Hola.
Este sitio, Las Historias, comenzó en 2005. Ha sido una bitácora sobre temas de escritura y literatura, un sitio personal, la sede de un concurso en línea de minificción y un archivo de textos y ejercicios de escritura. Hoy, 30 de diciembre de 2019, no se cierra, pero se modifica. No desaparece nada del contenido que ya tiene acumulado, pero únicamente seguirá creciendo su antología de cuento, que comenzó llamándose «El cuento del mes» y a la que añadiré con regularidad historias breves, en ocasiones traducidas por mí. El resto se queda archivado y disponible.
La idea de tener un dominio propio vino de mi esposa, Raquel Castro, quien me regaló uno meses después de que nos casáramos. «Es bonito y no tan caro», me dijo, y era la verdad. Aquellos eran los últimos tiempos de uso generalizado de las plataformas gratuitas de blogs (la tecnología se sigue usando, por supuesto, aunque el nombre «blog» ya no esté de moda); yo quería salirme de la bitácora que tenía, y ahora me parece que –aunque no fuera consciente de ello– también deseaba distanciarme un poco del ambiente de la blogósfera mexicana, que anticipaba, aunque no lo supiéramos entonces, la toxicidad enfermiza de las redes actuales.
(He escrito de eso en este artículo: aquí puedo decir que no me sorprende mucho de la violencia verbal, la desinformación, el pensamiento irracional de estos días, porque vi sus orígenes.)
El dominio lashistorias.com.mx iba a ser, entonces, una bitácora, pero no dedicada a la idea rara del diario público que entonces estaba de moda, sino a la narrativa: una bitácora de creación y de lectura. Y lo ha sido. Nunca se convirtió en un proyecto rentable, y en realidad era imposible que lo fuera: llegó demasiado tarde al mundo de las bitácoras y con un tema demasiado lejos de las modas. Después, su contenido era muy raro y su autor muy viejo como para entrar en el mundo de los influencers. Pero ha creado una comunidad de personas interesadas en la lectura y la escritura, y aunque sea por mera terquedad, por haber estado en línea tanto tiempo, recibe cada día a cientos de visitantes de numerosos países. Otras personas llegan a él por el canal de YouTube que mantengo con Raquel, o por algún otro de los proyectos de promoción y divulgación que ambos llevamos a cabo. Agradezco a todas las personas que han venido hasta aquí, y a ti también, ahora que lees estas palabras.
Yo tengo un sitio nuevo: albertochimal.com, que será mi «presencia» en línea más habitual a partir de ahora (aunque no se puede evitar usar redes sociales, no creo que toda la red deba volcarse en ellas). Escribo un poco más de todo esto en una nota de bienvenida que pueden leer allá.
Entretanto, el contenido que se queda aquí puede servir a lectores y lectoras curiosos y de diversos intereses. Cuando menos, será el documento de una parte pequeña de lo que se decía en las primeras décadas del siglo XXI, y podrá dar para observaciones divertidas o irónicas. Por ejemplo, un tema que consumió demasiado tiempo de mis colegas en la primera década del siglo fue el tema de las «generaciones» literarias, y las polémicas más bien inútiles que se entablaban a la hora de discutir quién era mejor que quién o qué grupo o figura del momento tenía la razón en algo. Nadie de quienes discutían –hombres en su mayoría– pudo prever que las verdaderas figuras que surgirían de la época no figuraron mucho en aquellos debates, ni que varias de las más destacadas serían mujeres. Dos de ellas al menos –Valeria Luiselli y Fernanda Melchor– ya han dejado muy atrás y de manera definitiva a todos los que se daban de sombrerazos virtuales en aquel tiempo, y de éstos casi ninguno logró –como deseaba– entrar siquiera a una esquina del canon nacional, que ya estáfijadoparalagentedemitiempo. Sic transit gloria mundi y todo eso.
Aquí nos leemos también, en fin, y aprovecho para terminar esta nota con una pequeña lista: una selección de textos del «Cuaderno» que me parecen interesantes y que rara vez salen en los primeros lugares de las búsquedas.
El mes pasado, tuve oportunidad de ver En casa con mis monstruos, la exposición de Guillermo del Toro en el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara. Poco después publiqué algunas notas sobre ella en Twitter, que recojo aquí ahora. En especial, me interesa algo que se revela en la exposición: la presencia de la la imaginación fantástica mexicana.
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En casa con mis monstruos, por supuesto, es una maravilla. Todas las influencias del cineasta quedan al descubierto, y también la forma en que del Toro ha transformado esas influencias en su propia obra, por no hablar de su gran ojo de coleccionista. Ilustraciones, libros, diseños de producción y objetos de utilería, tanto de su obra como de muchas otras, se unen con objetos de otros archivos y colecciones locales.
Gracias a ellas, incluso las personas con menos conocimiento de la historia de las artes puede constatar que buena parte de las influencias de del Toro son de origen extranjero: desde Poe hasta Moebius, desde Lovecraft hasta el cine de la Universal. La tradición proverbial de los sueños y los monstruos de occidente, en fin, a la que del Toro ha hecho homenaje explícito en todas sus películas. El origen de la criatura de La forma del agua o del aparato mágico de Cronos, el entramado mitológico de los demonios de Hellboy, todo queda claro al ver la muestra.
Pero otra parte de En casa con mis monstruos es aún más importante, porque está dedicada a poner esas influencias en contexto con las mexicanas. A comparar las obras, historias y criaturas de otros lugares con las que han existido aquí, por lo menos, desde la Colonia. Arte sacro y caricatura política; ilustraciones de leyendas y consejas, parodias, caricaturas, pesadillas, historias de horror y desconcierto desde lo más “alto” hasta lo más “bajo” de la cultura nacional, todo está representado y queda claro que la formación del cineasta, como la de la mayor parte de los habitantes del país, estuvo expuesta a todas esas otras formas de la imaginación fantástica.
No es poca cosa, pues significa que la obra de Guillermo del Toro nunca ha existido en el vacío, ni siquiera en su propio país.
Lo anterior importa porque aquí en México ya ha pasado al menos un siglo de discusiones (sin llegar a nada) alrededor de un tema que desde fuera podría parecer absurdo: si la cultura mexicana es capaz o no de imaginar, si no es «por naturaleza» literal, imitativa, incapacitada para cualquier otra cosa. Algunos críticos y colegas parecen creerlo, y muchas personas sin vínculo con el cine o la literatura también.
