Estoy en Guadalajara, invitado a la III Bienal de Novela Mario Vargas Llosa. Es una serie de conferencias y mesas redondas acerca de la novela en general, y durante la cual se entregará también el premio literario que lleva el mismo nombre, y que tiene cinco finalistas.
Hoy en la mañana se publicó una carta abierta, firmada por escritoras y escritores de varios países de América Latina, en la que se critica la selección de los invitados a la Bienal y (más de fondo, más importante) el machismo y falta de perspectiva de género del «medio» literario. La reproduzco a continuación, completa. Viene firmada por una lista en la que se encuentran varias de las mejores escritoras de Hispanoamérica, incluyendo a Guadalupe Nettel, Mariana Enríquez, Fernanda Melchor, Rosa Montero o Samantha Schweblin, así como destacados autores hombres, editores, etcétera.
Las y los abajo firmantes queremos manifestar nuestro hartazgo y rechazo ante la disparidad de género que rige en la mayoría de eventos culturales y literarios en América Latina, así como la mentalidad machista subyacente. Es inadmisible que en el siglo XXI, en plena ola de reivindicaciones por la igualdad, se organice sin perspectiva de género un evento como la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, que tendrá lugar del 27 al 30 de mayo en la ciudad de Guadalajara, México.
En esta tercera edición participarán en los paneles trece hombres y tres mujeres, mientras que entre los finalistas del premio hay cuatro hombres y una sola mujer. Esto no debería sorprender, si consideramos que de los cinco miembros del jurado, cuatro son hombres. Este año no se diferencia mucho de los anteriores, lo que confirma que el criterio discriminador se impone por sistema: en 2014, se invitó a veinticinco hombres y apenas a seis mujeres; en 2015 a veintidós hombres y a ocho mujeres. Y en ambas ediciones, tanto el jurado como el grupo de finalistas tuvo la misma proporción desigual. En las dos bienales el ganador fue un escritor hombre. Podemos perfectamente adivinar de qué género será el ganador 2019.
Gracias a la lucha que desde hace mucho llevan a cabo las mujeres por sus derechos, por fin podemos descubrir a muchas escritoras que fueron borradas de la historia y del canon literario, denostadas, ninguneadas o silenciadas. Las mujeres escritoras han demostrado, además, por la calidad de sus obras, sus traducciones, su trabajo editorial y el reconocimiento que han adquirido en los últimos años, que la literatura escrita por mujeres es tan importante como la que escriben los hombres.
Sin embargo, las instituciones literarias siguen organizando y promoviendo espacios en los que la participación de mujeres aún es minoritaria o nula y, cuando se cuestiona, sus responsables recurren a una visión meritocrática falaz, en lugar de combatir desde dentro los privilegios masculinos –que los han llevado a cooptar los espacios por el simple hecho de ser autores hombres, buenos o malos– o de trabajar para ajustar esa desigualdad histórica que ha condenado a las mujeres a un lugar de subalternidad y silencio.
Como escritoras, escritores y personas vinculadas con el quehacer editorial, no podemos guardar silencio ni frente a la invisibilización de las autoras ni frente al acoso y abuso sexual que también son parte del statu quo de las letras, como ha revelado el reciente MeTooEscritoresMexicanos.
Las y los firmantes nos hemos comprometido férreamente con la igualdad y la transformación social, y por eso hemos adoptado como política urgente preguntar y demandar una participación paritaria en todos los eventos literarios de los que aceptamos formar parte; señalar y cuestionar públicamente en caso de que no se cumplan estas cuotas justas. Así mismo, queremos exigir un compromiso oficial por parte de las instituciones organizadoras, así como de la red de festivales, ferias, premios, congresos, y debates en torno al libro, para garantizar, de una vez y para siempre, espacios justos, respetuosos y libres de violencia para las mujeres.
