona: del Hamlet que Dios creó en vez del que creó Shakespeare. Si Hamlet realmente hubiera vivido, y si la tragedia fuera un registro fiel de sus acciones, es verdad que de tal registro podríamos (con alguna dificultad) resolver sus inconsistencias y establecer satisfactoriamente su verdadero carácter. Pero la tarea se convierte en el absurdo más puro cuando sólo tratamos con un fantasma. No son (entonces) las inconsistencias del hombre que actúa las que son nuestro tema de discusión (aunque procedemos como si lo fueran, y así, inevitablemente, nos equivocamos), sino los caprichos y las vacilaciones, las energías en conflicto y las indolencias del poeta. Nos parece poco menos que un milagro que esta idea tan obvia se haya pasado por alto.
El creador de Poe el Loco estaba muy por debajo de Shakespeare, y el o los creadores de Bolaño el Tremendo son (hasta ahora) un poco menos resueltos: están más librados al azar, a la publicidad rutinaria de los libros y a las lecturas apresuradas de, según parece, uno o dos textos subalternos de Bolaño el Escritor. Pero la advertencia de Poe sigue siendo pertinente y clarísima. Acaso algún pasaje de Bolaño, quizá en La literatura nazi en América o “La parte de los críticos” (no tengo ninguno de los libros a mano ahora, como decía Charles Kinbote) contenga una observación que pueda comparársele, pero entretanto me quedo con este fragmento de los “Consejos sobre el arte de escribir cuentos” que se reúnen en Entre paréntesis: “9) La verdad de la verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra. 10) Piensen en el punto número nueve. Piensen y reflexionen. Aún están a tiempo. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas.”
Al contrario de muchos de sus admiradores, Roberto Bolaño sí leía, eso está claro.
* * *
(Probablemente la literatura inventó a los dioses, pero la idolatría bien puede ser anterior a la literatura.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Ahora que el mundo sacudido en sus entrañas ha recobrado el equilibrio; ahora que las sanguijuelas de Hollywood, los abogados de Neverland, los pensionados de Indiana, las madres sustitutas de Beverly Hills, los cantantes y los deportistas, los cirujanos plásticos y los doctores siniestros, los productores y los promotores, los testigos profesionales y los fans from hell han colgado sus toldos para restablecerse de la extenuante vigilia, y que han recuperado la serenidad y vuelto a tomar posesión de sus heredades los presidentes de las compañías disqueras y sus ministros y todos aquellos que representaron a los poderes privados y a las potencias sobrenaturales en la más espléndida ocasión funeraria que registren los anales de la última semana: ahora que Wacko Jacko ha subido a los Cielos en cuerpo y alma, y que es imposible transitar en la red a causa de los mensajes huecos, las frases hechas, las mismas imágenes monstruosas repetidas millones de veces, las colillas de cigarrillos, los huesos roídos, las latas y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre que no fue al entierro pero lo reportó infinitamente, ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción universal, antes de que lleguen la semana próxima y la nueva noticia sensacional e imbécil.
2. Uno de los pormenores
es que no está tan mal que la presente nota comience con un texto remasticado (o más precisamente, wikificado) y que en un año, si no es que en una semana, será ininteligible. El culto de Michael Jackson fue (será, todavía por un tiempo) el culto de lo reciclado: lo resucitado, alterado, comprado y vendido mucho más allá de su propio tiempo.
Esto no es ninguna novedad, por supuesto. No sólo su obra (sus canciones, sus videos, sus presentaciones en vivo) es un conjunto de objetos de consumo rapidísimo salidos de la fábrica de la música pop y que, en lugar de ser echados al tiradero y olvidados deprisa, como era su propósito, resultaron, gracias a su éxito enorme, materia de incontables versiones, parodias, referencias, chistes y, por supuesto, nuevas obras pop; además, su obra subalterna (su imagen pública, sus locuras y sus escándalos, todo aquello de lo que vivieron por décadas las sanguijuelas de Hollywood y de todas partes) fue a nutrir sus propios caldos de cultivo; además, el propio trabajo de Jackson tuvo sus fuentes y precursores, y muchos de ellos descendían del legendario Tin Pan Alley, el conjunto de creadores de música estrictamente comercial que dominó la escena estadounidense a principios del siglo XX. Hablar del legado musical de Michael Jackson como algo distinto o «más elevado» que el pop no tiene sentido.
Ahora bien: la obra de Jackson es lo que es, pero Irving Berlin, Hoagy Carmichael, George Gershwin y muchos otros que ahora juzgamos grandes pertenecieron al Tin Pan Alley. La fama de Jackson se debió en buena parte a la publicidad, desde luego, así como a la buena suerte de sus proyectos y otras muchas circunstancias ajenas a éstos, pero también a su talento, que existía y era grande, como Joe, su padre abusivo y violento, supo desde que Jackson era un niño. Y el problema de conciliar el talento innegable con los usos y el destino del talento, así como con el monstruo en el que Jackson se convirtió, está lejos de ser nuevo en la historia humana y no debería ser motivo de tanta risa ni escarnio por parte nuestra. No finjamos: los monigotes sin talento nos dan esperanza o nos dan pena, los talentos bellos nos causan envidia, los discretos –los desprovistos de una «imagen pública»– nos causan extrañeza…, pero los monstruos talentosos nos fascinan: en lugar de sólo mostrarnos lo que no tenemos, nos permiten creer que nuestra mediocridad es mejor, que somos más «normales», más «humanos», simplemente porque no somos como ellos.
Por lo tanto, «ellos» nos definen a «nosotros»: se convierten en imágenes de nuestros propios males y nuestra propia locura.
3. Los sueños
Imposible conocerlos, desde luego: los que verdaderamente eran suyos eran intransferibles, como los de cualquiera, monstruo o no. Pero pasa que la parte más interesante de la obra de Michael Jackson no es la música (realmente no lo es), sino sus interpretaciones, y en especial sus videos, que son extensiones de sus actuaciones en vivo en las que el lenguaje del cine permite a su imagen hacer (decir) mucho más de lo que podría en un escenario. En especial esto se logra mediante los números de baile, siempre en el «centro» del video, siempre complicados y espectaculares. Quién sabe cuántas personas tuvieron injerencia en cada uno de estos trabajos; no puede negarse, creo, el interés y la influencia del mismo Jackson en la mayoría de ellos (y en especial en los largos, que de hecho son cortometrajes y mediometrajes que se proponen como tales, incluyendo títulos y créditos), simplemente porque todos son tan semejantes y dejan ver, a lo largo de tramas más bien tenues y formulaicas, una serie constante de intereses y apetencias.
Lo más llamativo en todos, además del regodeo en las coreografías, es desde luego una visión infantil –o ingenua, para decirlo con más justicia– de la vida, que se va acentuando con los años pero que está allí desde el comienzo: se ve en la trama idealista de Beat it (1983), en la que una guerra entre pandillas rivales puede impedirse simplemente con la aparición de Jackson en el papel de joven bueno y decente (está en su casa mientras todos los delincuentes están en la calle), que media unos pocos segundos entre ambos bandos y luego pone a todos a bailar.