Pero la verdad es que no es así. Es sólo que a veces nos hemos empeñado en creernos menos capaces de lo que somos. En no admitir que nuestra vida interior está en nuestras artes también: a la vista. No es una cuestión de corrientes, subgéneros, tendencias ni mercados culturales. La imaginación fantástica mexicana aparece lo mismo en Juan Rulfo que en Sor Juana Inés de la Cruz, en Amparo Dávila que en Julio Ruelas, en Remedios Varo que en Guillermo del Toro.
Nuestra relación problemática, represiva con esa imaginación la vuelve más afilada, estridente, caprichosa. Pero también la vuelve más necesaria, porque es una aptitud útil –indispensable, incluso– para la supervivencia de una comunidad.
Si no conocen esta imaginación, pueden verla en En casa con mis monstruos, en la obra de Guillermo del Toro, o en muchas otras películas, textos, obras plásticas y audiovisuales. Son los monstruos de nuestra propia casa, son obra nuestra, y existen para nosotros.
Estoy en Guadalajara, invitado a la III Bienal de Novela Mario Vargas Llosa. Es una serie de conferencias y mesas redondas acerca de la novela en general, y durante la cual se entregará también el premio literario que lleva el mismo nombre, y que tiene cinco finalistas.
Hoy en la mañana se publicó una carta abierta, firmada por escritoras y escritores de varios países de América Latina, en la que se critica la selección de los invitados a la Bienal y (más de fondo, más importante) el machismo y falta de perspectiva de género del «medio» literario. La reproduzco a continuación, completa. Viene firmada por una lista en la que se encuentran varias de las mejores escritoras de Hispanoamérica, incluyendo a Guadalupe Nettel, Mariana Enríquez, Fernanda Melchor, Rosa Montero o Samantha Schweblin, así como destacados autores hombres, editores, etcétera.
Las y los abajo firmantes queremos manifestar nuestro hartazgo y rechazo ante la disparidad de género que rige en la mayoría de eventos culturales y literarios en América Latina, así como la mentalidad machista subyacente. Es inadmisible que en el siglo XXI, en plena ola de reivindicaciones por la igualdad, se organice sin perspectiva de género un evento como la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, que tendrá lugar del 27 al 30 de mayo en la ciudad de Guadalajara, México.
En esta tercera edición participarán en los paneles trece hombres y tres mujeres, mientras que entre los finalistas del premio hay cuatro hombres y una sola mujer. Esto no debería sorprender, si consideramos que de los cinco miembros del jurado, cuatro son hombres. Este año no se diferencia mucho de los anteriores, lo que confirma que el criterio discriminador se impone por sistema: en 2014, se invitó a veinticinco hombres y apenas a seis mujeres; en 2015 a veintidós hombres y a ocho mujeres. Y en ambas ediciones, tanto el jurado como el grupo de finalistas tuvo la misma proporción desigual. En las dos bienales el ganador fue un escritor hombre. Podemos perfectamente adivinar de qué género será el ganador 2019.
Gracias a la lucha que desde hace mucho llevan a cabo las mujeres por sus derechos, por fin podemos descubrir a muchas escritoras que fueron borradas de la historia y del canon literario, denostadas, ninguneadas o silenciadas. Las mujeres escritoras han demostrado, además, por la calidad de sus obras, sus traducciones, su trabajo editorial y el reconocimiento que han adquirido en los últimos años, que la literatura escrita por mujeres es tan importante como la que escriben los hombres.
Sin embargo, las instituciones literarias siguen organizando y promoviendo espacios en los que la participación de mujeres aún es minoritaria o nula y, cuando se cuestiona, sus responsables recurren a una visión meritocrática falaz, en lugar de combatir desde dentro los privilegios masculinos –que los han llevado a cooptar los espacios por el simple hecho de ser autores hombres, buenos o malos– o de trabajar para ajustar esa desigualdad histórica que ha condenado a las mujeres a un lugar de subalternidad y silencio.
Como escritoras, escritores y personas vinculadas con el quehacer editorial, no podemos guardar silencio ni frente a la invisibilización de las autoras ni frente al acoso y abuso sexual que también son parte del statu quo de las letras, como ha revelado el reciente MeTooEscritoresMexicanos.
Las y los firmantes nos hemos comprometido férreamente con la igualdad y la transformación social, y por eso hemos adoptado como política urgente preguntar y demandar una participación paritaria en todos los eventos literarios de los que aceptamos formar parte; señalar y cuestionar públicamente en caso de que no se cumplan estas cuotas justas. Así mismo, queremos exigir un compromiso oficial por parte de las instituciones organizadoras, así como de la red de festivales, ferias, premios, congresos, y debates en torno al libro, para garantizar, de una vez y para siempre, espacios justos, respetuosos y libres de violencia para las mujeres.
Obviamente, la carta incomoda. Está bien que así suceda: ese es su cometido y su causa es justa. No se puede negar que las mujeres han sido postergadas, menospreciadas, ignoradas y sometidas a violencias de todo tipo durante siglos, ni que los hombres, en general, no criticamos y ni siquiera aprendemos a ver y reconocer ese trato injusto y desigual. Que las más de las veces actuamos desde una posición de privilegio que ni siquiera percibimos, porque nos conviene no percibirla.
En lo que hace a mi propio caso, aunque la invitación de la Bienal es una estupenda oportunidad para mí y la acepté con gusto, tengo muy claro que cualquiera de las autoras firmantes que mencioné arriba, y otras como Diamela Eltit, Lina Meruane o Mónica Ojeda (de quien recién he terminado Mandíbula, una novela genial, estremecedora) tienen más méritos para estar aquí que yo. La obra novelística de cualquiera de ellas es más reconocida y más importante.
Cada persona, si así lo desea, tendrá que tomar su propia postura en relación con este asunto. Por lo menos, yo espero que el tema se pueda discutir dentro de las conversaciones de la Bienal, ante el público, y que en adelante cambien los criterios de selección de este y otros eventos. Y hay algo muy simple que, como persona y como autor, puedo hacer de ahora en adelante: prestar atención a estas cuestiones y pedir que haya paridad en los eventos a los que se me invite, antes de aceptar estar en ellos.