Obviamente, la carta incomoda. Está bien que así suceda: ese es su cometido y su causa es justa. No se puede negar que las mujeres han sido postergadas, menospreciadas, ignoradas y sometidas a violencias de todo tipo durante siglos, ni que los hombres, en general, no criticamos y ni siquiera aprendemos a ver y reconocer ese trato injusto y desigual. Que las más de las veces actuamos desde una posición de privilegio que ni siquiera percibimos, porque nos conviene no percibirla.
En lo que hace a mi propio caso, aunque la invitación de la Bienal es una estupenda oportunidad para mí y la acepté con gusto, tengo muy claro que cualquiera de las autoras firmantes que mencioné arriba, y otras como Diamela Eltit, Lina Meruane o Mónica Ojeda (de quien recién he terminado Mandíbula, una novela genial, estremecedora) tienen más méritos para estar aquí que yo. La obra novelística de cualquiera de ellas es más reconocida y más importante.
Cada persona, si así lo desea, tendrá que tomar su propia postura en relación con este asunto. Por lo menos, yo espero que el tema se pueda discutir dentro de las conversaciones de la Bienal, ante el público, y que en adelante cambien los criterios de selección de este y otros eventos. Y hay algo muy simple que, como persona y como autor, puedo hacer de ahora en adelante: prestar atención a estas cuestiones y pedir que haya paridad en los eventos a los que se me invite, antes de aceptar estar en ellos.
Este mes, un cuento de horror sobrenatural de Mariana Enríquez (1973), escritora argentina muy elogiada como una de las más interesantes entre quienes cultivan la narrativa de imaginación fantástica en la actualidad (como se evidencia en Las cosas que perdimos en el fuego, uno de sus libros más conocidos). El texto, que apareció en el libro Los peligros de fumar en la cama, fue tomado de esta página, donde la propia Enríquez escribe de su cuento:
No me gusta leer prosa en voz alta –ni escuchar leer, para el caso–, pero cuando alguien me pide que lo haga y yo accedo por buena educación, suelo elegir este cuento, porque hace reír a la gente. Me dicen que tiene humor negro, pero yo creo que se ríen de nerviosos. También es el favorito de los adolescentes, por eso confío en él. Cuando lo escribí no me sentí ensañada, pero ahora me doy cuenta de que el relato guarda una sonrisa cruel. Es uno de los pocos cuentos de fantasmas que haya escrito (…)
EL DESENTIERRO DE LA ANGELITA
Mariana Enríquez
A mi abuela no le gustaba la lluvia y antes de que cayeran las primeras gotas, cuando el cielo se oscurecía, salía al patio del fondo con botellas y las enterraba hasta la mitad, todo el pico bajo tierra. Yo la seguía y le preguntaba abuela por qué no te gusta la lluvia por qué no te gusta. Pero ella, nada, evasiva, con la palita en la mano, frunciendo la nariz para oler la humedad en el aire. Si finalmente llovía, fuera garúa o tormenta, cerraba puertas y ventanas y subía el volumen del televisor hasta tapar el ruido de las gotas y el viento –el techo de su casa era de chapa–, y si el aguacero coincidía con su serie favorita, Combate, no había quien pudiera sacarle una palabra porque estaba perdidamente enamorada de Vic Morrow.
Yo adoraba la lluvia porque ablandaba la tierra seca y permitía que se desatara mi manía excavatoria. ¡Qué de pozos! Usaba la misma pala que la abuela, una muy chica, del tamaño que usaría un niño para jugar en la playa, pero de metal y madera, no de plástico. La tierra del fondo albergaba pedacitos de botellas de vidrio color verde, con los bordes tan lisos que ya no cortaban; piedras suaves que parecían cantos rodados o pequeñas rocas de playa, ¿por qué estarían en el fondo de mi casa? Alguien debía haberlas sepultado. Una vez encontré una piedra ovalada, del tamaño y color de una cucaracha pero sin patas ni antenas. De un lado era lisa, del otro unas muescas formaban los claros rasgos de una cara sonriente. Se la mostré a mi papá, enloquecida porque creía encontrarme ante una reliquia, y me dijo que las marcas formaban un rostro de casualidad. Mi papá nunca se entusiasmaba. También encontré dados negros, con los puntos blancos ya casi invisibles. Encontré restos de vidrios esmerilados verde manzana y turquesa. Mi abuela se acordó de que habían sido parte de una puerta vieja. También jugaba con lombrices y las cortaba en pedacitos bien chiquitos. No me divertía ver el cuerpo dividido retorciéndose un poco para al final seguir adelante. Me parecía que si picaba bien a la lombriz, como a una cebolla, sin dejar contacto alguno entre los anillos, no iba a poder reconstruirse. Nunca me gustaron los bichos.
