Una persona me dijo que mis cuentos le parecían excelentes. Inmediatamente después comentó que por otro lado, bueno, el cuento es un género muerto, que nadie lee y a nadie interesa. Un arte obsoleto y un desperdicio de tiempo y dinero. ¿Yo no escribía novelas por terquedad?, me preguntó. ¿O más bien era que lo había intentado y no me salían?
Inmediatamente después, esa persona entendió que había metido la pata: vi su pensamiento. Y puso cara de no saber cómo reparar la ofensa. Pero como seguía pensando lo mismo (se veía) lo dejé fingir un poco más (y no le dije que ya tenía una novela publicada; ¿para qué?).
* * *
Tengo la idea de que todavía se puede hacer mucho con el cuento. No es por justificar algunos años de trabajo, que según la persona de la que escribí arriba se habrían malgastado estúpidamente: el equipo de la revista Luvina, de la Universidad de Guadalajara, la tiene también y la carrera de la revista ha sido brillante a lo largo de sus varias épocas. Luvina, dirigida por Silvia Eugenia Castillero, ha dedicado su número más reciente (el 59, subtitulado Cuento mutante) al cuento. Es un número extragrande, con más de doscientas páginas: una antología de la narrativa breve actual en español con muestras de una veintena de autores, desde Daniel Sada, Esther Seligson, Ana María Shua y Edmundo Paz Soldán hasta Antonio Ortuño, Arturo Vallejo y Cristina Rivera Garza.
Tengo el gusto curioso de haber dado nombre a este número: el único ensayo publicado en él lo escribí yo, se titula «Manifiesto del cuento mutante» y apunta al modo en el que el cuento se transforma en la época presente, como no ha dejado de hacerlo en toda su historia (la novela como la entendemos ahora, de hecho, se deriva en parte de las colecciones de cuentos de la Edad Media: el cuento es muy anterior a la novela, y no al revés como creen algunos).
Pronto publicaré el «Manifiesto» entero aquí en Las Historias; mientras –para que se animen a conseguir la revista completa: a tener el objeto en sus manos–, una muestra:
Actualización: No es lo mismo, realmente no es lo mismo, pero Luvina 59 se puede leer entera aquí.
* * *
Todas estas cuestiones desde luego, no sólo son literarias (es decir, ajenas a lo que un país como éste considera realmente importante) sino que implican un trayecto cuesta arriba y entre piedras dentro del propio mundo literario. Dos ejemplos recientes:
1. Mi querido amigo Bernardo Fernández (Bef) ha publicado en su blog un resumen de las reglas para escritores propuestas por Robert A. Heinlein y modificadas por Robert Sawyer. Si bien los consejos son útiles, uno de los comentarios al margen sugiere que para ser escritor profesional en el país es necesario escribir novelas. Ese comentario necesita discutirse porque implica muchísimo más (y muchísimo con lo que, ni modo, disiento).
2. Por Ernesto Priego he sabido de la nueva editorial Underwood, cuyo fin es difundir cuentos en un tirajes limitado y un formato rarísimo: retro-audiolibros, grabaciones en discos de vinil de los autores leyendo sus textos. La editorial toma su nombre, claro, de la empresa centenaria de máquinas de escribir. Y si su idea de un libro-objeto que descansa por completo en una base material cuya realidad es ineludible (¿cuántas personas podrán escuchar los cuentos en sus tornamesas?) me parece admirable, también se pueden prever los chistes fáciles sobre caducidad y obsolescencia.
Todas estas cuestiones implican dificultades pero no importa, desde luego.
En 2003 me propusieron dar un curso en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ese año vi, en el espejo de un baño de la escuela, esa calavera blanca y negra, como de una estación del metro de la línea de los muertos.
Siempre que he vuelto a la escuela he vuelto a ver la calavera, impresa en su calcomanía. La idea es rara: Subterráneo, de la editorial Los Insanos, parece proponerse como una especie de «revista» adherible, para ser colocada donde bien se pueda, pero nunca la ha visto en ningún otro sitio ni hubo, hasta donde sé, más que esos dos «números»: un párrafo de Juan Miguel de Mora y un poema de Eduardo Lizalde.
No sé por qué, pero durante mucho tiempo no pensé en las personas que deben haber estado detrás de ese proyecto. ¿Habrán sido alumnos de la propia escuela? No sería imposible: Juan Miguel de Mora, un profesor muy erudito y comprometido, fue de los más populares entre los maestros de la escuela durante muchos años. Y en las escuelas de escritura, como es natural, se dan constantemente proyectos de revistas y demás.
El que la mayor parte de los proyectos no deje siquiera la huella que ha dejado Subterráneo también es común. Pensando en esto, pensé también que éste podría ser el único rastro que cierto número de escritores –o de aspirantes a escritor– va a dejar en el mundo. ¿Se podrían convertir en personajes legendarios –como los poetas de Los detectives salvajes, basados en personas reales y en el propio autor de la novela, Roberto Bolaño– con evidencia tan escasa, tan poco arrogante como dos homenajes a dos autores que no eran ellos mismos?