Está también en Bad (1987), en el que otro buen joven arquetípico vuelve de la preparatoria y se enfrenta a sus antiguos amigos del barrio, con quienes ya no se identifica. Ellos quieren obligarlo a ser un delincuente y él se resiste. Martin Scorsese, quien dirigió el corto, logra sacar una actuación decorosa de Jackson y también que las partes actuadas, rodadas en blanco y negro –y en las que destaca Wesley Snipes como el antagonista–, tengan una sobriedad y una elegancia notables…
Pero en el video, por otra parte, se ve más clara una constante que con el tiempo será cada vez más importante: una división entre dos mundos de cada historia, uno «real» y lleno de dificultades (o bien aburrido y convencional) y otro idealizado, en el que el personaje central –Jackson, siempre– tiene mayor capacidad para expresarse y cambia de aspecto para volver visibles, tangibles, sus pensamientos, o bien para actuar con más facilidad, o bien para convencer de algo a otros. Cuando el joven decente de Bad discute con sus viejos amigos, lo hace cantando y bailando: la película pasa del blanco y negro al color y Jackson cambia de vestimenta bruscamente y sin ninguna explicación para verse como una suerte de pandillero muy estilizado, que además aparece rodeado de otros muchos «pandilleros»: un cuerpo de baile que imita invariablemente sus pasos y, si bien parece amenazador, no hace nada salvo colaborar en coreografías espectaculares y corear, al final, una admonición que el personaje hace a los amigos. Cuando éstos aceptan dejarlo en paz y se retiran, la imagen vuelve al blanco y negro y muestra al joven vestido como al comienzo, y solo; el número da la impresión de haber sido una metáfora de una discusión «real», pero lo «real» está en blanco y negro: el otro mundo es más real todavía.
Este paso de un mundo a otro ya está en Thriller (1983), el video más famoso de Jackson, pero resulta un poco más oscuro porque ocurre aparte del contraste entre el hombre lobo de la película que los personajes ven (y que es un pastiche del cine de serie B de los años cincuenta) y los monstruos que luego los persiguen y que provienen de La noche de los muertos vivientes de George A. Romero. Los zombies serán luego el cuerpo de baile de Jackson, lo que sugiere que son parte del juego que el personaje quiere jugar, y que consiste simplemente en asustar, de manera inocente, a su «novia», tal como lo sugiere la letra de la canción. Es una mirada infantil de la experiencia del cine de horror y, de hecho, la película es mucho menos violenta de lo que parece: lo más tremendo está siempre fuera de cuadro y, como en Hollywood, el acento está en las reacciones de los personajes.
Jackson parece más bien asexuado cuando presuntamente quiere enamorar a su chica (interpretada por Ola Ray), sea en la película o en el mundo «fuera» del cine. Pero esta ausencia de sexualidad es otro rasgo frecuente. Algunos comentaristas han observado que la imagen heterosexual y dominante que parece obligatoria para tantos cantantes pop, y que Jackson siempre procuró mantener, resultaba cada vez más endeble, como si el cantante no se sintiera especialmente interesado en ella. Videos como Billy Jean (1983) y Remember the Time (1992), aunque la sugieren, también y en cambio proponen la idea narcisista (puesta en imágenes de un lugar común, de hecho) de los personajes de Jackson como criaturas mágicas –más que sexuadas– que ocasionan efectos inusitados en su entorno incluso sin proponérselo. Sus aspiraciones son sólo escapar de sus perseguidores y burlarse de ellos un poco: jugar; tal vez es como dicen todos y Jackson, en efecto, «extrañaba» la infancia normal que no tuvo jamás, la idealizaba, jugaba a ser un niño y con el tiempo sus verdaderos intereses y obsesiones fueron volviéndose más y mas notorios…
Con esto, por cierto, no me refiero estrictamente a sus transformaciones físicas. Como sabemos, Jackson mantuvo su delgadez y su fragilidad con los años, pero también, gracias a las famosas cirugías plásticas, fue adquiriendo la pinta cada vez más terrible que lo volvió un freak, objeto de irrisión y miedo más que de simpatía para el grueso de la opinión pública global; sin embargo, es mucho más interesante el preguntarse por las causas de esta metamorfosis, más que por los efectos. Aquí entra el complejo de Peter Pan, otro lugar común, y también la noción incomodísima, políticamente incorrecta, del blanqueo de su piel: aunque Jackson siempre estuvo encuadrado como intérprete de música negra, y su estilo como entertainer continúa con brillantez los logros de una doble estirpe de grandes músicos y bailarines afroamericanos, lo que Jackson eligió hacer con la fortuna que amasó fue intentar separarse de su origen de manera radical y sorprendente. ¿Estaría buscando –de manera absoluta, dolorosamente literal– el ideal racista de belleza y libertad que todavía defienden tantas porciones de la cultura estadounidense?
La insistencia de Jackson en el mundo de la infancia parece correr paralela a sus modificaciones corporales, pero, por supuesto, muchos creyeron que intentaba contrapesar las decepciones de la adicción quirúrgica, que nunca le dio (por lo que parece) una cara con la que pudiese estar en paz. En todo caso, el discurso de los videos de Jackson se vuelve más y más infantil a medida que éste aleja de su momento de máxima popularidad, a mediados de los ochenta, y se vale de cada vez más caricaturas, chistes y juegos (incluyendo la presencia cada vez más frecuente de niños, siempre en actitud de encontrarse a gusto y felices alrededor de Jackson) que contradicen incluso la presunta gravedad de algunas letras y temas.
(Esta contradicción se da de modo notable en Smooth Criminal (1988), en el que varios niños observan el baile complejísimo de Jackson y los suyos por las ventanas del burdel; no hay impresión alguna de peligro ni de urgencia; todos están disfrazados, parecen decir las imágenes, y sólo están jugando. Jackson, incluso, ataca a un bailarín como parte de su coreografía, y los movimientos estilizados están muy lejos del combate escénico que se ve en el cine de acción e incluso del slapstick.)
Con el tiempo, los personajes se sitúan en entornos cada vez más extraños y poco familiares: escenarios abstractos en vez de calles, altas torres en vez de habitaciones comunes: en cierto modo el mundo ideal tiene cada vez más preeminencia o su relación con la «realidad» importa menos. A partir de los años noventa, además, empieza a cobrar importancia en los videos la discusión de la idea del «fenómeno» en el que Jackson se transforma, de su aislamiento creciente y de su resentimiento para con quienes no lo comprenden. En los noventa, cuatro videos son la cúspide de esta tendencia. Black or White (1991) fue objeto de muchas críticas por su excentricidad pero es, de hecho, una serie de asociaciones libres, literalmente un sueño puesto en la pantalla que argumentalmente no tiene ningún sentido pero, en realidad, no necesita tenerlo. Entre diversos números de baile, se representa una vez más el rechazo a la violencia (y en especial a la discriminación racial), pero sólo de manera momentánea y superficial, en algunos momentos de la letra y en la secuencia final, en la que Jackson, curiosamente, destruye un automóvil y varios objetos en una calle, todos marcados con lemas racistas; aunque esta escena es sumamente violenta, queda la impresión de que se trata de una rabieta: un gesto de frustración o de enojo que no se podría traducir a un ataque verdadero. Otras partes del video lidian con la idea de la transformación física, que se tiene por positiva (un ser o muchos hombres y mujeres de muchos aspectos y razas cambian de forma, y todos sonríen, en una secuencia técnicamente muy brillante); la mayor parte del tiempo se dedica sólo a juegos con efectos especiales, guiños presuntamente humorísticos, caprichos: el video es un muestrario de lo mejor que podía hacer la tecnología digital de la época y tiene la misma capacidad de atención, el mismo interés por lo brillante y lo inmediato, que un niño pequeño.
En Scream (1996), un dueto con su hermana Janet, Jackson no sólo protagoniza el video más caro de la historia hasta aquel momento (7 millones de dólares) sino que muestra su imagen ideal de un entorno seguro, protegido de las críticas y presiones que ya eran parte de su vida gracias al deterioro de su reputación: en una nave espacial entre la Luna y la Tierra, sólo están él y su hermana, que pueden dedicarse a entretenimientos simples, a lidiar con el tedio y a sobrellevar, de vez en cuando, las voces remotas que los hacen sentirse «presionados» y «con ganas de gritar». El grito, por supuesto, es de rabia y hartazgo, aunque la letra sugiere la necesidad del fortalecimiento interior contra la adversidad y el desahogo de la ira de formas que evitan la confrontación directa.
