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Cómo cesé y desistí

En 2008, dentro de la sección «El cuento del mes» de este sitio, reproduje un cuento del gran escritor uruguayo Mario Levrero: «Caza de conejos». Es una de sus mejores obras y, de hecho, una colección mutante de minificciones entrelazadas que es un prodigio de imaginación.

El pasado 16 de julio recibí en mi correo electrónico un mensaje de una dirección identificada como «Agencia Literaria CBQ». La agencia existe, y tiene un sitio de cuyo dominio venía el mensaje, pero éste no estaba firmado. Lo reproduzco tal como llegó:

Desde la Agencia Literaria CBQ, representantes legales de MArío Levrero , les advertimos que sino bajais los libros de Levrero de esta web iniciaremos un proceso judicial contra vuestra página por descargas ilegales.

Una revisión del sitio de la agencia, en el que se declara que ésta es la representante de la obra de Levrero, fue suficiente para mí. En todas las versiones de este sitio ha aparecido una leyenda como ésta: «Los textos de ‘El cuento del mes’, que se publican sin fines de lucro, se retirarán cuando lo soliciten los dueños de sus derechos», y siempre he hecho constar esa aclaración con la intención de cumplir. Pero, la verdad, el tono amenazante del mensaje me desagradó tanto como el desinterés de quien lo escribió en lo que realmente estaba publicado aquí. En Las Historias nunca ha habido «libros» de Levrero puestos para descarga. Pude imaginar a una persona realizando una búsqueda en internet («mario levrero caza de conejos» o algo parecido) y pegando siempre el mismo mensaje en diferentes ventanas de correo electrónico.

Por mi parte, respondí del siguiente modo:

A quien corresponda:

Buenas tardes.

El sitio web que yo administro (lashistorias.com.mx) no ofrece ninguna descarga de libros de Mario Levrero. Tiene un solo cuento: «Caza de conejos», publicado como parte de una sección de divulgación y sin fin alguno de lucro. Si ese es el que me piden retirar lo haré de inmediato, por supuesto.

Y si además me pueden decir en qué editoriales, en qué ediciones recientes, aparece ese texto, tendré mucho gusto en promover esas ediciones. Soy admirador de la obra de Mario Levrero y mi intención al reproducir «Caza de conejos» era difundir esa admiración e impulsar que se busquen sus libros.

Quedo al pendiente de su respuesta.

Saludos,

Alberto Chimal

La segunda parte de mi mensaje es airada. No lo niego. Además de que este sitio no es el único lugar en la red donde podía encontrarse «Caza de conejos», en  los que he podido hallar la intención de la publicación nunca es hacer dinero a costa de la obra del escritor sino, simplemente, ponerlo al alcance de posibles lectores: una labor que nadie ha hecho bien durante décadas.

Una respuesta llegó rápidamente:

Muchas gracias, Alberto, por tu respuesta. Te pido , por favor, que bajes el texto de allí. Caza de Conejos será editado por la editorial  El Zorro Rojo. Te avisaré cuando salga, pero retira el texto de allí.
Saludos, CBQ

Y yo, como estaba fuera de casa y revisando mi correo electrónico desde un teléfono, respondí a CBQ:

A quien corresponda:

Hola. Hoy mismo retiraré el texto; estoy fuera de casa y no puedo controlar el sitio desde mi teléfono, así que me tomará un par de horas, pero no más. Ojalá que promuevas a Levrero con ese mismo celo: merece muchos lectores más que los que tiene ahora.

AC

Allí quedó la conversación. Menos de dos horas más tarde llegué a casa y, en efecto, borré el cuento del sitio.

Realmente deseo que Levrero tenga más y mejor difusión que la que ha tenido hasta ahora. Y si Libros del Zorro Rojo (por lo demás una editorial seria y muy interesante) publica en efecto «Caza de conejos», le deseo éxito. Lo que me preocupa es la impresión de que, según aquellos representantes de Levrero, cualquier publicación en línea es un acto de piratería.

No es sólo que, como suele ocurrir, se ignoren los aspectos más complejos de la difusión por internet, incluyendo el hecho de que, para muchas personas, la red no representa la oportunidad de obtener gratis un producto realmente disponible, sino de atenuar enormes desigualdades económicas y de acceso a la cultura. Parece que un signo de los tiempos que corren (tras la firma «en lo oscurito» del ACTA por parte del gobierno mexicano, al menos) será ese tipo de mensajes: agresivos y ciegos a la vez.