Pensé que no, y de inmediato escribí al correo electrónico citado en las calcomanías. Tenía que saber. Por supuesto, lo único que obtuve fue un mensaje de error del servidor de correo, avisándome que la cuenta ya no existía.
Hay que mirarse en ese espejo, pensé.
En el nuevo número de la revista Crítica, de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (#137 abril-mayo de 2010), ha aparecido un ensayo mío: «Lo fantástico y Gabriel García Márquez». Es una versión mejorada de un texto que leí el año pasado en una mesa redonda sobre Gabo; también es mi opinión sobre varios lugares comunes alrededor del realismo mágico, las posibilidades futuras de ese subgénero (debo decir que no le veo muchas) y la idea de «realidad» que parece defender. La revista se puede conseguir en los proverbiales locales cerrados…
Tengo que empezar con una anécdota de mi propia vida. Descubrí la obra de Gabriel García Márquez en la infancia –primero una edición de sus cuentos; más tarde Cien años de soledad– y entendí que él escribía literatura fantástica.
Así es el azar de las lecturas sin guía, que por lo demás son casi todas: sin que nadie se lo propusiera, los más de mis primeros libros e historias podían etiquetarse como de ese “subgénero” –que sigue siendo un bicho raro y ligeramente apestoso entre nosotros– y nadie me dijo que García Márquez fuera radicalmente distinto. Tampoco lo parecía: para mí estaba entre Jorge Luis Borges y Philip K. Dick, y el conjunto de sus historias se me figuraba uno más de los tratados mitológicos, como mi primera versión de la tragedia de los nibelungos (que venía con unas ilustraciones preciosas) o la obra de H. P. Lovecraft. Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles, se me hacía pariente lejano de Urashima, el pescador que se fue a vivir al fondo del mar, donde el tiempo pasa más rápido; el ascenso al cielo en cuerpo y alma de Remedios la Bella, que pone a la belleza física por encima de la virtud en el orden del universo, me pareció la expresión de una injusticia no menos grande que la de la serpiente que se come la planta mágica de la juventud en la historia de Gilgamesh. Y así sucesivamente.
Más tarde he seguido pensando lo mismo incluso contra el desdén y las malas lecturas habituales, que hacen más o menos ruido pero no desaparecen: las grandes obras de imaginación me siguen pareciendo más interesantes que las que se limitan a repetir el mundo y, desde luego, que las historias ñoñas y confortables que habitualmente se etiquetan como “fantasía”. Pero comencé a entender las dificultades que tiene lo fantástico justamente a partir de mi primer encuentro con García Márquez. Por años me intrigó que, profundizando en aquellos autores y aquellos libros, era posible encontrar trazas, influencias, de muchos autores cruciales de siglos pasados y aun del XX en otros posteriores…, pero no de Gabo. Emiliano González le debía a Lovecraft, a los modernistas, a Borges; el gran Mario Levrero soñaba como Kafka; John Crowley hacía malabares con Carroll y Nabokov; Angélica Gorodischer retomaba a Calvino; José Luis Zárate jugaba con Stoker y las películas del Santo; Neil Gaiman reescribía la obra de James Branch Cabell, etcétera. ¿Dónde estaban los sucesores de García Márquez? ¿Dónde estaba la obra fantástica que buscara las alturas de su modo de contar, de su capacidad de invención?
La respuesta fue desalentadora (…)
* * *
En estos días se cumplen veinte años de que terminé La luna y 37’000,000 de libras, un librito que usted no conoce y no leerá nunca. Lo publicó en Toluca, en 1990, el Centro Toluqueño de Escritores; sin ese apoyo temprano, y tal vez injustificado, no habría continuado escribiendo.
La estructura alocada del libro (no exactamente cuento, ni novela; no de una sola trama, no sin fragmentos contradictorios) le debe todo a Mario Levrero; el título es una caricatura de La luna y seis peniques de Somerset Maugham y la imaginación era la mía, para bien o mal: me sigue dando risa que algunos de sus lectores de entonces (no todos) hayan comprendido solamente sus defectos y se hayan indignado, por ejemplo, con la idea de que una compañía de focos destruyera la luna sólo para cambiarla por una bombilla gigante
–No puede pasar, es físicamente imposible –dijeron–. Y es injusto burlarse así de una empresa que genera fuentes de trabajo…
Una caricatura de lo que pasó entonces (no: un cuento basado muy vagamente en aquel tiempo, y a la vez una especie de pesadilla/fantasía masoquista) se puede leer aquí. Pero no pienso en nada de eso al recordar ese libro. Al contrario, pienso que sigo escribiendo. Y pienso en lo por venir: en que si tengo suerte será tan libre como fue aquello, y tan raro, y habrá alguien a quien interese.
Quería completar esta nota con un documental en tres partes sobre Jan Svankmajer, quien será familiar para algunos lectores de esta bitácora. Está en inglés pero las imágenes, al menos, son impagables… Entonces descubrí que el audio de la tercera parte fue borrado por YouTube, el servicio donde los videos se alojan. En la página dice, escuetamente, «Este vídeo contiene una pista de audio que no ha sido autorizada por WMG. El audio se ha desactivado». WMG es Warner Music Group, una de las empresas discográficas más poderosas del mundo.