Encontré los huesos después de una tormenta que convirtió al cuadrado de tierra del fondo en una piscina de barro. Los guardé en el balde que usaba para llevar los tesoros hasta la pileta del patio, donde los lavaba. Se los mostré a papá. Dijo que eran huesos de pollo, o a lo mejor de bifes de lomo, o de alguna mascota muerta que debían haber enterrado hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo de los pollos porque antes, en el fondo, cuando él era chico, mi abuela tenía un gallinero.
Parecía una explicación posible hasta que mi abuela se enteró de los huesitos y empezó a arrancarse los pelos y a gritar; la angelita la angelita. Pero el escándalo no duró mucho bajo la mirada de papá: él admitía las “supersticiones” (así las llamaba) de la abuela siempre y cuando no se desbordara. Ella le conocía el gesto de desaprobación y se tranquilizó a la fuerza. Me pidió los huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera a la habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no entendía la causa de la penitencia.
Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y me contó todo. Era la hermana número diez u once, mi abuela no estaba demasiado segura, en aquel entonces no se les prestaba tanta atención a los chicos. Se había muerto a los pocos meses de nacida, entre fiebres y diarrea. Como era angelita, la sentaron sobre una mesa adornada con flores, envuelta en un trapo rosa, apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón para que subiera al cielo más rápido, y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas porque a la mamá, mi bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre. Hubo baile y canto toda la noche, y hasta hubo que echar a un tío borracho y reanimar a mi bisabuela, que se desmayó por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó trisagios, y lo único que les cobró fue unas empanadas.
—¿Eso fue acá, abuela?
—No, en Salavina, en Santiago. ¡Hacía un calor!
—Entonces no son los huesos de la nena, si se murió allá.
—Sí que son. Yo me los traje cuando vinimos para acá. No la quise dejar porque lloraba todas las noches, pobrecita. Si lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a llorar sola, abandonada! Así que me la traje. Ya era huesitos nomás, la puse en una bolsa y la enterré acá en los fondos. Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela, nadie. Es que nomás yo la escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el tonto.
—¿Y acá llora la nena?
—Cuando llueve, nomás.
Después le pregunté a mi papá si la historia de la nena angelita era cierta, y él dijo que la abuela ya estaba muy grande y desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo mejor le resultaba incómoda la conversación. Después la abuela se murió, la casa se vendió, yo me fui a vivir sola sin marido ni hijos; mi papá se quedó con un departamento de Balvanera, y me olvidé de la angelita.
Hasta que apareció al lado de la cama, en mi departamento, diez años después, llorando, una noche de torm.
La angelita no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco. Está a medio pudrir y no habla. La primera vez que apareció creí que soñaba y traté de despertarme de la pesadilla; cuando no pude y empecé a entender que era real grité y lloré y me tapé con las sábanas, los ojos cerrados fuerte y las manos tapando los oídos para no escucharla –porque en ese momento no sabía que era muda–. Pero cuando salí de ahí abajo, unas cuantas horas después, la angelita seguía ahí con los restos de una manta vieja puesta sobre los hombros como un poncho. Señalaba con el dedo hacia afuera, hacia la ventana y la calle, y así me di cuenta de que era de día. Es raro ver un muerto de día. Le pregunté qué quería, pero como respuesta siguió señalando como en una película de terror.