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El pirata William Kidd, colgado (s. XVIII). Fuente: paulinespiratesandprivateers.blogspot.com

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Ganadores del concurso #80

Unos días después de lo habitual, pero ya están aquí los resultados del concurso de junio de 2012. Ganan los cuentos «Crimen perfecto» por Enrique Cimiento y Lícito y «Atlixco Afer Midnight» de Vlad Tepes por sus vueltas extrañísimas, e ingeniosas, a lo que parecía inspirar la imagen original. Además reciben mención «Rewind» de Roñas, el cuento sin título de Gush y «Proeza» de Sergio Cossa. Gracias a todos los participantes y felicidades a los ganadores.

* * *

Dos notas adicionales que pueden interesar:

1. La revista Crítica publicó un ensayo mío: una defensa de la minificción en la que salen periodistas prejuiciosos, León Tolstoi y la actividad de un minitaller de cuento.

2. Si están en la ciudad de México, los invito: hoy estaremos presentando el libro Historias de Las Historias, compilación de textos escritos en los primeros cinco años de este concurso y una buena razón para celebrar el trabajo de numerosas personas que han venido a crear e imaginar en esta bitácora. Yo agradezco, aquí y siempre, a todos ellos.

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Poder e historias

Este mes me he retrasado en publicar un cuento en esta bitácora debido a la cercanía de las elecciones presidenciales en México. Sigo creyendo que lo publicado en un sitio como éste puede apostar a ser leído después del día de su publicación, pero también quería marcar las fechas de algún modo. Y no quería hacer como muchas personas que han escrito (varios muy bien, varios de acuerdo con cómo pienso, y varios consiguiendo ambas cosas a la vez) sobre sus intenciones de voto.

Pensaba que una historia podía bastar: un cuento, como los que aparecen aquí cada mes. La palabra cuento sigue teniendo, en los tiempos presentes, las mismas connotaciones negativas de «mentira» y «engaño» (como se ve en el remate de este artículo, por demás excelente, de Jesús Silva-Herzog Márquez), pero las herramientas humildes de una historia breve (o relato corto, o como se quiera llamarle) pueden bastar para fijar una imagen del mundo: una postura ante las cosas.

Hay, incluso, obras que lo consiguen de modo más permanente al resultar menos obvias, menos una declaración enfática sobre un contexto y un lugar precisos. Así sucede (por dar un solo ejemplo) en este cuadro famoso: Los embajadores (1533) de Hans Holbein.

(Pista: en esta imagen arrogante de poder y autoridad se esconde la muerte.)

Pensando en lo anterior me puse a buscar… y no pude hallar ningún cuento que me satisficiera entre decenas que revisé y que se referían de algún modo a la política y el poder. Descarté los militantes, incluyendo aquellos con los que simpatizo; descarté también los de muchos contemporáneos, que utilizan la ironía para describir un estado de cosas que luego se cuestiona en un tono moralista pero al final se acepta cínicamente (éste debe ser otro subgénero central de la narrativa mexicana actual).

Luego tuve una conversación curiosa por Twitter: alguien a quien no conozco, pero que parecía al menos simpatizante del movimiento #YoSoy132, me dijo que veía un antes y un después en la literatura mexicana a partir de las marchas organizadas por ese movimiento. Esto me dejó muy intrigado: mi interlocutor(a) siguió diciendo que los jóvenes querrían ahora algo nuevo, algo hecho por ellos mismos, menos interesado en la ficción o el estilo (en el «arte por el arte») y más en la observación y el análisis de la realidad. Una literatura más informada y más pertinente. Varias de estas ideas me recordaron discusiones que tienen lugar desde hace tiempo; los dos estuvimos de acuerdo en que, en todo caso, las obras que renovarían la literatura nacional desde el movimiento estudiantil de 2012 estaban aún por escribirse.

(Realmente desearía que se escribieran, por cierto: el entusiasmo de esa persona que habló conmigo me alegró enormemente, y en México casi no hay grandes obras literarias escritas alrededor o cerca o a partir de movimientos sociales: hay grandes testimonios, pero éstos son algo distinto. Tal vez lo que haría falta, pienso ahora, sería que esos nuevos escritores por venir abandonaran definitivamente el mal hábito –heredado por lo demás del largo régimen priísta del siglo XX, y que todavía se practica y se enseña– de la escritura exclusivamente como medio:  para subir en el escalafón, para agradar a los superiores, para golpear a los adversarios, pero no para encontrar lectores.)

Finalmente opté por un cuento que trata el tema del poder en un escenario intemporal: lejos de hoy y de cualquier otro momento. Aparecerá aquí mismo hoy por la tarde (aquí está); en él está también, de todos modos, mucho de lo que creo, y también una convicción que puede parecer ilusa pero está consignada desde la antigüedad (como apuntó recientemente Verónica Murguía) en muchas de las grandes historias: la de que es posible sobrevivir, siquiera como comunidad o como especie, a las grandes catástrofes. Incluyendo a las que trae el poder.