Esto me hace pensar que las formas actuales (y las por venir) de protección de los derechos autorales no sólo favorecen más a las grandes empresas (como ya sabíamos), sino que tienen enormes fallas en su concepción, en sus alcances. Es simplemente esto: si todos respetamos (o somos obligados a respetar) sus reclamaciones, ¿WMG –o cualquier otra corporación– estaría dispuesta a hacer que circularan de manera legal todos los «contenidos» bajo su control? Estos videos, a juzgar por el número de visitas que han tenido, no son de lo más popular en YouTube: nadie se ha hecho rico con ellos, y sin embargo son valiosos. ¿Irá a contar ese valor más allá del monetario?
Supongamos que de verdad se llega a la distribución de video pagado por internet que varios proponen: yo pagaría por ver un documental como éste, pero ¿estaría disponible? ¿O sólo se me ofrecerían, como en la tele por cable, los estrenos del mes (por tiempo limitado) y unas pocas películas basura? ¿Todo lo que no venda rápido y grandes cantidades estará condenado al olvido cuando seamos expulsados de la publicación en la red?
Parte 1
Parte 2
Parte 3
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Llevo varias semanas enfermo: una infección pertinaz que me ha dado bastantes días de fiebre, dolor e imaginaciones horribles. Voy mejorando (y agradezco a quienes preguntaron); mientras sigo en eso, he hecho un descubrimiento:
A pesar de todo lo que hacemos ahora mediante la tecnología; de nuestra insistencia en la vida virtual y en la prolongación de nuestra conciencia individual y de nuestras relaciones con los otros por medio de internet…, el cuerpo no cabe en la red. Lo que pasaba con esa otra parte de mí no sólo me incapacitó: es totalmente irreductible, intraducible salvo como un testimonio posterior, como este testimonio. No estaba hecho de palabras sino de dolor, peso, movimiento, la conciencia de lo que hay bajo la piel y de cómo afecta la conciencia (dormido y despierto tuve sueños que usaré para escribir, por supuesto, pero que hubiera preferido no tener). Y su único rastro en esta pantalla, mientras duró lo peor del mal, fue una ausencia: no estuve aquí, no publiqué. La parte física es (al menos todavía) sustrato de la otra, y su desaparición es la desaparición del resto.
En el fondo es una obviedad: el lenguaje, del que está hecha la memoria (incluyendo esta parte de la memoria, asentada en materiales distintos de los tradicionales, entregada a ti que estás leyendo por otro medio), es la única manera que tenemos de intentar trascender el encierro del cuerpo físico; más aún, lo es desde el comienzo. Pero yo nunca lo había percibido tan claramente: de manera, digámoslo así, tan visceral. Cuando me vuelvan a decir que escriba de lo que sé en carne propia, ya tendré algo nuevo en la lista de mis experiencias directas.
* * *
Pienso en las páginas web abandonadas: aquellas (no importa su mecanismo, no importa si son personales a la antigua, o blogs, o perfiles de Facebook o de Twitter. o cualquier otra conocida o por conocerse) que «se cierran» por mera ausencia de quien escribía en ellas, sin explicación, y que sólo con el tiempo, a medida que pasan semanas y meses, comienzan a verse como huellas de alguien que no va a volver. Éstos son los fantasmas de la red, y no los de los escritores cyberpunk: palabras –prolongaciones de la mente de alguien; memoria– que ya no pueden crecer ni cambiar y que reflejan siempre el mismo carácter, las mismas ideas, los mismos instantes de una vida precisa, como los monólogos de los muertos en la Divina comedia. Siempre lo que fueron, para siempre (o mientras dure el servidor que los aloja en la red).
Un aviso: debido a esta pausa forzada, en lo que queda de abril no habrá concurso de minificción, pero éste se reanudará en el mes de mayo; entretanto, publicaré aquí lo que me sea posible, incluyendo un texto o dos más aparte del cuento habitual de cada mes. Saludos a todos. (Ah, y gracias a los autores de las manoficciones que aparecieron aquí. No las pude comentar pero fueron una ayuda para el ánimo. Hasta después…)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Uno de mis propósitos para este año es dejar de buscar disculpas para el cuento. No las necesita, y si hay lectores que no se le acercan, peor para ellos. Que se vayan a leer la novela de moda y que nos dejen en paz. Que la forma del cuento es más antigua que la de la novela, dicen: muy bien. Que es más extraña: quién sabe cómo definen “extraño”, pero de acuerdo. Que es más exigente, menos reconfortante, más arriesgada y peligrosa: sí, lo es, cuando se trata de cuentos que valen la pena. Son pocos, pero el encontrarlos es el encontrar una parte de lo verdaderamente valioso de la literatura, que no depende de su género –de hecho, incluso lo podemos encontrar en alguna que otra novela– y que rara vez podemos ver cuando está demasiado cerca: cuando acaba de aparecer o lo ha escrito alguien de nuestros contemporáneos.