Me levanté y salí corriendo hacia la cocina, a buscar los guantes que usaba para lavar los platos. La angelita me siguió. Apenas una primera muestra de su personalidad demandante. No me amedrentó. Con los guantes puestos la agarré del cogotito y apreté. No es muy coherente intentar ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado y ser razonable al mismo tiempo. No le provoqué ni una tos, nada más yo quedé con restos de carne en descomposición entre los dedos enguantados y a ella le quedó la tráquea a la vista.
Hasta ese momento no sabía que se trataba de Angelita, la hermana de mi abuela. Seguía cerrando los ojos bien fuerte a ver si ella desaparecía o yo me despertaba. Como no funcionaba le caminé alrededor y vi, en la espalda, colgando de los restos amarillentos de lo que ahora sé era la mortaja rosa, dos rudimentarias alitas de cartón con plumas de gallina pegoteadas. En tantos años tendrían que haber desaparecido, pensé y después me reí un poco histérica y me dije que tenía un bebé muerto en la cocina, que era mi tía abuela y que caminaba, aunque por el tamaño debía haber vivido apenas unos tres meses. Tenía que dejar definitivamente de pensar en términos de qué era posible y qué no.
Le pregunté si era mi tía abuela Angelita –como no habían hecho tiempo de anotarla con un nombre legal, eran otros tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–; así descubrí que no hablaba pero contestaba moviendo la cabeza. Entonces mi abuela decía la verdad, pensé, no eran del gallinero, eran los huesitos de su hermana los que desenterré cuando era chica.
Lo que quería Angelita era un misterio, porque más que mover la cabeza afirmativa o negativamente no hacía. Pero algo quería con suma urgencia, porque no sólo seguía señalando, sino que no me dejaba en paz. Me seguía por toda la casa. Me esperaba atrás de la cortina del baño cuando tomaba una ducha; se sentaba en el bidet cuando yo hacía pis o caca; se paraba al lado de la heladera cuando lavaba los platos y se sentaba al lado de la silla cuando yo trabajaba con la computadora.
Seguí haciendo mi vida normal durante la primera semana. Creía que a lo mejor se trataba de un pico de estrés con alucinación, y que se iría. Me pedí unos días en el trabajo, tomé pastillas para dormir. La angelita seguía ahí, esperando al lado de la cama a que me despertara. Algunos amigos me visitaron. Al principio no quise atender los mensajes ni abrirles la puerta pero, para no preocuparlos más, accedí a verlos aduciendo agotamiento mental. Ellos comprendieron, estuviste trabajando como una negra, me decían. Ninguno vio a la angelita. La primera vez que me visitó mi amiga Marina metí a la angelita en el placard, pero para mi terror y disgusto, se escapó y se sentó en el brazo del sillón, con esa fea cara podrida verdegrís. Marina ni se dio cuenta.
Poco después saqué a la angelita a la calle. Nada. Salvo ese señor que la miró de pasada y después se dio vuelta y la volvió a mirar y se le descompuso la cara, le debe haber bajado la presión; o la señora que directamente salió corriendo y casi la atropella el 45 en la calle Chacabuco. Alguna gente tenía que verla, eso me lo imaginaba, seguramente no mucha. Para evitarles el mal momento, cuando salíamos juntas –mejor dicho, cuando ella me seguía y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo hacía con una especie de mochila para cargarla (es feo verla caminar, es tan chiquita, es antinatural). También le compré una venda tipo máscara para la cara, de las que se usan para tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora cuando la ve siente asco, pero también conmoción y pena. Ven a un bebé muy enfermo o muy lastimado, ya no a un bebé muerto.