***

Nota del 2 de julio. Más sobre Los embajadores de Holbein y el secreto que guarda se puede ver en este documental. Al final sí escribí, brevemente, sobre mis intenciones de voto. Y hoy lunes 2 de julio los resultados de la elección empiezan a saberse. Habrá que esperar que nadie llegue a donde llegan los peores personajes de Gorodischer, y trabajar en consecuencia. Ah, y quiero que se escriban esas obras prometidas (y excelentes, y pertinentes) sobre todo lo que acaba de pasar: leerlas hará falta.

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Talleres de escritura

Lo que sigue es una serie de ideas breves sobre los talleres literarios  que publiqué hoy mismo en Twitter usando la etiqueta #talleresdeescritura. La serie fue compilada mediante Storify (no del todo satisfactoriamente en lo que hace a su formato, me temo) y se puede leer también aquí.

1. Un taller que vale la pena no enseña: encauza.
2. El cauce que puede ofrecer un buen taller, por lo demás, nunca es igual para todos sus miembros.
3. Lo anterior, de otro modo: un buen taller no impone verticalmente un modo único de «escribir bien».
4. Un buen taller busca propiciar, primero, diferentes modos de leer los textos: la escritura deviene re-lectura.
5. Un buen taller busca que sus miembros precisen sus aspiraciones al escribir y encuentren sus modos de alcanzarlas.
6. En un buen taller, pues, puede haber muchas aspiraciones distintas de escritura: cada una dará lecturas distintas.
7. Un buen taller no lo es en un sentido moralizante. Tampoco intenta promover una escritura «correcta».
8. Un buen taller acompaña, mientras deba hacerlo, la búsqueda que hace cada uno de sus miembros: la de su propia voz.
9. Un buen taller trabaja desde los textos: no desde las aspiraciones de quien escribe ni las conjeturas de quien lee.
10. Un buen taller suplementa –no suple, mucho menos «remedia»– la soledad de la escritura.
11. Un buen taller no enseña artería ni tráfico de influencias, habilidades acaso útiles pero más allá de la escritura.
12. Un buen taller propicia la idea de que toda escritura es, en el fondo, provisional: mutable.
13. Un buen taller busca trabajar a partir de incertidumbres e indagaciones: cada texto puede resultar una poética.
14. En un buen taller las «reglas» y las «normas» ayudan al escribir: nunca lo rigen.

Dejo estos breves textos para lo que puedan servir y para que los comente quien lo desee. Por supuesto, soy una parte interesada en la discusión, dado que imparto talleres y cursos literarios, pero justamente me parece que vale la pena cuestionar ese prejuicio –que tienen muchas personas– contra la idea misma del taller de escritura. Recomiendo además, entre otros, este artículo sobre la actividad de tallerear, escrito por Cristina Rivera Garza.

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«¡Vive para siempre!»

Ha muerto Ray Bradbury. Fue el martes pasado, por la noche. Yo lo supe anteayer, por una nota en Twitter. Como muchas personas en todo el mundo (como millones de personas) quedé sorprendido: triste. Recordé «Calidoscopio«, mi cuento favorito de los centenares que escribió. Recordé también Crónicas marcianas, El vino del estío, Fahrenheit 451, Las doradas manzanas del sol.  Pensé que, al contrario de incontables autores que desaparecen, Bradbury no necesitará jamás, en ninguna parte del planeta, el impulso de homenajes oficiales u obituarios pagados. Ya es del mundo entero, como Las mil y una noches: aun quienes no lo leerán nunca ya lo conocen, sin saberlo.

CNN México me pidió un texto sobre Bradbury y todo el día de ayer lo dediqué (clavado en la silla, pensando en los astronautas, los niños del verano eterno, los marcianos que lanzaban al combate nubes de insectos mecánicos y arañas eléctricas) a escribir uno que incluye este pasaje acerca de sus comienzos y sus experiencias fundamentales:

(…) El más llamativo de esos episodios data de 1932 y es su encuentro, en una humilde feria rural, con un mago, un tal Mr. Electrico. Durante su exhibición, en la que se hacían trucos con electricidad estática, el hombre tocó al pequeño Ray en la frente con una espada electrificada, haciendo saltar chispas y erizándole el pelo, y entonces gritó: «¡Vive para siempre!».

Según Bradbury, quien contó la anécdota en muchas ocasiones, era como si Mr. Electrico, a la usanza de los reyes de la Edad Media, lo hubiese nombrado caballero: lo hubiese «armado», como se decía entonces, por medio del ritual de la espada. Y era también como si sus palabras fueran una orden: una encomienda tan seria y trascendente como la búsqueda del Santo Grial.