Ayer, primero de enero de 2018, se cumplieron 200 años de la publicación de Frankenstein de Mary Shelley. La novela –cuyo subtítulo no siempre se recuerda y es bello y durísimo, irónico: El moderno Prometeo— es desde luego una de las más influyentes de la historia humana y sigue con nosotros hasta hoy no sólo en sus muchas ediciones, traducciones y adaptaciones, sino también en obras que reciben su influencia, así como en grandes porciones del arte y el pensamiento contemporáneos.
Pensando en ella, me encontré con un breve ensayo del narrador británico China Miéville: «Theses on Monsters», que recuerda muchas otras reflexiones acerca de los monstruos en la cultura, pero que me pareció interesante para comenzar el año. Como en muchos otros lugares, en este país es frecuente escuchar el lugar común de que ninguna historia de miedo puede «superar» los horrores de la vida real; la frase no es más que un gracejo, una salida ingeniosa que permite a quien la dice dar una impresión de respetabilidad (y de profundo desprecio por la literatura), pero nunca está de más criticarla y Miéville lo hace de forma sorprendentemente profunda en su texto, que es muy breve y traduje por puro gusto. Aquí está.
Tesis sobre los monstruos
China Miéville
1. La historia de todas las sociedades existentes hasta hoy es la historia de los monstruos. El homo sapiens es un engendrador de monstruos como sueños de la razón. No son patologías sino síntomas, diagnósticos, glorias, juegos y terrores.
2. Insistir en que un elemento de lo fantástico es condición sine qua non de la monstruosidad no es sólo un deseo nerd (aunque sí sea eso en parte). Los monstruos deben ser formas-criaturas y corpúsculos de lo inefable, lo malo numinoso. Un monstruo es lo sublime somatizado, emisario de un pléroma amenazante. El fin último de la esencia monstruosa es la divinidad.
3. Hay una tendencia compensatoria en el corpus monstruoso. Es evidente en la orden de «Pokémon» de ‘atraparlos a todos’, en las taxonomías exhaustivas del «Manual de los monstruos», en las tomas fetichistas de los monstruos de Hollywood. Una cosa que evade tanto las categorías provoca y se rinde a un deseo voraz de especificidad, de una enumeración de su cuerpo imposible, de una genealogía, de una ilustración. El fin último de la esencia monstruosa es el espécimen.
4. Los fantasmas no son monstruos.
5. Se ha señalado, regular e incesantemente, que la palabra monstruo comparte raíces con «monstrum», «monstrare», «monere»: «aquello que enseña», «mostrar», «advertir». Esto es verdad pero ya no sirve de nada, si es que alguna vez sirvió.
6. Las épocas vomitan los monstruos que les hacen falta. La Historia puede ser escrita sobre los monstruos, y en los monstruos. Experimentamos las conjunciones de ciertos hombres lobos y el feudalismo mordido por diversas crisis, de Cthulhu y la modernidad que se rompe, de las cosas fabricadas por Frankenstein y Moreau y una Ilustración variadamente atormentada, de los vampiros y (tediosamente) todo, de zombis y momias y extraterrestres y golems/robots/construcciones de relojería y sus propias ansiedades. También pasamos por los traslados interminables de semejantes gérmenes y antígenos monstruosos a nuevas heridas. Todos nuestros momentos son momentos monstruosos.
7. Los monstruos exigen decodificación, pero para merecer su propia monstruosidad, evitan la rendición final a esa exigencia. Los monstruos significan algo, y/pero significan todo, y/pero son ellos mismos, e irreductibles. Son demasiado concretamente dentados, colmilludos, escamosos, capaces de respirar fuego, por un lado, y por el otro demasiado abiertos, polisémicos, fecundos, reacios a todo cierre como para solamente significar, y no digamos para significar una sola cosa. Cualquier espíritu chocarrero que pueda ser totalmente analizado no fue jamás un monstruo, sino un villano de «Scooby-Doo» con máscara de hule, una banalidad semiótica con un disfraz fatuo. Una solución sin un problema.
8. Nuestra simpatía por el monstruo es famosa. Lloramos por King Kong y el Monstruo de la Laguna Negra sin importar lo que hayan hecho. Somos partidarios de Lucifer y padecemos por Grendel. La huella de una impresión escéptica: que el orden impuesto es un deseo incumplido, está detrás de nuestras lágrimas por sus antagonistas, nuestra empatía perturbada por el invasor del salón de Hrothgar.
9. Semejante simpatía por el monstruo es un factor conocido, un problema pequeño, una complicación menor para quienes, en una reacción habitual y sosa, lanzan acusaciones de monstruosidad contra enemigos sociales designados.
10. Cuando esos mismos poderes que llaman monstruos a sus chivos expiatorios llegan a cierto punto, a una masa crítica, de rabia política, súbitamente y con un pavoneo agresivo se convierten ellos mismos en monstruos. Las tropas de choque de la reacción abrazan su propia monstruosidad supuesta. (De este proceso surgió, por ejemplo, el plan Werwolf del régimen nazi.) Y esos son, por mucho, peores que cualquier monstruo porque, a pesar de todo lo que presuman, no son monstruos. Son más banales y más malignos.
11. El cliché de que ‘Hemos visto a los monstruos de verdad y somos nosotros’ no es revelatorio, ni ingenioso, ni interesante, ni cierto. Es una traición de lo monstruoso, y de la humanidad.
(Hace tiempo me tocó debatir en línea sobre todo este asunto; fue poco después de haber escuchado una discusión muy incómoda en vivo…, que es una historia para otro momento. Pero Miéville dice varias cosas que yo hubiera querido decir más claramente cuando fue mi turno de hablar.
Sólo agregaría que los monstruos, y en especial los que son como la criatura de Frankenstein, no necesitan que les deseemos larga vida ni en sus grandes aniversarios. Porque no mueren.)