Aunque Scream anunció una serie de posibilidades interesantes (Michael Jackson abordando de manera directa e imaginativa su nuevo estatus de estrella, ya no asimilada sino enfrentada a la sociedad del espectáculo), éstas no fueron cultivadas en la obra posterior del artista. Childhood (1997), uno de sus escasos videos sin números de baile, es la expresión más pura de lo que vino después y es una imagen más amarga e impotente de aislamiento. No hay nada salvo un mundo soñado, cursi pero sugerido con toda seriedad, y Jackson no puede entrar en él: no puede elevarse como los niños de verdad que viajan en barco hacia la luna, y si bien la letra sólo sugiere la incomprensión general de alguien que sólo añora los placeres inocentes de la infancia, la cara de Jackson –que ya no puede calificarse de bella, como aún podía suceder tras las cirugías de la época del álbum Bad (1987) y aun de las efectuadas alrededor del Dangerous (1991)– resulta inquietante y turbadora. El rostro se ha vuelto en contra del alma.
Por último, Ghosts (1996), el más largo video de Michael Jackson (39 minutos de duración), es todavía más significativo, pues Jackson abandona en él toda pretensión de normalidad e interpreta a un descastado: el Maestro, un supuesto hechicero que, dicen los habitantes de un pueblo pequeño, asusta a los niños; éstos lo niegan pero un grupo numeroso encabezado por el alcalde va a tratar de expulsarlo. Siguen varios números de baile, que una vez más emplean la mejor tecnología disponible, en los que el Maestro y su ballet de fantasmas asustan a los adultos menos para darles una lección, se diría, que para contrastar sus actitudes con las de los niños, que se muestran siempre fascinados por el personaje de Jackson. La insistencia en la complejidad de los movimientos llega a ser tediosa; también, los cortes entre los bailarines y los personajes humanos, pero este video es otro tipo de sueño: una repetición constante del mismo mensaje simplísimo: los niños entienden a Michael Jackson aunque los demás no lo hagan.
Todo es un juego de espejos sumamente retorcido. Alrededor del minuto 28, el alcalde, poseído por el Maestro, no sólo baila igual que Michael Jackson sino que se transforma en un ser monstruoso y se burla de sí mismo: «¿Quién da miedo ahora? ¿Quién es fenómeno? ¿Quién es el niño fenómeno?» Pero esto es un soliloquio en más de un sentido: el alcalde del pueblo es… también Michael Jackson, maquillado hasta quedar irreconocible. El creador de toda la historia, el responsable último de su realización dispendiosa y exagerada, no estaba seguro, tal vez, de no ser un fenómeno, y tenía que insistir en una discusión ya no con rivales ni con extraños, sino consigo mismo.
Esta duda se vuelve más urgente y desesperada en el último video largo de Jackson, You Rock My World (2001), en el que se repiten muchos gestos de antaño (baile como metáfora de una pelea, presencia de bailarines como signo del paso a «otro» mundo…, incluso se repite la búsqueda de algún prestigio fílmico al modo de Bad, con una brevísima actuación de Marlon Brando), pero no sólo Jackson oculta su cara, vuelta ya una máscara horrible, tanto tiempo como puede. Cuando un gángster lo reta («Tú no tienes nada, tú no eres nada»), Jackson, intentando regresar al papel de ligador de sus primeros videos, pero más improbable que nunca, renuncia por primera vez al baile, recurre a la violencia directa y explícita y tira al gángster de un puñetazo. Pero el gesto del niño que nunca había querido pelear es leve y llega tarde: no puede dar la cara -literalmente- y la cámara está más con Chris Tucker, con Brando, con quien sea, que con la propia estrella, que ya no puede verse. La infancia desaparece pero nada ocupa su lugar.
La vida no ofrece moralejas: el universo es una plenitud de sucesos aleatorios en los que la conciencia humana apenas puede ejercer influencia, y la razón por la que intentamos (y decimos) hallar patrones y simetrías en lo que nos rodea es simplemente que reconocer nuestro ínfimo tamaño nos parece intolerable. De manera que no hay una moraleja de la historia de Michael Jackson, ni siquiera si se deja confinada a sus actuaciones en video. Cuando mucho, tengo la certeza de que la rareza del artista no es tan inusitada ni tan inexplicable en una cultura donde los adultos se llaman «niño» y «niña» con frecuencia, donde «la juventud» es un valor de cambio (la condescendencia de quienes llaman viejitos a los ancianos me parece repugnante) y donde lo más que pueden lograr las clases ilustradas ante casi cualquier problema es asumir una serie de poses, repetir una serie de chistes, salir por la tangente con una serie (la misma serie, siempre) de frivolidades. Michael Jackson es el resumen y el epítome de nuestro propio infantilismo.
¿Por qué siempre me entero tarde de estas cosas? Gracias a la bitácora Teoría del caos de René López Villamar acabo de saber de un artículo del escritor español Andrés Ibáñez, publicado el 22 de marzo de este año en el sitio del diario ABC, contra la minificción: una invectiva (la palabra la empleó René y es justo la justa, de modo que la repito) que desarrolla el viejo tema de que el microrrelato –así lo llama Ibáñez– es sólo un chiste sin mayor mérito, una ocurrencia que prefieren quienes no quieren o no pueden esforzarse en escribir algo más extenso (una novela, claro). El texto estaba escrito para indignar y lo consiguió, a juzgar por la respuesta en un buen número de bitácoras españolas. Aquí, con su permiso (de ustedes), reproduzco sus dos párrafos iniciales:
¿Conocen ustedes la anécdota de Tolstoi y los microrrelatos? Después de escribir varias novelas de inmensa longitud (Guerra y paz, Anna Karenina, Resurrección), un periodista le preguntó al anciano escritor que por qué no intentaba el género del microrrelato. Y Tolstoi, que nunca tuvo pelos en la lengua, contestó: «Porque son muy aburridos».
Me parece una excelente respuesta. Los microrrelatos, en efecto, son muy aburridos. Y no es ese, probablemente, el peor de sus defectos. Me atrevería a decir que los microrrelatos son a la literatura lo que un sobrecito de ketchup es a la alimentación humana. En otras palabras, que los microrrelatos no son en realidad literatura porque no son, en realidad, nada. No son un género literario. No son un relato muy breve. No son «el resultado de una enorme depuración expresiva». En el 99,99 por ciento de los casos no son más que chorradas. Y chorradas llenas de clichés, además. Microrrelato: la mínima extensión que puede alcanzar una obra literaria de calidad pésima.
Como se ve, la argumentación del artículo resulta menos original que dogmática; no reproduzco el resto porque sigue más o menos la misma línea hasta el final del texto y no se sostiene: baste enlazar aquí al blog La nave de los locos de Fernando Valls, quien ya hizo la mejor refutación de Ibáñez (o al menos la más divertida) partiendo de cambiar la palabra «minificción» por la palabra «novela». La burla demuestra lo insustancial del escrito original, que en el fondo no es más que una bravata: la manifestación de una pose más o menos estudiada, como tantos que se publican en todas partes.
