El protagonista de La ira del filósofo, primera novela de Eduardo Parra Ramírez, es un misántropo. Como es de esperar, el libro se dedica largamente a mostrar los juicios sumarios que ese personaje formula y con los que se come enteras a la historia, las sociedades y la misma naturaleza humana. Pero el personaje, miserable él mismo, infinitamente patético y desagradable, está metido no sólo en una trama inesperada –de aventuras, nada menos– sino en un entorno muy distinto de los habituales.
El profesor Teófilo Mondragón –Teo para él mismo y su pobre gato– parece el sobrino mexicano de aquel gran Ignatius Reilly, el gordo sarcástico y fastidioso que protagoniza La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Como Ignatius, además de gordo y fastidioso, Teo es un ejemplo de la decadencia humana que él mismo desprecia y es apropiadamente ciego a sus propias deficiencias mientras se lanza, por las razones más mezquinas, a una empresa absurda: trabajar sin título ni estudios formales como maestro en una escuela patito, similar a tantos otros depósitos de analfabetos y rechazados sin futuro que pasan por «instituciones educativas privadas» en nuestro pobre país.
Teo habría descrito su lugar de trabajo (lo hace, en realidad) exactamente como se dice arriba: ya de «profesor» encuentra y muestra sin fallar el lado flaco de quien se le pone delante con la ayuda de sus muchas lecturas, su aspecto estrafalario y su desprecio por todo. No se le escapan los burócratas, los corruptos ni los entusiastas con moral pero sin cerebro: todos terminan expuestos en su miseria y su pequeñez. Para que no haya ninguna duda de lo que esto implica, en relación con el mundo y con la vida, todo transcurre en medio de un olor espantoso: un hedor a mierda y podredumbre que se pega a las cosas y los cuerpos, que sigue ahí cuando todo desaparece y que es, se diría, el fondo secreto de las cosas: algo que está ahí no para proponernos un misterio o una revelación sino, simplemente, para darnos asco. El hedor, de hecho, está allí durante toda la novela, desde la primera página hasta la última, más fuerte que la trama y que todo lo demás.
Hace años esto habría sido el material de una novela sin acción, dedicada a lamentar la inmovilidad de todo. Aquí, el tiempo de Teo como maestro de la escuela es el pasado de la acción, y ésta abunda en el presente: «mucho tiempo después», como se dice, de haber dejado la escuela, Teo hace una vez más el viaje interminable en autobús hasta el edificio, ya abandonado, en busca de un objeto que dejó allí. El objeto (que al principio parece un mero distractor, un MacGuffin como los de las películas de Hitchcock) resulta ser la prueba de que todo es aún peor, aún más bestial y terrible de lo que parecía…, pero mientras el lector lo descubre están las aventuras: Teo debe saltar una barda, esconderse de un guarda, buscar el tesoro entre las ruinas…
Lo mejor de la trama de la novela es que se las arregla para crear, una tras otra, escenas de gran suspenso a partir de materiales aparentemente inútiles. ¿Quién es el hombre que se acerca a Teo con esa expresión en la cara? ¿Se hará daño el hombre al caer de la barda? ¿Lo descubrirán en la escuela clausurada? ¿Se quedará prendado de la profesora panista y perderá con eso la única dignidad que tiene, que es la de su odio…? No es posible no reírse, o condolerse, porque así como las peripecias tienen lugar en un sitio sin importancia, entre personajes descastados y lejanos de todo poder, Teo está (evidentemente) muy lejos de ser un héroe indestructible: se lastima, calcula mal y se tropieza, jadea y suda copiosamente…, además, por supuesto, de que nunca deja de ser un pedante, absolutamente insufrible: su rectitud y su sinceridad, que nunca fallan, lo vuelven todavía peor.
El carácter de Teo se vuelve tan fuerte que la narración sólo tropieza en los momentos, bastante breves, en los que se aparta de él y nos muestra el punto de vista de algún otro personaje. Dicho esto, también hay que decir que, como criatura literaria, Teo tiene precedentes, pero se vuelve distinto de sus posibles modelos porque el mundo que habita, como ya dije, se ha explorado poco y es de lo más apropiado para poner a prueba (o para vindicar) el cinismo y el desencanto: ésta es, después de todo, una novela de las «ciudades-dormitorio», esas grandes zonas residenciales en las periferias –como Ecatepec o Neza, como tantos otros antiguos pueblos incorporados a la mancha urbana de la ciudad de México– que sólo existen para alojar a millones de personas que viajan cada día a trabajar a algún otro sitio, más afortunado. La ira del filósofo llama la atención a un escenario distinto, menos glamoroso que otros, de la interminable caída nacional.
El libro fue publicado por Conaculta en 2009 y ganó el Premio «Juan Rulfo» de Primera Novela del Instituto Nacional de Bellas Artes en 2008.