Sospecho que Edificio de Ana García Bergua será reconocido, cuando podamos leerlo bien y con calma, como uno de esos libros escasos: de los que compensan meses y años de búsqueda entre novedades huecas y mal hechas. De momento, para celebrar su aparición, quedémonos con lo que se ve más inmediatamente: las quince historias que componen este volumen –fragmentos de las vidas de otros tantos personajes que son vecinos en un conjunto imaginario de departamentos– son apasionantes.
Ahora que nos encontramos con los cuentos más bien en colecciones que en revistas o periódicos, los mejores cuentistas buscan formas nuevas de justificar la existencia de sus libros. La intención, en general, es que las historias sugieran una unidad que les dé otro sentido más allá del que pudieran tener individualmente: que los textos se hablen, como ha escrito el crítico Gabriel Wolfson, a la vez que nos hablan a nosotros. Edificio se propone este objetivo de un modo claro e ingenioso: algunos personajes aparecen en más de un texto, de manera que todos parecen suceder en el mismo mundo inventado. No es un artificio muy distinto del entrelacement: la técnica por la cual los precursores de la novela en la edad media comenzaron a reunir tradiciones dispersas y a convertirlas en largos ciclos narrativos, aunque aquí los personajes reunidos poco a poco, por medio de referencias sueltas que el lector va reuniendo aun sin darse cuenta, no son caballeros y reyes sino hombres y mujeres de clase media y de mediana edad, que se enfrentan con sus propias vidas huecas y con el extrañamiento que les inspira el hecho de que el tiempo los va dejando atrás: que el destino del ser humano es la irrelevancia y el olvido y casi todos llegamos a esa meta mucho antes de la muerte. Las semillas de esta visión se plantan en el primer cuento, “La carta”, y dan fruto en el último, “Los tormentos de Aristarco”; este último incluso se las arregla para reinterpretar, sutilmente, varias de las narraciones precedentes.
Por otra parte, lo que apasiona de los cuentos de Edificio –o lo que a mí me apasiona– no es el dibujo de su realidad general y desoladora, por elegante que pueda ser, sino las historias individuales: los sucesos concretos de cada vida imaginada. En esto Edificio tiene raíces más antiguas: al contrario del grueso de nuestra tradición realista, que lleva cincuenta años escribiendo los mismos tedios de las mismas formas tediosas, Ana García Bergua toma lo mejor de la más antigua tradición de la narrativa –el impulso de la trama, la curiosidad por “lo que va a pasar después”– y en muchas ocasiones nos fuerza, efectivamente, a preguntarnos qué puede pasar luego con sus personajes. Esto no es poca cosa: sin aspavientos, cada texto sorprende con vueltas impredecibles, con sucesos que tienen perfecto sentido cuando ocurren pero no se ven venir y no necesitan ser imposibles ni estrambóticos. La contención no se tiene por una virtud entre nosotros y en verdad lo es muy raramente, pero aquí se le emplea para producir muchas veces un efecto devastador: incluso las vidas más anodinas, las más alejadas de lo que ofrecen los sueños y hasta los hechos improbables, de pronto pueden dar a quienes las viven una sorpresa. Nuestras formas de pensar, por sólidas y tercas que puedan parecer, pueden llevarnos a acciones y encuentros inusitados; nuestra rutina puede desembocar en transformaciones radicales; todo lo anterior puede trastocarnos, y hasta destruirnos.
Si somos como los personajes de este libro, todo esto significa que ni siquiera la desolación puede ofrecernos una estabilidad verdadera, el consuelo de lo que no cambia. Y, sin embargo, tal vez sea para bien que nuestras certidumbres sean tan engañosas y nuestras existencias tan frágiles. Nunca hay en Edificio el gusto por la superficie del sufrimiento que está de moda en tantos de esos libros malos que mencioné al comienzo: al contrario, hay una perplejidad que me cuesta describir porque no es resignada pero tampoco frívola. Tal vez, parece decir, incluso quienes estamos encerrados en nuestras vidas estamos más expuestos de lo que deseamos. Y tal vez sea para bien aunque no sea para nuestro bien, como dicen que dijo Kafka.
Para acabar, permítanme una cita rara: es de Santiago Auserón, cantautor y rocanrolero español, quien habló en una de tantas entrevistas de los problemas de la música popular de su país. “Cada vez que está a punto de madurar una generación”, dijo, “la industria y los medios la abandonan a su suerte: los chavales se mueren de estrellato antes de tiempo. (…) No se produce con naturalidad el paso del estado de adolescente alucinado a humilde artesano con capacidad de aguante”. Ahora se podría usar lo dicho por Auserón para declarar muchas obviedades. Mejor hacer una analogía a partir de la cuestión del aguante: aquí no hay industria ni medios que se desentiendan de los escritores (porque tampoco dan el paso inicial de interesarse por ellos), pero de todas formas son muy pocos quienes apuestan por el refinamiento complicado, doloroso, incierto del trabajo propio más allá de los primeros pasos, del primer golpe que casi nadie consigue dar y que tantos viven buscando mucho más allá de toda medida. Ana García Bergua es una de esas escasas afortunadas que ha sido consecuente con su evolución como escritora, que ha aceptado la madurez de su vida y la ha convertido en madurez de su trabajo.
(Esta nota se leyó el mes pasado en la presentación de Edificio, libro de cuentos de Ana García Bergua publicado por la editorial Páginas de Espuma.)