(NOTA IMPERTINENTE. Me recordó, por ejemplo, varios que se publicaron el año pasado acá en México sobre la «generación de los setenta» –de los escritores nacidos en los setenta– y se podían resumir del mismo modo: «yo que nací en los setenta desprecio a los otros de los setenta y así demuestro que soy mejor que ellos y merezco más que todos ellos». Los más arrojados entre esos textos agregaban rancheramente la idea de que sus autores tenían derecho a decir lo que decían por tener más huevos, es decir –supongo–, testículos más grandes que sus adversarios, lo que en realidad no decía nada sobre su talento literario pero era un modo más bien barato, y por lo tanto eficaz en un país mojigato y atrasado como México, de llamar la atención: Diego Luna logró el mismo efecto –las mismas risitas nerviosas, la misma impresión de machismo patibulario, y además sin escribir una letra– poniéndose una mano en el «paquete» en el cartel de la película Rudo y cursi, estrenada en aquel tiempo.)
Me interesa más notar el hecho de que el arranque del texto de Ibáñez, la anécdota de Tolstoi, es una mala minificción: un chiste conservador. Parte de un lugar común–reducir a Tolstoi a la caricatura de «el tipo que escribía libros gordos»– y entonces, sin ninguna ironía, agrega la sugerencia de que le divertía escribirlos y, tal vez, también leerlos: poco más podemos inferir de que el microrrelato –que en el contexto es un anacronismo: el concepto se formuló después de la muerte de Tolstoi– lo aburra. Redoble de tambores y platillazo.
Como decía Lenin, ¿qué hacer? Si quisiéramos, en plan estrictamente experimental, depurar la minificción escondida en ese párrafo, tendríamos que empezar por considerar el remate. Como no se trata de mostrar fidelidad a la realidad histórica ni a ningún dogma literario, sino de crear un texto interesante, podemos quedarnos con el anacronismo de oír a Tolstoi opinando sobre la minificción, pero también podemos buscar una paradoja de verdad en su opinión (la paradoja, en una buena minificción, acostumbra ser un modo de confrontar las ideas preconcebidas del lector, y no de reforzarlas). Digamos, sólo por seguir con el juego, que a Tolstoi no le disgustaban las minificciones sino que le encantaban, pero no las escribía porque era capaz. Una nueva versión de la anécdota con este cambio paradójico podría ser:
¿Conocen ustedes la anécdota de Tolstoi y los microrrelatos? Después de escribir varias novelas de inmensa longitud (Guerra y paz, Anna Karenina, Resurrección), un periodista le preguntó al anciano escritor que por qué no intentaba el género del microrrelato. Y Tolstoi, que nunca tuvo pelos en la lengua, contestó: «Porque son muy difíciles».
Está un poco mejor, tal vez, pero ahora hace falta eliminar la palabrería: nada de presentaciones del autor («Conocen ustedes», etcétera) y nada de explicaciones: si alguien no sabe quién fue Tolstoi lo aprenderá mejor de de Guerra y paz o Ana Karenina, de un libro sobre el escritor o, en el peor de los casos, de la Wikipedia, y precisamente el sentido de una buena minificción (no hay muchas, no: sólo hay dos cosas en las que Ibáñez acierta, y ésta es una de ellas) es jugar con lo que su lector ya sabe. Así que la siguiente revisión podría ser:
Un periodista le preguntó a Tolstoi que por qué no intentaba el género del microrrelato. Y Tolstoi, que nunca tuvo pelos en la lengua, contestó: «Porque son muy difíciles».
Pero todavía no es suficiente. La acotación «que nunca tuvo pelos en la lengua» podría haber servido en la «denuncia» de la minificción que está en el fondo del texto de Ibáñez, pero a esta altura ya no tiene mucha utilidad porque la declaración de Tolstoi no es un «atrevimiento» en el sentido que pretendía tener en aquel texto. La podemos quitar, y junto con ella la mención explícita del periodista, que tampoco sirve de nada (la pregunta podría hacerla Turguéniev, Dostoievsky, el Dalai Lama, Milan Kundera…) Una nueva iteración podría ser, por tanto:
–Señor Tolstoi, ¿por qué no intenta el género del microrrelato?
–Porque es muy difícil.
O más enfáticamente:
–Señor Tolstoi, ¿por qué no escribe microrrelatos?
–¡Porque son muy difíciles!
Tal vez el resultado tampoco es tan bueno. Tal vez todo lo que queda, luego de tantas podas y modificaciones, es tirar la minificción a la basura. Tampoco se trata de lograr la brevedad por la brevedad misma; quienes buscan el cuento más corto del mundo (típicamente se plantea así: el que supere en brevedad a «El dinosaurio» de Monterroso) corren el riesgo de caer en una suerte de machismo al revés («a ver quién la tiene más chica») y producir meros juegos derivativos, gestos imposibles de leer sin una larga glosa… y en efecto, aburridísimos; esto es lo segundo en lo que Ibáñez tiene razón.
Por otra parte, hay algo que Ibáñez, y algunas de las (pocas) personas que lo han defendido razonablemente, no tienen en cuenta en ningún momento: la mayoría de las minificciones que valen la pena existen acompañadas, pero no de un aparato de lectura a modo, sino de otras minificciones: se escriben y se publican en series y su propósito no es que tengan la contundencia de un cuento tradicional sino que logren, por acumulación, una impresión de vastedad distinta a la que logra una novela: la de las variaciones que se pueden crear sobre un concepto, una idea, una referencia intertextual, un tema. Quienes atacan la minificción declarando que no conocen buenos libros completos de la especialidad deberían asomarse, por dar sólo unos pocos ejemplos, a la obra de Ana María Shua, de José de la Colina, de José Luis Zárate…, todos llenos de este tipo de series. Es muy difícil escribir, desde luego, buenas colecciones así, porque cada «término» de la serie debe proponer efectivamente alguna novedad y no quedarse en el refrito o el chiste fácil. Pero puede hacerse. A lo mejor algún microcuentista de talento podría, incluso, crear una sexta versión de Tolstoi y colocarla en un conjunto que ironizara sobre ideas recibidas, que hablara de las especialidades literarias…
Todo esto tiene el propósito de sugerir que la «depuración» en la que Ibáñez no cree sí es posible. Una vez más lo digo: hay quienes la llevan a cabo y han producido, luego de muchos trabajos, textos extraordinarios. Es cierto que la mayor parte de las personas que escribe minificciones no se toma nada de este trabajo y produce (y publica, dios nos asista) pura porquería. Pero también es una porquería la mayor parte de los grandes y gordos novelones, las esbeltas nouvelles, los discursos de los políticos, los planos arquitectónicos, las composiciones musicales, los peinados en el salón de belleza, los planes de gobierno… Cualquier producto del esfuerzo humano, en fin, tiene más probabilidades de ser una porquería que de no serlo. La mediocridad es un baldón de la especie humana y lo ha sido siempre.
(NOTA ABSOLUTAMENTE PERTINENTE. De hecho, años antes del artículo de Ibáñez ya existía una afirmación más general y eficaz para describir la cuestión en la forma de la «Revelación» de Sturgeon; Theodore Sturgeon, escritor estadounidense, usó un aforismo para defender el subgénero que practicaba (la ciencia ficción) declarando que en efecto, es verdad que el 90% de lo que se publica en ese campo es mierda, pero de hecho «el noventa por ciento de todo es mierda». El porcentaje exacto es lo de menos. También es mierda el 90%, o el 99.9%, de los artículos periodísticos, y nadie dice nada porque no lo percibe o porque –más raro– sabe que para encontrar las muy escasas obras que valen la pena también hay que esforzarse.)