¿Cómo vivir para siempre? Ray encontró una respuesta (…)

El resto lo pueden leer en esta página.

Ahora mismo volveré a las notas de algunos amigos y al último texto publicado en vida por Bradbury (con su aire inevitable de despedida). Pero luego, y durante mucho, mucho tiempo, volveré a  los cuentos, a las novelas, a aquellos ensayos sapienciales de Zen en el arte de escribir. Ray Bradbury, el abuelo Ray, vivirá para siempre aquí, como en tantos otros lectores.

* * *

Por razones de espacio, un pasaje  de lo que escribí quedó parcialmente fuera de la publicación de CNN; lo incluyo aquí como fue escrito originalmente.

En su libro de ensayos Zen in the Art of Writing (publicado originalmente en 1990), Bradbury incluyó un poema: “We Have Our Arts So We Won’t Die of Truth”. En la edición española del libro el título se tradujo como “Tenemos el arte para que la verdad no nos mate”, una frase que no incluye una idea difícil de comunicar claramente en español: que “morir de verdad” (“die of truth”) podría ser algo similar a “morir de cáncer” o de cualquier otra enfermedad. La realidad como un mal, o, más precisamente, la mirada fija en la realidad –sin ningún agregado ni ayuda– como un mal.

La idea no sería muy popular en nuestro tiempo obsesionado por lo evidente (lo aparentemente evidente) y lo momentáneo, y sospecho que en su día no se leyó tampoco con mucha atención. Pero este pasaje del poema es significativo hoy:

(…) necesitamos que el Arte enseñe a respirar
y haga latir la sangre; tener que aceptar la cercanía
del Diablo
y la edad y la sombra y el coche que atropella,
y al payaso con máscara de Muerte
o la calavera que con corona de Bufón
a medianoche agita cascabeles
de óxido sangriento y matracas gruñonas
que estremecen los huesos del desván.
Tanto, tanto, tanto… ¡Demasiado!
¡Destroza el corazón!
¿Y entonces? Encuentra el Arte.
Toma el pincel. Aviva el paso. Mueve las piernas.
Baila. Prueba el poema. Escribe teatro.
Más hace Milton que Dios, aun borracho,
para justificar los modos del Hombre con el Hombre. (…)

[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][De Zen en el arte de escribir, Minotauro, 2002; traducción de Marcelo Cohen]

Más que consumir arte, parece decir Bradbury, necesitamos hacerlo. Su libro se vende como uno de consejos para escritores, pero ese ideal extraño se encuentra no sólo en su obra sino en la de muchos otros artistas de todas las épocas: la creación artística como más que una posibilidad de entretenimiento, o como una visión del mundo otorgada por un individuo a muchos otros. El arte como una práctica privada, absolutamente personal: en vez de usar el de otros para encontrar respuestas, buscarlas en nuestro propio arte. La creación de cada uno, íntima, acaso intransferible, como una herramienta para intentar comprendernos en el mundo.

Es una idea inquietante, turbadora, subversiva…, y libertaria al fin, como lo es también la parte mejor de la obra de Ray Bradbury.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Objetos de poder

El proceso creativo es misterioso. Ninguna idea que surja en la cabeza de un artista adquiere todo su sentido mientras no se manifieste de algún modo en el mundo, para que los demás podamos conocerla,  pero el camino entre esa concepción inicial y la obra terminada nunca es recto: la idea no “pasa” a la realidad exactamente con su forma original y en cambio sufre accidentes, imprevistos, toda clase de modificaciones. Peor aún, el camino nunca se recorre a la velocidad que la mayoría de nosotros imaginamos: hasta la obra más humilde requiere un esfuerzo enorme, y el artista, tarde o temprano, descubre que debe pasar una buena porción de cada día a solas con sus instrumentos de trabajo, sus ideas, sus reflexiones, sus frustraciones.

Seres humanos al fin, los artistas inventan (conscientemente o no) numerosos trucos para aligerar esa carga. Para sentir que tienen el control de su pensamiento, algunos elaboran esquemas, planes, diagramas que les permitan orientarse y medir sus progresos; otros, para concentrarse, recurren a medios que van de la meditación trascendental hasta el iPod; otros más, para que sus miedos, sus aspiraciones, las partes más llamativas o más tremendas de su personalidad ayuden a la creatividad (o por lo menos no se le atraviesen), usan ciertos objetos  como amuletos o fetiches: accesorio, muletas, estimulantes, símbolos.