Por todas partes han aparecido ya notas sobre la muerte de J. D. Salinger a los 91 años, más de 50 después de que se se recluyera en una casa de Cornish, New Hampshire, y a 45 de la aparición de su última obra, el cuento «Hapworth 16, 1924», remate de la serie extraña (tal vez no es una serie, en absoluto) sobre los sensibles, los extraños hermanos Glass.
Ninguna nota deja de mencionar el hecho de que Salinger huyó de la fama para convertirse en el ermitaño más famoso de la literatura del siglo XX. Ninguna deja de lado sus excentricidades ni los detalles incómodos revelados por su hija Margaret en una autobiografía de 2000. Como en esos lugares también se pueden encontrar fácilmente todos los otros datos «duros» del caso, no digo más aquí y sólo enlazo este obituario, escrito por el peruano Iván Thays.
Lo que vale la pena decir aquí es esto: no sé qué va a pasar ahora con la obra de Salinger, sumamente escasa y que para muchos se reduce a su novela El guardián entre el centeno (1951).
La historia de Holden Caulfield, el adolescente inadaptado que se busca a sí mismo en una sociedad a la que rechaza, tuvo un éxito enorme en su momento y durante las décadas inmediatamente posteriores en los Estados Unidos y el resto del mundo; después se convirtió en un texto «clásico», recomendado con frecuencia pero leído con menos pasión (desde muy pronto se vio a su autor como un especialista en un campo muy estrecho: «su truco», dice una reseña adversa de los años sesenta, «es volver glamorosa la autocompasión»)…, y ahora puede haber quedado sumamente lejos de los intereses y el modo de pensar de los adolescentes actuales de su propio país y de los otros. Esta nota del New York Times puede ser representativa de las nuevas opiniones sobre el tema: según su autora, Jennifer Schuessler, los adolescentes de ahora no encuentran mucho de interés en Salinger porque desean integrarse más que distinguirse de su sociedad, competir y ganar más que embarcarse en búsquedas interiores. Además, al contrario de lo que sucedía a mediados del siglo XX, buena parte de la economía global (sobre todo en los países desarrollados) gira alrededor de los adolescentes y les vende espacios, moda, signos de identidad que Holden, para bien o mal, nunca habría podido tener.
Schuessler cita a un quinceañero de Long Island quejándose: «Todos odiamos a Holden en mi clase. Todos queríamos decirle ‘Cállate y toma tu Prozac'». A lo mejor es cierto: a lo mejor la serie de Harry Potter y programas como Glee muestran con mayor exactitud las aspiraciones y las neurosis (la vida real no, seguro que no: no todo el mundo tiene poderes mágicos, no todo el mundo canta tan bien) de los adolescentes. No habría que espantarse: todos los libros envejecen, se secan, se olvidan, aunque unos pocos lo hagan más despacio que el resto; la «pertinencia» de un texto, su «representatividad», es una ilusión que sólo puede mantenerse durante cierto tiempo, si es que se da.
Por otra parte, el alboroto acerca de la vida extraña de Salinger y sus diversas manías y locuras apenas ha dejado ver a nadie lo realmente importante: Salinger no dejó de escribir durante sus años de reclusión. «Hay una paz maravillosa en no publicar. Es pacífico. Tranquilo. Publicar es una terrible invasión de mi vida privada. Me gusta escribir. Amo escribir. Pero escribo sólo para mí mismo y para mi propio placer», dijo el escritor en una entrevista de 1974, y yo sospecho que una vez que haya quedado atrás la noticia de la muerte, y se haya hecho el reparto de dineros y herencias, llegaremos a leer siquiera una parte de esos escritos.
Lo más probable es que sean borradores decepcionantes; pero no habría que espantarse, tampoco, si fueran textos todavía más extraños de lo que resultan ahora los que Salinger sí publicó, testimonios de una experiencia humana alocada, introvertida y (sobre todo) totalmente contraria a los impulsos actuales: a lo que se supone que debe ser la vida en la época de Facebook. Una búsqueda espiritual cuando no queremos ninguna: una bofetada, o un escupitajo, en la cara que creemos tener.
Un puñado de autores secretos, encerrados, que escriben mientras viven en dificultades con el mundo y que no quieren publicar –Franz Kafka sería el ejemplo obvio; hay otros–, puede hablar con más fuerza que las legiones de los integrados, los sensatos, los oportunos y constantes. Si tiene suerte, tal vez J. D. Salinger termine por ser entendido no como un autor canónico, de programa escolar, sino como un auténtico «raro»; habrá que esperar a que esos textos salgan a la luz…
En una plática fuera del blog, salió a relucir un comentario que hice al paso, en una nota previa, sobre el sentirse huérfano. Debo decir que me impresiona la imagen de Karna, un personaje del Mahabharata. Abandonado al poco tiempo de nacer, creció desposeído y agobiado por el infortunio. Fue maldecido varias veces a causa de indvertencias o accidentes. Cuando se hizo hombre fue un héroe de grandes virtudes, pero terminó aliado con los Kuru, enemigos de su familia original, que le ofrecieron amistad y protección cuando sus propios hermanos, los Pandava, no lo hicieron. Al estallar la gran guerra, murió atravesado por una flecha de su propio hermano, el gran guerrero Arjuna, pero terminó con éste y el resto de los Pandava en el inframundo, apresado y sometido a tormentos. El origen como una marca indeleble, como una infamia que confirma la injusticia del universo.