Una última observación: si a usted le interesa leer y no le gusta la minificción, no la lea. Así de fácil. Déjenos leer en paz a los demás y no habrá ningún problema. Pero si le interesa escribir y no le gusta la minificción, entonces léala de todos modos: busque buenos ejemplos, aunque le cueste (aunque haya tantos textos malos por ahí, aunque no se sienta cómodo en historias de menos de 500 páginas) porque de lo que se trata en su caso es de enterarse de todo lo que hay, de ir un poco más allá de lo que ya conoce. Vea los desfiguros de quienes lo rodean y se dará cuenta de que usted está, aunque sea por poco, en el grupo de los más amenazados por los prejuicios y los clichés.
(NOTA NO MENOS PERTINENTE. Un artículo de Guillermo Barquero sobre este mismo tema, aunque elogia al de Ibáñez, me parece muy superior al de éste. Y de rebote, leyendo a Barquero encontré este otro texto de Juan Murillo, sobre ciertos rasgos de la escritura de varias novelas recientes, que se emparenta con la parte mejor de la crítica de lo breve. Por último, supe de Valls gracias a Héctor Julián Coronado.)
Aquí continúa con la serie sobre cómo publicar en México (que no es lo mismo que figurar, y cuyas primeras dos partes están aquí y aquí). Habrá otra entrega más, al menos. Entre aquellas notas y ésta, han aparecido textos interesantes sobre el mismo tema en dos blogs amigos: Monorama y Puras letras; se los recomiendo.
Una cuestión que aparece mucho en las discusiones sobre este asunto es la de los géneros literarios. En nuestra época, se piensa que la novela es el «género dominante» (el que más vende, etcétera) y, por lo tanto, muchas veces se llega a la conclusión de que es el que debe escribirse. Que todos los demás son minoritarios y por lo tanto se debe evitarlos, simplemente para evitar frustraciones o incrementar las probabilidades de que el trabajo de uno se publique. Esta nota tiene una sola idea central: no estoy de acuerdo con esa conclusión.
Sí, es verdad que las editoriales más poderosas favorecen la publicación de novelas (y mientras más gordas mejor, aunque sea sólo para poder vender tomos más costosos), y que la mayoría de los quienes compran libros prefiere novelas y no libros de cuentos, poemarios o colecciones de ensayos. Por otra parte, hay varias razones para que quienes no desean ser novelistas (o, de modo menos tajante, no desean dedicarse en exclusiva a escribir novelas) se mantengan en su parecer. He aquí dos:
1. La cosa no es tan simple. La prolongación lógica del argumento mercantil («la novela es lo que vende») no es sólo que todos los que deseamos escribir deberíamos dedicarnos sólo a escribir novelas, sino que toda novela que escribimos debería ser copia de alguna novela que justamente ahora se está vendiendo muy bien, tan semejante como fuera posible a su modelo para minimizar el riesgo de que no guste y publicada tan rápido como fuera posible para reducir, también, la posibilidad de que el modelo pase de moda antes de que podamos aprovecharnos de su éxito. Éste es el modo de pensar de las grandes empresas editoriales en el capitalismo realmente existente: vender mucho con mínimo esfuerzo y mínimas dificultades. No es ilegal tratar de tener éxito de esa manera, y algunas personas incluso lo consiguen.
El problema, desde luego, es que seguir este camino no es una garantía de nada. Las modas pasan, los modelos para copiar se agotan cuando se copian demasiado (¿alguien recuerda las innumerables imitaciones de la serie de Harry Potter que aparecieron en los primeros años de este siglo?) y, a fin de cuentas, alguien tiene que crear los modelos que luego serán imitados: en el medio de los escritores constantemente se buscan (o se ofrecen) fórmulas supuestamente infalibles para crear obras exitosas, pero ninguna, hasta el momento, ha cumplido sus promesas. Incluso en el mundo de los bestsellers, lo más que se puede hacer es escribir tan bien como se pueda, buscar la mejor opción disponible para difundir la obra y esperar que llegue a los lectores y les interese. Y muchas veces no basta darle un aspecto nuevo a una forma o un subgénero preestablecido y hay que buscar formas distintas, nuevos argumentos. Por todo lo anterior, el camino más «transitable» y claro de la novela comercial no sólo es también el más transitado, el más competido, sino también uno en el que se está expuesto a las mismas probabilidades de fracaso en la publicación y de rechazo antes de publicar.
2. Tampoco es ilegal querer escribir algo distinto. Si lleváramos hasta uno de sus límites otro de los argumentos de moda: aquel de que todos deberíamos dedicarnos estrictamente a lo que exige el mercado y no a lo que deseamos para evitar todavía más frustraciones (pues si nos limitamos a responder a la demanda laboral del mercado siempre tendremos trabajo), todos los escritores del mundo salvo los que ya son famosos globalmente y, si acaso, aquellos que provienen de países con las empresas internacionales de medios mejor establecidas (es decir, de Europa y los Estados Unidos) deberíamos dejar de escribir, dedicarnos a algo distinto y consumir lo que ya se produce con tanta eficiencia y se exporta tan bien a todas partes. El mercado global no necesita para nada lo poco que se hace aquí, y suprimir lo que se hace aquí sería menos costoso que mejorar su situación…
Pero yo, por lo menos (no sé ustedes) no tengo intenciones de cambiar de trabajo mientras no nos caiga encima una catástrofe que vuelva imposible, o irrelevante, toda posibilidad de escribir. Y esa catástrofe tendría que ser la extinción de la especie. Que cada quien piense lo que le plazca; yo creo, y defiendo, que la literatura puede verse como un tipo de contenido para vender pero es mucho más que eso: es parte de la memoria de la especie, de lo que nos decimos para entender lo que significa existir en este mundo y saber que cada uno de nosotros, como individuo, estará aquí menos tiempo que los demás (y también ellos, probablemente, desaparecerán algún día, mucho después de que no quede el menor recuerdo de las vidas de cualquiera de quienes estamos vivos hoy). Los escritores son, como he dicho en otras ocasiones, los especialistas que se dedican a esta tarea en nuestra época, y cuando hacen bien su trabajo cumplen esa función precisa e importantísima: nos ayudan a entendernos, dicen lo que necesitamos oír (o incluso lo que no queremos oír), dan forma a nuestras percepciones del mundo y nos revelan todo lo que no habíamos visto en él… A veces, esas revelaciones pueden ocurrir en sitios que no pertenezcan al Primer Mundo. A veces, pueden manifestarse en novelas y a veces no. A veces, serán enormemente populares y a veces no: a veces incluso serán ignoradas, despreciadas, odiadas. Peor todavía, la mayor parte de quienes han intentado expresar algo de todo esto –desde el principio de los tiempos, o al menos desde el principio del lenguaje– han fracasado hasta el punto de que no queda la menor huella de sus esfuerzos. Pero no podemos saber de antemano si esto nos ocurrirá a nosotros. Y la única forma de aumentar nuestras probabilidades de lograr algo con la escritura es… escribir: persistir en la escritura a pesar de los problemas.
Ahora, si me permiten, una anécdota personal: la otra semana, en las entrevistas en que participé como parte de la campaña de promoción de Los esclavos en la ciudad de México, dije en varias ocasiones que había escrito la novela para intentar renovar mi trabajo, ampliar sus horizontes, aventurarme: correr ciertos riesgos que no había corrido nunca. Un periodista me preguntó por qué, si eso era verdad, me pasaba a la novela después de escribir libros de cuentos y de otros géneros que se venden menos. Le respondí (y es verdad) que si tuviera una mentalidad tan pragmática y maquiavélica, no habría escrito lo que escribí sino El código Da Vinci 2, Harry Potter 8 o Crepúsculo 5. La novela puede ser tan difícil de escribir, tan diferente a la hora de leer, tan llena de sorpresas y peligros, en fin, como cualquier otro género literario y yo buscaba esos riesgos –incluyendo el riesgo de que mi proyecto acabara por no ser de «los que venden»– para demostrarme que no estaba estancado, atorado en un solo modo de escribir. (¿Todas las novelas tendrían que ser iguales? En otra nota escribí, y sigo pensando lo mismo, que el cuento –ese género tan menospreciado por algunas personas– puede ser liberador… La novela también puede serlo.)