Estos objetos, en especial, son materia de leyendas porque hay algo (desde luego) que suena a mágico en ellos, en la idea de su utilidad, en el misterio de su relación con el creador que los emplea, y porque en ocasiones esa relación se vuelve tan estrecha que los objetos se convierten en parte de sus dueños, elementos imprescindibles de sus vidas como creadores.

El caso más famoso de todos debe ser el del bastón de Honoré de Balzac, que el gran novelista francés compró en 1834 y del que no se desprendió jamás. Era un objeto monstruoso: demasiado largo para usarlo cómodamente, demasiado elaborado, con un puño cubierto de turquesa que llamaba la atención de quien estuviera cerca…, pero esa manufactura excesiva y recargada parecía convenir a Balzac, pues se convirtió en el punto focal de su imagen pública – las imágenes que se conservan de él lo muestran, casi siempre, en compañía del bastón – y el propio escritor llegó a decir que el objeto era “parte inseparable de su ser”. Acaso el bastón nunca fue parte de la rutina de trabajo de Balzac (es decir, lo más probable es que éste no tuviera la manía de, digamos, tocar el bastón con una mano mientras escribía con la otra, como si fuese una pila o una antena para comunicarse con el mundo espiritual) pero sí fue, en un sentido muy literal, un objeto de poder: cuando menos, sus contemporáneos –quienes tenían a Balzac como una de las glorias de su época– lo consideraban un símbolo y un instrumento de su capacidad creativa, semejante al bastón de mando de un general o al cetro de un rey. Tal vez Balzac creía necesitar una seguridad semejante.

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Balzac

Otros objetos son utilizados de otras formas indirectas. En su prólogo a los Cuentos completos de Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa se refiere tersamente a la leyenda de los objetos especiales del autor de Rayuela, que éste mantuvo, se cuenta, durante sus largos años de vida en la ciudad de París: “Me fascinaba”, escribe Vargas Llosa, “ese tablero de recortes de noticias insólitas y los objetos inverosímiles que recogía o fabricaba, y ese recinto misterioso, que, según la leyenda, existía en su casa, en el que Julio se encerraba a tocar la trompeta y a divertirse como un niño: el cuarto de los juguetes.” Si semejante lugar existía, Cortázar tampoco escribía en él, pero, como el propio Vargas Llosa lo dice en otro lugar de su texto, Cortázar era “un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte”, y en esa obra de arte están, por supuesto, el goce de la música y la libertad de la imaginación de los niños.

Por último, hay objetos que sí son parte esencial del proceso creativo, aunque sea menos por sí mismos que como parte de un ritual relacionado con la creación, que permite a quien lo celebra colocarse en cierto estado mental, cierto ánimo preciso. Según ha declarado el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño, antes de perder la vista, cuando iba a comenzar a trabajar en algún texto, debía vestirse elegantemente (incluyendo corbata, saco, mancuernillas, sombrero y reloj) como parte de sus preparativos, pues de este modo daba a notar, para quien estuviera cerca y sobre todo para sí mismo, lo mucho que respetaba su trabajo y la absoluta seriedad con que lo abordaba.

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Cortázar

Se podría continuar indefinidamente este catálogo, para extrañeza de los lectores, pero mejor será recordar que nada de esto vuelve a los artistas especialmente distintos del resto de los mortales. Cada uno de los objetos fetiche de un creador tiene alguna relación con su vida interior, y la única diferencia entre la vida interior de un artista y la de cualquier otra persona es que el trabajo del artista lo obliga a estar en contacto permanente con la suya propia, con esos estados de su propia conciencia que no se pueden compartir ni comunicar…, porque de ellos vienen las ideas para las obras. La mente de cada individuo es única y las conexiones que establece entre recuerdos, ideas e impulsos son (como lo ha ido descubriendo la psicología desde hace un siglo) igualmente únicas y, casi siempre, misteriosas hasta para el propio individuo. Quién sabe que nos encontraríamos si, aun sin dedicarnos a la literatura o a cualquier otra de las artes, renunciáramos a las innumerables distracciones de la vida y dedicáramos un rato de cada día simplemente a pensar, a estar un poco con nosotros…

Entretanto, las manías de los objetos fetiche dan, desde hace mucho, para toda clase de caricaturas, sátiras y versiones humorísticas. Una de las mejores es El arpa sin encordar (The Unstrung Harp, 1953), una breve historia del narrador y dibujante estadounidense Edward Gorey, en la que se describen las tribulaciones de Clavius Frederick Earbrass, un novelista neurasténico de principios del siglo XX, quien sufre lo indecible a la hora de emprender un proyecto literario y tiene su propio amuleto: no puede sentarse a escribir si no se ha puesto, al revés, un “suéter para deportes de origen olvidado e importancia desconocida”.