Empecé a leer desde muy pequeño, pero no lo hice –supongo que pocas personas lo hacen– con un programa y una lista de libros reglamentarios. Y lo que estuvo a mi alcance no fue en absoluto el canon mexicano sino una serie de textos heterogéneos, escorados hacia la literatura fantástica por puro azar. Era lo que había, pues…
Y ahí estuvieron mis aprendizajes: no me formé, ni siquiera al comenzar a escribir, sintiéndome parte de una tradición nacional porque no había nada en esos libros que se refiriera a la literatura como algo que pudiera delimitarse de semejante forma. Por otro lado, tampoco aprendí que la literatura requiriera justificación; sólo hasta después oí, en las escuelas, la idea de que literatura “servía” estrictamente como documento histórico de su época…, pero nunca lo creí: tuve la mala suerte (o la buena suerte) de que casi todos mis maestros de español en ese tiempo fueron pésimos lectores y ofrecían interpretaciones obviamente idiotas de todo lo que nos daban a leer.
Y algo más que no aprendí fue que la literatura fuera un “escape” de la “vida real”: una alternativa reconfortante ante las inseguridades de la existencia fuera de los libros. Por el contrario, otro gran choque de esas lecturas tempranas fue el encontrar historias en las que, al contrario de en lo que se suponía una visión sana y racional del mundo, los sucesos no se resolvían de manera tranquilizadora y las mismas definiciones de lo “real” eran puestas en duda y hasta en crisis. (¿Para qué leer eso? Por el vértigo. Para sufrir. ¿Quién dijo que la felicidad es todo en la vida?)
Ahora creo que los grandes autores que descubrí entonces (Levrero, Borges, Pavic, Dick), los que me son más cercanos ahora, se parecen en que buscan profundizar en la indagación de cómo damos forma a lo real –a nuestra percepción de lo real– acercándolo a nuestras representaciones y no al revés: son todos los que investigan qué nos hace el lenguaje, qué le hacemos y qué no vemos en él o más allá de él. No suena muy sexy, supongo, pero mucho de la literatura que importa trata de eso.
Eso sí: todo esto quiere decir también que quienes “deberían” haber sido mis padres literarios nunca me dijeron nada y lo que yo mismo deseo hacer es, más bien, mi propia indagación en lo que vislumbraron mis padres sustitutos. Juan Rulfo me interesó primero porque los muertos hablan en Pedro Páramo, y Arreola me interesó antes que Rulfo, y Blake y Dick me interesaron antes que Arreola. Ni modo. No lo presumo ni lo recomiendo porque es un camino difícil y una aspiración impopular: supone o deja entrar ciertas ideas políticas, y en el mundo en que vivimos tiene que relacionarse de algún modo con el mercado, pero no proviene directamente del mercado ni de la política.
No me quejo. Mi “aquí nos tocó” fue éste y no lo rechazo. Y ya no tengo tiempo para preocuparme por eso.
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Ahora está circulando por la red mexicana una serie de comentarios (el de Guillermo Vega resume bien la situación) sobre las declaraciones homófobas del conductor televisivo Esteban Arce, y cómo calló, más que convencer, a una sexóloga que intentaba cuestionar su idea de la «normalidad». El problema no es sólo el prejuicio de Arce, ni el hecho de que gran parte de la población del país lo comparta: es la prepotencia, la violencia de los «argumentos». ¿El suyo es el modo de relacionarnos con los otros que mamamos de la televisión? Con razón estamos tan jodidos.
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He aquí una copia completa de Nosferatu (1922) de F. W. Murnau. Los intertítulos están en inglés pero la historia, básicamente, es la de Drácula de Bram Stoker, es decir, los vampiros son como Edward Cullen dice que no son.
(¿Por qué tantas novelas famosas sobre el tema de los últimos treinta o cuarenta años sufren tanto por la influencia de Stoker? ¿Y por qué no hallan otra forma de lidiar con ella?)
Gracias al blog Reek of Putrefaction descubrí la existencia de Pontypool, una película canadiense de 2008 dirigida por Bruce McDonald. Y es una película excelente.