Los historietistas británicos Alan Moore (guión) y Kevin O’Neill (dibujo) publican desde fines de los años noventa una serie titulada The League of Extraordinary Gentlemen (conocida en español como La liga de los Hombres Extraordinarios o La Liga Extraordinaria). En ella, personajes de diferentes obras de ficción “popular” del siglo XIX, desde el explorador Allan Quatermain hasta el Capitán Nemo, se unen para formar un grupo, como parodia de «equipos» de superhéroes como los que aparecen en Los Vengadores o la Liga de la Justicia, pero también incorporando toda clase de referencias de la literatura, el cine la televisión y la cultura popular en general para ambientar las aventuras del grupo en un mundo alterno: un universo de la imaginación que replica y a la vez expande el de sus lectores.
Hace algunos días, una persona me dejó este mensaje por medio del servicio ask.fm:
Si hicieran una “liga de hombres extraordinarios” de México, a quien meterias tu ? Obviamente de ley estaría kustos
Yo lo pensé un poco (desde luego me halagó la referencia a mi personaje Horacio Kustos; qué puedo decir) y respondí lo siguiente:
Estaría buenísimo. 🙂 Veamos… Una alineación que se me ocurre en el momento:
Horacio Kustos, explorador
El Conde de Saint-Germain, inmortal (viene en un cuento muy divertido de Fernando de León)
Xanto, luchador y superhéroe (de José Luis Zárate)
Andrea Mijangos, detective ruda (de Bef)
Gaspar Dódolo, cartógrafo enciclopédico (de Hugo Hiriart)
Fulvio, vampiro dark (de Andrés Acosta)
Nina Complot, anarquista (de Karen Chacek)
Fue una lista hecha deprisa pero con la idea de cumplir con algunos criterios generales: son personajes a) de autores mexicanos vivos, b) cercanos a la aspiración imaginativa y aventurera de los personajes reciclados por Moore y que c) pueden, al modo de la Liga Extraordinaria, imaginarse juntos en una narración de aventuras. Al parecer, éste es un juego que lectores y aficionados de habla inglesa han jugado en muchas ocasiones, con personajes de diferentes épocas de la literatura, el cine y la televisión. ¿Por qué no hacerlo aquí también?
Para expandir las referencias, agrego ahora que la versión de Saint-Germain de Fernando de León proviene del cuento «La noche de los inmortales»; Xanto es, por supuesto, derivado y parodia de El Santo, como lo imagina Zárate en la novela Xanto. Novelucha libre; Andrea Mijangos ha aparecido en las novelas policiacas Hielo negro y Cuello blanco de Bef; Gaspar Dódolo aparece en la novela Cuadernos de Gofa de Hiriart; Fulvio es el protagonista de Olfato y Subterráneos, novelas de Andrés Acosta, y Nina Complot aparece en la novela del mismo título de Karen Chacek.
Alan Moore elabora, a lo largo de las entregas de la serie, una historia milenaria de su Liga, con diferentes integrantes en diferentes épocas, todos tomados de los periodos correspondientes de la ficción en la que el escritor se concentra (y que básicamente es de origen europeo y estadounidense). Para mi versión del juego, no pensé demasiado de los «antecedentes» de mi liga, pero sí escribí:
La liga habría sido instituida por Soledad, princesa y heroína [/fusion_builder_column][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][de la extraordinaria novela Loba de Verónica Murguía] en la Edad Media, y trasladada a México por el Gran Reformador, viajero del tiempo [del cuento «Crónica del Gran Reformador» de Héctor Chavarría, clásico de la ciencia ficción mexicana].
El villano sería el hombre de los 50 Libros [la única excepción a la regla de los autores vivos: el personaje más extraño y perverso del libro La noche, de Francisco Tario], acompañado por Moisés y Gaspar [del cuento del mismo título de Amparo Dávila], invasores misteriosos y sin forma.
Puse en Twitter un enlace a la lista porque me divirtió. La vio el escritor y crítico Luis Reséndiz y propuso la lista de otra liga posible, con personajes más «clásicos» de la cultura mexicana:
Filiberto García (el detective de Complot mongol de Rafael Bernal)
El Santo (la base del Xanto de Zárate, por supuesto, y popularísimo en películas, cómics y la lucha libre durante el siglo XX)
Héctor Belascoarán Shayne (el detective de las novelas de Paco Ignacio Taibo II)
Kalimán (de la radio y los cómics, que en su día fueron los más populares de la historia de, cuando menos, América Latina)
Aura (de la novela corta de Carlos Fuentes)
Y el juego puede seguir (de hecho, se podrían muchos personajes simplemente considerando lo que se escribe y se publica en la actualidad). Lo que quisiera subrayar aquí es lo siguiente: el juego puede jugarse con personajes mexicanos, lo que da a pensar que la ficción producida en este país no es tan pobre, ni tan uniforme, como algunos quisieran creer. Hay un depósito al que no siempre recurrimos en nuestra propia imaginación (o en las muchas posibilidades de la imaginación que se han dado en el territorio y las culturas que llamamos mexicanos) y que podría servir para contar(nos) muchas historias, para darle sentido a lo que necesitemos decirnos.
Para terminar, agradezco que Bernardo Fernández Bef, dibujante e historietista además de escritor, se animara a dibujar la «liga mexicana» que inventé:
[Un breve artículo sobre escritura digital –no solamente en Twitter, de hecho– que apareció en el suplemento Laberinto del diario Milenio hace algún tiempo.]
1. El primer ejemplo registrado del término tuiteratura está en el libro Twitterature: The World’s Greatest Books in Twenty Tweets or Less, de Alexander Aciman y Emmet Rensin, publicado a fines de 2009. El libro contiene resúmenes paródicos, esparcidos en series de tuits (textos de 140 caracteres o menos, como los que se transmiten por Twitter), de libros famosos “para no tener que leerlos”. No era, pues, más que un chiste, basado en prejuicios que aún se mantienen acerca de la frivolidad de internet y de lo obtuso de sus usuarios.
Éstos, sin embargo, se apropiaron del término, y lo utilizan ahora para referirse a algo mucho más amplio: a toda escritura con aspiraciones o efectos artísticos que se realice y se difunda –de modo totalmente independiente de la letra impresa– en esa red social.
2. El tuit no es un género literario: además de que la mayor parte de lo que se escribe en internet es simple comunicación cotidiana (o ruido), las características formales y temáticas de lo que sí tiene fines expresivos son demasiado variadas para intentar una descripción que las abarque a todas. Tuiteratura es, más bien, un momento o una etapa del desarrollo temprano de la escritura digital, en el que las nuevas tecnologías disponibles permiten justamente una explosión de nuevas formas de escritura.