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C. F. Earbrass

(Este artículo se publicó hace tiempo en la revista Leer Más.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Más de literatura de imaginación

En pocos días de convocatoria, el curso-taller de literatura de imaginación que comencé a dar hoy, en la librería Octavio Paz del FCE en la ciudad de México, recibió cerca de un centenar de solicitudes de inscripción. Se decidió doblar el cupo previsto (de 20 a 40 personas) y se piensa en organizar un nuevo grupo del curso para más adelante. Desde luego estoy muy contento y agradecido por el interés.

Vuelvo ahora de mi primera sesión. Mientras se arma aquel segundo grupo en vivo, varias personas me han preguntado por una posible versión virtual del curso. En tanto llega el momento debido dejo aquí algo que puede ser útil: justificaciones y referencias y un ejercicio de escritura.

* * *

1. En otras ocasiones he mencionado y trabajado con el término más difundido de literatura fantástica. Ahora propongo este otro, nuevo, de literatura de imaginación, simplemente porque la etiqueta de «lo fantástico» se ha vuelto muy confusa: a veces se le usa para hablar de un subgénero literario, a veces para hablar de otro, y a veces para referirse a lo irreal en la vida cotidiana, lo falso o lo mentiroso (la palabra «cuento» tiene problemas similares). En el siglo XIX, cuando se inventa la categoría de lo fantástico, el fin de ese tipo de historias (o mejor: de ese tipo de discurso, capaz de ser usado en muchas historias diferentes) era encontrar los límites de lo que entendemos como «real» mediante la imaginación; ahora creo que se puede emplear directamente esa palabra para hablar de esa literatura. Se me dirá que toda obra literaria necesita imaginación; es cierto, pero sólo en ese tipo de textos (de narraciones, básicamente) la imaginación tiene ese carácter central. Más todavía, así se deslindan estas historias del modo dominante de contar historias en ese país hoy, que rechaza la imaginación (aunque en el fondo no pueda prescindir de ella). Digo más de la cuestión en este artículo.

2. No podría desarrollar aquí todo el programa del curso (todavía tengo la esperanza de escribir un libro entero sobre el tema, un día), pero sí puedo dejar las lecturas que haremos. Los textos elegidos no son un «canon» ni mucho menos una lista exhaustiva, pero sí son todos grandes textos y me permitirán tocar todos los puntos importantes de la discusión que quiero plantear: qué es la literatura de imaginación, cómo funciona y, sobre todo, qué sentido tiene.

Sesión 1
«Historia de Urashima», anónimo
«El compañero de viaje», Hans Christian Andersen
«La máscara de la Muerte Roja», Edgar Allan Poe

Sesión 2
«El milagro secreto», Jorge Luis Borges
«Casa tomada», Julio Cortázar
«El hombre de hielo», Haruki Murakami
«Caballería», Neil Gaiman

Sesión 3
«Caza de conejos», Mario Levrero
«Acerca de ciudades que crecen descontroladamente», Angélica Gorodischer
«La fe de nuestros padres», Philip K. Dick

Sesión 4
«El huésped», Amparo Dávila
«Rudisbroeck o los autómatas», Emiliano González

En el peor de los casos, un curso como este podría suscitar discusiones interesantes entre los lectores, a los que mucho del «ambiente» literario actual parece no tomar en cuenta. Ojalá sea así.

* * *

Un ejercicio sencillo de imaginación: primero, ver este cortometraje de Jan Svankmajer en el que los objetos se ponen, muy deliberada y sobrenaturalmente, en contra del hombre:

Segundo, imaginar (o recordar) una situación en la que un objeto haya parecido estar en contra de uno y explicarla como si literalmente fuera verdad: como si el objeto tuviera voluntad, un motivo y una historia que pudiese ser contada. La idea es dejar espacio a la imaginación, desde luego, y no explicarlo como un suceso «en sentido figurado»: no temer a esa capacidad de invención de la propia conciencia.