Si me viera mi papá, pensaba, él que siempre se quejó de que iba a morirse sin nietos (y se murió sin nietos, yo lo decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré juguetes para que se entretuviera, muñecas y dados de plástico y chupetes para que mordiera, pero nada parecía gustarle demasiado, y seguía con el dichoso dedo apuntando para el Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur– mañana, tarde y noche. Yo le hablaba y le preguntaba, pero ella no se podía comunicar bien.
Hasta que una mañana se apareció con una foto de mi casa de la infancia, la casa donde yo había encontrado sus huesitos en el patio del fondo. La sacó de la caja donde guardo las fotografías: un asco, dejó todas las otras manchadas de su piel podrida que se desprendía, húmedas y pringosas. Ahora señalaba la casa con el dedo, bien insistente. Querés ir ahí, le pregunté, y me dijo que sí. Le expliqué que la casa ya no era nuestra, que la habíamos vendido, y me dijo que sí otra vez.
La cargué en la mochila con su máscara puesta y nos tomamos el 15 hasta Avellaneda. Ella no mira por la ventana en los viajes, tampoco mira a la gente ni se entretiene con nada, le da a lo exterior la misma importancia que a los juguetes. La llevé sentada a upa para que estuviera cómoda, aunque no sé si es posible que esté incómoda o si eso significa algo para ella; ni siquiera sé qué siente. Solamente sé que no es mala, y que le tuve miedo al principio, pero hace rato que no.
Llegamos a la que fue mi casa a eso de las cuatro de la tarde. Como siempre en verano, había un olor pesado a Riachuelo y nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con tufos de basura; en las esquinas, helados caídos de cucuruchos que dejaban el suelo pegoteado. Hay muchas heladerías sobre la avenida y mucha gente torpe. Cruzamos la plaza caminando, después pasamos por el Sanatorio Itoiz, donde se murió mi abuela, y finalmente rodeamos la cancha de Racing. Atrás estaba mi casa vieja, a dos cuadras de distancia del estadio. Pero ahora que estaba en la puerta, ¿qué hacer? ¿Pedirles a los dueños nuevos que me dejaran pasar? ¿Con qué pretexto? Ni lo había pensado. Claramente me estaba afectando la mente andar para todos lados con una niña muerta.
Angelita fue la que se encargó de la situación. No hacía falta entrar. Era posible asomarse al fondo por la medianera, eso era lo único que ella quería, ver el fondo. Espiamos las dos, ella en mis brazos –la medianera era más bien baja, debía estar mal hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado de tierra, había una pileta de natación de plástico azul, empotrada en un hueco del suelo. Evidentemente habían levantado toda la tierra para hacer el hoyo, y con esa acción habían tirado los huesos de la angelita vaya a saber dónde, los habían revoleado, se habían perdido. Me dio lástima, pobrecita, y le dije que lo sentía mucho, que no podía solucionárselo; hasta le dije que lamentaba no haberlos desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para sepultarlos en algún lugar pacífico, o cerca de la familia si a ella le gustaba así. ¡Pero si tranquilamente podría haberlos puesto adentro de una caja o un florero, y llevarlos a casa! Estuve mal con ella y le pedí disculpas. Angelita dijo que sí. Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora estaba tranquila y se iba a ir, si me iba a dejar sola. Me dijo que no. Bueno, contesté, y como la respuesta no me cayó muy bien, salí caminando rápido hasta la parada del 15 y la obligué a corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan podridos, estaban dejando asomar los huesitos blancos.