Si la buscan la encontrarán descrita como un filme de zombis, y lo es, o al menos tiene que ver con la aparición y propagación de una extraña enfermedad que convierte a grandes masas en autómatas asesinos y desprovistos de razón, al modo tantas otras películas. Pontypool se distancia de todas ellas, por una parte, gracias a la economía de su hechura, pues se filmó prácticamente en un solo escenario y con tres actores (todo sucede en un estudio de radio, durante un turno de locución en el que no se ven, pero sí se escuchan, todos los detalles espeluznantes); por otra parte –y es la mejor– debido a la «explicación» del contagio, que no tiene que ver con los clichés habituales (virus mutantes, contenedores de sustancias tóxicas, etcétera) y cuya rareza ha hecho enojar a más de uno: en el mundo de Pontypool la locura se propaga a través del lenguaje. El acto de entender algunas palabras, nadie sabe cuáles, ocasiona que la locura se apodere del cerebro humano. ¡El propio idioma está infectado! La idea no ha sido entendida cabalmente por ninguno de los reseñistas que se ha ocupado de la película, y que en cambio se han dedicado a darle lecturas superficiales (la reducen a una metáfora del conflicto entre canadienses de habla francesa y de habla inglesa) o a quejarse de su falta de elementos gore. Pero la idea apunta a la crisis –que apenas podemos ver y no digamos articular– del pensamiento simbólico, sobre la que ha escrito, muy provocadoramente, John Zerzan. ¿Qué hacemos cuando las representaciones se vuelven contra nosotros?
Los personajes de Pontypool intentan eludir el contagio repitiendo las palabras hasta que las des-entienden: hasta que les quitan todo sentido. Pero ¿podríamos hacer eso todos, todo el tiempo? Si el lenguaje fue un error de la especie (el error crucial), ¿sería posible repararlo?
Esta nota de Faro Viejo contiene detalles de la presentación de Los esclavos durante la pasada FIL de Guadalajara, además de un segmento de video tomado entonces. (¡El primero del que sé!)
(Muchas gracias, por supuesto, a Guillermo, a Araceli Otamendi, a José Israel Carranza y Silvia Eugenia Castillero de Luvina, a Faro Viejo y a la gente de Cultura Pirata, en especial a Tania Ochoa… Ahora, a trabajar otra vez.)
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No: antes, un hallazgo. El que sigue es un fragmento de una función de Apocalypsis Cum Figuris (1969), la última puesta en escena del Teatr Laboratorium de Jerzy Grotowski (quien sale a relucir en «La Pasión…»). Grotowski y su compañía, luego de tres años de ensayos, llevaron su propuesta de una recreación de textos bíblicos hacia una investigación del ritual –de otra forma de representación, cuyos resultados finales fueron tal vez inciertos— de un modo que nadie ha continuado cabalmente. Nunca había visto ninguna grabación ni filmación del trabajo de Grotowski…, y ésta, como verán, deja más dudas que certezas debido a su falta de resolución. Es como si ese teatro –la obra se considera una de las cumbres del teatro del siglo XX– se resistiera a quedar en la memoria de quienes no lo vieron directamente. Si no conocen la historia completa de la puesta y el director, dense un momento para investigarla: es un ejemplo abrumador de la altura y la fragilidad de las obras humanas.
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(Paréntesis:
Ayer tuve un breve momento de pánico: un desperfecto del servidor dio al traste con el sistema de categorías de esta bitácora. Ya está arreglado, pero por varias horas llegué a temer que no hubiese remedio. Casi nadie se ha planteado seriamente esta pregunta desde 1997: ¿qué tanto, realmente, de la vida virtual que uno se ha ido construyendo se vuelve parte de la vida a secas? La respuesta podría parecer obvia; no lo es al considerar la posibilidad de desprenderse de una parte de esa vida. ¿Qué tanto de todos esos mensajes hechos a la carrera, con caracteres intangibles, referidos a contextos tan frágiles, es de verdad desechable?
Respuesta posible: es tan desechable, o tan precioso, como todo lo demás. Como escribió Margaret Atwood, los objetos más preciados de uno son la basura de quien llega después.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
1. El 30 de noviembre murió en Belgrado, por complicaciones posteriores a un infarto, Milorad Pavic. Tenía 80 años. Será enterrado hoy en el cementerio de Novo Groblje.
2. Limitaciones de este blog ocasionan que el nombre del escritor no se pueda mostrar correctamente en su transliteración a caracteres latinos:
y menos en su forma original:
… pero sus lectores lo conocen. Éste es el novelista que, solo y sin ayuda, desde una lengua y una cultura de la que nos separa bastante más que las diferencias entre los alfabetos, demostró durante un cuarto de siglo poseer una parte deslumbrante, insustituible, de la imaginación del mundo.
3. «Imaginación» es un término problemático y del que se abusa por todas partes. En el sentido que le daban los antiguos románticos, define la operación de colocar en el mundo algo –al menos una idea– que no existiera previamente en él. Si nos atenemos a ese sentido, el más riguroso de todos, la mayor parte de los artistas, incluyendo aquellos que dicen dedicarse a lo fantástico, no imaginan: mezclan objetos preexistentes de una forma tal vez novedosa (y en realidad, casi siempre, ni siquiera eso).