Luego él me preguntó que, entonces, por qué daba el paso hasta ahora. Yo le respondí que (y esto es la parte importante de la anécdota) cada proyecto literario pide su propia forma. Lo que debe contarse con la brevedad del cuento no puede inflarse para convertirlo en un libro gordo a riesgo de destruirlo, de diluirlo hasta volverlo inexistente, de la misma manera que una verdadera novela (por lo intrincado, lo extenso del mundo que contiene) no puede ser comprimida en pocas páginas. Más aún, hay cosas que no son historias y no pueden convertirse en historias: ese es el territorio de la poesía, del ensayo, de otros géneros que también son parte de lo que debemos decirnos como miembros de la especie. las circunstancias históricas cambian, pero no esta necesidad ni las condiciones difíciles, imprevisibles, en las que buscamos y encontramos lo que vale la pena entre lo que se dice.
Y ahora, si me permiten, esto: releo la nota y veo que parezco un defensor de la frustración, porque escribo en contra de propuestas que tienen como fin «evitarla». Creo que sí lo soy, en cierto modo… Pero la explicación deberá esperar a otro momento.
Estas notas sobre publicar y escribir en México se podrán complementar con las que están aquí y con algunas más que no he escrito todavía. Como una fea gripe retrasó esta entrega, seré breve y conciso.
Y antes que nada, dos convocatorias completas para personas interesadas en publicar libros: un concurso organizado por la editorial Ficticia y otra con los lineamientos para proponer originales a la editorial Jus.
Y cuatro revistas y sitios electrónicos que reciben propuestas: la propia Ficticia, Palabras malditas, Hermanocerdo y Narrativas. (Todos estos se inclinan más hacia la prosa, pero desde ellos se podrán encontrar más referencias, por ejemplo, para los interesados en la poesía.)
* * *
La pregunta más simple y directa de las que fueron causa de esta serie es «cómo se hace para publicar en este país». Sin meterme en ninguna otra cuestión aledaña (para qué escribir, por ejemplo, como pregunta que todo aquel que desea publicar debería hacerse en algún momento; dejé esa idea en suspenso y la retomaré, pero no ahora), creo que publicar no es imposible incluso en un tiempo de crisis como éste. Para empezar…
¿Se desea publicar ya, como sea, a toda costa?
Si se desea optar por alguna de las tres alternativas más directas y rápidas de publicación, la más simple de todas es el que se emplea aquí: un blog, que se puede obtener gratuitamente de varios servicios en la red. Hasta sacar fotocopias de una o varias páginas para regalarlas o venderlas (como hacen muchas personas) es más lento y costoso. Aunque lo más probable es que una bitácora cualquiera en Internet tenga sólo un lector –es decir, quien la escribe–, crearle un público fiel a un blog está dentro de lo posible; para lograrlo hace falta mucho trabajo y mucho tiempo («labor de hormiga»: promoción individual en todos los foros y páginas que se pueda, constancia en la publicación y en la naturaleza y calidad de lo publicado, etcétera), pero es una opción que prácticamente no exige nada más que el tiempo que su autor o autora esté dispuesto a dedicar a la creación y promoción de su página.
La segunda alternativa puede interesar por el lustre que tiene todavía la idea del libro como objeto: recurrir a las editoriales más accesibles, que son las que cobran por publicar (o en muchos casos, meramente por maquilar) los libros de los autores interesados. No recomiendo esta opción porque tiene todas las desventajas del trabajo con editores al modo tradicional y ninguna de sus ventajas; las empresas que se dedican a esto no promueven lo que publican y en muchos casos actúan de manera deshonesta, cobrando precios ridículamente altos o haciendo toda suerte de trampas con el tamaño y la calidad de sus tirajes. (El péndulo de Foucault de Umberto Eco tiene un capítulo muy entretenido sobre los engaños y trampas de una editorial de las «que en los países anglosajones se denominan ‘vanity press'».) La única manera de hacer funcionar un proyecto de publicación así es que el autor sea su propio editor, pagando los costos y encargándose de todo (hasta de la distribución), con lo que al menos estará seguro de que nadie se aprovecha de él. Es agotador, pero algunas personas pueden hacerlo y lo prefieren.
La tercera alternativa es la de las revistas virtuales. Las revistas impresas eran, tradicionalmente, el primer paso de muchos escritores principiantes, que se iban dando a conocer con textos breves. Las revistas electrónicas de ahora hacen básicamente lo mismo, aunque sus lectores acostumbran ser menos que los de las revistas de otras épocas; por otro lado, son lectores están más dispersos geográficamente, lo que a la larga tiene sus ventajas, y (si el texto se acepta) hay la posibilidad de ayudar a la promoción que haga de él la propia revista de muchas formas. Las revistas más accesibles son las que no se crean como contraparte de una revista impresa; en un medio como la red (y sobre todo como la red en América Latina), este tipo de publicaciones tiende no privilegiar lo comercial por encima de todo, lo que en la práctica implica muchas cosas pero, entre ellas, más disposición a examinar textos que se propongan espontáneamente, sin antecedentes ni contactos de por medio. En estos casos siempre habrá algún tipo de filtro; por ejemplo, un editor o comité editorial que lea los textos y decida qué se publica y qué no, pero además de que se puede aprender de esos editores (o al menos de aquellos que se molestan en decir por qué rechazan un texto; en el peor de los casos, los más cerrados pueden servir de ejemplo de lo que no se debe hacer), la autopublicación siempre queda como alternativa.
La siguiente nota de esta serie tendrá que ver con géneros literarios y revistas impresas.
Hoy se han agregado varios nuevos enlaces a la página del proyecto Poe 2009, incluyendo una convocatoria para una conferencia internacional: «Las traducciones extraordinarias de Edgar Allan Poe», y el primer artículo publicado directamente en este sitio: «Muerte y amor: lecturas clásicas de Edgar Allan Poe y Marcel Schwob», escrito por Ana González-Rivas Fernández y Francisco García Jurado, de la Universidad Complutense de Madrid. Además, un enlace a una serie de opiniones sobre Poe de diversos autores y una grabación de Christopher Walken leyendo «El cuervo» (que no está en español…, pero no deja de ser una belleza; si hay algún interesado en proponer su propia versión a partir de una traducción en español, Las historias puede alojar el archivo de audio para su difusión).
Este proyecto seguirá actualizándose durante todo 2009, y la convocatoria sigue abierta para cualquier persona interesada. Gracias a todos los colaboradores y saludos…
La pregunta para los que se nos va el tren, ya no para vivir de las letras (si cómo no) sino al menos para publicar en este país:
¿Debo seguir participando en los concursos y buscando becas para amafiarme, buscar talleres, seguir esos “consejos” que Bolaño da en Los detectives salvajes… o sigo mis “convicciones literarias” (cualquier cosa que eso signifique) y espero un milagro?
o bien:
¿Esas “pretenciones artísticas” con las que crecemos [fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][…] son poco menos que nada? ¿las quito? ¿las pulo? ¿o simplemente me presento en una editorial con un thriller, una novela histórica o un libro de chistes y cruzo los dedos?
La pregunta, finalmente, es ¿Cómo se publica en este país?: ¿Con currículum (premio nacional de los juegos florales de Tangamandapio)? ¿o con palancas (como en todo lo demás)?