Leí parte del texto que sigue ayer, en la presentación de Nona Fernández y Marcelo Mellado, escritores chilenos, en la última mesa del Encuentro Regeneración, dedicado a promover en México a autores y editoriales de ese país. Terminé de escribir a las tres y media del viernes, mientras se abrían paso –estrictamente al margen de los grandes medios– las noticias de la balacera de Monterrey. Para mal, los hechos no dejan de atravesársenos.
El texto incluye algunos enlaces al trabajo de Fernández y de Mellado, que les recomiendo. Ambos merecen más lectores fuera de su país y, mientras sus libros se reeditan acá, estas muestras pueden resultar interesantes. Ambos, como el resto de sus compañeros en el encuentro, son representantes de una literatura de lo más vivo.
Según se nos dice, “lo real” es una categoría cada vez más elusiva. Ya estaría para siempre un poco más allá de todo lo que intentamos para aprehenderla. En cuanto a la ficción, la simple narrativa, sería un arte burgués en franca decadencia, ya habría demostrado que no puede más y estaría condenada a ceder terreno a la escritura hacia adentro: la indagación en el yo, y en la lectura desde el yo, como maneras de aceptar esta derrota del lenguaje: de repensar o acotar lo real y dejarlo como la percepción de esos pocos fragmentos.
Por desgracia, todavía se nos atraviesan los hechos: hoy, por ejemplo, podremos escuchar aquí algo del trabajo de dos narradores chilenos que siguen hablando de la realidad, tal cual, sin tantos asegunes y vacilaciones. No es para indignarse: algo que convencionalmente llamábamos lo real sigue tocándonos, sacudiéndonos, cayéndonos encima, disparándonos. Eso real sigue pesando. Por otra parte nosotros podemos seguir pesándolo: pensándolo. Tal vez hasta es inútil el esfuerzo general de contagiarlo de nuestra esquizofrenia y dividirlo en compartimientos: el yo por un lado, el otro por otro, lo artificial aquí, lo tangible y lo intangible en ninguna parte. Todas esas otras etiquetas son invenciones que mantienen a raya algo todavía más enorme y más tremendo. Eso más tremendo se entrevé en la obra de estos dos escritores.
Las ciudades –donde se tocan las ideas universales y los fluidos corporales, la arquitectura y el caos, etcétera– son un territorio en el que se puede aún bastante bien la que Marcelo Mellado ha llamado, en algún texto, “la medición de los otros pulsos de la vida despierta”: la de todo lo que el otro extremo de la discusión, que es el del circo de los medios y de los políticos, nos hace pasar por alto. Mellado y Nona Fernández abordan la ciudad de diferentes formas.
La ciudad de Nona Fernández es Santiago, transfigurada en un territorio que linda con el horror inexpresable de lo que se vive de veras pero también con lo fantástico. Por ejemplo, en su novela Av. 10 de julio Huamachuco, Fernández muestra algo del presente y de la historia de Chile en las últimas décadas mediante un puñado de personajes, sus recuerdos comunes y privados y sus actos nimios: ninguno es providencial, ninguno influye en casi nada y, si alguno llega a verse envuelto en los “grandes acontecimientos”, siempre termina dejándolos atrás. La trama del libro no parece muy distinta, al comienzo, de la de muchas novelas de melancolía y desencanto que se han escrito durante los últimos veinte años, pero poco a poco se convierte en otra cosa. Sus claves no son la decepción y el tedio sino la violencia y la memoria: la forma en la que los recuerdos de lo más terrible nos hacen gestos desde todas partes y son los que impulsan nuestros esfuerzos por comprender el mundo y continuar en él. En el Santiago de esta novela resulta haber un limbo, un lugar donde habitan los muertos antes de tiempo pero también los vivos que no saben que lo están; luego de leer, tal vez, nos damos cuenta de que al menos pertenecemos a uno de esos dos grupos.
Por su parte, Marcelo Mellado parece haber escrito toda su obra como para describirla con el título de su libro Armas arrojadizas: sus textos son siempre proyectiles, hechos para perforar la realidad más que para describirla, y más aún para perforarnos a nosotros. Casi todos apuntan a los absurdos cotidianos de la vida urbana, a la tontería de los que mandan y de los que no, y destruyen toda seguridad y toda complacencia. Agresivo, crítico, incapaz de creerse los rituales de la cultura oficial y muy capaz de denunciarlos con humor, Mellado es uno de esos autores incómodos que siempre hacen falta, y además uno que sigue proponiendo una resistencia total: no sólo una mirada sino una acción sobre el mundo, que en sus escritos está bien cerca y no deja nunca de tocar, de sacudir, de disparar, de caernos encima.
Aurelio Asiain ha traducido y publicado en internet Un puñado de poemas de Ikkyu Sojun, poeta japonés del siglo XV; «una de las figuras más interesantes del budismo zen», escribe Asiain. «Célebre por sus excentricidades, sus excesos y sus escándalos (…) calígrafo mayor del Japón, legendario flautista itinerante, artífice de la ceremonia del té y poeta originalísimo». Los textos fueron publicados originalmente en su blog Margen del Yodo, y no cito aquí ninguno, aunque muchos me parecen excelentes, para que vayan a leerlos; por supuesto es gratis.
