Amparo Dávila
El martes pasado se hizo un homenaje a Amparo Dávila, la gran narradora mexicana. Fue en el Palacio de Bellas Artes: se le entregó la Medalla Bellas Artes en la Sala Manuel M. Ponce. Dávila es una autora admirada por varias generaciones: la decana de la imaginación en México, digo yo, creadora de una obra fantástica relativamente breve pero profunda, misteriosa y reveladora de su propio interior y –de modos imprevistos y sorprendentes, como sólo puede hacerlo la gran narrativa de imaginación– del tiempo que le tocó vivir. La he leído (como muchas otras personas) con placer y con incógnita. He tenido oportunidad de escribir sobre ella y de conocerla incluso: hemos conversado en algunas ocasiones. Y hace unos días me entrevistaron, junto a varios otros colegas, para un video que se proyectó durante el evento.
Estoy viendo el video ahora porque el martes no llegamos a tiempo para entrar en la sala Manuel M. Ponce, que estaba llena desde hacía rato. Habíamos tardado demasiado detenidos en el tráfico, llegamos corriendo al Palacio pero era tarde. Nos invitaron a pasar a la sala del sótano, la Adamo Boari. Había sillas y en el escenario vacío un proyector mostraba lo que sucedía arriba. Era una situación poco alentadora. Se sentía como observar desde lejos, como intrusos. Después podríamos acercarnos a la sala, pero yo estaba de un humor extraño. Desde antes de nuestro trayecto –desde varios días antes, de hecho– daba la impresión de que el homenaje a Amparo Dávila iba a estar marcado por algo que parece ocurrir invariablemente en México cada vez que un autor inusual, excéntrico, ajeno a las normas o las convenciones, recibe pese a todo un reconocimiento. En la prensa, en las palabras de los críticos, en los elogios que se le dedican, se intenta «normalizar» al autor (o autora), es decir, se intenta convencer a los posibles interesados de que lo que hace el homenajeado no es en realidad tan excéntrico, tan alejado de las convenciones del canon literario. Si su obra es tan buena, se razona, no puede sino ser convencional de otra forma. No puede representar una ruptura. Tiene que ser igual a aquello que se ha aceptado ya como permisible, que se puede entender y que ya no amenaza con sacudir ni desconcertar. Detrás de esto hay una larga serie de prejuicios no sólo contra ciertas formas y posibilidades de la literatura sino, en ocasiones, contra ciertas personas o ciertos grupos que intentan practicarla. «La gran obra que escribe Fulana parece literatura infantil pero va más allá», se dice. «No es narrativa fantástica la de Mengano sino que es una metáfora». «Ni parece que este libro de Zutana lo haya escrito una mujer». Georgina García Gutiérrez y Evodio Escalante, los dos encargados de comentar la obra de Amparo Dávila, parecían defender posturas contrapuestas justamente alrededor de cómo apreciar la obra de ésta y de dónde ponerla dentro de la literatura mexicana. Yo seguí pensando lo que ya pensaba: los intentos por normalizar la obra de un gran autor son intentos por quitarle su filo y su capacidad de conmover y de criticar nuestras ideas profundas sobre la vida, y en más de una ocasión suenan simplemente absurdos: confusos y enredados en su esfuerzo por explicar de un modo «aceptable» obras que van mucho más allá de cualquiera de sus reglamentaciones. En la secundaria, una profesora se empeñaba en convencernos de que «El guardagujas», aquel cuento kafkiano de Arreola, era una mera denuncia del mal estado de los ferrocarriles mexicanos. Y he escuchado a más de una persona decir que en Pedro Páramo no hay muertos que hablen, que todo es «símbolo». (¿Pero por qué no podría ser símbolo para nosotros, afuera, y suceder literalmente allá, en el mundo de la novela, que no es éste? ¿De verdad se piensa que no somos capaces de distinguir una representación literaria de la vida real?)
Otra cosa: en México, una literatura «normal» es una literatura que se recomienda, se elogia, se encumbra…, y no se lee. Mejor que la obra de Amparo Dávila no sea normal: mejor que siga teniendo sus lectores fieles y numerosos. Muchos de ellos son muy jóvenes. Yo los he visto.
Al término del homenaje, luego de que se le diera a Dávila la Medalla Bellas Artes, hubo un coctel. Logramos escabullirnos. Vimos una larga fila de personas esperando a recibir un autógrafo de la homenajeada, que a sus 87 años se ha vuelto frágil, pero está despierta y viva como siempre. ¿No quieres pasar?, me preguntó uno de los funcionarios, y agregó que me estaban esperando como a otras de las personas que habían aparecido en el video.
Contra todo lo que esperaba pude saludar a Amparo Dávila en el día de su homenaje. No quise tardarme demasiado porque estaba abusando del tiempo de otros. La saludé y no sólo recordaba nuestros encuentros previos –lo que no era ninguna sorpresa– sino que me preguntó por mi pie. ¡Estaba enterada de mis problemas de este año! Le dije que estaba mucho mejor. Ella me contó que había tenido una caída algún tiempo antes pero también estaba ya muy repuesta. Me agradeció las palabras que dije para el video y yo le dije que eran ciertas y dichas con mucho afecto. Una persona que nos observaba (@DanielKenobi en Twitter) tomó la foto que se ve abajo.
«Trato de lograr en mi obra un rigor estético basado no solamente en la perfección formal, en la técnica, en la palabra justa, sino en la vivencia», había dicho Dávila. Es totalmente cierto, y es una regla que se cumple, aunque no siempre se quiera ver, en la mejor literatura de imaginación, así como en la mejor literatura a secas.
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(Ayer, David Huerta, otro escritor al que quiero y admiro mucho, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Algún día tendré que escribir de lo que he aprendido de él.)
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