Lo que sigue (en esta nota y al menos en una más, que publicaré pronto) es mi respuesta a estas preguntas. Es una serie de opiniones que sostengo y defenderé en caso necesario, pero se basa en mi propia experiencia. Digo esto porque cuando quise empezar a escribir tuve suerte (literalmente suerte) muy pronto, y tal vez eso me ayudó a no darme por vencido cuando la suerte desapareció; por otra parte, la suerte nunca se queda con uno por demasiado tiempo, y en general no está allí, y de lo que se trata el escribir –en especial si se quiere publicar y tal vez hacer una «carrera»– es de trabajar, haya suerte o no.
Aquí va, pues.
«¿Debo seguir participando en los concursos y buscando becas para amafiarme, buscar talleres, seguir esos ‘consejos’ que Bolaño da en Los detectives salvajes… o sigo mis ‘convicciones literarias’ (cualquier cosa que eso signifique) y espero un milagro?»
Solicitar una beca o participar en un concurso no es sinónimo de «amafiarse». Siempre hay convocatorias que se ganan mediante maniobras arteras y dictámenes injustos, pero lo opuesto no es imposible por definición: también hay personas que merecen las becas que tienen y los premios que se les han dado. Si se quiere concursar limpiamente, hay que evitar los certámenes de los que se desconfíe y probar en otros. En cualquier caso, no todos los libros se publican por haber ganado un concurso ni se escriben gracias a una beca. Y si una persona quiere escribir solamente para intentar ganar un premio, debería preguntarse si no habrá otras formas de ganar más dinero (o prestigio, o lo que quiera ganar) más fácilmente: la escritura es una labor ingrata y –dirían quienes hablan así– con una pésima relación «costo-beneficio».
Sí, hay grupos de interés que a veces llamamos «mafias» y en los que se puede ingresar en algunas circunstancias. Pero hacerlo no es imprescindible para realizar la tarea de escribir; muchas veces, también me consta, ni siquiera lo es para publicar.
Los talleres pueden servir a algunas personas. No a todas, ni todos los talleres. Los que son sesiones de terapia de grupo (ya sea de abrazos o de golpes) pueden ser útiles para encontrar amistades o experimentar emociones fuertes pero no sirven para la escritura. Los mejores son aquellos en los que se puede aprender del grupo entero, de la interacción de todos los individuos involucrados, y esto puede ocurrir incluso a despecho del tallerista, quien funciona mejor cuando hace de orientador y facilitador de la actividad del grupo. Y, repito, los talleres no sirven a todos: hay quienes necesitan trabajar solos. Basta asistir a un par de talleres para empezar a darse cuenta de si el proponer textos propios a un grupo de lectores estimula o no el proceso de trabajo.
Los consejos de Bolaño, o de cualquier otro, sólo pueden ser una influencia para llegar a formular las propias convicciones literarias, que no son (al menos como entiendo el término) algo muy complicado: son simplemente qué se quiere decir y cómo. Si uno quiere escribir de veras (y no sólo salir en las fotos, acumular poder, tener un pretexto para emborracharse, etcétera), llega a tener convicciones incluso si no se lo propone, porque realmente tiene algo que decir, quiere decirlo y cree tener el derecho de decirlo. Es necesario atreverse: quienes creen que es pretencioso que alguien se considere «escritor» olvidan que esto es simplemente un oficio: no es una garantía de belleza física, un pase automático a la sabiduría o la divinidad ni nada de lo que nos enseña a buscar en los famosos nuestra cultura de adoración de las celebridades. La posibilidad de la fama, la prosperidad o el poder no existe para todo el mundo, pero la posibilidad de crear sí existe. Esto es lo que nos impulsa a seguir escribiendo, incluso cuando no parece que vaya a haber ningún milagro y el trabajo fracasará o quedará en el olvido.
Con esto quiero decir que es necesario persistir: no hay garantía de nada a la hora de emprender esta carrera…, pero tampoco la hay en ninguna otra. Y si la suerte no se puede convocar, sí se puede trabajar con constancia y hacer, al menos una vez, la pregunta crucial: ¿para qué se escribe?
He aquí el resto de los apuntes que debía sobre el viaje a Canadá que hice en octubre pasado. Se podría titular también «Inocentes en el extranjero», como aquel libro de Mark Twain, de no ser porque los hallazgos que mencionaré a continuación podrían hacerse (al menos en teoría) sin salir en absoluto de este país, sólo aplicando un poco de imaginación y rechazando la idea, tan confortable, de que en todas partes las cosas son como aquí.
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–No me gusta lo de los blogs –me dijo un autor canadiense– porque es dar gratis el trabajo de uno.
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Una de las actividades del Wordfest en las que participé en la ciudad de Calgary fue una mesa redonda sobre blogs y medios alternativos; fuimos ponentes Tish Cohen, una escritora de allá, y yo mismo. La conversación fue una de las pruebas más notorias de que Canadá, en lo que concierne a su literatura y sus escritores, es otro planeta: hablé de Las historias, Caza de Letras y otros proyectos basados en la red y lo que dije fue recibido con interés, pero estaba (noté, demasiado tarde) fuera de foco: la idea era más bien discutir el modo en el que se puede usar el blog u otros medios alternativos para promover autores y lanzamientos editoriales, complementando lo que ya hacen casas editoras y agentes literarios.
La mayoría de las editoriales de México –incluso las grandes, a las que no puede acusarse de falta de recursos pero en muchos casos prefieren publicar a quien ya sea famoso: no están interesadas en crear ellas mismas el reconocimiento público de sus autores– promueve sus novedades y catálogo en una escala que allá parecería minúscula. Y va a ser peor en el futuro inmediato, cuando menos, debido a la crisis económica mundial. Y no hay manera de que un agente literario se gane la vida promoviendo la publicación de libros y autores en México: no sólo no existe la costumbre, sino que el mercado editorial es, como sabemos, pequeñísimo: la decadencia de nuestro sistema educativo (que no se queda, por cierto, en las escuelas públicas) tiene la culpa de que la lectura sea para nosotros una actividad desagradable, que se lleva a cabo sólo para obtener información útil y de empleo inmediato: para pasar un examen.
En Calgary dije justamente todo esto; hubo comentarios genuinamente amables sobre la precariedad de la situación de los escritores en México y Tish Cohen tuvo la gentileza de recomendarme a su propio agente; tal vez lo busque cuando no sólo tenga completa la nueva novela (por suerte, la que viene para febrero será promovida por la propia editorial: yo carezco de cualquier don de gentes) sino pueda traducir al inglés las cinco primeras páginas de la misma, que son las que el agente pide –ya investigué– para decidir si le interesa o no encargarse del libro y el autor en cuestión.
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Algunos días más tarde, en Banff, fui invitado a un par de mesas de trabajo con invitados al Wordfest, artistas residentes en el Banff Centre y otros escritores vinculados con el mismo: todo fue organizado por Steven Ross Smith, director de actividades literarias del centro. Las conversaciones tuvieron que ver con dos temas: «¿Es la literatura la más conservadora de las artes?» y otra vez «Nuevos medios y literatura».
Desde luego, la definición de «conservadurismo» no podía tener relación con la política; desde luego, inseguro que es uno, me preparé para explicar, si hacía falta, que no sabía cómo sería en Canadá pero, si de algo servía comparar, es verdad que muchos artistas de por aquí sólo crean para poder vivir del presupuesto del Estado e insertarse en grupos de poder, pero llamarlos conservadores implica un falseo: no sólo el antónimo más próximo («liberales») carece de sentido en el contexto, sino que los autores que trabajan de esta manera tienen las más diversas inclinaciones políticas…, y en cualquier caso la práctica va ya de salida, pues los gobiernos actuales están cada vez menos interesados en el favor de los intelectuales: los opinadores con influencia que estuvieron tan cerca del régimen del PRI durante buena parte del siglo XX.