El europeo anónimo que habló por primera vez del unicornio, acaso por haber visto un rinoceronte y no haber sabido cómo interpretar lo que veía, imaginó, porque la criatura resultante fue distinta al rinoceronte y al caballo y pronto se llenó de su propio sentido. H. G. Wells imaginó al enunciar un concepto imposible –«viajar por el tiempo»– de modo tan evocador y convincente (tan falsamente plausible) que la idea está con nosotros desde entonces y es fuente de ficciones innumerables. Milorad Pavic imaginó de una manera más sutil, pero no menos poderosa: sus libros, y en especial el más famoso de todos, su Diccionario jázaro (1984), propusieron que la novela era, podía ser, muchas cosas distintas de lo que hasta entonces se había llamado «novela».
4. El ejemplo más obvio es el más llamativo: el Diccionario, subtitulado, «novela léxico», es un hipertexto total, dividido en entradas de diversa extensión ordenadas alfabéticamente y en el que se puede empezar a leer desde cualquier página; siguiendo los enlaces –referencias cruzadas– de una entrada a otra se puede elegir entre incontables órdenes posibles de lectura. La novela deja de ser una línea de principio a fin –de planteamiento claro a desenlace contundente– y explota: se lanza a sí misma en todas direcciones a la vez y desconcierta para siempre nuestras costumbres milenarias de lectores. Además, los textos juegan a enmascarar de mil y un formas la «realidad» novelada –el mundo inventado en el que nos dejamos «atrapar» dócilmente cuando nos vemos ante un texto convencional– y volverlo elusivo, inasible.
¿Existieron los jázaros, o no? (respuesta: sí, pero no como dice ninguno de los libros dentro del libro) ¿Dónde están los demonios y los cazadores de sueños? (respuesta: depende de la versión que se quiera leer) ¿Cuál es el secreto: el sentido de los hechos extraños que enlazan épocas remotas y destinos fatales? (respuesta: no se sabrá nunca) Si tenemos suerte, nos daremos cuenta de que no puede haber una conclusión satisfactoria ni una explicación completa: si tenemos un poco más de suerte, entenderemos que también nuestra visión de la realidad, como la del mundo inventado de Pavic y la de la forma de su libro, puede estallar y expandirse. El Diccionario jázaro es la primera visión definitiva de la novela como paso a lo otro, la hiperrealidad, lo sublime múltiple y gigantesco, desde el Hiperión de Hölderlin (que es un poema).
Hay más de un precursor de esto –la doble novela que es Rayuela de Cortázar; la falsa edición crítica en Pálido fuego de Nabokov, etcétera–, pero Pavic es el primero que convierte en el centro de su obra esta transformación constante de la realidad a partir de la transformación constante de la novela. Todas sus grandes obras ensayan diferentes estructuras alocadas y argumentos delirantes: irrupciones de lo otro en el mundo. Paisaje pintado con té (1988) mezcla la forma de la novela con la del crucigrama; La cara interna del viento (1991) cuenta dos versiones de la misma historia –la de Hero y Leandro– en un libro bifronte, que se acaba en el centro; Pieza única (2004) propone un misterio policiaco minuciosamente ramificado, en vez de dirigido a una única solución, en el que cada lector puede arribar a la conclusión que más le apetezca…
5. Hace muchos años, por recomendación de Verónica Murguía y Ricardo Chávez Castañeda, leí el Diccionario jázaro. Su forma, su libertad, su profundidad humana, sus metáforas extrañas, todo llegó hasta mí a la vez como una explosión. (Tal vez como esa explosión.) Rompí todos los escritos que tenía en marcha en el momento, incluyendo una primera novela. Desde entonces he desesperado muchas veces, me he desviado, pero siempre he sabido que el camino, al menos para mí, está señalado por ese libro, como por algunos otros. No son los de moda, no son los apropiados al ánimo de la época, pero son los que me tocan.
Como Borges, Levrero, Calvino, Dick, Lem, Arreola; como todos lo otros: Milorad Pavic ya es de mis grandes muertos, mis otros padres inalcanzables.
Pepe Rojo está preparando, para la Universidad Autónoma de Baja California, una colección de minilibros de ciencia ficción mexicana: 18 cuentos que serán editados individualmente y distribuidos sin costo en la ciudad de Tijuana. No sólo la selección es muy variada sino que las portadas de cada minilibro fueron hechas por Bef y me parecen magníficas. He aquí algunas de ellas (tomadas del blog Monorama, del propio Bef): las portadas completas pueden verse haciendo clic en las miniaturas.