3. Al hablar de Twitter se enfatiza la brevedad de sus mensajes, pero los rasgos más importantes de la moderna escritura digital que esta red ha revelado y potenciado son, de hecho, los siguientes:
La escritura y la lectura comunales, abiertas y en público, al contrario de los procesos solitarios que la imprenta ha fomentado por siglos. Publicar es lanzar un texto a un lugar entre una multitud de otros, que aparecen incesantemente, y leer es encontrar un fragmento de escritura en esa misma multitud. Por supuesto, existen maneras de reducir el ruido, rectificar y depurar lo leído, pero hacerlo implica también un acto consciente de selección: todos somos –o podemos ser– curadores de nuestras propias antologías virtuales.
La interacción instantánea y diversa, más rápida que en otras redes e impensable en los medios impresos. Ésta favorece la retroalimentación y el comentario pero también, más significativamente, la creación colectiva dentro de comunidades creadas de manera espontánea o deliberada.
La mutación de géneros preexistentes: hay escritores/tuiteros que utilizan la seriación de los tuits para componer secuencias novelescas, variaciones similares a las de la minificción, derivas como las del aforismo, aclimatadas al nuevo medio y a la vez reconocibles. Los principios de la adaptación son los mismos que en otros traspasos entre artes y medios.
La aparición de prácticas nuevas, que a veces son géneros sin precedentes y a veces no caben siquiera en la definición habitual de género, pues los textos que engendran se crean muchas veces sin plan ni organización, e invariablemente no permanecen ni forman, por tanto, un corpus que luego puede ser recuperado.
Ésta es, probablemente, la transformación más radical que hemos visto hasta ahora: la erosión de los conceptos del texto definitivo y de la permanencia. Muchos usan Twitter como una fuente de textos en bruto que podrán luego ser “fijados” en libros (digitales o impresos), pero parece estar surgiendo una nueva generación que no se interesa en llevar su escritura más allá de la red: enfrentados con la creciente dificultad de obtener ingresos por el trabajo creativo, o bien escépticos de las formas tradicionales de la validación y la posteridad, publican y luego borran, o repiten lo ya publicado con cambios, o bien dejan que sus textos se pierdan en la renovación constante de lo que alimentamos a la red.
4. Las tecnologías digitales no redefinen por entero a la literatura, porque existen en principio para seguir cumpliendo algunos objetivos de la escritura –la primera tecnología de ampliación de la memoria humana– desde su invención hace miles de años, pero sí alteran, como se ha visto, la creación, la lectura y todos los contactos entre lectores, autores y textos. Por otro lado, no hemos visto aún todos los cambios que traerán estos procesos: la escritura por medio de la red no terminará cuando la empresa Twitter desaparezca, de la misma forma en que no terminó con el declive de los blogs como forma mayoritaria de escritura digital ni con la desaparición de los servicios de páginas personales, que fueron las primeras modas de la red a fines del siglo XX. Por el contrario, casi con seguridad la escritura digital trascenderá a la desaparición de Twitter como medio de comunicación, y –de hecho– a las vidas de todos sus usuarios presentes. El Quijote de Cervantes, primer representante de lo que ahora consideramos un género nuevo, impensable antes de la aparición de la imprenta de tipos móviles, apareció más de un siglo después de la muerte de Gutenberg; la escritura digital está, en realidad, comenzando.
Acaba de salir la nueva entrega (la quinta) de Sólo Cuento, anuario que publica la UNAM y reúne –cada año, claro– una muestra de narrativa breve de diversos autores hispanoamericanos.
La selección de este año fue llevada a cabo por Ignacio Padilla, quien reunió cuentos de autores de media docena de países y me pidió hacerles un prólogo. Acepté; el resultado es el que sigue, y que contiene varias opiniones sobre el cuento como género, cuya muerte inminente se anuncia desde hace tanto tiempo.
(El libro, aviso de una vez, será lanzado en la FIL de Guadalajara, en el el salón Alfredo Plascencia, el 30 de noviembre, a las 19:00 horas.)
PRÓLOGO
1. F. A.Q.
Para avanzar de prisa, se puede empezar por las preguntas más frecuentes:
a) No, el cuento como género literario no está en decadencia ni mucho menos muerto. Si desea un ejemplo, puede aprovechar y leer la antología que viene a continuación, seleccionada por Ignacio Padilla.
b) No, la novela tiene la primacía que sabemos, pero no ha destruido al cuento. ¿Cómo podría hacerlo? El cuento es su hermano mayor, que proviene del tiempo desconocido antes de la escritura. La novela es una jovencita: sus padres van de Johannes Gutenberg a Miguel de Cervantes.
c) No, aquí la palabra “cuento” no significa “mentira”. Esa otra acepción, muy popular en los medios masivos, no tiene nada que ver con las narraciones presentadas aquí, y que son una muestra de una parte de la mejor literatura hispanoamericana. Aquí tenemos, simplemente, historias breves, en general con pocos personajes, en general dedicadas a un solo asunto, como las que contaron los narradores de las Mil y una noches, y el infante don Juan Manuel, y Antón Chéjov, y Flannery O’Connor, y Jorge Luis Borges. Y todos los demás.
d) Sí, los personajes y tramas inventados guardan su parte de verdad irreductible: su propósito, como el de cualquier creación artística, es articular e indagar en la experiencia de existir en el mundo, de pertenecer a la imperfecta especie humana y de apreciar sus posibilidades de horror y de belleza.
2. El adelantado
Ahora bien, hay que ampliar esa última respuesta.
La cuestión más urgente no es si el cuento sobrevivirá como género (la respuesta suele ser “no” en las notas que se publican, aunque no por un análisis razonado sino porque una muerte atrae más en cabezas y titulares).
La cuestión, más bien, ha de ser si la literatura, sea cual sea su género, sobrevivirá a los grandes cambios de nuestra época, y en especial al mayor de todos: la llegada de la comunicación digital, instantánea, fugaz, que facilita internet, y a todas las demás consecuencias del auge de ésta.