Pero no debí molestarme. Supe que todos mis preparativos eran inútiles cuando comenzó la discusión y entendí que el conservadurismo del que se hablaba era conservadurismo de primer mundo, es decir, el problema era intentar comprender cómo es afectada la libertad creativa de los escritores por el hecho de tener que producir para nichos definidos de mercado, de los que una vez que se ha entrado no se sale tan fácil (o de que el Gran Elector de los libros canadienses, el que más influye en qué se publica y qué no, es el encargado de decidir qué se vende y qué no en las librerías de la cadena Chapters, la más grande del país).
Las diferencias entre la situación de Canadá y la de aquí produjeron algún interés también, pero en esta ocasión hablé de eso nada más de pasada. Ocurrió de este modo: alguno de los escritores participantes observó que, después de todo, el hecho de que en la literatura siempre tiene que haber historias con planteamiento, desarrollo y desenlace es una restricción invencible que limita enormemente las posibilidades de innovación, acaso más que en cualquiera de las otras artes.
–Aunque, bueno –agregó–, está la poesía.
–Que también es literatura –agregó una poeta–. Aunque no venda.
–No tener la presión del mercado –dijo una escritora de non fiction— debe ser una experiencia muy distinta.
–Es que –dije yo, más o menos– a lo mejor la situación de aquí y las restricciones particulares que hay impiden verlo, pero –y una parrafada muy larga y vacilante que se puede resumir así: tal vez no se puede ver tan fácilmente, pero hay que recordar que el potencial del lenguaje es enorme. Me extraña un poco que no se recuerde. Por ejemplo (obsérvese mi amabilidad de buen salvaje), en aquellos países pequeños y arruinados como el mío, en los que simplemente no hay ninguna posibilidad de vivir de la escritura, hay muchas personas buscando y encontrando cosas distintas que decir, y maneras distintas de decirlas, y se atreven a explorarlas, a experimentar, aunque sólo sea porque no hay ninguna presión para conformarse a un mercado. Estos lugares (y sobre todo, sus espacios más marginales: editoriales pequeñas, blogs, etcétera) son laboratorios donde todavía se pueden realizar estas búsquedas, pero si se pueden realizar allá se podrían realizar, en potencia, en cualquier lugar donde se practicara la literatura…
Alguien más pidió: –¿Podemos no decir «literatura»?
La propuesta puede sonar muy mal leída en otro contexto, pero en el momento fue claro que la persona que hablaba se sentía insegura: la «literatura» era distinta de la «narrativa» (fiction…, y ni hablar de la non-fiction, esa categoría que acá hemos importado tan sin pensar) porque la primera palabra se refiere a algo con pretensiones artísticas. En su gran mayoría, éstos eran escritores que, muy razonablemente, podían pensar en vender su trabajo y ganarse la vida con él y que en muchos casos no habían tenido que pasar jamás por ninguna de las consideraciones sobre el trabajo artístico que en América Latina siguen siendo (al menos para algunas personas) tan importantes.
Esto último quedó aún más claro cuando uno más de los escritores participantes se lanzó, un poco agriamente, a recordar a todos que todos ellos estaban en un negocio y agregó que él despreciaba todas esas discusiones pretenciosas (arty-farty; como se puede inferir el término es despectivo de otra manera). Él estaba interesado en crear un producto, hallar un nicho de mercado, promover eficazmente y al costo más barato posible, ver cómo maximizar el número de unidades del mismo que podía «mover», etcétera.
3
La poeta a la que cité poco antes dijo también, en otro momento:
–El problema con los poetas canadienses es que sólo leen a otros poetas canadienses.
Hay que agregar a esta afirmación la impresión que se tiene al visitar una librería Chapters y encontrar que no hay un solo libro escrito por un mexicano (ni siquiera del grupo de Crack, a quienes llegué a ver por ahí en un viaje anterior; ni siquiera de Carlos Fuentes), nada de Roberto Bolaño pese a su fama creciente como el nuevo autor latinoamericano, y apenas dos o tres tomos de García Márquez o Isabel Allende. Hay que agregar también la constatación de que, pese a su escasa presencia, los dos o tres tomos que he mencionado bastaban para dar la impresión de que había representada una «literatura latinoamericana» y de que, del mismo modo, había al menos unos pocos ejemplares de absolutamente todos los géneros y subgéneros que puedan citarse.
Hace un par de años leí esta nota en el primer Monorama, en la que mi querido Bernardo Fernández (Bef) reproduce y elogia opiniones de Bruce Sterling contra la ignorancia y la insularidad (el chauvinismo, o más precisamente el mirarse el ombligo, como se dice aquí y allá: navel gazing) de escritores de América Latina que intentan abrirse paso en el mercado internacional. En ese entonces me chocaron ideas como éstas:
Esos escritores no se sientan y dicen «Hoy voy a escribir algo que un extranjero tendría que leer… algo que realmente les importe a esos extranjeros, algo que sea crucial para su bienestar». Si intentaran hacerlo, tendrían que «entender» a esos extranjeros cabalmente, leer sus libros, mirar sus películas, incluso hasta casarse con alguno de ellos. Hay muy pocos escritores con esa ambición. Quieren que el mundo repare en ellos y en lo maravilloso que hacen. No quieren perjudicar su ecuanimidad y enterarse de que el mundo está lleno de miles de millones de personas que no tienen ningún buen motivo para leerlos.
… y ahora me parece que su consejo suena muy bien pero no es nada más que una ilusión: hay casos, desde luego, de autores de lenguas ajenas a la inglesa que logran ser traducidos y hasta tener éxito en ese ámbito distinto, pero creer en la posibilidad de la asimilación masiva, incluso sacrificándolo todo a ella, es una tontería: el mercado editorial en lengua inglesa no necesita a nadie, se basta a sí mismo y produce básicamente todo lo que sus lectores piden. Es posible que algo no pedido tenga éxito, claro, pero lo tendrá a contracorriente del mercado, que siempre se irá por la ruta del menor esfuerzo y el menor riesgo…, y esto es particularmente cierto en el caso de los subgéneros, en los que el «producto» se crea de entrada a partir de ciertas reglas y estándares. ¿A quién le va a interesar una novela de vampiros hecha en México, por ejemplo, si los libros de Stephanie Meyer ya existen y se puede distribuir globalmente? ¿Quién querrá tomarse la molestia de siquiera leerlo, si en el propio mundo de lengua inglesa, sin tener que pasar por una traducción, ahora mismo se están escribiendo al menos diez años de imitaciones de Crepúsculo?
El paso que la mayoría de los escritores «internacionales» de aquí intentan dar es el de México a España, desde luego. Pero, a pesar de que los problemas son ligeramente menores, son en el fondo los mismos: el camino de acercarse al idioma y las preocupaciones de allá no garantiza nada.
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La afirmación pesimista: qué equivocados están todos quienes, acá, salpican todo lo que dicen de palabras inglesas. Su acercamiento es ilusorio: su amor (amor de conquistado, además) no será correspondido nunca.
La afirmación optimista: con todo, se podría lograr mucho entre los artistas mexicanos y los canadienses, que en el fondo habitamos dos patios traseros (distintos, pero patios al fin) de los Estados Unidos y, de diferentes formas, debemos enfrentarnos a esa relación y resentimos las desventajas en las que nos coloca.
–¿Por qué estaremos tan separados? –me preguntó una escritora canadiense, en algún momento de aquellos días.