Una de las portadas, desde luego, me resulta sumamente entrañable, pero todas me hicieron pensar en la primera fascinación, la más inocente y poderosa, que produce la fantasía. También recordé las portadas de la colección de ciencia ficción de Penguin Books (hay que ver en especial las de David Pelham); su «propósito» es hacer que los posibles lectores compren el libro, sí, pero el reclamo comercial es lo menos importante. Eso otro que es más importante está también en los minilibros, que se regalarán y se crean en condiciones difíciles y que no darán beneficio económico a nadie. Ojalá sus lectores (los que ya los están esperando, aunque no lo sepan) los encuentren.
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Rogelio Guedea ha escrito ya varios artículos, breves y furiosos, acerca la gestión actual de la Universidad de Colima. Éste resume su diagnóstico y su crítica contra el rector actual de esa universidad, apoyadas ambas en un reportaje desolador de la revista Proceso.
Yo sólo agrego una opinión al margen: ayer se recortó enormemente el presupuesto de las universidades públicas del país, debido a la crisis pero entre los jaloneos que todos conocemos (y si no, basta leer cualquier periódico o fuente de noticias razonablemente legible). ¿Es justo que estemos forzados a comparar los desatinos de diversas autoridades y tratar de elegir cuál es el peor?
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Aviso a la comunidad: esto sigue sin ser un diario, aunque a continuación enlazará a un texto sobre la memoria (la memoria y el olvido, de hecho: también de vez en cuando hace falta jugar con los clásicos) que puede leerse aquí, en la revista virtual Los noveles. La historia contada es totalmente verídica, así como existen de veras esos libros.
Acaban de salir dos ediciones muy interesantes y asequibles de obras de Edgar Allan Poe. La primera es una nueva traducción de La caída de la casa de Usher, publicada por Nostra Ediciones:
Además del cuento en sí, por supuesto, hay que destacar la edición cuidadísima, cuyo diseño busca integrar el texto, sin quitarle una sola palabra, con las ilustraciones y una serie de artificios tipográficos: sin llegar a ser «arte secuencial», cómic en el sentido tradicional, los colores y las composiciones se vuelven una parte central de la experiencia de la lectura. Y el gusto visual del conjunto, creo, no tiene ningún rival en las ediciones recientes de Poe.
Además, las ilustraciones son espléndidas: su autor, el argentino Diego Molina, fue discípulo del gran Alberto Breccia y parece empeñado en llevar todavía más lejos el uso del negro y el claroscuro que hizo famoso a su maestro. La atmósfera de locura e intranquilidad de la historia de Poe, además, se logra visualmente con viñetas de trazos aparentemente apresurados, temblorosos, pero tan expresivos que se ve en ellos la mano de un artista que domina su oficio a la perfección.
Por último está la traducción, realizada por Andrea Fuentes Silva y Yeicko Sunner. Se trata de una versión nueva, que no recurre a la clásica de Julio Cortázar y no tendría por qué hacerlo: parte del sentido de la traducción es mantener vivos a los textos a pesar de los cambios en los idiomas y las culturas, y de hecho –con lo bueno y entrañable que es el trabajo de Cortázar– este año debió haber más traducciones como ésta, en lugar de sólo reediciones de las ya existentes. Muchos términos de la traducción de Fuentes Silva y Sunner son más precisos, más cargados de significado que los correspondientes en la de Cortázar; no sé si la intención de esta «Casa de Usher» es acercarse más a lectores de una cultura que se vuelca más en lo visual, pero en todo caso el resultado es excelente, y eso es lo que cuenta.
Hoy, después de 15 años de funcionamiento y algún tiempo de decadencia y de olvido, cierra definitivamente el servicio de alojamiento en red www.geocities.com. La noticia puede sonar poco importante: ya nadie se interesa en crear páginas web como se hacía en los años noventa y la tecnología, desde luego, es obsoleta e incómoda de manejar para los cibernautas acostumbrados a Facebook y Twitter. También se me podrá hacer la típica pregunta de los políticos («¿a ti en qué te afecta?») y deberé responder que ni siquiera quedan rastros de los sitios que hice entonces, porque borré todo –hace muchos años– en un momento autodestructivo. Ésta es la única huella que permanece y mañana no estará allí:
Pero sí hay varias cosas que lamentar. La primera es la pérdida de gran cantidad de páginas interesantes, de información que no ha sido respaldada y que acaso se podrá encontrar en sitios como The Internet Archive…, pero acaso no. La mayor parte de lo que todavía en este momento sigue allí, claro, es basura. Pero también es basura la mayor parte de lo que se publica en todas partes, dentro y fuera de Internet, y toda la historia humana está marcada por la destrucción de lo valioso mezclado con (perdido entre) la porquería.
La segunda es la destrucción de una porción de memoria histórica. Pequeña, si se quiere, pero creo que no tanto como podría creerse.