Los poemas de Ikkyu Sojun han llamado la atención en días recientes, pero ha resultado más comentada aún la nota de Asiain –publicada en su bitácora de Tumblr Nada que ver— en la que parte de una nota de Twitter en la cuenta del programa Final de Partida, del recién nacido canal Foro TV: «Con ediciones de mil ejemplares en el mejor de los casos y un público cada vez más reducido, ¿puede sobrevivir la poesía?».
Asiain dice que la pregunta es «un lugar común y una tontería» y escribe en Twitter catorce notas sobre la cuestión que aquí reproduzco:
1. La poesía siempre se ha editado en tirajes mínimos y su público no es cada vez más reducido, todo lo contrario. Paren de decir memeces.
2. Pero hoy, además, se imprimen más ejemplares que nunca antes. Tiraje de Sarada Kinenbi de Tawara Machi: 2,600,000 ejemplares.
3. Un poema publicado en internet tiene en pocas horas muchos más lectores que impreso en papel. También un libro de poemas.
4. El librito de Ikkyu que puse en Internet tuvo en siete días más de mil lectores. Ninguno de mis libros de poesía impresos los tuvo en años.
5. Las publicaciones impresas se leen menos, pero reducir al papel el mundo editorial y la vida literaria es ciego. La creación está hoy aquí.
6. El prestigio de la letra impresa intimida a muchos buenos escritores, que no se reconocen como tales porque sólo publican en sus blogs.
7. La literatura que se escribe, publica y lee en los blogs tiene más lectores que los medios impresos, y sólo el prejuicio la juzga inferior.
8. Sólo por prejuicio, también, consideramos alta literatura un haiku de Basho o una copla de Lorca y no tantos tuits que no lo son menos.
9. En Japón las novelas de mayor venta en los últimos años se han escrito y publicado primero en teléfonos celulares en millones de ejemplares.
10. Hace dos días un memo ironizaba porque escribí que a mí, en Twitter, me interesa descubrir escritores. Pero los encuentro todos los días.
11. En unas horas de lectura atenta en Twitter, siguiendo a la gente adecuada, se encuentra más y mejor poesía que en cualquier revista impresa.
12. “La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre” dijo Cardoza y Aragón. Dicho de otro modo: no hay humanidad sin poesía.
13. La poesía no es un género literario. Es un fenómeno lingüístico y no sólo lingüístico. Es una forma particular de la producción de sentido.
14. La poesía existe desde mucho antes que los libros, el papel y la escritura. Sobrevivirá a los libros impresos, la televisión y la internet.
Esto es una invitación a debatir. ¿Qué opinan ustedes?
* * *
Nota: leí primero los textos de Asiain en la cuenta de Facebook de Guillemo Vega Zaragoza, quien también tiene blog y cuenta de Twitter.
Se verá que blogs, Twitter, Tumblr, Facebook (e Internet Archive, que preserva tantos sitios activos y tantos más desaparecidos) son realmente lugares nuevos, como se viene diciendo desde hace tanto. Lo que no se ve con tanta frecuencia es que la red, además de un espacio vastísimo en el que es posible perderse (cliché horrible), es uno en el que podemos no saber: perdernos de mucho, pasar de largo, ignorar. La erudición de internet (por la que, supuestamente, «todos sabemos todo») no es más que una metáfora o una posibilidad irrealizable: la información que nos satura es irrelevante, por lo general, pero incompleta siempre.
Hay que dejar la pasividad para intentarlo pero la red sí devuelve –aunque sea sólo de manera relativa, individual: la propia de la época– la posibilidad de descubrir.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
De Todas las mañanas del mundo (Alain Corneau, 1991), basada en la novela de Pascal Quignard (es decir, en esa historia inconseguible, brillantísima, de la perplejidad y la amargura). Quien toca en realidad es Jordi Savall:
* * *
Sobre el cuento (para un ensayo que no escribiré)
Defender al cuento pasa frecuentemente por deslindarlo del otro significado de la palabra: «embuste, engaño» según la RAE; mentira, falsedad, historia que se inventa para engañar. Pero los cuentos no tienen que ser «verdad». Para la verdad tenemos (según las preferencias de cada cual) el periodismo, la ciencia o la religión.
De otro modo: el cuento sí es engaño. Toda la ficción es engaño. La literatura no es la verdad comprobable; si es una verdad es de las otras.
Y si no, ¿qué?
Discusión fuera de aquí; una persona sugería que el cuento era apropiado para el presente; otra replicaba que eran más pertinentes las novelas o las secuelas. El cuento desaparecerá como desaparece todo, pero será de esta manera: en un mar de palabras imprecisas, malcasadas, díscolas.
Ahora bien, el cuento no desaparece hoy. Se puede encontrar con facilidad el epitafio que le escribió Stephen King, según el cual ya nadie puede escribir como los maestros de la brevedad de otros siglos. Pero el que no puede (y no quiere y no necesita) es él.
El cuento es apropiado para el presente porque es facilísimo descargarlo, difundirlo, piratearlo. El peor enemigo del cuento hoy es el ACTA.