2. La revista Cuadrivio publicó siete minificciones mías con el título «Siete sirenas»: son textos sobre esas criaturas que o no existen o se extinguieron hace mucho, como decía el profesor Mencio Ferdinández, pero a la vez no dejan de invadir cerebros desprevenidos y organizar fugas espectaculares ante las cámaras de televisión del mundo entero, como se verá. Por lo demás, la revista, jovencísima (va en su segundo número), es estupenda y se deja leer larga y muy sabrosamente. Por mi parte, además de la buena compañía de muchos textos agradezco esta ilustración que hizo Valeria Hernández:
3. Ya aparecen los primeros lectores y comentarios de Los viajeros, la antología de ciencia ficción mexicana en la que Bernardo Fernández (Bef) reunió 18 textos mexicanos de ficción especulativa incluyendo uno mío, «Se ha perdido una niña», y otros de Mauricio-José Schwarz, Gabriel Trujillo Muñoz, Gerardo Horacio Procayo, José Luis Zárate, Francisco Haghenbeck, Antonio Malpica, Ignacio Padilla, Pepe Rojo, Cecilia Eudave, Karen Chacek, Gerardo Sifuentes, Rodolfo JM, Edgar Omar Avilés, Gabriela Damián, Rafael Villegas, Orlando Guzmán y el mismo BEF. Las primeras notas han aparecido en sitios interesados en la ciencia ficción como la revista argentina Axxón y el blog de la Tertulia Literaria Fantástica de Bilbao. Mientras me pregunto cuándo (o si) aparecerán comentarios en México más allá de los anuncios de la publicación, me preocupa la constancia de los prejuicios contra la ciencia ficción entre nosotros; aunque creo que se puede hacer cierta crítica de la CF a estas alturas de su historia, no deja de ser absurdo que se le llame «naturalmente menor», «poco mexicana» (juro que he oído decir eso a varias personas) y otras cosas semejantes. Espero que los lectores del libro no hagan caso de nada salvo lo que los textos dicen y se formen su propia opinión.
4. Finalmente, me alegra reportar la buena recepción que ha tenido en España la antología La banda de los corazones sucios, en la que Salvador Luis convocó a un grupo de autores de diversos países de hispanoamérica a escribir de villanos de la ficción y de la vida real. En este libro mi texto se titula «Acerca del alma», trata del caso Fritzl (es decir, tiene algunos puntos de contacto con mi novela Los esclavos) y saldrá (tengo esperanzas) en una edición mexicana posteriormente.
(Los otros autores reunidos aquí: Jon Bilbao, Sergi Bellver, Lara Moreno, Vicente Luis Mora, Marian Womack, Matías Candeira, Juan Carlos Márquez, Antonio Ortuño, Mariana Enriquez, Juan Terranova, Javier Payeras, Leonardo Cabrera y Rocío Silva Santisteban.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Ha llegado (está llegando) una nueva antología: La banda de los corazones sucios, «antología del cuento villano» seleccionada por Salvador Luis. El libro reúne textos sobre tipos malos: seres despreciables de la ficción y la vida real. Dice el blog de la antología:
Sucios. Corazones sucios. ¿Cuántos villanos caben en un mismo volumen? En este compendio de cuentos, catorce narradores de Iberoamérica apuestan con dramatismo y humor negro por los “malos de la película”: los asesinos, los bribones, los todopoderosos. Un volumen de maldad y malas compañías. Una Banda de Corazones Sucios que eleva, con su dudoso proceder, a todo aquel que se siente también un poco sucio.
Quienes escribimos sobre esta pandilla inicua somos éstos: Jon Bilbao (España), Antonio Ortuño (México), Mariana Enríquez (Argentina), Vicente Luis Mora (España), Alberto Chimal (México), Marian Womack (España), Wilmer Urrelo (Bolivia), Sergi Bellver (España), Matías Candeira (España), Juan Terranova (Argentina), Javier Payeras (Guatemala), Leonardo Cabrera (Uruguay), Juan Carlos Márquez (España), Rocío Silva Santisteban (Perú) y Lara Moreno (España).
La editorial boliviana El Cuervo ha lanzado la primera edición, que viene con un texto exclusivo de Wilmer Urrelo y tiene esta portada, obra del argentino Leandro Escobar:
Próximamente aparecerá la edición española, con bonus text de Lara Moreno, por parte de Ediciones Baladí. Y esperamos las siguientes. (Horrorshow, como diría Alex, el de La naranja mecánica.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]