La tercera puede resultar más extraña: la tecnología de aquel viejo servicio fue rebasada hace mucho tiempo, pero no hay nada hoy que tenga exactamente su flexibilidad y posibilidades expresivas. La facilidad de uso de los servicios actuales, y en especial de las redes sociales, se ganó a costa de menos acceso y control sobre la construcción de las páginas y una mayor limitación de lo que se puede hacer con ellas. La comunicación y la interacción son una maravilla, por supuesto (incluso aunque la actitud socialmente aceptable ante ellos sea de tedio); pero todo lo que los usuarios comunes podemos hacer con los servicios del momento es alimentarlos de contenido dentro de estructuras rígidas y para fines preestablecidos. La manipulación del código HTML, que tantos quebraderos de cabeza dio a tantos pioneros de la red hace unos quince años, era una especie de artesanía, vacilante en general, entorpecida por herramientas inapropiadas, pero no tuvo ocasión de convertirse en arte sino en poquísimas ocasiones.
Esto sonará, quizás, como lamentar la falta de desarrollo del kinetoscopio, de la commedia dell’arte o de cualquier otro arte o tecnología olvidados. Pero ¿no es sorprendente todo lo que se ha dejado de hacer? ¿No es extraño que la historia esté también tan repleta oportunidades y posibilidades perdidas? También el cine está por explorar aún. También le quedan cosas que decir a la literatura. Lo que guía nuestras opiniones sobre estos asuntos acostumbra ser lo más superficial, y esto nos hace olvidar que, como las lenguas, también nuestras herramientas y nuestros modos de crear son imágenes precisas de la experiencia de cierto número de seres humanos. Y cuando la imagen se pierde, se pierde también el conocimiento más cercano y más profundo de esa experiencia que pudo haber sido de cualquiera pero fue, para bien o mal, de quienes la vivieron. Como cuando muere una lengua o un arte se olvida, ahora el mundo es un poco más pobre.
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Entre otros sitios que no visitaba lo bastante, que no me molesté en respaldar y que (pensaba) siempre estarían allí, voy a extrañar el archivo de una revista hermosa y de carrera no tan breve, Malacandra, subtitulada «Teoría y práctica de la literatura fantástica». Melmoth, la revista que yo tuve por un tiempo, quería ser como ella, pero más loca y más extraña: la ilusión de un tímido que había llegado tarde al reparto de su generación.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Ésta es la portada de Se ha perdido una niña de Galina Demikina (1982), traducción del original ruso (1977) publicada por la Editorial Progreso de la URSS. Haciendo clic en la imagen se ampliará. Éste es el libro que Roberto regala a Ilse en «Se ha perdido una niña».
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Reviso el texto sobre García Márquez. Su centro va a ser la idea siguiente: aquel cliché de que «la realidad siempre supera a la ficción» (al igual que la versión de G. G. M.: «la realidad siempre rebasa a la imaginación») es de hecho una idea fantástica. No tiene sentido sino como metáfora. La vieja historia del balazo en el pie…, aunque tantas personas repitan y repitan las frases como si fueran prueba de algo.
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Ayer, en Metepec, me dijeron que el extracto de Los esclavos que apareció en la antología Grandes Hits no se lee tan bien como lo que aparece en la novela. Es verdad, dije, porque es una versión previa. Pero luego debí ser sincero y lo seré ahora: esa versión inicial realmente no estaba tan bien. Un año de revisiones y los consejos de varias personas (entre ellas varios amigos, y uno que parecía serlo) median entre ella y lo que apareció en el libro. No es la primera vez que esto me sucede cuando me piden textos para una antología. Tal vez debo dejar por completo de publicar textos tan deprisa: aceptar que a mí me salen más o menos bien con mucha más lentitud de lo habitual (eso sí, los «genios instantáneos» me siguen pareciendo patéticos).
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Ayer, en Metepec, también, tuve mi primera lectura de cuentos en años. ¿Cómo pude dejar pasar tanto tiempo? Puedo decirlo: los escuchas, que llenaron el bar 2 de abril, se la pasaron muy bien, y yo igualmente.
De verdad, ¿cómo pude dejar pasar tanto tiempo? En parte es que no tenía textos nuevos para presentar… y que Los esclavos no es tan divertido para leer en voz alta (es una novela, después de todo, y las novelas están hechas para leerse en silencio, individualmente). Pero ahora habrá ocasión de retomar aquella buena costumbre.
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Una mala costumbre: hasta el momento, he tenido el gusto de que todas las reseñas totalmente desfavorables que he leído sobre Los esclavos son también a) o despreciativas o malévolas y b) escritas por personas que no entendieron nada: que ignoraron por completo diversos aspectos del libro que otros, incluso para hacer reparos, no pasaron por alto.