Por mi parte, creo que la tecnología digital tampoco va a destruir a la literatura. Hará que se transforme, como se transformó con la llegada de la escritura o de la imprenta y también con los incontables sucesos históricos que influyen en toda práctica de escritura. Y, de hecho, creo también que el cuento, antiguo como es, va a resultar el género adelantado: de todos los que existen –junto con el aforismo, tal vez– será el que mejor podrá no sólo asimilar los cambios de hoy sino reflejarlos cabalmente: convertirse en un modo de expresar lo que significa existir en el mundo hoy, conocer el horror y la belleza de hoy.
Basta asomarse a las redes sociales: es fácil encontrar en ellas a numerosas personas enfrascadas en la creación de textos breves. Algunos de ellos, como las minificciones o microrrelatos recogidos en este volumen, apuntan a la evolución más reciente de esas formas cortas y condensadas: otros van incluso más allá, a posibilidades de escritura y lectura que no existían en el siglo XX. Pero todas son breves: el abuelo cuento rejuvenece en ellas.
Por otra parte, no es que el cuento más extenso tenga que temer: no todavía. La muestra de este libro contiene a autores vivos y activos de media docena de países, lo que significa que todos ellos están historiando, a sus muy distintas maneras, el hoy: los hechos de hoy, los reflejos de los hechos en los individuos y de los individuos en los hechos.
3. El índice
En otras épocas de la historia de occidente había numerosas revistas que publicaban cuentos de manera periódica. Entonces era común que los primeros contactos de una historia dada con sus lectores fueran por ese medio, y sólo hasta después se hicieran compilaciones y antologías. La situación presente es justo la opuesta: lo más probable es que ésta sea la primera vez que usted halla todos los textos aquí reunidos. Cada cuento se colorea de los que lo anteceden y lo siguen; la lectura se vuelve seriada, mutante. Julio Cortázar lo vio venir en su famosa edición de los Cuentos completos de Edgar Allan Poe, que tanto trabajo invierte, como se sabe, en crearse un índice: un ordenamiento que dé sentido a la lectura corrida, al margen del orden cronológico de la escritura.
(Únicamente los libros de cuentos o de minificción permiten esta acrobacia del sentido: la posibilidad de empezar a leer en cualquier parte y seguir hasta donde se desee, de no pasar de un solo cuento en dado caso, o bien de buscar lo que dice, al margen de cada texto individual, la secuencia completa.)
Para esta antología: esta compilación, abierta como cualquier otra a la lectura mutante de nuestro tiempo, Ignacio Padilla ha realizado un índice temático: las historias están agrupadas a partir de sus afinidades, y en especial las afinidades de sus argumentos. Así, las historias del apartado “Las almas y las letras” se refieren a la condición misma de los escritores, de su trabajo y de sus dificultades en el mundo; las de “Disparos en la ciudad” contienen violencia en exteriores: el entorno urbano que es el campo de batalla de la mayor parte de la población del planeta; las de “Padres, hijos y amantes” son cuentos dedicados a las relaciones íntimas, desde las más sencillas hasta las más retorcidas; y, por último, las de “Los apetitos y los monstruos” tienen que ver con la subjetividad humana, las experiencias interiores, en un arco que va de la imaginación al terror, del deseo a la fantasía.
El movimiento de este índice en una lectura corrida va de una intimidad –la de quien escribe– a otra: la de los sueños y las pesadillas, pasando por el mundo entero, cifrado en las comunidades humanas de la segunda sección y las pequeñas sociedades que se arman (y se desarman) en la tercera.
Un lector atento podría pensar que éste es un resumen, en cierto modo, de los intereses de la obra narrativa del propio Ignacio Padilla, quien se ha distinguido como un escritor preocupado a la vez por la literatura, la historia y lo más profundo y oculto de la conciencia humana. No me parecería mal: Poe, santo patrono o tal vez mártir de todos los autores de historias breves, decía (en un texto publicado poco antes de su muerte, del que poco se habla) que el arte es la representación de lo que perciben los sentidos “a través del velo del alma”. No sólo no se puede huir de la subjetividad sino que debemos abrazarla: aceptar que el sentido que damos al mundo proviene en parte de nuestra propia experiencia, que al comunicarse resuena, si tenemos suerte, con la de otros. ¿Por qué no debería ser así con las antologías? De hecho, otros compiladores de la serie Sólo Cuento han hecho caso de sus propias obsesiones y han curado –el verbo es lo de hoy– (re)visiones muy particulares de la narrativa en español que resaltan esas obsesiones, al mismo tiempo que ofrecen vistazos de gran calidad a la obra de numerosos autores. Tal vez aquí tenemos otra visión así: otro paseo por el cuento con un gran escritor en el volante del autobús con ventanas panorámicas.
Ahora, una observación adicional: el ordenamiento que he descrito, incluyendo mi lectura general y la imagen que me sugiere, tal vez podría dar la impresión, engañosa, de que no hay nada más: de que el título de cada sección explica a las historias que la contienen (y tal vez retrata al compilador que las reunió) y esto es todo lo que cabe decir o percibir. Sin embargo, invito a los lectores –al menos, a los que se interesen por semejantes juegos– a ir más allá: a buscar los ecos secretos entre historias distantes en las páginas. Si la mente de cada escritor (de cada ser humano) tiene puertas secretas: pasillos misteriosos que llevan de un tema a otro, de un momento de hoy a otro del pasado remoto, de una imagen a una idea a una palabra que jamás aparecerían juntas en una historia o una vida, también aquí puede haberlas. Como dije antes, los cuentos contiguos se tocan y se contaminan: resuenan unos en otros.
Es fácil enlazar los cuentos de Curiel y de Abenshushan, digamos, pero luego los lectores podrían explorar qué tienen en común las historias de Abenshushan y de Chávez Castañeda; en qué se parece la visión del mundo de éste a la de Silva; cómo se da (quizás) el salto de Verducchi a Herbert a Haghenbeck… La cercanía de la lectura multiplicará la fuerza de esas percepciones, y tal vez éstas lleven a algunos lectores aún más lejos: a buscar los nexos que unen el centro con los extremos, las historias pares con las impares, las introspectivas con las preocupadas por la acción…, para luego discutir esas afinidades, o criticarlas, o usarlas con fines oraculares, o simplemente continuar leyendo.
Para facilitar ese último propósito (que será el mejor de todos), termino aquí.