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Las reglas de escritura de George Orwell

En su blog Moleskine Literario, el escritor peruano Iván Thays reprodujo una lista muy interesante: tomada del sitio Lists of Note, es la de las reglas para escritores, seis en total, que propuso George Orwell en su ensayo Politics and the English Language (1946). El autor de 1984 y Rebelión en la granja fue también, como se sabe, periodista y ensayista notable, y en Politics… critica muchos malos hábitos de la escritura de su tiempo y defiende la necesidad de redactar con claridad y precisión.
Como las seis reglas de Orwell no estaban traducidas en la nota de Thays, las traduje; las publiqué ayer sábado en Twitter y las copio a continuación:

1. Nunca uses una metáfora, un símil u otra figura retórica que acostumbres ver impresa. (Sospecho que se podría decir también: «… sólo porque acostumbres verla impresa».)
2. Nunca uses una palabra larga si puedes usar una corta.
3. Si te es posible eliminar una palabra, elimínala siempre.
4. Nunca uses la voz pasiva si puedes usar la voz activa. (Esto no ocurre con tanta frecuencia en español como en inglés, pero lo he visto aquí y allá: no me sorprendería que se debiera a nuestro mal hábito de traducir literalmente del inglés…)
5. Nunca uses una frase extranjera, un término científico o una palabra de jerga si puedes pensar en un equivalente sencillo en [tu idioma]. (Orwell dice «en inglés», por supuesto.)
6. Rompe cualquiera de estas reglas antes de escribir algo que sea francamente bárbaro.

La última de estas reglas es la que más me llama la atención. Escribir consejos literarios es una práctica habitual entre los escritores de los últimos cien años, y en las incontables listas ya existentes suele haber una instrucción metatextual, relacionada con los usos de la propia lista, y que suele ser algo como «No hagas caso de nada de lo anterior», «No confíes en las instrucciones para escribir» o cualquier otra por el estilo. Más que sonar frescas o ingeniosas (o realmente interesadas en sugerir que ninguna lista de consejos puede ser más que la lista de los descubrimientos de quien la redacta), semejantes indicaciones parecen, a estas alturas, la parte más rancia y falsa del ritual de escribir consejos: el signo de una pose de irreverencia o de frescura en la que ya no cree nadie. En cambio, la sexta regla de Orwell matiza su defensa general de la sencillez y defiende, sobre todo, la idea de escribir bien en el mejor sentido del término. «Bien» no significa «con apego a las reglas», ni mucho menos «sin correr riesgos»: al contrario, implica trabajar (o así lo creo) buscando la sencillez y a la vez la belleza, la expresividad, lo que el lenguaje puede tener de revelación.

George Orwell. Fuente: culturareviu.com

Nota: después de haber publicado las notas iniciales en Twitter, y de que empezaran a propagarse por la red, Joaquín Guillén me envió enlace a un ensayo muy interesante de Orwell: «Why I Write» (Por qué escribo), y Eduardo Huchín envió enlace a una traducción de «Politics and the English Language»: «La política y el idioma inglés». Desde aquí les agradezco.

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Términos y comienzos

Da gusto que la editorial española Páginas de Espuma haya publicado Transformación y otros cuentos, colección de tres narraciones breves de Mary Shelley, en 2010. Da gusto también que el libro haya sido reimpreso en México al año siguiente, para disminuir su costo al público nacional, por Colofón. Igualmente da gusto que Marian Womack, muy interesante escritora gaditana, haya sido la encargada de la traducción y del prólogo.

Hay que alegrarse, en fin, y lo digo con toda sinceridad: Mary Shelley es más mencionada que leída, y la imagen popular de su obra más importante –la novela Frankenstein o El moderno Prometeo (1819)– proviene sobre todo de sus versiones cinematográficas. Y hay que leer a Mary Shelley. Si no bastan la originalidad de su imaginación y de su prosa, siempre se puede agregar que es una escritora pertinente: su obra tiene un lugar privilegiado en la historia literaria de occidente porque al mismo tiempo introdujo al menos una idea que, al parecer, ya no va a abandonarnos –la razón como causa de una subversión o crisis de lo humano–, y dos personajes icónicos, multiformes, capaces de articular esa idea y de existir a su vez en incontables versiones: junto al monstruo, por supuesto, está siempre el científico impío/megalómano/trágico que lo crea y debe afrontar las consecuencias de su curiosidad o su arrogancia.

Como la obra de Shelley no es sólo Frankenstein, los cuentos de este volumen pueden servirle al lector curioso –además de interesarlo, entretenerlo, etcétera– como muestra de una amplitud mayor de las preocupaciones de la escritora y también de la constancia de ciertos de sus temas: “Transformación” sugiere la inconstancia de la identidad y de la percepción –la diferencia entre el hombre y el monstruo– en una trama alrededor de un pacto fáustico; “El mal de ojo” cuenta una historia sumamente improbable pero no sobrenatural –con pretensiones análogas, pues, a las de la moderna ciencia ficción, de la que Shelley es precursora– alrededor de otro tipo de desdoblamiento: el mal que sufre un personaje lo lleva a infligir el mismo mal a otros, pero también a la oportunidad de redimirse; por último, “El inmortal mortal” tiene como protagonista a un hombre que ha conseguido eludir a la muerte, desde luego, pero el texto se concentra en la forma en la que la eternidad se vuelve monstruosa pues distancia al personaje del resto de la especie humana, y lo condena a una soledad terrible…

(Si este último argumento suena como el de muchas otras historias, incluyendo numerosas películas, hay que recordar que el cuento de Shelley se adelanta a todas ellas. En un tiempo en el que la tarea exigía un genio creativo extraordinario, Mary Shelley exploró, como pocos autores de la historia, el sentido y los límites de nuestra naturaleza.)