Ahora, me entero, hay un par más de esas reseñas que no he leído aún…, pero como el gusto ya mencionado decrece con el tiempo (tampoco es para tanto), probablemente no las leeré. De todas maneras, una vez publicado el libro ya no pertenece a quien lo hizo, como se dice con frecuencia.
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Esto no es un intento de escribir un diario. Para empezar, no sucederá todos los días, ni mucho menos. Pero tal vez sirva para que esta bitácora se vuelva más flexible. Además, tal vez así quede más clara aquella idea de la cámara de maravillas… Sobre la que habrá más, pero más tarde.
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Fantasmagorie (1908), de Émile Cohl (hallado por Aurelio Asiain):
Esta nota sale tarde: ya ha comenzado, ahora que escribo, el homenaje al poeta mexicano David Huerta cuyo programa copio más abajo. Pero no podía dejar pasar la ocasión de avisar del homenaje, que se celebra con motivo de sus sesenta años, ni de unirme a él aunque fuera con una nota como ésta.
David Huerta, para decirlo rápido, ha sido mi mejor, mi más querido maestro. No soy poeta pero tuve la oportunidad de participar en un seminario impartido por él una semana cada año, en diferentes sedes, a lo largo de la mayor parte de los años noventa. Y leerlo, escucharlo, conversar con él ha sido una de las experiencias fundamentales de mi vida de escritor.
No es solamente por todo lo que aprendí, que fue mucho. Antes de sus clases nunca se me había ocurrido, por ejemplo, plantearme la idea de la dignidad del trabajo de escribir, que es un placer –o más vale que sea un placer para quien escribe– pero no es un juego y merece su respeto tanto de los demás como de uno mismo.
(Cuando escribía, de chico, era como cuando leía: no estaba «haciendo» nada y podía ponérseme a hacer algo útil como ir a comprar refrescos o avisar a quienes estaban viendo la tele que ya estaba la comida…)
Antes de sus clases nunca había descubierto, tampoco, a nadie con tal capacidad de trabajo, de atención y discernimiento. Ya fuera dirigiendo una discusión sobre la obra de Octavio Paz que otra sobre Cervantes; ya fuera dando una lección él mismo o moderando las ponencias de otros, David siempre estaba al tiro, siempre atento a lo que sucedía a su alrededor, siempre listo para ofrecer ideas inesperadas o inferencias nuevas sin perder el hilo de lo que decía.
Y antes de sus clases no sabía hasta qué punto puede la literatura convertirse en parte de la vida, sin más adjetivos: cuánto pude nutrir todo lo demás que se hace y se vive y a la vez enriquecerse con todo lo que se hace y se vive. Conversar con él era –es– saltar del canon de occidente (el centro de un seminario buenísimo, a propósito del famoso libro de Harold Bloom) al futbol y a la actualidad de los periódicos y a las referencias más nuevas y a los versos del Siglo de Oro, que por mucho tiempo ya han sido uno de sus temas centrales de su trabajo como investigador. Todo vale, todo es interesante, todo se conecta y se convierte en parte de la existencia.
¡Y qué existencia! De David Huerta aprendí, en fin, que la literatura puede ser una pasión colocada en el centro de la vida, por la que vale vivir, y eso no lo olvidaré.
Leo sus poemas, que de hecho fueron una de mis puertas de entrada al mundo de la poesía, como muchos otros lectores que lo admiran y se asombran, sea con pasajes largos y dolorosos como los de Incurable o con imágenes nítidas, precisas, sorprendentes, como las de Versión o La música de lo que pasa. Leo y me asombro, y gozo. Y al rato iré, al menos, a la última parte del homenaje.
EL COLEGIO DE LETRAS HISPÁNICAS
DE LA FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
Y
LA CASA DEL POETA RAMÓN LÓPEZ VELARDE
invitan al HOMENAJE A DAVID HUERTA SESENTA AÑOS AQUÍ
jueves 22 de octubre / Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras
10:00 hs.: Inauguración
10:15 hs.: David Huerta en persona
Federico Campbell
Christopher Domínguez Michael
Ernesto Lumbreras
Francisco Martínez Negrete
Moderador: Josu Landa
12:00 hs.: La poética de David Huerta
Luis Cortés Bargalló
Miguel Manríquez
Carlos Ulises Mata
Sergio Ugalde
Moderadora: Blanca Estela Treviño
14:00 hs.: La palabra incurable I
María Rivera Lauri García Dueñas
César Arístides Víctor Cabrera
Luis Felipe Fabre Luis Flores
Leopoldo Laurido Eduardo Uribe
Moderador: Alfonso Vázquez Salazar
16:00 hs.: La palabra incurable II
Coral Bracho
Alicia García Bergua
Eduardo Hurtado
(Se leerán textos de Elsa Cross y Antonio Deltoro)
Moderador: Carlos Oliva
18:00 hs.: Sesenta años aquí
David Huerta
Marcelo Uribe
Moderador: Salvador Gallardo Cabrera