Alberto Chimal
México, agosto de 2012 – abril de 2013
Tuve la oportunidad de leer el manuscrito de Loba, que fue escrita a lo largo de diez años (Verónica, lo digo de una vez, es una amiga muy querida y de mucho tiempo). Es una novela que refleja mucho de la crueldad y la violencia actuales en este país, pero también de la voluntad de resistencia de algunas personas: la intención de oponerse a la violencia en lugar de someterse a ella. Y es, además, «una novela de caballería en la que hay combates, cetrería, muchísimos caballos, armaduras, un dragón, un unicornio… Ese mundo medieval que me llama mucho la atención y que es parte de la tradición literaria de la lengua española», como dijo la escritora en entrevista con Carmen Aristegui.
Ambos aspectos del libro se complementan: su reflexión sobre la condición humana (y su propuesta: su alejamiento deliberado del cinismo y el desinterés que defienden muchas personas y, de hecho, muchos colegas) necesitaba el vehículo de la imaginación fantástica, del mundo inventado que crea a partir de la historia y la tradición. Y esa imaginación se finca en un conocimiento exhaustivo de muchos temas, desde la cetrería hasta la medicina, pero sobre todo de la naturaleza humana y sus dificultades. Es un libro que puede encantar a quien le guste lo que habitualmente se etiqueta como «literatura fantástica» y a quienes ignoren todo sobre las obras así etiquetadas: puede hablar, como sería lo deseable de toda obra literaria, más allá de su contexto y de sus condiciones de venta: decir algo a cualquier persona.
El otro día, en Facebook, encontré al paso una nota de alguien que decía, más o menos, esta afirmación categórica: que quien no deseara escribir de lo profundo humano, de lo más entrañable y trascendente, podía «quedarse con la literatura fantástica». No escribí ninguna respuesta: era otra variación sobre un mismo prejuicio que he visto muchas veces, y que proviene, como siempre, de la mera ignorancia (y de la negativa, arrogante, a reconocer esa ignorancia). Ahora me gustaría encontrar esa nota otra vez para recomendar a quien la escribió que lea Loba; que la lea sin ideas preconcebidas, sin esperar otra cosa que lo que el libro va a ofrecerle. Sin duda se sorprenderá; incluso, tal vez llegue a deleitarse, como lo harán muchos lectores que están a punto de conocer la obra mayor de una gran escritora mexicana.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
(Me invitaron a participar en la presentación de las nuevas ediciones de la obra completa de Borges en el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México. En esa ocasión –el pasado primero de agosto– leí el texto que sigue.)
Debo haber tenido 12 ó 13 años cuando leí por primera vez a Borges. No lo estaba buscando y nadie me lo recomendó. Era una etapa rara en mi vida de lector: como ya estaba terminando los libros que había en casa de mi madre, compraba y leía cada mes la revista Ciencia y Desarrollo, que publicaba en México el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. No es que me interesara tanto la ciencia, sino que en ella, ocultos entre notas sobre experimentos y avances de la física o la astronomía, se publicaban cuentos de ciencia ficción: Isaac Asimov, Arthur C. Clarke y muchos otros por el estilo. De ellos, por un tiempo, me fascinaron a la vez sus mundos y su orden. La idea que parecían defender era la del cuento contemporáneo como sucursal de la divulgación científica, y las historias tenían siempre la misma anécdota: el planteamiento un problema en un entorno más o menos extraño pero no imposible, y su resolución por medios estrictamente racionales, siempre con largas explicaciones de por medio y conclusiones rigurosas y satisfactorias. Eran una imagen de la ficción como reafirmación de la realidad: una forma de insistir en que las certidumbres sobre la vida –las leyes naturales, las matemáticas, los «datos duros»– era suficientes.
Y entonces, en uno de los números de la revista, hallé «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», por Jorge Luis Borges.
Debo haber visto en la televisión los comerciales de la Biblioteca Personal Jorge Luis Borges, una colección que se vendía en los puestos de periódicos por aquellos años, pues ya podía visualizar la cara blanca del escritor argentino, su expresión, su mirada perdida. Pero nada más. Debo haberme sorprendido, tal vez, de verlo presentado como escritor de ciencia ficción, pues también suponía que ese tipo de historias no eran escritas por autores de lengua española.
Y entonces leí el cuento, que es uno de los más extraños y más complejos de su autor. No estaba preparado, por supuesto: sólo entendí una fracción de todo el caudal de información y referencias que Borges ofrece. Pero lo que entendí fue bastante, y luego he vuelto, muchas veces, al mundo de la historia: a sus pobladores, sus artefactos culturales, sus pesquisas de novela policiaca y su estructura intrincada y monumental. Antes de saber de la existencia de la literatura de consumo, de usar y tirar, ya tenía el mejor argumento contra ella: una narración que merecería muchas lecturas y que iba a ser la puerta de entrada a una obra inagotable.
Ahora bien, la primera vez que leí el cuento, lo que me sucedió fue similar a algo que ocurre en el propio cuento: el narrador encuentra el tomo 11 de la Enciclopedia de Tlön, la descripción cabal de un mundo inexistente, y siente «un vértigo asombrado y ligero». Luego se niega a describirlo, dice, «porque ésta no es la historia de mis emociones sino de Uqbar y Tlön y Orbis Tertius». Yo también sentí un vértigo asombrado y ligero, pero mi historia con Tlön y Uqbar y Orbis Tertius tiene todo que ver con mis emociones. Qué inquietante encontrar una narración donde el problema –un mundo que se inserta en éste, que lo abruma y lo conquista y al final lo borra– no se resuelve en absoluto. Qué escandaloso asomarse la filosofía y la ciencia de Tlön y notar que no defienden el racionalismo y más bien se acercan al idealismo, a los modelos delirantes de los filósofos idealistas, y qué abrumador ver que todos en el cuento empiezan a creer que el mundo es así: que los objetos no siempre existen y que el acto de contar modifica la cantidad que se cuenta. Qué abrumador también darse cuenta de que una historia arbitraria puede modificar la percepción del mundo, la conciencia misma del mundo, y luego entender que Borges, al mostrar este triunfo de lo subjetivo, no reafirma la realidad del universo, sino que la demuele, la destruye sistemáticamente hasta que ya no quedan asideros ni tranquilidad posibles.