Los anteriores son los motivos para celebrar este libro. Sin embargo, aparte de esta exploración y del valor que da a la obra de Shelley, un tema importante que se plantea en el prólogo de Transformación es el del cuento como género literario. Y aquí hay un problema, pues el texto de Womack resulta, por lo menos, desconcertante. No me refiero a los términos teóricos que utiliza, y que son los europeos  –hasta un lector mexicano poco versado en el tema notará con facilidad que el “relato” español es el “cuento” latinoamericano, por ejemplo, y no el “relato” como se entiende aquí–, sino a su premisa central. “El relato corto históricamente es un vástago, una ramificación, de la novela” (!), escribe Womack, y continúa describiendo el origen de las historias breves a partir de las condiciones de publicación de la novela por entregas en Inglaterra durante el siglo XIX; en las revistas impresas, donde en ocasiones quedaban espacios sobrantes o demasiado pequeños para ser ocupados por una entrega típica de novela, los cuentos habrían surgido como relleno y se habrían desarrollado ante un público que no los esperaba, en una especie de laboratorio de condiciones muy ventajosas, para especializarse en diferentes temas y formas.

Esto subordina el desarrollo entero del cuento como género a una serie de innovaciones en las técnicas de impresión, y en sus efectos sobre el mercado editorial, que el prólogo fecha entre 1840 y 1871. Por lo tanto, no toma en cuenta las aportaciones formales ni la obra de (para empezar) Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y Edgar Allan Poe (1809-1849), otros dos sospechosos habituales de haber inventado el cuento… y tampoco reconoce, por lo demás, que nombrar a Poe y Hawthorne puede ser igualmente incorrecto. Aunque lo más habitual en nuestra época es no ir pasar del siglo XIX y de la literatura en lengua inglesa al hablar de los orígenes del cuento, lo cierto es que poner ese límite es ignorar que un precursor claro y mucho más antiguo de la narración breve es, por supuesto,la tradición oral: las historias populares que fueron la base de las kunstmärchen alemanas –el «cuento de hadas literario» de los siglos XVIII y XIX– y, por supuesto, de sus ramificaciones en autores como Poe, Hawthorne, Hans Christian Andersen… y la propia Mary Shelley.

(Famosamente, ésta leyó, junto con Percy Shelley, Lord Byron y John Polidori, textos de una antología alemana de cuentos de horror [fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Fantasmagoriana, traducción francesa de Das Gespensterbuch de Friedrich August Schulze] durante su estadía en la Villa Diodati, Suiza, en 1816. En aquel periodo, como se sabe, surgió la idea de Frankenstein.)

Tal vez la clave para aclarar la cuestión se menciona una sola vez, justo en la última oración del prólogo: “relato corto moderno”, escribe Womack, y el adjetivo podría acotar y reducir toda su argumentación.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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¿Para qué escribir literatura fantástica?

Dejo constancia, rápidamente, de un dossier muy interesante de la Revista Digital Universitaria de la UNAM: dedicado a la literatura fantástica (en especial, a la escrita en México) y coordinado por Gabriela Damián, incluye una antología bastante amplia con textos de numerosos autores que es una muestra de lo actual de la literatura de imaginación en el país; además, ofrece varios textos más sobre el tema (uno demoledor de Óscar Luviano, por ejemplo) y tres videos, en los que otros tantos autores respondemos la misma pregunta: ¿para qué escribir literatura fantástica, si no sirve para nada?

La cuestión no es trivial. Tampoco es solamente una discusión literaria. Lo que está en el fondo no son los gustos de un puñado de autores o los prejuicios de una cultura literaria: la afirmación de que tal y cual cosa (tales obras, personas, discursos) son «lo que vale» en las artes implica una serie de valores estéticos que a su vez implican una postura ante el mundo. Y la mexicana, creo, tiene mucho tiempo de ser más cerrada y más autoritaria de lo que que debería: más resignada a «las cosas como son». El rechazo de la imaginación es el de cualquier cuestionamiento de lo que es; habría que pensar si semejante actitud es la mejor en el presente incierto y en el futuro igual (¿peor?) que ya empezamos a ver.

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