¿No lo convence lo que digo? ¿Dirá que nace de mi propio gusto por esa forma caduca? ¿Defendería usted sus propios gustos si yo se los critico? De otro modo: el cuento puede ser defendido por razones egoístas. Si su belleza ya no puede compartirse, tanto peor.
Ahora bien, no lo creo. En cambio, creo en el momento del eco, el del vislumbre, el que sólo puede llegar mientras las palabras escuchadas o leídas no se marchan aún de la conciencia. Eso no lo hay en ningún otro sitio ni en ninguna otra forma.
Fragmento de una conversación que no tendrá lugar:
–No: tener las intenciones, defender las causas, ostentar las actitudes, sentir la pasión no ayuda a escribir mejor. Eso lo sé y lo acepto. Haga y diga lo que guste.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Laura García envía desde Chile las siguientes solicitudes de ayuda para las víctimas del terremoto reciente:
La fundación «Un Techo para Chile», habilitó un enlace que permite hacer donaciones a través de tarjeta de crédito de forma sencilla. También se pueden hacer transferencias desde el extranjero en los números de cuenta que allí aparecen. Este es un medio de colaboración seguro y expedito.
Se agradecerá toda colaboración, incluyendo la de difundir estos datos.
* * *
A fines del año pasado respondí varias preguntas de Óscar Alarcón que han aparecido recién como entrevista en el sitio Abartraba. Mis respuestas son opiniones diversas sobre literatura mexicana y otros temas. Varias de las preguntas de Óscar tenían que ver con «El síndrome de Golo», una reseña extensa y desfavorable de mi novela Los esclavos, y de Temporada de caza para el león negro de Tryno Maldonado, publicada por Ignacio Sánchez Prado en un número del año pasado (el 160) de la revista Tierra Adentro.
Cuando le contesté a Óscar sólo había leído fragmentos de esa reseña. Y luego traté, lo reconozco, de no leer más. Pero ayer, súbitamente, me encontré con otra cita de ella en este ensayo de Gabriel Wolfson (publicado apenas en el número 136 de la revista Crítica). Wolfson desemboca en Metaficciones –un excelente libro de Rafael Toriz– pero busca polemizar con Sánchez Prado respecto del consabido tema de la «generación» de los setenta. No pude evitar leer entera la reseña; me encontré con más del rollo que se ha venido repitiendo sobre el asunto (el texto termina así: «quizá no quede más remedio que esperar diez años y rezar a los dioses laicos del Ateneo que la generación de los ochenta sea la que finalmente renueve la literatura mexicana») y también con este pasaje:
(…) si uno tomara en serio, como postura ideológico-cultural, lo que estas novelas sostienen, estaríamos frente a algo alarmante: una literatura reaccionaria, nihilista en el mejor de los casos, protofascista en el peor. ¿De qué otra manera se podría percibir tanto una novela, la de Chimal, donde la esclavitud sexual parece elevada a estatuto de filosofía literaria, u otra, la de Maldonado, donde el genio incomprendido de Golo se presenta como apología suficiente de su profunda inhumanidad?
Asimismo, cualquier lector entrenado en un mínimo de teoría de género se da cuenta de que, detrás de las descripciones gráficas de la penetración anal, puede subyacer una ideología profundamente conservadora, donde el valor transgresivo y amoral asignado al deseo homosexual puede interpretarse como una homofobia de facto.
Me alegra que un crítico literario inteligente como Wolfson discuta y cuestione el texto de Sánchez Prado. Como yo no soy crítico literario sólo diré que, para el caso, perfectamente puedo (también) no ser inteligente ni talentoso; puedo estar llamado al fracaso y al olvido y mis libros pueden ser mediocres. Desde luego que sí. Ah, y definitivamente no soy joven: cumplo cuarenta años en pocos meses.
Pero ni mis textos, ni yo, somos fascistas ni homófobos. Esos son insultos y sobre todo son mentiras.
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Hace muchos años vi una hermosa versión de El maquinista de la General (más propiamente, La General: el título original es ése, The General) de Buster Keaton. La película venía precedida por una introducción, muy afectuosa y entrañable, de Orson Welles, y tenía una banda sonora de piano especialmente compuesta por William P. Perry. Luego presté el video y nunca me lo devolvieron.
Ahora he vuelto a encontrar esa versión, sin la introducción de Welles pero con intertítulos en español; es la que aparece enseguida. ¿Tienen algo de tiempo? Acompáñenme a ver una gran película.
parte 1
parte 2
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Enlaces varios:
Tengo una columna en la revista Chilango: «Dimensión desconocida», que este mes trata sobre leyendas urbanas e incluye cómo crear una. Esta entrega se puede leer en línea aquí. Aquí hay una reseña de La ciudad imaginada que Joaquín Guillén publicó en Palabras malditas y otra de Los esclavos (ese libro sucio y perverso) en el blog La filia y fobia del Duende Callejero de Agustín Galván.
Por último, ésta es una entrevista que me hizo Laura García, de quien les hablé arriba (y que escribió, por cierto, esta crónica imprescindible sobre los sismos de Chile).