Qué desolador ver cómo el protagonista, quien es todo lo contrario de un héroe de ciencia ficción, mira cómo todo se cae a su alrededor y solamente atina a largarse: a «irse a Mérida», como se dice aquí, a escapar a algún lugar en donde pueda engañarse y creer que la catástrofe no lo alcanzará. Como a él, me di cuenta, a todos nos obsesiona nuestra propia realidad, la solidez y el sentido de nuestras existencias, y a la vez la vastedad del tiempo y la del mundo nos afantasman: nos reducen y nos vuelven pequeños, irreales.
Pensándolo bien, ese cuento disolvente y subversivo no tenía nada que hacer en la revista Ciencia y Desarrollo, y ahora creo que su publicación debe haber sido obra de un terrorista, de un daimon o de un nahual, para sembrar sus ideas infecciosas en las mentes impresionables de adolescentes como el que era yo. O tal vez sólo en mi propia mente: tal vez era un regalo, o una maldición, explícita, intransferible, porque no he sabido de ningún caso similar. A mí, la lectura de ese cuento en esa revista en ese momento de la vida me convenció del poder infinito de la imaginación, y también de que la literatura podía ser mucho más: más que cualquier historia que hubiera leído hasta aquel momento. Ya inventaba cuentos y ya quería ser escritor, pero entonces lo supe con claridad, como nunca antes. Y entonces entendí, también clarísimamente, que iba a ser muy difícil: que cada obra hecha posible por un gran autor es una inspiración y un estímulo, pero también un desafío. Y que nada iba a tener sentido si el escribir no ofrecía algún estremecimiento como el que yo había experimentado: si no daba algún recordatorio de lo humano en el mundo o por lo menos de lo humano en el lector.
Ésta es una lección difícil de asimilar a cualquier edad y a mí me tocó lidiar con ella entonces. Cuando entendí, cuando empecé a entender, ya era otro. Esto le debo a Borges.
Con el tiempo, algo más que empecé a deberle fue la avidez de la lectura: Borges encontró en mundo entero en las páginas de lo escrito, como sabemos, y con su guía visité a muchos autores y obras más allá de mi experiencia previa, y luego hasta de Borges mismo. Y en esos otros he encontrado distintas revelaciones. Pero siempre regreso a esos cuentos, poemas y ensayos. Ya he dicho que Borges es inagotable: he leído su obra entera, he leído su obra en colaboración, he visitado a sus biógrafos y sus amigos, y en el mapa del mundo he ido hasta su casa: cuando por fin pudimos viajar a Buenos Aires, hace algunos años, mi futura esposa y yo vagábamos sin rumbo y encontramos la calle Maipú y en ella el último edificio en el que Borges vivió antes de partir a Suiza. Me quedé ante la puerta, leí la placa conmemorativa, mi futura esposa me tomó la foto. Luego, en cuanto pude, abrí la otra puerta, la que siempre podría abrir, y que era uno de sus libros: el primer tomo de una edición de sus Obras completas, que me acababa de conseguir sin mirar el precio.
Me atrevo a contar todo esto porque estas palabras se titulan “Una presencia”: son el caso de un individuo. Por otra parte, sé que no estoy solo en esto: que muchos lectores, al menos desde mediados del siglo XX, se han encontrado en las palabras de Jorge Luis Borges y en ella se han emocionado, se han intrigado, se han sentido en contacto con eso otro: con la belleza que toca la verdad, como se decía en otro tiempo, y también con la maravilla de una mente singular, que sigue dando cuerpo y sentido a mucho de lo que nos sucede en el mundo. Esos otros a los que me parezco, y que han recibido a Borges gracias a sus propios daimones y nahuales, no disminuyen: constantemente alguien encuentra a Borges en un libro nuevo, en una biblioteca, en una hoja fotocopiada o una pantalla: lo buscan donde pueden y el encontrarlo es siempre una conmoción. Por esto hay que celebrar cada reedición de su trabajo: cada nueva oportunidad que tiene su obra de encender a alguien más y revelarle un aspecto nuevo de su propia humanidad.
(Luego seguí con parte de la historia de cómo aquella futura esposa es ahora mi esposa, y lo que tuvo que ver en ese proceso un poema de Borges. Pero esa historia me la guardo. Un día que usted me encuentre, lector o lectora, se la contaré.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Ha muerto en París Chris Marker. Será recordado, sobre todo, como cineasta, aunque fue un artista mucho más variado: escritor, fotógrafo, creador de ficciones, ensayista y documentalista.
Fue también un artista audaz. Toda su obra está hecha desde una voluntad de encontrar los límites de los medios a su alcance, y así fue capaz de crear grandes meditaciones sobre el transcurrir del tiempo, o sobre la memoria (dos de sus temas favoritos), con presupuestos mínimos y equipo casero.
Fue un artista secreto, alejado casi siempre de los grandes públicos y reacio a dar entrevistas o hablar de sí mismo. Según la leyenda, en muchas ocasiones mandó fotos de su gato a los periodistas que deseaban una foto de él.
Y fue también, en fin, un gran adelantado: sus documentales son las grandes profecías no reconocidas de los últimos cien años, pues muestran preocupaciones del temprano siglo XXI desde lo profundo del XX. Cómo crecía y crecía nuestra percepción de los detalles del mundo; cómo se iba disgregando nuestra percepción de su totalidad por esa sobrecarga de información; cómo nos esforzábamos por sobrevivir en un entorno cada vez menos humano.
Dejo aquí su película más famosa: La jetée (1962), que es una de sus obras maestras. El filme viajó a Hollywood, donde inspiró una de las mejores remakes de la historia (12 monos de Terry Gilliam), pero a pesar de esto, y de los cincuenta que han pasado desde su estreno, sigue siendo una obra poderosa –innovadora, extraña, conmovedora– sobre la memoria y el tiempo. Esta copia está subtitulada en español.
(Nota del 6 de agosto: el video que había enlazado originalmente ha sido suprimido. He aquí otra copia. Esperemos que dure.)
(Extra: otra película completa de Marker, Level Five, de 1996.)
(Y otro extra: hay películas, fotos y mucho más –aunque todo en francés solamente– en Gorgomancy.net, el sitio del propio Marker.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]