Hasta después…
Iván Salinas me envía la noticia del nuevo número de la revista Retors.net, dedicada a ofrecer al lector francés traducciones de textos previamente inéditos; la revista ofrece ahora un dossier sobre nueva literatura hispanoamericana con textos en edición bilingüe: español/francés. Ya sabemos de los cuellos de botella, la insularidad, el aislamiento de nuestros países: mientras otra cosa pasa, bien podemos leer allá lo que sucede acá… y varios de los textos son de lo más interesante.
(Creo que esto no lo había dicho: hace tiempo, Iván tradujo (mejoró) mi novela corta «Shanté», que apareció también en Retors en dos partes: 1 y 2).
Raquel heredó de su madre la Enciclopedia Femenina Nauta, publicada en 1969 por la editorial del mismo nombre. Está dividida en seis tomos: «La decoración», «La belleza femenina», «La vida sexual», «El bebé y el niño», «La casa» y «La cocina». Del último hemos sacado varias recetas de lo más sabroso, pero teníamos la impresión de que el resto de los tomos serían conservadores y moralizantes. Qué sorpresa descubrir que el título del primero es realmente La decoración y que se trata de un libro independiente, sólo integrado en el paquete de la enciclopedia. Qué sorpresa descubrir que la autora, Mercedes Salisachs, es una escritora todavía en activo a sus 94 años y que desarrolló el grueso de su carrera literaria (con muchos conflictos contra la censura y los prejuicios de la época) en la España de Franco. Qué sorpresa, a pesar de los argumentos que la descalifican en muchos lugares (Wikipedia la llama «la gran narradora de la burguesía profranquista de la segunda mitad del siglo XX», lo que desde luego es para salir huyendo), encontrarle pasajes como los que siguen, dedicados a «las casas perversas».
Leyéndolos pensé en Neil Gaiman en su etapa mejor, en el ensayo sobre la jardinería que escribió Joseph Conrad o en los textos de Malcolm de Chazal. Su aliento es mágico en ese sentido dificilísimo: eleva lo trivial y lo transforma:
La perversidad de las casas suele venir condicionada casi en su totalidad a la falta de ayuda en la evolución de las mismas. Su perversidad es una pura reacción contra el abandono o el desdén del que han sido objeto.
Por lo común las casas perversas tuvieron un origen glorioso: la mayoría de ellas fueron exponentes directos de los adelantos de su época. Cuando las construyeron se les contemplaba con orgullo, se procuraba cuidarlas y se les concedía categoría de monumento.
De ahí que, a mayor abundancia de lujo y comodidades anteriores, mayor sea su perversidad posterior. Es cosa sabida que lo que damos por hecho, cuesta más de realizar que aquello que de antemano sabemos que ha quedado por hacer.
Por tal motivo, cuando las casas que se realizaron gloriosamente entran en la fase de desastre, son mucho más desastrosas que las casas realizadas sin pena ni gloria. (…)
Cuando alguien penetra en una de esas casas, lo primero que percibe es un cuadro torcido. Discretamente lo endereza, pero a la salida comprende que el asunto no dependía de su buena voluntad sino de la descentralización del clavo. En realidad casi todos los cuadros de las casas perversas están torcidos. Es el común denominador que mejor las unifica. (…)
Las pantallas, torcidas por la rotura del eje, cubren la bombilla a medias y deslumbran al que se sienta frente a ellas. Los ceniceros jamás se encuentran al alcance de la mano, y las mesitas auxiliares sirven para encaramarse en ellas cuando hay que cerrar los ventanales.
En este tipo de casas es muy frecuente abrir una puerta y quedarnos con el pomo en la mano, impulsar un cajón hacia adelante y comprobar que la madera se ha hinchado, y si queremos cerrarnos en un lugar excusado, descubrir que el pestillo no funciona. (…)
En suma: las casas que, tras un largo periodo de gloria, se convierten en casas perversas, existen principalmente para torturar. Porque, aunque conserven su aureola de casas magníficas, se las abandonó a su arbitrio y evolucionaron solas. Nadie les quiso echar una mano. Fiados en su prestigio, los herederos consideraron que sus cualidades iban a ser eternas, pero las saturaron de desgana y las convirtieron en casas rencorosas, vengativas y malhumoradas.
Los buenos sentimientos de sus habitantes resbalaron por ellas sin contagio.
En fin, una nueva autora problemática para el catálogo de rarezas.
Varios amigos y conocidos de alrededor de treinta me han comentado recientemente sus deslumbramientos literarios. Todos dicen más o menos lo mismo: «Qué más se puede decir si X ya lo dijo todo», «La novela de Y marca un antes y un después», «Con el libro de Z me hubiera bastado para el año entero» y así por el estilo. Yo escuchaba sin opinar (cuando mucho, con cierta pesadumbre). Entonces recordé que yo decía lo mismo (de otros autores, claro; probablemente, incluso, de autores menos brillantes, menos celebrados, hasta menos buenos) a los quince o los dieciséis. Ahora sigo sin opinar. Opine usted si quiere.
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Pero antes, escuche: Clara Rockmore interpreta a Saint-Saëns en su theremin: